XXXI

El Comité para la Búsqueda y Captura dedicó unos cuantos días a idear y perfeccionar un plan para atrapar al sacerdote. El problema principal, naturalmente, es que su paradero era desconocido, así que la fase uno era atraerlo hacia algún punto. Después tendrían que concentrarse en controlar a los muertos vivientes mientras el cura caía en la emboscada. El comité no estaba contento con el hecho de que Dozer, uno de los hombres de más valía para ese tipo de misiones, estuviera en la enfermería con una costilla rota.

Decidieron crear un espectáculo que fuera visible desde toda Málaga, un incendio lo suficientemente aparatoso como para que la columna de humo resultante se pudiera ver desde la distancia. Lo harían tan pronto empezase a oscurecer, para asegurarse de que el resplandor llamara la atención a unos ojos atentos, como estaban seguros que eran los del enemigo. El lugar elegido era una pequeña casa mata ubicada al norte del polideportivo; allí, los edificios de alrededor ya habían sido limpiados y cerrados por el Escuadrón de la Muerte. Eso les permitiría apostarse en ellos y vigilar las calles. Tanto el techo de la casa como todos los muebles del interior eran de madera, así que esperaban que ardiese hasta los cimientos durante toda la noche.

Habían conseguido rifles de precisión con munición no letal: dardos aturdidores de los que usaba la policía para tumbar animales en libertad. Sin embargo, en las pruebas que hicieron en el polideportivo descubrieron que el alcance no era mucho, apenas cien metros, después de eso el dardo podía acabar clavado en cualquier parte menos la que indicaba la mirilla.

– Tendrá que ser suficiente -dijo José-. O eso, o le metemos un balazo en la rodilla. No le matará, pero le impedirá salir corriendo a esconderse.

– Es muy arriesgado -dijo Moses-. Tendrías que haberlo visto; está tan delgado y viejo que no creo que sobreviva a una herida como ésa: acusará demasiado la pérdida de sangre. El mismo shock del impacto podría ser demasiado.

– Joder… -masculló José-. ¿Y no podrían analizarlo post-mortem? No me importaría cargármelo.

– Créeme, tengo muchos más motivos que tú para desear verlo muerto -contestó, lúgubre-, pero Aranda tiene razón. Hay algo en él que es diferente, y si podemos analizar…

– Ya lo sé -le interrumpió José-, pero no me gusta estar entre todos esos zombis con un rifle cargado con dardos paralizantes. Probé uno con los zombis de la alambrada, y no le hizo ningún efecto. No me extrañó, no parece que tengan sangre corriendo por las venas o un sistema nervioso que bloquear.

Moses asintió.

– Es extraño, ¿verdad? -dijo-. Me pregunto cómo pueden siquiera estar de pie.

– Es como aquel libro de Terry Pratchett, tío. La Muerte se ha ido de vacaciones, eso creo yo.

Permanecieron en silencio unos instantes.

– Siempre pensé que había un sentido para todo esto, joder -explotó José al fin-. Me refiero a la vida.

– La vida… -murmuró Moses pensativo.

– Sí, la vida. Siempre pensé que el Jefe tenía un plan para todos nosotros -dijo, señalando con el índice hacia arriba-. Que habitábamos este planeta por alguna razón. Ahora casi todos han muerto.

– No creo que haya un sentido para la vida, José. La vida es el sentido en sí mismo. El ego del ser humano no tiene parangón. Siempre hemos pensado que somos la quintaesencia de la creación, y que nuestra existencia, forzosamente, tiene que divergir hacia algún lado. Nos gusta pensar que importamos, que tenemos derecho a trascender. ¿Crees que la termita, que vive ciega en su comejenera, y que dedica su existencia a recolectar alimento y a hacer trofalaxias, tiene un sentido en la vida? No más que tú. Algún día el ser humano habrá desaparecido, y todo este planeta no será más que una insignificante y seca bola de polvo en mitad de la inconmesurable extensión del espacio. ¿Y crees que a alguien le importa?

José le miró durante un rato, pero no intentó una respuesta. Le dio una palmada en la espalda, y se retiró.

El Comité estudió su plan durante largas horas a lo largo de varios días. Trazaron mapas y croquis y se aseguraron de que todo el mundo entendía su parte. En las pruebas que hicieron sobre la pista, descubrieron con pesar que les resultaba difícil ir equipados con dos rifles, uno de munición estándar y otro con los dardos paralizantes, así que decidieron que sólo uno de ellos iría equipado con ese tipo de arma mientras los otros dos le daban cobertura con sus armas convencionales.

Moses, en un intento de sustituir a Dozer, se esforzó por participar en lo que dieron en llamar el "Día D"; al fin y al cabo, casi todos los procedimientos de cobertura que tan buen resultado les habían dado hasta ese momento estaban basados en tácticas a desarrollar con un grupo de cuatro hombres. Intentó practicar con los rifles, pero su puntería distaba mucho de ser suficiente. Además, descubrió que no estaba tan en forma como creía: los brazos se le cansaban al correr de un lado a otro con el rifle a cuestas, lo que mermaba considerablemente su utilidad en una situación de combate real con muertos vivientes.

