Telofase Febrero, el año siguiente

45

Camusfearna, Gales El invierno de ardiente nieve había sido muy duro en Inglaterra. Esa noche, nubes negras como de terciopelo ensombrecían las estrellas desde Anglesey hasta Márgate, dejando algunas áreas luminosas verdeazuladas sobre la tierra y el mar. Cuando los copos llegaban al agua, se extinguían inmediatamente. Se amontonaban en una capa brillante sobre la tierra que latía como si fuera de rescoldos si alguien la pisaba.

Para luchar contra el frío, los calentadores eléctricos, los termostatos y las calderas habían demostrado su insuficiencia. Las estufas catalíticas que ardían con gas blanco eran populares hasta que se terminaron; luego hubo una gran demanda, porque las máquinas que las construían se habían estropeado.

Las antiguas estufas de carbón y los braseros fueron de sempolvados.

Inglaterra y Europa se hundían rápida y si lenciosamente en un tiempo anterior, más oscuro. Era inútil protestar; las fuerzas que operaban eran, para la ma yoría, insondables.

La mayor parte de las casas y edificios simplemente seguían fríos.

Sorprendentemente, el número de persona; enfermas o moribundas continuó su declinar, tal como había venido sucediendo a lo largo del año.

No hubo estallidos virulentos de epidemias. Nadie sabía el porqué.

Las industrias del vino, cerveza y licores no daban abasto. Las panaderías alteraron radicalmente su línea de productos, y la mayoría se decantaron hacia la producción de pasta y de panes sin levadura. Los organismos microscopicos del mundo entero habían cambiado con el clima, tan impredecible como la maquinaria y la electricidad.

En Europa Oriental y en Asia había hambre, lo cual abundaba en (o confirmaba)

las ideas sobre los actos de Dios. Las mayores cornucopias del mundo ya no existían, y los mercados eran escasamente abastecidos.

La guerra no era una opción. Las radios, los camiones y automóviles, los misiles y las bombas tampoco eran seguros. Unos cuantos países de Medio Oriente se las arreglaron dividiéndose en tribus, pero sin mucho entusiasmo. El clima también allí había cambiado, y durante semanas, nieve ardiente cayó sobre Damasco, Beirut y Jerusalén.

El hecho de llamarle el invierno de la nieve ardiente resumía todo lo que había ocurrido, lo que estaba ocurriendo; con esa expresión no se referían solamente al clima.

El Citroen de Paulsen-Fuchs circulaba por la irregular carretera de un único carril; las cadenas de las ruedas chirriaban. Conducía con cuidado, apretando poco el acelerador, frenando poco a poco en una inclinada cuesta, intentando conseguir que la máquina no se estropeara de una vez. En el asiento de al lado, llevaba una cesta de picnic cargada de novelas de misterio y una bolsa que contenía una botella.

Pocas máquinas seguían funcionando debidamente. Pharmek había sido clausurado durante seis meses debido a graves problemas de mantenimiento. Al principio, se había llevado personal para sustituir a las máquinas, pero pronto se había hecho manifiesto que las fábricas no pueden operar solamente con personas.

Se detuvo junto a un poste de madera y bajó el cristal de su ventanilla para ver bien la señalización de las direcciones. Camusfearna, declaraba un letrero grabado a mano; a dos kilómetros, todo recto.

Todo Gales parecía recubierto de una espuma marina fosforescente. Del negro cielo descendían galaxias de copos brillantes, cargados de una misteriosa luz.

Subió el cristal de la ventanilla y miró los copos caer sobre el cristal delantero, que destellaban al ser alcanzados y apartados por el limpiaparabrisas.

No llevaba encendidos los faros, aunque la noche había caído hacía rato. Veía gracias al resplandor de la nieve. La calefacción iba mal, e intentó ir más deprisa.

Quince minutos después, dobló a la derecha por una carretera estrecha de gravilla y bajó hacia Camusfearna. La pequeña ensenada tenía sólo cuatro casas y un reducido embarcadero, ahora cubierto de hielo. Las casas, con sus cálidas luces amarillas, eran claramente visibles a través de la nieve, pero el océano, más allá, estaba tan negro y vacío como el cielo.

