VIII

Málaga, como tantas otras ciudades en todo el mundo, sucumbió rápidamente a la catástrofe. Una máxima popular reza que la guerra engendra héroes, pero en aquellos primeros días de infección, los protocolos de prevención y salvamento del Cuerpo Nacional de Policía, las Fuerzas Armadas y de los diferentes servicios de Emergencias y Protección Civil no sirvieron de gran cosa debido, precisamente, a la naturaleza humana.

Cuando los primeros casos brotaron, coparon rápidamente toda la disponibilidad de los Cuerpos de Seguridad. Pese a que había, naturalmente, protocolos para activar una Defensa NBQ (Nuclear Bacteriológica Química), nadie estaba en realidad preparado para hacer frente a una amenaza como aquélla. Las víctimas se tornaban en atacantes con brutal velocidad; los médicos eran atacados por los pacientes en el interior de las ambulancias, los que eran auxiliados por los bomberos acababan convirtiéndose en una letal amenaza. Y aun peor: el policía que era mordido acababa embistiendo contra su compañero, el hermano asesinaba a su hermana, los hijos a sus padres.

En pocos días, las unidades de salvamento y las Fuerzas de Seguridad habían sido efectivamente reducidas a una presencia testimonial inoperante, y la situación empeoró. Surgió un nuevo y fabuloso enemigo, germinado por una sociedad deshumanizada e instruida en el egoísmo y el materialismo desbordado: el pillaje. Sin nadie que velara por la seguridad ciudadana, las calles se volvieron peligrosas. Los asesinatos proliferaron rápidamente, y eso causaba nuevos e inesperados focos de infección. Cuando empezaron los apagones, las noches se poblaron de disparos, gritos y vehículos que circulaban a alta velocidad provocando graves accidentes. De vez en cuando se declaraban incendios, que muchas veces ardían sin que nadie hiciese gran cosa por acotarlos.

En las calles, se formaron bandas más o menos organizadas. Sin embargo, dichas bandas se creaban sobre la marcha, a menudo por marginados que encontraban una oportunidad para dar rienda suelta a sus instintos cometiendo robos y pillerías allí donde surgía la oportunidad. Nacidas de un anarquismo improvisado, no tardaron mucho en desaparecer, víctimas de sus propias rencillas y de los enfrentamientos con los muertos vivientes.

En medio del caos, un grupo de hermanos de una de las muchas cofradías sacramentales sacaron a uno de sus sagrados titulares de su templo para pasearlo por la calle, rememorando al Cristo de la Epidemia al que se le atribuyó el fin de la terrible plaga de peste amarilla que diezmó la población malagueña en 1803. Avanzaron algo más de veinte metros, llevando el Cristo sobre sus hombros mientras se entregaban a sus oraciones. La improvisada procesión terminó en desastre cuando los espectros se abalanzaron sobre ellos. La hermosa talla se quebró en dos trozos enormes cuando se precipitó hacia el suelo; la cabeza del Cristo quedó vuelta hacia un lado, testigo silencioso de la abominable escena que tuvo lugar ante su eterna expresión de dolor.

La historia de la Caída de Málaga, como tantas otras ciudades en todo el mundo, no estaría completa sin mencionar a aquéllos que dieron sus vidas por conseguir que otros vivieran. Una madre se entregó voluntariamente a sus perseguidores con el objeto de que su hijo, que había cumplido diez años la semana anterior, ganara un poco de tiempo. Y a poca distancia, un hombre llamado Antonio aguantó las embestidas de los zombis con una gruesa puerta arrancada de sus goznes para que sus vecinos tuvieran tiempo de escapar por la ventana. Todos ellos sabían inequívocamente que sus acciones les condenaban, pero aun así las llevaron a cabo.

El hombre, al fin, fue expulsado de la calle; tuvo que retroceder a vivir de nuevo en las cuevas que eran sus altos edificios.

En Ronda, el acuartelamiento de legionarios "General Gabeiras" contaba con una de las dotaciones más grandes de España, más de dos millares de profesionales. La Legión había promovido siempre el culto al combate, minimizando la relevancia de la muerte, el miedo natural a morir. En Madrid, donde empezaban a darse cuenta del terror psicológico que ese enemigo tan inesperado como fantástico estaba ejerciendo, muchos pensaron que semejante adoctrinamiento, la "mística legionaria" simbolizada en el Credo legionario y en las enseñanzas del Bushido japonés, serían ideales para controlar la situación. Sin embargo, los legionarios tenían sus propios problemas.

