El letrero rectangular color pizarra se alzaba sobre un pequeño montículo verde brillante de hierba coreana, rodeado de lirios y flanqueado por un oscuro arroyo de lecho de cemento. El nombre de GENETRON estaba grabado sobre el lado del letrero que daba a la calle, en rojas letras romanas estilo Times, y bajo el nombre el lema «Donde las cosas pequeñas logran grandes cambios.» Los laboratorios y oficinas de Genetron se alojaban en una estructura estilo Bauhaus en forma de U, de desnudo cemento, que rodeaba un jardín interior rectangular. El complejo principal tenía dos niveles, con pasos abiertos al aire libre. Más allá del patio y justo detrás de una loma artificial aún sin adornar con plantas, se alzaba un cubo de cristal negro de cuatro pisos, rodeado de una valla electrificada de alambre espinoso.
Esos eran los dos lados de Genetron; los abiertos laboratorios, donde se llevaba a cabo la investigación en biochips, y el edificio de los contratos con Defensa, donde se investigaban las aplicaciones militares.
Las medidas de seguridad eran estrictas incluso en los laboratorios abiertos.
Todos los empleados llevaban placas impresas al láser, y el acceso de visitantes a los laboratorios era cuidadosamente controlado. La directiva de Genetron —cinco graduados por Stanford que habían fundado la compañía sólo tres años después de licenciarse— se había dado cuenta de que el espionaje industrial era incluso más probable que un escape de información del cubo negro. Sin embargo, la atmósfera exterior era serena, y las medidas de seguridad habían sido suavizadas por todos los medios.
Un hombre alto, cargado de espaldas, de pelo negro y revuelto, salió como pudo del interior de un Volvo deportivo rojo y estornudó dos veces antes de atravesar el área del aparcamiento para empleados. Las plantas se estaban sintonizando para una orgía de irritación veraniega. Al pasar saludó a Walter, el guardia, de mediana edad, recio y enjuto. Walter, en el mismo estilo indiferente, confirmó su placa deslizándola por el lector de láser.
—No ha dormido mucho esta noche, ¿eh, señor Ulam? —preguntó Walter.
Vergil frunció los labios y asintió.
—Fiestas, Walter.
Tenía los ojos enrojecidos y la nariz hinchada de restregarla constantemente con su pañuelo, que ahora yacía, usado y sumiso, en su bolsillo.
—Cómo hombres que trabajan como usted pueden irse de juerga entre semanas; es algo que no entiendo.
—Lo piden las damas, Walter —dijo Vergil, pasando de largo.
Walter sonrió bonachonamente y asintió, aunque en realidad dudaba de que Vergil estuviera ligando mucho, con fiestas o sin ellas. A menos que los niveles hubieran bajado drásticamente desde los tiempos de Walter, nadie con barba de una semana podía estar ligando demasiado.
Ulam no tenía la figura más atractiva de Genetron. Sus casi dos metros de altura se alzaban sobre grandes pies planos. Pesaba unos doce kilos de más, y a sus treinta y dos años le dolía la espalda, tenía la presión alta y nunca podía apurarse lo bastante el afeitado como para no parecerse a Emmett Kelly.
Su voz no parecía diseñada para ganar amigos: dura, áspera y más bien alta de tono. Dos décadas en California habían suavizado su acento tejano, pero cuando se excitaba el acento surgía de un modo casi penoso.
Su única distinción consistía en sus ojos, de un exquisito verde esmeralda, grandes y expresivos, defendidos por una hermosa hilera de pestañas. Los ojos eran más decorativos que funcionales; sin embargo, los cubrían unas grandes gafas de montura negra. Vergil era corto de vista.
Subió las escaleras de dos en dos o de tres en tres, y sus largas y fuertes piernas hacían resonar los peldaños de cemento y acero. En el segundo piso caminó a lo largo del abierto pasillo hacia la sala de equipos conjuntos de la División Avanzada de Biochips, conocida como el laboratorio común. Sus mañanas empezaban normalmente con una comprobación de los especímenes de una de las cinco ultracentrifugadoras. Su preparado más reciente había sido rotado durante sesenta horas a doscientas mil unidades de gravedad y estaba ahora listo para el análisis.
Para un hombre de su envergadura, las manos de Vergil eran sorprendentemente delicadas y sensibles. Extrajo un costoso rotor de titanio negro de la ultracentrifugadora y cerró el sello de acero que garantizaba el vacío. Tras colocar el rotor sobre una mesa de trabajo, fue sacando une por uno y mirando detenidamente los cinco gruesos tubos de cristal suspendidos en hilera de sus tapones. Varias capas bien definidas de color beige se habían formado en cada uno de los tubos.
Las espesas cejas negras de Vergil se arquearon y juntaron tras la gruesa montura de sus gatas. Sonrió, mostrando unos dientes manchados de marrón por haber bebido en la infancia, agua fluorada natural.
Estaba a punto de succionar las capas no deseadas d la parte superior de la solución cuando sonó el teléfono del laboratorio. Dejó el tubo en un soporte y descolgó el auricular.
—Laboratorio, habla Ulam.
—Vergil, soy Rita. Te he visto entrar, pero no estaba en tu laboratorio.
—Hogar fuera del hogar, Rita. ¿Qué pasa?
—Me pediste, me dijiste que te avisara si cierto caballero aparecía. Creo que está aquí, Vergil.
—¿Michael Bernard? —preguntó Vergil, alzando la voz.
—Creo que es él. Pero, Vergil…
—Voy para abajo.
—Vergil…
Colgó, vaciló un momento y finalmente dejó los tubos donde estaban.
El área de recepción de Genetron era una porción circular del piso bajo del lado este, rodeada de ventanas panorámicas y profusamente adornada con aspidistras y tiestos de cerámica cromada. Al entrar Vergil desde el laboratorio, la luz de la mañana caía, blanca y deslumbrante, sobre la alfombra azul celeste. Rita se puso en pie tras su escritorio al pasar él por delante.
—Vergil…
—Gracias —dijo él.
Tenía puestos los ojos sobre el hombre de cabello gris y porte distinguido que había en pie junto al único sofá del vestíbulo. No cabía duda: era Michael Bernard.
Vergil le reconoció por las fotos y por el retrato en portada que la revista Time había publicado tres años antes. Vergil le tendió la mano mostrando un amplia sonrisa.
—Encantado de conocerle, señor Bernard.
Bernard estrechó la mano de Vergil aparentemente confuso.
Gerald T. Harrison estaba de pie enmarcado en la ancha puerta doble de la lujosa oficina de recepción, con el auricular del teléfono atrapado entre la oreja y el hombro. Bernard miró a Harrison como pidiendo una explicación.
—Me alegro de que recibiera mi mensaje… —siguió Vergil antes de que Harrison terciara.
Harrison se despidió inmediatamente y colgó el auricular del teléfono ruidosamente.
—El puesto tiene sus privilegios, Vergil —dijo sonriendo ampliamente a su vez y colocándose al lado de Bernard.
—Perdón… ¿Qué mensaje? —preguntó Bernard.
—Este es Vergil Ulam, uno de nuestros mejores investigadores —dijo Harrison obsequiosamente—. Estamos todos muy contentos de su visita, señor Bernard.
Vergil, le veré a usted luego para tratar de ese asunto del que quería que habláramos.
El no había solicitado hablar con Harrison para nada en absoluto.
—Muy bien —dijo Vergil. Experimentó con resentimiento una bien conocida sensación: la de ser esquivado, arrinconado.
Bernard no le conocía de nada.
—Más tarde, Vergil —dijo Harrison con intención.
—Claro, por supuesto —retrocedió, echó una mirada suplicante a Bernard, luego se dio la vuelta y se fue tambaleándose por la puerta de atrás.
—¿Quién era ése? —preguntó Bernard.
—Un tipo muy ambicioso —dijo Harrison sombrío—. Pero le tenemos bajo control.
Harrison tenía su despacho de trabajo en el piso bajo, en el extremo oeste del edificio de laboratorios. La habitación estaba rodeada de estantes de madera llenos de libros cuidadosamente ordenados. Detrás de su mesa, a la altura de la vista, varios cuadernos, forrados en plástico negro, de Cold Springs Harbor.
Dispuestos debajo, una fila de listines telefónicos —Harrison coleccionaba listines atrasados—, y varios estantes de tratados sobre cibernética. Sobre el negro tablero cuadriculado de su escritorio, un cuaderno de notas con tapas en cuero y un VDT.
De los fundadores de Genetron, sólo Harrison y William Yng habían permanecido allí el tiempo suficiente como para ver los laboratorios empezar a funcionar. Ambos se orientaban más hacia el negocio que hacia la investigación aunque sus títulos de doctorado brillaban sobre el panel de madera de la pared.
Harrison se echó hacia atrás en su silla, con los brazos en alto y las manos entrecruzadas sosteniéndose la nuca Vergil percibía la mínima presencia de gotas de sudor en cada axila.
—Vergil, resultó muy embarazoso —dijo. Llevaba su rubio cabello, casi albino, artísticamente arreglado para disimular una calvicie prematura.
—Lo siento —dijo Vergil.
—No más que yo. Así que usted pidió al señor Bernard que visitara nuestros laboratorios.
—Sí.
—¿Por qué?
—Creí que podía estar interesado en el trabajo.
—Nosotros también lo creímos así. Por eso le invitamos. No creo que el señor Bernard ni siquiera haya sabido de su invitación, Vergil.
—Al parecer, no.
—Nos ha pisado usted los talones.
Vergil estaba en pie frente a la mesa, mirando sombríamente la parte trasera del VDT.
—Usted ha hecho una gran cantidad de trabajo útil para nosotros. Rothwild dice de usted que es brillante, quizá incluso inestimable. —Rothwild era el supervisor del proyecto de biochips—. Pero otros dicen que no se puede confiar en usted. Y ahora… esto.
—Bernard…
—No el señor Bernard, Vergil. Esto.
Se acercó el VDT y apretó un botón del teclado. El archivo secreto computerizado de Vergil empezó a salir en pantalla. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y sintió un nudo en la garganta, pero hay que decir en su honor que no se atragantó. Su reacción resultó muy controlada.
—No lo he leído del todo, pero parece como si usted estuviera haciendo cosas muy sospechosas. Posiblemente, faltas de ética. Aquí, en Genetron, nos gusta
seguir unas directrices especialmente a la luz de nuestra futura posición en el
mercado. Pero no únicamente en razón de ello. Me gusta creer que aquí dirigimos una compañía ética.
—No estoy haciendo nada falto de ética, Gerald.
—¿Ah? —Harrison desconectó el monitor. Está usted diseñando nuevos complementos del ADN para varios microorganismos regulados por el Instituto Nacional de la Salud. Y está usted trabajando con células de mamíferos. Aquí no trabajamos con células de mamíferos. No tenemos equipo para los bioazares, al menos no en los laboratorios principales. Pero supongo que podrá demostrarme la seguridad e inocuidad de su investigación. ¿No estará creando un nuevo tipo de plaga para venderlo a los revolucionarios del Tercer Mundo, verdad?
—No —dijo Vergil en un tono neutro.
—Bien. Parte de este material está más allá de mi comprensión. Parece como si usted estuviera tratando de extender nuestro proyecto BAM. Podría haber algo de interés en ello. —Hizo una pausa—. ¿Qué demonios está haciendo usted, Vergil?
Vergil se quitó las gafas y las limpió con el faldón de su bata de laboratorio.
Estornudó brusca y ruidosamente, lanzando un haz de mucosidades.
Harrison se mostró ligeramente asqueado.
—No descubrimos el código hasta ayer. Por accidente, casi. ¿Por qué nos lo escondió usted? ¿Se trata de algo que preferiría que nosotros ignoráramos?
Sin sus gafas, Vergil tenía aspecto de lechuza desvalida. Empezó a balbucear una respuesta, luego se detuvo y echó la mandíbula hacia delante. Sus gruesas y negras cejas se fruncieron en un doloroso encabalgamiento.
—Me da la impresión de que ha estado usted haciendo algún trabajo con nuestra máquina de genes. No autorizado, por supuesto, pero usted nunca ha acatado mucho la autoridad.
La cara de Vergil estaba ahora roja como la grana.
—¿Está usted bien? —preguntó Harrison. Estaba sintiendo ahora un perverso placer en atormentar a Vergil, y una sonrisa amenazaba con abrirse paso en su expresión inquisidora.
—Estoy bien —dijo Vergil—. Yo estaba… estoy… trabajando en biología.
—¿Biología? No estoy familiarizado con el término.
—Una rama lateral de la de biochips. Computador orgánico autónomo.
La sola idea de añadir algo más le producía un sentimiento de agonía. Le había escrito a Bernard —sin resultado, aparentemente— para conseguir que viniera a ver el trabajo. No quería mostrarlo únicamente a Genetron, de acuerdo con las previsiones de la cláusula de trabajo eventual de su contrato. Se trataba de una simple idea, pese a que el trabajo le había tomado dos años de trabajo secreto y arduo.
—Estoy intrigado. —Harrison dio la vuelta al VDT y siguió haciendo pasar la lista— No estamos hablando sólo de proteínas y aminoácidos. Ha trabajado usted también con cromosomas. Recombinando genes de mamíferos; incluso, veo, mezclando genes víricos y bacterianos. —La luz se fue de sus ojos, que adquirieron un pétreo tono gris—. Podría usted provocar el cierre de Genetron ahora mismo, en este momento, Vergil. No reunimos las condiciones para esta clase de trabajo. Ni siquiera está usted trabajando bajo control P-3.