La última casa del lado norte, había dicho Gogarty. Se equivocó de camino, rodó ásperamente sobre el césped y la hierba helada, y retrocedió de nuevo hasta la carretera.

No había hecho nada ni la mitad de demencial en los últimos treinta años. El motor del Citroen carraspeó, gruñó y se paró en seco a escasamente diez metros del estrecho y viejo garaje. El resplandor de la nieve era como un remolino de ensueño.

La morada de Gogarty era un muy viejo chalet de piedra blanca lavada, con forma de ladrillo, de dos pisos, cubiertos de un tejado de pizarra. En el lado norte de la casa había sido arreglado un garaje, de paredes metálicas con encuadre de madera también pintada de blanco. La puerta del garaje se abrió, añadiendo un cuadrado amarillo anaranjado al verdeazulado del resto del conjunto. Paulsen— Fuchs sacó la botella de su bolsa, se la metió bajo el abrigo y salió del coche, mientras sus botas al pisar producían pequeñas olas de presión sobre la nieve.

—Por Dios —dijo Gogarty saliéndole al encuentro—. No esperaba que te arriesgaras a viajar con este tiempo.

—Sí, bueno —dijo Paulsen-Fuchs—. La locura de un viejo aburrido, ¿no?

—Entremos. Tengo un fuego encendido, —gracias a Dios que aún arde la madera! Y té caliente, café, lo que quieras.

—¡Whisky irlandés! —exclamó Paulsen-Fuchs, frotándose las manos.

—Bueno, —dijo Gogarty abriendo la puerta—, esto es Gales, y el whisky escasea en todas partes. No tengo nada de eso, lamentablemente.

—He traído el mío —aclaró Paulsen-Fuchs, sacando la botella de Glenlivet del bolsillo interior de su abrigo—. Muy escaso, muy caro.

Las llamas chisporroteaban y oscilaban alegremente en el hogar de piedra, supliendo a la incierta luz eléctrica. El interior del chalet estaba lleno de escritorios —tres de ellos en la habitación principal—, de estanterías cargadas de libros y de un computador a pilas. «No ha funcionado desde hace tres meses», dijo Gogarty refiriéndose a él. Había también un estante cargado de conchas marinas y de peces embotellados, un antiguo sofá rosa de terciopelo, una máquina de escribir Olympia manual —que ahora valía una pequeña fortuna— y una mesa de dibujo casi escondida bajo cianotipos desplegados. Las paredes estaban decoradas con grabados enmarcados de flores del siglo XVIII.

Gogarty apartó la tetera del fuego y llenó dos tazas. Paulsen-Fuchs, sentado en un viejo sillón, tomaba la bebida con gusto. Dos gatos, uno atigrado de pelo anaranjado y erizado y otro negro de hocico perruno y largo pelo, entraron en la habitación y se quedaron quietos junto al fuego, parpadeando con aire de curiosidad y ligero resentimiento.

—Compartiré un whisky contigo después —dijo Gogarty, sentándose en un taburete frente al sillón—. Ahora, creo que te gustará ver esto.

—¿Tu «fantasma»? —preguntó Paulsen-Fuchs.

Gogarty asintió y buscó en el bolsillo de su suéter. Sacó un papel doblado y se lo tendió a Paulsen-Fuchs. También es para ti. Nuestros dos nombres. Pero llegó aquí hace dos días. Apareció en el buzón, aunque no ha habido entrega de correo desde hace una semana. Aquí no. Te envié la carta desde Pwllheli.

Paulsen-Fuchs desdobló el blanco papel brillante. Era muy extraño, de textura suave y de una blancura casi cegadora. En un lado se leía un mensaje en negro escrito a mano. Paulsen-Fuchs lo leyó y miró a Gogarty.

