XXXIII

El Escuadrón volvió a casa a eso de las ocho y media pasadas, pero no entraron por la sala donde Sandra se deshacía en un espeso charco de sangre, sino por otra entrada que les quedaba más cercana, situada al norte.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó el vigía al verlos llegar.

– No, chico. El hijo de puta no ha venido.

Fueron directamente a informar a Aranda, quien les esperaba en la oficina principal. Desde allí se llevaba el control de la Comunidad, así que había grandes pliegos con horarios, listas y planes colgados por las paredes. Habían dispuesto varias mesas, donde a menudo se encontraban otros miembros de la comunidad entregados a tareas de administración. Sin embargo, aquella mañana Aranda se encontraba solo, sorbiendo una taza de café descafeinado de sobre.

Nada más entrar, Aranda supo por sus caras que la cacería no había tenido éxito.

– Nada… ¿no? -preguntó, más para iniciar la conversación que para confirmar lo que ya sabía.

– No. No ha venido.

– Aun así, es posible que lo haga en las próximas horas… quizá se haya levantado hace un rato y se haya fijado en esa enorme columna de humo. He visto el rastro no hace ni diez minutos, desde la azotea. Aún humea bastante.

– Sí, desde luego -dijo Susana.

– ¿Por qué habéis vuelto, entonces?

– La noche nos ha desgastado más de lo que habíamos imaginado. Si hubiera aparecido ahora, por la mañana, no estamos convencidos de haber podido actuar con la misma seguridad que en otras condiciones.

Aranda chascó la lengua.

– Entiendo -dijo-. Entonces habéis hecho bien en regresar.

Se levantó de la mesa y fue despacio hacia la ventana. Allí cruzó ambas manos tras la espalda y miró afuera con ojos ausentes. José, desabrochándose el chaleco antibalas, se dejó caer pesadamente en una de las sillas vacías. Se le veía abatido y cansado.

– Es prioritario que encontremos cuanto antes a ese sacerdote -dijo Aranda en voz baja. Había un deje de tristeza en su tono de voz que, sin embargo, sólo fue evidente para Susana-. Vigilar las alcantarillas no es suficiente: hay mil maneras en las que ese demente podría acercarse en silencio. Anoche tuve un sueño, un sueño horrible. Es el primero que he tenido desde que todo esto empezó, así que para mí es significativo.

Se volvió, buscando la mirada inteligente de Susana.

– Sugiero que vayáis a dormir -continuó-. Lo que necesitéis para estar en forma otra vez; tenemos que movernos. Me reuniré con el Comité dentro de un rato, para exponer la situación y estudiar qué otras acciones podemos emprender. Pero cuando despertéis, me gustaría que volváis allí, a ver qué se cuece. Máxima prudencia, sin disparos; sólo observar, reconocer, espiar… ¿entendéis?

– Claro -dijo José. Estaba pasándose un dedo por el entrecejo, como si acusara un repentino dolor de cabeza-. Aunque hubiese preferido que Dozer no se hubiese jodido la puta costilla.

– Lo sé, pero…

– Es lo que hay -le cortó José-, ya lo sé. Aranda asintió suavemente.

– Por lo demás -dijo-, he incluido observación con prismáticos en la lista de tareas para hoy. De todas las zonas cercanas al fuego que puedan verse desde aquí; para el resto del día. En el caso improbable de que ese lunático decida bajar andando por la calle desde aquella zona, lo veremos antes que él a nosotros.

– No creo que lo pillemos así -dijo Susana.

– Yo tampoco. Pero no se me ocurre otra cosa, al menos por el momento.

– ¿Qué hay de los zombis que conseguimos para el doctor? -preguntó Uriguen. Había estado jugueteando con una pelota de tenis que alguien había dejado en una de las mesas.

