Los kernels ocupan un lugar destacado en la Primera Crónica, pero se dan por supuestos y aparecen también en las demás. Kernel es en realidad un neologismo originado a partir de Ker-N-le, abreviatura de «Kerr-Newman black hole» (agujero negro de Kerr-Newman).
Para explicar los agujeros negros de Kerr-Newman, será mejor seguir la técnica de McAndrew y remontarnos al pasado lejano. Comenzaremos en 1915, cuando Albert Einstein publicó las ecuaciones de campo de la relatividad general en su forma actual. Desde 1906 venía intentando distintas formaciones posibles, pero ninguna de ellas lo satisfizo hasta que llegó a la serie de 1915. Su enunciado final consistió en diez ecuaciones diferenciales parciales, no-lineales y asociadas, que relacionaban la curvatura del espacio-tiempo con la presencia de materia.
Las ecuaciones son muy elegantes y pueden escribirse en forma tensorial con una sola línea de álgebra. Pero desarrolladas en toda su extensión, son tremendamente largas y complejas. Tanto es así que el mismo Einstein no confió en ver ninguna solución exacta, y quizá por ello no se ocupó demasiado en buscarla. Cuando un año más tarde Karl Schwarzschild encontró una solución exacta al «problema de un cuerpo único» (halló el campo gravitacional que produce una partícula de masa aislada), al parecer Einstein se mostró muy sorprendido.
Durante muchos años, esta «solución Schwarzschild» se consideró interesante desde un punto de vista matemático, pero sin importancia física real. La gente tenía mucho más interés en examinar las soluciones aproximadas de las ecuaciones de campo einstenianas que permitieran poner a prueba la teoría. Todos querían comparar las ideas de Einstein sobre la gravedad con las que doscientos cincuenta años atrás había dado a conocer Isaac Newton, para detectar posibles diferencias. El caso del «campo fuerte» contenido en la solución Schwarzschild parecía menos importante para el mundo real.
Durante los veinte años siguientes, apenas se descubrió nada que nos condujera a los kernels. Poco después de que Schwarzschild publicara su solución, Reissner y Nordstrom resolvieron las ecuaciones generales de la relatividad para una partícula de masa esférica que además tuviera carga eléctrica. Esto incluía la solución de Schwarzschild como caso específico, pero no se le atribuyó ninguna importancia física y, como en el caso anterior, se mantuvo como mera curiosidad matemática.
Pero en 1939 cambiaron las cosas. Ese año, Oppenheimer y Snyder estudiaron el colapso de una estrella bajo fuerzas gravitacionales, situación que sí tenía trascendencia física por cuanto se trata de un acontecimiento estelar frecuente.
En su resumen hay dos observaciones que merecen citarse literalmente: «A menos que la fisión causada por rotación, la radiación de la masa o la expulsión de masa por radiación reduzcan la masa de una estrella al orden de la del Sol, esta contracción continuará indefinidamente.» En otras palabras, una estrella puede colapsarse, pero si además es suficientemente pesada, no habrá forma de que la contracción y el colapso puedan detenerse. Y: «El radio de las estrellas se acerca asintóticamente a su radio crítico gravitacional; la luz emitida por la superficie de la estrella se desplaza progresivamente hacia el rojo, y puede escapar por un espectro de ángulos cada vez más estrecho.» He aquí la primera imagen moderna de un agujero negro; un cuerpo con un campo gravitacional tan fuerte que de él no escapa luz. (Decimos «imagen moderna» porque en 1795 Laplace observó, como curiosidad, que un cuerpo suficientemente grande podría tener una velocidad de escape de su superficie que excediera la velocidad de la luz; en cierto sentido, predijo el agujero negro antes de que terminara el siglo XVIII.) Nótese que el cuerpo en contracción no prosigue este proceso indefinidamente si es del tamaño del Sol o menor. Así pues, no debe preocuparnos la posibilidad de que la Tierra, o la Luna, se contraigan indefinidamente hasta convertirse en agujeros negros. Nótese también que se hace referencia al «radio crítico gravitacional» del agujero negro. Esto derivó directamente de la solución Schwarzschild:
la distancia en la que el enrojecimiento de la luz se volvía infinito, de tal forma que un observador exterior jamás podría ver ninguna luz procedente desde dentro de dicho radio. Puesto que el radio crítico gravitacional del Sol es sólo de unos tres kilómetros, si el Sol se viera comprimido a estas dimensiones, las condiciones dentro del cuerpo contraído estarían más allá de lo imaginable. La densidad de la materia sería de unos veinte mil millones de toneladas por centímetro cúbico.
Tal vez penséis que el trabajo de Oppenheimer y Snyder, con sus conclusiones aparentemente insólitas, causó una gran sensación. Pero en realidad suscitó escasa atención durante varios años. También fue considerado como una curiosidad matemática, un resultado que los físicos no debían tomar muy seriamente.
¿Qué estaba ocurriendo? La solución Schwarzschild había quedado olvidada en un estante durante una generación, y luego los resultados de Oppenheimer apenas despertaron un ligero interés.
Uno podría argüir que en los años veinte la atención de los físicos eminentes estaba en otra parte: todos se nutrían del cauce de teorías y experimentos que habían conducido a la teoría cuántica. Pero ¿y en los cuarenta y cincuenta? ¿Por qué razón no hubo grupos de físicos que investigaran las consecuencias de una masa estelar indefinidamente en contracción con respecto a la relatividad general y a la astrofísica?
