QUINTA CRÓNICA — EL PLANETA ERRANTE

Las leyes de probabilidad no sólo permiten las coincidencias, sino que insisten en ellas de manera absoluta.

Estaba sentada en el asiento del piloto. McAndrew miraba por encima de mi hombro. Hacía bastante rato que ninguno de los dos hablaba. Nos encontrábamos en una órbita polar baja, y recorríamos rápidamente la superficie de Vandell con todos los sensores de la cápsula bien abiertos. No sé en qué estaría pensando McAndrew, pero mi mente no seguía atentamente los controles. Una parte de mí estaba lejos, a un año y cuarto luz de distancia, en la Tierra.

¿Por qué no? Nuestra atención no era necesaria. Los sensores de supervisión estaban conectados con el ordenador principal de la nave, y todo se hacía automáticamente. Si surgía algo inesperado, nos informaba al instante. Pero nada nuevo podía suceder, nada que tuviera importancia.

Por el momento, necesitaba tiempo. Tiempo para pensar en Jan; para recordar sus diecisiete años. Para recordarla de recién nacida; la niña con su cuerpecito esbelto y su inteligencia aguda y fresca; de joven… Necesitaba tiempo para lamentar la serie de circunstancias que la habían llevado a ella y a Sven Wicklund hasta allí, para morir. Por debajo de esas nubes opalescentes, sobre la fría superficie del planeta, nuestros sensores buscaban dos cuerpos. Ninguna otra cosa tenía importancia.

Sabía que McAndrew compartía mi dolor, pero él lo llevaba de otra manera. Su atención se centraba con tanta intensidad en las pantallas de datos que mi presencia no tenía ningún interés. Sus ojos carecían de expresión. Cada dos minutos movía la cabeza y murmuraba:

—Esto no tiene sentido, no tiene ningún sentido.

Miré la pantalla que tenía ante mí, donde una vez más había vuelto a aparecer el vértice oscuro. Venía y se iba. A veces se hacía más visible, y otras se desvanecía. Ahora parecía un embudo, un canal cónico y oscuro que atravesaba la atmósfera brillante. Era la única grieta en la cubierta de nubes arremolinadas del planeta. Habíamos pasado dos veces por encima de él, la primera con esperanzas; pero los sensores habían permanecido mudos. No era una señal. Tenía que ser un elemento natural, algo como el Punto Rojo de Júpiter, alguna azarosa coincidencia de corrientes de gas en intersección.

Coincidencia. Otra vez, una coincidencia.

«Las leyes de probabilidad no sólo permiten las coincidencias sino que insisten en ellas de manera absoluta.» No podía apartar de mi cabeza las palabras de McAndrew.

Las había dicho meses atrás, un día que jamás olvidaré. Era el decimoséptimo cumpleaños dejan, y su primera oportunidad de elección. Yo estaba en la Tierra, asfixiándome en el aire sucio, para reunirme con el nuevo Director de Asuntos Exteriores. McAndrew estaba en su oficina en el Instituto Penrose. Ambos tratábamos de trabajar, pero al menos yo no lo estaba haciendo muy bien. Me preguntaba qué estaría pasando por la cabeza de Jan, que esperaba su graduación del Sistema Luna.

—Naturalmente —decía Tallboy—, habrá algunos cambios. Es de esperar, y creo que estará usted de acuerdo. Estamos revisando todos los proyectos, y tal vez surjan prioridades algo distintas, aunque estoy seguro de que mi predecesor y yo —por tercera vez había omitido llamar a Woolford por su nombre— coincidimos en todos los objetivos generales.

El doctor Tallboy era un hombre alto, de frente despejada y mirada inteligente. Aunque ya nos habíamos visto en un par de ocasiones, ésa era nuestra primera reunión de trabajo.

Me esforcé en prestarle atención.

—¿Cuándo terminará la revisión de los proyectos?

Movió la cabeza y me sonrió ampliamente, aunque en sus ojos no asomaron las líneas que suelen acompañar a una sonrisa.

—Como sin duda sabe usted muy bien, capitana Roker, estas cosas llevan su tiempo. Ha habido un cambio de Administración. Debemos preparar a muchos miembros nuevos. Y además se han producido recortes presupuestarios. La oficina de Asuntos Exteriores ha sido la más perjudicada. Proseguiremos todos los proyectos esenciales, puede estar segura ello. Pero mi función también es administrar correctamente los fondos públicos, y eso no puede hacerse con prisas.

—¿Qué hay respecto a los programas experimentales del Instituto Penrose? —dije, quizás algo abruptamente, pero hasta ese momento Tallboy no me había dado más que respuestas generales. Sabía que no debía mostrarme impaciente, pero la entrevista estaba a punto de acabar.

Se mostró vacilante y lanzó una rápida mirada a las notas que tenía sobre la mesa. No pareció que le sirviera de mucho, pues cuando levantó la mirada tenía la noble y distinguida frente arrugada, con expresión perpleja.

—Me refiero concretamente a la expedición a Alpha Centauri —señalé—. Doctor Tallboy, nos interesaría mucho un rápido visto bueno.

—Desde luego —asintió—. Como comprenderá, no estoy muy familiarizado con esa actividad en concreto. Pero le aseguro que tan pronto haya examinado al personal…

La entrevista duró quince minutos más, pero antes de que concluyera me di cuenta de que había fracasado. Había ido a arrancarle una decisión, a persuadir a Tallboy de que el programa debía proseguir tal como Woolford lo había planeado y aprobado; pero los cambios burocráticos lo alteran todo. Se olvidaba el hecho de que McAndrew y yo habíamos estado planeando la expedición desde hacía un año; se olvidaba que el Hoatzin ya había sido equipado, aprovisionado e inspeccionado, y que desde hacía mucho tiempo los planes de vuelo estaban archivados en la FUE. Se olvidaban los nuevos equipos de observación que habíamos cargado en la nave con tanto cuidado y esmero. Eso había ocurrido durante la anterior Administración. Ahora llegaba otra y todo debía comenzar desde cero, y yo no podía hacer absolutamente nada al respecto.

Antes de que me acompañara hacia la puerta con corteses comentarios sobre su interés en la actividad del Instituto, logré arrancarle una promesa: visitaría el Instituto personalmente tan pronto se lo permitiera su agenda. No era como para echar las campanas al vuelo, no pude sacarle más.

—¿Va a venir en personal —preguntó McAndrew. Había corrido al teléfono más próximo en cuanto salí de la Oficina de Asuntos Exteriores—. ¿Crees que lo hará?

—Sí. No lo he dejado a su arbitrio. Al salir me he encontrado con su secretaria y me ha asegurado de que nos incluía en la agenda. Vendrá.

—¿Cuándo? —McAndrew atendía la llamada desde la oficina de Limperis, y esta vez era él quien se había acercado a la pantalla para hacer la pregunta.

—Dentro de ocho días. Era el primer hueco en su agenda. Pasará casi todo el día en el Instituto.

—Entonces la cosa marcha —dijo McAndrew, haciéndose crujir las articulaciones. Eso quería decir que estaba excitado—, Jeanie, podemos montar un número que lo dejará boquiabierto. Wenig tiene un nuevo estabilizador de campo E-M, Macedo dice que puede construir un detector económico de pequeños colapsares del Halo, y yo tengo una idea para mejorar los escudos de los kernels. Y, además, Wicklund ya está preparando algo verdaderamente grande en la estación Tritón. Te aseguro que el Instituto nunca ha estado tan activo como ahora. Trae a Tallboy, y se quedará estupefacto.

Limperis miró a McAndrew de soslayo, y luego volvió la vista a la pantalla. Enarcó las cejas. Alcancé a captar la expresión de su rostro amable y candoroso, y le di la razón para mis adentros. Si uno busca a un hombre que cuantice un campo no-lineal, que diagonalice una matriz hamiltoniana muy complicada, o que conciba un nuevo y sutil método de pruebas de observación para la teoría de la formación de los kernels, jamás encontrará a alguien mejor que McAndrew. Pero eso mismo podría determinar su caída: nunca aceptaría que el resto del mundo no compartiese su amor por la física.

