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No eran ni las ocho de la mañana, y Juan Aranda ya hacía rato que estaba de pie ocupado en sus quehaceres diarios. Siempre era la misma actividad: desayuno fugaz, un par de vueltas a la pista deportiva y un baño en la piscina, más por aseo que por puro ejercicio físico. También repasaba el tablón de tareas, donde se mezclaban las cotidianas con las más excepcionales, como la reunión que tenía con el doctor Rodríguez.

No sin esfuerzo, habían conseguido llevar doce de los caminantes a la sala de enfermería donde Rodríguez había montado un improvisado laboratorio. Todos tenían preguntas, y esperaban que un examen médico de por qué los muertos habían vuelto a la vida les ayudase a entender y enfrentarse al problema. ¿Por qué esa violencia desmedida? ¿Por qué atacaban sólo a los vivos?

Juan llegó a la enfermería puntual. El olor inequívoco a tanatorio le asaltó inmediatamente, mezcla de químicos, productos de limpieza, y el olor dulzón y concentrado de los cuerpos expuestos para su examen. Rodríguez le recibió con una máscara anestésica, la cual se puso inmediatamente.

Se acercaron a la mesa de operaciones, donde yacía uno de los cadáveres, un hombre de cierta edad con una expresión atroz grabada en su rostro inmóvil. Una mugrienta sábana le cubría parcialmente. Por debajo de su costado brotaba un icor denso, de un rojo desvaído, con corpúsculos amarillos.

– Esto es asqueroso, Antonio… -comentó Aranda, dando dos pasos atrás para alejarse del cadáver.

– Sí… ya me gustaría tener mi sala de operaciones para estas cosas, mi instrumental, mi cámara frigorífica. Pero hago lo que puedo. Vamos rápido, este cadáver tiene que irse esta misma mañana, empieza a emanar vapores nocivos.

– Bueno, ¿y qué tenemos?

– Veamos… -dijo Rodríguez-. Algunas cosas, de hecho. He podido hacer algunas pruebas, y he practicado exámenes forenses a todos los cadáveres que hemos conseguido. Todos tenían cosas en común. Por ejemplo, el cerebro. En todos los casos, la masa cerebral sufría una severa atrofia, similar a la que se puede encontrar en un cerebro días después de que se produzca el fallecimiento natural por falta de riego. Lo realmente curioso es que he podido localizar trazas de células de Pick en todos los casos.

– Células Pick… -dijo Aranda despacio, intentando asimilar.

– Sí. Es una enfermedad muy conocida, pero bastante rara. Las personas que padecen esa enfermedad tienen sustancias anómalas, llamadas cuerpos de Pick o células de Pick, dentro de las neuronas en las áreas dañadas del cerebro. Estos cuerpos contienen una forma anormal de una proteína llamada Tau, que se encuentra en todas las neuronas. La proteína Tau, a su vez, está muy implicada en la aparición de enfermedades más extendidas y conocidas como el Alzheimer.

– ¿Qué les pasa a las personas que contraen esa enfermedad? -quiso saber Aranda.

– La enfermedad es degenerativa. Con el tiempo, los tejidos en los lóbulos frontal y temporal comienzan a encogerse. Síntomas como cambios en el comportamiento, dificultades en el habla y deterioro de la capacidad intelectual ocurren gradualmente, pero siguen empeorando. Lo que quiero subrayar con todo esto es que la enfermedad de Pick afecta como mucho a un siete por ciento de la población mundial, así que las probabilidades de encontrar dicha proteína en todos y cada uno de los cadáveres examinados son del todo nimias.

– ¿Cuántos cadáveres has podido examinar, en total? -interrumpió Aranda.

– Doce, contando con… la atrocidad desmembrada que conseguimos la semana pasada.

– Entiendo.

– Pero espera… he encontrado muchas más cosas. Como común denominador he podido encontrar un agente patógeno en la sangre. Es… es un descubrimiento médico increíble, Juan -dijo, visiblemente excitado-. Este agente usa las células del lóbulo central para reproducirse, aunque no dispongo de material suficiente para averiguar cómo lo hace. Lo que sí me ha quedado claro es que, al reproducirse, destruye esas células. Eso provoca que, durante ese proceso, todas las funciones del cuerpo se detengan. Completamente.

– El coma… -dijo Aranda, más para sí que como respuesta.

– Justamente. Pero es algo más que un coma. Alguien en ese estado podría ser dictaminado clínicamente muerto. Yo firmaría una declaración así sin dudarlo: no hay consciencia, no hay pulso, no hay respiración ni actividad cerebral. Pero el cerebro sigue vivo, aletargado, mientras el agente muta las células a una velocidad prodigiosa, muy similar a la increíble explosión de vida que es el momento en el que el óvulo humano es fecundado y comienza la duplicación de células. No hay nada parecido en todo el proceso evolutivo de un organismo, ni existe ningún virus que provoque alteraciones semejantes a esa velocidad. Desde luego ninguno de los grandes: el ébola, la turalemia, la brucelosis…

– Espera un segundo… ¿Cómo que…? ¿Qué quieres decir con alteraciones, que muta las células?

Rodríguez le brindó una amplia sonrisa.

