—Sí —dijo Vergil, frotándose el labio y respirando hondo—. Bueno. Te explicaré el resto, pero necesitamos un sitio para hablar en privado, o al menos donde nadie nos escuche.
Edward le llevó hacia el rincón de fumadores, donde había seis mesas y tres tipos que fumaban como chimeneas desperdigados entre ellas.
—Oye, lo digo en serio —dijo mientras distribuían sobre la mesa la comida que habían cargado en las bandejas—. Has cambiado. Tienes buen aspecto.
—He cambiado más de lo que crees —el tono de Vergil era como de película, y soltó la frase levantando las cejas de una manera teatral—. ¿Cómo está Gail?
—Está bien. Nos casamos hace un año.
—Hombre, felicidades —Vergil miró su comida: pifia con queso blando y un trozo de pastel de crema con plátano—. ¿No ves nada más? —preguntó con voz ligeramente chillona.
Edward se fijó mejor.
—Humm…
—Mira más de cerca.
—No estoy seguro. Bueno, sí. No llevas gafas. ¿Lentillas?
—No. Ya no necesito.
—Y vistes elegante. ¿Quién te viste ahora? Espero que se trate de alguien con tanto atractivo como buen gusto.
—Candice —dijo con su habitual mueca de autodesprecio, pero rematándola esta vez con un guiño atípico—. Me echaron del trabajo. Hace cuatro meses. Vivo de mis ahorros.
—Un momento —dijo Edward—. Eso es poner el carro delante del caballo. ¿Por qué no me haces un desarrollo lineal? Tenías un trabajo. ¿Dónde?
—Acabé en Genetron, en Enzyme Valley.
—¿Por la Avenida North Pines Torrey?
—Allí. Infame. Y oirás más sobre ellos pronto. Van a sacar el surtido en cualquier momento. Van a barrer. Se lo han montado con los BAM.
—¿Biochips? —Vergil asintió.
—Algo de eso hay.
—¿Qué? —Edward levantó mucho las cejas.
—Circuitos lógicos microscópicos. Los inyectas en el cuerpo humano, ellos se quedan donde les dices, y la arman. Con la aprobación del doctor Michael Bernard.
Edward frunció el ceño.
—Jesús, Vergil. Bernard es casi como un santo. Sacaron su foto en portada en Mega y Rolling Stone hace un mes o dos. ¿Por qué me dices todo esto?
—Se supone que es secreto. El surtido, el montaje, y todo. Pero tengo contactos allí dentro. ¿Te suena Hazel Overton? —Edward sacudió la cabeza.
—¿De qué me tiene que sonar?
—Probablemente de nada. Creí que me tenía odio. Resulta que lo que me tenía era un respeto bárbaro. Me llamó hace un par de meses y me preguntó si quería firmarle un papel sobre los factores F en los genomas de E-coli —miró alrededor y bajó la voz—. Pero tú haz lo que quieras. He terminado con esos cochinos.
Edward dio un silbido.
—¿Me harás rico?
—Si eso es lo que quieres. O puedes escucharme un rato antes de salir a escape a ver a tu corredor de bolsa.
—Claro. Dime más.
Vergil no había tocado ni el queso blando ni el pastel. Se había comido, en cambio, el trozo de pina, y bebido la leche chocolateada.
—Aterricé en el piso bajo hará unos cinco años. Con mi curriculum universitario y con mi experiencia en computadores, yo era una bicoca para Enzyme Valley. Me paseé arriba y abajo por la avenida North Torrey Pines con mis informes y me contrataron en Genetron.
—¿Así de fácil?
—No —Vergil cogió un poco del queso blando con el tenedor y luego lo volvió a dejar caer—. Hice un par de arreglos en el curriculum. Notas, apreciaciones pedagógicas, ese tipo de cosas. Nadie lo ha clichado todavía. Entré bien pertrechado, y demostré pronto mi buen hacer con las asociaciones de proteínas y la investigación preliminar en biochips. Genetron tiene buenos padrinos, y nos daban toda la pasta que necesitábamos. A los cuatro meses ya estaba haciendo mi propio trabajo, con laboratorio compartido pero con permiso para investigar por mi cuenta. Monté varios tinglados —movió la mano con elegante descuido—.
Luego me fui por la tangente. Seguí haciendo mi trabajo oficial, pero entre horas…
La dirección se enteró y me despidieron. Me las arreglé para… salvar parte de mis experimentos. Pero no he sido exactamente lo que se dice cauteloso, o juicioso.
Así que el experimento sigue en marcha fuera del laboratorio.
Edward había tenido siempre a Vergil por ambicioso y por algo más que un simple merengue. En sus años de estudios, las relaciones de Vergil con las autoridades no habían sido nunca relajadas. Hacía mucho tiempo que Edward había llegado a la conclusión de que la ciencia, para Vergil, era como una mujer inalcanzable que, de pronto, le había abierto los brazos antes de que él estuviera preparado para un amor maduro, dejándole asustado para siempre ante la idea de que él no iba a estar a la altura, iba a perder el premio, y lo iba a estropear todo definitivamente. Al parecer, así había sido.
—¿Fuera del laboratorio? No te entiendo.
—Quiero que me examines. Hazme un reconocimiento completo. Quizá me puedas dar un diagnóstico de cáncer. Luego te explicaré más.
—¿Quieres un reconocimiento de diez mil dólares?
—Lo que puedas. Ultrasonidos, RNM, PET, termogras, de todo.
—No sé si puedo tener acceso a todo ese equipo, Vergil. El chequeo total PET de fuente natural ha estado aquí sólo un mes o dos. Diablos, has ido a decir lo más caro…
—Entonces, ultrasonidos y RNM. Con eso basta.
—Soy tocólogo, Vergil, no tengo un laboratorio técnico sofisticado.
Tocoginecólogo, el blanco de todas las bromas. Si te estás convirtiendo en mujer, quizá pueda ayudarte.
—Examíname bien, y entonces… —entorno los ojos y meneó la cabeza—. Tú examíname.
—Así que te apunto para ultrasonidos y RNM. ¿Quién va a pagar?
—Tengo un seguro. Hice un apaño en los archivos personales de Genetron antes de irme. Si sube de cien mil dolares nunca sospecharán, y tiene que ser absolutamente confidencial.
Edward sacudió la cabeza.
—Pides mucho, Vergil.
—¿Quieres entrar en la historia de la medicina o no?
—¿Estás de broma? Vergil negó con la cabeza.
—No contigo, compañero.
Edward lo arregló esa misma tarde, rellenando él mismo los formularios. Por lo que él sabía de papeleo hospitalario, mientras todo estuviera bien rellenado, la mayoría del chequeo pasaba inadvertido a niveles oficiales. No iba a cobrar nada por el servicio. Después de todo, Vergil le había hecho mear azul tiempo atrás…
Eran amigos.
Edward se quedaba hasta más tarde de su hora habitual. Le explicó a Gail en pocas palabras lo que estaba haciendo; ella suspiró del modo en que lo hacen las esposas de médico y le dijo que le iba a dejar una cena fría en la mesa para cuando volviese a casa.
Vergil volvió a las diez de la noche y se encontró cor Edward en el sitio acordado, tercer piso de lo que las enfermeras llamaban el «Ala Frankenstein».
Edward estabí sentado en una silla de plástico naranja leyendo la revista My Things, una de esas que suele estar en la sala de espera de las consultas. Vergil entró en el pequeño vestíbulo con aire ausente y preocupado. A la luz del fluorescente, su pie tenía un tono oliváceo.
Edward le dijo al vigilante nocturno que Vergil era paciente suyo, y le condujo al área de reconocimiento, Ievándole por el codo. Ninguno de ios dos hablaba mucho Vergil se desnudó y Edward le colocó sobre la camilla acólchada recubierta de papel.
—Tienes los tobillos hinchados —le dijo, tocándolo; Estaban sólidos, no fofos.
Sanos, pero raros—. Humm…
Edward miró a Vergil. Este arqueó las cejas y levanto la cabeza. Era su manera de expresar: «Todavía no has visto nada.» —Bueno. Vamos a analizar estos parámetros y a conbinar los resultados en la pantalla. Primero los ultrasonidos — dward se puso a pasar los sensores sobre el inmóvil cuerpo de Vergil por las áreas que resultaban difíciles de alcanzar con la unidad principal. Luego, le dio la vuelta a la mesa y la introdujo por el orificio esmaltado de la unidad de diagnóstico por ultrasonidos. Después de doce barridos diferentes, de pies a cabeza, sacó la mesa. Vergil sudaba ligeramente, y tenían los ojos cerrados.
—¿Todavía con claustrofobia? —preguntó Edward.
—No tanto.
—El RNM es un poco peor.
—Sigue, Morgan.
La unidad RNM de barrido total era una caja imponente en forma de mastaba, cromada y de color azul, que ocupaba una habitación pequeña con escaso espacio para mover la mesa.
—No soy experto con esta, así que igual estamos un rato —dijo Edward, ayudando a Vergil a entrar por la cavidad.
—El alto precio de la medicina —murmuró Vergil, cerrando los ojos mientras Edward bajaba la compuerta de cristal. La masa magnética que rodeaba la cavidad hizo un ligero zumbido. Edward dio instrucciones a la máquina para que enviase sus datos a la pantalla central de la habitación de al lado, y ayudó a Vergil a colocarse.
—¿Arriba? —preguntó Edward.
—Courage —dijo Vergil, pronunciando la palabra como en francés.
En la habitación contigua, Edward dispuso una gran pantalla de VDT y ordenó la integración y el despliegue de datos. En la penumbra, la imagen empezó a fluir en formas reconocibles a los pocos segundos.
—Primero tu esqueleto —dijo Edward concentrándose en la imagen, que mostraba los órganos torácicos de Veil, su musculatura, y finalmente el sistema vascular y la piel.
—¿Cuánto tiempo hace del accidente? —preguntó Edward acercándose a la pantalla. A duras penas podía ocultar un cierto temblor en la voz.
—No he estado en ningún accidente —dijo Vergil.
—Jesús, ¿es que te pegan si dices los secretos?
—No me entiendes, Edward. Mira otra vez la pantalla. No se trata de ningún traumatismo.
—Mira, aquí hay una hinchazón —le indicó los tobillos— y tus costillas tienen un entrelazado zigzagueante demencial. Están obviamente rotas por algún sitio, y…
—Mira la columna vertebral —sugirió Vergil.
Edward dio lentamente la vuelta a la imagen en la pantalla.
Se acordaron de Buckminster Fuller inmediatamente. Era fantástico. La espina dorsal de Vergil era una jaula de huesos triangulares que se entramaban de un modo que Edward no podía ni seguir, y mucho menos comprender.
—¿Te importa si toco?
Vergil negó con la cabeza. Edward metió los dedos por la abertura de la tela y los deslizó a lo largo de la espalda de Vergil. Este levantó los brazos y miró al techo.
—No lo encuentro —dijo Edward—. Está todo en su sitio, y parece como flexible; cuanto más aprieto, más duro se pone.
Dio la vuelta hasta quedar frente a Vergil, con la mano en el mentón.
—No tienes ningún nodulo —dijo—. Hay unas pequeñas zonas pigmentadas, pero no protuberancias, de todos modos.
—¿Lo ves? —dijo Vergil—. Me estoy reconvirtiendo de dentro afuera.
—Tonterías —dijo Edward. Vergil pareció sorprenderse.
—No puedes negar lo que ven tus ojos —dijo con tone apagado—. No soy el mismo de hace cuatro meses.
—No sé de qué me hablas —Edward jugueteaba con las imágenes, haciéndolas girar, atravesando los distintos conjuntos de órganos y llevando la película de RNM adelan te y atrás.
—¿Has visto alguna vez una cosa como yo? Quiero decir, con mi nuevo diseño.
—No —dijo Edward en un tono neutro. Se alejó de la mesa y se quedó junto a la puerta cerrada, con las manos metidas en los bolsillos de la bata.
—¿Qué demonios has hecho?
Vergil se lo contó. La historia surgió en espirales cada vez más amplias con todo lujo de detalles, y Edward tuvo que arreglárselas por entre los circunloquios lo mejor que pudo.
—¿Cómo conviertes el ADN para reescribir memoria?
—Primero necesitas encontrar una tira de ADN vírico que codifique para girasas y topoisomerasas. Unes ese segmento al ADN en cuestión y se lo pones fácil para que disminuya el número de uniones, así sobrecargas negativamente la molécula.
Utilicé etidio en algunos experimentos al principio, pero…
—Más sencillo, por favor, tengo algo olvidada la biología molecular.
—Lo que hay que hacer es poner y quitar trozos del ADN incorporado y la retroalimentación enzimática hace todo lo demás. Cuando funciona la retroalimentación, la molécula se abre ella sola para la transcripción mucho más fácil y rápidamente. El programa será transferido a dos fragmentos de genes de ARN. Uno de los segmentos de ARN irá al decodificador (un ribosoma) para su traducción en proteína. Inicialmente el primer ARN llevará un simple código de puesta en marcha.
Edward, en pie junto a la puerta, escuchó durante media hora. Como Vergil no parecía disminuir la marcha y mucho menos irse a parar, Edward le cortó levantando una mano.
—¿Y con todo eso, crees que vas a parar a la inteligencia?
Vergil frunció el entrecejo.
—Todavía no estoy seguro. Empecé sencillamente por encontrar cada vez más fácil la réplica de los circuitos lógicos. Tiras enteras de genomas parecían abrirse al proceso por sí mismas. Incluso había partes que yo juraría que ya estaban codificadas para asignaciones lógicas específicas, pero entonces yo creí que no eran más que intrones, secuencias que no codificaban para las proteínas. Ya sabes, restos de transcripciones defectuosas aún no eliminadas por la evolución.
Te estoy hablando de células eucariotas. Las procariotas no tienen intrones. Pero he tenido mucho tiempo para empollar las ideas.
Dejó de hablar y sacudió la cabeza, mientras abría y cerraba las manos, entrelazando los dedos.
—¿Y?
—Es muy raro, Edward. Desde los primeros cursos en la facultad de medicina hemos estado oyendo hablar de los «genes independientes», y de que los individuos y las sociedades no tienen otra función que la de crear más genes. De los huevos salen pollos para hacer más huevos. Y la gente parecía creer que los intrones eran sólo genes sin más propósito que el de reproducirse a sí mismos en el medio celular. Todo el mundo daba por sentado que eran morralla, que no servían para nada. No tuve ninguna duda con mis eucariotas, al trabajar con intrones. Diablos, eran partes sobrantes, desiertos genéticos. Podía hacer las construcciones que quisiera.
Se detuvo de nuevo, pero Edward no dijo nada. Vergil levantó los ojos hacia él con la mirada húmeda.
—Yo no tuve la culpa. Estaba seducido.
—No te entiendo, Vergil —el tono de voz de Edward sonaba vidrioso, como si fuera a enfadarse. Estaba cansado, y se estaba empezando a acordar de la antigua despreocupación de Vergil hacia los demás; estaba exhausto, Vergil seguía largando sin decir nada que realmente tuviera sentido.
Vergil dio un puñetazo cotra el borde de la mesa.
—Me obligaron a hacerlo! ¡Los malditos genes!
—¿Por qué, Vergil?
—Para así no tener que depender más de nosotros. «eI gen más independiente.» Creo que todo este tiempo el ADN me ha estado llevando a hacer lo que he hecho. Ya sabes. Emergencia. Zafarrancho. Tentar a alguien, a cualquier a darles lo que ellos querían.
—Eso es tener narices, Vergil.