Limperis había comenzado igual, pero los años que llevaba batallando como director del Instituto le habían enseñado a emplear otra estrategia.

—¿Qué piensa, Jeanie? —me dijo, cuando McAndrew terminó de farfullar.

—No lo sé. —Me encogí de hombros—. No acabo de entender a Tallboy. Es un desconocido; sería mejor que conociéramos sus antecedentes. Quizás así supiéramos cómo seducirlo. Pero de todas formas, tendremos que intentarlo. Enseñadle todo lo que tenéis en el Instituto, y esperemos lo mejor.

—¿Y con respecto a la Expedición?

—Lo mismo. Tallboy se ha comportado como si jamás hubiese oído hablar de Alpha Centauri. El Hoatzin está listo para partir, pero necesitamos el visto bueno de Tallboy. Asuntos Exteriores controla todos los…

«Llamada de Luna» —irrumpió una voz lejana—. «De Registros Centrales al profesor McAndrew. Prioridad Nivel Dos. ¿Acepta la interrupción o prefiere postergarla para otro momento?» —Acepto —dijimos Mac y yo al unísono, aunque la llamada no era para mí. Debía ser de Jan.

«¿Voz, tonal, pantalla o emisión escrita?»

—Voz —repuso McAndrew con decisión. Yo no estaba tan segura. Lo había hecho para que yo también pudiera recibir el mensaje, pero de ese modo ambos tendríamos que presenciar la decepción del otro si las noticias eran malas.

«Mensaje para Arthur Morton McAndrew» —prosiguió la voz neutra—. «Inicio: January Pelham, ID 128-129-00476, en edad legal para elegir, presentará la asignación de los padres tal como sigue: Padre: Arthur Morton McAndrew, ID 226-788-44577. Madre: Jean Pelham Roker, ID 547-314-78281. Presenta cambio de nombre: January Pelham Roker McAndrew. Se solicita respuesta y aceptación de los padres. Responder vía Luna circuito libre 33, enlace 442. Fin del mensaje.» Nunca había visto tan contento a McAndrew. Para él era doblemente satisfactorio que yo estuviera en la línea en el momento de recibir la noticia. Estaba segura de que el Grupo de Comunicaciones estaría intentando localizarme por la oficina de Tallboy, sin saber que estaba hablando con la línea de Mac.

—¿Cuál es la fecha formal para la asignación de los padres? —pregunté.

Se hizo un silencio de dos segundos mientras la computadora confirmaba mi identidad a partir del registro de mi voz, enviaba la información desde L-4 a Luna, decidía cómo conducir la situación y nos ponía a los tres en un circuito. «Mensaje para Jean Pelham Roker. Inicio: January Pelham. ID 128…

—No es necesario repetir —dije—. Mensaje recibido. Repito, ¿cuál es la fecha formal para la asignación de los padres?

«Doscientas horas U. T., si hay respuesta satisfactoria por parte de los padres.» —Es muy pronto —repuso McAndrew—. No tendremos tiempo suficiente para la confirmación cromosómica.

«Se renuncia a confirmación cromosómica.»

Vi en la pantalla que McAndrew enrojecía de sorpresa y alegría. No sólo Jan nos había propuesto como padres oficiales tan pronto tuvo edad legal para ello, sino que lo hizo sin conocer los registros genéticos y sin que ello le importase. La renuncia era una declaración inconfundible: para ella era lo mismo que McAndrew fuese su padre biológico o no. Ya había tomado su decisión.

Yo podía haber dado mi palabra. Sabía que había evidencias tan persuasivas como la detección cromosómica. Cualquiera que viese la expresión abstraída y remota de Jan cuando analizaba un problema teórico, sabría que era hija biológica de McAndrew. Había maldecido esa expresión cientos de veces, cuando McAndrew me dejaba sola con mis tribulaciones y desaparecía en un periplo de disquisiciones por los recovecos de su mente.

Pero no importaba; McAndrew también tenía sus virtudes.

—Aceptación materna de Jean Pelham Roker —repuse.

—Aceptación paterna de Arthur Morton McAndrew —dijo Mac.

«Aceptación recibida y registrada. Asignación de los padres confirmada para dentro de doscientas horas U. T. Disponer el lugar mediante enlace lunar 33-442. Sigue copia por escrito. ¿Hay transferencia adicional?»

—No.

«Comunicación concluida». Mientras el ordenador emitía una copia de la transmisión por escrito al Instituto, hice mis cálculos.

—Mac, hay un pequeño problema. La ceremonia de aceptación de Jan coincidirá con la visita de Tallboy.

—Desde luego. —Pareció sorprendido de que no hubiera caído en la cuenta hasta entonces—. Podremos arreglarlo. Que ella venga aquí. Querrá visitar el… No ha estado en el Instituto desde que Wicklund se marchó a la estación Tritón.

—Pero estarás muy ocupado con Tallboy y no podrás pasar mucho tiempo con ella. ¡Qué mala suerte!

McAndrew se encogió de hombros, y eso bastó para que se lanzara a hablar.

—Cuando una serie de acontecimientos independientes suceden al azar en el tiempo y el espacio, se observa que se produce una aglomeración de acontecimientos. Es inevitable. Eso explica las coincidencias. Si uno supone que los momentos de aparición de los acontecimientos siguen una distribución de Poisson, y calcula la probabilidad de que un número dado ocurra en breves intervalos de tiempo, verá que…

—¡Sáquelo de aquí! —dije a Limperis.

Palmeó a McAndrew en el hombro.

—Vamos. Coincidencia o no, es un día para celebrar. Ahora será padre, y gracias a Jeanie, Tallboy vendrá a ver nuestra obra. —Me guiñó un ojo—. Aunque tal vez Jan cambie de idea cuando oiga hablar a Mac durante horas, ¿eh, Jeanie? ¡Pobre niña! No está acostumbrada como usted.

McAndrew se limitó a sonreír. Estaba demasiado exultante para dejarse intimidar por una sutil reconvención.

—Si hay que compadecer a la pobre criatura —dijo— será por esa filistea madre espacial que le tocará desde hoy. Si quisiese hablar ajan de distribuciones de probabilidad, probablemente querría escucharme.

Probablemente sí. Había visto sus notas en matemáticas.

Limperis se disponía a cortar la comunicación, pero McAndrew aún no había terminado.

—Como sabrás, las leyes de probabilidad no sólo permiten las coincidencias —dijo—, sino que…

Antes de que terminara, la pantalla quedó en blanco.

No tenía más asuntos oficiales que atender en la Tierra, pero no regresé inmediatamente. Limperis tenía razón. Era una ocasión digna de celebrarse. Fui al restaurante Asgard, en la cúspide del Kilómetro de Altura, y ordené el menú completo panorámico. En cierto sentido malgasté el dinero, pues apenas reparé en los platos que me fueron sirviendo los sensorios. Me pasé el tiempo rememorando los últimos diecisiete años, desde quejan había nacido. Era tan pequeña entonces que su puño cabía en el viejo guardacabo de plata que los amigos de McAndrew le regalaron como obsequio de nacimiento.

Pocos años más tarde comprendí que teníamos algo excepcional en nuestras manos. Jan había pasado con asombrosa facilidad todas las pruebas que le habían aplicado. Me sentí como si pudiera presenciar el pasado de McAndrew: estaba segura de que él había sido igual treinta años atrás. Los obligados años de separación no habían sido tan difíciles, porque McAndrew y yo pasábamos casi todo el tiempo en largos viajes espaciales, donde los años terrestres transcurrían en meses de tiempo-nave, pero me alegré mucho de que por fin hubiesen terminado. Dentro de pocos días, McAndrew, Jan y yo estaríamos oficial y permanentemente unidos por vínculos de parentesco.