Pueden darse diversas explicaciones; yo me inclino por una que cabe en una sola palabra: Einstein. Fue una figura colosal que durante la primera mitad del siglo abarcó todas las ramas de la física. Incluso hoy tiene una proyección inmensa sobre toda la ciencia. Hasta su muerte, en 1955, los investigadores de la relatividad general y la gravedad sintieron de manera constante su presencia, como si su genio atisbara por encima de los hombros de los científicos. Si Einstein no había podido descubrir este misterio, se decía tácitamente, ¿qué posibilidad tendría el resto? Sólo después de su muerte resurgió el interés por la relatividad general y hubo notables progresos. Una de las figuras destacadas de ese resurgimiento, John Wheeler, forjó en 1958 el inspirado nombre con el que la solución Schwarzschild captaría la atención de todo el mundo: el agujero negro.
Aún no hemos llegado al kernel. El agujero negro que bautizó Wheeler seguía siendo el de Schwarzschild, ese objeto del que McAndrew habla con tanto desdén. Tenía masa, y posiblemente carga eléctrica, pero eso era todo. El paso siguiente se dio en 1963, y fue una verdadera sorpresa para todos los que trabajaban en la materia.
Roy Kerr, quien por entonces estaba vinculado a la Universidad de Texas, en Austin, estuvo trabajando sobre cierta serie de ecuaciones de campo einstenianas que suponían una forma inusualmente simple de métrica (la métrica es lo que define las distancias en un espacio-tiempo curvo). El análisis era muy matemático y parecía totalmente abstracto hasta que Kerr descubrió una solución exacta a las ecuaciones. La solución incluía la de Schwarzschild como caso especial, pero había más: proporcionaba otra cantidad que Kerr pudo asociar con la rotación.
En el Physical Review Letters de septiembre de 1963, Kerr publicó un trabajo de una página, con un título no muy atractivo: «Campo gravitacional de una masa en rotación como ejemplo de métricas algebraicamente peculiares.» En este trabajo describía la solución Kerr para un agujero negro en rotación. Me parece justo señalar que todos, incluso el mismo Kerr, se quedaron estupefactos.
El agujero negro de Kerr posee un número de fascinantes propiedades. Pero antes de centrarnos en ellas demos el paso final que falta para llegar al kernel. En 1965, Ezra Newman y sus colegas de la Universidad de Pittsburgh publicaron una breve nota en el Journal of Mathematical Physics, donde señalaban que la solución Kerr podía generarse a partir de la solución Schwarzschild mediante un curioso truco matemático, en el que una coordenada real era reemplazada por una compleja. También señalaron que el mismo truco podía aplicarse a un agujero negro cargado, y así pudieron dar la solución para un agujero negro cargado y en rotación: el agujero negro de Kerr-Newman, que aquí llamo kernel. El kernel tiene todas las características que tanto admira McAndrew. Puesto que posee carga, se le puede mover empleando campos magnéticos y eléctricos, y puesto que puede añadírsele y quitársele energía de rotación, puede utilizarse como fuente y depósito de energía. El agujero negro de Schwarzschild carece de estas interesantes propiedades. Como dice McAndrew, se limita a estar ahí, quieto.
Uno podría pensar que esto es sólo el comienzo, que podría haber agujeros negros con masa, carga, rotación, asimetría axial, momentos dipolares, momentos cuadrupolares, y muchas otras propiedades. Pero resulta que no es así. Las únicas propiedades que puede tener un agujero negro son masa, carga, rotación y momento magnético, y este último está determinado sólo por las otras tres variables.
Este curioso resultado, que suele formularse mediante el teorema «un agujero negro no tiene cabello» (es decir, ninguna estructura detallada), quedó probado a satisfacción de la mayoría en una formidable serie de trabajos escritos por Werner Israel, Brandon Cárter y Stephen Hawking entre 1967 y 1972. Un agujero negro se determina únicamente por su masa, rotación y carga eléctrica. Los kernels son el fin de la línea, y representan el tipo más general de agujeros negros que permite la física.
A partir de 1965 hubo más personas dedicadas a la gravedad y relatividad general, y no tardaron en descubrirse otras propiedades de los agujeros negros de Kerr-Newman, algunas de ellas muy extrañas. Por ejemplo, al agujero negro de Schwarzschild se le asocia una superficie característica, una esfera donde el enrojecimiento de la luz tiende a infinito, y desde cuyo interior no puede enviarse información al mundo exterior. Esta superficie recibe diversos nombres: superficie de corrimiento infinito hacia el rojo, superficie de trampa (o trampa gravitacional), membrana de sentido único, y horizonte de acontecimientos. Pero los agujeros negros de Kerr-Newman resultan tener dos superficies características asociadas, y en este caso la superficie de variación roja infinita es distinta del horizonte de acontecimientos.
Para visualizar estas superficies, cójase un panecillo de hamburguesas y ahuéquese el interior de tal forma que se pueda poner dentro una hamburguesa entera. En el caso de un agujero negro de Kerr-Newman, la superficie exterior del panecillo (que es de forma algo elipsoidal) es la superficie de corrimiento infinito hacia el rojo, el «límite estático» dentro del cual no hay partícula que pueda permanecer quieta, por mucho que trabajen los motores de sus cohetes. Dentro del panecillo, la superficie de la hamburguesa es una esfera, el «horizonte de acontecimientos», del que no pueden escapar la luz ni las partículas. Nunca puede saberse nada de lo que ocurre dentro de la superficie de la hamburguesa, de tal forma que su composición es un completo misterio (tal vez les haya quedado la misma impresión después de comer ciertas hamburguesas). En un agujero negro en rotación, las superficies del panecillo y la de la hamburguesa se tocan sólo en los polos norte y sur del eje de rotación (el centro superior e inferior del pan). Sin embargo, la región realmente interesante es la que queda entre ambas superficies, el resto del pan, que suele llamarse ergosfera. Posee una propiedad gracias a la cual el kernel se convierte en un kernel de energía.
