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El periplo de Juan Aranda desde el pueblecito costero del Rincón de la Victoria hasta el centro de Málaga, a unos cuarenta kilómetros de distancia, fue una epopeya que duró varios días. Había comprendido que no quedaba ya absolutamente nadie con vida en la zona, así que una serena noche de luna llena, con un hermoso cielo azulado como testigo, Juan cogió su quad Foreman y empezó a conducir en dirección oeste, hacia la ciudad.

Mientras comenzaba su viaje, Juan pensaba en los últimos hombres vivos que había visto en el Rincón. Un grupo de individuos que habían hecho suyas las calles subidos a vehículos con tracción a las cuatro ruedas. Iban armados con cadenas, rifles y una suerte de lanzas que utilizaban para ensartar a los cadáveres desde la bandeja trasera. Juan no se fió de ellos desde el principio; ya conocía las bandas dedicadas al pillaje, así que cuando los vio por primera vez, por sus maneras rudas y su forma violenta de manejarse, supo que no eran gente a la que quisiera exponerse. Por lo tanto, siempre que los oía llegar con sus poderosos motores y sus gritos de cowboys empapados en crack, trataba de ocultarse y se dedicaba a observarlos.

Eran nueve, todos jóvenes y fuertes. Generalmente iban bebidos, con botellas de vodka o whisky en sus manos. Al principio parecían manejarse sorprendentemente bien: No sabía dónde se ocultaban cuando no andaban por ahí revolucionando el motor y embistiendo zombis, pero sabía que disfrutaban volando las tapas de los sesos de los espectros con sus armas automáticas y atropellando sus cuerpos.

Ambos coches estaban dotados de grandes ruedas anchas y superaban con facilidad los bultos de los cuerpos caídos.

La tarde antes de que Juan decidiese intentar llegar a Málaga, el grupo cometió un fatal error. Habían dejado los coches en la acera y se habían encaramado en lo alto de un pequeño taller de reparaciones de una sola planta. Desde allí, se dedicaron a beber alcohol y a pegar tiros a los espectros. Chillaban y reían y arrojaban las botellas vacías contra ellos. Juan los vio llegar, oculto tras la reja metálica de un supermercado al que iba a abastecerse. Le gustaba porque tenía un acceso discreto por la parte de atrás que siempre aseguraba tras irse, así sabía si el lugar había sido violentado y, por lo tanto, infecto por los caminantes.

Fue la primera vez que Juan los vio transformarse.

Fue un proceso paulatino. Al principio, los muertos deambulaban erráticos por la calle, como siempre hacían. Juan los observaba pensativo mientras acababa una bolsa de patatas con jamón desde la seguridad de su escondite. En ocasiones, uno chocaba contra otro y cambiaban de rumbo. De pronto, alguno se detenía y se quedaba mirando estúpidamente un bajante de una pared o un silencioso aparato de aire acondicionado. Cuando los coches llegaron, Juan observó un cambio en los espectros. Comenzaron a andar un poco más deprisa, inquietos por el ruido. Levantaban las manos erráticamente, y sus bocas muertas se abrían, quizá anticipándose al ataque. Juan vio bajar a los chicos y servirse de los vehículos para trepar al tejado. Para entonces, el ruido de las puertas, sus voces roncas y burlonas y el par de disparos que se produjeron habían provocado una excitación notable en todos los muertos vivientes. Ahora todos se dirigían hacia los coches, algunos torpemente, pero en otros se apreciaba una fuerte crispación. En la hora que los vivos estuvieron entregados a la tarea de beber y disparar, habían llegado multitud de espectros desde las calles adyacentes. Los disparos les excitaban cada vez más. A veces, alguno era alcanzado en la cabeza y se desplomaba, totalmente laxo, al suelo. Pero el sonido violento del disparo les hacía dar un respingo y les enfurecía. El clamor de sus voces guturales alcanzaba cada vez nuevas cotas; levantaban sus manos trocadas en garras muertas hacia ellos y se afanaban, impotentes, en atraparlos.

En aquel momento, Juan sabía que no podía ya intentar salir del supermercado. No le importaba mucho a aquellas alturas. Tenía alimento y bebida suficiente alrededor como para resistir durante meses, y se preguntaba cómo acabaría todo aquello. La calle estaba atestada de espectros encolerizados, y eran rápidos. Muy rápidos.