Cuando terminé la comida, probablemente lucía la misma expresión idiota que había visto en la cara de Mac antes de que Limperis desconectara el vídeo. Ninguno de los dos podíamos imaginar que, tras la inminente ceremonia, nos aguardaba un sombrío futuro.


Los días siguientes fueron demasiado ajetreados para que me entregara a la introspección. El Instituto Penrose había estado en órbita libre, a casi un millón de kilómetros, pero para facilitar la visita de Tallboy, Limperis hizo que regresáramos a la anterior posición L-4. En una reunión general de planificación, decidimos lo que íbamos a enseñar, y cuánto tiempo dedicaríamos a cada actividad de investigación. Jamás había escuchado semejantes disparates. La concentración de poder intelectual que había en el Instituto significaba que una docena de descubrimientos importantísimos se disputarían el tiempo de Tallboy. Limperis fue tan imparcial y diplomático como siempre, pero no halló modo de tranquilizar a Macedo cuando ésta supo que sólo tendría diez minutos para exponer tres años de esfuerzos con los sistemas de acoplamiento electromagnético. Y Wenig aún se lo tomó peor: quería estar en todas las demostraciones, y además tener tiempo para defender su propio trabajo sobre la materia ultradensa.

Por su parte, McAndrew tenía problemas de otro tipo con Sven Wicklund. El joven físico seguía en la estación Tritón, adonde había ido en busca de paz y tranquilidad. Se quejaba de que el Sistema Interior era un sitio demasiado atestado y enloquecedor.

—¿Qué demonios está haciendo allí? —gruñía McAndrew—. Necesito saberlo para informar a Tallboy, pero un mensaje a Neptuno tarda cuatro horas, sólo en la ida, y además se niega a hablar. Estoy seguro de que anda metido en algo importante y nuevo. ¡Maldita sea! ¿Qué voy a poder decir?

No me sentí muy solidaria. Me parecía de lo más justo. McAndrew siempre se había negado a hablar de sus ideas mientras estaban en elaboración —«a medio cocinar», cómo él decía—. Según parece, Sven Wicklund hacía lo mismo y McAndrew se lo tenía bien merecido.

Pero el Instituto Penrose necesitaba todo el material que pudiera impactar a Tallboy, así que continuó enviando largos y vanos mensajes, azuzando a Sven Wicklund para que soltara algo sobre su trabajo, aunque no fuese más que una sola idea. Pero todo fue inútil.

—Y lo peor es que es el más brillante de todos nosotros. —Este comentario, viniendo de McAndrew, era un verdadero cumplido. Pero sus colegas no estaban tan convencidos.

—No, no creo —dijo Wenig cuando se lo pregunté—. De todas formas, es una pregunta sin sentido. Los dos son muy distintos, imagine que Newton y Einstein hubiesen vivido en la misma época. McAndrew es como Newton: está en su salsa tanto en la teoría como en la experimentación. Y Wicklund es todo teoría; necesita ayuda hasta para cambiarse de pantalones. Pero así y todo, es una pregunta sin sentido. ¿Qué es mejor, la comida o la bebida? Es lo mismo. Lo importante es que son contemporáneos, y que pueden conversar de lo que cada uno descubre.

Pero Wicklund se negaba a hacerlo, al menos durante esa etapa de su trabajo. Finalmente, McAndrew renunció a todo intento de arrancarle nada, y se concentró en asuntos más inmediatos.

Mi parte en el espectáculo que daríamos a Tallboy era insignificante. Así debía serlo. Mis estudios sobre Ingeniería Gravitacional y Eléctrica no me permitirían ni siquiera entrar como vigilante en el Instituto Penrose. Mi labor se centraba en el Hoatzin. Hasta que (si había presupuesto) comenzáramos a trabajar en otro modelo, esta nave contenía la versión más avanzada de la Impulsión de McAndrew. Podía mantener una aceleración de cien g durante meses, y de ciento diez siempre que la tripulación postergara el uso del baño y la cocina.

Oficialmente, la Oficina de Asuntos Exteriores era titular del Hoatzin, y lo utilizaba el Instituto, aunque para mis adentros lo consideraba una posesión personal. Ninguna otra persona lo había pilotado nunca.

Tenía pocas esperanzas de que Tallboy quisiera hacer un vuelo de prueba, tal vez un corto recorrido hasta Saturno. Podíamos ir y volver en un par de días. La nave estaba preparada. Para eso y para mucho más: si él lo aprobaba, estábamos listos para partir rumbo a la sonda de Alpha Centauri (cuarenta y cuatro días de tiempo-nave. No mucho si tenemos en cuenta que la primera nave tripulada a Marte había tardado más de nueve meses). En una semana o dos podíamos comenzar nuestro periplo interestelar.

De acuerdo, no me estaba mostrando realista, pero creo que en el Instituto cada uno de nosotros albergaba el sueño secreto de que su proyecto fuese el que acaparara el interés de Tallboy, ocupara su tiempo y mereciera su aprobación. Por cierto, mi idea se sustentaba en la cantidad de trabajo que implicaba su preparación.

Los tiempos eran justos pero razonables. Jan llegaría al Instituto a las 9. La asignación de paternidad oficial se realizaría a. las 9.50. El gran espectáculo para Tallboy empezaría a las 10.75 y proseguiría hasta que se cansara de ver y escuchar. Jan debía regresar a las 19.90, de modo que yo tenía sentimientos encontrados con respecto a la visita de Tallboy. Cuanto más tiempo estuviera, más impresionado se iría, y eso era algo que queríamos todos. Pero también queríamos dedicarle tiempo ajan antes de que tuviera que volver rápidamente a Luna para su graduación y salida de la universidad.

Por fin todo salió tan bien —y tan mal— como cabía esperar.

La nave de Jan llegó al Instituto a las 9 en punto. Me gustó comprobar que era una de las nuevas miniversiones de cinco g de la Impulsión de McAndrew, que por fin había sido lanzada al Sistema Interior para uso particular. Estaba segura de que Jan la había escogido para complacer a Mac. Para saltar el charco desde Luna a L-4 no hacía falta utilizar semejante impulsión.

La ceremonia de asignación paterna suele celebrarse con muchas formalidades. No había la costumbre de saltar de la zona de atraque tan pronto se abrían las puertas, dirigirse al futuro padre y estrecharlo en un abrazo inmenso y apasionado. McAndrew se quedó estupefacto un instante y luego se hinchó de satisfacción como un pavo real. Inmediatamente después recibí el mismo tratamiento afectuoso. En lugar de soltarnos, Jan y yo nos cogimos del brazo y nos pusimos al día.

Iba a ser más alta que yo: ya me había igualado en altura. En tres años había pasado de ser una niña increíblemente despierta a ser una atractiva mujer cuyos brillantes ojos grises me decían algo más: si no intervenía, Jan acabaría haciendo de Mac lo que le diera la gana. Y ella sabía que yo lo sabía. Nos sonreímos y hablamos de mil cosas. Mac y yo recibíamos un montón de afecto, orgullo, esperanza, felicidad total…

Nos dimos un último abrazo. Jan nos cogió de la mano y los tres nos fuimos al encuentro de Limperis y los demás.

La ceremonia oficial empezaría dentro de media hora, pero todos sabíamos que lo más importante ya estaba hecho.

—¿Qué quieres como regalo de graduación? —preguntó McAndrew, mientras esperábamos que empezara la ceremonia. Yo también me lo había preguntado. Era lo primero de lo que querían hablar los hijos con sus padres recién asignados.

—Nada caro. —dijo Jan—. Me gustaría hacer un viaje. Estoy un poco cansada de Luna. —Su tono parecía indiferente, pero la rápida mirada de soslayo que me lanzó no expresaba lo mismo.

—¿Eso es todo? —comentó Mac—. Bueno, un viaje no parece un regalo. Pensábamos que querrías una cápsula de crucero, por lo menos.

—¿Qué clase de viaje? —pregunté.