– La cosa no va mal -explicó Aranda-. Rodríguez ha hecho algunos… avances. Más de lo que yo esperaba, en realidad, teniendo en cuenta el rudimentario material con el que está trabajando. Ojalá hubiéramos tomado esa decisión mucho antes, quién sabe lo que habríamos descubierto. Pero ahora es como si el tiempo jugase en nuestra contra: Dozer está impedido, y la amenaza del sacerdote se cierne sobre nosotros. Si conseguimos controlar un poco la situación, quiero que ayudemos a Rodríguez a volver al hospital. Allí hay equipo que podrá usar para descubrir más cosas sobre la infección. Quién sabe.

– ¿Al hospital? -preguntó José, que había estado escuchando con una expresión de incredulidad en el rostro-. Vamos, no me jodas.

Aranda levantó las manos, conciliador.

– Ya hablaremos de eso -dijo con una sonrisa-. Será más adelante, cuando Dozer se recupere. Lo planearemos bien, y todo saldrá de puta madre.

– ¿No sale siempre todo de puta madre? -preguntó Uriguen, lanzando la pelota al aire para volverla a coger.

– De puta madre el sueño que te has echao mientras nosotros vigilábamos, mamón -dijo José, con una risa socarrona.

– Será envidioso, el pecholobo este… -rió Uriguen, haciendo un amago de arrojarle la pelota de tenis.

Unos minutos más tarde, salían de la oficina dándose empujones y haciendo bromas sobre quién tenía el miembro más gordo. Susana, antes de cerrar la puerta tras de sí, le dedicó una última mirada que parecía decir: "Por eso volvemos cada vez, ¿sabes? Por eso son tan buenos, porque nunca han mirado a los ojos del abismo".

Y Aranda, que volvió a sorber su café, ahora ya tibio y amargo, no pudo estar más de acuerdo.

Mientras tanto, a apenas doscientos metros del lugar donde Uriguen y José bromeaban sobre el tamaño de sus genitales, un sudoroso y despeinado Iván despertaba abruptamente de un pesado sueño. Había soñado con la casa donde vivía con sus padres cuando era niño, en Cristo de la Epidemia. En el sueño, caminaba descalzo hacia la cocina y descubría, con un horror infinito, que la puerta de la calle estaba abierta de par en par, y por lo tanto, todos los viejos y amados rincones conocidos de la casa se volvían de pronto hostiles y desconocidos. Era un sueño recurrente, que creía ya superado y que había expuesto a su psicólogo en numerosas ocasiones, pero no se había repetido en años. Su psicólogo lo llamaba un sueño nepente, como la planta que atrae a las moscas con su aroma y ya no las deja salir, ya que siempre que lo tenía dormía más de la cuenta, como si le costara abandonarlo: ni su reloj biológico ni los despertadores más enervantes conseguían arrancarlo del mundo onírico.

Iván miró la hora en su reloj de muñeca, y se sobresaltó al ver que eran prácticamente las nueve de la mañana. Se suponía que tenía que haber relevado al turno de noche en las alcantarillas a las ocho. Se incorporó de un salto, como si le hubieran pinchado el trasero, y dado que no había tiempo para un chapuzón en la piscina, se secó el sudor con una camiseta, se vistió, y se colgó el fusil al hombro.

Tardó unos minutos en llegar a las escaleras que bajaban a los sótanos. Mientras recorría esa distancia, trotando a media carrera, pasó por un corredor cuyo techo era una estructura de barras metálicas; las paredes eran un solo ventanal gigantesco a través del cual se descubría un cielo oscuro que amenazaba tormenta. Agradeció no encontrarse con nadie; esperaba que su pequeño retraso no trascendiera demasiado.

Bajó al sótano pensando ya cómo explicarle a quien fuera que estuviese de guardia por qué llegaba una hora tarde. Sabía que las noches en la alcantarilla eran lo suficientemente duras como para encima tener que aguantar todo ese tiempo extra.