Mientras se entregaba a esas divagaciones, un piloto de uno de los vehículos saltó, despidiendo una pequeña nube de esquirlas de plástico. Juan no supo si aquello marcó un camino para los demás, pero de repente el vehículo se vio atacado por una horda de brazos que asían, desgarraban, golpeaban. El coche empezó a sacudirse con un peligroso vaivén, la placa metálica del techo se combó y la luna delantera explotó.

Los hombres del tejado chillaban y disparaban contra la horda de muertos vivientes, pero si sus disparos tuvieron algún efecto, Aranda no pudo decirlo: eran demasiados como para distinguir si alguno caía contra el suelo. El clamor de los roncos estertores de la atroz muchedumbre ahogaba las voces de los sitiados.

Hubo más disparos, y más cristales rotos, y justo cuando parecía que el horror ya no podía llegar más allá, uno de los espectros se alzó sobre los demás, triunfante, y se encaramó en el techo abollado del todoterreno. Inmediatamente recibió tres disparos, todos en el pecho, pero aquello no hizo sino arrancar jirones de ropa de su espalda cuando las balas atravesaron su carne muerta y reseca. Juan, sobrecogido por la violencia desmedida de la escena, se aferró con fuerza al estante de las bolsas de patatas hasta que los nudillos se pusieron blancos.

Sucesivos disparos consiguieron su objetivo: el espectro cayó hacia atrás, con los brazos extendidos, y desapareció entre el grupo de atacantes. Sin embargo, una vez más, el espectro había abierto un camino para el resto, e inmediatamente tres de los zombis saltaron sobre el vehículo con la intención de encaramarse a la cornisa del edificio.

Los hombres hicieron frente al asalto como pudieron. En un momento dado, Aranda se percató de que ya no había más disparos, probablemente porque habían agotado ya toda la munición. Los rechazaban con patadas y a base de golpes de cadenas, si bien éstas no resultaban muy eficaces ya que ese particular enemigo no acusaba el dolor.

Aranda observó con cierta fascinación el rictus de terror que todos los hombres reflejaban en sus rostros. Rostros lívidos y blanquecinos en el atardecer de un día cualquiera, en un pueblecito con varios miles de habitantes, todos ellos muertos vivientes. Era ahora cuando empezaban a ser conscientes de que la situación se les había escapado totalmente de las manos y de que los zombis jamás cejarían en su ataque. No necesitaban descansos, y no pararían para dialogar o permitirles una tregua, o pactar una rendición. Continuarían con tenacidad sobrehumana día y noche, mostrando la misma cólera y la misma furia desmedida en sus intentos por desgarrar la vida fuera de sus cuerpos.

Entonces, un brazo teñido de un púrpura malsano por mor de la muerte consiguió aferrarse al tobillo de uno de ellos. El hombre perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el suelo. Chilló como un cerdo en el matadero, pero no recibió ayuda hasta que fue demasiado tarde: tironearon de él y, antes de que nadie pudiese reaccionar, ya había caído sobre el techo del vehículo. Allí, cuatro figuras encorvadas se abalanzaron sobre él, y hubo gritos, unos gritos tan agudos y estremecedores que Aranda tuvo que taparse los oídos con fuerza para evitar perder el control. Tenía un nudo cogido en el pecho, tan fuerte que creyó por un momento que se partiría en dos.

El resto fue cuestión de tiempo, y Aranda se esforzó por no mirar. De repente hacía un calor tremendo y sudaba copiosamente; las manos le temblaban como si tuvieran vida propia. Los espectros consiguieron, eventualmente, trepar a la parte de arriba formando una columna humana, y Aranda casi pudo ver sus expresiones de cólera y los tendones de sus cuellos, tensos como cables de acero. Los hombres no consiguieron defenderse en absoluto, fueron derribados y sometidos con una rapidez tan pasmosa como atroz. Voló la cascarria de sus vísceras y hasta una pierna cercenada a la altura del muslo; el hueso blanco teñido de sangre despuntando como un cetro tenebroso. La extremidad fue motivo de disputa entre la muchedumbre que esperaba abajo, pero no hubo ninguna dentellada, ningún zombi estaba interesado en comerse la carne, sólo en desgarrar y despedazar.