—Tú no trabajaste en esto, tú no sentiste lo que sentí. Para hacer lo que yo hice, habría hecho falta un equipo de investigación entero. Soy listo pero no tanto Simplemente, las cosas caían en el sitio apropiado. Era demasiado fácil.
Edward se frotó los ojos.
—Voy a sacarte un poco de sangre, y quisiera también heces y orina.
—¿Por qué?
—Para ver si descubro qué es lo que te pasa.
—Ya te lo he dicho.
—Eso es de locos.
—Edward, ya me has visto en la pantalla. No llevo gafas, no me duele la espalda, no he tenido ataques de alérgicos desde hace cuatro meses, y no he estado enfermo. Antes siempre contraía sinusitis por culpa de las alergias. Ni constipados, ni infecciones, nada. Nunca me he sentido mejor.
—Así que llevas dentro los inteligentes linfocitos alterados que descubren las cosas y las cambian.
—Y en estos momentos cada grupo de células es tan listo como tú y como yo — sintió Vergil.
—Antes no mencionaste los grupos.
—En el cultivo solían apiñarse. Quizá unas cien o doscientas células. Nunca pude descubrir por qué. Ahora parece obvio. Se han puesto a cooperar.
Edward le miró.
—Estoy muy cansado.
—Según yo lo veo, si perdí peso fue porque mejoraron mi metabolismo. Tengo los huesos más fuertes, han rehecho mi columna.
—El corazón parece distinto.
—No sabía nada del corazón.
Se puso a examinar la imagen del corazón a una distancia de varias pulgadas.
—Jesús, no he podido hacer nada desde que dejé Getron; sólo he podido elucubrar y preocuparme. No sabes qué desahogo es poder hablar con alguien que lo entienda.
—Yo no lo entiendo.
—Edward, las pruebas son aplastantes. Estaba pensando en la grasa. Ellos han podido producir un incremento celular que me ha regulado el metabolismo. Mis hábitos alimenticios han cambiado. Pero no me han llegado al cerebro todavía — se dio unos golpecitos en la frente—. Entienden todo el asunto glandular. Eso era fácil para ellos. Pero no tienen la imagen total, ¿entiendes lo que te digo?
Edward tomó el pulso a Vergil y le hizo una prueba de reflejos.
—Creo que será mejor coger esas muestras y dejarlo ya por esta noche.
—Y yo no quería meterlos en mi pellejo. Eso me daba auténtico miedo. A las dos noches empezó a picarme la piel y decidí hacer algo. Compré una lámpara de cuarzo. Quería tenerlos controlados por si acaso, ¿sabes? ¿Qué pasa si cruzan la barrera hematoencefálica y se enteran de todo sobre mí, sobre la auténtica función del cerebro? Conjeturé que la razón por la cual se me metieron en la piel fue por la facilidad que comporta para establecer circuito de superficie. Mucho más fácil que intentar mantener líneas de comunicación por los músculos y órganos y sistema vascular, mucho más directo. Ahora alterno la lámpara solar con los tratamientos a base de lámpara de cuarzo. Eso los mantiene alejados de la piel, según creo. Y ahora ya sabes por qué tengo un bonito bronceado.
—Eso provoca cáncer de piel, lo sabes —dijo Edwar contagiado de la tensa manera de hablar de Vergil.
—No me preocupa. Ya vigilarán ellos. Como la policía.
—Bueno —dijo Edward levantando las manos en gesto de resignación—. Ya te he examinado. Me has contado una historia que no puedo aceptar. ¿Qué quieres que haga ahora?
—No soy tan displicente como parezco. Estoy preocupado, Edward. Me gustaría encontrar un método mejor para controlarlos, antes de que caigan en la cuenta de que significa mi cerebro. Quiero decir, date cuenta. Ahora son billones o más si están transformando otros tipos células. Quizá trillones. Cada grupito, listísimo. Probablemente soy el organismo más inteligente del planeta, y todavía no han empezado a actuar juntos. No quiero que se hagan con el mando —se rió de un modo desagradable—. Robarme el alma, ¿sabes? De modo que piensa en algo para bloquearlos. Quizá podamos matarlos de hambre. Tú piénsalo. Y llámame.
Se sacó del bolsillo del pantalón un papel con su dirección y teléfono, y se lo dio a Edward. Luego fue hacia el teclado, borró la imagen de la pantalla y eliminó la memorización de la exploración efectuada por Edward.
—Sólo tú. Nadie más por ahora. Y, por favor… Date prisa.
Era la una de la madrugada cuando Vergil salía de la sala de reconocimiento.
Las muestras ya habían sido tomadas. En el vestíbulo principal, Vergil y Edward se estrecharon las manos. La palma de Vergil estaba húmeda, signo de su nerviosismo.
—Ten cuidado con los especímenes —dijo—. No te comas nada.
Edward miró a Vergil atravesar el aparcamiento y encontrar en su Volvo. Luego se dio despacio la vuelta y se encaminó otra vez hacia el «Ala Frankenstein».
Vertió un centímetro cúbico de la sangre de Vergil en una ampolla y varíos centímetros cúbicos de su orina en otra, insertando ambas en tejido del hospital, analizador de especímenes y suero. A la mañana siguiente podría disponer de los resultados, directamente transmitidos al VDT de su despacho. La muestra de heces requería trabajo manual, pero podía esperar; ahora estaba demasiado cansado. Eran las dos.
Abrió un mueble-cama, apagó las luces y se tumbó sin desvestirse. No le gustaba nada quedarse a dormir en el hospital. Cuando Gail se despertara por la mañana, encontraría un mensaje en el contestador, pero no una explicación. Se preguntó qué le iba a decir.
—Le diré sólo que he estado con el viejo Vergil —musitó.
Edward se afeitó con una vieja navaja que guardaba su cajón para emergencias como ésta, se examinó en espejo del vestuario de médicos y se rascó la mejilla (semblante crítico. Había utilizado regularmente ese tipo navajas durante sus años de estudiante, una pose; de entonces, las ocasiones habían sido escasas y su cara mostraba a las claras: tres cortes parcheados con papel giénico y lápiz estíptico. Echó una mirada a su reloj, baterías iban flojas y el marcador digital se veía mal. sacudió con enfado y los números aparecieron claros en el cristal; las seis treinta de la mañana. Gail ya debía estar levantada, y preparándose para ir a la escuela.
Metió dos cuartos de dólar en el teléfono de la sala de médicos y se puso a toquetear los lápices y plumas que llevaba en el bolsillo.
—¿Hola?
—Gail, soy Edward. Te quiero, y lo siento.
—Sólo una voz me esperaba, al teléfono. Hubiera preferido a mi marido.
Tenía una bonita voz al aparato, que él siempre había admirado. Se había citado por primera vez con ella sin haberla visto nunca, después de haberla oído por telégfono en casa de un amigo común.
—Sí, bueno…
—También ha llamado Vergil Ulam, hace unos minutos Parecía nervioso. No he hablado con él hace años.
—¿Le has dicho…?
—Que todavía estabas en el hospital. Naturalmente ¿Acabas a las ocho hoy?
—Igual que ayer. Dos horas con los aspirantes a laboratorio, y a las seis de guardia.
—La señora Burnett llamó también. Me ha jurado que el pequeño Tony o Antoinett está silbando. Está oyéndole-la.
—¿Y tu diagnóstico? —preguntó Edward con una mueca.
—Gas.
—Presión alta, diría yo —añadió Edward.
—Vapor, quizá —dijo Gail. Se rieron y Edward sintió que con la mañana volvía la realidad. La nube de fantasía de la noche anterior se disipaba, y estaba al teléfono con su mujer, gastando bromas sobre fetos musicales. Era lo normal. Era la vida.
—Te voy a sacar esta noche —dijo—. Vamos a cenar otra vez a Heisenberg.
—¿Qué es eso?
—Incertidumbre —dijo Edward—. Sabemos a donde vamos, pero no sabemos lo que vamos a comer. O viceversa.
—Suena fenomenal. ¿En qué coche?
—En el Quantum, por supuesto.
—Oh, Dios mío. Acabamos de arreglar el indicador de velocidad.
—¿Y ha saltado la dirección?
—Todavía funciona. Hemos hecho una trampa.
—¿Estás enfadada conmigo? Gail profirió un pequeño gruñido.
—Será mejor que Vergil te visite hoy a horas de trabajo. ¿Para qué va a verte, dicho sea de paso? ¿Cambio de sexo?
Ese pensamiento la hizo soltar una risita, y empezó a toser. Se la imaginaba apartando el auricular y echándole aire como para limpiarlo.
—Perdona. De verdad, Edward. ¿Por qué?
—Confidencial, mi amor. No estoy seguro de saberlo, de todas formas. Quizá más tarde.
—Me tengo que ir. ¿A las seis?
—Tal vez cinco y media.
—Todavía estaré criticando vídeos.
—Te sacaré de allí.
—Delicioso Edward.
Colgó el auricular. Luego se fue hacia el ascensor para subir al «Ala Frankenstein» mientras se frotaba la mejilla para quitarse los trocitos de papel.
El analizador todavía repiqueteba alegremente, haciendo pasar cientos de botellas de muestras a lo largo de los diferentes tests. Edward se sentó frente a su terminal y solicitó los resultados de Vergil. En la pantalla aparecier columnas y números. El diagnóstico sugerido era anormalmente vago. Las anomalías aparecían en tipografía brillante.
24/c ser c/ tasa: 10.000 linfoc./mm3.
25/c ser c/ tasa: 14.500 linfoc./mm3.
26/d control recuento tasa: 15.000 linfoc./mm3.
DIAG (???) ¿Cuáles son los síntomas físicos paralelos? Si el bazo y los nodulos linfáticos están hinchados, entonces:
REDIAG: Paciente (¿nombre? ¿lista?) en últimos estadios de grave infección.
Apoyo: Tasa de histamina, nivel proteínas sangre. Tasa de fagocitos.
DIAG (???) (Muestra de sangre inconcluyente): Si arritmia, dolor en articulaciones, hemorragia, fiebre:
REDIAG: Leucemia linfocítica incipiente.
Apoyo: Desarreglo, sin otro apoyo que la tasa de linfocitos.
Edward pidió una copia de los análisis y la impresión expulsó quedamente una página rellena de cifras. Le echo una ojeada, con el ceño fruncido, y la metió en el bolsillo de su chaqueta. La prueba de orina parecía bastante anormal; la sangre era en cambio distinta a todas las que había visto antes. No le hizo falta hacer la prueba con heces para decidir el camino a seguir: hospitalizar al paciente y tenerle en observación. Edward marcó el número de Vergil desde el teléfono de su despacho.
Una evasiva voz femenina contestó al segundo timbre.
—Casa de Ulam. Aquí Candice.
—¿Puedo hablar con Vergil, por favor?
—¿De parte de quien? —su tono era de una formal casi cómica.
—Edward. Ya me conoce.
—Claro. Usted es el doctor. Cúrele. Cure a todo el mundo.
Una mano cubrió el auricular y ella gritó, con voz algo ronca:
—¡Vergil!
Vergil contestó, jadeante.
—¡Edward! ¿Qué hay?
—Hola, Vergil. Tengo varios resultados, no muy coluyentes. Pero quiero hablar contigo, aquí, en el hospital.
—¿Qué dicen los resultados?
—Que estás muy enfermo.
—Tonterías.
—Sólo te estoy diciendo lo que la máquina dice. Alto nivel de linfocitos…
—Claro, eso encaja perfectamente…
—Y una muy extraña variedad de proteínas y otros desechos flotando por tu sangre. Histaminas. Parecen los resultados de un tipo a punto de morir de una grave infección.
Hubo un silencio por parte de Vergil. Luego dijo:
—No me estoy muriendo.
—Creo que deberías venir y que otros te examinen. ¿Y quién se ha puesto al teléfono? ¿Candice? ¿Ella?
—No. Edward, fui a que tú me ayudaras. Nadie más. Ya sabes lo que opino de los hospitales. Edward se rió con una mueca.
—Vergil, yo sé poco de esto.
—Ya te dije de lo que se trata. Ahora tú tienes que ayudarme a controlarlo.
—¡Es de locos, es una estupidez, Vergil! —Edward se agarró una rodilla y apretó fuerte—. Lo siento. He perdido los estribos. Espero que entiendas por qué.
—Y yo espero que entiendas cómo me siento yo ahora. Estoy harto, Edward. Y tengo algo más que un poco de miedo. Y estoy orgulloso. ¿Tiene esto algún sentido?
—Vergil, yo…
—Ven al apartamento. Vamos a hablar, y a plaenar lo que hay que hacer ahora.
—Estoy de servicio, Vergil.
—¿Cuándo puedes salir?
—Tengo servicio los próximos cinco días. Esta noche quizá. Después de cenar.
—Sólo tú. Nadie más —dijo Vergil.
—De acuerdo.
Le pidió que le indicara el camino. Le llevaría setenta minutos aproximadamente llegar a La Jolla; le dijo a Virgil que estaría allí sobre las nueve.
Gail llegó a casa antes que Edward, que sugirió que hicieran una cena rápida para los dos.
—¿No hay cena fuera?
Escuchó la noticia con semblante hosco y casi no hablo mientras le ayudaba a cortar las verduras para la ensalada.
—Me gustaría que echaras un vistazo a algunos de los vídeos —le dijo mientras comían, mirándole de soslayo. Su clase de párvulos había estado implicada en una proyecto de videoarte durante una semana; estaba orgullosa de los resultados.
—¿Queda tiempo? —preguntó él con diplomacia. Había atravesado algunos períodos tormentosos antes de casarse, y habían estado a punto de cortar.
Cuando surgían nuevas complicaciones, procuraban ahora ser muy cuidados tratando con mucho tacto los posibles temas espinosos.
—Probablemente no —admitió Gail. Pinchó un trozo de calabaza cruda—.
¿Qué le pasa ahora a Vergil?
—¿Ahora?
—Sí. Ya hizo algo así antes. Cuando trabajaba en Vitinghouse y se metió en aquel jaleo del copyright.
—Sólo estaba de eventual.
—Sí. ¿Qué tienes que hacer ahora por él?
—No estoy seguro ni de cuál es el problema —dijo Edward de un modo más evasivo de lo que había pretendido.
—¿Secreto?
—No. Quizá. Pero raro.
—¿Está enfermo?
Edward ladeó la cabeza y levantó una mano:
—¿Quién sabe?
—¿No me lo vas a decir?
—De momento no. —La sonrisa de Edward, que intentaba aplacarla, sólo consiguió irritarla aún más—. Me pidió que no lo hiciera.
—¿Puede meterte en un lío a ti? Edward no había pensado sobre eso.
—No lo creo —dijo.
—¿A qué hora vuelves esta noche?
—Lo antes que pueda —replicó; le acarició la cara suavemente con la punta de los dedos—. No te enfades —sugirió con dulzura.
—Oh, no —dijo ella con énfasis—. Eso nunca.
Edward empezó a conducir hacia La Jolla con un humor ambiguo; cada vez que pensaba en el estado de Vergil, era como si entrara en un universo diferente. Las reglas eran otras, y Edward no estaba seguro siquiera de tener una ligera noción de la situación.
Entró por el paseo de La Jolla Village y bajó por la avenida Torrey Fines hacia el centro de la ciudad. Casas modestas o muy caras competían por el espacio con edificios de apartamentos de tres o cuatro plantas, lo cual le daba a la calle un perfil desigual. Los ciclistas y los inevitables corredores llevaban ropas de deporte de colores vivos para protegerse del fresco aire de la noche; incluso a estas horas.