—Ahora léelo otra vez —insistió éste. El mensaje era tan corto que se le había grabado casi por completo en la memoria. La segunda vez que —lo leyó, sin embargo, era distinto.

Queridos Sean y Paul.

Amable aviso a los sabios. Suficiente. Pequeños cambios ahora, los grandes se aproximan. Gogarty se lo puede imaginar. Tiene los medios. La teoría. Otros están siendo alertados. Corred la voz.

BERNARD

—Cada vez es diferente. A veces más elaborado y otras más conciso. He empezado a apuntar lo que dice cada vez que lo leo.

Gogarty extendió la mano y frotó sus dedos. Paulsen-Fuchs le devolvió la carta.

—No es papel —dijo Gogarty. Lo sumergió en su taza de té. La carta no lo absorbía, ni goteó al ser retirada. La cogió con las dos manos e hizo ademán de romperla vigorosamente. Aunque seguía insistiendo, la carta no se desgarró, y se quedó en una de las manos de Gogarty sin que resultara obvio el modo en que se había soltado de la otra.

—¿Quieres leerla otra vez? Paulsen-Fuchs negó con la cabeza.

—De modo que no es real —dijo.

—Oh, es lo bastante real como para estar aquí cada vez que quiero leerla.

Nunca es exactamente la misma, lo que me hace pensar que no está hecha de materia.

—No bromeo. Gogartiy se rió.

—No, no creo.

—Bernard no está muerto. Gogarty asintió.

—No. Bernard se fue con sus noocitos, y yo creo que sus noocitos están en el mismo sitio que los noocitos de Norteamérica. Si «sitio» es la palabra adecuada.

—¿Cuál podría ser si no? ¿Otra dimensión? Gogarty meneó la cabeza vigorosamente.

—Dios mío, no. Aquí mismo. Aquí es donde todo empieza. Pertenecemos a la macroescala, por supuesto, de modo que cuando investigamos nuestro mundo, tendremos a mirar hacia fuera, hacia las estrellas. Pero los noocitos pertenecen al micromundo. Ni siquiera pueden conceptualizar las estrellas con facilidad. De modo que miran hacia adentro. Para ellos, los descubrimientos yacen en lo más pequeño. Y si podemos asumir que los noocitos de Norteamérica crearon rápidamente una avanzada civilización —algo que resulta obvio—, entonces podemos asumir que encontraron un modo de investigar lo más pequeño.

—Más pequeño que ellos mismos.

—Más pequeño según un factor incluso mayor que nuestra propia pequeñez en comparación con una galaxia.

—¿Estás hablando de longitudes cuánticas? —Paulsen-Fuchs no dominaba este área de conocimiento, pero no era totalmente ignorante en el tema.

Gogarty asintió.

—Ahora, sucede que lo muy pequeño es justamente mi especialidad. Esa es la causa por la que fui llamado en primer lugar para esta investigación sobre los noocitos. La mayor parte de mi trabajo versa sobre volúmenes menores que diez elevado a menos treinta y tres centímetros. La longitud Planck-Wheeler. Y creo que debemos contemplar la submicroescala para descubrir a dónde fueron los noocitos y por qué.

—¿Por qué, pues? —preguntó Paulsen-Fuchs. Gogarty cogió un montón de papeles llenos de textos y ecuaciones escritas a mano.

—La información puede ser almacenada incluso de modo más compacto que en la memoria molecular. Puede ser almacenada en la estructura del espaciotiempo.

¿Qué es la materia, después de todo, sino una ola de información en el vacío? Los noocitos, sin duda alguna, llegaron a descubrirlo, y trabajaron en ello.

¿Has oído acerca de Los Angeles?

—No. ¿Qué hay de eso?

—Incluso antes de que los noocitos desaparecieran, Los Angeles y la costa al sur de Tijuana se desvanecieron. O más bien, se transformaron en algo distinto.

Un gran experimento, tal vez. Un ensayo general para lo que está ocurriendo ahora.

Paulsen-Fuchs asintió sin realmente comprender y se apoyó en el respaldo de su asiento con la taza en la mano.