—Quisiera visitar la estación Tritón. Toda mi vida he oído hablar de ella, pero aparte de ti, Jeanie, no conozco a nadie que haya estado en ese sitio. Y tú nunca hablas de ello.

—No creo que sea una buena idea —dije. Las palabras asomaron a mi boca antes de que pudiera contenerlas.

—¿Por qué no?

—Es un lugar muy lejano, demasiado aislado. Y no tendrías nada que hacer allí. Queda tan lejos… —Había reaccionado antes de pensar en argumentos racionales, y me encontraba diciendo incoherencias.

Jan lo sabía.

—¡Muy lejos! Pero si habéis viajado a años luz y habéis hecho travesías a sitios miles de veces más distantes que a la estación Tritón…

Vacilé, y ella aprovechó para insistir.

—Fuiste tú quien dijo que la gente se queda en casa mientras el Halo y todo el Universo esperan ser explorados.

¿Qué podía aducir? ¿Que había una regla para todo el mundo y otra para mi hija? En el espacio interestelar, la estación Tritón es como el «patio trasero», pero a la vez está cerca del límite del viejo Sistema Solar. Demasiado distante para gozar de las comodidades del Sistema Interior. Un sitio excelente como estación de mensajes entre el Halo y el Sistema Interior, y por eso se estableció allí el centro de comunicaciones. Pero es un sitio pequeño y espartano. Y la estación no está en el satélite de Neptuno, como cree la mayoría de la gente. Se encuentra en órbita alrededor de Tritón, y en la superficie del satélite sólo hay una especie de pequeño puesto habitado para proveer materias primas y alimentos, y para realizar investigación sobre criogenia. En la atmósfera helada de Neptuno flotan unas pocas estaciones sin tripulación, a 350.000 kilómetros, pero nadie con dos dedos de frente va a visitarlas.

Las sesenta personas que integran el personal de la estación son una extraña mezcla de laboriosos investigadores y solitarios recalcitrantes para los cuales el Sistema Interior, e incluso la Colonia de Titán, son lugares demasiado poblados. Algunos adoran el lugar, pero cuando la impulsión de cien g entre en funcionamiento para uso general, la estación Tritón quedará a un día y medio de vuelo, y podrá convertirse en un lugar donde pasar los fines de semana. Entonces, supongo que el personal despotricará contra la gente y se irá al Halo en busca de paz y tranquilidad.

—Te aburrirás —dije, probando otro argumento—. Son más antisociales de lo que imaginas, y además no conoces a nadie de allí.

—Conozco a Sven Wicklund, y siempre nos hemos llevado de mil maravillas. ¿Sigue allí, verdad?

—Sigue allí, maldito sea —dijo McAndrew—.

Pero si me preguntas qué ha estado haciendo duran—;e los últimos seis meses…

Se le fue la voz y el rostro adquirió su típica expresión de imbecilidad, con la mandíbula caída. Se pasó la mano por el escaso cabello, pensativo, imaginé lo que estaba pasando.

—No seas tonto, Mac. Espero que ni siquiera se te ocurra pensarlo. Si Wicklund no quiere decirte a ti lo que está haciendo, no vayas a creer que se lo dirá ajan, que sólo estaría unos días.

—Bueno, no lo sé —comenzó McAndrew—. Creo que habría una posibilidad.

—Estoy segura de que me lo dirá —dijo Jan totalmente convencida.

Por desgracia, también yo estaba segura. Wicklund había quedado cautivado por Jan cuando ella sólo tenía catorce años y la décima parte de su actual vitalidad. Si entonces ella hizo de él lo que quiso, ahora tenía todas las de ganar.

—De todas formas, no lo decidamos ahora mismo —intervine—. La ceremonia empezará con retraso, y luego tendremos que ocuparnos de Tallboy. Ya lo hablaremos más tarde.

—Creo que podríamos decidirlo ahora mismo sin ningún problema —propuso McAndrew.

—No —dijo Jan—. Puede esperar. En realidad tengo prisa.

Lo siento, Jeanie, pareció decirme con su sonrisa. Uno a cero.

Después de eso me costó concentrarme en la visita de Tallboy. Por fortuna, casi todo el tiempo me tocaba actuar detrás del telón, aunque lo acompañé en su visita, asintiendo cortésmente y señalando con el dedo los distintos aparatos en exhibición. También tuve ocasión de conversar con cada uno de los que se habían entrevistado con Tallboy en forma individual.

—Impresionante —dijo Gowers cuando salió.

Había sido la primera, y durante la entrevista había descrito sus teorías y experimentos sobre la focalización de la luz mediante matrices de kernels. Era un área de investigación de lo más ardua. Para crear una matriz estable de agujeros negros de Kerr-Newman había que encontrar soluciones al problema de muchos cuerpos en la relatividad general. Afortunadamente, en todo el Sistema no había nadie mejor preparado para ello que Emma Gowers. La investigadora se había ganado un lugar de por vida en la historia de la ciencia años atrás, cuando proporcionó la solución exacta al problema relativista de los dos cuerpos. Ahora, para someter a prueba sus teorías, había construido un diminuto conjunto de kernels con escudo, tan pequeño que todo el trabajo se había realizado a través de un microscopio. Había visto a Tallboy mirar por el ocular, bromeando con Emma Gowers.

—¿Así que parece estar interesado? —pregunté.

—Mucho. —Respiró profundamente y se sentó. Todavía seguía excitada después de la entrevista—. Creo que todo ha salido estupendamente. Ha escuchado con atención y ha hecho preguntas. Estaba previsto que la entrevista durara diez minutos pero ha durado casi veinte. Toquemos madera.

Lo hice, mientras uno por uno fueron entrando los demás. Al salir, casi todos se mostraron igualmente optimistas. Siclaro fue la única voz discordante. Había descrito su sistema para la extracción de energía de los kernels, y Tallboy le había brindado la misma atención e idénticos gestos de asentimiento que a los demás.

—Me preguntó qué entendía por «acelerar» un kernel —me dijo Siclaro cuando estuvimos solos, fuera del auditorio principal.

—Era de esperar. No vas a pretender que sea especialista en la materia.

—Ya lo sé. —Movió la cabeza con preocupación—. Pero me lo preguntó al final de la exposición. Todo el rato, mientras yo hablaba, asentía como si lo comprendiera todo. Y eso que exponía ideas mucho más avanzadas que la simple aceleración o desaceleración de un agujero negro de Kerr. Pero si no comprendió lo que estaba diciendo al final, es imposible que entendiera lo demás.

Antes de que pudiera responderle, me llegó el turno. Era la última, y aunque me había preparado con tanto esmero como los demás, no sería la actuación principal del espectáculo. Si Tallboy tenía que marcharse antes, me acortarían el tiempo. Si podía quedarse, debía enseñarle el Hoaztin y darle a entender claramente que la nave estaba lista para emprender un largo viaje tan pronto su oficina concediera la autorización.

Sorprendía su vitalidad. Seguía mostrándose cordial y entusiasta después de ocho horas y media de exposiciones, con un breve descanso para comer. Los dos nos embarcamos en una cápsula de transbordo y fuimos hasta el Hoatzin. Hicimos un recorrido de diez minutos, durante el cual le mostré cómo la cápsula-habitáculo se aproximaba al plato de masa a medida que aumentaba la aceleración, para que la tripulación tuviera un medio de un g. Formuló numerosas preguntas de cortesía: ¿Cuántas personas podía albergar la nave? ¿Qué antigüedad tenía? ¿Por qué se le decía impulsión sin inercia? La última me fastidió un poco, pues McAndrew había pasado gran parte de su vida explicando impacientemente a todo el que le quería escuchar que, maldita sea, no era una impulsión sin inercia, y que lo único que hacía era equilibrar las aceleraciones inerciales y gravitacionales. Pero me dispuse a explicarlo una vez más para satisfacer la curiosidad de Tallboy.