Aranda había visto otras escenas de horror similares anteriormente, pero aún no había conseguido que no le afectasen. Quizá precisamente por eso seguía vivo: aún le quedaba algo de humanidad.

Los zombis no se tranquilizaron inmediatamente. Aullaban y chillaban como viejas histéricas, empapados de barbarie. No obstante, se dispersaron, algunos corriendo calle arriba como si hubieran detectado algo en alguna otra parte, otros alejándose en direcciones erráticas, golpeando con sus puños todo lo que encontraban a su paso: vehículos, farolas, buzones de correos, contenedores…

Aranda se recostó, exhausto, en un rincón del supermercado, entre el papel higiénico y el cartón con la silueta de una mujer a tamaño natural que proclamaba "SONRÍE CON TODOS LOS DIENTES". Se hizo un ovillo en el suelo y abrazó sus propias piernas flexionadas sobre el pecho, en clara posición fetal. Le dolían los brazos y las piernas, los músculos agarrotados por la tensión a la que los había sometido. Intentó cerrar los ojos, diciéndose a sí mismo que allí estaba a salvo, pero era muy consciente de que su seguridad en ese momento era sólo aparente y estribaba únicamente en no ser descubierto. Sabía que, si ellos se daban cuenta de que allí dentro había alguien con vida, ya nada les detendría. Ni la reja metálica, ni las puertas de seguridad, ni los cristales antibalas. Mientras sentía que se quedaba dormido, cosa que consiguió únicamente atendiendo a un deseo inconsciente e íntimo de escapar a aquella situación, se dijo a sí mismo que era sólo cuestión de tiempo que aquellas cosas acabaran acorralándolo, como a todos los demás. Tenía que irse, buscar a alguien más. Tenía que localizar a otros supervivientes, organizar un grupo, recibir cada nuevo día con posibilidades controladas de supervivencia.

A la mañana siguiente se despertó, solo y sudoroso, en la densa quietud del supermercado. Un vistazo a la calle le permitió constatar que todo había vuelto a la normalidad. Los coches estaban destrozados, y había sangre y trozos irreconocibles de carne por doquier. Vomitó, sin poder controlarse, las patatas de bolsa que había ingerido el día interior, pero después de sintió un poco mejor. Tenía un único mensaje parpadeando con grandes letras de neón en su mente: no esperaría ni un día más; se iría a Málaga, en busca de la gente. Seguro que allí encontraría más personas vivas, gente organizada que tenía controlada la situación. Tomó algunos víveres, unas botellas de agua, y partió.

Le costaba un enorme esfuerzo avanzar, y cada kilómetro ganado era un logro. La carretera estaba atestada de coches abandonados, colocados en siniestra hilera. Había vehículos volcados, algunos estaban calcinados en su totalidad, y la mayoría estaban siniestrados en mayor o menor medida. Había furgonetas cargadas de maletas cuyo contenido había sido abierto y desparramado por todas partes. Y había cadáveres, cadáveres de verdad, tendidos sobre el suelo, de espaldas y de costado, con los ojos abiertos, fijos para siempre jamás en alguna escena horripilante que se había quedado grabada en sus retinas opacas. También encontró zombis, arrastrando sus pies empolvados entre el cementerio de hierro y cenizas, pero muchos menos de los que había pensado.

El quad Foreman demostró ser un valioso aliado, sobre todo por la prodigiosa habilidad de Juan conduciéndolo. Cuando el caos de vehículos hacía imposible continuar de modo alguno, abandonaba la carretera subiendo por algún terraplén de tierra y avanzaba a buen ritmo campo a través. No había paso demasiado difícil o corte en el terreno demasiado pronunciado, el Foreman sorteaba todos los obstáculos.

Apenas hubo llegado al supermasificado barrio de El Palo, un hervidero humano plagado de altos edificios, Aranda derivó hacia la playa y avanzó por ella tanto como pudo. Mientras conducía, exploró la línea del horizonte; el color del cielo se mezclaba con el color perla del mar, picado con pequeñas crestas de espuma blanca, pero una vez más le entristeció la total ausencia de barcos. Era realmente como si no quedara nadie más,aunque su corazón y su mente le gritaban que eso era imposible.