La Jolla aparecía bulliciosa por los paseantes y los deportistas.
Encontró sin dificultad un lugar para aparcar, y dejó el Volkswagen allí. Al cerrar la puerta, sintió la brisa del mar y se preguntó si Gail y él tendrían dinero para un traslado. El alquiler sería muy alto, y llevaría bastante tiempo encontrar una permuta laboral. Decidió que no le importaba tanto el estatus. Sin embargo, el vecindario era agradable —calle Pearl, 410-; aunque no era lo mejor del pueblo, representaba más de lo que él podía pagar, al menos por ahora. Simplemente, Vergil tenía la suerte de encontrar chollos como el del condominio. Por otro lado, decidió Edward mientras llamaba a la puerta del entresuelo, él no envidiaba la suerte de Vergil si venía acompañada del resto del lote.
En el ascensor sonaba una música suave y se veía un pequeño holograma de anuncios de condominios en venta, varios productos y actividades sociales que tendrían lugar la semana próxima. En el tercer piso, Edward caminó poi entre muebles de estilo Luis XV y espejos dorados.
Vergil abrió la puerta al primer timbrazo y le hizo pasar. Vestía un bonito albornoz de largas mangas y zapatillas. Daba vueltas con los dedos a una pipa sin encender que llevaba en una mano mientras entraban en el cuarto de estar, donde se sentaron sin decir una palabra.
—Tienes una infección —reiteró por fin Edward, mostrándole el registro de los análisis.
—¿Ah sí? —Vergil le echó un rápido vistazo al papel; luego lo dejó sobre la mesita de cristal.
—Eso es lo que dice la máquina.
—Sí, al parecer no está diseñada para casos tan especiales.
—Puede que no, pero yo aconsejaría…
—Lo sé. Perdona mi rudeza, Edward, pero ¿qué puedo hacer un hospital por mí? Antes cogería una computador y la llevaría a una tienda de hombres prehistóricos a preguntar si podían arreglarla. Esos números… indudablemente muestran algo, pero no estamos en condiciones de decir el qué.
Edward se quitó la chaqueta.
—Escucha. Me tienes preocupado.
La expresión de Vergil cambió lentamente hasta adquirir una especie de fanática beatitud. Miró al techo de soslayo y frunció los labios.
—¿Dónde está Candice?
—Ha salido esta noche. No nos va muy bien, en es momento.
—¿La has puesto al corriente? Vergil sonrió con afectación.
—¿Cómo no iba a estar al corriente? Me ve desnudo todas las noches. —Miró hacia otro lado al decir esto último. Estaba mintiendo.
—¿Estás drogado?
—Dijo que no con la cabeza, luego otra vez, más lentamente.
—Estoy escuchando.
—¿El qué?
—No lo sé. Sonidos. Silencios. Como una música. El corazón, la totalidad de los vasos sanguíneos, la fricción de la sangre por las arterias, las venas. Actividad.
Música en la sangre. —Miró a Edward de un modo compasivo—. ¿Qué excusa le has dado a Gail?
—Ninguna, en realidad. Sólo que tenías un problema y que yo tenía que venir a verte.
—¿Te puedes quedar?
—No. —Echó un vistazo alrededor del apartamento con aire de sospecha, buscando ceniceros y cajetillas.
—No estoy drogado, Edward —dijo Vergil—. Puedo estar equivocado, pero creo que va a pasar algo importante. Creo que están descubriendo quién soy.
Edward se sentó frente a Vergil, mirándole fijamente. Vergil parecía no darse cuenta. Algún proceso interno le tenía absorto.
—¿Hay café? —preguntó Edward—. Vergil señaló hacia la cocina. Edward llenó un cazo de agua para hervir y cogió un frasco de café instantáneo del cuarto armario en el que miró. Con la taza en la mano, volvió a su asiento. Veil movía la cabeza de delante hacia atrás, con los ojos muy abiertos.
—Siempre supiste lo que querías ser, ¿verdad? —le preguntó a Edward.
—Más o menos.
—Movimientos apropiados. Ginecólogo. Nunca pasos en falso. Yo era distinto.
Tenía metas, pero ninguna dirección. Como un mapa sin carreteras, sólo con sitios donde estar. No me importaba un comino nada ni nadie, excepto yo mismo. Ni siquiera la ciencia. Eso era sólo un medio. Me sorprende haber llegado tan lejos.
—Agarró fuertemente los brazos de su sillón—. En cuanto a mi madre… —La tensión de su mano era obvia—. Bruja. Una bruja y un fantasma como padres.
Niño alterado. Donde las cosas pequeñas hacen grandes cambios.
—¿Algo va mal?
—Me están hablando, Edward —cerró los ojos.
—Jesús. —No se le ocurrió nada más que decir. Se empezó a acordar de las mistificaciones, y cómo se había burlado de él, y la nula confiabilidad de Vergil en el pasado, pero no podía olvidarse de los graves hechos que el equipo de diagnóstico le había mostrado.
Durante un cuarto de hora, Vergil pareció dormir. Edward le tomó el pulso, que era fuerte y firme; le tocó la frente —un poco fría— y se preparó más café. Estaba a punto de coger el teléfono, sin saber si llamar al hospital o a Gail, cuando los párpados de Vergil se abrieron y sus miradas se encontraron.
—Es difícil entender exactamente qué es el tiempo para ellos —dijo—. Les va a llevar quizá tres o cuatro días el comprender el lenguaje y los conceptos humanos clave. ¿Te imaginas, Edward? Ni siquiera lo sabían. Creyeron que yo era el universo. Pero ahora van a enterarse. Van a enterarse de mí. Ahora mismo.
Se puso en pie sobre la alfombra beige y fue hacia las ventanas con cortinas, buscando torpemente el cordón para correrlas. Unas cuantas luces de casas y apartamentos bajaron al abismo del océano nocturno.
—Deben tener millares de investigadores colgados de mis neuronas. Son muy eficientes, sabes, para no haberme jodido. Son muy delicados. Hacen cambios.
—El hospital —dijo Edward con voz ronca. Se aclaró la garganta—. Por favor, Vergil. Ahora.
—¿Qué carajo puede hacer un hospital? ¿Sabéis alguna manera de controlar a las células? Quiero decir, que son mías. Si les hacéis daño, me lo hacéis a mí.
—He estado pensando. —En realidad, la idea acababa de ocurrírsele; una clara señal de que estaba empezando a creer a Vergil. La actinomicina puede enlazarse con el ADN y detener la transcripción. Podríamos hacerles ir más despacio de esta manera, seguramente detendría ese proceso biológico que me has descrito.
—Soy alérgico a la antinomicina. Acabaría conmigo. Edward miró hacia abajo, hacia sus manos. Había sido su mejor disparo, estaba seguro de eso.
—Podríamos hacer algunos experimentos, ver cómo se metabolizan, cómo se diferencian de otras células. Si pu diéramos aislar un nutritente que les haga falta, podríamos matarlas de hambre. Quizá incluso tratamientos de radiación…
—Si les haces daño —dijo Vergíl, volviéndose hacia Eard—, me lo haces a mí.
—Se levantó en medio del cuarto de estar y abrió los brazos. El albornoz se abrió y reveló el torso y las piernas de Vergil. La sombra oscurecía cualquier posible detalle—. No estoy seguro de querer librarme de ellas. No están haciendo ningún mal.
Edward se tragó su frustración e intentó controlar un acceso de cólera, pero sólo consiguió empeorarlo.
—¿Cómo lo sabes?
Vergil sacudió la cabeza y levantó un dedo.
—Están tratando de entender lo que es el espacio. Eso es duro para ellos.
Rompen las distancias en concentraciones de productos químicos. Para ellos, el espacio es una serie de intensidades del gusto.
—Vergil…
—¡Escucha, piensa, Edward! —Su tono era excitado pero uniforme—. Algo está sucediendo dentro de mí. Hablan entre ellos con proteínas y ácidos nucleicos, a través de los fluidos, de las membranas. Organizan algo, quizá a los virus, para transportar largos mensajes o rasgos de personalidad o biológicos. Estructuras iguales a los plásmos. Eso tiene sentido. Esas son algunas de las maneras en que yo los programé. Quizá es eso lo que tu máquina denomina infección, toda la información nueva que discurre por mi sangre. Tertulias. Pruebas de otros individuos. Estudios. Superiores. Subordinados.
—Vergil, te estoy escuchando, pero…
—Este es mi espectáculo, Edward. Soy su universo. Están sorprendidos ante la nueva escala. —Se sentó y se quedó en silencio otra vez durante un rato. Edward se inclinó hacia él sin levantarse de la silla y levantó la manga del albornoz de Vergil. Vio unas líneas blancas zigzagueantes en su brazo.
—Voy a pedir una ambulancia —dijo Edward, yendo hacia la mesa del teléfono.
—¡No! —gritó Vergil, incorporándose—. Ya te lo he dicho, no estoy enfermo, este es mi espectáculo. ¿Qué pueden hacer por mí? Sería una farsa.
—¿Pues, entonces, qué demonios estoy haciendo yo aquí? —preguntó Edward, enfadado—. Yo no puedo hace nada. Soy uno de los prehistóricos y tú viniste a mí…
—Tú eres un amigo —dijo Vergil, mirándole fijamente Edward tuvo la desconcertante sospecha de que estaba siendo observado por alguien más que Vergil—. Quise qui vinieras para que me hicieras compañía —se rió—. Pero no estoy exactamente solo, ¿verdad?
—Tengo que llamar a Gail —dijo Edward, marcando e número.
—A Gail, bueno. Pero no le digas nada.
—Oh, no. Por supuesto.
Al amanecer, Vergil daba vueltas por el apartamento manoseando cosas, mirando por las ventanas y haciéndose lenta y metódicamente el almuerzo.
—Sabes, realmente puedo sentir sus pensamiento —dijo. Edward le miraba, exhausto y alterado por la tensión, desde un sillón del cuarto de estar—. Quiero decir su citoplasma parece tener voluntad propia. Una especie de vida subconsciente, a cuenta de la racionalidad que han adquirido tan recientemente.
Oyen el «ruido» de los productos químicos de las moléculas mientras hacen y deshacen por dentro.
Se quedó en medio de la sala de estar, con el albornoz abierto y los ojos cerrados. Parecía como si se echara pequeñas siestas. Era posible, pensó Edward, que estuviera, sufriendo pequeños desvanecimientos. ¿Quién podría predecir los estragos que los linfocitos estaban haciendo ei su cerebro?
Edward llamó de nuevo a Gail desde el teléfono de la cocina. Se estaba preparando para ir a trabajar. Le pidio que llamara al hospital y dijera que estaba enfermo.
—¿Que te haga de coartada? La cosa debe ser seria.
¿Qué le pasa a Vergil? ¿No sabe cambiarse solo los pañales?
Edward no contestó.
—¿Va todo bien? —preguntó ella, tras una larga pausa. ¿Sí o no?
Decididamente no.
—Muy bien —dijo él.
—¡Cultura! —dijo Vergil en voz alta, mirando por el panel divisorio de la cocina.
Edward se despidió y colgó rápidamente—. Siempre están nadando en un mar de información. Contribuyendo a él. Es una especie de gestalt, creo. La jerarquía es absoluta. Envían fagocitos tras las células que no interaccionan como es debido.
Virus específicos hacia individuos o grupos. No hay escapatoria. Uno es alcanzado por un virus, la célula explota y se disuelve. Pero no se trata sólo de una dictadura. Creo que efectivamente ellos tienen más libertad que nosotros. Son tan variados, quiero decir, de individuo a individuo, si es que son individuos, varían de modo diferente a como lo hacemos nosotros. ¿Tiene sentido lo que he dicho?
—No —dijo Edward suavemente, mientras se frotaba las sienes—. Vergil, me estás haciendo llegar al límite. No puedo seguir así mucho tiempo. No entiendo nada, no estoy seguro de creer…
—¿Ni siquiera ahora?
—De acuerdo, digamos que me estás dando la interpretación corecta. Que me la estás dando directamente y que todo el asunto es cierto. ¿Te has molestado en pensar las consecuencias?
Vergil le observó con cautela.
—Mi madre —dijo.
—¿Qué pasa con ella?
—Como cualquiera que limpie un retrato.
—Por favor, habla con sentido —la desesperación hacía que la voz de Edward sonase casi como un quejido.
—Nunca he sido muy bueno para eso —murmuró Veil—. Para dilucidar a dónde me pueden llevar las cosas.
—¿No tienes miedo?
—Tengo pánico —dijo Vergil. Hizo una mueca como de maníaco. Regocijado.
Se arrodilló junto a la silla que ocupaba Edward—. Al principio, quería controlarlo.
Pero son más hábiles que yo. ¿Quién soy yo, un estúpido loco, para intentar frustrarlos? Están consiguiendo algo muy importante.
—¿Y si te matan?
Vergil se tendió en el suelo y abrió sus brazos y piernas.
—Muerto el perro… —dijo. Edward sintió ganas de dar le una patada—. Mira, no quiero que creas que te la quieren jugar, pero ayer fui a ver a Michael Bernard. Me enseño toda su clínica privada, cogió todo tipo de muestras. Biopsias. No te puedes imaginar de donde cogió muestras de tejido muscular, muestras de piel, de todo. Todo está cunrado. Dijo que iba a reventar. Y me pidió que no se lo dijera a nadie —su expresión volvió a ser soñadora—. Ciudades de células —dijo—.
Edward, hacen pasar tubos delgados como cabellos a través de los tejidos, se extienden, extienden su información, convierten a otros tipos de células…
—¡Para ya! —gritó Edward—. ¿Qué es lo que va a reventar?
—Según cree Bernard, tengo linfocitos «gravemente aumentados». Los otros datos no están listos todavía. Es decir, esto fue justo ayer. De modo que no es una decepción mutua.
—¿Qué planea?
—Va a convencer a los de Genetron para que me vuelvan a coger. Van a volver a abrir mi laboratorio.
—¿Es eso lo que quieres?
—No es sólo por volver a tener el laboratorio. Déjame que te lo enseñe. Desde que dejé de hacer los tratamiento; con lámparas, mi piel ha cambiado otra vez. — Se quitó el albornoz sin levantarse del suelo.
Toda la piel de Vergil esaba surcada de líneas blancas. Se dio la vuelta. En su espalda, las líneas estaban empezando a formar crestas.
—Dios mío —dijo Edward.
—No tengo nada que hacer fuera del laboratorio —dije Vergil—. No podré ir a lugares públicos.
—Tú… puedes hablar con ellos, decirles que lo hagan ir más despacio. —En seguida se dio cuenta de lo ridículo que sonaba su propuesta.
—Sí, claro que puedo, pero no quiere decir que vayan a escucharme.
—Creí que tú eras como un dios para ellos.
—Los que están colgados de mis neuronas no son los principales. Son los que investigan, o algo así. Saben que estoy ahí, en esencia, pero eso no significa que hayan convencido a los niveles altos de la jerarquía.
—¿Estás discutiendo?
—Algo por el estilo —volvió a ponerse bien el albornoz y fue hacia la ventana, por donde se puso a mirar como si buscara a alguien—. Son lo único que tengo.
No tienen miedo. Edward, nunca me he sentido tan unido a nada ni a nadie. — Otra vez esbozó la sonrisa beatífica—. Soy responsable de ellos. La madre de todos ellos. Sabes, hasta hace unos días no les puse nombre. Una madre tiene que ponérselo a sus vastagos, ¿no?
Edward no contestó.
—Miré en diccionarios, textos, de todo. Luego, simplemente brotó en mi mente.