—No me estoy metiendo con los genes implicados en la reproducción.
—¿Hay alguna otra clase? —Harrison se echó bruscamente hacia adelante, encolerizado ante la idea de que Vergil intentara despistarle.
—Intrones. Cadenas que no codifican para la estructura de la proteína.
—¿Qué pasa con ellos?
—Estoy trabajando solamente en esas áreas. Y… añadiendo más material genético no reproductivo.
—Todo esto me suena a contradicción conceptual. Vergil. No tenemos pruebas de que los intrones no intervengan para algo en el código.
—Sí, pero…
—Pero… —Harrison levantó una mano. —Todo esto es bastante irrelevante.
Sea lo que sea lo que usted buscaba, el hecho es que estuvo dispuesto a renegar de su contrato, a ir a espaldas nuestras en busca de Bernard, y a intentar conseguir su apoyo para un asunto personal. ¿Cierto?
Vergil no decía nada.
—Presumo que no es usted un tipo muy sofisticado, Vergil. Al menos, no a la manera del mundo de los negocios. Quizá no se daba cuenta de las consecuencias.
Vergil tragó saliva. Tenía todavía la cara roja como un tomate. Sentía la sangre golpear en sus oídos, la enfermiza sensación de vértigo causada por la tensión.
Estornudó dos veces.
—Bien, le explicaré las consecuencias: está usted muy próximo a la defenestración por una patada en el culo —Vergil levantó las cejas con aire reflexivo—. Usted es importante para el proyecto BAM. Si no fuera porque es usted, le echaría de aquí inmediatamente, y me aseguraría personalmente de que no volviera a trabajar en ningún laboratorio privado. Pero Thornton y Rothwild y los otros creen que todavía podemos redimirle. Sí, Vergil, redimirle. Salvarle de usted mismo. No he consultado con Yng sobre esto. No iré más allá. Si se porta bien. — Fijó la vista en Vergil con los ojos entornados—. No siga con sUS actividades extracurriculares. Vamos a dejar su archivo de datos así, pero quiero que termine con todos los experimentos no relativos al proyecto BAM, y que destruya todos los organismos con los que ha estado jugando. Iré personalmente a inspeccionar su laboratorio dentro de dos horas. Si para entonces no ha hecho cuanto le he dicho, se irá a la calle. Dos horas, Vergil. Sin excepciones y sin extrapolaciones.
—Sí, señor.
—Eso es todo.
Los compañeros de Vergil habrían tenido motivos para no sentir excesivamente su despido. En sus tres años en Genetron, había cometido muchas faltas contra la normativa del laboratorio. Raras veces lavaba los tubos de ensayo y en dos ocasiones había sido acusado de no limpiar las gotas de bromuro de etidio —un fuerte mutágeno— que caían sobre las mesas del laboratorio. Tampoco era excesivamente cuidadoso con los radionucleidos.
La mayoría de las personas con las que trabajaba no solían dar muestra alguna de humildad. Después de todo eran jóvenes investigadores de primera fila en un campo muy prometedor; muchos esperaban hacerse ricos y estar a cargo de sus propias compañías en el lapso de unos poco años. Vergil, sin embargo, no se ajustaba a ninguno de esos patrones. Trabajaba tranquila e intensamente durante el día, y hacía horas extra por la noche. No era sociable aunque tampoco antipático; simplemente, ignoraba a mayoría de la gente.
Compartía un espacio del laboratorio con Hazel Overton, una investigadora tan meticulosa y limpia como imaginarse pueda. Hazel habría sido quien menos le echara de menos. Quizá era ella quien había violado su archivo. No era torpe con las computadoras, y podía haber estado buscando algo para ponerle en apuros.
Pero no disponía de pruebas, y no tenía sentido ponerse paranoico al respecto.
Al entrar Vergil, el laboratorio estaba en penumbra. Hazel estaba haciendo exploración fluorescente con una matriz electroforésica a la luz de una pequeña lámpara UV. Vergil encendió la luz. Ella levantó la vista y se quitó las gafas, dispuesta a enfadarse.
—Llegas tarde —dijo—. Y tu laboratorio parece una cama sin hacer. Vergil, estás…
—Kaput —Vergil acabó la frase por ella, dejando caer su bata sobre un taburete.
—Dejaste un montón de tubos de ensayo sobre la mesa del laboratorio común.
Me temo que se han echado a perder.
—Que les den por el culo. Hazel puso cara de asombro.
—Caramba, no estás de muy buen humor, que digamos.
—Me han parado los pies. Tengo que liquidar todo mi trabajo extracurricular, dejarlo todo, o Harrison me pondrá de patas en la calle.
—Eso es muy propio de ellos —dijo Hazel, volviendo a su trabajo. Harrison le había suprimido uno de sus propios proyectos extracurriculares el mes anterior.
—¿Qué hiciste?
—Si te da igual, preferiría estar solo —Vergil le lanzó una mirada torva desde el otro lado de la mesa de trabajo—. Puedes acabar eso en el laboratorio común.
—Podría, pero…
—Si no lo haces —dijo Vergil hostilmente, tiraré tu trocito de agarosa por el suelo con mi espátula.
Indignada, Hazel le miró un momento y comprendió que no estaba bromeando.
Desconectó los electrodos, recogió su equipo y se fue hacia la puerta.
—Te acompaño en el sentimiento —le dijo.
—Seguro.
Tenía que trazarse un plan. Mientras se rascaba la hirsuta barbilla, intentó pensar en algo para tratar de atajar sus pérdidas. Podría sacrificar ciertas partes del experimentó de importancia menor; los cultivos E-coli, por ejemplo. Había estado mucho tiempo tras ellos. Los había conservado como testimonios de su progreso, y como una especie de reserva para el caso de que el trabajo no hubiera ido bien en las siguientes etapas. El trabajo había ido bien, sin embargo.
No estaba concluido, pero su fin estaba tan cercano que empezaba a percibir el sabor de triunfo como si se tratara de un trago de vino fresco puro.
La parte del laboratorio de Hazel estaba limpia y ordenada. El suyo era un caos de instrumental y recipientes de productos químicos. Una de sus escasas concesiones a la seguridad del laboratorio, un trozo de estera absorbente para enjuagar los derrames, colgaba de la negra mesa, con uno de sus extremos debajo de una jarra de detergente.
Vergil, en pie frente a la blanca pizarra, se rascaba su barba rala y miraba fijamente los crípticos mensajes que había garabateado en ella el día anterior.
Pequeños ingenieros. Son las máquinas más pequeñas del universo. ¡Mejor que los BAM! Pequeños cirujanos. Guerra a los tumores. Computadores con hucapac.
(Computadores spec tumor HA!) Tamaño de volvox.
Sin lugar a dudas, los delirios de un loco, y seguramente Hazel no les había prestado atención. ¿O sí? Era un; práctica común el esbozar cualquier idea salvaje o inspiración o broma en las pizarras, y esperar simplemente ¡ que el siguiente genio las borrara con prisas. Sin embargo…
Las notas podían haber suscitado la curiosidad de alguien tan agudo como Hazel. Especialmente desde que su trabajo sobre los BAM había sido retrasado.
Obviamente, él no se había conducido con la circunspección necesaria.
Los BAM —Biochips de Aplicación Médica— iban a ser el primer producto práctico de la revolución biotecnológica, la incorporación de circuitos moleculares proteínicos a la electrónica de silicona. Los biochips habían constituido un tema de especulación en la bibliografía durante años, pero Genetron esperaba tener los primeros en funcionamiento, listos para los pruebas FDA y aprobados en tres meses.
Se enfrentaban a una competencia intensa. Sólo en lo que estaba empezando a llamarse Enzyme Valley —el equivalente en biochips del Silicon Valley— al menos seis compañías se habían establecido ya en o alrededor de La Jolla. Algunas habían empezado como fabricantes farmacéuticos, en la esperanza de sacar provecho de los productos de la investigación sobre el ADN recombinante.
Apartadas de ese área por empresas más antiguas y experimentadas, se habían enganchado al tren de la investigación de biochips. Genetron era la primera firma establecida específicamente para la producción de éstos.
Vergil cogió un trapo y borró lentamente las notas. A lo largo de su vida, los hechos habían conspirado siempre para frustrarle. A menudo, él mismo había atraído el desastre sobre sí. Era lo bastante honesto como para admitirlo. Pero ni una vez había podido llevar un proyecto a término. Ni en su trabajo, ni en su vida privada. Nunca había sido su fuerte el calibrar las consecuencias de sus actos.
Sacó cuatro gruesos cuadernos del cajón cerrado con llave de su escritorio y los añadió al creciente montón de material que tenía que sacar a hurtadillas del laboratorio.
Nada. No tenía a dónde ir. Genetron tenía todo el equipo que él necesitaba, y llevaría meses montar otro laboratorio. Durante ese tiempo, todo su trabajo se desintegraría literalmente.
Vergil franqueó la puerta trasera del laboratorio en dirección al vestíbulo y cruzó un compartimento de lavado de emergencia. Las incubadoras estaban en una habitación aparte, más allá del laboratorio común. Había siete cajas de madera gris esmaltada del tamaño de una nevera junto a una de las paredes; en cada una, los monitores electrónicos mantenían silenciosa y eficazmente la temperatura y la presión parcial de CO2. En la esquina opuesta, entre viejas incubadoras de todas las formas y tamaños (compradas en saldos provenientes de quiebras), se alzaba un modelo de Forma Scientific, de acero inoxidable y esmalte blanco, con su nombre y la inscripción «Uso único» sobre un trozo de cinta adhesiva de uso quirúrgico, a la puerta. Abrió ésta y sacó una hilera de tubos de cultivo.
En cada uno de los recipientes, las bacterias se habían desarrollado en atípicas colonias —burbujas naranja y verde que se asemejaban a mapas aéreos de París o de Washington D.C.—. Unas líneas salían de los centros y dividían las colonias en secciones, de las cuales cada una tenía su propia textura peculiar y —según supuso Vergil— una función específica. Como cada bacteria de los cultivos tenía el potencial de capacidad intelectual de un ratón, era perfectamente posible que los cultivos se hubieran transformado en sociedades simples, y que esas sociedades hubieran desarrollado subdivisiones funcionales. Últimamente no había estado muy al tanto de sus avances, ocupado como estaba con los linfocitos alterados de células B.
Eran como sus hijos, todas ellas. Y habían resultado ser excepcionales.
Sintió una repentina sensación de culpabilidad y, a la vez, de náusea al abrir un quemador de gas y aplicarlo sobre cada recipiente de cultivo E-coli alterado con la ayuda de unas tenacillas.
Volvió a su laboratorio y puso los recipientes de cultivo en un baño esterilizante.
Había llegado al límite. No podía destruir nada más. Sintió hacia Harrison un odio más violento que cualquier sentimiento que hubiera abrigado nunca respecto a otro ser humano. Lágrimas de frustración nublaban su vista.
Vergil abrió el laboratorio Kelvinator y sacó un frasco giratorio y una paleta de plástico blanco que contenía veintidós tubos de ensayo. El frasco giratorio estaba lleno de un fluido de color pajizo, linfocitos en un medio seroso. Se había construido un impulsor a medida para agitar el medio con más efectividad, con menor perjuicio para las células —una barra con varias «velas» de teflón semihelicoidales.
Los tubos de ensayo contenían una solución salina con nutrientes de un suero especial concentrado, para que sirviera de soporte a las células al ser observadas al microscopio.
Extrajo fluido del frasco giratorio y añadió cuidadosamente varias gotas del mismo a cuatro de los tubos de la paleta. A continuación volvió a poner el frasco sobre su base. El impulsor volvió a girar.
Después de templarlo hasta que alcanzó la temperatura ambiente —un proceso que él usualmente impulsaba con un pequeño abanico para echar aire templado sobre la paleta—, los linfocitos de los tubos se reactivaron, reanudando su desarrollo tras haber sido congelados en el refrigerador.
Seguirían aprendiendo, añadiendo nuevos segmentos a las porciones ya revisadas de su ADN. Y cuando, en el curso normal del crecimiento de una célula, el nuevo ADN se transcribiera en ARN, y el ARN sirviese de plantilla para la producción de aminoácidos, y los aminoácidos se convirtiesen en proteínas…
Las proteínas serían más que simples unidades de la estructura celular; otras células podrían decodificarlas. O el ARN sería catalizado para ser reabsorbido y decodificado por otras células. O —y esta tercera opción se presentó después de que Vergil insertara fragmentos de ADN bacteriano en cromosomas de mamíferos— segmentos del propio ADN serían expulsados y marginados.
Su cabeza bullía cada vez que pensaba en los miles de maneras que tienen las células para comunicarse entre sí y desarrollar sus intelectos.
La idea de una célula intelectual le resultaba todavía maravillosamente extraña.
Le hizo detenerse, y se quedó en pie, mirando la pared, hasta que dejó de soñar despierto y se puso a continuar su tarea.
Cogió un microscopio e insertó una pipeta en uno de los tubos. El calibrado instrumento vertió la cantidad marcada de fluido por un fino anillo circular, directamente sobre una plaquilla de vidrio.