—Fue muy difícil llegar hasta aquí —dijo—. Más de lo que me había imaginado.

—Las reglas han cambiado —dijo Gogarty.

—Ese parece ser el consenso. Pero ¿Por Qué, y de qué modo?

—Pareces cansado —dijo Gogarty—. Esta noche descansemos, disfrutemos del ambiente templado, sin devanarnos los sesos por leer la carta unas cuantas veces más.

Paulsen-Fuchs asintió y echó hacia atrás la cabeza, los ojos cerrados.

—Sí —murmuró—. Mucho más difícil de lo que llegué a imaginar.

La nieve dejó de caer hacia la salida del sol. La luz del día devolvió a los campos y las orillas su blancura inocente. Las negras nubes de nieve se habían disipado hasta convertirse en ráfagas grises aparentemente inofensivas, que derivaban con el viento hacia el oeste. Paulsen-Fuchs se despertó al olor del pan tostado y del café caliente. Se incorporó sobre los codos y se alisó el despeinado cabello. El sofá era cómodo; se sentía descansado, aunque algo aturdido todavía por el viaje.

—¿Qué te parecería una ducha caliente? —preguntó Gogarty.

—Estupendo.

—El cuarto de la ducha está un poco frío, pero ponte estas zapatillas, no te salgas de las planchas de madera del suelo, y no resultará demasiado horrible.

Sintiéndose mucho más fresco, y ciertamente más despierto —el cuarto de la ducha estaba muy frío—, Paulsen-Fuchs se sentó a desayunar.

—Tu hospitalidad es notable —dijo, mascando una tostada con crema de queso bien colmada de mermelada—. Me siento aún más culpable por el modo en que fuiste tratado en Alemania.

Gogarty frunció los labios y se encogió de hombros.

—No pensé nada al respecto. Todos sufríamos tensiones, supongo.

—¿Qué dice la carta esta mañana?

—Léela tú mismo.

Paulsen-Fuchs desdobló la deslumbrante hoja blanca y deslizó los dedos sobre las bien definidas letras.

Queridos Paul y Sean, Sean tiene la respuesta. Extensión de la teoría, observación demasiado intensa.

Agujero negro de pensamiento.

Como él dijo. La teoría encaja, el universo se forma de consumo.

No hay otra manera. Demasiada teoría, demasiado poca flexibilidad. Viene más. Grandes cambios.

BERNARD —Notable —dijo Paulsen-Fuchs—. ¿El mismo trozo de lo que quiera que sea?

—Hasta donde yo puedo apreciar, el mismo.

—¿A qué se refiere esta vez?

—Creo que está confirmando mi trabajo, aunque no se expresa con mucha claridad. Es decir, si la nota dice lo mismo para ti que para mí. Tendrás que apuntar lo que has leído para que estemos seguros.

Paulsen-Fuchs apuntó las palabras en un pedazo de papel y se lo tendió a Gogarty.

El físico asintió.

—Mucho más explícito esta vez. —Dejó el papel sobre la mesa y le puso más café a Gogarty—. Muy evocativo. Parece confirmar lo que dije el año pasado, que el universo en realidad no tiene fundamentos inflexibles, que cuando una buena hipótesis surge, una capaz de explicar los hechos anteriores, los fundamentos que apuntalan el universo se reacomodan y nace una nueva teoría poderosa.

—¿Entonces no existe una realidad última?

—Aparentemente no. Las malas hipótesis, aquellas que no encajan con lo que ocurre a nuestro nivel, son rechazadas por el universo. Las buenas, las potentes, son incorporadas.

—Esto parece de la máxima confusión para los teóricos.

Gogarty asintió.

—Pero me permite explicar lo que sucede en el planeta.

—¿Cómo?

—El universo no es el mismo por siempre. Una teoría que funciona puede determinar la realidad sólo durante un tiempo determinado, y luego el universo debe emprender unos cuantos cambios.

—Se desmorona el tinglado, ¿por qué entonces no ser más complacientes?