Durante todos aquellos días, Isabel y Moses no se vieron demasiado. Descubrieron, cada uno por su lado, que estar separados les ayudaba a sobrellevar la pena que les inundaba por dentro como un cáncer oscuro. El nuevo ambiente y la gente nueva también les ayudaba a no dejarse embriagar por los recuerdos, pero Isabel tuvo sueños recurrentes todas las noches. En ellos, un hombre de negro descendía de una montaña por un sinuoso camino de cenizas. Todo alrededor estaba lleno de árboles raquíticos, calcinados y humeantes. El hombre iba cargando una Tabla de la Ley con un único mandamiento esculpido con toscos caracteres de palo: NO VIVIRÁS. Pero descubrió que, cada noche, tenía menos lágrimas que verter.

Por fin, llegó el día señalado. Había una ligera brisa que soplaba desde el oeste, lo que les aseguraba que la columna de humo sería arrastrada sobre la ciudad, en particular la zona centro, que era donde se habían producido los dos encuentros con el sacerdote.

Era, sin duda, la incursión más importante en la historia del campamento, así que todo el mundo quiso asistir a la partida del Escuadrón. Hubo palabras de ánimo y buenos deseos, y Andrea, una chica de mediana edad que se había ganado la vida vendiendo collares fabricados por ella misma, prendió un amuleto en la chaqueta de asalto de Susana: era una especie de corazón color rojo borgoña.

El plan se desarrolló con sorprendente facilidad. En apenas media hora, la pequeña casa mata estaba ardiendo como una pira funeraria, sólo que los muertos no ardían en su centro; se arremolinaban alrededor, inquietos. El equipo de asalto se asentó en uno de los edificios adyacentes, como estaba previsto, y a través de las ventanas del piso vigilaban atentos las calles.

Aquella noche no hablaron mucho. José había traído una de sus cajetillas de Benson & Hedges y todos fumaron mucho más de lo acostumbrado, señal inequívoca del nivel de nerviosismo que acusaban en su fuero interno. El resplandor del fuego era majestuoso, y en cierto sentido, hermoso y tétrico a un tiempo. Las llamas arrancaban sombras sinuosas, imprecisas y alargadas, a los muertos que se agitaban en torno a ellas. Era obvio, a juzgar por sus maneras desordenadas y aceleradas, que el fuego los mantenía en un estado de alerta. Eso no lo habían previsto: les dificultaría las cosas cuando tuvieran que salir a la calle.

A las cuatro y veinte de la madrugada, uno de los pilares maestros se vino abajo con un clamoroso estruendo, provocando el derrumbe de un lateral de la casa. Las llamas se avivaron atrozmente, y un espectro que andaba cerca de las llamas fue alcanzado por una inesperada lluvia de cenizas incandescentes. Su ropa se prendió con rapidez, y al instante, todo su cuerpo estuvo en llamas. Sobrecogidos y fascinados a un tiempo, lo vieron avanzar por la calle como si nada hubiera pasado; sus ojos y su boca eran dos manchas oscuras en el infierno de fuego que era su cabeza. Casi medio minuto más tarde, el espectro levantó los brazos y cayó de rodillas al suelo, donde permaneció un buen rato, como un muñeco de San Juan horripilante. De vez en cuando, unas violentas llamas azules explotaban de su vientre, o escapaban silenciosas por un costado. Por fin, la espectral figura se deshizo como una torre de cubos infantiles, cayendo al suelo convertido en un montón de restos carbonizados aún en llamas.

– Jesús bendito -dijo Uriguen.

El amanecer llegó a las ocho de la mañana, y reveló un cielo encapotado y cuajado de nubarrones oscuros. El incendio se había extinguido prácticamente, pero aún quedaba un poderoso rescoldo que humeaba.

Soñoliento, José miraba tras los cristales, sumido en recuerdos de su vida anterior. Tenía recuerdos de aquella misma calle, llena de coches conducidos por personas con ocupaciones, y recuerdos de gente que arrastraba afanosamente sus carros de la compra por las aceras, de madres con sus hijos que compraban alguna chuchería en el desvencijado quiosco de la esquina, o de jóvenes que iban y venían de sus trabajos, cargados con aquellas mochilas-maletín especiales para portátiles. Recordaba el menú de siete euros con cincuenta del restaurante Oña, y la deliciosa paella que solía ir con él. Y tantas y tantas cosas.

Susana le desconectó del río de recuerdos en el que se había metido zarandeándolo suavemente.

– No ha venido -dijo.

– No, el hijo de puta no ha venido. Vaya mierda.

– ¿Qué hacemos?

– Me gustaría esperar al menos un par de horas. Es posible que viera el humo anoche y decidiera investigar por la mañana.

Miró por encima del hombro y vio que Uriguen dormía apoyado sobre una columna, abrazado al rifle cargado con dardos aturdidores.

– Mira a ése -protestó Susana.

– Se va a volar la nariz, el cabrón -dijo José, riendo a media voz.

– ¿Crees que es prudente esperar un poco? -preguntó Susana.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Qué pasa si aparece ahora? ¿Crees que estaremos bien para salir a corretear entre zombis, cubrir a Uriguen, dar caza a ese demente, y volver con su cuerpo a casa?

José meditó unos segundos. Le escocían los ojos por la falta de sueño, y a decir verdad no se sentía ni con fuerzas para quitarse las botas.

– Probablemente no -admitió, taciturno.

– Pues despertemos a la bella durmiente y volvamos, que ya son horas.


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