Noocitos. De la palabra griega que significa mente, noos. Noocitos. Suena como ominoso, ¿verdad? Se lo dije a Bernard. Me parece que pensó que era un nombre apropiado.
Edward levantó los brazos con exasperación.
—¡Tú no sabes qué es lo que pretenden! Dices que son como una civilización…
—Un millar de civilizaciones.
—Sí, y las civilizaciones se caracterizan por armar jaleos. Las guerras, el medio ambiente… —se agarraba a un clavo ardiendo, intentando contener el pánico que había ido creciendo en él desde que llegó. No era capaz de enfrentarse con la enormidad de lo que estaba sucediendo. Y Vergil tampoco. Vergil era la última persona que Edward hubiera tenido por inteligente y aguda para encararse con las situaciones críticas.
—Pero soy el único que está en peligro —dijo Vergil.
—Eso no se sabe. Jesús, Vergil, ¡date cuenta de lo que están haciendo contigo!
—Lo acepto —dijo estoicamente.
Edward sacudió la cabeza admitiendo su derrota.
—De acuerdo, Bernard hace que Genetron vuelva a abrir el laboratorio, tú te vas allí y estás de conejillo di Indias. ¿Entonces qué?
—Me tratan como es debido. Ahora ya soy algo má que el viejo Vergil I. Ulam.
Soy una condenada galaxia una super-madre.
—Super-anfitrión, querrás decir.
Vergil admitió esto último encogiéndose de hombros.
Edward sintió un nudo en la garganta.
—No te puedo ayudar —dijo—. No puedo hablar contigo, ni convencerte, ni ayudarte. Sigues tan terco como de costumbre. —Esto sonaba casi benigno; ¿cómo podía «terco» definir una actitud como la de Vergil? Intentó aclara sus palabras pero sólo consiguió tartamudear—. Tengo que irme —dijo finalmente—.
Aquí no puedo hacer nada por ti.
Vergil asintió.
—Supongo que no. Esto no va a ser fácil.
—No —dijo Edward tragando saliva. Vergil se adelanto como para poner sus manos en los hombros de Edward Este retrocedió instintivamente.
—Me gustaría que por lo menos me entendieras —dijo Vergil dejando caer los brazos—. Esto es lo más grande que he hecho en mi vida —su cara se torció en una muéca—. No estoy seguro de cuánto tiempo voy a poder seguir con esto, dándole la cara a esto, quiero decir. No sé si van a acabar conmigo o no. Creo que no. La tensión, Edward.
Edward fue hacia la puerta y puso su mano sobre e tirador. El rostro de Vergil, que antes surcaban arrugas de intensa preocupación, mostraba ahora de nuevo la extraña beatitud.
—Oye —dijo—. Escucha. Ellos…
Edward abrió la puerta y salió, cerrándola con fuerza tras de sí. Se dirigió deprisa hacia el ascensor y apretó e botón para bajar.
Se quedó en el vacío vestíbulo unos minutos, intentando recuperar el compás de su respiración. Echó una mirad a su reloj las nueve de la mañana.
¿A quién podría Vergil hacer caso?
Vergil había ido a ver a Bernard; tal vez Bernard fuese ahora el eje de rotación de toda la situación. Vergil había hablado como si Bernard estuviese no solamente convencido, sino muy interesado. La gente de la solvencia de Bernard no se dedicaba a engatusar a los Vergil Ulam del mundo a menos que pensara sacar algún provecho de ellos. Al pasar por la doble puerta de cristal, Edward ya había decidido la jugada.
Vergil estaba tendido en medio del cuarto de estar con los brazos y piernas en cruz, y se reía. Luego se calmó y se preguntó qué impresión habría causado en Edward y en Bernard al hablarles del asunto. No importaba, decidió. Nada tenía importancia salvo lo que estaba ocurriendo dentro, el universo interior.
—Siempre he sido un tío grande —murmuró Vergil.
Una totalidad.
—Sí, ahora soy una totalidad.
Explicar.
—¿El qué? ¿Qué hay que explicar?
Simplicidades.
—Sí, me imagino que cuesta despertarse. Bueno, os merecéis las dificultades.
El viejo ADN se despierta finalmente.
Hablado con otro.
—¿Qué?
PALABRAS que comunican con «compartir la estructura externa del cuerpo».
Son como totalidad DENTRO». «Totalidad» es como exterior.
—No entiendo, no habláis claro.
¿Cuánto duró el silencio interior? Era difícil medir el paso del tiempo; horas y días y minutos y segundos. Los noocitos se habían cargado el reloj de su cerebro.
¿Y qué más?
TU «interfase», «en pie ENTRE» EXTERNO e INTERNO. ¿Son lo mismo?
—¿El interior y el exterior? Oh, no.
Son EXTERIOR «compartir la estructura» del cuerpo por igual.
—Lo decíis por Edward, ¿no? Sí, claro… Compartir la estructura del cuerpo por igual.
EDWARD y otra estructura INTERNA similar/ igual.
—Sí, él es igual, pero no os tiene a vosotros. Sólo… sí ¿y está ella mejor ahora?
Anoche no se encontraba bien No hubo respuesta a esta pregunta.
Pregunta.
—El no os tiene. Ni nadie más. ¿Está bien ella? Somo: los únicos. Yo os hice.
Nadie más que nosotros dos os tiene.
Un denso y profundo silencio.
Edward condujo hacia el Museo de Arte Moderno de La Jolla y una vez allí fue hacia un teléfono público cercano a una fuente de bronce. Llegaba niebla desde el océano, oscureciendo las líneas de yeso color crema de la iglesia española de San Jaime del Mar y envolviendo la: hojas de los árboles. Insertó su tarjeta de crédito en el teléfono y pidió a información el número de Genetron La voz mecánica le contestó con dulzura, y marcó.
—Por favor, póngame con el doctor Michael Bernan —dijo a la recepcionista.
—¿Quién llama, por favor?
—Esto es un servicio de contestador. Tenemos una llamada de emergencia y parece que su aparato no funciona.
Tras unos minutos de ansiedad, Bernard se puso a teléfono.
—¿Quién demonios es? —preguntó tranquilamente— No tengo ningún servicio de contestador.
—Me llamo Edward Milligan. Soy amigo de Vergil Ularr Creo que tenemos que discutir varios problemas. Hubo un largo silencio al otro lado del hilo.
—Está usted en Mount Freedom, ¿verdad, doctor Milligan?
—Sí.
—¿Aquí abajo?
—No exactamente.
—No puedo verle hoy. ¿Podría ser mañana por la mañaña?
Edward pensó que tendría que ir de un lado para otro con la consiguiente pérdida de tiempo y con Gail preocupada. Todo parecía trivial.
—Sí —dijo.
—A las nueve en Genetron. Avenida North Fines Trey 60895.
—Bien.
Edward se dirigió a su coche en la media luz de la mañana. Al abrir la puerta y sentarse frente al volante tuvo una idea repentina. Candice no había vuelto a casa en toda la noche.
Ella estaba en el apartamento por la mañana.
Vergil le había mentido; estaba seguro. ¿Pero qué papel jugaba ella en todo aquello?
¿Y dónde estaba?
Gail encontró a Edward tendido en el sofá, profundamente dormido mientras afuera silbaba un horrible viento de invierno. Se sentó a su lado y le dio palmaditas en el brazo hasta que abrió los ojos.
—Hola— dijo ella.
—Hola. —Parpadeó y miró a su alrededor—. ¿Qué hora es?
—Acabo de llegar a casa.
—Las cuatro y media. Dios mío. ¿He estado dormido todo el tiempo?
—Yo no estaba aquí —dijo Gail—. ¿Y tú?
—Todavía estoy cansado.
—¿Qué ha hecho Vergil esta vez?
La cara de Edward compuso una patente máscara de ecuanimidad. Le acarició la barbilla con un dedo.
—Sobo de barbilla —lo definió ella, encontrándolo un poco objetable, como si fuera una gata—. Algo va mal. ¿Me lo vas a decir o vas a seguir simulando que todo es normal?
—No sé qué decirte —dijo Edward.
—Oh, Dios —suspiró Gail, poniéndose en pie—. Te vas a divorciar de mí por esa Baker. —La señora Baker pesaba ciento cuarenta kilos y no se había enterado de que estaba embarazada hasta bien entrado el quinto mes.
—No —dijo Edward con indiferencia.
—Gran alivio. —Gail se tocó ligeramente la frente— Sabes que esta clase de introspección me pone loca.
—Bueno, no hay nada de lo que pueda hablar, así que… —le cogió la mano y se la acarició.
—Eso es desagradablemente paternalista —dijo ella— Voy a hacer té. ¿Te apetece?
Edward asintió y ella entró en la cocina.
«¿Por qué no revelarlo todo?», se preguntó. Un viejo amigo se estaba convirtiendo en una galaxia.
En lugar de eso, se puso a despejar la mesa de comedor.
Esa noche, incapaz de dormirse, Edward miró a Gail sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la almohada, e intentó determinar lo que sabía que era real y lo que no.
Soy médico, se dijo. Una profesión técnica, científica Se supone que soy inmune a cosas como el impacto del futuro.
Vergil Ulam se estaba convirtiendo en una galaxia.
¿Cómo sería sentirse relleno de un trillón de chinos Hizo una mueca en la oscuridad y casi dio un grito al mismo tiempo. Lo que Vergil llevaba dentro era mucho má extraño que los chinos. Más extraño que cualquier cosa que Edward — o Vergil— pudiera entender con facilidad. Quizá ni siquiera era inteligible.
¿Qué clase de psicología de la personalidad podía desarrollar una célula, o un grupo de células, en este caso Intentó recordar lo que había aprendido sobre medios celulares en el cuerpo humano. Sangre, linfa, tejidos, fluido intersticial, fluido cerebroespinal… No podía imaginars un organismo de complejidad humana rodeado de tale cosas que no se volviera loco de aburrimiento. El medio ambiente era sencillo, las demandas relativamente simples y los niveles de comportamiento eran propios de célula no de personas. Por otro lado, la tensión podría ser el factor máximo —el medio era benigno para con las células familiares, pero era un infierno para las extrañas.
Pero él sabía lo que era importante, si no necesariamente lo real: el dormitorio, las luces de la calle y las sombras de los árboles en las cortinas del dormitorio, Gail dormida a su lado.
Muy importante. Gail, en la cama, dormida.
Pensó en Vergil esterilizando las platinas de E-coli alterados. La botella de linfocitos superdesarrollados. Perversamente, se acordó de Krypton —el mundo de Superman, billones de genios destruidos en medio de una catástrofe total.
¿Asesinato? ¿Genocidio?
No había barrera alguna entre el sueño y la vigilia. Miraba por la ventana, y las luces de la calle brillaron a través del cristal cuando abrió las cortinas. Podrían estar viviendo en Nueva York (las noches de Irvine nunca estaban tan deslumbrantemente iluminadas) o en Chicago; había vivido en Chicago durante dos años. Y la ventana estalló en pedazos, sin ruido, el cristal saltó hecho trizas contra el suelo. La ciudad entró por la ventana, como un gran ladrón brillante y erizado que gruñía en un lenguaje que él no podía entender, hecho de bocinas de automóvil, rumores de la multitud, y estruendo de construcciones. Intentó rechazarlo, pero se le escapó hacia Gail y se convirtió en una lluvia de estrellas que caían sobre la cama y sobre todo el resto de la habitación.
Se despertó al sonido de una ráfaga de viento que golpeó las ventanas. Mejor no dormir, decidió, y se quedó despierto hasta que llegó la hora de levantarse con Gail. Cuando ya se iba al colegio, la besó profundamente, saboreando la realidad de sus labios humanos e inviolados.
Luego emprendió el largo camino hacia la avenida North Torrey Fines, dejó atrás el Instituto Salk con su arquitectura de hormigón, y también las docenas de nuevos y resucitados centros de investigación que componían el Enzyme Valley, rodeados de eucaliptus y de nuevas coniferas híbridas de crecimiento rápido, cuyos ancestros le habían dado nombre a la avenida.
El letrero negro de rojas letras romanas se alzaba sobre su montículo de hierba coreana. Los edificios de más allá seguían la moda de simples superficies de hormigón, excepto en el rotundo cubo negro de los laboratorios para los contratos
con Defensa.
Al pasar por el garito del vigilante, le salió al paso un hombre delgado y enjuto vestido de azul oscuro, que se inclinó a la ventanilla del Volkswagen. Miró a Edward con aire reservado.
—¿De qué se trata, señor?
—Vengo a ver al doctor Bernard.
El guarda le pidió el carnet. Edward sacó su cartera. El guarda fue con ella hasta el teléfono de su garita y estuvo un rato discutiendo su contenido. Volvió y dijo:
—No hay aparcamientos para los visitantes. Coja el espació 31 del área de empleados, está pasada esa curva y al otro lado de la oficina de la fachada, ala oeste. Vaya sola mente a la oficina de la fachada.
—Por supuesto —dijo Edward a modo de prueba—. Pasada la curva —señaló hacia el lugar. El guardia asintio brevemente y volvió a su garita.
Edward anduvo el camino de piedra laminada que conducía a la oficina de enfrente. Rojos papiros crecían junto a estanques de cemento que surcaban carpas doradas plateadas. Las puertas de cristal se abrieron al acercarse y entró en el recinto. El vestíbulo, de forma circular, solo disponía de un canapé y de una mesa cubierta de periódicos y revistas técnicas.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la recepcionista—. Era esbelta, atractiva, con el pelo cuidadosamente dispuesto como el moñito que Gail tan fervientemente evitaba.
—El doctor Bernard, por favor.
—¿El doctor Bernard? —parecía confusa—. No tenemos al…
—¿Doctor Milligan? —Edward se dio la vuelta y vio Bernard entrar por la puerta automática—. Gracias, Jan —dijo a la recepcionista. Ella volvió a su tablero para dirigir las llamadas—. Venga conmigo, por favor, doctor Milligan. Tenemos una sala de conferencias para nosotros solos.
Guió a Edward a través de la puerta trasera y por un camino de cemento que flanqueaba el piso bajo del a laoeste.
Bernard llevaba un traje gris muy aseado que hacía conjunto con su pelo canoso, su perfil era fuerte y atractivo. Se parecía mucho a Leonard Bernstein; era fácil entender el por qué de que la prensa le hubiera concedido tantas portadas.
Era un pionero y, además, fotogénico.
—Aquí tenemos un servicio de seguridad muy estricto. Son las decisiones de los tribunales de los últimos diez años, ya sabe. Se han puesto muy nerviosos.
Pérdidas de derechos de patentes por simples menciones al trabajo que se llevaba a cabo en una conferencia científica. Ese tipo de cosas. ¿Qué se puede esperar cuando los jueces ignoran por completo lo que de verdad ocurre?
La pregunta parecía retórica. Edward asintió educadamente y obedeció el gesto de Bernard para que subiera una escalerilla de acero hasta el segundo piso.
—¿Ha visto recientemente a Vergil? —preguntó Bernard al abrir la habitación 245.
—Ayer.
Bernard entró delante de él y encendió las luces. La habitación tenía apenas diez pies de ancho, y estaba amueblada con una mesa redonda, cuatro sillas y una pizarra colgada en una de las paredes. —Bernard cerró la puerta—. Siéntese, por favor. —Edward se sentó y Bernard lo hizo frente a él, poniendo los codos sobre la mesa.
—Ulam es brillante. Y no dudaría en afirmar que es valiente también.
—Es amigo mío. Me tiene muy preocupado. Bernard levantó un dedo.