Escuchó atentamente, asintió con el ceño profundo y observó con interés mientras yo trasladaba la cápsula hasta el disco para que la aceleración que sentíamos aumentase de un g a un g y medio.

—Una última pregunta antes de volver al Instituto —me dijo entonces—. Usted habla de aceleraciones, y de que las aceleraciones se equilibran. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros, con el peso que sentimos sobre nosotros?

Lo miré atónita. ¿Estaba bromeando? No, su hermoso rostro permanecía tan serio como siempre. Esperó dignamente mi respuesta, mientras yo sentía que el mundo se hundía bajo mis pies. No recuerdo bien qué le contesté, ni de qué conversamos durante el trayecto de regreso al Instituto. Lo dejé en manos de McAndrew para que le mostrara rápidamente el Centro de Control, mientras corría en busca de Limperis. Estaba en su despacho, contemplando la pared con mirada ausente.

—Lo sé, Jeanie —dijo—. No me cuente nada. He estado presente en cada una de las exposiciones menos en la suya.

—Ese hombre es un idiota —estallé—. Creo que tiene buenas intenciones, pero es un perfecto retrasado mental. El mono mascota de Wenig tiene más idea que Tallboy de lo que sucede dentro del Instituto Penrose.

—Lo sé, lo sé. —De pronto, Limperis dejó traslucir su edad avanzada, y por primera vez pensé que no tardaría en solicitar la jubilación—. Al principio imaginé que se trataba sólo de mi paranoia —comentó—. Me pregunté si no estaría viendo cosas inexistentes. Los demás parecían tan impresionados…

—¿Pero cómo es posible? Si Tallboy no tenía idea de lo que le estábamos explicando…

—Es su apariencia, su aspecto sagaz. Parece inteligente, y por eso suponemos que lo es. Pero piense en los que trabajan aquí, en el Instituto. Wenig parece uno de la funeraria. Gowers podría pasar por una puta barata, y Siclaro me recuerda a un gorila. Y cada uno de ellos es un cerebro único entre un millón. Esto lo aceptamos fácilmente, pero no a la inversa.

Se puso lentamente de pie.

—Aquí somos como niños, Jeanie. Cada uno de nosotros con sus propios juguetes. Si alguien parece interesarse en nuestro trabajo y asiente de vez en cuando, suponemos que comprende. En el Instituto, cuando uno no sigue un razonamiento, interrumpe. Pero el Gobierno no actúa de ese modo. Asentir, sonreír, y no balancear demasiado la barca. Ése es el juego, y si uno sigue las reglas puede llegar lejos. Ya ve qué buen resultado le ha dado al doctor Tallboy.

—Pero si no comprende una palabra, ¿qué pondrá en su informe? El futuro del Instituto depende de ello…

—Así es. Y Dios sabe qué sucederá. Por la forma en que asentía una y otra vez, pensé que debía ser doctor en física o ingeniería. ¿Sabía usted que es doctor en sociología, y que no tiene ninguna preparación en Ciencias Exactas? Ni en cálculo, ni estadística, ni variables complejas, ni dinámica. Estoy seguro de que la auténtica calidad de nuestro trabajo no variará en lo más mínimo su decisión. Hemos desperdiciado una semana. — suspiró—. ¡Mierda, salgamos de aquí! Tallboy se va a marchar dentro de unos minutos. Debemos seguir el juego hasta el final y confiar en que se largue con una impresión positiva.

McAndrew irrumpió en la sala cuando Limperis y yo nos dirigíamos hacia la puerta.

—Me estaba preguntando dónde os habríais metido —dijo—. Tallboy está a punto de despegar. ¡Qué espectáculo!, ¿eh? Lo hemos dejado pasmado. Incluso sin el trabajo de Wicklund, hoy le hemos enseñado más adelantos científicos de los que debe haber visto en los últimos diez años. Vamos, quiere agradecernos nuestros esfuerzos antes de marcharse.

Echó a andar por el pasillo, rebosante de entusiasmo, sin haber reparado en la atmósfera lúgubre de la oficina de Limperis. Lo seguimos lentamente. Por alguna razón inexplicable, ambos sonreíamos.

—No lo desengañe —dijo Limperis—. Si Mac fuese un hombre político, no podría ser tan buen científico. No es la persona adecuada para presentar una solicitud de presupuesto, pero ¿sabe qué escribió Einstein a Bohr antes de morir?; «Ganarse la vida no debería tener nada que ver con la búsqueda de conocimientos.» —Dígaselo a Mac.

—Fue él quien me lo dijo a mí.

No parecía tener mucho sentido darnos prisa para despedir a Tallboy. Había visto lo mejor que le podíamos ofrecer. ¡Quién iba a decirlo! Tal vez el entusiasmo de McAndrew fuese más persuasivo que mil horas de exposiciones incomprensibles.


No sé si los molinos de la burocracia muelen fino o no, pero puedo asegurar que lo hacen lento. Mucho antes de que tuviéramos un informe oficial del despacho de Tallboy, quedó zanjado el asunto de la visita de Jan a Tritón.

Había perdido. Jan iba rumbo a Neptuno tras conseguir, apelando a sus mañas, que la llevase una nave de carga de aceleración media. En cualquier momento tendríamos noticias de su llegada. Y McAndrew no podía esperar: Wicklund se obstinaba en un silencio frustrante con respecto a su nuevo trabajo.

Por una segunda coincidencia de esas que según McAndrew eran inevitables, el pronunciamiento de Tallboy sobre el futuro del Instituto Penrose llegó al Centro de Comunicaciones al mismo tiempo que el primer mensaje de Jan desde la estación Tritón. De su espaciograma no supe hasta más tarde, pero Limperis envió el mensaje de Tallboy a todos los miembros del Instituto. En ese momento me encontraba fuera, trabajando cerca del Hoatzin, y la noticia me llegó sin imagen, por la radio de mi traje.

En resumen: el trabajo de Siclaro sobre extracción de energía de los kernels proseguiría, y con más recursos aún (cosa que no debe sorprender, pues detrás estaba la presión del Departamento de Alimentos y Energía, que necesitaba fuentes más sólidas); Gowers y Macedo sufrirían una reducción presupuestaria del cuarenta por ciento. Proseguirían, pero sin nuevos trabajos experimentales. El apoyo financiero a McAndrew quedaría reducido a la mitad. Y al parecer, el pobre Wenig se llevaba la peor parte: el presupuesto para sus investigaciones sobre materia comprimida se reduciría un ochenta por ciento.

No me preocupaba mucho McAndrew. Si le reducían el presupuesto a cero, se dedicaría a la teoría pura y se las arreglaría perfectamente con un lápiz y una hoja de papel. Pero todos los demás pasarían un mal momento.

¿Y a mí? Tallboy me había dedicado un comentario final en su informe, casi como de pasada: el uso experimental del Hoatzin quedaba completamente prohibido, y la nave sería confiscada. No habría expediciones a Alpha Centauri, ni a ningún otro lugar más allá del Halo. Y lo peor era que el informe aludía al «uso previo y no autorizado de la impulsión equilibrada, con tratamiento altamente peligroso, de un bien de propiedad oficial». Eso era un puntapié directo a mí y a McAndrew. Durante la Administración anterior habíamos disfrutado libremente de la nave, pero al parecer a Woolford no se le había ocurrido dejarlo por escrito.

Conecté la impulsión interna de mi traje y me dirigí al Instituto a toda velocidad. McAndrew sabía que yo estaba fuera: me esperaba en la compuerta, agitando un largo listado impreso. El escaso cabello rubio se le metía en los ojos, y en la camisa aparecía una larga mancha de algo pegajoso y anaranjado. Supuse que había recibido el informe durante la comida.

—¿Lo has visto? —me preguntó.

—Lo he escuchado. Por radio.

—¿Y qué piensas?

—Horrible. Pero no me sorprende. Sabía que no había comprendido nada.

—No te hagas la graciosa. —Se me quedó mirando sorprendido—. Es la noticia más excitante que he recibido en los últimos años. Siempre imaginé que se las arreglaría para averiguarlo. ¡Estuvo genial!