Roger Penrose señaló en 1969 que una partícula puede dirigirse a un agujero negro de Kerr, partirse en dos una vez dentro de la ergosfera, y que luego una parte de ella puede ser lanzada de tal forma que contenga más energía total que la partícula entera que ingresó. Por tanto, habremos extraído energía del agujero negro.
¿De dónde proviene esta energía? Los agujeros negros podrán ser misteriosos, pero de todos modos no pensamos que en ellos la energía se cree a partir de la nada.
Obsérvese que hemos dicho agujero negro de Kerr, no de Schwarzschild. La energía que extraemos proviene de la que desarrolla el agujero negro al girar, y si un agujero negro no gira, no hay modo de que podamos extraer energía de él. Como señalaba McAndrew, un agujero negro de Schwarzschild es pesado, es un objeto muerto que no puede emplearse para producir energía. A diferencia de él, el agujero negro de Kerr es una de las fuentes energéticas más eficientes que puedan concebirse, muchísimo más que casi todos los procesos de fusión o fisión nuclear. (Un agujero negro de Kerr-Newman permite realizar el mismo proceso de extracción de energía, aunque hay que ser más cuidadosos, ya que sólo puede utilizarse una parte de la ergosfera.) Si un agujero negro de Kerr-Newman se origina con sólo una pequeña energía de rotación, el proceso de extracción de energía puede revertirse, para incrementar su energía rotativa. A esto se refiere McAndrew cuando habla de «acelerar» la rotación del kernel (spin up). «Desacelerar» (la rotación) es el proceso opuesto mediante el cual se extrae energía (spin down). Un breve trabajo de Christodoulou que apareció en el Physical Review Letters de 1970 analizaba los límites de este proceso, y señalaba que la rotación de un kernel puede acelerarse hasta cierto límite, que se denominó solución Kerr «extrema». Pasado dicho límite (que nunca puede alcanzarse siguiendo el proceso de Penrose) se llega a una solución a las ecuaciones de campo de Einstein. Esto fue obra de Tomimatsu y Sato, quienes lo expusieron en 1972 en otro trabajo de una página en el Physical Review Letters. Indudablemente es una solución de lo más peculiar. No tiene horizonte de acontecimientos, lo cual significa que las actividades que se desarrollan allí no están resguardadas del resto del universo como sucede con los kernels comunes. Y a esta solución se asoció lo que dio en llamarse «singularidad desnuda», donde ya no se aplican las relaciones de causa y efecto. Este curioso objeto fue analizado por Gibbons y Russell-Clark en 1973, en otro trabajo publicado en el Physical Review Letters.
Esto sí que parece dejarnos en buena posición. Hasta ahora todo ha sido coherente con la física actual. Tenemos kernels cuya rotación puede acelerarse y desacelerarse por procedimientos bien definidos, y si concedemos que McAndrew pudiese de algún modo llevar un kernel más allá de su forma extrema, tendríamos algo con una «singularidad desnuda». Parece improbable que pueda existir una condición física semejante, pero en caso de que la hubiera, el espacio-tiempo sería sumamente peculiar en ella. No quedarían garantizadas ciertas direcciones de simetría en el espacio-tiempo —llamadas «vectores de muerte»— que encontramos en todos los agujeros negros de Kerr-Newman. Todo muy bonito.
¿O no?
Oppenheimer y Snyder señalaron que los agujeros negros se originan cuando inmensas masas, más grandes que el Sol, se contraen bajo un colapso gravitacional. Los kernels que nos interesan son mucho más pequeños que éstos: necesitamos poder moverlos alrededor del Sistema Solar, y el campo gravitacional de un objeto de la masa del Sol despedazaría el Sistema. Por desgracia, ni en el trabajo de Oppenheimer —ni en ninguna otra parte— se prescribía cómo crear agujeros negros pequeños.
Por fin, Stephen Hawking acudió al rescate. Afirmó que los agujeros negros, además de originarse a partir de estrellas en contracción, también pudieron crearse en las condiciones extremas de presión que existieron durante el Big Bang que dio principio a nuestro Universo. Es posible por tanto que se hayan originado pequeños agujeros negros de peso inferior a la centésima de miligramo. Al cabo de miles de millones de años, éstos pudieron asociarse unos con otros para producir agujeros negros de mayor tamaño, de cualquier dimensión que uno se pueda imaginar. Al parecer, tenemos el mecanismo que produciría kernels del tamaño deseado.
Por desgracia, Hawking no tardó en quitar lo que él mismo había dado. Tal vez la mayor sorpresa de toda la historia de los agujeros negros se produjo cuando demostró que los agujeros negros no son negros.