Entonces el quad petardeó, emitió un ruido ronco y se caló, y el silencio cayó sobre la playa como si nunca se hubiese ido.

Instintivamente, Aranda intentó arrancar de nuevo el vehículo. Lo consiguió una vez, pero casi inmediatamente volvió a calarse. Una oleada de ansiedad comenzó a crecer en su interior, tan intensa que experimentó un ligero desvanecimiento. Miró alrededor. Había algunas figuras moviéndose en la distancia, pero como en la playa del Rincón, no había demasiados espectros a la vista.

Miró su preciada máquina, desconcertado, y entonces cayó en la cuenta: la aguja del indicador de gasolina permanecía plana, completamente horizontal, marcando el cero absoluto.

– Idiota… ¡IMBÉCIL! -dijo, sintiendo que su corazón se aceleraba. Se maldijo por no haberse dado cuenta antes-. ¿¡Qué cojones me PASA!? -gritó, a nadie en particular. Sabía que su supervivencia dependía de la gran autonomía y capacidad de movimiento que el Foreman le brindaba.

Cuando hubo recobrado de nuevo la calma, miró hacia septentrión. El paseo marítimo estaba desierto excepto por un par de esas cosas, y ni siquiera parecían haber reparado en su presencia. Ambas caminaban despacio hacia el este, manteniendo la distancia el uno del otro. Un poco más allá se abría una pequeña calle con hermosos árboles en ambas aceras, umbrosa y oscura, y allí se adivinaba el lento caminar de un grupo más numeroso de zombis. También había un par de coches. Coches, quizá, con gasolina en su interior.

Cambiar de vehículo era impensable, nunca podría manejarse por las calles y superar los obstáculos del camino ni siquiera con un todoterreno decente. Se imaginó a sí mismo utilizando un tubo de goma y extrayendo la gasolina de uno de los vehículos para ponerla después en un bidón de plástico. Cosa de un minuto realmente, pero antes necesitaría localizar un vehículo con la tapa de la gasolina accesible, el proverbial tubo y el clásico bidón, y todo ello sin llamar la atención de los zombis. Nunca funcionaría.

Permaneció unos instantes tratando de decidir cuál sería su primer paso. No se arriesgaría a internarse en esas calles, sabía perfectamente que constituían una trampa mortal. No, necesitaba algo diferente, pensar de otro modo, ver el problema fuera del cuadro, como le había enseñado su padre. Así que intentó serenarse, respirar normalmente y concentrarse. Extendió las manos hacia abajo y miró alrededor. Detalles, tenía que fijarse en todo, la cosa más pequeña podría ser la clave, la solución al problema. Se fijó en la desvencijada marquesina de un viejo chiringuito abandonado que decía "ESPECIALIDAD EN SANGRÍA"; en una farola caída, apoyadaen su extremo más alto contra una ventana abierta formando un ángulo de treinta grados; en los cadáveres desparramados por los rincones, ya secos y reblandecidos por el sol; en un cartel del Gran Circo de Berlín; en la basura que la suave brisa arrastraba sin finalidad de un lado a otro; en las barcas de madera de los pescadores, cuya pintura empezaba a agrietarse y combarse allí donde las estrías habían aparecido… en las barcas…

Se detuvo… y se dio la vuelta con rapidez. Allí estaba la solución: una enorme extensión de libertad donde no había nada: el mar.

Había una vieja barca que no tenía mal aspecto del todo, no demasiado grande, y no estaba lejos de la orilla: podría empujarla si encontraba los rodillos. Rodillos y, si la bondadosa hada de la providencia tenía un buen día, puede que consiguiera también un par de remos. Miró hacia el interior y allí, cerca de la barandilla del paseo marítimo, encontró la caseta de pescadores. Incluso desde su posición se podía ver perfectamente que estaba sólidamente cerrada con cadenas y un candado.

Buscó en su mochila y extrajo un pequeño cortafrío; sólo Dios sabía cuántas veces le había encontrado utilidad a aquel prodigioso mecanismo, y cómo se alegraba ahora de haberlo incluido entre su equipo de campaña. Entonces respiró hondo y empezó a caminar despacio hacia la caseta… un paso, otro, cinco, diez… sobre todo no quería atraer la atención de los espectros, eso era lo primordial; pensaba que, con un poco de suerte, podría incluso llegar de vuelta a la barca sin tener a una horda de caminantes intentando despedazarle.