—Sí, y tanto. Pero la realidad no puede ser observada al cambiar. Ha de cambiar a cierto nivel que no resulte fijado por ninguna observación. De forma que cuando nuestros noocitos lo observaron todo desde el nivel más bajo posible, el universo quedó incapacitado para desdoblarse, para reformarse. Se desarrolló una especie de tensión. Se dieron cuenta de que no podían seguir actuando en el macromundo, de modo que ellos… bueno, no estoy nada seguro de lo que hicieron. Pero cuando partieron, la tensión se aflojó de súbito y causó un estallido.

Las cosas están ahora alborotadas. El cambio fue demasiado abrupto, de forma que el mundo no ha quedado igual. El resultado, un universo inconsciente consigo mismos, al menos en nuestra vecindad. Cae nieve ardiente, las máquinas funcionan mal, un pequeño caos. Y puede ser pequeño porque…

Se encogió de hombros.

—Más platos rotos, me temo.

—Escuchémoslo.

—Porque están tratando de salvar a tantos de nosotros como puedan, para lo que vendrá después.

—¿El gran cambio?

—Sí.

Paulsen-Fuchs miraba a Gogarty sin pestañear, luego meneó la cabeza.

—Soy demasiado viejo —dijo—. Sabes, el estar en Inglaterra me ha recordado la guerra. Así es como debía ser Inglaterra durante el… aquí lo llamaban el «Blitz».

Y cómo quedó Alemania hacia el final de la guerra.

—En estado de sitio —dijo Gogarty.

—Sí. Pero nosotros los humanos tenemos un equilibrio químico muy delicado.

¿Crees que los noocitos tratan de mantener bajos los índices de mortalidad?

Gogarty se encogió de hombros de nuevo y cogió la carta.

—He leído esta carta más de mil veces, con la esperanza de que me diera la clave de esa cuestión. Nada. Ni una insinuación —suspiró—. No puedo ni tan sólo aventurar una suposición.

Paulsen-Fuchs se acabó la tostada.

—He tenido un sueño esta noche, muy vivido —dijo—. En ese sueño se me preguntaba a cuántos apretones de manos estaba de uno que viviera en Norteamérica. ¿Supones que tiene algún sentido?

—No ignoremos nada —contestó Gogarty—. Ese es mi lema.

—¿Qué dice la carta ahora? Lee tú. Gogarty desdobló la hoja y anotó cuidadosamente el mensaje.

—Más bien lo mismo —dijo—. Espera… Hay una palabra más. «Grandes cambios pronto.» Fueron a dar un paseo al intermitente sol, con su botas hundiéndose y chirriando en la nieve, oprimiéndola hasta hacerla hielo. El aire estaba desagradablemente frío, pero el viento era ligero.

—¿Se puede esperar que todo vuelva a desdoblarse, que vuelva a su estado normal? —preguntó Paulsen-Fuchs. Gogarty mostró un gesto de inseguridad.

—Diría que sí, si sólo estuviéramos enfrentados a fuerzas naturales. Pero las notas de Bernard no son muy esperanzadoras, ¿verdad?

—Lo ignoro totalmente —dijo Gogarty de pronto, exhalando una bocanada de vaho—. Qué relajante es decir eso. Ignorante. Estoy tan sujeto a fuerzas desconocidas como ese árbol. —Señaló hacia un pino viejo y hendido que se alzaba sobre la playa—. A partir de ahora, sólo nos queda la espera.

—Entonces no me invitaste aquí para que buscáramos soluciones.

—No, claro que no. —Gogarty, a guisa de experimento, golpeó un charco helado con el pie. El hielo se partió, pero debajo no había agua—. Parece como si Bernard hubiera querido que estuviéramos aquí, o al menos juntos.

—Vine aquí con la esperanza de las noticias.

—Lo siento.

—No, no es del todo cierto. Vine aquí porque en Alemania ya no está mi sitio. Ni en ningún otro lugar. Soy un ejecutivo sin una compañía, sin trabajo. Soy libre por primera vez en muchos años, libre para asumir riesgos.