Pero al llegar a la sala de acceso, resbaló aparatosamente y se encontró cayendo de espaldas contra el suelo. Después de la confusión inicial, rápidamente notó que estaba tumbado de espaldas sobre un charco. Se miró la mano, asqueado, y descubrió que se trataba de un líquido espeso, negruzco, que resbalaba despacio por la palma de su mano. Se incorporó con toda la rapidez que pudo, sintiendo unas repentinas arcadas por el fuerte olor que desprendía el charco. Los bordes eran menos densos, y allí el color era manifiestamente rojizo. De pronto se vio desbordado por un brote de pánico; empezaba a considerar que todo aquel líquido podía ser sangre.

– Dios… oh, Dios…

Además del rastro inequívoco del resbalón, había rastros de pisadas en el charco. Huellas pequeñas, que danzaban por toda la sala en todas direcciones, en confusa aglomeración, y luego desaparecían por el pasillo. Se maldijo a sí mismo por no haber visto antes aquellas marcas sanguinolentas en el suelo de cemento.

Llamó en voz alta, hacia las escaleras y hacia el agujero ominoso que bajaba hacia las cloacas, pero nadie le respondió. Su mente saltaba de una idea a otra, pero un cartel luminoso trazado con grandes letras fluorescentes de un color rojo de alarma parpadeaba en todas ellas.

Por fin, con la vista periférica divisó un movimiento indefinido en la otra habitación. Su corazón latía como una vieja bomba a punto de reventar. Se agachó, flexionando las rodillas, para recoger el fusil que se había quedado en medio del charco. Le temblaba la mano: la sangre estaba fría, y era pegajosa al tacto y hacía resbalar la culata metálica.

Entonces apareció una silueta, semioculta por las tinieblas de los neones que iluminaban el sótano. Era una mujer; el cabello lacio le caía a ambos lados del rostro, pero no podía identificar de quién se trataba.

– ¿Hola? -preguntó, levantando ligeramente el fusil. Descubrió que sólo era capaz de emitir un débil hilo de voz, hecho que aun le asustó más.

La figura no le respondió.

– ¿Quién… quién eres? Yo…

La figura dio un paso hacia él, y luego otro. La luz impersonal del neón empezó a retirar la oscuridad, e Iván pudo ver que su ropa estaba empapada en sangre. Dejó escapar un gemido de impresión.

– Por Dios, ¿qué…?

Pero no conseguía articular y poner orden en el maremágnum de sensaciones que le pasaban por la cabeza. Retrocedió dos pasos, intentando decidir si la persona que tenía delante necesitaba ayuda o, por el contrario, se trataba de uno de los caminantes.

– ¡¿Quién eres?! -explotó, con lágrimas asomando en sus ojos grises.

Un par de pasos más, e Iván pudo al fin llevarse una mano a la boca, sobrecogido por el terror que tenía delante. Era Sandra, la dulce Sandra, Sandra con una expresión vacía en sus ojos, las venas de la cara hinchadas y una horrible herida cruzando su cuello bañado en sangre.

– Sandra… Sandra, por Dios… -murmuró.

Sandra avanzaba hacia él, muy despacio y con aire ausente. Parecía una niña que ha despertado en mitad de la noche y entra, medio dormida y bamboleante, en el cuarto de sus padres buscando consuelo. Iván se acercó por fin a ella, tomándola por los brazos.

– Sandra… ¿qué…? N-necesitas ayuda… por Dios… vamos arriba, Sandra, Sandra… vamos arriba.

Pero Sandra, que hasta ese momento ni siquiera le había mirado directamente, se encontró de repente con sus ojos. Iván descubrió que estaban velados por una neblina blanca, algo que había visto muchísimas veces en el pasado; y mientras Sandra se abalanzaba hacia él con la boca abierta, comprendió al fin, con un horror infinito, lo que estaba ocurriendo. Dejó de chillar cuando Sandra, dándole un ávido mordisco, le despedazó la nuez. Su corazón aún latía cuando, ya en el suelo, ella siguió abriéndose camino por la herida abierta.


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