… diecinueve… veintitrés…

Los zombis caminaban despacio, la piel de sus cráneos contraída y llena de ampollas por acción de los rayos del sol cayendo implacable sobre sus frentes expuestas, día tras día.

… treinta y dos… treinta y siete…

La caseta estaba ya a pocos pasos. Sudaba copiosamente, aunque la brisa era fresca y no hacía demasiado calor.

… treinta y nueve…

Uno de los espectros se detuvo, inclinó la cabeza a un lado, como si olfateara el aire. Entonces abrió la boca, replegando sus labios resecos y finos y dejando escapar un coágulo negruzco que cayó pesadamente al suelo con un sonido acuoso.

Aranda se detuvo, sin atreverse siquiera a respirar. Y en ese momento, como en respuesta a su peor pesadilla, se encontró con que el zombi le estaba mirando. Fue como si estuviera dentro de una película y hubiera habido un corte: no había visto el movimiento, habían quitado esos fotogramas.

No se dio más tiempo: eliminó la distancia que le separaba del candado de un salto y empezó a aplicar el cortafrío a la pequeña barra del candado. El zombi se lanzó hacia donde estaba él, profiriendo sonidos ásperos que surgían de su garganta. Aquello pareció activar al espectro que caminaba a poca distancia, que se agitó como si lo hubieran atizado con una vara y comenzó a avanzar haciendo grandes aspavientos con las manos.

Aranda apretó con fuerza y el candado cayó silencioso sobre la arena. Tiró de la cadena una y otra vez, pero parecía arrastrarse durante toda una eternidad por las presillas metálicas. Los zombis estaban saltando por encima de la pequeña barandilla que separaba el paseo marítimo de la playa; el segundo de ellos se limitó a girar sobre sus caderas por encima de la baranda, cayendo torpemente de cabeza contra la arena. Se escuchó un crujido similar al de una rama quebradiza tronchándose en la quietud de un bosque. El golpe habría bastado para truncar el cuello a cualquiera, pero el espectro naturalmente volvió a levantarse, la cabeza pegada a los hombros y los ojos cargados de odio.

Con un tirón final, Aranda consiguió quitar la cadena de la puerta. Estaba oscuro y recibió una bocanada de polvo y aire enrarecido cuando asomó la cabeza al interior. Se trataba de un pequeño cuartucho con estantes de metal llenos de utensilios de pesca, redes, salvavidas y botes de lo que parecía ser pintura. Y allí, escrupulosamente recubierto por un plástico de burbujas amarillento, un pequeño motor fueraborda de color negro, con las letras "SEAKING" adornando sus curvas líneas negras, colgaba de un gancho en la pared.

Aranda desgarró el plástico con rapidez y descolgó el motor. Pesaba una tonelada, algo totalmente inesperado, así que estuvo a punto de dejarlo caer contra el suelo. Lo abrazó con las dos manos y lo apretó contra su pecho, curvándose hacia atrás para ayudarse con los lumbares. Era realmente pesado, tanto que le recordó al peso de aquellos grandes sacos de sal que su madre hacía traer a casa para el descalcificador que tenían instalado, así que calculó que el motor debía pesar por lo menos unos cincuenta kilos. Notó también, con amplia satisfacción, el vaivén de la gasolina en su depósito, así que ahí se desvanecía otra preocupación. Sabía, por otro lado, que no podría llegar a tiempo a la barca con ese peso, no antes de que los dos zombis lo alcanzaran, así que, con mucho esfuerzo, volvió a colocarlo sobre el gancho y miró hacia el marco de la puerta. En ese momento, escuchó un golpe sordo contra la pared de la caseta. Ya estaban ahí.

Buscó con la mirada entre las cosas que tenía alrededor, sabía que apenas tenía unos pocos segundos. Al fin, entre unas grandes cajas de herramientas, localizó un martillo que parecía suficientemente grande como para conseguir su propósito. Cogerlo y girarse hacia la puerta fue todo uno, pero ya no le sobró ni un segundo más: allí, ocupando todo el marco, estaba aquel ser repulsivo, vestido aún con una raída chaqueta de color gris oscuro y la cara surcada por innumerables heridas resecas. Unos pocos dientes negros despuntaban en su boca entreabierta.