La relatividad general y la teoría cuántica se desarrollaron en este siglo, pero nunca se las pudo combinar de modo satisfactorio. Los físicos lo advirtieron, y durante mucho tiempo esto les produjo inquietud. En un intento de lograr lo que John Wheeler denomina «el feroz matrimonio de la relatividad general con la teoría cuántica», Hawking estudió los efectos de la mecánica cuántica en las proximidades de un agujero negro. Halló que del agujero pueden (y deben) emitirse partículas y radiación. Cuanto más pequeño es el agujero, más rápido es el nivel de radiación. Pudo relacionar la masa del agujero negro con la temperatura, y como puede suponerse, un agujero negro «más caliente» emite partículas y radiación mucho más deprisa que uno «frío». Para un agujero de la masa del Sol, la temperatura asociada es menor que la temperatura general del Universo. Un agujero negro así recibe por tanto más de lo que emite, de tal forma que su masa se incrementa cada vez más. Sin embargo, en el caso de un agujero negro pequeño, con los pocos miles de millones de toneladas de masa que deseamos en un kernel, la temperatura es tan alta (diez mil millones de grados) que los agujeros negros emiten un rápido y gigantesco estallido de radiación y partículas. Más aún, un kernel que gire velozmente irradiará sobre todo partículas que disminuyan su momento angular, y uno muy cargado preferirá irradiar partículas cargadas que reduzcan su carga global.
Estos resultados son tan extraños que Hawking dedicó gran parte de 1972 y 1973 a buscar errores en su propio análisis. Sólo cuando realizó todas las verificaciones que se le pudieron ocurrir decidió aceptar la conclusión: después de todo, los agujeros negros no son negros, y los más pequeños son los menos negros.
Esto nos plantea un problema a la hora de utilizar los kernels de energía en un relato. En primer lugar, el argumento de que puede disponerse fácilmente de ellos y de que son restos del nacimiento del Universo ha sido destruido. Y en segundo lugar, es peligroso estar cerca de un agujero negro de Kerr-Newman: emite radiación y partículas de alta energía.
Este es el punto en que se detiene la ciencia de los agujeros negros de Kerr-Newman y deja lugar a la ciencia ficción. En estas historias doy por sentado que existe un proceso natural hasta ahora desconocido que crea agujeros negros de cierto tamaño de forma continua. No pueden crearse demasiado cerca de la Tierra, pues entonces los veríamos. Pero fuera del Sistema Solar conocido hay lugar de sobra… tal vez en la región ocupada por los cometas de período largo, desde allende la órbita de Plutón hasta un año luz del Sol, tal vez.
En segundo lugar, supongo que un kernel puede ser rodeado por un escudo (no de materia sino de campos electromagnéticos) que refleja todas las partículas y radiación emitidas de vuelta hacia el agujero negro. De este modo los seres humanos podrían trabajar cerca de los kernels sin freírse en una tempestad de radiación y partículas de alta energía.
Incluso rodeado por un escudo de estas características, un agujero negro en rotación seguiría siendo observable por alguien cercano. Se sentiría su campo gravitacional, y produciría un curioso efecto conocido como «arrastre inercial».
Ya hemos indicado que el interior de un agujero negro está completamente resguardado del resto del Universo, de tal forma que uno nunca puede saber qué ocurre dentro de él. Es como si el interior de un agujero negro fuese un Universo separado, posiblemente con sus propias leyes físicas. El «arrastre inercial» se une a esta idea. Estamos acostumbrados a la noción de que cuando hacemos girar algo es con relación a un marco de referencia bien definido y determinado. Newton señaló en sus Principia Mathematica que un cubo de agua en rotación, a partir de la forma de la superficie del agua, pone en evidencia una rotación «absoluta» relativa a las estrellas. Esto es cierto en la Tierra, en la galaxia de Andrómeda o en el Cúmulo de Virgo. Pero no se verifica cerca de un agujero negro en rotación.
Cuanto más nos acercamos a uno de ellos, menos se aplica nuestro habitual sistema de referencia absoluto. El kernel define su propio sistema absoluto de referencia, que rota consigo. Una vez traspuesta cierta distancia al kernel (el «límite estático» del que antes hablábamos), todo se revuelve, se ve arrastrado y obligado a adoptar el sistema de referencia en rotación definido por el agujero negro en rotación.
Este dispositivo aparece por primera vez en la Segunda Crónica, pero se utiliza en todos los relatos posteriores.
Comencemos por la ciencia bien establecida. Nuevamente debemos remontarnos a comienzos de siglo, a la obra de Einstein. En el año 1908 escribió lo siguiente:
«…Suponemos la completa equivalencia física de un campo gravitacional y la correspondiente aceleración del sistema de referencia…» Y en 1913:
«Un observador encerrado en un ascensor no tiene modo de saber si el ascensor está en reposo en un campo gravitacional estático o si el ascensor está situado en un espacio de gravedad, con movimiento acelerado mantenido por fuerzas que actúan sobre el ascensor (hipótesis de equivalencia).» Esta hipótesis o principio de equivalencia es un componente central de la relatividad general. Si uno pudiera ser acelerado en una dirección dada a mil g, y simultáneamente arrastrado en la dirección inversa por una intensa fuerza gravitacional que produjera mil g, uno no sentiría ninguna fuerza. Sería como estar en caída libre.
Como dice McAndrew, cuando se comprende este hecho, el resto es mecánica pura. Uno coge un gran disco circular de materia condensada (luego hablaremos más de esto), suficiente para producir una aceleración gravitacional de 50 g sobre un objeto de prueba (como por ejemplo un ser humano), sentado en mitad del plato. También dispone de una fuerza que acelera el plato lejos del hombre a unos 50 g. La fuerza neta sobre la persona en mitad del plato será entonces de cero. Si uno aumenta gradualmente la aceleración del plato, de cero a 50 g, para estar cómoda, la persona también tendrá que moverse gradualmente, comenzando lejos del disco para terminar en contacto con él. Así, la cápsula-habitáculo deberá moverse a lo largo del eje del disco, según sea la aceleración de la nave: alta aceleración, cerca del disco; baja aceleración, lejos del disco. Hay otra variable importante: las fuerzas de marea sobre el pasajero. Éstas son provocadas por la variación de la fuerza gravitacional en función de la distancia. No sería nada bueno que la cabeza de una persona sintiera una fuerza de un g y los pies una de treinta. Insistamos en que el nivel de variación de la aceleración no sea de más de un g por metro cuando la aceleración provocada por el disco sea de 50 g.