—¿Y tu familia?

—Como Bernard, he tenido varias familias a lo largo de estos años. ¿Tienes tú familia?

—Sí —dijo Gogarty—. Estaban en Vermont el año pasado, visitando a mis suegros.

—Lo siento —contestó Paulsen-Fuchs.

Cuando volvieron a la cabana, tras consumir más tazas de café caliente y encender un nuevo fuego en la chimenea, releyeron la nota de Bernard, que rezaba:

Queridos Gogarty y Paul:

Ultimo mensaje. Paciencia. ¿A cuántos apretones de manos estáis de alguien que se ha ido? Sólo a uno. Nadase pierde.

Este es el último día.

BERNARD

Ambos lo leyeron. Gogarty dobló la hoja y la guardó en un cajón como medida de seguridad. Una hora más tarde, sintiendo una especie de premonición, Paulsen— uchs abrió el cajón para leer la carta de nuevo.

No estaba allí.

46

Londres

Suzy se asomó a la ventana y respiró profundamente el aire frío. Nunca había visto nada tan bonito, ni siquiera el resplandor del East River cuando cruzó el puente de Brooklyn. La nieve ardiente era simple, encantadora, una metáfora elegante que anunciaba el final de un mundo que se había vuelto loco. Estaba segura de ello. En los nueve meses que había pasado en Londres, en su pequeño apartamento pagado por la embajada de Estados Unidos, había contemplado como la ciudad llegaba a un colapso, estremecedor y espasmódico. Se había refugiado en el apartamento, desde donde veía cada vez menos coches o camiones y cada vez más transeúntes, a pesar de que la nieve brillante aumentaba, y luego…

Menos gente por la calle, y más, suponía, quedándose en casa. Una funcionaría consular americana venía a visitarla una vez por semana. Su nombre era Laurie, y a veces venía con Yves, su novio, de nombre francés pero americano de nacimiento.

Laurie siempre venía, y traía a Suzy comestibles, los libros y revistas de sus hijos y noticias, lo que se iba sabiendo del asunto. Laurie dijo que las «ondas aéreas» se estaban poniendo más y más difíciles. Eso significaba que nadie podía sacar mucho partido de las radios. Suzy todavía conservaba la suya, aunque no funcionaba desde que se le cayó al subir al helicóptero. Estaba rota y ni siquiera siseaba, pero era una de las pocas cosas que le pertenecían.

Se apartó de la ventana y cerró los ojos. Le dolía recordar lo que había pasado.

La sensación de estar perdida, de pie en medio del vacío Manhattan, temiendo volverse loca. El helicóptero que aterrizó un par de semanas después y la llevó hasta el gran avión que vigilaba la costa…

Entonces la habían traído a Inglaterra y le habían buscado un apartamento —un — lat— en Londres, un agradable lugar donde se sentía bien la mayor parte del tiempo. Y Laurie venía y traía las cosas que Suzy necesitaba.

Pero hoy no había venido, y nunca llegaba después del anochecer. La nieve era espesa y muy brillante. Hermosa.

Curiosamente, Suzy no se sentía nada sola.

Cerró la ventana para que no entrara el frío. Luego se puso a mirarse en el largo espejo que colgaba del interior de la puerta de su armario, y observó cómo los brillantes copos de nieve se fundían y disipaban en su cabello. Esto la hizo sonreír.

Se dio la vuelta y miró el oscuro interior del armario. Los tubos de la calefacción hacían ruidos, como en su casa de Brooklyn Heights.

—Hola —dijo a las pocas ropas que había en el armario. Sacó un largo vestido que había llevado en el baile de la embajada hacía seis meses. Era precioso, de color verde esmeralda, y le sentaba muy bien.

No se lo había puesto desde entonces, y era una pena.

Se acercó al radiador para quitarse la ropa, luego bajó la cremallera del vestido, soltó la presilla de la espalda y se lo puso.