Unos quince minutos después de empezar su turno, un supervisor de tráfico de la línea de cercanías observaba su pantalla. Ninguna de sus compañeras había venido a trabajar aquella mañana, lo que era bastante extraño. Además había un indicador rojo en el enorme tablero digital donde se veía el estado de los trenes y su situación en el esquema topográfico general. El cuadrado rojo indicaba que existían serias dificultades en la red de fibra óptica, y cuando eso ocurría, el sistema estaba programado para efectuar la transferencia de la totalidad del sistema de control a los puestos de mando locales.

Rápidamente, pulsó el botón de llamada de su supervisor. No le gustaba nada la idea de tomar el control sin sus compañeras y, mucho menos, sin su supervisor directo. Llevaba pocos meses trabajando en esa oficina y aún no se encontraba cómodo con el software de control. Si algo iba mal, y un tren que debía ir a Córdoba se colaba por la línea hacia la estación de Málaga, sería únicamente su responsabilidad. Y él sabía bien cómo se pagaban tales errores.

Observó el enorme panel de rutas con ceñuda preocupación. La situación global de las líneas bajo su supervisión era normal, y casi todos los indicadores eran verdes. Eso le tranquilizó un poco. La única situación naranja estaba marcada por un tren que llegaba a la estación de Ronda. Allí debía dejar pasajeros y retirarse por la línea de servicio a una revisión rutinaria semanal. Un segundo tren esperaba en el andén para coger esa misma línea hacia Bobadilla. El operario comprobó que el circuito de la vía de aproximación estaba ocupado, lo que indicaba que el maquinista ya había aceptado la señal a libre y el tren se encontraba en la zona de tránsito. El ordenador había calculado que el tiempo que tardaba el tren en desviarse hacia la línea de servicio era suficiente para darle tiempo al otro tren a llegar hasta ese punto.

Mientras sorbía, preocupado, su café, una señal acústica y unos indicadores luminosos encima del panel de control le avisaron de que, por fin, la transferencia se había efectuado. Su pantalla se activó con una miríada de iconos diferentes, indicándole que tenía el control.

El operario experimentó la transferencia como la caída por una montaña rusa. Su punto de estrés, como él lo llamaba, y que resultaba ser un lugar indeterminado entre el centro de su pecho y la boca del estómago, empezó a pulsar con una asfixiante sensación de quemazón. Pulsó de nuevo el botón de llamada de su supervisor, cuatro, cinco, nueve veces.

Sin embargo, desechó su angustia con un rápido movimiento de cabeza. Había varias cosas que debía hacer urgentemente; después podría mirarse el ombligo.

Antes de transferir el control, el ordenador había creado rutas válidas para los dos trenes circulando por la misma vía. En una situación de control manual, todas las situaciones naranja debían cancelarse; todos los estados, ponerse en "Stop" y resolverse uno por uno. Pulsó simultáneamente el botón de origen de ruta del tren que llegaba y el botón de destrucción de urgencia, y la ruta hacia el depósito se canceló. Estaba empezando a dar las nuevas órdenes cuando, de repente, el estado de la situación cambió a "Alerta". Un marco de luces en rojo emergencia se encendieron al mismo tiempo a lo largo de todo el panel de información.

El operador pestañeó. Su boca se había secado instantáneamente. No entendía el rojo. No sabía qué pasaba. Por fin, lo vio claro: el tren situado en el andén se movía. Se movía por la vía en ruta de colisión directa con su tren. "Dios… Dios mío no Dios mío no no no…". El jefe de circulación de la estación de Ronda había puesto la señal de salida de la estación en verde en el mismo momento en que él había destruido la ruta. Como la ruta de colisión no estaba creada, el software no le había avisado de que la última operación podía resultar en catástrofe.

Cogió el teléfono y marcó el código directo del jefe de estación que tenía en pantalla. Aún podía detenerlo, tenía que detenerlo. El tren todavía no había cogido velocidad. "Dios mío por favor, Dios mío… no lo permitas…"

Observó la pantalla. "¿Dígame?", dijo el jefe de estación. Los pequeños rectángulos que conformaban los dos trenes se acercaban a gran velocidad. Uno había acelerado a velocidad suficiente, y el otro aún no había llegado a aminorar lo suficiente. Estaban apenas a un kilómetro de la estación. "¿Dígame?".

– Yo… -dijo, sintiéndose la lengua como una esponja de baño.

En el gran tablero digital, los trenes confluyeron y se quedaron trabados, inmóviles. Un icono con una enorme señal de alerta apareció encima.

El operario colgó. Una lágrima resbalaba por sus mejillas, rojas y calientes.