Tuvo apenas un instante para lamentar cómo había hecho las cosas. Estaba atrapado, encerrado en un lugar estrecho; se había dejado arrinconar como un estúpido. Si el segundo zombi conseguía colarse dentro también, estaba seguro de que no podría conseguirlo. Sin embargo, un impulso visceral, casi primigenio, le movió a precipitarse hacia el espectro y asestarle un contundente golpe con el martillo, justo en la cabeza. El zombi se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica y pareció a punto de derrumbarse hacia atrás, víctima de un colapso cerebral, pero cuando tanteaba el aire con sus manos pútridas, trastabilló y recuperó el equilibrio, devolviéndole la mirada con renovada furia. "Se está excitando", pensó Aranda entre la bruma blanca de un terror creciente.

Corrió de nuevo hacia el espectro y lo empujó con toda la fuerza de la que fue capaz. Esta vez sí, el enchaquetado cayó hacia atrás sobre la polvorienta arena de la playa, gruñendo como un viejo oso vapuleado. Aranda salió al exterior, a tiempo de ver cómo el segundo zombi le cogía del brazo. Su rostro era prácticamente cadavérico, y un único ojo velado por una sustancia gris le miraba furibundo. Se deshizo de su presa con un fuerte tirón del brazo y se alejó unos pasos sin perderlos de vista.

Ahora contaba de nuevo con un área de acción lo bastante amplio como para asegurarse una mínima posibilidad de éxito. Llevaba el martillo en la mano, pero notaba el pulso tembloroso: la herramienta se sacudía en su puño cerrado como si tuviera vida propia. Mientras el primer espectro se incorporaba, el tuerto se lanzó hacia él; Aranda lo recibió con una lluvia de martillazos mientras procuraba no dejarse coger. A medida que el cráneo se hundía como un huevo de avestruz podrido, cada golpe que propinaba sonaba aun peor que el anterior. Sin embargo, el espectro no se detenía. A su lado, el enchaquetado se estaba levantando sin flexionar las rodillas, ayudándose de ambas manos. Algún proverbial problema con las articulaciones en las piernas. Si finalmente conseguía incorporarse iba a tener problemas.

Por fin, mirando a su enemigo directamente a su único ojo, se le ocurrió un plan. Levantó el martillo por encima de su cabeza y lo hundió en aquella masa gris bulbosa que le rodeaba la cuenca ocular. El espectro no acusó ninguna reacción de dolor, pero empezó a girar la cabeza como si buscara algo. Levantó las manos, tanteando. Estaba ciego.

Aranda se apartó para que el espectro continuara su búsqueda errática, sintiendo una sensación de alivio. Se volvió justo a tiempo para encontrarse de frente con el otro zombi, que había conseguido incorporarse. Su mirada estaba tan llena de cólera que casi podía sentir las chispas alcanzándole. Entonces se deslizó con una rápida maniobra hacia su espalda, cogió la chaqueta y la camisa que llevaba debajo y las levantó con fuerza, obligándole a levantar los brazos, hasta dejar la ropa enganchada a la altura de los codos. El espectro perdió al instante todo su aterrador aspecto: parecía un pelele incapaz de vestirse él solo. Para terminar, saltó sobre su espalda y le obligó a caer al suelo; luego se retiró rápidamente.

Ya estaba, nunca se levantaría por sí solo. Se sacudía y forcejeaba en el suelo, incapaz de desprenderse de la chaqueta. El otro espectro se alejaba en una dirección indeterminada, como si hubiera perdido todo el interés al perder el estímulo visual.

Echó de nuevo un vistazo al paseo marítimo. Los otros zombis estaban aún lejos y no parecían haberse percatado de la refriega, sin embargo, sabía demasiado bien que era cuestión de tiempo que llegaran más, la calma que precede a la tormenta, así que volvió al interior de la caseta y puso sus manos sobre el motor fueraborda. Estaba fatigado, y los contundentes golpes que había propinado con el martillo no le ayudaban a recuperar el pulso. No obstante, el tiempo corría como si llevara las zapatillas aladas del mismísimo Hermes, así que lo cargó de nuevo tal y como había hecho antes y comenzó su lenta andadura hacia la barca. Cluc, cloc… la gasolina iba de un lado a otro en el interior a medida que avanzaba.