¿No era esa la clase de vestido con la que había que visitar a la reina? Eso tenía sentido.

Se lo ajustó bien sobre los hombros y encajó los senos en las copas cosidas en el forro. Luego subió la cremallera tan arriba como pudo y se contempló en el espejo otra vez, dándose la vuelta, pero sin volver la cabeza y sonriendo.

Había sido muy popular en la embajada durante los primeros meses. Le caía bien a todo el mundo. Habían dejado de invitarla porque la embajada estaba a mucha distancia y el tráfico era cada vez más caótico.

En realidad, pensó Suzy mientras observaba a la guapa chica del espejo, no le importaría morirse ahora mismo.

Fuera era todo tan bonito… Incluso el frío era hermoso. El frío era diferente al de Nueva York, y no porque fuera frío inglés. El frío era distinto en cada sitio, se imaginaba.

Si moría, podría subir por la nieve ardiente hacia lo alto de las oscuras nubes, oscuras como el sueño. Podría buscar a mamá y a Cary y a Kenneth y a Howard.

Probablemente no estuvieran en las nubes, pero ella sabía que no habían muerto…

Suzy frunció el ceño. Si no habían muerto, ¿cómo iba a encontrarlos en la muerte? Era tan estúpida. Odiaba ser estúpida. Siempre lo había odiado.

Y sin embargo… Mamá siempre le había dicho que era una estupenda persona, y se comportaba lo mejor que podía (aunque siempre se podía aspirar a más).

Suzy había crecido gustándose a sí misma, gustándole los demás, y no quería realmente convertirse en otra persona, o en otra cosa, sólo por…

No quería cambiar sólo para ser mejor. Aunque siempre se podía aspirar a más.

Aquello era muy confuso. Todo estaba cambiando. Morir sería cambiar. Si no le importaba eso, entonces…

Se oía el ruido de la nieve al caer. Se puso a escuchar en la ventana y oyó un agradable zumbido como de abejas en un campo de flores. Un cálido sonido para un frío panorama.

—Qué extraño —dijo—. Sí, qué raro, qué raro.

Empezó a cantar las palabras, pero era una canción tonta, y no expresaba lo que ella sentía, que era…

Aceptación.

Quizá no era la nieve la que producía aquel ruido, sino un viento. Limpió la condensación del cristal de la ventana y volvió hacia la cama para apagar la luz y poder ver mejor. Si la nieve se iba hacia un lado u otro, entonces era el viento el que producía aquel ruido. Pero no sonaba como el viento.

Aceptación, y sola.

¿Dónde estaba Laurie? Donde todo el mundo. En su casa, mirando caer la nieve, como ella. Pero seguramente Laurie tenía a Yves a su lado. No era agradable estar sola en…

de pronto estalló en sollozos, pero inmediatamente se reprimió sí, era eso, lo presentía la última noche del mundo.

—Uau —dijo, extendiendo el vestido y sentándose a la mesa en una de las sillas. Se frotó los ojos. Todo esto la había afectado mucho. Se estaba volviendo loca. Estúpida, como de costumbre.

No tenía miedo, sin embargo.

Aceptación.

La puerta del armario chirrió y ella se giró para mirar, casi esperando ver a Narnia tras las ropas. (Le había gustado el apartamento nada más verlo, a causa del armario).

Dentro del armario caía la nieve. Luminosos copos se deslizaban sobre las ropas. Se estremeció y se levantó lentamente, se alisó el vestido y, paso a paso, se acercó al armario. Confetti de luz jugaban en el interior, por la madera del fondo, sobre los vestidos, incluso entre las perchas.

Abrió la puerta de par en par y se miró en el espejo. Tras él, se veía rodeada de espuma brillante, como millones de burbujas de ginger ale.

Suzy se inclinó hacia delante. El rostro que veía en el espejo no era exactamente el suyo. Se tocó los labios, luego juntó las yemas de sus dedos con las de la imagen —frías, de cristal.

El frío y el brillo se disiparon. Las yemas de sus dedos recuperaron su calor.

