XLIV

A primera hora de la tarde, toda la comunidad se encontraba en la sala acostumbrada. Habían sido avisados de que el doctor Rodríguez y Juan Aranda iban a poner sobre la mesa, por fin, los resultados de las investigaciones.

El doctor Rodríguez apareció casi diez minutos tarde. Aun así, recibió un estruendoso aplauso cuando recorrió el pasillo central en dirección al púlpito; todos sabían demasiado bien lo duro que había estado trabajando en su pequeño laboratorio y se encontraban nerviosos e intrigados por conocer sus hallazgos.

El doctor pidió silencio, levantando ambas manos y sonriendo con cierta timidez. Cuando habló, sin embargo, lo hizo con voz clara, fuerte y firme. Les contó todo lo que había descubierto sobre el virus, cómo actuaba manteniendo activos a los caminantes, y también sus más recientes descubrimientos sobre cómo el Padre Isidro mantenía dicho virus latente en su interior. Cuando terminó la exposición hubo una tanda de preguntas. Casi todas eran recurrentes sobre temas ya expuestos, que precisaban de una explicación más sencilla con palabras que todos pudieran comprender. De esas preguntas se encargó Aranda.

Cuando ya no hubo más brazos levantados, Aranda expuso, con tacto infinito, la siguiente parte del plan. Había que probar la cepa del virus debilitado en alguno de ellos.

Se produjo un intenso silencio.

Aranda continuó entonces explicando que se haría muy poco a poco. Inocularían cantidades controladas para estudiar, bajo la supervisión del doctor Rodríguez, cómo reaccionaba el organismo a la infección. Pero también indicó que, naturalmente, todo el proceso no estaba carente de peligro, incluyendo el riesgo de muerte. Por último, se apresuró a anunciar que no estaban buscando un voluntario. Eso despertó un murmullo en la sala. Con una sonrisa, comunicó que ya tenían a alguien dispuesto a probar la cepa.

– Yo mismo -dijo.

Un nuevo rumor recorrió la sala, y no faltó quien se puso de pie con ambas manos ahogando una exclamación de horror en la boca. Alguien chilló una rotunda negativa al experimento y a su airada protesta se le unieron varios vítores en diversos puntos de la sala, pero Aranda cortó de raíz las diferentes reacciones continuando hablando.

– Sé lo que pensáis, y os lo agradezco, pero no quería provocar un debate interminable sobre si debe hacerse, y luego sobre quién debe hacerlo. Es mi prerrogativa. Cuando os he dicho que soy voluntario, no era ninguna falacia: el doctor ya me ha inoculado la primera dosis de la cepa hace ahora… -miró su reloj de muñeca, un modelo simple de Casio digital-, noventa minutos.

Una exclamación de asombro se levantó entre los oyentes. Los que estaban de pie se dejaron caer en sus asientos como si les hubieran empujado. Aranda vio expresiones de asombro, de manifiesto terror, de pena… y aun otras, miradas valientes que le contemplaban con una mezcla de fascinación y reconocimiento.

– Llegué aquí cuando Carranque ya era un campamento en marcha -dijo entonces Aranda-, un campamento que funcionaba, que sobrevivía… y me acogisteis con brazos abiertos y el corazón generoso. Desde entonces me he sentido muy querido aquí, y quiero que todo nos vaya bien. A todos. Por eso he hecho lo que he hecho. Comprendedme… no hace tanto tiempo tomé la decisión equivocada de mandar a Jaime al desastre, y esa decisión casi acaba con Dozer también. Era mi turno de aceptar mi parte de riesgo. Además… -continuó con otra sonrisa en el rostro sincero-, quiero añadir que por el momento me encuentro perfectamente.

Hubo algunas risas, aunque pocas y difuminadas, y no tardaron en desvanecerse.

– A partir de este momento estaré todo el tiempo en la enfermería, vigilado como lo está nuestro prisionero. No sabemos qué puede pasar. Dozer, que por cierto se encuentra ya muchísimo mejor para todos los que lo habéis preguntado, tiene instrucciones de utilizar su arma si… bueno, si mis ojos se ponen en blanco y todo eso. ¡Pero confiemos que eso no ocurra! Sugeriría, de hecho, tratar de tener una actitud positiva con todo esto. Y esto es todo por hoy… Carmen y el doctor Rodríguez os mantendrán informados de los progresos de este experimento; si queréis pasar por la enfermería cuando os apetezca, ya sabéis que sois todos bienvenidos. Buenas tardes a todos.

La mayoría de los asistentes se quedaron plantados en sus asientos, comentando la impactante noticia entre ellos. Muchos se acercaron a Aranda y al doctor llenos de preguntas y palabras de ánimo, preocupación y apoyo. Aranda les tranquilizó haciendo bromas y, en general, intentando quitarle importancia al hecho de que un virus desconocido y letal, causante de la mayor pandemia conocida por la humanidad en toda su larga historia, corría por sus venas.

Al día siguiente, Aranda pasó su reconocimiento médico completo con nota. Las muestras de orina, heces y sangre indicaban una evolución positiva de la hipótesis de actuación que había trazado el doctor. Durante todo el día recibió numerosas visitas, y luego pasó la tarde jugando a las cartas junto con Jaime, Susana y algunos otros. Las risas de todos ellos podían escucharse muchos metros alrededor. Por la noche, antes de dormir, el doctor le inoculó otra dosis del virus.