—Valiente, y además loco. Lo que le está ocurriendo nunca debió permitirse.
Debió hacerlo bajo circunstancias de coacción, pero eso no es una excusa. Sin embargo, ya está hecho. Usted está totalmente al corriente, supongo.
—Estoy al tanto de lo fundamental —dijo Edward—. Pero todavía no entiendo bien cómo lo hizo.
—Nosotros tampoco, doctor Milligan. Esa es una de las razones por las que le ofrecemos de nuevo un laboratorio. Y un hogar, mientras despejamos el tema.
—No debe aparecer en público —dijo Edward.
—Por supuesto que no. Estamos construyendo un laboratorio aislado en estos momentos. Pero somos una compañía privada y nuestros recursos son limitados.
—Se tendría que avisar al Instituto Nacional de la Salud.
Bernard suspiró.
—Sí. Bien, lo perderíamos todo si ahora se filtrase algo. No estoy hablando de decisiones de negocios, podríamos perder a toda la industria de los biochips. El clamor popular sería terrible —replicó Bernard.
—Vergii está muy enfermo. Física y mentalmente. Podría morirse.
—De alguna manera, no lo creo —dijo Bernard—. Pero estamos desenfocando la cuestión.
—¿Cuál es el foco? —preguntó Edward con enfado—. Me parece que está usted trabajando con Genetron solapadamente; ciertamente habla usted como si fuera así. ¿Qué espera sacar Genetron de todo esto?
Bernard se apoyó en el respaldo de su silla.
—Se me ocurre una gran cantidad de usos para computadores pequeños superdensos de elementos de base biológica. ¿Y a usted? Genetron ya ha sacado varias novedades importantes, pero el trabajo de Vergii, de nuevo, es algo más.
—¿Qué planean?
La sonrisa de Bernard era brillante y obviamente falsa.
—No estoy en total libertad para hablar. Pero el asunto sería revolucionario.
Tendremos que estudiarle en condiciones de laboratorio. Tendrán que ser llevados a cabo experimentos con animales. Habrá que empezar por el principio, naturalmente. Las colonias de Vergii no pueder ser… hum… transferidas. Se basan en sus propias células. Tenemos que desarrollar organismos que no desencadenen respuestas de inmunidad en otros animales.
—¿Como si fuera una infección? —preguntó Edward.
—Supongo que hay similitudes. Pero Vergii no tiene una infección ni está enfermo en el sentido usual del término.
—Mis pruebas indican lo contrario —dijo Edward.
—No creo que los diagnósticos al uso sean apropiados ¿y usted?
—No lo sé.
—Escuche —dijo Bernard inclinándose hacia delante—. Me gustaría que usted viniera a trabajar con nosotros una vez que Vergil esté aquí. Su habilidad podría sernos útil.
Edward casi titubeó ante la franqueza de la oferta.
—¿Cómo se beneficiará de todo esto? —preguntó—. Quiero decir, usted, personalmente.
—Edward, siempre he estado entre los primeros de mi profesión. No veo razón alguna para no ayudar aquí. Con mis conocimientos sobre el cerebro y las funciones nerviosas superiores, y la investigación que he estado dirigiendo sobre inteligencia artificial y neurofisiología…
—Podría usted ayudar a que Genetron se evitase una investigación por parte del gobierno —dijo Edward.
—Eso es ser muy brusco. Demasiado brusco, y además injusto.
Por un momento, Edward sintió que Bernard estaba confuso e incluso un poco ansioso.
—Quizá lo sea —dijo Edward—. Y quizá eso no es lo peor que podría ocurrir.
—No le entiendo —dijo Bernard.
—Malos sueños, señor Bernard.
Bernard entornó los ojos a la vez que alzaba las cejas. Esta era una expresión poco característica, inapropiada para las portadas de Time, Mega o Rolling Stone:
un semblante ceñudo, confuso y colérico.
—Nuestro tiempo es demasiado precioso para que lo malgastemos. Le he hecho el ofrecimiento de buena fe.
—Naturalmente —dijo Edward—. Y por supuesto, me gustaría visitar el laboratorio cuando Vergil esté instalado. Si aún soy bienvenido a pesar de mi brusquedad y demás.
—Naturalmente —recalcó Bernard, pero sus pensamientos eran casi totalmente patentes: Edward nunca jugaría en su equipo. Se levantaron a la vez y Bernard le tendió la mano. Su palma estaba húmeda; estaba tan nervioso como Edward.
—Entiendo que ustedes quieran que todo esto sea absolutamente confidencial — ijo Edward.
—No estoy seguro de que podamos pedírselo. Usted no está bajo contrato.
—No —dijo Edward.
Bernard le observó durante un largo momento, y luego asintió.
—Le acompañaré hasta la salida.
—Hay una cosa más —dijo Edward—. ¿Sabe usted algo de una mujer llamada Candice?
—Vergil mencionó que tenía una novia llamada así.
—¿Qué tenía o qué tiene?
—Sí, entiendo lo que me sugiere —dijo Bernard—. Puede constituir un problema para la seguridad.
—No, eso no es lo que he querido decir —dijo Edward con énfasis—. No es en absoluto lo que he querido decir.
Bernard repasó los papeles cuidadosamente, apoyando la frente en una mano mientras su ceño se fruncía más más.
Lo que estaba sucediendo en el cubo negro era más que suficiente para ponerle los pelos de punta. La informació no era completa en absoluto, pero sus amigos de Washinton habían hecho un buen trabajo. El paquete había llegado por correo especial sólo media hora después de que se fuera Edward Milligan.
La conversación mantenida con éste le había llenado de una vergüenza que le había hecho ponerse mordaz y la defensiva. Vio en el joven médico una distante versión de sí mismo, y la comparación le dolía. ¿Había estado el viejo y célebre Michael Bernard envuelto en una nube de seducción materialista a lo largo de los últimos meses?
Al principio, la oferta de Genetron había tenido visos de limpieza y suavidad:
una participación mínima en los primeros meses y luego el estatus de figura principal y pionero, con utilización de su imagen para promoción de compañía.
Le había tomado demasiado tiempo en total el darse cuenta de lo cerca que estaba del disparador de la trampa.
Levantó los ojos hacia la ventana y se puso en pie para levantar las persianas.
Estas se alzaron con un chasquido, y obtuvo una vista del montículo, el cubo negro y las nubes empujadas por el viento a lo lejos.
Aquello olía a desastre inminente. El cubo negro, irónicamente, no resultaría implicado; pero si Vergil Ulam no hubiera puesto en marcha el disparador, el otro lado de Genetron lo hubiera hecho de todos modos.
Ulam había sido despedido con tanta precipitación y puesto en la lista negra con tal rigidez no porque hubiera hecho investigación chapucera, sino porque había seguido muy de cerca las huellas de la división de investigación para Defensa. El había triunfado donde ellos solían fracasar o retrasarse. Y aunque habían estudiado sus archivos durante meses (habían hecho multitud de copias)
no consiguieron obtener sus mismos resultados.
Harrison había comentado el día anterior que los descubrimientos de Ulam eran seguramente accidentales en su mayoría. Las razones por las que ahora sostenía ese punto de vista no podían ser más obvias.
Ulam había estado muy cerca de lograr el éxito y dejar a Genetron y al gobierno en la estacada. Los de arriba no pudieron hacer nada, y no hubieran confiado en Ulam de todos modos.
Era un excéntrico total. Nunca hubiera podido conseguir una acreditación de seguridad.
Así que le habían echado y condenado al ostracismo.
Y luego él volvió como un aparecido. Pero esta vez no pudieron darle con la puerta en las narices.
Bernard leyó de nuevo los papeles y se preguntó a sí mismo cómo podría retractarse de lo acordado con el mínimo perjuicio.
¿Era lo acertado? Si eran tan estúpidos, ¿no sería útil su experiencia, o al menos su preclaro pensamiento? No albergaba dudas de que pensaba con bastante más claridad que Harrison o que Yng.
Pero el interés de Genetron por él era debido más bien a su celebridad.
¿Cuánta influencia podría tener, incluso en tales términos?
Bajó las persianas y le dio la vuelta a la varilla par dejarlas cerradas. Luego levantó el auricular y marcó e número de Harrison.
—¿Sí?
—Bernard.
—Sí, Michael.
—Voy a llamar a Ulam ahora mismo. Vamos a traerlo ahora para acá. Hoy. Ten listo a todo tu equipo, y a la gente de investigación de defensa también.
—Michael, eso es…
—No podemos dejarle ahí fuera. Harrison hizo una pausa.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Adelante, entonces.
Edward comió en Jack-in-the-Box y se sentó en la terraza acristalada para ver pasar el tráfico, con un brazo apoyado en el marco de aluminio. Algo no encajaba en Genetron. Podía siempre confiar en sus más fuertes corazonadas; cierta zona de su cerebro reservada para la agudeza observación y un conjunto de minúsculos detalles le llevaban a veces a sumar dos y dos y obtener un perturbador cinco, y he aquí que luego resultaba que uno de los dos; era en realidad un tres; simplemente, se le había pasado antes por alto.
Bernard y Harrison intentaban esconder algo importante. Genetron estaba tratando de hacer algo más que ayudar a un ex empleado en un problema relacionado con el trabajo, más incluso que prepararse simplemente para sacar partido de un descubrimiento revolucionario. Pero no debían precipitarse; eso podría levantar sospechas. Y quizás no estaban seguros de disponer de los suficientes medios.
Frunció el ceño, intentando liberar el hilo de su pensamiento del lodazal en que estaba aprisionado, para examinar el conjunto de manera puntual. Seguridad.
Bernard se había referido a ese aspecto en conexión con Candice. Quizá sólo estaban preocupados por la seguridad de la compañía, contagiados del miedo al espionaje industrial que había convertido a las compañías privadas de investigación a todo lo largo de la avenida North Torrey Fines en cajas blindadas, totalmente cerradas al conocimiento público. Pero eso no podía ser todo.
No podían ser tan estúpidos y cortos de vista como Vergil; tenían que saber que lo que le sucedía a Vergil era demasiado importante como para poder ser contenido entre los límites de interés de una simple compañía.
Así pues, se habían puesto en contacto con el gobierno. ¿Era esa una idea justificada? (Quizá eso era algo que él debería hacer, independientemente de lo que decidieran en Genetron.) Y el gobierno estaba actuando con la mayor rapidez posible —es decir, en términos de días o semanas— para tomar sus decisiones, preparar sus planes y entrar en acción. Mientras tanto, Vergil estaba sin atención científica. En Genetron no se atreverían a hacer nada contra su voluntad; las compañías de investigación genética eran ya contempladas con bastante reserva por parte de la opinión pública, y un escándalo podría hacer mucho más que desbaratar su repertorio de planes.
Vergil iba por libre. Y Edward conocía lo bastante a su viejo amigo como para darse cuenta de que nadie estaba controlando nada. Vergil no era una persona responsable. Pero había decidido confinarse en su apartamento, mientras sufría su transformación mental, encerrado en un estado de éxtasis cercano a la psicosis, pleno, saboreando los resultados de su propia brillantez.
De entrada, Edward se dio cuenta de que era la única persona que podía hacer algo.
Era el último individuo responsable.
Había llegado la hora de volver al apartamento de Vergil para, por lo menos, seguir la marcha de los acontecimientos antes de que los de arriba entrasen en liza.
Mientras conducía, Edward pensaba en el cambio.
Se trataba sólo del cambio que un solo individuo podía aguantar. La innovación, incluso la creación radical, eran esenciales, pero los resultados tenían que ser aplicados con cautela, con meticulosa premeditación. No había que forzar nada, ni que imponer nada. Ese era el ideal. Todos tenían derecho a permanecer igual hasta que por sí mismo decidiesen lo contrario.
Todo eso era muy ingenuo.
Lo que había hecho Vergil era lo más grande para la ciencia desde…
¿Desde qué? No había comparación posible. Vergil Ular se había convertido en un dios. Llevaba en su carne ciento de billones de seres inteligentes.
Edward no podía asimilar ese pensamiento. «Neo-Ludita», dijo para sí, una asquerosa acusación.
Cuando apretó el botón del portero automático del condominio, Vergil contestó casi inmediatamente.
—¿Sí? —dijo con voz alegre que denotaba un inmejorable estado de ánimo.
—Edward.
—¡Hola, Edward! Pasa. Me estoy dando un baño. La puerta está abierta.
Edward entró en la salita de estar de Vergil y se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de baño. Vergil estaba en la bañera con el agua color rosa hasta el cuello.
Sonrio vagamente a Edward y chapoteó con las manos.
—Parece que me he cortado las muñecas, ¿verdad —dijo en un alegre murmullo—. No te preocupes. Todo está bien ahora. Vienen de Genetron para llevarme otra vez allí. Bernard y Harrison y los del laboratorio, todos en una furgoneta —su cara estaba surcada por pálidos filamentos y tenía las manos cubiertas de blancas vejigas.
—Hablé con Bernard esta mañana —dijo Edward, perplejo.
—Eh, acaban de llamar —dijo Vergil señalando hacia el intercomunicador y teléfono del cuarto de baño—. He estado aquí una hora, hora y media.
Remojándome y pensando.
Edward se sentó en la taza del retrete. La lámpara de cuarzo, desenchufada, estaba al lado del armario de la toallas.
—Estás seguro de que eso es lo que quieres —dijo encogiéndose de hombros.
—Sí. Estoy seguro —dijo Vergil—. Reunión. Acoger de nuevo al hijo pródigo, ¿no tan pródigo? Sabes, nunca he entendido qué quiere decir eso de pródigo.
¿Significa «prodigio»? Ciertamente yo lo soy. Estoy volviendo a tener estilo. De aquí en adelante todo será estilo.
El color rosado del agua no parecía ser debido al jabón.
—¿Te estás dando un baño de espuma? —preguntó Edward. Otra idea le asaltó repentinamente dejándole frío.
—No —dijo Vergil—. Todo esto me sale de la piel. No me lo dicen todo, pero creo que están enviando exploradores. ¡Eh! ¡Astronautas! Sí. —Miró a Edward con expresión despreocupada; más bien denotaba curiosidad por el modo en que él se tomaría la respuesta.
Los músculos del estómago de Edward se pusieron tensos como a la espera de un segundo golpe. Nunca hasta ahora había considerado seriamente la posibilidad —al menos no de forma consciente—, tal vez porque se había concentrado en aceptar y en enfocar los problemas más inmediatos.
—¿Se trata de la primera vez?
—Sí —dijo Vergil. Se rió—. Puedo dejar a esas pequeñas sabandijas del centro de mi cerebro a merced de la corriente. Para que se enteren de una vez de cómo las gastan en el mundo.
—Pueden ir a todas partes —dijo Edward.
—Faltaría más.
Edward asintió. Faltaría más.
—No me has presentado nunca a Candice —dijo. Vergil sacudió la cabeza.
—Pues es verdad.
—¿Cómo… cómo te encuentras?
—Me encuentro perfectamente en este momento. Debe de haber billones de ellos. —Chapoteó con las manos—. ¿Tú qué opinas? ¿Debería dejar que salieran mis pequeñas sabandijas?
—Necesito beber algo —dijo Edward.
—Candice guarda algo de whisky en el armario de la cocina.
Edward se arrodilló frente a la bañera. Vergil le miro con curiosidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Edward. El gesto de Vergil cambió con brusquedad de una expresión de interés a una virtual máscara de tristeza.
—Dios mío, Edward, mi madre, ya sabes, vienen a por mí, pero ella me dijo…
Debería llamarla. Para hablar con ella. —Las lágrimas se deslizaban por los filamentos que le desfiguraban las mejillas—. Me dijo que volviera a ella Cuando…
Cuando llegara el momento. ¿Es ya ese momento, Edward?