Desde el principio, Vergil había sabido que sus intuiciones no eran vagas ni inútiles. Sus primeros tres meses en Genetron, cuando ayudaba a establecer la proteína de silicona corno primer paso para el proyecto biochip, le habían convencido de que los diseñadores de éste habían dejado de lado algo muy obvio y extremadamente interesante.
¿Por qué autolimitarse a la silicona y a la proteína y a biochips de una centésima de milímetro, cuando casi en cada célula viviente había ya funcionando un computador con una enorme memoria? Una célula de mamífero tenía un complemento de ADN de varios billones de pares de bases, cada uno de los cuales actuaba como una pieza de información. ¿Qué era la reproducción, después de todo, sino un proceso biológico computerizado de enorme complejidad y fiabilidad?
En Genetron todavía no se habían dado cuenta, y Vergil había decidido hacía tiempo que prefería que no lo hicieran. El cumpliría con su trabajo creando billones de computadores celulares capaces, y luego dejaría Genetron y establecería su propio laboratorio, su propia compañía.
Tras un año y medio de preparación y estudio, había empezado a trabajar por las noches en la máquina de genes. Utilizando un teclado de computador, construyó cadenas de bases para formar codones, cada uno de los cuales se convertía en fundamento de una tosca secuencia ADN-ARN-proteína.
Había insertado las primeras cadenas biológicas en los cultivos de bacterias Ecoli como plásmidos circulares. Las E-coli habían absorbido los plásmidos y los habían incorporado en su ADN original. Las bacterias se habían luego duplicado y liberado los plásmidos, contagiando el proceso a otras células. En la fase más crucial de su trabajo, Vergil había utilizado transcriptasa reversa vírica para fijar el circuito de retroalimentación entre el ARN y el ADN. Hasta la bacteria más primitiva y más rudimentariamente equipada había empleado ribosomas como «codificadores» y «lectores», y ARN como «impresor». Con la curva de unión en su lugar, las células desarrollaban su propia memoria y la capacidad de procesar y actuar sobre la información ambiental.
La verdadera sorpresa vino cuando examinó sus microbios alterados. La capacidad de registro de un simple fragmento del ADN bacteriano era enorme, comparada con la de la electrónica artificial. Lo único que Vergil tenía que hacer era aprovechar lo que ya estaba allí, simplemente darle un empujoncito, como quien dice.
Más de una vez tuvo la desagradable sensación de que su trabajo era demasiado fácil, de que él era más un criado que un creador… Esto después de haber comprobado cómo las moléculas encajaban en el sitio adecuado o de tal manera que él podía constatar claramente sus propios errores, y de ser así cómo corregirlos.
El momento más desagradable de todos llegó cuando se dio cuenta de que estaba haciendo algo más que crear pequeños computadores. Una vez que dio
comienzo al proceso y desencadenó las secuencias genéticas que podían
componer y duplicar segmentos de ADN biológico, las células empezaron a funcionar como unidades autónomas. Empezaron a «pensar» por sí mismas y a desarrollar «cerebros» más complejos.
Sus primeras mutaciones de E-coli habían mostrado la capacidad de aprendizaje de gusanos planarios; los había hecho pasar por sencillos laberintos en forma de T, dándoles tras ello recompensas de azúcar. Pero pronto otros organismos habían adelantado a las planarias. Las bacterias —procariotas inferiores— estaban haciéndolo mejor que las eucariotas multicelulares. Y, en el curso de unos meses, las tenía recorriendo laberintos más complejos a velocidades —salvando las distancias de escala— comparables a las de los ratones.
Tras retirar las mejores secuencias biológicas de las E-coli alteradas, las incorporó a los linfocitos B, glóbulos blancos de su propia sangre. Volvió a colocar muchas cadenas intro —cadenas autorreplicantes de pares de bases que aparentemente no codificaban para proteínas y que comprendían un porcentaje sorprendente de diferente ADN de células eucariotas— con sus propias cadenas especiales.
Utilizando proteínas artificiales y hormonas como método de comunicación, Vergil había «enseñado» a los linfocitos, durante los seis meses anteriores, a interactuar todo lo posible con cada uno de los otros y con su ambiente —un laberinto de vidrio en miniatura mucho más complejo—. Los resultados habían superado ampliamente todas sus expectativas.
Los linfocitos habían aprendido a recorrer el laberinto y a obtener sus recompensas alimenticias a increíble velocidad.
Esperó a que la muestra se templara lo bastante como para estar activa, luego insertó el visor en un lector magnetoscópico y encendió la primera de cuatro pantallas expositoras montadas sobre la mesa de trabajo. Allí, muy claramente, estaban los toscos linfocitos circulares en los que había invertido dos años de su vida. Se estaban transfiriendo afanosamente material genético de unos a otros a través de tubos largos en forma de paja parecidos a pili bacterianos. Algunas de las características constatadas durante los experimentos con E-coli se daban también en los linfocitos, pero él no estaba todavía seguro del cómo. Los linfocitos maduros no se estaban reproduciendo por sí mismos, pero estaban fanáticamente ocupados en una orgía de intercambio genético.
Cada linfocito de la muestra que estaba contemplando tenía la capacidad intelectual potencial de un mono rhesus. Habida cuenta de la sencillez de su actividad, aquello ciertamente no era obvio; pero, a juzgar por las apariencias, no les resultaría muy difícil orientarse mejor y prosperar a lo largo de sus vidas.
Los había instruido hasta el más alto nivel de entrenamiento químico, y había llegado con ellos tan lejos como había podido. Pero sus breves vidas habían llegado a su fin —le habían ordenado que los destruyera—. Eso resultaría bastante sencillo. Podía añadir detergente a los recipientes y sus membranas celulares se disolverían. Iban a ser sacrificados a la cautela y cortedad de miras de un grupo de directivos con cerebro de platelmintos.
Su aliento se entrecortaba mientras miraba a los linfocitos hacer su vida.
Eran preciosos. Eran sus hijos, de su propia sangre, los había criado con todo cuidado y había dirigido todos sus pasos; había inyectado personalmente el material biológico en al menos un millar de ellos. Y ahora ellos a su vez estaban transformando afanosamente a todos sus compañeros, y así sucesivamente, sucesivamente…
Era como Washoe, el chimpancé, enseñando a su hijo a hablar usando el alfabeto de sordomudos. Ellos estaban pasándose una antorcha de inteligencia en potencia. ¿Cómo podría saber ya nunca si llegarían a realizar todas sus posibilidades?
Pasteur.
—Pasteur —dijo en voz alta—. Janner.
Vergil preparó con cuidado una jeringuilla. Fruncido el entrecejo, hincó la cánula en el tapón de algodón del primer tubo y la hundió en la solución. Luego hizo retroceder el émbolo. El fluido color pastel llenó el cilindro; cinco, diez, quince centímetros cúbicos.
Sostuvo la jeringuilla frente a sus ojos durante varios minutos, sabiendo que iba a emprender algo temerario. «Hasta ahora» —se dirigía a sus creaciones mentalmente— «lo habéis tenido muy fácil. Vida de señores. Estáis en vuestro suero, y circuláis y absorbéis todas las hormonas que necesitáis. No tenéis ni que trabajar para ganaros la vida. Sin exámenes severos, sin tensiones. Sin necesidad de emplear lo que os di».
Entonces, ¿qué iba a hacer ahora? ¿Ponerlos a trabajar en su medio natural?
Inyectándolos en su propio cuerpo, podría sacarlos de Genetron y recobrar más tarde los suficientes como para empezar de nuevo el experimento.
—¡Eh, Vergil! —Ernesto Villar golpeó en el marco de la puerta y asomó la cabeza—. Tenemos la película de la arteria de rata. Estamos reunidos en el 233.
Tamborileó con los dedos en el dintel mientras esbozaba una amplia sonrisa.
—Estás invitado. Te necesitamos.
Vergil bajó la jeringuilla y miró sin ver a nadie.
—¿Vergil?
—Estaré allí —dijo sin apenas entonación.
—No te pongas nervioso —dijo Villar displicente— Pero no vamos a esperar mucho rato para el estreno.
Salió. Vergil oyó sus pasos alejarse por el vestíbulo.
Temerario, de veras. Reinsertó la cánula a través de algodón, hizo caer de nuevo el suero en el tubo y tiró la jeringuilla en una jarra de alcohol. Volvió a poner el tubo en su soporte y lo colocó en el Kelvinator. Antes, el frase giratorio y la paleta de tubos no habían llevado en la etiqueta otra identificación que su nombre.
Lo arrancó de la paleta y lo reemplazó por: «Muestras de proteínas bu chips; ensayos fallidos de laboratorio 21-23». En el frase giratorio puso una etiqueta que decía «Rata anti-cabra. Ensayos fallidos de laboratorio 13-14». A nadie iba a ocurrísele manosear un grupo de errores de laboratorio anónimo y sin analizar.
Los errores eran sagrados.
Necesitaba tiempo para pensar.
Rothwild y diez de los científicos clave del proyecto BAM se habían reunido frente a una gran pantalla de TV en el 233, un laboratorio comúnmente usado como sala de reuniones. Rothwild era un tipo apuesto, pelirrojo, que hacía de controlador y mediador entre la dirección y le investigadores. Estaba en pie junto a la pantalla, deslumbrante con su chaqueta de color crema y sus pantalón marrón chocolate. Villar ofreció a Vergil una silla de plástico color verde aguacate y luego
se sentó al fondo de la habitación, con las piernas cruzadas y las manos detrás de
cabeza.
Rothwild empezó a soltar el prólogo.
—Este es el análisis del producto de equipo E-64. Todos ustedes colaboraron en él. —Miró vagamente hacia Vergil—. Y ahora todos ustedes pueden compartir el… triunfo. Creo que podemos sin miedo llamarlo así. El E-(es un prototipo de biochip de investigación, de trescientos micrómetros de diámetro, proteína en substrato de silicon sensible a cuarenta y siete variables distintas de fracck de sangre.
Se aclaró la voz. Todos ellos estaban al corriente, pero no podía dejar pasar la ocasión de explayarse a gusto.
—El 10 de mayo insertamos E-64 en una arteria de rata, cerramos la pequeña incisión y lo hicimos pasar por la arteria lo más adentro posible. El viaje duró cinco segundos. La rata fue luego sacrificada y el biochip recuperado. Desde entonces, el grupo de Trence ha estado analizando el biochip y ha interpretado los resultados. Poniendo éstos a través de un programa de imágenes de vector especial, hemos podido producir una pequeña película.
Hizo una seña hacia Ernesto, quien puso en marcha un proyector de vídeo.
Aparecieron en pantalla unos dibujos computerizados —el logotipo animado de Genetron, firmas estilizadas del equipo de imágenes, y luego un fundido—.
Ernesto apagó las luces de la sala.
Apareció un círculo en pantalla que se agrandó y distorsionó hasta formar un óvalo irregular. Dentro de éste se formaron nuevos círculos.
—Hemos reducido seis veces la velocidad real del viaje —explicó Rothwild—.
Y, para simplificar, hemos eliminado las desviaciones de concentraciones de productos químicos por la sangre de la rata.
Vergil se inclinó hacia adelante en su silla, olvidando momentáneamente sus problemas. A lo largo del fluctuante túnel de círculos concéntricos, surgían unas corrientes que de vez en cuando se aceleraban.
—La sangre fluye a través de la arteria —terció Ernesto.
El viaje por la arteria de la rata duró treinta segundos. A Vergil se le erizaban los pelos de los brazos. Si sus linfocitos tuvieran ojos, esto sería lo que vieran al viajar en el fluido sanguíneo. Un largo túnel irregular por donde la sangre discurría suavemente, quedando a veces atrapados en pequeños remolinos al contraerse la arteria, círculos más y más pequeños, empujones y sacudidas cuando el biochip chocaba con las paredes, y finalmente, el término del viaje, al atracar el biochip en un capilar.
La secuencia terminaba con un fundido en blanco.
Las ovaciones atronaron la sala.
—Ahora —dijo Rothwild, sonriendo y levantando la mano para restablecer el orden—. ¿Algún comentario antes de que se lo enseñemos a Harrison y a Yng?
Vergil se escapó de la celebración después de tomar un vaso de champaña y volvió a su laboratorio, sintiéndose más deprimido que nunca. ¿Dónde estaba su espíritu de cooperación? ¿Creía de verdad que podía llevar un asunte tan ambicioso como el de los linfocitos él sólo? Hasta ahora, lo había logrado —pero a costa de que le interrumpieran el experimento, quizá incluso de que se lo echaran a perder.
Metió los cuadernos en una caja de cartón y la sello con cinta adhesiva. En el lugar que Hazel ocupaba en el laboratorio, encontró una etiqueta pegada a un frasco de cerámica —«Overton, no mover»— y la arrancó. Aplicó la etiqueta a su caja y puso ésta en territorio neutral junto a fregadero. Luego se puso a lavar los frascos de vidrio y, asear su parte del laboratorio.
Cuando llegara la hora de la inspección, se comportaría de un modo dócil y suplicante; le daría a Harrison la satisfacción de la victoria.
Y luego, subrepticiamente, a lo largo de las dos próximas semanas, iría sacando de allí los materiales que necesitaba. Los linfocitos saldrían en último lugar; podría tenerlos durante algún tiempo en la nevera de su apartamento.