No seré tan brillante como McAndrew, pero tampoco soy ninguna tonta. Sé reconocer un malentendido cuando estoy ante él. Cuando Mac se concentra, el mundo deja de existir. Me parecía muy probable que hubiese estado pensando en otra cosa y que no reparase en la decisión de Tallboy.

—Mac, estate quieto un momento. —Se revolvía de entusiasmo—. Escucha: ha llegado el informe de Asuntos Exteriores sobre el futuro de tus proyectos.

Gruñó con impaciencia.

—Sí, sí, ya lo sé. Lo oí cuando llegó. —Movió la mano como para dejar a un lado un asunto sin trascendencia—. Pero ahora eso no es tan importante. Lo que interesa es esto.

Agitó el listado, lo miró entusiasmado y luego comenzó a hablar como un poseído. Por fin le quité el papel de las manos y recorrí con la vista las primeras líneas.

—¡Es de Jan!

—Por supuesto. Está en la estación Tritón. ¿Sabes qué ha estado haciendo Wicklund?

Si Mac seguía por el mismo camino, no lograría que se ocupara del asunto de Tallboy.

—No. ¿Qué ha hecho?

—Lo ha resuelto. —Cogió el espaciograma de un manotazo—. ¿Lo ves? Aquí está. Jan no se ha enterado de los detalles, pero es bastante explícita. Sven Wicklund ha resuelto el Quinto Problema de Vandell.

—¿Lo ha resuelto? —Cogí suavemente el papel. Si eran noticias dejan, quería leer el texto entero—. Maravilloso. Pero falta una pregunta.

Frunció el ceño.

—Muchas preguntas. Tendremos que esperar a que nos envíe más detalles. ¿En cuál estabas pensando?

—Nada que no sepas responder. ¿Qué demonios es el Quinto Problema de Vandell?

Me contempló con disgusto.


Finalmente conseguí que me respondiera. Pero antes de ponerme al corriente, tuve que recorrer trescientos años de matemáticas y física.

—En el año 1900… —comenzó.

—¡Mac!

—No, escúchame. Es preciso comenzar por ahí.

En 1900, en el Segundo Congreso Internacional de Matemáticos celebrado en París, David Hilbert propuso una serie de veintitrés problemas que habría que resolver en el siglo que se iniciaba. Fue el matemático más grande de su época, y sus problemas abarcaron una gran diversidad de temas: topología, teoría numérica, series transfinitas, y los cimientos mismos de las matemáticas. Cada problema era importante y difícil. Algunos se resolvieron a comienzos del siglo; luego se demostró que algunos eran irresolubles, y pasaron varias décadas antes de que se llegara a la solución de otros. Pero en el año 2000, la mayoría habían quedado resueltos en forma más o menos satisfactoria para todos.

En el año 2000, el astrónomo y físico sudafricano Dirk Vandell, siguiendo el precedente de Hilbert, planteó una serie de veintiún problemas referentes a la astronomía y la cosmología. Al igual que los problemas de Hilbert, éstos abarcaban una gran diversidad de temas, teóricos y de observación, y cada uno de ellos era un quebradero de cabeza.

De joven, McAndrew había resuelto el Undécimo Problema de Vandell. De ese trabajo había surgido toda la teoría sobre la existencia y localización del anillo de kernels, esa zona toroidal de agujeros negros de Kerr-Newman que rodean el Sol a una distancia nueve veces mayor que la de Plutón. Nueve años después, la solución parcial al Decimocuarto Problema hallada por Wenig había dado a McAndrew la clave que lo condujo a la impulsión de la energía del vacío. Ahora, suponiendo que el informe de Jan fuese correcto, el Quinto Problema había sido resuelto por el análisis de Wicklund.

—Pero ¿por qué es tan importante? —pregunté a McAndrew—. Por la forma en que lo presentas, no veo que tenga aplicaciones prácticas. Es sólo una forma de amplificar una señal observada sin amplificar el sonido de fondo. Y sólo sirve cuando la señal de origen es ínfima…

Sacudió la cabeza para manifestar enfáticamente su desacuerdo.

—Tiene miles de aplicaciones. Vandell ya había propuesto una en su formulación inicial del problema. Estoy seguro de que Wicklund se ocupará de ella tan pronto como funcione su equipo experimental. Empleará la técnica para buscar planetas solitarios… errantes.

Planetas errantes.

Con esas dos palabras, McAndrew planteó el problema en una dimensión que por fin tuvo sentido para mí. Pude echar mano de mi preparación sobre mecánica celeste clásica.

La posible existencia de planetas errantes data de hace mucho tiempo, antes de 1900. Probablemente haya que remontarse a Lagrange, quien en su análisis del problema de los tres cuerpos estableció un marco de referencia matemático con el que examinar el movimiento de un planeta que se moviera en los campos gravitacionales de un sistema estelar binario. En 1880, el caso se conoció con el nombre de «estable contra la expulsión». En otras palabras, el planeta podía acercarse a cada una de las estrellas y sufrir temperaturas extremas, sin jamás ser completamente expulsado del sistema estelar.

Pero supongamos que hay un sistema con tres o más estrellas. No es del todo infrecuente. En este caso, la situación cambia por completo. El cuerpo pequeño, en su movimiento orbital sucesivo, y sometido a los campos gravitacionales de los componentes estelares, puede «robar» a las estrellas energía suficiente para verse expelido del sistema. Y si esto ocurre, el cuerpo se convierte en un planeta sin estrella, que viaja solo a través del vacío. Aunque luego se encontrara con otro cuerpo estelar, las probabilidades de ser capturado serían mínimas. El planeta sería por tanto un mundo errante, solitario.

Los astrónomos han especulado durante siglos sobre la existencia y posible número de tales planetas, pero sin el menor indicio de evidencias observables.

Vandell había definido el problema en estos términos: «Un planeta del tamaño de la Tierra brilla sólo con luz refleja. Si emite radiación en las regiones térmicas infrarrojas o de microondas, la señal es absorbida por el fondo estelar. Inventar una técnica que permita la detección de un planeta errante pequeño como la Tierra.» Y ahora, al parecer, Wicklund lo había logrado, y McAndrew estaba feliz como niño con zapatos nuevos, mientras en el Instituto todos los demás estábamos de un humor de perros por las consecuencias del informe Tallboy sobre nuestro trabajo.

Me ponía del lado de los demás. Los planetas errantes serían interesantes, pero no veía forma de que cambiaran mínimamente mi situación. Que Mac y Sven Wicklund se quedaran con la parte que me correspondía. Pasé muchísimo tiempo en el Hoatzin, cavilando sobre lo que debía hacer. Yo no pertenecía al Instituto Penrose; lo único que les ofrecía era mi capacidad para pilotar durante los largos viajes que ellos realizaban. Ahora que eso había terminado, ya podía regresar a mis viajes con destino a Titán.

El siguiente mensaje de Jan suscitó en mí sentimientos dispares, pero al menos me alegró.

«Aquí no hay mucho que hacer —decía. Es la única persona que conozco que se permite charlar vía espaciogramas—. Tenías razón, Jeanie. Wicklund es como McAndrew: se pasa el tiempo enfrascado en su trabajo y apenas repara en mí. Y los demás aborrecen la compañía, hasta tal punto que cuando me ven por los pasillos corren a esconderse. He pasado mucho tiempo en el Merganser. A juzgar por lo que tú me decías, pensaba que sería un viejo cascarón, pero no lo es. Quizá sea algo antiguo, pero sigue en perfecto estado de funcionamiento. Incluso estuve probando un poco la impulsión. Si convenzo a Wicklund, podríamos hacer un viajecito juntos. Necesita descansar (¡de la física!).»