—Sí —dijo Edward, sintiéndose suspendido en una nube de chispas—. Creo que sí debe serlo. —Sus dedos se cerraron sobre el cable de la lámpara de cuarzo y fue a enchufarla.
Siendo niño, Vergil había electrificado con cable lo pomos de las puertas, le había coloreado el pis de azul había jugado a un montón de juegos tontos y nunca había crecido, nunca había llegado a ser lo bastante maduro como para entender lo brillante que era y cuánto podía afectar al mundo.
Vergil estiró la mano hacia el tapón del desagüe de la bañera. Sabes, Edward, yo…
No llegó a terminar la frase. Edward acababa de enchufar la lámpara. Con ella en la mano, se acercó a la bañera para ponerla frente a Vergil. Retrocedió de un salto ante el fogonazo, el vapor y las chispas. La luz del cuarto di baño se apagó.
Vergil gritó y se sacudió espasmódicamente y luego todo quedó en calma, excepto por un siseo bajo y firme y por el humo que le salía del pelo. La luz que entraba por la pequeña ventana de ventilación era como una saeta que cortaba la fétida calina.
Edward levantó la tapa del retrete y vomitó. Luego se cubrió la nariz y se dirigió, tambaleándose, al cuarto de estar. Le fallaron las piernas y se derrumbó sobre el sofá.
Pero no había tiempo. Se puso en pie, oscilante y presa de náuseas, y entró en la cocina. Encontró la botella de whisky Jack Daniels, de Candice, y volvió al baño.
Desenroscó el tapón y vertió el contenido de la botella en el agua de la bañera, intentando no mirar directamente a Vergil. Pero eso no era suficiente. Necesitaba agua oxigenada y amoníaco, y luego tendría que salir.
Iba a llamar a Vergil para preguntarle dónde estaban el agua oxigenada y el amoníaco, pero se detuvo. Vergil estaba muerto. El estómago de Edward empezó a agitarse otra vez y se apoyó en la pared del pasillo, con la mejilla apretada contra el yeso y la pintura. ¿Cuándo habían sido menos reales las cosas?
Cuando Vergil entró en el Centro Médico Mount Freom… Sólo era otra de las bromas de Vergil. ¡Ja! Toda tu vida se tiñe de un profundo azul de medianoche, Edward; no olvides nunca a un amigo.
Miró en el armario, pero sólo vio toallas y sábanas. En el dormitorio, abrió el ropero de Vergil, pero sólo encontró su ropa. Junto al dormitorio había un pequeño aseo, y se fijó en un pequeño armarito desde el ángulo de la deshecha cama.
Edward entró en el aseo. En un extremo, enfrente del armarito, había una ducha.
Un hilo de agua salía de debajo de la puerta de ésta. Intentó encender la luz, pero toda esta sección del apartamento se había quedado sin fuerza; la única luz provenía de la ventana del dormitorio. En el armario encontró el agua oxigenada y un gran frasco con amoníaco.
Se los llevó a lo largo del pasillo y vertió ambos en la bañera, evitando los pálidos ojos ciegos de Vergil. Cerró la puerta tras de sí, tosiendo, mientras las emanaciones silbaban dentro.
Alguien llamó suavemente a Vergil. Edward llevaba las botella vacías hacia el aseo cuando la voz sonó más alta. Se quedó en el umbral, con uno de los frascos de plástico contra el quicio, y aguzó el oído, con el ceño fruncido.
—En, Vergil, ¿eres tú? —preguntó la voz secamente. Provenía del interior de la ducha. Edward dio un paso adelante y luego se detuvo. Ya es suficiente, pensó.
La realidad ya se había distorsionado bastante y realmente no quería ir más lejos.
Dio un paso más, luego otro, y se acercó a la puerta de la ducha.
La voz parecía de mujer, ronca, extraña, pero no angustiada.
Puso la mano en el pomo y tiró de él. La puerta se abrió con un hueco clic.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, miró dentro de la ducha.
—Jesús, Vergil, me has dejado abandonada. Tenemos que salir de este hotel.
Está oscuro y es pequeño y no me gusta.
Edward reconoció la voz del teléfono, pero seguramente no habría podido reconocerla por su aspecto aunque hubiera visto antes su fotografía.
—¿Candice? —preguntó.
—¿Vergil? Vamonos.
Se fue de allí a toda prisa.
El teléfono estaba sonando cuando Edward llegó a si casa. No contestó. Podía ser una llamada del hospital. Ta vez fuese Bernard, o la policía. Se imaginó explicando todo en la comisaría. En Genetron no abrirían la boca; a Bernard sería imposible encontrarle.
Edward estaba agotado, con los músculos agarrotado por la tensión y por todos los sentimientos que uno puede imaginarse después de…
¿Cometer un genocidio?
Verdaderamente, todo parecía irreal. Simplemente, no podía creer que hubiera asesinado un trillón de seres inteligentes. Noocitos. Que hubiera despachado toda una galaxia. Eso era irrisorio. Pero no podía reírse.
Todavía veía a Candice bajo la ducha.
El asunto había ido mucho más rápido con ella. Se había quedado sin piernas; su torso se había enflaquecida de una manera casi impresionista. Ella había levantado el rostro hacia él, un rostro surcado de filamentos que parecia un manojo de cardos.
Salió del edificio a tiempo de ver una furgoneta blanca que daba la vuelta a la curva y aparcaba enfrente, miertras la limousine de Bernard se acercaba a poca distancia. Se había sentado en su coche para observar a los hombres saltar de la furgoneta vestidos con blancos trajes aislantes; el vehículo no llevaba ningún rótulo.
Luego puso en marcha el coche y se alejó. Así de sencillo. Volver a Irvine.
Ignorar todo aquel horrible caso mientras pudiera, o pronto se volvería tan loco como Candice.
Candice, que estaba siendo transformada bajo una ducha abierta. Dejemos a las sabandijas salir, había dicho Vergil. Para que vean cómo es el mundo.
No resultaba nada difícil creer que había matado a un ser humano, a un amigo.
El humo, la pantalla de la lámpara derretida, el enchufe oscilante y el cable echando humo.
Vergil.
Había introducido la lámpara en la bañera con Vergil dentro.
¿Los habría matado a todos en la bañera? Tal ver Bernard y su grupo acabarían lo que él había empezado.
No lo creía así. ¿Quién podría abarcar esto, comprenderlo en su totalidad?
Desde luego él no; se había dado una sucesión de horrores, de hechos pavorosos que la mente había tenido que asimilar, que ver, y él no creía que pudiera predecir lo que iba a ocurrir después, porque apenas sabía lo que estaba ocurriendo ahora.
Los sueños. Ciudades enteras violando a Gail. Galaxias que se desmoronaban sobre todos ellos. Aquella angustia… y luego, otra vez, qué belleza en potencia, una nueva forma de vida, simbiosis, transformaciones.
No. Esa no era una buena idea. El cambio —demasiado cambio— y así empezaron sus objeciones, sus objeciones a un nuevo orden, una nueva transformación, porque él sabía bien que los humanos no eran suficientes que tenía que haber más de lo que Vergil había hecho más; a su manera chapucera y miope había iniciado el estadio siguiente.
No. La vida discurre fluida, sin final y sin cambios, sin sobresaltos del tipo de Candice en la ducha o Vergil muerto en la bañera. La vida es el derecho de un individuo a la normalidad y el proceso normal, el envejecimiento normal ¿Quién anularía ese derecho, quién que estuviera en su cabales lo aceptaría y qué pensaba él que iba a ocurrir si se viera obligado a aceptarlo?
Se tendió en el sofá protegiéndose los ojos con el antebrazo. Nunca se había sentido tan exhausto en su vida, agotado física y emocionalmente, más allá de todo pensarmiento racional. No quería dormirse porque notaba cómo las pesadillas se estaban fraguando ya como densos nubarrones, esperando para estallar en reflejos y ecos de lo que había visto.
Edward apartó el antebrazo y fijó los ojos en el techo Era poco probable que lo que había comenzado pudier ser detenido. Quizá él era el único que podía desencadene la serie de acciones capaces de frenarlo. Podía llamar al Centro de Control de Enfermedades (sí, ¿pero eran ellos los que interesaba contactar?). ¿O quizá el Departamento de Defensa? ¿Primero a Salud de Zona, para canalizar el trabajo? Quizá incluso al hospital VA o a la Clínica Scripp de La Jolla.
Volvió a cubrirse los ojos con el brazo. No había ningún proceso claro de acción.
Los acontecimientos sobrepasaban su capacidad. Recordó lo que a menudo ocurre en la historia de la humanidad; mareas de acontecimientos que rodean a los individúos cruciales, arrastrándoles con ellas. Que les hacen desear que existiera un lugar tranquilo, quizá un pequeño pueblo mejicano donde nunca pasara nada y dónde se pudieran ir para dormir, solamente dormir.
—¿Edward? —Gail se inclinó hacia él, acariciándole la frente con sus fríos dedos—. Cada vez que llego a casa, aqui estás tú, hecho polvo. No tienes buen aspecto. ¿Te encuentras bien?
—Sí. —Se sentó al borde del sofá. Tenía el cuerpo ardiendo y la descomposición amenazaba su equilibrio— ¿Qué vamos a cenar? —No articulaba bien con la lengua sus palabras sonaban gangosas—. Creo que podríamos salir.
—Tienes fiebre —dijo Gail—. Y muy alta. Voy a por termómetro. Quédate aquí.
—No —dijo él débilmente. Se levantó y fue tambaleándose al cuarto de baño para mirarse al espejo. Gail fue tras él y le metió el termómetro en la boca. Como de costumbre, se le ocurrió morderlo como hace Harpo Marx en las películas, para comérselo como si fuera una barra de caramelo. Ella le miró en el espejo desde detrás de su hombro.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Tenía líneas bajo el cuello de la camisa, alrededor del cuello. Líneas blancas como senderos de polvo.
—Manos húmedas —dijo él—. Vergil tenía las palmas húmedas. —Ya los llevaba dentro desde hacía dos días—. Es tan obvio…
—Edward, por favor, ¿qué pasa?
—Tengo que hacer una llamada —dijo él. Gail le siguió hasta el dormitorio y se quedó en pie mientras él sentado en la cama marcaba el número de Genetron—.
El doctor Michael Bernard, por favor —dijo. La recepcionista le contó, con excesiva rapidez, que no tenían a nadie de ese nombre en Genetron—. Esto es demasiado importante como para gastar bromas —dijo fríamente—. Diga al doctor Bernard que soy Edwar Milligan y que es urgente.
La recepcionista le conectó. Tal vez Bernard estuviera todavía en el apartamento de Vergil, tratando de ordenar las piezas del rompecabezas; tal vez simplemente decidieran enviar a alguien para arrestarle. Daba lo mismo una cosa que otra.
—Aquí Bernard. —La voz del doctor era uniforme y sibilina, en gran parte, pensó Edward, como el resto de su persona.
—Es demasiado tarde, doctor. Le estrechamos a Vergil la mano. Palmas sudadas, ¿se acuerda? Y pregúntese a quiénes ha ido tocando después. Ahora somos los vectores.
—He estado hoy en el apartamento, Milligan —contestó Bernard—. ¿Mató usted a Ulam?
—Sí. Se disponía a dejar salir sus… microbios. Noocitos. Lo que sean, ahora.
—Encontró usted a su novia?
—Sí.
—¿Qué hizo usted con ella?
—¿Que qué hice con ella? Nada. Estaba en la ducha Pero escuche.
—Ya no estaba cuando llegamos nosotros, no encontramos nada más que sus ropas. ¿La mató usted a ella también?
—Escúcheme, doctor. Llevo dentro los microbios de Vergil. Y usted también.
Se produjo un silencio al otro lado, seguido de un profundo suspiro.
—¿Ha encontrado usted alguna manera de controlarlos, me refiero dentro de nuestros cuerpos?
—Sí. —Luego más débilmente—. No, todavía no. Antimetabolitos, terapia de radiación controlada, actinomicina. Aún no lo hemos probado todo, pero… no.
—Pues, entonces, es el final, doctor Bernard. Otra larga pasua.
—Hum…
—Vuelvo con mi mujer ahora, para pasar juntos el poco tiempo que nos queda.
—Sí —dijo Bernard—. Gracias por llamar.
—Voy a colgar ya.
—Claro. Adiós.
Edward colgó y rodeó con sus brazos a Gail.
—Es una enfermedad, ¿verdad? —dijo ella. Edward asintió.
—Es lo que hizo Vergil. Una enfermedad que piensa. No estoy seguro de que se pueda encontrar alguna forma de luchar contra una plaga inteligente.
Harrison ojeaba el manual de procedimientos, tomando notas metódicamente.
Yng estaba sentado en una silla de cuero en un extremo, con los dedos de ambas manos juntos formando una pirámide frente a su cara, con su lacio pelo negro cayéndole sobre los ojos y las gafas. Bernard estaba de pie frente a la mesa negra de fórmica, impresionado por la calidad del silencio. Harrison se apoyó en el respaldo del asiento y levantó su bloc de notas.
—En primer lugar, no tenemos responsabilidad alguna en esto. Así es como yo lo entiendo. Ulam llevó a cabo sus investigaciones sin nuestra autorización.
—Pero no le despedimos cuando nos enteramos del asunto —objetó Yng—. Eso va a resultar espinoso ante el tribunal.
—Ya nos preocuparemos de esto después —dijo Harrison con vehemencia—. Lo que sí nos incumbe es dar parte al CDC. No se trata de un derrame de contenedores ni de refrenar un escape del laboratorio, pero…
—Ninguno de nosotros, ni uno siquiera de nosotros, cayó en la cuenta de que las células de Ulam podían ser viables fuera de su cuerpo —dijo Yng retorciéndose nerviosamente las manos.
—Es muy probable que al principio no lo fueran —dijo Bernard, implicado en la discusión a su pesar—. Es obvio que ha habido un gran desarrollo desde los linfocitos originales. Desarrollo autocontrolado.
—Todavía me niego a creer que Ulam creara células inteligentes —intervino Harrison—. Nuestra propia investigación en el cubo ha mostrado las dificultades que el asunto comporta. ¿Cómo pudo él determinar sus inteligencias? ¿Cómo pudo entrenarlos? No… Hay algo…
Yng se rió.
—El cuerpo de Ulam estaba siendo transformado, rediseñado… ¿Cómo podemos dudar que detrás de ese fenómeno había una voluntad inteligente?
—Señores —dijo Bernard con suavidad—. Todo eso es académico. ¿Vamos o no vamos a alertar a los hospitales Atlanta y Bethesda?
—¿Qué demonios les vamos a decir?
—Que estamos todos en los estadios preliminares de una infección muy peligrosa —dijo Bernard—, generada en nuestros laboratorios por un investigador ya fallecido…
—Asesinado —dijo Yng, moviendo la cabeza con incredulidad.
—Y que se extiende a una velocidad alarmante.
—Sí —replicó Yng—, ¿pero qué puede hacer el CDC La contaminación quizá se haya ya extendido por todo el continente.
—No —dijo Harrison—, no tanto. Vergil no tuvo contactos con tantas personas.
Seguramente está todavía confinada al Sur de California.
—El tuvo contactos con nosotros —dijo Yng preocupdo—. ¿Opináis que estamos contaminados?
—Sí —contestó Bernard.
—¿Hay algo que podamos hacer, a nivel personal? Bernard simuló reflexionar, luego negó con la cabeza.