Podría robar materiales para tenerlos en condicione pero no podría seguir trabajando con ellos.
Más adelante, decidiría la mejor manera de continúe su experimento.
Harrison apareció a la puerta del laboratorio.
—Todo fuera —dijo Vergil con un aire convenientemente arrepentido.
Estuvieron vigilándole de cerca durante la siguiente semana; luego, preocupados por las etapas finales de las pruebas del prototipo BAM, licenciaron a sus sabuesos. Su comportamiento había sido intachable.
Vergil estaba ahora dando los últimos pasos para preparar su partida voluntaria de Genetron.
No había sido el único en ir más allá de los límites de la permisividad ideológica de la compañía. El equipo directivo, de nuevo en la persona de Gerald T. Harrison, se había cebado en Hazel el mes anterior, sin ir más lejos. Hazel se había desviado de la ortodoxia con sus cultivos E-coli, al intentar probar que el sexo se origina como resultado de la invasión de una secuencia autónoma de ADN —un parásito químico llamado factor F— en formas tempranas de vida procariótica. Ella había postulado que el sexo no era útil en términos de evolución —al menos no para las mujeres, que podían, en teoría, reproducirse por partenogénesis— y que, en última instancia, los hombres eran superfluos.
Había conseguido reunir suficientes pruebas como para que Vergil, que había husmeado entre sus cuadernos, estuviera de acuerdo con sus conclusiones. Pero el trabajo de Hazel no encajaba en los esquemas de Genetron. Era revolucionario, y socialmente polémico. Harrison habló; y ella tuvo que abandonar aquel área de investigación.
Genetron no quería publicidad, ni siquiera un matiz de controversia. Todavía no.
Necesitaban una reputación sin tacha para cuando hicieran público su hallazgo, y anunciaran que estaban fabricando BAM funcionales.
No se habían preocupado de los papeles de Hazel, sin embargo. Le habían permitido conservarlos. El que Harrison hubiera retenido su archivo era algo que molestaba grandemente a Vergil.
Cuando se aseguró de que habían bajado la guardia pasó a la acción. Solicitó acceso a los computadores de la compañía (había sido puesto en restricción por un tiempo indefinido); con mucha naturalidad, les dijo que necesitaba consultar sus datos sobre las estructuras de la proteínas desnaturalizadas y desplegadas.
De esa manen tenía el permiso asegurado, y así se metió en el sistema del laboratorio común una tarde después de las ocho.
Vergil había crecido un poco demasiado pronto con para ser clasificado como un pirata de los computador de los ochenta, pero en los últimos siete años había revisado sus archivos curriculares en tres firmas de prime fila y retocado también los registros de una famosa universidad. Esa entrada había sido definitiva para garantizar un puesto en una compañía como Genetron. Vergil nunca se había sentido culpable por esas intrusiones y manipulaciones.
Su intención era no volver a ser nunca tan malo con había sido antes, y no tenía sentido el ser castigado por pasadas indiscreciones. Sabía que estaba totalmente capacitado para trabajar en Genetron. Sus falsos créditos universitarios eran simplemente un show montado para los directores de personal, que necesitaban luces y musiquita. Además, Vergil había creído —hasta justo antes de las dos últimas semanas— que el mundo era como su rompecabezas personal, y que cualquier enredo y desenredo por parte, incluyendo el pirateo de computadoras, era simplemente una parte de sí mismo.
Encontró ridículamente fácil el romper el código Rin di utilizado para esconder las listas confidenciales de Genetron. No había misterios para él en los números Goc ni en las secuencias de dígitos aparentemente fortuitos que aparecían en pantalla. Se metía por entre los números y información como una foca en el agua.
Encontró su archivo y conectó una ecuación clave pí el código de esa sección en particular. Luego decidió: más precavido —siempre cabía la posibilidad, aunque remota, de que alguien fuera tan ingenioso como él—. Borro el archivo por completo.
El punto siguiente en su agenda era la localización los registros médicos de los empleados de Genetron. Cambió la cuantía de su cuota de seguros y borró toda huella de la alteración. Los eventuales investigadores de fuentes exteriores le encontrarían así totalmente a cubierto incluso después de su cese, y nunca le preguntarían la razón de por qué no pagaba sus cuotas.
Se preocupaba por cosas así. Su salud no había sido nunca satisfactoria del todo.
Por un momento, pensó en otra posible fechoría, pero decidió abstenerse. No era vengativo. Apagó la terminal y la desconectó.
Pasó un tiempo sorprendentemente corto —dos días— antes de que sus manejos fueran advertidos. Rothwild se le enfrentó en el vestíbulo una mañana temprano, y le dijo que su trabajo en el laboratorio había terminado. Vergil protestó suavemente, y dijo que tenía una caja de efectos personales que quería llevarse con él.
—Bueno, pero eso es todo. Nada de material biológico. Quiero revisarlo todo.
Vergil asintió con calma.
—¿Qué pasa ahora?
—Francamente, no lo sé —dijo Rothwild—. Y no me interesa saberlo. Abogué por ti. Thornton también. Nos has dado un gran disgusto a todos.
La mente de Vergil se puso a funcionar a toda prisa. No había movido los linfocitos; parecían suficientemente a salvo, disfrazados en el refrigerador del laboratorio, y no se esperaba tan pronto una sorpresa como la del despido.
—¿Estoy despedido?
—Lo estás. Y me temo que te va a ser difícil el encontrar trabajo en otro laboratorio privado. Harrison está furioso.
Hazel estaba ya trabajando cuando entraron en el laboratorio. Vergil recogió la caja que había dejado en la zona neutral bajo el fregadero, cubriendo la etiqueta con la mano. La levantó y, solapadamente, arrancó la etiqueta, arrugándola y tirándola al cubo de basura.
—Otra cosa —dijo—. Tengo unos cuantos errores de laboratorio marcados que tendrían que ser liquidados. Con cuidado. Radionucleidos.
—Ay, mierda —dijo Hazel—. ¿Dónde?
—En la nevera. No es para preocuparse, sólo carbono 14. ¿Puedo?
Miró a Rothwild. Este hizo un ademán para que la caja fuera puesta sobre un mostrador con el fin de poder inspeccionarla.
—¿Puedo? —repitió Vergil—. No quiero dejar nada por aquí que pueda resultar peligroso.
Rothwild asintió a disgusto. Vergil fue hacia la Kelvinator dejando caer su bata sobre el mostrador. Al rozar una caja de jeringas hipodérmicas, se llevó una escondida en la palma.
La paleta de linfocitos estaba en el estante inferior Vergil se arrodilló y cogió un tubo. Rápidamente, inserte la jeringuilla y sacó veinte centímetros cúbicos de suero La jeringuilla no había sido todavía utilizada, y la cánula tendría que estar pues razonablemente estéril; no tenía tiempo para un frote con alcohol, y había que arriesgarse.
Antes de clavarse la aguja bajo la piel, se preguntó por un momento qué estaba haciendo, y qué pensaba que podía sacar con ello. Había pocas posibilidades de que los linfocitos sobrevivieran. Entraba en lo posible que sus manejos los hubieran alterado lo bastante como para que murieran en su corriente sanguínea, incapaces de adaptarse, o bien de que hicieran algo atípico y fueran destruidos por si propio sistema inmunológico.
De cualquier modo, el desarrollo vital de un linfocito activo en el cuerpo humano era cuestión de semanas. La vida era dura para los polizones del cuerpo.
La aguja entró. Sintió un leve pinchazo, un breve dolor y el fresco fluido mezclándose con su sangre. Retiró la aguja y dejó la jeringuilla en el suelo del refrigerador. Con la paleta de tubos y el frasco giratorio en la mano, se puso en pie y cerró la puerta. Rothwild le miraba nerviosamente mientras él se ponía los guantes de goma y, uno por uno vertía el contenido de los tubos en un tarro casi lleno de etanol. Luego añadió el fluido del frasco giratorio. Con una ligera mueca, Vergil tapó el tarro y lo puso en una caja de desechos a prueba de radiactividad.
Con el pie, empujo la caja por el suelo.
—Toda tuya —dijo.
Rothwild había acabado de hojear los cuadernos.
—No estoy seguro de que estos no deban quedarse aquí —dijo—. Empleaste mucho de nuestro tiempo trabajando en ellos.
La estúpida mueca de Vergil no se alteró.
—Demandaré a Genetron y esparciré mierda por todo periódico que se me ocurra. Eso no sería muy bueno de cara a vuestra próxima posición en el mercado, ¿verdad?
Rothwild le miró con los ojos entornados, al par que su cuello y mejillas enrojecían ligeramente.
—Vete de aquí —dijo—. Te mandaremos el resto de tus cosas más tarde.
Vergil recogió la caja. Se le había pasado ya la fría sensación en el antebrazo.
Rothwild le escoltó escaleras abajo, y a través del pasillo exterior hasta la puerta.
Walter aceptó la placa con semblante rígido, y Rothwild siguió a Vergil hasta el aparcamiento.
—Acuérdate de tu contrato —dijo Rothwild—. Tú acuérdate de lo que puedes y de lo que no puedes decir.
—Puedo decir una cosa, creo —dijo Vergil, luchando por mantener claras sus palabras a pesar de la cólera.
—¿El qué?
—Idos a tomar por el culo. Todos.
Vergil pasó con el coche por delante del letrero de Genetron y pensó en todo lo que había ocurrido entre aquellas austeras paredes. Miró hacia el cubo negro, que se alzaba más allá, escasamente visible a través de unos eucaliptus.
Sin duda, era más que probable que el experimento hubiera terminado. Por un momento se sintió enfermo por la tensión y el disgusto. Luego pensó en los billones de linfocitos que acababa de destruir. Su náusea aumentó y tuvo que tragar mucha saliva para expulsar el regusto ácido que le había subido a la garganta.
—Que os den por el culo —murmuró—, porque todo lo que toco se va a tomar por el culo.
Los humanos eran unos bichos muy raros, decidió Vergil sentado en un taburete alto para observar mejor las tácticas del ganado. Una dulzona música ambiental envolvía los lentos y graciosos giros que se ejecutaban en la pista de baile, mientras que intermitentes luces ambarinas enfatizaban el latido de los cuerpos de hombres y mujeres Sobre la barra, un deslumbrante despliegue de tubos de cobre escanciaba las bebidas —la mayoría vinos de viña y cuarenta y siete clases de café distintas— sin parar. Las ventas de café estaban en alza; la noche había dado pase a la madrugada, y pronto Weary apagaría y cerraría.
Los últimos esfuerzos del ganado por ligar se estaban haciendo cada vez más obvios. Los movimientos empezaban a hacerse más desesperados, menos sutiles; al lado de Vergil, un tipo de baja estatura con un traje arrugado de color azul calentaba la oreja a una esbelta chica morena de rasgos asiáticos. Vergil pasaba de todo eso. No había hecho un sólo movimiento en toda la noche, y estaba en el antro de Weary desde las siete. Nadie se le había acercado tampoco.
El no era de los más guapos. Osciló un poco al ponerse en pie —no es que hubiera dejado el taburete por nada en especial, sólo para ir a la abarrotada sala de descanso— Había pasado tanto tiempo en laboratorios durante los últimos años que su piel tenía el poco apreciado tono de Blancanieves. No parecía muy entusiasmado, y además no le apetecía hacer la menor gilipollez para atraerse atención.
Por suerte, el aire acondicionado de Weary era bastante bueno, y su fiebre había remitido.
Más bien había empleado la noche en observar la increíble variedad —y subyacente uniformidad— de las tácticas del animal macho para atraerse a la hembra. Se sintió a margen de todo eso, suspendido en una esfera objetiva y ligeramente solitaria de la que no se sentía inclinado a salir. De modo que por qué, se preguntó, se le había ocurrido venir a Weary antes de cualquier otra cosa?
¿Por qué venía por aquí alguna vez? Nunca había ligado en Weary —ni en cualquier otro bar de solitarios— en toda su vida.
—Hola.
Vergil dio un respingo y se volvió, asombrado.
—Perdona. No quería asustarte.
Sacudió la cabeza. Ella tenía unos veintiocho años, rubia clara, muy delgada, con una cara mona pero no despampanante. Sus ojos, grandes, oscuros y limpios, eran su mejor atractivo —exceptuando quizá sus piernas, se corrigió él tras una mirada instintiva hacia abajo.
—Tú no vienes por aquí a menudo —dijo ella. Echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro—. ¿O sí? Quiero decir, yo tampoco vengo mucho por aquí.
Así que no puedo saberlo.
El negó con la cabeza. No he conseguido un nivel de éxito muy espectacular.
—No vengo mucho. Ni falta que hace. Ella se volvió con una sonrisa.
—Sé más de ti de lo que tú te crees —dijo ella—. No necesito ni leer en tu mano. Lo primero, eres listo.
—¿Sí? —dijo Vergil, sintiéndose torpe.
—Eres hábil con las manos —le tocó la rodilla, dejando sobre ella la mano—.
Tienes unas manos muy bonitas. Podrías hacer cantidad de cosas con unas manos así. Pero no hay señales de grasa, así que no eres mecánico. Y tratas de vestir bien, pero… —Lanzó una pequeña carcajada de las que se dan después de haber tomado varias copas, y se tapó la boca con la mano—. Lo siento. Por lo menos lo intentas.