La aceleración gravitacional producida a lo largo del eje de un delgado disco circular de materia con masa total M y radio R, es un típico problema de teoría potencial clásica. Suponiendo que el radio del disco sea de 50 metros, que la aceleración gravitacional que actúa sobre el objeto de prueba en el centro del disco sea de 50 g y que las fuerzas de marea sean simplemente de un g por metro, puede resolverse la masa total M, junto con las fuerzas de marea y la fuerza gravitacional que actúan sobre un cuerpo a diferentes distancias Z a lo largo del eje del disco.
La Tabla I muestra el diseño de la propulsión equilibrada de McAndrew en un caso como el expuesto. La distancia de los pasajeros con respecto al centro del plato va desde 246 metros, donde el plato produce una aceleración gravitacional de 1 g sobre los pasajeros —y en la que la fuerza, neta sobre ellos es de 1 g cuando la propulsión no actúa— hasta cero metros, donde el plato produce una aceleración gravitacional de 50 g sobre los pasajeros, la propulsión los acelera a 50 g, y se sienten como si estuvieran en caída libre. Nótese que la fuerza de mareas alcanza su punto máximo, de un g por metro, cuando los pasajeros están más cerca del disco.
Este dispositivo actuaría realmente como he descrito, sin ninguna participación de la ciencia ficción, si uno pudiera proveer el plato de materia condensada y la propulsión necesaria. Por desgracia, esto resulta algo serio. Todas las distancias son razonables, y también lo son las fuerzas de marea. Lo que ya no es tan razonable es la masa del disco que hemos empleado: algo más de nueve billones de toneladas; un disco semejante de 100 metros de ancho y un metro de espesor tendría una densidad promedio de 1.170 toneladas por centímetro cúbico.
Es una densidad modesta comparada con la que existe en una estrella de neutrones, y diminuta comparada con la de un agujero negro. Sabemos que estas densidades existen en el Universo. Pero en la Tierra no disponemos en la actualidad de ningún material que se acerque siquiera a valores tan elevados: las densidades de los que conocemos son un millón de veces menores. Y si la materia no es de alta densidad, el disco de masa no funcionaría como hemos descrito. ¡Menudo problema!
Es el momento de acudir de nuevo a la ciencia ficción: supongamos que en doscientos años pudiésemos comprimir la materia a densidades muy altas, y mantenerla así mediante poderosos campos electromagnéticos. En tal caso sí podría construirse el plato de masa que necesita la propulsión de McAndrew. Haría falta muchísima materia, pero eso no sería un impedimento pues en el Sistema Solar hay materia de sobra. Y aunque una masa de 9 billones de toneladas puede parecer excesiva, según los parámetros especiales es ínfima: menos que la de un modesto asteroide.
Con esa única extrapolación de la ciencia actual, parecería posible disponer de la propulsión equilibrada de McAndrew. Hasta podríamos sugerir de qué forma efectuar la extrapolación con una aplicación razonable de la física actual.
Por desgracia, las cosas no son tan fáciles como parecen. Todavía hay mucha más ciencia ficción que dar a conocer antes de poder crear la propulsión de McAndrew como dispositivo útil. Veámoslo a continuación, y señalemos que esto es un tema central de la Tercera Crónica.
Supongamos que el mecanismo de impulsión sea el más eficiente entre los que son coherentes con la física actual: una impulsión fotónica, en la que el combustible es completamente convertido en radiación y utilizado para propulsar la nave. En la ciencia actual nada se opone teóricamente a esta clase de impulsión, y cierto análisis de las reacciones materia-antimateria indican que algún día podrá conseguirse esta impulsión fotónica. Supongamos que sabemos cómo construirla. Pero incluso con esta propulsión «suprema», la nave de McAndrew seguiría teniendo problemas. No es difícil calcular que, con una propulsión de cincuenta g, la conversión de materia a radiación necesaria para mantener la propulsión consumiría rápidamente la propia masa de la nave. En pocos días desaparecería más de la mitad de la masa, y McAndrew se quedaría sin nave en qué viajar.
Para resolver este problema hace falta mucha más ciencia ficción que la sencilla tarea de producir materia condensada estable. Debemos recurrir a la física actual con el ánimo con que Richard Nixon debió leer la Constitución de los EE.UU.: para buscar alguna escapatoria. Debemos encontrar incongruencias en el cuadro general del Universo que proporciona la física actual y explotarlas como elementos necesarios.
El mejor lugar en el que buscar incongruencias es donde ya sabernos que las hay: en la conjunción de la relatividad general y la teoría cuántica. Si calculamos la energía asociada con la ausencia de materia en la teoría cuántica —el «estado de vacío»— no obtenemos cero, como indicaría el sentido común. En cambio, obtenemos un alto valor positivo por unidad de volumen: E0. En un análisis clásico, podría argumentarse que el punto cero de energía es arbitrario, y que uno sencillamente puede comenzar a medir las energías desde el valor E0. Pero si aceptamos la relatividad general, se nos priva de esta opción. La energía, en todas sus formas, produce una curvatura del espacio-tiempo. Por lo tanto no podemos cambiar la definición del origen de la escala de energía. Si se acepta esto, no puede negarse la existencia de la energía del estado de vacío. Es real, aunque difícil de aprehender, y su presencia nos brinda el agarradero que necesitábamos.