Eso me trajo recuerdos gratificantes. El Merganser era uno de los dos prototipos originales donde se había instalado la impulsión equilibrada, y McAndrew y yo habíamos participado personalmente. Sólo permitía una aceleración máxima de cincuenta g, pero seguía funcionando a la perfección. Yo había pilotado la nave por todas partes… Mac pareció mucho menos feliz que yo al leer la carta.

—Espero que sepa lo que hace —dijo—. Esa nave no es un juguete. ¿Crees que será segura?

—Tan segura como cualquier cosa en el Sistema. Jan no tendrá problemas. Antes de que la dejaran apolillarse, solíamos utilizar la nave para entrenamiento, ¿recuerdas?

No lo recordaba, por supuesto. Su mente retiene datos físicos y matemáticos hasta el más mínimo detalle, pero las cosas útiles de todos los días, eso ya es otro cantar. Asintió vagamente, y se fue a enviar más mensajes a Wicklund (quien hasta la fecha no se había molestado en responder).

Volvimos a tener noticias de Jan en el momento preciso en que llegaba la orden de confiscar el Hoatzin y retirar las provisiones de la misión Alpha Centauri. Hice una bola de papel con la orden y la lancé al otro extremo de la habitación. Y luego me senté a leer el mensaje de Jan.

Esta vez no había preámbulo:

«Wicklund dice que funciona. Ya ha encontrado tres planetas errantes, y espera hallar muchos más. Parece que son mucho más corrientes de lo que cree la gente. Ahora preparaos para recibir la gran noticia: hay uno a sólo un año luz. ¿No es emocionante?» Bueno, sí, tal vez lo fuese, aunque para mí no tanto como para Mac. Estaba segura de ello. Suponía que los planetas solitarios debían ser un fenómeno inusual, o sea, que en cierto modo me sorprendió que hubiese uno más cerca que la estrella más próxima. Pero lo que me hizo dar un salto y me puso la carne de gallina fueron las palabras que seguían:

«El Merganser funciona perfectamente. Ya está listo para el viaje. He convencido a Wicklund para que vayamos en la nave a curiosear un poco por Vandell. Así es como llama al planeta. Estoy segura de que no estarás de acuerdo, y por eso no te pido permiso. Un abrazo para los dos. Nos veremos cuando regrese.» Lancé un grito por dentro, aunque en realidad la sorpresa no fue tan grande: era hija de McAndrew. ¿Qué cabía esperar? El habría hecho exactamente alguna insensatez por el estilo.


Mac y yo nos lo tomamos con calma. Qué par de insensatos, nos dijimos. Debimos haberlo imaginado, tonterías de jóvenes. Cuando regresen tendrán problemas, aunque el Merganser sea una nave vieja y los de la estación Tritón no sepan qué hacer con ella.

Pero interiormente, los dos teníamos otros sentimientos. Antes de partir, Wicklund nos había enviado las coordenadas de Vandell y, como Jan había dicho, era un sitio cercano: quedaba a menos de un año y cuarto luz. Estaba al alcance del Merganser, y era una tentación difícil de resistir para cualquier científico que se preciara de tal, incluso sin la insistencia de Jan. ¿De dónde habría venido, cuál sería su composición, cuánto tiempo haría que fue expulsado de su estrella madre? Había cientos de preguntas que jamás podrían responderse mediante observaciones remotas, ni siquiera con los métodos supersensibles que Wicklund acababa de crear.

Pero eran esas mismas preguntas las que me inquietaban. Si algo he aprendido después de tanto merodear por el Sistema Solar es esto: la Naturaleza conoce más formas de matarte de las que imaginas. Cuando uno cree que ya las ha descubierto todas, aparece otra que te hace sentirse humilde, en el mejor de los casos. De lo contrario será otra persona quien deba decidir qué fue lo que acabó con uno.

Durante la semana siguiente al mensaje de Jan observé cuidadosamente los mensajes que llegaban de las estaciones retransmisoras exteriores. Y todos los días iba al Hoatzin y daba vueltas un rato, a veces sola, a veces con Mac. Lo lógico es que estuviera trabajando en la confiscación, pero en cambio me sentaba en la silla del piloto, verificaba el estado de los dispositivos, y cavilaba sobre mis propias preocupaciones. Finalmente, diez días después de que Jan y Wicklund partiesen, fui a visitar el Hoatzin mientras los demás dormían.

Y vi que alguien había utilizado la compuerta desde la última vez que yo había estado en la nave.

McAndrew ocupaba el asiento del piloto y observaba los controles. Me acerqué silenciosamente por detrás, le palmeé el hombro y me metí en el lugar del copiloto. Se volvió hacia mí, con las cejas levantadas.

—Ahora o nunca —dijo por fin—. Pero ¿y Tallboy? ¿Qué medidas tomará con el Instituto?

Me encogí de hombros.

—No podrá hacerles nada. Siempre y cuando dejemos bien claro que la responsabilidad es nuestra.

Extendí la mano y solicité en el teclado una lectura de destino. Antes de marcharme la última vez había dejado las coordenadas en cero. Ahora contenían valores precisos.

—¿Crees que alguien puede sospechar? —pregunté—. Hoy he consultado tu registro de experimentación en el laboratorio, y todo estaba al día, cuando normalmente llevas meses de retraso. Si yo me he dado cuenta, los demás también podrán notarlo.

Se mostró sorprendido.

—¿Por qué habrían de darse cuenta? Hemos tenido la precaución de no hablar de esto delante de nadie.

No tenía sentido decir a Mac que probablemente fuese la persona menos indicada del mundo para mantener un secreto. Le palmeé el hombro.

—Cuando hayamos partido, ya no tendremos que preocuparnos. Vamos, Mac. En marcha. Déjame mi asiento. Y piensa positivamente. Tendremos un bonito y largo viaje para los dos solos.

Se puso de pie frotándose la incipiente calva tal como siempre hacía cuando se sentía incómodo.

—Bueno, Jeanie —dijo. Pero cuando cambiábamos de asiento vi que sonreía casi para sus adentros.

Los cálculos eran elementales; yo misma podría haberlos hecho. El Merganser llegaría al planeta errante en unos sesenta días de tiempo-nave, si durante todo el trayecto Jan y Sven mantenían la aceleración al máximo. Nosotros podríamos estar allí en treinta y cinco días de tiempo-nave, pero así ganaríamos sólo diez días de tiempo inercial. Llegaríamos a Vandell un par de días después que ellos. Para mí, dos días significaban demasiado tiempo.

La estela de nuestra impulsión dejó una huella de ionización a través de todo el Sistema Solar. Mac se aseguró de que no hubiera naves directamente detrás de nosotros que pudiesen ser quemadas por el escape y, mientras lo hacía, a mí se me ocurrió una idea: envié un mensaje a Asuntos Exteriores diciendo que íbamos a efectuar un breve ensayo de alta aceleración con el Hoatzin antes de que fuera confiscado. Con suerte, la gente de Tallboy supondría que habíamos sido víctimas de un lamentable accidente, y que al descomponerse cierto elemento de control de la unidad de impulsión habíamos salido disparados a través del Sistema Solar en dirección al exterior. Limperis y sus amigos del Instituto, por supuesto, no lo creerían. Al menos cuando vieran las coordenadas de destino, pero no manifestarían sus sospechas a Tallboy. Tal vez hasta obtuvieran algún provecho de nuestra desaparición, si indicaban la necesidad de que les adjudicaran más fondos para mejorar los sistemas de seguridad y mantenimiento de las naves. Limperis podría hacer una jugada de este tipo con los ojos cerrados.

Si por suerte todo salía bien hasta que McAndrew y yo volviésemos… Pero entonces nada nos salvaría de perder el pellejo.