El se miró su escogida camisa verde y negra de algodón y sus pantalones negros. ¿Qué tenía que criticar? Quizá no le gustaran los mocasines Topsiders que llevaba. Estaban un poco desgastados.
—Trabajas en… Déjame ver. —Hizo una pausa acariciándose la mejilla. Sus uñas eran maravillas del arte de la manicura, fuertes, largas y brillantes—. Eres un técnico.
—¿Perdón?
—Trabajas en uno de los laboratorios de por aquí. Llevas el pelo demasiado largo para estar en la Marina, además de que los marinos no vienen mucho por aquí. Por lo menos que yo sepa. Trabajas en un laboratorio y estás… No estás contento. ¿Por qué?
—Porque… —Se contuvo. Confesar que no tenía trabajo podía no ser estratégico. Le esperaban seis meses de desempleo; eso y sus ahorros podían ayudar a disimular su falta de trabajo remunerado durante un tiempo.
—¿Cómo sabes que soy técnico?
—Se ve. El bolsillo de tu camisa… —Metió un dedo en él y tiró suavemente—.
Parece como si acostumbraras a llevar un montón de lápices. Del tipo de los que se tuercen y sale toda la mina. —Sonrió deliciosamente y chascó un poco su rosada lengua para ilustrar lo que decía.
—¿Sí?
—Sí. Y llevas calcetines a rombos escoceses. Sólo los técnicos los llevan ahora.
—Me gustan —se defendió Vergil.
—A mí también. Lo que quiero decir es que nunca he conocido a un técnico. Es decir… íntimamente. «Oh, Dios mío», pensó Vergil.
—¿A qué te dedicas? —preguntó arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho.
—Y me gustaría, si no te parece que es ser demasiado lanzada —dijo ella, ignorando la pregunta—. Mira, van a cerrar en unos minutos. No me apetece beber nada más, y h música no me gusta mucho. ¿Y a ti?
Se llamaba Candice Rhine. A lo que se dedicaba era: inscribir anuncios para La Jolla Light. Le parecieron bien su deportivo Volvo y su casa, un condominio de dos habítaciones en un segundo piso a cuatro manzanas de la playa de La Jolla.
Lo había comprado a un precio de ganga hacía seis años —nada más salir de la escuela de medicina—, i un profesor de universidad que se había ido a Ecuador poco después de acabar un estudio sobre los indios de Sudamérica.
Candice entró en el apartamento como si hiciera años que viviese allí. Dejó su chaqueta de ante en el sofá, y su blusa sobre la mesa de comedor. Con una risita, colgó su sostén de la lámpara cromada que había sobre la mesa. Sus pechos eran pequeños, pero resaltaban por la estrechez de su caja torácica.
Vergil observaba todo esto con una especie de temor reverencial.
—Vamos, técnico —dijo Candice desnuda desde la puerta del dormitorio—. Me encantan las pieles.
El tenía una pequeña alfombra de alpaca sobre su gran cama californiana. Ella hizo una pose con los dedos delicadamente apoyados junto a la parte superior de la jamba de la puerta, con una rodilla doblada, luego se dio la vuelta sobre un solo talón y se adentró en la oscuridad.
Vergil siguió en pie hasta que ella volvió a encender la luz de la habitación.
—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Mira cuántos libros!
En la oscuridad, Vergil era plenamente consciente de los peligros del sexo.
Candice dormía profundamente junto a él, el sueño de tres copas y de hacer el amor cuatro veces.
Cuatro veces.
Nunca lo había hecho tan bien. Candice había murmurado, antes de dormirse, que los químicos lo hacían con sus tubos, y los médicos lo hacían con paciencia, pero que sólo un técnico podía hacerlo en progresión geométrica.
Y en cuanto a los peligros… El había visto muchas veces —la mayoría de las veces, en los libros— los resultados de la promiscuidad en un mundo de permanente ir y venir. Si ella era promiscua (y Vergil no podía dejar de creer que sólo una chica promiscua podía haberse mostrado tan lanzada con él) entonces para qué hablar de la clase de microorganismos que debían estarle ahora pululando por la sangre.
Así y todo, no pudo evitar una sonrisa.
Cuatro veces.
Candice gruñó en su sueño y Vergil dio un respingo, sobresaltado. No iba a dormir bien, lo sabía. No estaba acostumbrado a tener a alguien en su cama.
Cuatro.
Sus manchados dientes brillaron en la oscuridad.
Por la mañana, Candice estaba mucho menos lanzada. Insistió solemnemente en hacer el desayuno. Había huevos y filetes de buey en su vieja nevera de bordes redondeados, y ella hizo con todo ello un experto trabajo, como si hubiera sido cocinera al minuto —¿o era simplemente que las mujeres hacían así las cosas?—. El nunca había cogido el truco de freír bien los huevos. Siempre le salían con las yemas rotas y con los bordes defectuosos.
Desde el otro lado de la mesa, ella le contemplaba con sus grandes ojos oscuros. El tenía hambre, y comía deprisa. Con escasa delicadeza y maneras, pensaba. ¿Y qué? ¿Qué más podía esperar ella de él? ¿O él de ella?
—No me suelo quedar toda la noche, sabes —le dijo—. Llamo a montones de taxis a las cuatro de la madrugada cuando el tío está dormido. Pero tú me tuviste ocupada hasta las cinco, y simplemente… No me apetecía irme. Me dejaste molida.
El asintió con la cabeza y se tragó la última preciosidad de yema semisólida con el último trozo de tostada. No estaba especialmente interesado en saber con cuántos hombres se había ido a la cama. Bastantes, según todos los indicios.
Vergil había hecho tres conquistas en toda su vida, y sólo una moderadamente satisfactoria. La primera a los diecisiete —un increíble golpe de suerte— y la tercera hacía un año. La tercera había sido la satisfactoria, y le había hecho daño.
Esa fue la ocasión en que se vio obligado a reconocer su estatus de gran cerebro pero con físico pobre.
—Suena fatal, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a lo de los taxis y todo eso.
—Seguía mirándole fijamente—. Hiciste que me corriera seis veces —le dijo.
—Estupendo.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos —dijo él.
—Te comportas como un adolescente. En la cama, quiero decir.
Vergil nunca lo había hecho tan bien de adolescente.
—¿Te lo has pasado bien?
El dejó su tenedor y miró hacia arriba, reflexionando. Se lo había pasado muy bien. ¿Cuándo iba a ser la próxima?
—Sí, muy bien.
—¿Sabes por qué te escogí? —Candice casi no había tocado su huevo, y ahora masticaba la punta de su único filete de buey. Sus uñas habían emergido salvajes en la noche. Al menos no le había arañado. ¿Le habría gustado a él eso?
—No —dijo él.
—Porque yo sabía que eras técnico. Nunca había follado, quiero decir, hecho el amor con un técnico. Vergil. Es así, ¿verdad? Vergil lan Ullarn.
—Ulam —corrigió él.
—Hubiera empezado antes, de haberlo sabido —dijo ella. Sonrió. Tenía los dientes blancos y regulares, quizá un poco demasiado anchos. Sus imperfecciones la hicieron más atractiva a sus ojos.
—Gracias. No puedo hablar… Oh lo que sea, por todos nosotros. Por ellos. Los técnicos, vaya.
—Bueno, creo que eres muy dulce —dijo. La sonrisa se desvaneció, reemplazada por un gesto de seria especulación—. Más que dulce. Te lo juro, Vergil. Ha sido el mejor polvo que me he echado. ¿Tienes que ir hoy a trabajar?
—No —dijo él—. Tengo horario flexible.
—Bien. ¿Ya has desayunado?
Tres más antes del mediodía. Vergil no lo podía creer.
Candice, al irse, estaba toda dolorida.
—Me siento como si acabara de entrenarme un año seguido para el pentatlón — ijo desde la puerta, con la chaqueta en la mano—. ¿Quieres que vuelva esta noche? Quiero decir, de visita. —Parecía nerviosa—. No podría hacer más el amor. Creo que me has hecho venir la regla antes de tiempo.
—Por favor —dijo él, cogiéndole la mano—. Me gustaría mucho.
Se dieron la mano con formalidad y Candice salió al sol de primavera. Vergil se quedó un momento a la puerta Sonreía y movía la cabeza con incredulidad, alternativa mente.
Los gustos de Vergil en las comidas empezaron a cambiar en la primera semana de su relación con Candice. Hasta entonces, había perseguido con terquedad los azúcares y almidones, las comidas grasas y el pan con mantequilla Su planto favorito era una pizza de bazofia; había un loe por allí donde cargaban alegremente trozos de piña y jamón italiano por encima de las anchoas y olivas.
Candice sugirió que redujera su ingestión de grasa aceites —ella lo llamaba «esa mierda sebosa»—, y que en cambio tomase más verduras y cereales. Su cuerpo parecía darle la razón.
La cantidad de comida que ingería también decrecía. Llegaba antes a la saciedad. Su cintura se redujo a vistas. Se movía intranquilo por el apartamento.
Junto con sus cambios de gusto experimentó un cambio de actitud hacia el amor En eso no había nada inesperado; Vergil sabía lo bastante de psicología como para dar cuenta de que para corregir su misoginia nerviosa, todo lo que necesitaba era una relación satisfactoria. Con Candice la tenía.
Algunas noches hacía ejercicios. Ya no le dolían tanto los pies. Todo estaba cambiando. El mundo era un si mejor. Gradualmente, se le fueron los dolores de espalda, incluso de la memoria. No los echó de menos.
Vergil atribuía la mayor parte de estos cambios a Candice, como un rumor adolescente atribuye la mejoría de imperfecciones cutáneas a la pérdida de la virginidad.
Ocasionalmente, la relación se volvía tormentosa. Candice le encontraba insufrible cuando él intentaba explicarle su trabajo. El se refería al tema con pasión, y pocas veces se molestaba en simplificar tecnicismos. Casi llegó a confesarle que se había inyectado él mismo los linfocitos, pero se detuvo al darse cuenta de que ella estaba ya completamente aburrida.
—Avísame cuando encuentres una cura barata contra el herpes —le dijo—.
Podemos sacarle una pasta a la Liga de Acción Cristiana sólo por no comercializarla.
Aunque él ya no se preocupaba por las enfermedades venéreas —el tema había sido planteado por la propia Candice, y le había convencido de que estaba limpia—, una noche le salió una extraña erupción, una molesta y peculiar serie de vejigas blancas por el vientre. Por la mañana se le fueron y no regresaron.
Vergil estaba tumbado en la cama junto al suave bulto cubierto por la sábana, blanco como una colina nevada, y con la espalda al aire como si llevara un seductor y atrevido traje de noche. Hacía tres horas que habían acabado de hacer el amor, y él estaba todavía despierto pensando que en las dos últimas semanas lo había hecho más veces con Candice que con todas las otras mujeres juntas.
Esto excitó su imaginación. Siempre le habían interesado las estadísticas. En un experimento, los números indican éxito o fracaso, como en los negocios.
Estaba ahora empezando a sentir que su «ligue» (qué rara le sonaba esa palabra)
con Candice se estaba desarrollando en una línea dé éxito completo. La repetitividad era el sello distintivo de todo buen experimento, y este experimento había…
Y así sucesivamente, el nocturno rumiar sin fin, algo menos productivo que el dormir sin soñar.
Candice le tenía asombrado. Las mujeres siempre asombraban a Vergil, que había tenido tan pocas oportunidades de conocerlas; pero sospechaba que Candice era más asombrosa que la media. No podía entender su actitud. Raras veces iniciaba ella ahora el juego amoroso, pero una vez comenzado, participaba en él con suficiente entusiasmo. La veía como una gata que busca una nueva casa, y una ve que la ha encontrado, se acomoda para ronronear sin preocuparse mucho ni poco por el día siguiente.
Ni el espíritu apasionado de Vergil ni su plan de vida admitían esa clase de tranquila indiferencia.
Se negaba a pensar en Candice como en alguien intelectualmente inferior a él.
Era razonablemente ingeniosa a veces, y observadora, y amena. Pero no le importaban las mismas cosas que a él. Candice creía en los valores superficiales de la vida —apariencias, rituales, lo que los demás pensaban y hacían—. A Vergil le importaba poco lo que le otros pensaran, mientras no interfirieran activamente e sus planes.
Candice aceptaba y experimentaba. Vergil actuaba observaba.
Era muy envidioso. Le habría gustado tener un respiro en su constante rumiar pensamientos y planes y preocupaciones, el tiempo necesario para procesar la información y poder urdir algo nuevo. Ser como Candice sería como tener vacaciones.
Candice, por otro lado, pensaba indudablemente que era un culo inquieto y un agitador. Ella vivía sin preocuparse de planificar, no pensaba demasiado y no tenía muchos escrúpulos tampoco… Ni remordimientos de conciencia ni segundos pensamientos. Cuando resultó evidente que aquel culo inquieto y agitador estaba sin empleo, y que no era probable que lo encontrara pronto, su desconfianza sin embargo no disminuyó. Quizá, como las gatas, ella e tendía poco de esas cosas.
Así que ella dormía y él rumiaba, dándole vueltas una y otra vez a lo que había pasado en Genetron; obsesióndo con las implicaciones, admitía que había obrado a la ligera al inyectarse los linfocitos, y culpaba de ello a su incapacidad para concentrarse en lo que tenía que hacer a continuación.