El Padre Isidro fue trasladado al campamento falso ubicado al otro extremo de la Ciudad Deportiva. Las ventanas tenían barrotes y la puerta, de pesado metal, se cerraba sólidamente con fuertes candados. Le dieron al menos un poco de lectura para sus horas de soledad: un ejemplar de La Biblia.

Isabel, esta vez intencionadamente, le hizo llegar una segunda nota. La nota decía:


Le perdono


A eso de las tres y media de la mañana, Carmen despertó al doctor.

– Es Juan, doctor… está ardiendo.

Juan temblaba en su cama, aquejado de una fiebre repentina de casi cuarenta grados. Carmen sugirió un baño en la piscina para bajar la temperatura, pero el doctor se negó en rotundo.

– La fiebre es un agente protector natural frente a la agresión microbiana, Carmen. A temperaturas tan elevadas, nuestras defensas se activan más rápido y se vuelven más eficientes.

Sin embargo, sí le aplicó una dosis de ibuprofeno.

Al mediodía, Aranda aún seguía sufriendo fiebre, aunque algo más baja. Se sentía mareado, tenía el estómago revuelto y apenas quiso probar bocado.

– ¿Es buena o mala señal? -le preguntó Moses al doctor cuando fue a verle acompañado de Isabel.

– No lo sé -contestó el doctor cabizbajo.

Pero aquella noche, tras meditarlo mucho, el doctor volvió a inocularle la dosis que estaba programada.

Al tercer día, la temperatura de Aranda subía unas décimas por encima de los cuarenta grados. Esta vez, el doctor le recetó paracetamol y le obligó a beber agua y numerosos zumos envasados. La orina que dejó en el baño tenía la pestilencia del moho.

Al anochecer, con lágrimas en los ojos, el doctor Rodríguez le inoculó la cuarta dosis. Cuando terminó, dejó caer la jeringa al suelo; la mano le temblaba como el día que tuvo que sujetar un flexo para salvar su vida, en el Hospital Carlos Haya. Le parecía que había pasado toda una vida desde aquel aciago día.

Aranda tuvo sueños infames. En ellos, él estaba en una cuna y sus padres venían arrastrando los pies por un largo pasillo, susurrando palabras desconocidas que sonaban como si tuvieran la garganta llena de algas muertas. Intentaba escapar, pero los barrotes, herrumbrosos y húmedos, eran fuertes y sólidos y no se desplazaban ni un ápice. Entonces la habitación empezaba a llenarse de un agua negra y oscura como una mancha de petróleo y él intentaba encaramarse a los barrotes. Pidió socorro con su voz infantil, pero sus padres ya no estaban allí, habían desaparecido, y de la oscuridad de esa agua ponzoñosa, que se filtraba por todas y cada una de las baldosas del suelo, emergieron manos pútridas y crispadas que se abalanzaban sobre él.

Se despertó chillando, con la boca seca como una piedra en un erial, y Carmen le susurró palabras cariñosas, le dio agua y le mojó la frente con un paño húmedo.

– Mis padres… -dijo Aranda, todavía medio sumergido en el oscuro mundo onírico que se había construido.

Ssssh. Duerme, pequeño, duerme.

Le imprimió un beso en su frente sudorosa.

La mañana trajo mejores noticias. Aranda había vuelto a una temperatura más o menos normal, aunque en ocasiones subiera unas décimas por cortos periodos de tiempo. Durmió casi todo el día.

Al amanecer del octavo día, Carmencita se despertó sobresaltada en su butaca, situada al lado de la cama de Aranda: ésta estaba vacía.

Corrió a llamar al doctor. Lo buscaron por toda la enfermería, pero sin éxito. Con lágrimas en los ojos, Carmen salió a la zona de las pistas a buscarlo, pero éstas estaban completamente vacías. Lo buscaron también en el interior del edificio, y por donde pasaban iban llamando a las puertas para dar la voz de alarma.

El doctor Rodríguez golpeó la puerta de la habitación de Moses, y éste salió a recibirle, alarmado. Al fondo, apenas visible por la luz que entraba por la ventana, estaba Isabel, desnuda entre las sábanas.

– Es Juan… no lo encontramos por ningún lado. No lo… -pero no pudo continuar.

En poco tiempo, casi todo el mundo se encontraba recorriendo las instalaciones. José, vestido únicamente con unos viejos calzoncillos y un fusil, acompañaba a Moses por los corredores del edificio. Tampoco pudieron encontrarlo en la piscina, ni en la cocina o la cafetería.

Fue finalmente José quien lo vio primero. Se sentó en el suelo, incapaz de sostenerse de pie. Por sus mejillas resbalaron dos cálidas lágrimas.

– Allí… -dijo, señalando las alambradas.

Moses miró en la dirección que éste le señalaba. Su corazón latía con fuerza. No había duda, Aranda había usado las alcantarillas, como lo hizo la primera vez que llegó a Carranque, para salir al exterior.

Estaba allí fuera, el primero de muchos, apoyado contra la reja del recinto, completamente desnudo y sonriendo con la alegre inocencia de un niño.

Los zombis se arremolinaban a su alrededor, pero ninguno parecía reparar en él.

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