—Si me excusáis, hay cosas que hacer antes del anuncio.
—Abandonó la sala de conferencias y salió por el pasillo interior hacia las escaleras. Había un teléfono público cerca de la fachada del ala oeste. Sacó de su billetero una tarjeta de crédito y la insertó en la ranura para marcar el número de su oficina de Los Angeles.
—Aquí Bernard —dijo—. Voy a llevar mi limousine al aeropuerto de San Diego dentro de un rato. ¿Está George disponible? —La recepcionista hizo varias llamadas y le comunicó con George Dilman, su mecánico y piloto ocasional—.
George, lo siento por avisarte con tan poca antelación, pero es una emergencia. El jet tiene que estar listo dentro de una hora y media, con los tanques llenos de combustible.
—¿Para dónde esta vez? —preguntó Dilman, acostumbrado a enterarse de que tenía que volar largas distancias con casi nula antelación.
—Europa. Te lo diré con precisión dentro de media hora para que puedas registrar el plan de vuelo.
—No es lo corriente, doctor.
—Hora y media, George.
—Estaremos listos.
—Volaré solo.
—Doctor, es mejor que yo…
—Solo, George.
George suspiró con renuencia.
—De acuerdo.
Bajó el interceptor del auricular y luego marcó un número de veintisiete dígitos, comenzando por el código de su satélite y acabando por una serie secreta.
Contestó una mujer en alemán.
—Doktor Heinz Paulsen-Fuchs, bitte.
La mujer no hizo preguntas. Cualquiera que fuera el que podía conectar por esa línea, sería atendido por el doctor. Paulsen-Fuchs se puso al aparato unos minutos después. Bernard miró a su alrededor incómodo, dándose cuenta de que corría algún riesgo por ser observado desde el exterior.
—Paul, soy Michael Bernard. Tengo que pedirle un favor muy delicado.
—¡Herr doktor Bernard, siempre bienvenido, siempre bienvenido! ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Tienen ustedes un laboratorio de total aislamiento en las instalaciones de Wiesbaden que puedan despejar hoy mismo?
—¿Para qué propósitos? Perdóneme, Michael, ¿no es este un buen momento para preguntar?
—No, en realidad no.
—Si se trata de una grave emergencia, en fin, supongo que sí.
—Bien. Necesitaré ese laboratorio, y tendré que utilizar la pista privada de B. K.
Pharmek. Cuando salga del avión, se me tiene que poner un traje de aislamiento y hará falta un camión blindado de transporte biológico para que me lleven allí inmediatamente. Luego mi aparato será destruido en la misma pista de aterrizaje, y toda el área será bañada en espuma desinfectante. Seré huésped de ustedes…
indefinidamente. El laboratorio deberá ser equipado para que pueda vivir allí y realizar mi trabajo. Necesito una terminal de computadora con todos los servicios.
—Usted casi no bebe, Michael. Y nunca ha sido inestable en todo el tiempo que hemos pasado juntos. Esto parece muy serio. ¿Ha ocurrido una catástrofe, Michael? ¿Un escape, quizá?
Bernard se preguntó cómo sabía Paulsen-Fuchs que estaba trabajando en ingeniería genética. ¿Cómo lo había descubierto? ¿O simplemente estaba conjeturando?
—Se trata de una extrema emergencia, Herr Doktor ¿Puede usted asumirlo?
—¿Será explicado todo?
—Sí. Y será ventajoso para usted, y para su nación, el estar al corriente con antelación.
—Todo esto no parece trivial, Michael. Sintió un irracional acceso de ira.
—Comparado con esto, todo lo demás es trivial, Paul.
—Entonces se hará. ¿Cuándo podemos esperarle…?
—En veinticuatro horas. Gracias, Paul.
Colgó y echó un vistazo a su reloj. Dudaba que alguien de Genetron entendiese la magnitud de lo que iba a suceder. Incluso para él era difícil imaginárselo. Pero había una cosa clara. A las cuarenta y ocho horas de que Harrison informase al CDC, la parte norte del continente americano sería puesta en situación de cuarentena total, independientemente de que los oficiales creyesen o no lo que se les dijera. Las palabras clave serían «plaga» y «firma de ingeniería genética». La acción sería plenamente justificable, pero él dudaba que resultase suficiente.
Después serían emprendidas nuevas y drásticas medidas.
No quería estar en el continente para cuando eso sucediera, pero, por otro lado, tampoco quería ser el responsable de la transmisión del contagio. De modo que iba a ofrecerse como espécimen, para que le tuvieran en el mejor centro de investigación farmacéutica de Europa.
La mente de Bernard trabajaba de tal modo que nunca era inquietado por segundos pensamientos o dudas extremas, al menos no en su trabajo. Cuando se trataba de una situación tensa o de emergencia, siempre tenía una solución única, usualmente la acertada. Las soluciones de reserva esperaban en su cerebro, inconscientes o latentes mientras que él actuaba. De modo que siempre había es tado en primera línea de mando, y eso era lo que ocurría ahora. No contemplaba esta facultad suya sin algún pesar A veces le hacía parecerse a un robot, autoconfiado más allá de todo razonamiento. Pero había sido decisivo en su carrera, su éxito en investigación neurofisiológica, y el respeto que le otorgaban sus colegas y el público en general. Volvió a la sala de conferencias y recogió su cartera. La limousine, como siempre, estaría esperándole en el aparcamiento de Genetron, mientras el conductor leía o jugaba al ajedrez con una computadora de bolsillo.
—Si me necesitáis, estaré en mi oficina —dijo Bernard a Harrison. Yng estaba mirando a la pizarra, que no tenía nada escrito, con las manos a la espalda.
—Acabo de llamar al CDC —dijo Harrison—. Van a contestarnos ahora con instrucciones.
El asunto se sabría inmediatamente en todos los hospitales de la zona.
¿Cuánto tiempo habría antes de que cerraran los aeropuertos? ¿Eran rnuy eficientes?
—Hágamelo saber en seguida —dijo Bernard. Cruzó la puerta y por un momento se preguntó si necesitaba llevarse algo más. Pensó que no. Tenía copias de los chapuceros diskettes de Ulam en la cartera. Tenía los organismos de Ulam en su propia sangre.
Sin lugar a dudas, eso era suficiente para tenerle ocupado bastante tiempo.
¿Gente? ¿A quién debería avisar?
¿A alguna de sus tres ex esposas? Ni siquiera sabía dónde vivían ahora. Su contable les enviaba los cheques de sus pensiones. No había manera práctica de…
¿Había alguien que realmente le importase, o alguien a quién él le importara?
Vio a Paulette en marzo por última vez. La despedida había sido amistosa.
Todo había sido amistoso. Habían dado vueltas el uno alrededor del otro como satélite y planeta, sin tocarse nunca realmente. Paulette había puesto objeciones a ser el satélite, y con mucha razón. Le había ido muy bien en su propia carrera, jefa de citotecnolía en Cetus Corporation, en Palo Alto.
Ahora que lo pensaba, había sido ella probablemente quien primero sugirió su nombre a Harrison, de Genetron. Luego se separaron. Sin duda ella había creído que se estaba comportando de un modo muy abierto y objetivo, ayudando a todos los interesados.
No podía culparla por eso. Pero nada en él le urgía a llamarla, a avisarla.
Simplemente, no era práctico.
En cuanto a su hijo, no había oído de él en los últimos cinco años. Estaba en algún lugar de China, con una beca de investigación.
Apartó esas ideas de su cabeza.
Quizá ni siquiera necesito una cámara de aislamiento pensó. Ya estoy bastante jodidamente aislado de este modo.
Estaban moribundos. A los pocos minutos, Edward estaba demasiado débil para moverse. La miró mientras llamaba a sus padres, a distintos hospitales, a su escuela Estaba aterrorizada ante la idea de contagiar a sus alumnos. El se imaginó una ola de noticias, y que los vendrían a buscar. El pánico. Pero Gail se calmó, se puso como aturdida, y se tendió en la cama a su lado.
Ella maldecía y luchaba, como un caballo que intenta rehacerse tras la rotura de una pata, pero el esfuerzo era inútil.
Con sus últimas fuerzas, se acercó a él, e intentaron descansar en los brazos del otro, bañados en sudor. Gail tenía los ojos cerrados, y su cara tenía el color del talco. Parecía un cadáver listo para embalsamar. Durante un momento, Edward creyó que estaba muerta, se encolerizó, odió, se sintió tremendamente culpable de su debilidad, de su lentitud en entender todas las posibilidades. Luego ya no se preocupó. Estaba demasiado débil para parpadear, así que cerró los ojos y esperó.
Había una especie de ritmo en sus brazos y piernas. A cada latido de sangre, un extraño sonido brotaba dentro de él, como si una orquesta estuviera interpretando millares de solos, pero no al unísono; tocando sinfonías completas a la vez. Música en la sangre. La sensación se hizo más coordinada; las cadenas de ondas se acallaron finalmente, luego se separaron en latidos armónicos.
Los latidos se mezclaron con el sonido de su propio corazón.
Ninguno de los dos tuvo sensación alguna del paso del tiempo. Pudieron pasar varios días antes de que recobrara suficiente fuerza para llegar al grifo del cuarto de baño. Bebió hasta que no cupo más en su estómago, y volvió con un vaso de agua. Levantó la cabeza de Gail y le llevó el vaso a los labios. Bebió un sorbo.
Tenía los labios agrietados, los labios inyectados en sangre y surcados de líneas amarillentas, pero su piel había recobrado algo de color.
—¿Cuándo vamos a morir? —preguntó con voz muy débil—. Quiero tenerte en mis brazos cuando muramos.
Unos minutos después él tenía fuerza suficiente como para ayudarla a llegar a la cocina. Peló una naranja y la compartió con ella, sintiendo el pulso del azúcar y el jugo y el ácido bajar por su garganta.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó ella—. Llamé a los hospitales, a los amigos. ¿Dónde están?
La sensación armónica de orquesta volvió, con los latidos coordinados en fragmentos reconocibles, que se enlazaban llegando a un foco significativo, y de pronto…
¿Hay MOLESTIAS?
—Sí.
Contestó automáticamente como si hubiese esperado el intercambio, como si estuviera preparado para una larga conversación.
PACIENCIA. Hay dificultades.
—¿Qué? No entiendo…
Respuesta de inmunidad. Conflicto. Dificultades.
—¡Entonces dejadnos! ¡Ios!
No posible. DEMASIADO INTEGRADOS.
No se estaban recobrando, no en el sentido de que estuvieran libres de la infección. Todo sentimiento de una vuelta a la libertad era ilusorio. Brevemente, diciendo lo que sus fuerzas le permitían, trató de explicar a Gail lo que creía que les estaba sucediendo.
Gail se levantó de la silla y fue hacia la ventana, con la: piernas temblorosas, y miró los verdes patios de uso común y las hileras de apartamentos.
—¿Y qué hay de los demás —preguntó—. ¿Se han contagiado también? ¿Por eso no están aquí?
—No lo sé. Pronto, probablemente.
—Y… la enfermedad. ¿Están hablando contigo? Asintió.
—Entonces no me he vuelto loca. —Se puso a caminar lentamente por la habitación—. ¿Y tú que dices? Tal vez deberíamos escapar.
El tomó su mano y sacudió la cabeza.
—Están dentro, son ahora parte de nosotros. Son nosotros. ¿A dónde vamos a escapar?
—Entonces quiero estar contigo en la cama, cuando ya no nos podamos mover.
Y quiero que me rodees con los brazos.
Volvieron a tenderse en la cama, abrazados.
—Eddie…
Ese fue el último sonido que escuchó. Intentó resistirse, pero olas de paz rodaban sobre él y ya sólo pudo sentir. Flotaba en un ancho mar azul-violeta.
Sobre el mar su cuerpo llevaba trazado un mapa aparentemente ilimitado. Los esfuerzos de los noocitos estaban marcados en él, y no era difícil para Edward entender su progresión Resultaba obvio que su cuerpo era ahora más noocítico que el de Milligan.
—¿Qué va a ocurrimos ahora?
No más MOVIMIENTO.
—¿Nos estamos muriendo?
Cambiando.
—¿Y si no queremos cambiar?
No hay DOLOR.
—¿Y miedo? ¿Ni siquiera nos dejáis tener miedo?
El mar azul-violeta y el mapa se desvanecieron en la cálida oscuridad.
Tenía mucho tiempo para pensar, pero no la suficiente información. ¿Era esto lo que Vergil había experimentado. No es extraño que pareciera volverse loco.
Enterrado en alguna perspectiva interior, y ni en un sitio ni en otro. Sintiendo un aumento del calor, una proximidad y una presencia forzosa.
»Edward…
—¿Gail? Te oigo… no, no te oigo…
»Edward, debería estar aterrorizada. Quisiera estar enfadada pero no puedo.
No es esencial.
»¡Idos! Edward, quiero contraatacar…
—¡Dejadnos, por favor, dejadnos!
PACIENCIA. Dificultades.
Se tranquilizaron y se concentraron simplemente en su mutua compañía. Lo que Edward sentía cerca no era la forma física de Gail; ni siquiera su propia imagen de la personalidad de ella, sino algo más convincente, con toda la fuerza y el detalle de la realidad, pero no del modo en que siempre la había experimentado anteriormente.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
»No lo sé. Pregúntaselo a ellos.
No hubo respuesta.
»¿Te lo han dicho?
—No. Creo que en realidad no saben cómo hablarnos… aún no. Quizá todo sea una alucinación. Vergil alucinaba, y quizá sólo estoy imitando los sueños de su delirio…
»Dime quién está alucinando a quién. Espera. Algo viene. ¿Lo ves?
—No veo nada… pero lo siento.
«Descríbemelo.
—No puedo.
»Mira… Está haciendo algo.
De mala gana:»Es bellísimo.
—Es muy… No creo que dé miedo. Ahora está más cerca.
No hay daño. No hay DOLOR. Aprender aquí, adaptar.
No era una alucinación, pero no podía ser puesto en palabras. Edward no luchó cuando se le vino encima.
«¿Qué es esto?
—Es donde vamos a estar durante algún tiempo, creo. «¡Quédate conmigo!
—Claro que sí…
De pronto, había un montón de cosas que hacer y que preparar.
Edward y Gail empezaron a crecer juntos en la cama y la sustancia pasaba a través de sus ropas, la piel se juntaba donde se abrazaban y los labios en donde tocaban.
Bernard estaba muy orgulloso de su Falcon 10. Lo había comprado en París al presidente de una compañía de computadores cuya firma se había declarado en bancarrota. Había estado encariñado con el reluciente jet de ejecutivo durante tres años, aprendiendo a volar, y había conseguido su carnet de piloto a los tres meses de «la primera sentada», en palabras de su instructor. Amorosamente, tocó el borde negro del control de mandos con un dedo, luego pasó el pulgar por el suave panel de madera que lo embellecía. Singular el hecho de que, con todo lo que había dejado atrás —y todo lo que había perdido—, el avión pudiera significar tanto para él. Libertad, logro, prestigio… Sin duda, en las próximas semanas, si le quedaba tanto tiempo, experimentaría muchos cambios además de los físicos.
Tendría que luchar a brazo partido con su fragilidad.
El avión había repostado en el aeropuerto de La Guardia sin soltar la carlinga.
Había radiado instrucciones, había ido en taxi hasta el área de servicio aéreo para ejecutivos y encendido los motores. Los asistentes habían hecho su trabajo rápidamente, y él había trazado el plan de vuelo continuado con la torre de control.