Vergil miraba el techo oscuro, luego entornó los ojos para observar los fosfenos.
Se incorporó apoyándose en ambas manos, rozó el trasero de Candice y apretó sus índice contra los globos oculares, para intensificar el efecto. En la noche, sin embargo, no se pudo entretener con películas psicodélicas de párpado. No le vino nada más que cálida oscuridad, punteada con resplandores tan distantes y vagos como si fueran informaciones de otro continente.
Más allá de su rumiación, dejándose de juegos infantiles y todavía bien despierto, Vergil se puso contemplativo sin tener en realidad nada que contemplar,
y pensó sin objeto alguno,
intentando realmente evitar —esperando hasta la mañana—, intentando evitar los pensamientos acerca de todas las cosas perdidas y todas las cosas ganadas recientemente que podían perderse no está preparado y todavía se mueve y se agita perdiendo La mañana del domingo de la tercera semana: Por un momento, se quedó mirando fijamente la taza de café caliente que Candice le ofrecía. Había algo raro en la taza, y en la mano. Buscó las gafas por los bolsillos para ponérselas, pero le hicieron daño a la vista.
—Gracias —murmuró. Cogió la taza y se incorporó en la cama contra la almohada, derramando un poco del oscuro líquido caliente sobre las sábanas.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó. (¿Buscar trabajo?, implicaba el gesto, pero Candice nunca se ponía pesada con las responsabilidades, ni le hacía preguntas sobre el dinero.)
—Buscar trabajo, supongo —dijo él. Miró otra vez a través de sus gafas, sujetándolas por una de las patillas.
—Yo voy a llevar anuncios al Light, y a comprar en el puesto de verduras de la calle. Luego voy a hacerme la comida y voy a comer sola.
Vergil la miró, confundido.
—¿Qué pasa? —preguntó ella. Se quitó las gafas.
—¿Por qué sola?
—Porque creo que estás empezando a darme por seguí No me gusta eso. Noto que me aceptas.
—¿Qué hay de malo en eso?
—Nada —dijo ella con paciencia. Se había vestido y peinado, y su largo cabello brillaba ahora sobre sus hombros—. Lo que pasa es que no quiero que esto pierda sal.
—¿Salsa?
—Mira, toda relación necesita un poco de marcha vez en cuando. Te estoy empezando a tomar por un perrito faldero disponible, y eso no es bueno.
—No —dijo Vergil. Parecía distraído.
—¿No has dormido esta noche? —preguntó.
—No —dijo Vergil con aire confuso—. No mucho.
—Así que, ¿qué más?
—Te veo muy bien —dijo él.
—¿Ves? Me das por segura.
—No, quiero decir… Sin mis gafas. Te estoy viendo perfectamente sin las gafas.
—Bueno, me alegro por ti —dijo Candice con despreocupación felina—. Te llamaré mañana. No te impacientes.
—Oh, no —dijo Vergil apretándose las sienes con los dedos.
Cerró la puerta suavemente tras de sí.
Vergil paseó la mirada por la habitación.
Todo estaba perfectamente enfocado. No había visto tan bien desde que el sarampión le había hecho perder la vista a la edad de siete años.
Sin duda, aquella era la primera mejora que no podía atribuir a Candice.
—Salsa —dijo, mirando por entre las cortinas.
Vergil se había pasado semanas, al parecer, en despachos así: paredes color tierra, escritorios de metal gris sobre los que había pulcros montones de papeles y archivadores, en los que un hombre o una mujer te pregunta educadamente por cuestiones psicológicas. Esta vez se trataba de una mujer, exuberante y bien vestida, con semblante amistoso y paciente. Ante ella, sobre la mesa, estaban su curriculum y los resultados de un test psicológico proyectivo. Hacía tiempo que había aprendido a rellenar esos tests: cuando te piden un dibujo, evitar pintar ojos u objetos de contorno nítido; dibujar cosas de comer o mujeres guapas; decir siempre tus objetivos en términos claros y prácticos, pero con un toque de exageración, de ambición; mostrar imaginación, pero no demasiada. La mujer movió la cabeza con aire de aprobación tras la lectura de los papeles, y le miró.
—Su curriculum es notable, señor Ulam.
—Vergil, por favor.
—Sus resultados académicos dejan un poco que desear, pero su experiencia profesional puede compensarlo con creces. Supongo que sabe qué preguntas vienen ahora.
Vergil abrió más los ojos, todo inocencia.
—Es usted un poco vago respecto a lo que puede hacer por nosotros, Vergil.
Me gustaría oír más respecto a cómo se insertaría en Codon Research.
Se miró el reloj subrepticiamente, no para ver la hora, sino la fecha. Dentro de una semana quedarían pocas o ninguna esperanza de recobrar sus linfocitos ampliados. Realmente, esta era su última oportunidad.
—Estoy cualificado para hacer cualquier clase de trabajo de laboratorio, investigación o fabricación. Codon Research lo ha hecho muy bien en productos farmacéuticos, y yo estoy interesado en eso, pero verdaderamente creo que puedo colaborar en cualquier programa de biochips que estén ustedes desarrollando.
La directora de personal le miró todavía más fijamente He dado en el blanco, pensó Vergil. Codon Research se va de dedicar a los biochips.
—No estamos trabajando en biochips, Vergil. Sin embargo, su curriculum en el campo farmacéutico es impresionante; me parece que usted sería tan valioso en una fabrica de cerveza como con nosotros —eso era una versión aguada de un viejo chiste de borrachos. Vergil sonrió.
—Hay un problema, sin embargo —continuó—. Su fidelidad es muy alta según una fuente, pero según Genetron su última empresa, está por los suelos.
—Ya le he explicado que hubo un choque de personalidades.
—Sí, y nosotros normalmente no le damos importancia a esos asuntos. Nuestra compañía es distinta a otras compañías, después de todo, y si el trabajo potencial un empleado es por lo demás bueno, y el de usted parece ser que lo es, pasamos por alto esos choques. Pero a veces yo tengo que trabajar por instinto, Vergil. Y a hay algo que no me suena bien del todo. Usted trabajó el programa de biochips de Genetron.
—Haciendo investigación adjunta.
—Sí. ¿Está usted ofreciéndonos la experiencia que adquirió en Genetron? — Eso era una manera de decir «¿V contarnos usted los secretos de su anterior empresa?» —Sí y no —dijo él—. Primero, yo no estaba en el centro del programa biochip.
Yo no estaba al tanto de secretos clave. Puedo, sin embargo, ofrecerles a ustedes los resultados de mi propia investigación. De modo técnicamente, sí, porque como Genetron tenía una cláusula de trabajo en alquiler, sí que voy a decirles algunos de secretos si me contratan. Pero sólo serán una parte del trabajo que hice allí.
Esperaba que ese tiro aterrizase en una zona intermedia. Había una mentira flagrante en eso, y es que él sí conocía virtualmente todo lo que había que saber sobre los biochips de Genetron. Pero había también una verdad, y es que creía que el concepto de biochips en su totalidad era obsoleto, sin perspectiva.
—Mm hmm —dejó de concentrarse en los papeles—. Voy a ser sincera con usted, Vergil. Quizá más sincera de lo que usted ha sido conmigo. Usted nos resultaría un poco azaroso, y quizá un pie quebrado, pero nos arriesgaríamos a darle el empleo… Si no fuera por una cosa. Soy amiga del señor Rothwild, de Genetron. Muy buena amiga. Y me ha pasado una información que habría sido, de otro modo, confidencial. No dijo nombres, y él no podía probablemente saber que yo le iba a tener a usted frente a mí, en esta mesa. Pero me dijo que alguien de Genetron se había saltado un montón de directrices del Instituto Nacional de la Salud y que había recombinado ADN de mamíferos. Tengo serias sospechas de que sea usted esa persona —sonrió agradablemente—. ¿Lo es usted?
Nadie más había sido despedido o licenciado en Genetron desde hacía un año.
Vergil asintió.
—Estaba muy disgustado. Dijo que era usted brillante, pero que resultaría problemático en cualquier compañía que le diera empleo. Y me dijo que le había amenazado con ponerle en la lista negra. Ahora, él y yo sabemos que esa amenaza no significa en realidad gran cosa, con las actuales leyes de trabajo y con las posibilidades para entablar litigios. Pero esta vez, por simple accidente, Codon Research sabe más sobre usted de lo que debería. Estoy siendo totalmente franca con usted, porque aquí no debe haber el menor malentendido.
Me negaré a decir cualquiera de estas cosas aunque me presionen. Mis auténticas razones para no contratarle me las da su perfil psicológico. Sus dibujos están demasiado espaciados, e indican una poco saludable predilección por el aislamiento personal —le devolvió sus informes—. ¿De acuerdo?
Vergil asintió. Cogió los informes y se levantó.
—Usted ni siquiera conoce a Rothwild —dijo—. Esto ya Tie ha pasado otras seis veces.
—Sí, bueno, señor Ulam, la nuestra es una industria novata, que apenas cuenta quince años. Las compañías todavía se apoyan unas a otras para ciertas cosas.
Competencia por fuera, y colaboración entre bastidores. Ha sido interesante hablar con usted, señor Ulam. Buenos días.
La luz del sol, fuera de los muros de cemento de Codon Research, le hizo parpadear. Ya está bien de reivindicaciones, pensó.
Todo el experimento se iría pronto a pique. Quizá daba lo mismo.
Conducía hacia el norte a través de blancas colinas salpicadas de retorcidos robles, dejando atrás lagos profundos y claros por las lluvias del invierno anterior.
El verano había sido suave hasta entonces, e incluso en el interior, las temperaturas no habían subido de los veintinueve grados.
El Volvo corría sobre la cinta sin fin de la autopista por campos de algodón, luego entre verdes arboledas de nogales. Vergil atajó por la 580, a lo largo de las afueras de Tracy, con la mente casi en blanco; conducir era una panacea para sus preocupaciones. Bosques de hélices montadas sobre torres de estructura metálica giraban armoniosamente a ambos lados de la autopista; cada uno de sus grandes brazos tenía dos tercios de la anchura de un campo fútbol.
Nunca en su vida se había sentido mejor, y eso le preocupaba. Llevaba dos semanas sin estornudar, aun en plena estación de las alergias. La última vez que había viste Candice, para decirle que se iba a Livermore a ver a su madre, ella le había hecho comentarios sobre el color su piel, que había pasado de la palidez a un saludable tez de melocotón.
—Cada vez que te veo tienes mejor aspecto, Vergil —había dicho Candice, sonriente, al darle un beso—. Vuelve pronto. Te voy a echar de menos.
Mejor aspecto, mejor salud, y sin razón aparente. No era lo bastante sentimental como para creer que el amor lo cura todo, aun llamando a lo que él sentía por Candice amor. ¿Y lo era, en realidad?
Algo así.
No le gustaba pensar en esas cosas, de modo que conducía. Después de diez horas, se sintió vagamente disgustado al tomar la carretera de South Vasco para dirigirse hacia el sur. Dobló por East Avenue hacia el centro de Livermore, un pueblecito de California de viejos edificios de piedra y ladrillo, antiguas granjas de madera rodeadas ahora de suburbios, y centros comerciales parecidos a los de cualquier otra ciudad californiana… Y a la salida del pueblo, el Lawrence Livermore National Laboratory, donde, entre otras muchas investigaciones, se ocupaban del diseño de armas nucleares.
Se paró en el Guinevere’s Pizza y se obligó a pedirse la pizza de bazofia mediana, una ensalada y una Coca-Cola. Al sentarse a esperar en la parte de imitación medieval del comedor, se hizo la ociosa pregunta de si los laboratorios de Livermore tendrían alguna instalación que pudiera utilizar. ¿Quién era más strangeloviano, los fulanos de las armas o Vergil I. Ulam?
Al llegar la pizza, observó el queso, los condimentos y grasienta salchicha.
«Antes te gustaba esto», se dijo. Picó un poco de la pizza y se terminó la ensalada. Eso parecia ser suficiente. Dejándose la mayor parte de la soda en la mesa, se limpió la boca, sonrió a la chica de caja registradora y se volvió al coche.
Vergil no esperaba con agrado las visitas a su madre. Las necesitaba, de algún modo incierto e irritante, pero no disfrutaba.
April Ulam vivía en una antigua casa de dos pisos bien conservada, justo en la esquina de First Street. La casa estaba pintada de color verde oscuro, y el tejado era de madera. Había dos jardincillos rodeados de una verja de hierro forjado que flanqueaban los escalones de la fachada, uno de los jardines para plantas y flores, y el otro para hortalizas—. El porche era cerrado, con una puerta de dintel de madera montada sobre chirriantes goznes y gobernada por un quejumbroso muelle de acero. La entrada a la casa se efectuaba a través de una pesada puerta de roble oscuro, con ventana de cristal biselado y un picaporte que representaba una cabeza de león. Ninguna de estas comodidades era de extrañar en una antigua casa de un pueblecito de California.
Su madre, vestida de flotantes sedas color lavanda y altos tacones dorados, con su pelo como ala de cuervo con toques de gris en las sienes, apareció por la puerta de roble y por la puerta del porche y se detuvo a la luz del sol. Saludó efusivamente a Vergil dándole un abrazo, y le condujo a través del porche de la mano, que agarraba suavemente con sus delgados dedos fríos.