Suzy retrocedió, hasta que se tropezó con la silla.

La imagen salió del espejo, sonriéndole.

No era ella propiamente. Era su madre también. Su abuela. Y quizá su bisabuela, y aun alguien anterior. La mayor parte era Suzy, pero también las demás. Todas en una. Le sonreían.

Suzy intentó subirse la cremallera del vestido hasta más arriba. La imagen tenía los brazos abiertos, y se parecía mucho a la madre de Suzy, y Suzy corrió hacia ella y apretó su cara contra el hombro de su madre, contra el verde terciopelo de su vestido. No lloró.

—Vamos a utilizar el armario —dijo con voz ahogada. La imagen —que ahora era más Suzy— meneó la cabeza y tomó a Suzy de la mano. Entonces Suzy recordó.

Cuando la ciudad transformada hubo desaparecido, dejándola sola —después de que ella se negara a irse con Cary o con cualquier otro—, se había sentido duplicada.

La habían copiado. Como fotocopiada.

Se habían llevado la copia con ellos, como medida de seguridad.

Y ahora la traían de nuevo para que se encontrara con la Suzy original. La copia había cambiado, y el cambio resultaba maravilloso. Era toda Suzy, y toda su madre, y todas las demás individualmente, pero juntas.

La imagen guió a Suzy hasta la pared trasera del apartamento, lejos de la ventana. De pie sobre la cama, se sonreían la una a la otra.

—¿Preparada? —preguntó la imagen en silencio.

Suzy miró hacia atrás sobre su hombro hacia la zumbante nieve, luego sintió que la cogían, cálida y sólidamente. ¿A cuántos apretones de manos de alguien que está en América?

Bueno, pues a ninguno en total.

—¿Vamos a ser lentos en el sitio a donde vamos? —preguntó Suzy.

—No —expresó la imagen, que ahora ya era enteramente Suzy. Suzy podía verlo en sus ojos. Cary tenía razón. Arreglaban a la gente.

—Me alegro. Estoy harta de ser lenta.

La imagen le tendió la mano, y juntas atravesaron el papel de la pared. Fue fácil. La pared se había abierto y el papel se había enrollado a los lados.

Más allá de la pared había nieve, pero no era como la que se veía por la ventana. Esta nieve era mucho más hermosa.

Debía haber como un millón de copos por cada persona viva. Y todos bailaban juntos.

—¿No vamos a utilizar el armario? —preguntó Suzy.

—No va a donde nosotras vamos —dijo la imagen. Juntas, se apretaron—.

Prepárate, vamos…

Y saltaron de la cama, a través de la abertura de la pared.

El edificio tembló, como si en alguna parte se hubiera cerrado de golpe una gran puerta. En medio de la noche, los copos ardientes bailaban su danza browniana. Las negras nubes se tornaron transparentes y Suzy vio todos los caminos a la vez. Era una deliciosa pero sobrecogedora visión.

La tormenta se calmó justo antes del amanecer. La tierra quedó muy sosegada al pasar el hemisferio oscuro.

Llegó el día alegremente, proyectando un resplandor gris anarajando sobre el océano sin olas y la tierra firme. Anillos concéntricos de luz se extendían desde el levante.

Suzy miraba a su alrededor. (¡Era tan diminuta y, sin embargo, podía verlo todo, ver grandes cosas!)

Los planos interiores proyectaban largas sombras a través de la niebla circundante. Los planetas exteriores oscilaban en sus órbitas, y luego florecían en un esplendor caleidoscópico, extendiendo frescos brazos luminosos que daban la bienvenida a casa a las lunas pródigas.

La Tierra, en el espacio de un largo y trémulo suspiro, se unió a la corriente.

Para entonces, las ciudades, pueblos y aldeas —las casas y las chozas y las tiendas— estaban tan vacías como conchas en la playa.

La nooesfera extendía sus alas. Y allá donde rozaba, las mismas estrellas bailaban, festejaban, se convertían en copos de nieve ardiente.

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