Una vez más, acudimos a la ciencia ficción. Si al estado de vacío se asocia energía, imagino entonces que esta energía puede captarse. ¿Acaso esto no sugiere, según la relatividad [E=mc2], que al vacío también se asocia una masa, lo cual contradice la noción de vacío? Sí, lo sugiere, y lo siento, pero la paradoja no es creación mía. Está implícita en las contradicciones que surgen en cuanto uno intenta conjugar la relatividad general con la teoría cuántica.
Richard Feynman, que fue uno de los fundadores de la electrodinámica cuántica, formuló la cuestión de la energía del vacío, y calculó una estimación de la masa equivalente por unidad de volumen. La estimación fue de dos mil millones de toneladas por centímetro cúbico. La energía de dos mil millones de toneladas de materia es más que suficiente para hacer hervir todos los océanos de la Tierra (esto del vacío no es juego de niños…). Feynman, al comentar sus cálculos sobre la energía del vacío, señala: «Al menos a primera vista, semejante densidad de masa podría producir efectos gravitacionales muy grandes, no observables. Es posible que estemos calculando de un modo ingenuo, y si incluyéramos todas las consecuencias de la teoría general de la relatividad (tales como los efectos gravitacionales producidos por las altas fuerzas que aquí entran en juego), los efectos podrían anularse; pero hasta ahora nadie ha resuelto estas cuestiones. Es posible que se encuentre algún procedimiento que no sólo permita obtener energía finita del estado de vacío, sino que no provea variación relativista. Las consecuencias de este resultado son completamente desconocidas en la actualidad.»
Con semejante grado de incertidumbre en los niveles más altos de la física actual, no me siento tan incómodo al explotar las problemática energía del vacío en beneficio de la impulsión de McAndrew.
La Tercera Crónica introduce otras ideas que sin duda hoy son ciencia ficción, aunque dentro de unos pocos años puedan llegar a ser hechos científicos. En el caso de que existan formas de aislar el sistema nervioso central del hombre y mantenerlo con vida independientemente del cuerpo, poco sabemos sobre el particular. Por otra parte, no me parece que en principio la idea sea imposible: hace treinta años los transplantes cardíacos eran impensables, y hasta este siglo las transfusiones sanguíneas eran raras y sumamente peligrosas. Dentro de un siglo, las imposibilidades médicas de hoy tal vez sean rutina.
También he inventado la Invocación Sturm para sobrevivir en el vacío, pero creo que, como el Isaac Walton de la Quinta Crónica, es un componente lógico de cualquier futuro orientado hacia el espacio. Ninguno exige más tecnología que la que hoy conocemos. El control hipnótico implícito en la Invocación, aunque avanzado para la mayoría de los practicantes, ya podría lograrse. Y cualquier empresa competente de ingeniería podría construir un Walton en pocas semanas. Siento tentaciones de patentar la idea, pero temo que me la rechacen por ser invento demasiado obvio o inevitable.
Sólo la acción de la Primera Crónica sucede completamente dentro del Sistema Solar convencional de nueve planetas. Las demás transcurren, al menos parcialmente, en el Halo o Sistema Exterior, que defino como la zona que se extiende entre la órbita de Plutón y un año luz más allá del Sistema Solar. Dentro de este radio, el Sol sigue ejerciendo la principal influencia gravitacional, y controla las órbitas de los objetos que se mueven en dicha región.
Para dar una idea del tamaño del Halo, tengamos en cuenta que Plutón se encuentra a una distancia promedio de unos 6 mil millones de kilómetros del Sol. Esto equivale a cuarenta unidades astronómicas (una unidad astronómica, generalmente abreviada u. a., es la distancia media entre la Tierra y el Sol). La u. a. brinda una medida conveniente para las distancias dentro del Sistema Solar. Un año luz es aproximadamente 63.000 u. a. (para recordarlo, yo pienso que son las pulgadas que entran en una milla). Por tanto, el volumen del espacio en el Halo es cuatro mil millones de veces más grande que la esfera que encierra los nueve planetas conocidos.
Según los parámetros del Sistema Solar, el Halo es una región inmensa. Pero poco es lo que sabemos sobre el espacio más allá de Plutón. Por ejemplo, allí hay planetas adicionales, casi con certeza. La búsqueda de Plutón se vio inspirada, a principios de siglo, por las diferencias entre teoría y observación en las órbitas de Neptuno y Urano. Cuando se descubrió Plutón, pronto se advirtió que su peso no bastaba para producir las desigualdades observadas. La explicación obvia es otro planeta, más lejano aún.
Los cálculos previos de la órbita y tamaño de este décimo planeta que reconcilie la observación y la teoría en los casos de Urano y Neptuno sugieren un objeto bastante improbable, fuera del plano orbital en que se mueven todos los planetas restantes, y cuya masa sería unas setenta veces la de la Tierra. No creo que exista un objeto de estas características.
Por otra parte, los instrumentos y técnicas para observar objetos difusos están mejorando rápidamente. No me extrañaría que a principios de 1990 se descubriera un nuevo planeta más allá de Plutón.