Ya en la sala de estar, se sentó en una butaca de terciopelo gris, con su bata flotando, ligera, a los lados. La sala de estar hacía juego con la casa; estaba amueblada con piezas que una mujer mayor (no su madre) debía de haber reunido a lo largo de una extensa y moderadamente interesante vida. Al lado de la butaca había un sofá azul estampado a flores, una mesa redonda de bronce con proverbios árabes grabados en círculos concéntricos que rodeaban unos dibujos geométricos, lámparas de estilo Tiffany en tres de los rincones, y, en el cuarto, una estatua chim Kwan-Yin algo estropeada, esculpida en un tronco de teca de unos dos metros de altura. Su padre, conocido familiarmente como Frank, se había traído la estatua de Taiwan al concluir un viaje en la marina mercante; Vergil, que tenía entonces tres años, se había dado un susto de muerte al verla.
Frank los había abandonado a los dos en Texas cuando Vergil tenía diez años.
Entonces se fueron a California. Si madre no se había vuelto a casar, solía decir que eso sólo hubiera servido para reducir sus posibilidades. Vergil no estaba ni siquiera seguro de si sus padres se habían divorciado. Se acordaba de su padre como de un hombre moreno, con la cara afilada, la voz aguda, poco tolerante y poco inteligente, con una risa atronadora que utilizaba para darse importancia en momentos de perversa ansiedad. Ni podía imaginarse, ni siquiera ahora, a su padre y su madre juntos en la cama, y mucho menos su vida en común durante once años. No había echado de menos a Frank salvo de un modo teórico —había echado de menos a un padre, el estado imaginado de tener un padre que hablara con él, que le ayudara con los deberes, alguien que supiera un poco más de la vida cuando a él se le presentaron problemas siendo niño. Siempre había echado en falta ese tipo de padre.
—Así que no tienes trabajo —dijo April a su hijo con un tono que pasaba por ser de una amable preocupación.
Vergil no le había hablado a su madre de su despido, y ni siquiera preguntó cómo lo sabía. Había sido mucho más aguda que su marido, y todavía podía igualarse en ingenio con su hijo, al que normalmente aventajaba en asuntos prácticos y mundanos.
—Hace cinco semanas —reconoció Vergil.
—¿Algo en perspectiva?
—Ni lo busco.
—Te han echado con prejuicio —dijo ella.
—Casi con extremo prejuicio.
Ella sonrió; ahora podía empezar la esgrima verbal, su hijo era muy listo, muy ameno, a pesar de sus otros defectos. No lamentaba que él estuviera sin trabajo; simplemente, las cosas estaban así, y él podía o bien hundirse o bien nadar.
Antes, a pesar de las dificultades, su hijo se había mantenido en la superficie, con mucho chapoteo un pobre estilo, pero, al menos, a flote.
A ella no le había pedido dinero desde que se fue de casa hacía diez años.
—Así que vienes a ver qué hay de tu vieja madre.
—¿Qué hay de mi vieja madre?
—Su cuello, como de costumbre —le contestó—. Seis pretendientes el mes pasado. Es un fastidio ser vieja y no aparentarlo, Verge.
Vergil se rió y sacudió la cabeza, tal como sabía que ella esperaba.
—¿Algo en perspectiva?
—Sigo sin nada. Ningún hombre podría reemplazar a Frank, gracias a Dios — bromeó ella.
—Me echaron porque estaba haciendo experimentos por mi cuenta —dijo Vergil. Ella asintió y le preguntó si quería té, vino o una cerveza—. Una cerveza — dijo él.
Le indicó la cocina.
—La nevera no tiene candado.
Sacó una Dos Equis y limpió la condensación con su manga mientras volvía hacia el cuarto de estar. Se sentó en un sillón ancho y tomó un largo trago.
—¿No apreciaron tu brillantez? Vergil meneó la cabeza.
—Nadie me entiende, madre.
Ella desvió la mirada sobre el hombro de él y suspiró.
—Yo nunca te entendí. ¿Esperas que te vuelvan a emplear pronto?
—Ya has preguntado eso antes.
—Pensé que quizá al reformular la frase obtendría una respuesta mejor.
—La respuesta es la misma que si preguntas en chino. Estoy harto de trabajar para otros.
—Mi desgraciado hijo inadaptado.
—Madre —dijo Vergil, levemente irritado.
—¿Qué hacías?
Le hizo un breve resumen, del cual ella no entendió más que los puntos más sobresalientes.
—Estabas organizando una buena a sus espaldas, vamos.
El asintió.
—Si hubiera podido disponer de un mes más, y si Bernard lo hubiera visto, todo habría salido bien.
Pocas veces se mostraba evasivo con su madre. Ella era virtualmente imperturbable; difícil de tratar, y todavía más difícil de pelar.
—Y no estarías aquí ahora, visitando a tu anciana y débil mater.
—Probablemente no —dijo Vergil, encogiéndose de hombros—. Además, hay una chica. Es decir, una mujer.
—Si te deja llamarla chica, no es una mujer.
—Es muy independiente. —Habló un rato sobre Candice, de sus exabruptos al principio y de su domesticación gradual.
—Me estoy acostumbrando a tenerla cerca. Quiero decir, no vamos a vivir juntos. Estamos en una especie de período sabático por ahora, para ver como nos van las cosas. Soy impagable en los asuntos domésticos.
April asintió y le pidió que le trajera una cerveza. El le sacó una Anchor Steam sin abrir.
—Mis uñas no son tan fuertes —dijo ella.
—Ah. —Volvió a la cocina y la destapó.
—Ahora, díme. ¿Qué esperabas que un cirujano de enjundia como Bernard hiciera por tí?
—No es sólo un cirujano de enjundia. Ha estado interesado en la IA desde hace años.
—¿IA?
—Inteligencia artificial.
—Oh —exhibió una radiante sonrisa de comprensión—. Estás sin empleo, quizá enamorado, sin nada a la vista. Alegra el corazón de tu madre un poco más. ¿Qué más hay?
—Estoy experimentando conmigo mismo, creo. April le miró asombrada.
—¿Cómo?
—Bueno, esas células que alteré Tuve que sacarlas de allí inyectándomelas yo mismo. Y no he tenido acceso a un laboratorio o a una clínica desde entonces.
Ahora ya nunca podré recobrarlas.
—¿ Recobrarlas?
—Separarlas de las demás. Hay billones de ellas, madre.
—Si son tus propias células, ¿de qué tienes que preocuparte?
—¿No me notas nada nuevo? Le miró intensamente.
—No estás tan pálido, y te has pasado a las lentillas.
—No llevo lentillas.
—Entonces quizá has cambiado de costumbres y ya no lees a oscuras —movió la cabeza—. Nunca he comprendido tu interés por esas tonterías.
Vergil la miró, pasmado.
—Es fascinante —dijo—. Y si no entiendes lo importante que es, entonces…
—No te pongas arrogante con mis cegueras particulares. Las admito, pero no me salgo de mi sitio para cambiarlas. No, cuando veo cómo está el mundo hoy en día por culpa de gente con tus inclinaciones intelectuales. Caramba, cada día, en los laboratorios, están fraguando más y más perdiciones…
—No juzgues a la mayoría de los científicos por mí, madre. No soy típico precisamente. Soy un poco más… —No pudo encontrar la palabra e hizo una mueca. Ella se la devolvió con una leve sonrisa que él nunca hubiera podido descifrar.
—Loco —dijo ella.
—Heterodoxo —corrigió Vergil.
—No entiendo a qué pretendes llegar, Vergil. ¿Qué clase de células son esas?
¿Sólo parte de tu sangre, con la que has estado trabajando?
—Pueden pensar, madre.
Otra vez imperturbable, ella no reacionó de ningune manera que él pudiera percibir.
—¿Juntas, quiero decir, todas ellas o cada una?
—Cada una. Aunque tendían a agruparse en los últimos experimentos.
—¿Son amistosas?
Vergil miró al techo con exasperación.
—Son linfocitos, madre. Ni siquiera viven en el mismp mundo que nosotros. No pueden ser simpáticas o antipáticas del modo en que nosotros lo entendemos.
Para ellas todo es química.
—Si pueden pensar, entonces pueden sentir algo; al menos en mi experiencia es así. A menos que sean com Frank. Por supuesto, él no pensaba mucho, así que la conparación no es exacta.
—No tuve tiempo para descubrir cómo eran, o si pueden razonar tanto como…
indica su potencial.
—¿Cuánto es su potencial?
—¿Estás segura de que entiendes esto?
—¿Es que parece que lo entiendo?
—Sí. Por eso estoy dudoso. No sé cuál es su potencia.
Pero es muy grande.
—Verge, siempre ha habido algún método en tu locura.
¿Qué esperabas ganar con todo esto?
Esa pregunta le detuvo. Desesperó de siquiera comunicar en ese nivel —el nivel del logro y las metas— con su madre. Ella nunca había entendido su necesidad de realización. Para ella, las metas se alcanzaban no tratando con el prójimo demasiado a menudo.
—No lo sé. Quizá nada. Olvídalo.
—Ya está olvidado. ¿Dónde comemos hoy?
—Vamos a comer a un marroquí —dijo Vergil.
—Eso es la danza del vientre.
De todas las cosas que él no entendía sobre April, la máxima concernía a su habitación de niño. Los juguetes, la cama y los muebles, los posters de la pared, su habitación, habían sido conservadas no como estaban cuando él los abandonó, sino como cuando tenía doce años. Los libros que él leía habían sido llevados en cajas al ático, y ordenados en la estantería que en otro tiempo bastó para contener su biblioteca. Relatos y libros de ciencia-ficción convivían con cómics y con un pequeño pero interesante grupo de libros de ciencia y electrónica.
Los carteles de cine —sin duda muy valiosos ahora— mostraban al robot Robbie llevando a la fuerza a una muy ampliada Anne Francés por un agreste planeta, a Christher Lee con los ojos rojos, y a Keir Dullea mirando asombrado desde el casco de su traje espacial.
Había quitado esos posters a los diecinueve años, los había doblado y guardado en un cajón. April había vuelto a ponerlos cuando él se fue a la universidad.
Incluso había resucitado su edredón favorito de cazadores y perros. La cama misma estaba vestida y resultaba familiar, retrotrayéndole hacia una infancia que no estaba seguro de haber tenido, y mucho menos dejado atrás.
Se acordó de su preadolescencia como de un tiempo de considerable miedo y preocupación. Miedo de ser una especie de maníaco sexual, de que había sido el culpable de que su padre se fuera, preocupación por dar la talla en la escuela. Y, juntamente con la preocupación, exaltación. La extraña alegría que había sentido ai retorcer una tira de papel, pegar los dos extremos y obtener así su primera cinta de Moebius; su granja de hormigas y sus Heathkits; cuando encontró diez años de Scientific American en un cubo de basura en la avenida de detrás de la casa.
En la oscuridad, cuando estaba a punto de dormirse, la espalda le empezó a molestar. Se rascó, luego se sentó en la cama e hizo un rodillo con el extremo de la camisa del pijama, deslizándolo arriba y abajo, una y otra vez, con las dos manos, para aliviar la comezón.
Se tocó la cara. Se la notaba totalmente extraña, como si fuera la cara de otro
—protuberancias y chichones, la nariz más grande, los labios salientes. Pero al
tocarse con la otra mano, se la notaba normal. Juntó los dedos de las dos manos.
Las sensaciones no eran las apropiadas. Una de las manos estaba mucho más sensible que de costumbre, la otra casi dormida.
Respirando pesadamente, Vergil bajó vacilante las escaleras del cuarto de baño y encendió la luz. El pecho le picaba horriblemente. Sentía como un hormiguear de insectos invisibles entre los dedos de los pies. No se había sentido tan mal desde que tuvo el sarampión a la edad de once años, un mes antes de que su padre los dejara. Con la no especulativa concentración del malestar, Vergil se quitó el pijama y se metió bajo la ducha, con la esperanza de encontrar mejoría en el agua fresca.
De la vieja cañería salió un débil chorro de agua que se deslizó por su cabeza y cuello, por sus hombros y espalda, al par que le bajaban unos riachuelos por el pecho y las piernas. Ambas manos estaban ahora exquisita y dolorosente sensibles, y el agua parecía caer en agujas, templándose y enfriándose, ardiendo y helando. Sacó los brazos de la ducha y el aire mismo parecía latir.
Se quedó allí durante quince minutos, suspirando con alivio a medida que la irritación cesaba, frotándose las áreas afectadas con las muñecas y el dorso de las manos hasta que enrojecieron. Sentía una fuerte comezón en los dedos y palmas, comezón que disminuyó a medida que el bombeo de su corazón recuperaba la normalidad.
Salió de la ducha y se secó, luego se asomó desnudo a la ventana del baño para sentir la fresca brisa mientras escuchaba los grillos.
—Maldita sea —dijo de manera lenta y expresiva. Se dio la vuelta y se miró en el espejo. Tenía el pecho irritado y rojo, de rascarse y frotarse. Se giró y se miró la espalda por encima del hombro.