El choque fue frontal, y tan violento que tres de los vagones quedaron literalmente reducidos a trozos de metal de un tamaño no superior a un pliego de papel. El estruendo del choque rompió numerosos cristales de los edificios circundantes. Éstos cayeron sobre la calle provocando varias víctimas mortales casi inmediatamente. Algunos pedazos de los trenes habían salido despedidos a una velocidad tal que los pasajeros que esperaban en el andén recibieron una lluvia inesperada de hierro retorcido. Un hombre vestido con ropa deportiva y una mochila recibió tanta metralla que cayó desparramado a lo largo de una hilera de sangre de varios metros de longitud. Unos metros más allá, una chica joven, que había permanecido impertérrita ante la súbita explosión de trozos que caían alrededor, se encontró sujetando la mano de su novio cuando pudo recuperarse. Sólo la mano. Otros tuvieron muertes mucho menos prosaicas, y fueron derribados en el acto, víctimas de los proyectiles.

De las doscientas personas que iban en el tren, sobrevivieron casi cuarenta. La mayoría había viajado en los vagones de cola. Muchos estaban heridos de gravedad y otros vivían aún, pero presos en aquella pesadilla metalúrgica. Algunos, sin embargo, pudieron valerse por sí mismos, y aun aturdidos hacían lo que les era posible por ayudar a los demás.

Las autoridades fueron muy veloces. En menos de cuatro minutos, ambulancias, bomberos y policía se encontraban en el lugar. También acudieron numerosos vecinos del pueblo, que llegaron alertados por el estruendo.

Nadie prestó atención cuando los primeros cadáveres volvieron a la vida. Había sangre y miembros amputados por doquier, y aquella visión, unida a los quejumbrosos lamentos apagados que poblaban la zona, ocultaron las enloquecedoras escenas en las que las víctimas se rebelaban contra sus salvadores y los cadáveres que eran retirados en bolsas desaparecían. Durante un tiempo al menos, nadie pudo distinguir el caminar arrastrado de los muertos vivientes del de los heridos que intentaban alejarse tambaleándose.

Un oscuro designio del destino quiso además que uno de los trenes llevara varios vagones de mercancías; y aunque la mayoría eran textiles, los de la cola contenían ácido sulfúrico e hidróxido sódico. Los vagones contenedores aguantaron notablemente bien el choque frontal, y aún resistieron los primeros diez minutos posteriores, pero finalmente se derramaron, se mezclaron y formaron un gran lago ácido que desprendió enormes nubes tóxicas. La nube se propagó, invisible, mecida por una suave brisa otoñal. Provocaba un molesto picor en la garganta que se volvía insoportable a los pocos segundos; luego traía una sensación de quemazón en el pecho, y en menos de dos minutos hacía arder los pulmones. Los que aspiraban aquel veneno acababan tosiendo sangre, incapaces de hacer otra cosa más que caer retorcidos al suelo. Luego sobrevenía el colapso respiratorio, bien por fallo del pulmón o por la falta de aire al hincharse la garganta y los ganglios.

En menos de media hora, el ochenta por ciento de la población de Ronda había sucumbido. Unas dos horas después, la mayoría volvían a caminar, indolentes a sus pulmones disfuncionales y sus heridas. Dieron buena cuenta de los pocos supervivientes que quedaban.

En La Indiana, una zona alejada unos cinco kilómetros de Ronda donde La Legión española tenía su cuartel general, la noticia fue recibida junto con la orden prioritaria y enérgica de prestar colaboración inmediata y completa. Se fletaron camiones con una dotación total de ochenta efectivos, todos dotados de máscaras y filtros antigás. Los trajes funcionaron, pero los legionarios no estaban preparados para enfrentarse a una horda de zombis y la operación de salvamento se convirtió en una masacre atroz. En el mismo instante en el que uno de los muertos vivientes arrancaba con aire distraído los últimos cincuenta centímetros de intestino de un joven legionario llamado Ramón González, el viento cambió de repente. Comenzó a soplar con ímpetu desde el este, esparciendo la nube tóxica. La muerte llegó al cuartel de la Legión, en forma de picor de garganta, unos cuatro minutos más tarde. Muchos de aquellos jóvenes sobrevivieron al veneno químico, y lograron escapar de las garras de sus compañeros cuando volvieron a abrir sus ojos una vez muertos; vivieron sus propias aventuras viajando hacia el norte intentando sobrevivir a la demencia que había dominado el mundo entero, pero aquél fue el fin del acuartelamiento de Ronda.

A las doce y veinte de la mañana de un jueves, el gobierno declaraba el Estado de Alarma en todo el territorio español, y daba cuenta al Congreso de los Diputados con una reseña recomendando el Estado de Sitio. Fue una formalidad sin mucha repercusión: para entonces, los conductos básicos de comunicación estaban ya seriamente dañados. La nación estaba fragmentada, y moría.


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