Lo único que sabemos con certeza sobre el Halo es que está poblado de cometas. Se le suele llamar Nube de Oort, ya que el astrónomo holandés Oort sugirió hace treinta años la existencia de una nube de material cometario de un radio aproximado de un año luz, que rodearía todo el Sistema Solar. Consideró esta región como un depósito de cometas, que quizá podría contener unos cien mil millones de estos cuerpos. Los encuentros cercanos entre cometas en la región del Halo perturbarían ocasionalmente la órbita de alguno de ellos hasta hacerlo ingresar en el Sistema Interior, donde al acercarse lo suficiente al Sol se convertiría en un cometa de período largo. La interacción posterior con Júpiter y otros planetas podría convertir este cometa de período largo en uno de período corto, como el Halley o el Encke, que observamos repetidamente cuando pasan cerca de la Tierra.
No obstante, la mayoría de los cometas prosiguen su órbita solitaria en el Halo, sin acercarse jamás al Sistema Interior. El hecho de que no los veamos no significa que sean pequeños. La cantidad de luz solar que recibe un cuerpo es inversamente proporcional al cuadrado de su distancia al Sol; la superficie aparente que presenta a nuestros telescopios también es inversamente proporcional al cuadrado de su distancia a la Tierra. Respecto a los cuerpos del Halo, la luz refleja que recibimos de ellos es inversamente proporcional a su distancia al Sol elevada a la cuarta potencia. Un planeta con el tamaño y la composición de Urano, pero a una distancia de medio año luz, nos parecería siete billones de veces más débil. Y convendría recordar que el mismo Urano, de tan débil como es, no pudo ser descubierto hasta 1781, cuando hubo telescopios de alta calidad. Hasta hoy, a juzgar por la capacidad de detección de nuestros instrumentos, puede haber prácticamente cualquier cosa en el Halo.
Pero una de las muchas cosas que podría haber en él es vida. En una teoría cuidadosamente fundamentada pero controvertida, desarrollada en los últimos 20 años, Hoyle y Wickramasinghe han defendido la idea de que el espacio es un lugar natural para la creación de moléculas «prebióticas» en grandes cantidades. Las moléculas «prebióticas» son compuestos como los carbohidratos, aminoácidos y clorofila, que forman los elementos fundamentales para el desarrollo de la vida. En las nubes interestelares ya se han observado moléculas orgánicas más simples, como el metil-cianuro y el etanol.
Hoyle y Wickramasinghe van más lejos: señalan explícitamente que «en la mezcla de moléculas orgánicas, cristales y vapores de silicatos que forman la cabeza de un cometa evolucionan organismos vivientes primitivos».
La ciencia ficción de la Cuarta Crónica se basa en estos dos supuestos:
1. Las complejas moléculas orgánicas descritas por Hoyle y Wickramasinghe se encuentran en una región particular del Halo, un «anillo vital» que ocupa una franja que va desde las 3.200 a las 4.000 u. a. del Sol.
2. Los «organismos primitivos vivientes» han evolucionado algo más que lo que Hoyle y Wickramasinghe esperaban, al menos en un cuerpo de la Nube de Oort.
El Halo ofrece un espectro tan amplio para la existencia de todo tipo de objetos celestes interesantes, que supongo que aún encontraremos más en él. En la Segunda Crónica, incluyo los objetos colapsados, cuerpos de alta densidad que no son estrellas ni planetas convencionales. La línea divisoria entre estrellas y planetas suele determinarse por el hecho de que el centro del objeto experimente o no un proceso de fusión nuclear y contenga un núcleo de alta densidad de materia «en degeneración». Las teorías actuales sitúan dicha línea divisoria a una centésima de la masa del Sol. Si es más pequeña, tenemos un planeta. Si es mayor, una estrella. Supongo que en el Halo hay cuerpos intermedios, formados mayormente por materia en degeneración, pero algo más grandes que Júpiter.
Supongo también que existe un «anillo de kernels» —de agujeros negros de Kerr-Newman— a una distancia entre las 300 y 400 u. a. del Sol, y que esta misma región contiene muchos de los citados objetos colpasados. Estos cuerpos no pueden ser observados con las técnicas astronómicas conocidas hasta el día de hoy.
Tampoco los planetas errantes, por supuesto. Esto nos lleva al Quinto Problema de Vandell.
David Hilbert planteó una serie de interrogantes matemáticos en 1900. Fue mucho más que una mera lista de asuntos «difíciles de resolver». Se trataba de formulaciones concisas y exactas de problemas que, en caso de ser resueltos, podrían tener profundas consecuencias en muchas otras cuestiones matemáticas. Los problemas de Hilbert son profundos y engorrosos, y han suscitado el interés de casi todos los matemáticos del siglo xx. Por ejemplo, varios problemas de la serie preguntan si existen ciertos números «trascendentales», lo cual significa que nunca pueden aparecer como soluciones a las ecuaciones habituales de álgebra (más en concreto, no pueden ser raíces de ecuaciones algebraicas finitas con coeficientes algebraicos). Estas preguntas no fueron resueltas hasta 1930, cuando Kusmin y Siegel ofrecieron un resultado más general que el que había planteado Hilbert. En 1934, Gelfond halló otra generalización.