De hombro a hombro, y zigzagueando a lo largo de su espina dorsal, unas pálidas líneas que se dibujaban justo bajo su piel trazaban un loco e inesperado mapa de carreteras. Mientras miraba, las líneas se desvanecieron lentamente, hasta que se preguntó si de verdad habían estado allí alguna vez.
Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho. Vergil se sentó sobre la tapa del retrete y se puso a mirarse los pies, con ambas manos bajo el mentón. Ahora estaba realmente asustado.
Se rió desde lo profundo de su garganta.
—Has puesto a los pequeños mamones al trabajo, ¿eh? —se preguntó en un susurro.
—Vergil, ¿te encuentras bien? —preguntó su madre, al otro lado de la puerta.
—Estoy bien —dijo—. Cada día mejor.
—Nunca entenderé a los hombres, mientras viva y respire —dijo su madre, sirviéndose otra taza de su negro y espeso café—. Siempre con chapuzas, siempre metiéndose en líos.
—No estoy metido en un lío, madre. —No sonaba muy convincente, ni siquiera para sí mismo.
—¿No?
Se encogió de hombros.
—Estoy sano, puedo seguir varios meses más sin trabajo, y algo tiene que salir.
—Ni siquiera estás buscando trabajo. Eso era totalmente cierto.
—Estoy recobrándome de una depresión —y esto era totalmente falso.
—Mentira —dijo April—. Tú nunca has estado deprimido en tu vida. Ni siquiera sabes lo que eso significa. Tendrías que ser mujer unos cuantos años y verlo por ti mismo.
El sol de la mañana, a través de las delgadas cortinas que cubrían la ventana, llenaba la cocina de un suave y alegre calor.
—A veces me tratas como si fuera una pared de ladrillo —dijo Vergil.
—A veces lo eres. Diablos, Vergil, eres mi hijo. Te di la vida —creo que podemos borrar la contribución de Frank— y te vi crecer fuerte durante veintidós años. Nunca creciste, y nunca conseguiste hilvanar cuatro cosas con sentido común. Eres un chico brillante, pero no eres completo.
—Y tú —dijo él, gesticulando— eres un pozo profundo de apoyo y comprensión.
—No hagas enfadar a una vieja, Verge. Yo entiendo y simpatizo tanto como tú te mereces. Estás en un buen lío, ¿no? Ese experimento.
—Me gustaría que no siguieras con eso. Yo soy el científico, y soy el único afectado, y hasta ahora…
Cerró la boca con un ruidoso chasquido y se cruzó de brazos. Todo aquello era una completa locura. Los linfocitos que se había inyectado estaban ya sin ninguna duda muertos o decrépitos. Habían sido alterados en condiciones de tubo de ensayo, habían adquirido ya probablemente una nueva gama completa de antígenos de histocompatibilidad y habían sido atacados y devorados por sus colegas no alterados hacía semanas. Cualquier otra suposición era racionalmente inaceptable. Lo de la última noche no pasaba de ser una reacción alérgica compleja. ¿Por qué él y su madre, entre toda la gente, tenían que estar discutiendo la posibilidad…
—¿Verge?
—Ha estado bien, April, pero creo que ha llegado la hora de que me vaya.
—¿Cuánto tiempo te queda?
Se levantó y se quedó mirándola, confuso.
—No me estoy muriendo, madre.
—Toda su vida, mi hijo ha estado trabajando en busca de su momento supremo. Me parece que ya ha llegado, Verge.
—Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida.
—Te repetiré lo que tú mismo me has dicho, hijo. No soy un genio, pero tampoco soy una pared de ladrillo. Me dices que has creado gérmenes inteligentes, y yo te voy a decir ahora… Cualquiera que haya limpiado una vez un retrete o un montón de pañales, se estremecería ante la idea de que los gérmenes puedan pensar. ¿Qué pasa si contraatacan, Verge? Dile eso a tu anciana madre.
No hubo respuesta. No estaba siquiera seguro de que hubiera un sólo tema viable en su conversación; nada tenía sentido. Pero notaba como su estómago se contraía.
Ya había llevado a cabo antes ese ritual, meterse en líos y luego ir a ver a su madre, incómodo y confuso, sin estar seguro ni de en qué tipo de problema se había metido. Con misteriosa regularidad, ella parecía saltar a un plano superior de razonamiento e identificarse con sus problemas, desplegándolos ante él de modo que se le hacían ineludibles. No era ese un servicio que le hiciera quererla más, pero, por contra, le hacía otorgarle un valor inestimable.
Se levantó y se inclinó para tocarle la mano. Ella se volvió y cogió la de él entre las suyas.
—Te vas ya —dijo ella.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo nos queda, Vergil?
—¿Qué? —El no podía entenderlo, pero sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas y empezó a temblar.
—Vuelve a mí, si puedes —dijo ella.
Aterrorizado, cogió su maleta —que había hecho la víspera— y corrió escaleras abajo hacia el Volvo, abriendo el capó y tirándola dentro. Al ir hacia la puerta, se enganchó la rodilla en el parachoques trasero. Le dolió fuerte un momento, pero el dolor pasó enseguida. Saltó sobre el asiento, puso el coche en marcha y aceleró bruscamente.
Su madre estaba en pie en el porche, con el vestido de seda flotando en la brisa de la mañana, y Vergil la saludó con la mano mientras sacaba el coche.
Normalidad. Saluda a tu madre. Vete de aquí.
Vete lejos de aquí, sabiendo que tu padre nunca ha existido, y que tu madre es una bruja, y lo que todo eso ha hecho contigo…
Sacudió la cabeza hasta que le pitaron los oídos, arreglándoselas de algún modo para que el coche siguiera calle abajo sin perder la línea recta.
Una arruga blanca le cruzaba el dorso de la mano izquierda, como si fuera una cinta pegada a la piel con mucílago.
Una extraña tormenta de verano había dejado el cielo limpio de nubes, el aire fresco y la ventana del dormitorio del apartamento veteada de gotas de agua.
Podía oírse el oleaje desde una distancia de cuatro manzanas, un sordo retumbar rematado por un silbido. Vergil se sentó frente a su computador, con una mano apoyada en el extremo del teclado y un dedo en posición. En la pantalla del VDT veía una molécula de ADN plegándose y evolucionando, rodeada de una multitud de proteínas. Las separaciones transitorias del esqueleto de azúcares fosfato de la doble hélice de ADN indicaban la rápida intrusión de los enzimas encargados de desplegar la molécula para permitir la transcripción al ARN. Columnas ordenadas de números convenientemente rotuladas desfilaban por la parte inferior de la pantalla. Las miraba sin prestarles demasiada atención.
Tendría que hablar pronto con alguien —alguien además de su madre, y por supuesto además de Candice—. Se había mudado a vivir con él una semana después de que volviera de ver a su madre, aparentemente en un intento de domesticarse, y se dedicaba a limpiar el apartamento y hacer la comida.
A veces iban de compras juntos, y se lo pasaban bien. A Candice le encantaba ayudar a Vergil a elegir mejor la ropa, y él se divertía con ella, aunque las compras sangraban su ya disminuida cuenta bancada.
Cuando Candice hacía preguntas sobre aspectos que no le gustaban, los silencios de Vergil se prolongaban. Se preguntaba por qué éste insistía tanto en hacer el amor a oscuras.
Sugirió que fueran a la playa, pero Vergil puso dificultades.
Se preocupaba cuando le veía perder el tiempo bajo las nuevas lámparas que
había comprado.
—¿Verge? —Candice estaba a la puerta del dormitorio, envuelta en un albornoz bordado de rosas.
—No me llames así. Es como me llama mi madre.
—Perdón, íbamos a ir al zoológico, ¿te acuerdas? Vergil se llevó un dedo a la boca y se mordió la uña. No parecía oírla.
—¿Vergil?
—No me encuentro muy bien.
—Nunca sales. Es por eso.
—En realidad, me encuentro bien —dijo, revolviéndose en su silla. La miró pero no le dio ninguna otra explicación.
—No entiendo.
El le señaló la pantalla.
—Nunca me dejas que te explique todo esto.
—Te pones como loco y no te entiendo —contestó Candice con el labio tembloroso.
—Es más de lo que me imaginé.
—¿El qué, Vergil?
—Las concatenaciones. Las combinaciones. La fuerza.
—Por favor, habla claro.
—Estoy atrapado. Seducido, pero difícilmente abandonado.
—Yo no te seduje.
—Tú no, nena —dijo él distraídamente—. Tú no.
Candice se acercó lentamente al escritorio, como si la pantalla fuera a morderla.
Tenía los ojos húmedos y se mordía el labio inferior.
—Cielo…
Se puso a apuntar unos números que salían en la parte inferior de la pantalla.
—Vergil…
—¿Hmm?
—¿Hiciste algo en el trabajo, quiero decir, antes de que te fueras, antes de que nos conociéramos?
Giró la cabeza como sobre un eje y la miró vagamente.
—Por ejemplo, ¿con los computadores? ¿Te pusiste nervioso y les jodiste los computadores?
—No —dijo, haciendo una mueca—. No los jodí. Les jodí con ellos, quizá, pero nada de lo que puedan darse cuenta.
—Lo digo porque una vez conocí a un tipo que hizo algo en contra de la ley y luego empezó a comportarse de modo extraño. No le apetecía salir, no le apetecía mucho hablar, como a ti.
—¿Qué hizo? —preguntó Vergil, sin dejar de introducir datos.
—Robó un banco.
El lápiz se detuvo. Sus ojos se encontraron. Candice estaba llorando.
—Yo le quería, y tuve que dejarle cuando me enteré —prosiguió—. No puedo vivir con gentuza como esa.
—No te preocupes.
—Estaba decidida a dejarte hace unas semanas —siguió ella—. Pensé que quizá ya habíamos hecho todo lo que podíamos hacer juntos. Pero es una tontería. Nunca he conocido a nadie como tú. Estás loco. Un loco estupendo, no un loco asqueroso como otros que hay. He pensado que si pudiéramos enrollarnos juntos, sería fantástico. Yo te escucharía cuando explicaras cosas, quizá podría aprender lo de la biología y la electrónica esa —señaló la pantalla—.
Procuraría poner atención. Lo haría, de verdad.
La boca de Vergil estaba ligeramente entreabierta. La cerró y miró la pantalla, parpadeando.
—Me he enamorado de ti. Cuando te fuiste a visitar a tu madre. Qué cosa más tonta, ¿verdad?
—Candice…
—Y si has hecho una cosa horrible, ahora me va a hacer daño a mí, y no sólo a ti. —Se fue hacia atrás, con la barbilla apoyada en el puño como si estuviera golpeándose despació.
—No quiero hacerle daño a nadie —dijo Vergil.
—Lo sé. No eres malo.
—Te lo explicaría todo si yo mismo supiera de qué se trata. Pero no lo sé. No he hecho nada por lo que me puedan meter en la cárcel. Nada ilegal. Excepto trastear con los informes médicos.
—No me puedes decir que no hay algo que te preocupa mucho. ¿Por qué no podemos hablar de eso?
Se acercó una silla plegable del armario y la abrió a un par de metros del escritorio, sentándose en ella con las rodillas juntas y los pies separados.
—Sólo he dicho que no sé lo que es.
—¿Hiciste algo… contigo mismo? Quiero decir, si cogiste alguna enfermedad en el laboratorio o algo por el estilo. He oído decir que es posible; los médicos y los científicos se contagian con las enfermedades con las que trabajan.
—Tú y mi madre —dijo él, moviendo la cabeza.
—Estamos preocupadas. ¿Conoceré alguna vez a tu madre?
—Probablemente, por ahora, no —dijo Vergil.
—Lo siento, yo… —sacudió la cabeza enérgicamente—. Sólo quería sincerarme contigo.
—Está bien —dijo él.
—Vergil.
—¿Sí?
—¿Me quieres?
—Sí —dijo él, sorprendido de sentirlo realmente, aunque no dejaba de mirar a la pantalla.
—¿Por qué?
—Porque somos muy iguales —dijo. No estaba muy seguro de por qué lo decía; tal vez ambos estaban destinados a ser unos fracasados, o al menos a no ser nunca demasiado notables; y eso, para Vergil, era lo mismo que el fracaso.
—Anda ya.
—De verdad. Quizá es que tú no te das cuenta.
—Yo no soy tan inteligente como tú, eso seguro.
—A veces ser listo es una cruz —dijo él. ¿Era eso lo que estaban descubriendo los pequeños linfocitos? ¿El dolor de ser inteligente, de sobrevivir?
—¿Podemos ir a dar una vuelta hoy, de merienda? Queda pollo frío de anoche.
Terminó de apuntar una última columna de números y se dio cuenta de que ya sabía todo lo que quería saber. Los linfocitos sí podían transmitir sus propiedades a otros tipos de células.
Podían hacer con gran facilidad lo que parecía que le estaban ya haciendo a él.
—Sí —dijo—. Una merienda estaría fenomenal.
—Y luego, cuando volvamos… ¿Con las luces encendidas?
—¿Por qué no? —Ella tendría que saberlo tarde o temprano. Y ya encontraría algún modo de explicarle las formas de las líneas. Las cintas habían disminuido desde que empezó el tratamiento con las lámparas; gracias a Dios por los pequeños favores.
—Te quiero —dijo ella, mirándole desde la silla. Guardó los cómputos y los gráficos y apagó el computador.
—Gracias —contestó dulcemente.