No tuvo que tocar carne humana ni una sola vez, ni que respirar el mismo aire que el equipo de tierra.
Una vez en Reikiavik hubo de dejar el aparato y ocuparse él mismo de rellenar los tanques de combustible, pero llevaba una bufanda muy apretada sobre la boca y se aseguró de que no tocaba nada con las manos desnudas.
De camino hacia Alemania su mente pareció aclararse, para alcanzar un agudo estado de incómodo autoanálisis. Ninguna de las conclusiones que se desprendían del mismo le gustaba. Intentó apartarlas de su mente, pero las incidencias del vuelo no eran lo bastante interesantes como para absorber su atención, y las observaciones, las acusaciones, volvían a su cabeza cada pocos minutos, hasta que puso en marcha el piloto automático y se dispuso a darles su merecido.
Iba a morir muy pronto. Era, sin duda, un noble sacrificio, el donar su persona a Pharmek, al mundo que podía no estar contaminado todavía. Pero no tenía nada que ver con lo que él hubiese planeado.
¿Cómo podía imaginárselo?
—Milligan lo sabía —dijo con los dientes apretados—. Malditos sean todos ellos.
Maldito Vergil I. Ulam; ¿pero no se parecía él a Vergil? No, se negaba a admitir eso. Vergil había sido brillante (volvió a ver el cuerpo, enrojecido y cubierto de ampollas, en la bañera) pero irresponsable, ciego a las precauciones que debía haber tomado casi instintivamente. Sin embargo, si Vergil hubiera tomado esas precauciones, nunca hubiese podido completar su trabajo.
Nadie lo hubiera permitido.
Y Michael Bernard conocía demasiado bien los sentimientos de frustración que resultan de que le impidan a uno seguir un prometedor camino en investigación. El podría haber curado a millares de personas de la enfermedad de Parkinson… si tan sólo se le hubiera permitido obtener tejido cerebral de embriones abortados.
En vez de eso, llevados de su fervor moral, individuos con o sin rostro que contribuyeran a detener su trabajo había también contribuido a que miles de personas sufrieran y se degradasen. Cuántas veces había deseado que la joven Mary Shelley no hubiera escrito su famoso libro, o que al menos no hubiera elegido un nombre alemán para su científico. Todas las concatenaciones de principios del siglo xix y hasta mediados del xx, latentes en el pensamiento de la gente…
Sí, sí, ¿y no acababa él de maldecir a Ulam por su brillantez, y no le había cruzado la mente la misma comparación?
El monstruo de Frankenstein. Ineludible. Agobiantemente obvio.
A la gente le asusta tanto lo nuevo, el cambio…
Y ahora también tenía miedo él, aunque admitirlo le resultaba difícil. Era mejor comportarse con racionalidad, presentarse para ser estudiado, un sacrificio humano desinteresado como el del doctor Louis Slotin, de Los Alamos en 1946.
Por accidente, Slotin y otros siete investigadores recibieron una súbita descarga de radiación ionizada. Slotir les ordenó a los otros siete que no se movieran.
Luego dibujó círculos en torno a sus pies y a los de ellos, para dar a sus colegas científicos datos sólidos acerca de las distancias desde la fuente y la intensidad de la radiación sobre los cuales fundamentar sus estudios. Slotin murió nueve días después. Un segundo hombre murió a los veinte días por complicaciones atribuidas a la radiación. Y otros dos sucumbieron de anemia aguda.
Conejillos de Indias humanos. Noble, seguro de sí Slotin.
¿Habían deseado, en aquellos terribles momentos, que nadie hubiera descubierto la escisión atómica?
Pharmek tenía una pista arrendada a dos kilómetros de sus instalaciones, en el campo, fuera de Wiesbaden, para ofrecerla como buen anfitrión a hombres de negocios y científicos, y también para facilitar la recepción y procesado de plantas y muestras de tierra provenientes de equipos de investigación de todo el mundo.
Bernard dio vueltas sobre los bosques y campos a una altura de diez mil pies, mientras el alba se levantaba por el este.
Conectó la radio secundaria al sistema de control de vuelo automático de Pharmek, y dio dos veces la clave por el micrófono para que activaran las luces del área de aterrizaje. La pista surgió bajo él a la débil luz del amanecer, mientras una flecha luminosa le indicaba la dirección del viento.
Bernard siguió las luces y la pista, y sintió las ruedas golpear y silbar contra el cemento; un aterrizaje perfecto el último que haría el jet del ejecutivo en bancarrota.
Del lado de la puerta, pudo ver un gran camión blanco que le esperaba, así como personal vestido con trajes aislantes. Pusieron una brillante antorcha sobre el avión. Les saludó con la mano por la ventanilla y les indicó por gestos que se quedaran donde estaban.
—Hablaremos por la radio —dijo—. Necesito un traje aislante a cien metros del avión. Y el camión tiene que retroceder otros cien metros más lejos de donde está.
—Un hombre, en pie sobre la cabina del avión, le hizo una seña con los pulgares en alto tras escuchar al compañero que estaba sentado dentro. Se le preparó un traje aislante sobre la pista, y camión y personal aumentaron rápidamente la distancia que les separaba del avión.
Bernard apagó los motores y desconectó los interruptores, dejando encendidas solamente las luces de la cabina y el sistema de emergencia de lanzamiento de combustible. Con la caja Jeppescn bajo el brazo, entró en la cabina de pasajeros y cogió una lata de desinfectante de aluminio presurizado del compartimiento de equipajes. Después de respirar hondo, se puso una máscara de filtro de goma en la cabeza, y leyó las instrucciones que venían en la lata. El negro boquerel cónico tenía un pequeño tubo de plástico flexible con un accesorio de bronce. El accesorio entraba por la válvula de la parte superior de la lata, y así ésta quedaba conectada a la máscara.
Con el boquerel en una mano y la lata en la otra, Bernard volvió a la carlinga y roció los controles, asientos, techo y suelo, hasta que quedaron empapados del líquido verde lechoso. Luego volvió a la cabina de pasajeros, aplicando la corriente de alta presión sobre todo lo que había tocado y alrededor. Desenroscó el boquerel al terminarse la lata y soltó la válvula de presión, dejando la lata sobre el asiento de cuero. Le dio vuelta a una manivela y la escotilla se abrió, bajando hasta una distancia de escasas pulgadas del cemento.
Se tocó el bolsillo del pantalón con una mano para asegurarse de que la pistola de bengalas seguía allí, así como los seis cartuchos extra, y bajó la escalera hasta el suelo, dejando la caja Jeppesen sobre la pista a unos diez metros de la roja nariz del jet.
Paso a paso, procedía a sabotear su avión; primen soltó y vació los sistemas hidráulicos, luego acuchilló las ruedas para vaciarlas de aire. Rompió con un hacha el parabrisas de la carlinga, y luego las tres ventanillas de pasajeros del lado de la portezuela, subido al ala para poder alcanzarlas.
Volvió a subir las escaleras y entró en la carlinga, e inclinándose sobre los empapados asientos pulsó el interruptor para el vaciado de combustible. Con un fuerte clic el botón accionó la abertura de válvulas. Bernard abandonó rápidamente el aparato, recogió la caja y corrió hacía donde le esperaba el traje de aislamiento.
Los técnicos y el personal de Pharmek no interfirieron en su acción. Bernard sacó la pistola y los cartuchos de bolsillo, se quitó toda su ropa y se vistió el traje presurizado. Luego tiró su ropa al gran charco de combustible que estaba formándose bajo el Falcon. Volvió donde la caja y la abrió para sacar su pasaporte, y luego la metió en una bolsa de plástico. Entonces recogió la pistola.
El cartucho entró suavemente en el cañón. Apuntó con cuidado, esperando que la trayectoria no sería muy curva y disparó hacia lo que había sido su alegría y orgullo.
El combustible se encendió como un infierno. Bernard enmarcado por las llamas y el turbio humo negro, levante su caja y fue hacia el camión.
No era probable que estuviera presente ningún oficial de aduanas, pero, para no salirse de la legalidad, Bernard levantó su pasaporte envuelto en plástico y lo señaló. Un hombre que llevaba un traje aislante como el suyo lo cogió.
—Nada que declarar —dijo Bernard. El hombre se lleve la mano al casco en reconocimiento y dio un paso hacía atrás—. Aplíqueme el vaporizador, por favor.
Pirueteó en la ducha de desinfectante, levantando los brazos. Al subir las escaleras del tanque desinfectante de camión, oyó el débil zumbido del recirculador de aire y vio la luz púrpura de los rayos ultravioleta. La escotilla se cerró tras él, hizo una pausa y luego entró en sus sellos con un leve crujido.
En el camino hacia Pharmek, por una estrecha carretera de dos carriles, Bernard miró a través de la gruesa mirilla hacia la pista de aterrizaje. El fuselaje del jet había cedido, y ahora sólo quedaba su esqueleto ennegrecido. Llamas en un amanecer de verano. La hoguera parecía estar consumiéndolo todo.
Heinz Paulsen-Fuchs ojeaba los mensajes telefónicos dispuestos en la pantalla de su teléfono. Todavía era el comienzo. Varias agencias, incluyendo el Bundesumweltamt Agencia Estatal de Vigilancia Ambiental, y el Bundesgesundheitsamt —Agencia Federal de Salud—, se habían dirigido a ellos para indagar sobre el asunto. La Administración del Estado en Frankfurt y Wiesbaden estaba también interesada.
Todos los vuelos desde y hacia los Estados Unidos habían sido cancelados.
Podía esperar que en el espacio de unas horas llegaran a su despacho funcionarios. Antes de que llegaran, tenía que oír la explicación de Bernard.
No era la primera vez en su vida que sentía acudir en ayuda de un amigo. No era el menor de sus defectos. Era uno de los más importantes industriales de la Alemania de postguerra, y aún mantenía un tono sentimentaloide.
Se puso un impermeable transparente sobre su traje gris de lana y se caló una gorra sobre su blanco cabello. Luego esperó en la puerta principal a que llegara su coche.
—Buenos días, Uwe —dijo al chófer que le abría la puerta del vehículo—. Le prometí esto a Richard. —Se inclinó sobre el asiento y le tendió a Uwe tres libros de misterio. Richard era el hijo de doce años del chófer, y, como Paulsen-Fuchs, era forofo de las novelas de intriga.
—Conduce más rápido de lo acostumbrado.
—Me perdonará usted el que no haya ido a esperarle en la pista —dijo Paulsen— Fuchs—. Estaba aquí, preparándolo todo para su llegada, y luego me llamaron y tuve que salir. Ya hay preguntas por parte de mi gobierno. Lo que está ocurriendo es muy grave. ¿Se da cuenta usted de esto? Bernard se acercó a la gruesa ventana de triple panel que separaba el laboratorio de aislamiento biológico de la cámara de observación adyacente. Levantó la mano, surcada de líneas blancas, y dijo:
—Estoy contagiado.
Los ojos de Paulsen-Fuchs se entornaron, y se llevó dos dedos a la mejilla.
—Aparentemente, no es usted el único, Michael. ¿Qué está ocurirendo en América?
—No he oído nada desde que me fui de allí.
—Sus Centros para Control de Enfermedades en Atlanta han propagado instrucciones de emergencia. Todos los vuelos nacionales e internacionales han sido cancelados Hay rumores que afirman que algunas ciudades no responden a las comunicaciones, ya sea por teléfono o por radio. Al parecer, el caos se está extendiendo con rapidez Ahora, viene usted a nosotros, quema su vehículo sobre nuestra pista, se asegura bien de que será la única persona de su país que sobrevivirá en el nuestro, porque todo le demás será esterilizado. ¿Qué hacemos con todo esto Michael?
—Paul, hay algunas cosas que todos los países deber hacer inmediatamente.
Tienen que poner en cuarentena a todos los viajeros que hayan llegado recientemente de Estados Unidos, México, y posiblemente del resto de Norteamérica. No sé hasta dónde se extenderá el contagio, pero parece que se está moviendo deprisa.
—Sí, nuestro gobierno está trabajando en ese sentido Pero ya sabe usted lo que es la burocracia…
—Eviten la burocracia. Corten todos los contactos físicos con Norteamérica inmediatamente.
—No puedo conseguir que hagan eso con una simple su gerencia…
—Paul —dijo Bernard alzando de nuevo la mano— sólo me queda una semana, menos si lo que dice es exacto. Dígale a su gobierno que esto es más que un simple escape Tengo todos los informes importantes en mi caja de vuelo.
Debo conferenciar con sus más notables biólogos tan pronto haya dormido un par de horas. Antes de que hablen conmigo, quiero que lean los papeles que he traído. No puedo decir más. Desfalleceré si no duermo.
—Muy bien, Michael —Paulsen-Fuchs le miró tristemente, con cara de intesa preocupación—. ¿Se trata de algo que ya imaginamos que pudiera suceder?
Bernard pensó durante un momento.
—No —dijo—. No lo creo.
—Entonces, tanto peor —dijo Paulsen-Fuchs—. Voy a ocuparme de todo. A transferir sus datos. Vaya a dormir.
Paulsen-Fuchs salió y las luces de la cámara de observación fueron apagadas.
Bernard paseó por la superficie de tres por tres metros que constituía su nuevo hogar. El laboratorio había sido construido en los primeros años de la década de los ochenta con vistas a la experimentación genética, que, por aquel tiempo, era considerada potencialmente peligrosa. La cámara interior estaba suspendida dentro de un tanque de alta presión; cualquier rotura de la cámara resultaría en entrada en la atmósfera, no en escape. El tanque presurado podía ser vaporizado con varios tipos de desinfectantes, y estaba rodeado de otro tanque, éste evacuador. Todas las conducciones eléctricas y los sistemas mecánicos que tenían que pasar por los tanques eran cubiertos de soluciones esterilizantes. El aire y los materiales de desecho que salían del laboratorio estaban sujetos a esterilización por alta temperatura y a su cremación; todas las muestras sacadas del laboratorio eran procesadas en la cámara adyacente con las mismas medidas de seguridad. En adelante, y hasta que el problema quedara resuelto, o hasta que muriera, nada proveniente del cuerpo de Bernard sería tocado por ningún otro ser vivo fuera de la cámara.
Las paredes eran de un pálido gris neutro; la luz venía de unos fluorescentes montados en vertical sobre las paredes, y en tres paneles brillantes suspendidos del techo. Las luces podían ser controladas desde el interior y desde el exterior. El suelo era de baldosas negras. En el centro de la habitación, claramente visible desde las dos cámaras de observación, había un escritorio corriente y una silla, y sobre el escritorio un VDT de alta resolución. Una cama sencilla pero de aspecto confortable, sin sábanas ni mantas esperaba en un rincón. Junto a la pequeña puerta de acero inoxidable que daba al pasillo, había una cómoda con varios cajones. Sobre una de las paredes, un ancho panel rectangular constituía la escotilla para la introducción del equipo de robots Waldo, sospechaba. El conjunto se completaba con un cómodo sillón y una ducha acortinada que tenía el aspecto de haber sido aprovechada de un avión o de un vehículo de recreo.
Recogió los pantalones y la camisa que le habían dejado sobre la cama y palpó el tejido con el pulgar y el dice. No habría concesiones a partir de ahora. Ya no era un particular. Pronto sería cableado, probado, inspeccionado por los doctores y en general tratado como un animal de laboratorio.
Muy bien, pensó, tendiéndose en el camastro. Me lo merezco. Sea lo que sea lo que ocurra ahora, lo tengo bien merecido. Mea culpa.
Bernard se quedó quieto sobre la pequeña cama y cerro los ojos.
Oía su pulso cantar en los oídos.