– Ahí está lo increíble… Naturalmente, no he podido ver cómo se despliega el proceso… Sería interesante poder asistir a la fase de… zombificación, o como quieras llamarlo. Pero sé que las células que puedes extraer de todos esos cadáveres, y examinar en un microscopio convencional, son esencialmente diferentes de las células humanas en una cosa.

Aranda guardó silencio, expectante.

– No necesitan oxígeno. Prescinden totalmente de ese componente esencial de la vida.

Aranda le miró a los ojos, como si esperase que el doctor fuera a irrumpir en una sonora carcajada, anunciando el final de una broma.

– Pero Antonio… en el colegio nos enseñaban que, al no recibir la cantidad adecuada de oxígeno, las células comienzan un deterioro importante, y también que, de no recibir oxígeno por un tiempo prolongado, mueren definitivamente…

– Correcto -dijo Rodríguez, solícito. Era obvio que estaba disfrutando con la conversación-. Mueren, sin posibilidad de regeneración. Pero estas células no. Tienen un núcleo totalmente diferente a nada que haya visto antes, tan complejo y especializado que resulta espeluznante. Cuando las observé en el rudimentario microscopio de que disponemos me llevaron a pensar en los extremófilos… ¿has oído hablar de ellos?

– No, la verdad.

– Hace unos treinta años -continuó el doctor-, se pensaba que las condiciones necesarias para la vida, como temperatura y humedad, eran muy estrictas, demasiado, de hecho, como para pensar que las probabilidades de que hubiese vida en otros planetas fuesen admisibles. Hasta que descubrieron los extremófilos. Ese descubrimiento le sirvió a la NASA para garantizar una partida presupuestaria suficiente para enviar sondas a Marte. Pero… no nos desviemos, los extremófilos no son sino organismos que prosperan en condiciones extremas. Se dan numerosos casos aquí en la Tierra. Algunos de estos organismos viven en el interior de placas de hielo, a temperaturas que colapsarían inmediatamente cualquier ser viviente sobre la Tierra por el simple procedimiento de la congelación instantánea; otros, en el agua hirviente que rodea los respiradores del fondo oceánico. Los hay que viven en comunidades lejos de la luz solar y obtienen energía de origen químico. Incluso se han encontrado bacterias a tres kilómetros de profundidad en la corteza terrestre que convierten el hidrógeno en agua. Los extremófilos respaldan la idea de que la vida puede darse en un gran número de condiciones. Pues bien… -Tomó aire, meditó unos segundos para sí mismo sin apartar la vista del cadáver, y continuó-: Mi teoría particular es que estamos hablando de un agente patógeno extremófilo. Deberías ver su núcleo, ni siquiera en el caso de las células eucariotas…

– Un momento, un momento… -pidió Aranda, interrumpiendo de nuevo-. Déjame recapitular un segundo. Tenemos un agente patógeno… y sabemos que el agente necesita matar al individuo para prosperar; esto forma parte de su ciclo, porque en un huésped vivo no tiene control sobre el sistema nervioso y si el sujeto no ataca, no hay contagio. Así que… el agente va directamente al sistema nervioso… como la rabia, ¿no es así? Pero necesita que el organismo esté clínicamente muerto para poder tomar control, y consigue sobrevivir sin oxígeno ni energía directa de nutrientes y similares por su naturaleza extremófila… Así que infecta el cerebro… ¿Por eso no hemos visto animales infectados?

– Eso es -dijo Rodríguez-. Ése es un motivo por el que nuestro agente sólo puede prosperar en humanos, porque nuestra corteza cerebral está suficientemente desarrollada como para eso. Eso explica también el comportamiento agresivo: utiliza la corteza cerebral para inducirlo.

– Madre del amor hermoso… -exclamó Aranda, todavía dándole vueltas a todo lo que acababa de asimilar.

– Juan… -dijo el médico despacio-, si pudiéramos llegar de alguna forma a mi despacho, en el Hospital, podríamos aislar ese agente, hacer algunas pruebas… analizarlas metabólicamente. Podríamos saber cómo atacarlas.

Cruzaron sus miradas mientras hacían bailar las ideas en sus mentes. Sabían que el hospital había sido un gran foco de contagio en los primeros días de la infección, pero también sabían que la zona se había despoblado en las semanas siguientes: los zombis se habían propagado hacia otras secciones de la ciudad, al norte, al este, al sur. No fue hasta más tarde que los muertos volvieron, como una ola que se retira para romper. Eso les dejaba jugar con la posibilidad de que quizá el hospital no estuviera más poblado que los otros edificios.

– Eso podría hacerse, Antonio. Dozer y su gente se ha vuelto muy, muy eficiente en sus incursiones… y el hospital está tan cerca…

– ¿Se lo decimos a los otros?

– Aún no. Dejemos que el Comité haga su trabajo primero, tienen demasiado en qué pensar. Cuando vuelvan… con ese cura o sin él, planearemos cómo llevarte a tu despacho.

El doctor Rodríguez asintió.

– Pero antes saquemos esto de aquí… -continuó, señalando el cuerpo con el vientre diseccionado-, o tendremos que quemar el edificio para sacar el olor.


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