Tardó un buen rato en llegar, y cuando lo hizo, sintió que sus pulmones no daban abasto para inhalar todo el aire que su cuerpo demandaba. Los brazos le dolían, la espalda parecía haber pasado por las manos de un ejército de púgiles encolerizados. Durante todo el trayecto se sorprendió a sí mismo girando la cabeza continuamente, no sólo para mantener controlados al enchaquetado y su colega ciego, sino para asegurarse de que ningún otro caminante se unía a la fiesta. Estaba ligeramente mareado, y sabía exactamente por qué era: estaba literalmente muerto de miedo.

Colocar el motor en su emplazamiento resultó mucho más fácil de lo que había pensado. Luego volvió a por un par de rodillos para deslizar la barca, cosa que consiguió sin más sobresaltos. Empujar la barca, sin embargo, fue otra cosa. Descubrió que la vieja quilla de madera hacía un ruido horrible, alto y fuerte, al deslizarse por los rodillos. Dio un respingo, como si hubiera puesto una radio a todo volumen en una biblioteca atestada de estudiantes embebidos en sus libros. Empujó de nuevo. Crrrrriiiiiikkkk. ¿No había demasiado silencio ahora? Miró hacia atrás. Cambió el rodillo y empujó de nuevo. Crrraaaakkkk.

De repente, escuchó los gruñidos de los muertos, convergiendo en un clamor creciente que consiguió helarle la sangre y los huesos.

– Hos… tia… -balbuceó.

Se obligó a moverse, a mover el rodillo de atrás hacia adelante, empujar… empujar… y volver a mover el segundo rodillo de nuevo, de atrás hacia adelante. Miró otra vez.

– Oh, Dios… no…

Los zombis se habían puesto en marcha, en gran número. Llegaban a paso vivo, dejándose caer por la barandilla del paseo. A veces, uno de ellos caía sobre otro y era pisoteado, pero eso no parecía importarles, funcionaban como una comejenera, como si obedecieran a una sola mente común. Gruñían y lanzaban quejumbrosos lamentos arrastrados.

– Dios mío… por favor…

Apenas unos metros le separaban del agua. Aranda se movía con toda la rapidez que le permitían sus exhaustas energías. De atrás hacia adelante; empujar. Crrrrraaaakkk. De atrás hacia adelante. Cada vez que tenía que extraer el rodillo y volverlo a colocar delante le parecía que iba a ser la última: ya no se sentía con fuerzas para seguir empujando. Sin embargo, se encontraba a sí mismo haciéndolo, con lágrimas en los ojos y un fuerte nudo de tensión atenazándole la boca del estómago. Por fin, encontró el agua del mar lamiendo la arena bajo sus pies.

Cambió por última vez el rodillo: el siguiente empuje puso la barca a merced de las olas. Esperó a que la siguiente ola rompiera para darle el empujón definitivo. Justo a tiempo; al mirar atrás vio que los muertos vivientes se encontraban a unos escasos metros, trotando sobre sus piernas torpes y retorcidas.

Saltó sobre el bote y bajó el motor para introducir la hélice en el agua. Los espectros ya estaban allí. Uno de ellos, como adivinando que su presa estaba a punto de escaparse, se lanzó en plancha agarrando el fueraborda con las manos. Juan lo puso en marcha inmediatamente, y sus hélices al girar arrojaron minúsculos trozos de carne en todas direcciones; el espectro se incorporó, levantando los muñones cercenados que eran sus brazos. Su boca era una "o" perfecta.

Mientras tanto, los espectros seguían llegando y pronto hubo otras manos intentando agarrar la barca, pero el potente motor hizo su trabajo y ninguno de los muertos vivientes consiguió permanecer agarrado el tiempo suficiente. Sólo entonces, cuando la barca fue alejándose del enorme grupo de zombis, Juan profirió grandes gritos de júbilo acompañados de sonoras carcajadas. Levantaba las manos hacia el cielo y chillaba, eufórico, hasta que no pudo gritar más. Luego se tumbó hacia atrás y dejó que el viento y la brisa marina le revolvieran el pelo. Se dijo a sí mismo que era como inhalar vida en su estado más puro, y durante varios minutos se concentró solamente en respirar.


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