Actualmente no hay ningún «superproblema» en la astronomía ni en la cosmología. De haberlo, el que he inventado como Quinto Problema de Vandell sería un digno candidato, y tendrían que pasar varias generaciones antes del resolverlo. (El Quinto Problema de Hilbert, referido a una conjetura sobre la teoría de los grupos topológicos, fue resuelto finalmente en 1952 por Gleason, Montgomery y Zippin.) Ni siquiera podemos imaginar una técnica, procedimiento o instrumento de observación que pueda detectar un planeta errante. La existencia, frecuencia de aparición y modalidad de escape de los planetas errantes genera diversas preguntas referidas a la estabilidad de los sistemas de cuerpos múltiples que se mueven bajo sus atracciones gravitacionales recíprocas. Y a estas preguntas no han dado respuesta todavía los astrónomos ni los matemáticos.
En la relatividad general, hace más de sesenta años que se conoce la solución exacta del «problema de un único cuerpo» que dio Schwarzschild. El problema relativista de los dos cuerpos, de dos objetos que giran uno alrededor del otro bajo influencia gravitacional recíproca, aún no ha sido resuelto. En la mecánica newtoniana, o no relativista, el mismo Newton se ocupó de resolver el problema de los dos cuerpos hace doscientos cincuenta años. Pero la solución no relativista de los problemas de más de dos cuerpos todavía no ha sido hallada, pese a tres siglos de ardua labor.
Se ha avanzado bastante en lo que respecta al «problema restringido de los tres cuerpos», situación algo más simple donde una pequeña masa (como puede ser un planeta o un pequeño satélite natural) se mueve bajo la influencia de dos mucho mayores (sean estrellas o planetas grandes). Los cuerpos grandes definen el campo gravitacional, y el cuerpo pequeño se mueve en este campo sin contribuir significativamente con él. El problema restringido de los tres cuerpos se aplica al caso de un planeta que se mueve en el campo gravitacional de un par binario de estrellas, o de un asteroide que lo hace en los campos combinados del Sol y de Júpiter. También ofrece una buena aproximación al movimiento de un cuerpo pequeño que se moviese en los campos combinados de la Tierra y la Luna. Es por tanto un problema de interés práctico, y la lista de científicos que lo han estudiado durante los pasados doscientos años incluye a algunos de los matemáticos más célebres de la historia: Euler, Lagrange, Jacobi, Poincaré y Birkhoff. (Lagrange, en particular, halló ciertas soluciones exactas que incluyen los puntos L-4 y L-5, hoy famosos precisamente por haberse propuesto como zonas de grandes colonias espaciales.) El número de trabajos escritos sobre el tema es inmenso. En un libro que Víctor Szebehely escribió sobre la cuestión en 1967, aparecen unas 500 referencias, y se limita sólo a los trabajos más importantes.
Gracias a la labor de todos estos científicos, se sabe bastante sobre las posibles soluciones al problema restringido de los tres cuerpos. Se ha establecido que un objeto pequeño no puede ser arrojado al infinito por la interacción gravitacional de sus dos compañeros mayores. Como sucede en general con la astronomía moderna, este resultado no se establece con sólo examinar las órbitas. Se demuestra mediante argumentos generales basados en una constante particular del movimiento denominada «Integral de Jacobi».
Por desgracia, esos argumentos no pueden aplicarse en el problema general de los tres cuerpos, ni en el problema de los «n» cuerpos, donde «n» es superior a dos. Hoy los astrónomos conjeturan —aunque no demuestran— que la eyección al infinito es posible cuando hay más de tres cuerpos involucrados. En una situación como ésta, el miembro más ligero del Sistema es el que tiene más probabilidades de ser eyectado. Es probable por tanto que los planetas errantes se hayan originado en sistemas estelares de más de dos estrellas. Y de hecho esto no es nada infrecuente. Las estrellas solitarias, como el Sol, son la minoría. Una vez que el planeta errante se separa de sus padres estelares, la probabilidad de que vuelva a ser capturado por otro sistema estelar es remota. Hasta este punto, el análisis de los planetas solitarios que se hace en la Quinta Crónica es coherente con la teoría conocida, si bien se admite que esta teoría dista de ser completa.
Así pues, ¿cuántos planetas errantes hay? Puede pensarse en tantos como estrellas existen, poblando densamente la galaxia aunque sin ser detectados por nuestros instrumentos. Podría haber una media docena de ellos más cerca de nosotros que la estrella más próxima. O bien pueden ser especies en vías de extinción, cada vez más raras entre los diversos cuerpos que componen la fauna celeste.
En la Quinta Crónica sugiero que son bastante comunes. Esto me resulta fácil de aceptar como ciencia ficción porque no se conoce información en uno u otro sentido.
Parece que éste será uno de los casos concretos en que la respuesta correcta tardará mucho tiempo en conocerse. Y tal vez nunca la sepamos si nos limitamos a observar desde aquí, cerca del Sol. Quizá sólo sepamos la verdad cuando enviemos nuestros instrumentos y naves de exploración, tripuladas o no, rumbo a las estrellas.
Lo más seguro es que estas naves no se abastecerán de energía suministrada por agujeros negros de Kerr-Newman, ni utilizarán la impulsión McAndrew, ni descubrirán planetoides con vida ni planetas errantes en el Halo. Pero lo que sí creo es que serán construidas, y que utilizarán ideas, tecnología y fuentes de energía al lado de las cuales la más atrevida ciencia ficción de hoy parecerá tímida, torpe, limitada y falta de imaginación.
Y, siendo como somos, daremos por sentados los nuevos descubrimientos y los calificaremos de aburrida tecnología. Recordaremos con nostalgia las viejas épocas románticas, los sencillos días de los transbordadores espaciales, las plantas nucleares, los automóviles, la televisión, la comida cultivada en la tierra y esos ordenadores tan grandes que ocupaban toda la palma de la mano.