Aunque, a decir verdad, a ninguno de los dos nos preocupaba mucho esa posibilidad. Teníamos otra cosa en la cabeza. Mientras rastreábamos el centelleo invisible de la impulsión del Merganser, Mac recurría al banco de datos para obtener información sobre el planeta errante Vandell. No consiguió mucho. Teníamos coordenadas relativas al Sol, y componentes de velocidad, pero sólo servían para poder encontrar una ruta hacia el planeta. Wicklund se las había ingeniado para determinar un límite superior a su diámetro valiéndose de la interferometría lineal de larga base. Creía que estábamos ante un cuerpo no mayor que la Tierra. Pero nos faltaban las variables físicas: masa, estructura interna, temperatura, campo magnético y composición física. Ni siquiera teníamos un cálculo aproximado de la rotación. Mac echaba chispas, pero al menos tendría mucha más información para darle cuando nos acercáramos. La semana anterior a nuestra partida del Instituto, había cargado en el Hoatzin todos los instrumentos que aún no habían sido embalados y que podían darnos información útil sobre Vandell sin tener que poner el pie sobre su superficie.


A cien g de aceleración, uno sale disparado por el Sistema Solar en una trayectoria que se acerca mucho a la línea recta. Las aceleraciones gravitacionales producidas por el Sol y los planetas resultan comparativamente insignificantes, incluso en el Sistema Interior. Nos dirigíamos en línea recta hacia un determinado punto de la constelación Lupus, el Lobo, donde al parecer estaba Vendell, cerca de un antiguo fragmento de supernova. Su explosión había iluminado los cielos de la Tierra hacía más de mil años, en el año 1006 de nuestra era. La supernova era un objeto interesante, pero no recorreríamos ni la milésima parte de la distancia que nos separaba de ella. Wicklund tenía razón. Desde el punto de vista del espacio interestelar, el planeta errante Vandell se encontraba justamente en el patio trasero del Sol.

No me preocupaba ningún problema de la trayectoria sino algo totalmente distinto. Cuando los impulsores estaban conectados, el Merganser y el Hoatzin no podían recibir ni transmitir mensajes. Por tanto sólo tendríamos oportunidad de comunicarnos con Jan y Sven Wicklund cuando hubiesen cortado la impulsión, es decir, mientras flotaban a la deriva para inspeccionar un poco, o estudiar el paisaje estelar desde un punto ligeramente distinto. Aunque no esperaran recibir mensajes con la impulsión interrumpida, el ordenador los detectaría y les comunicaría cualquier cosa de importancia.

Pero yo me encontraba con un problema: para enviarles un mensaje, debíamos desconectar nuestra impulsión, y cada vez que lo hiciéramos nuestra llegada se retrasaría un poco más. Nuestra señal tardaría días o semanas en llegar, y para recibirla, el Merganser debía desconectar sus impulsores exactamente en el momento adecuado. Lo único que quería decirles era no aterricéis. Pero no sabía cuándo cortar nuestra impulsión y enviar el mensaje urgente justo en el momento exacto en que la impulsión de ellos no funcionara.

Le di vueltas en la cabeza al problema hasta que me salió humo de las orejas. Por fin desistí y le cargué el muerto a McAndrew. Mac comentó que sabíamos en qué ocasiones habían desconectado la impulsión, a juzgar por las brechas que aparecían en la estela del Merganser. Hacer una predicción era un sencillo problema de optimización estocástica. Lo resolvió antes de que lleváramos una semana de vuelo. Pero la solución predecía una probabilidad tan baja de contacto con éxito que ni siquiera lo intenté. Sería mejor mantener la impulsión al máximo y tratar de ganarles la delantera.

Como los escudos nos protegían de la lluvia de partículas y radiación a la que daba lugar nuestra velocidad cercana a la de la luz, no nos sentíamos mover. Pero ya lo creo que nos movíamos.

Si no lo he dicho antes, lo diré ahora: la impulsión equilibrada de cien g será muy bonita, pero es de lo más hija de puta. Uno viaja un año luz en sólo un mes de tiempo-nave. En dos meses, uno recorre cincuenta años luz. En cuatro meses-nave uno está fuera de la Galaxia, rumbo a Andrómeda.

Calculé que en doscientos días uno estaría en el límite del Universo, a 18 mil millones de años luz. Desde luego, cuando uno hubiese llegado hasta allí, el Universo se habría expandido 18 mil millones de años luz más, de modo que uno no estaría en el nuevo límite. De hecho, puesto que el «límite» se define como el sitio donde la velocidad de recesión de las galaxias se equipara a la velocidad de la luz, uno seguiría estando a 18 mil millones de años luz del límite, y esto siempre seguiría siendo así, por mucho que uno viajara. Lo peor del caso era que si uno efectuara una trayectoria que lo pusiera en situación de reposo en relación con la Tierra, al desconectar la impulsión las galaxias cercanas se alejarían casi a la velocidad de la luz.

Al cabo de una hora o dos de cavilar, en este tenor, sentí una nueva simpatía hacia el pobre Aquiles capturado en la paradoja de Zenón, que intentaba atrapar a la tortuga sin poder lograrlo nunca.

Según McAndrew, si uno viajaba durante un año comenzaría a tener efecto sobre la estructura a gran escala del espacio-tiempo. La energía del punto cero del vacío que capta la impulsión no es inextinguible. Con respecto a lo que realmente sucedería si uno siguiera viajando…

Desde luego es una cuestión puramente teórica, como señaló McAndrew. Porque mucho antes de eso, el plato de masa resultaría inadecuado para proteger la impulsión, y toda la estructura se desintegraría a causa de la colisión contra los gases y el polvo intergaláctico. Muy tranquilizador; pero el tono de intriga y especulación de Mac al analizar la posibilidad bastó para que se me pusiera la carne de gallina.

Durante los últimos tres días de vuelo, nuestro ordenador se encargó de fijar las posiciones necesarias para ajustar la situación y velocidad originales de Wicklund en su encuentro con Vandell. Las observaciones y cálculos se efectuaron en fracciones de microsegundo, mientras la impulsión estaba desconectada. Al mismo tiempo enviamos mensajes en modalidad de ráfagas, preparados y resumidos por anticipado, hacia la posición proyectada del Merganser. Les pedimos que transmitieran una señal de retorno; pero no llegó ningún mensaje. Lo único que obtuvimos fue el «señal recibida» automático, emitido por el ordenador de su nave.

Un día antes del encuentro, redujimos la impulsión. Todavía no estábamos en condiciones de ver al Merganser ni a Vandell, pero los ordenadores de la nave ya podían comenzar a comunicarse. Les llevó apenas unos segundos reunir la información que yo necesitaba y escupir el resumen en la pantalla:

No se registra presencia humana a bordo en este momento. Cápsula de transbordo en uso para trayectoria planetaria descendente. No se registran señales procedentes de la cápsula.

Tecleé la única pregunta que importaba: ¿Descenso cuándo?

Siete horas tiempo-nave.

Habíamos llegado demasiado tarde. Jan y Sven Wicklund estarían en la superficie de Vandell. Entonces tomé conciencia de otra parte del mensaje. No se registran señales procedentes de la cápsula.

—¡Mac! —dije—. No llegan señales de la cápsula.

Asintió con gesto adusto. También él lo había notado. Aunque estuviesen en la superficie, la cápsula debería enviar una señal para fijar la posición de la unidad y permitir la compensación del efecto Doppler en la frecuencia de comunicaciones.

—No hay señales procedentes de la cápsula —repetí—. Eso significa que están…

—Bueno —su voz sonó ronca, como si no le quedara aire en los pulmones—, no te precipites en sacar conclusiones, Jeanie. Todo lo que sabemos es que…

Pero no concluyó la frase. La antena de la cápsula era sólida. Sólo algo muy serio (como el impacto contra una superficie compacta a cientos de metros por segundo) podría descomponerla. No sabía de ningún caso en que la central de comunicaciones de una cápsula hubiese muerto y su tripulación subsistido.

Permanecimos inmóviles, en un silencio vacío y helado, mientras el Hoatzin nos acercaba al planeta errante. Pronto pudimos verlo por nuestros potentes telescopios de altísima resolución. Sin tomar ninguna decisión a un nivel consciente, introduje automáticamente una secuencia de instrucciones para liberar nuestro propio transbordador tan pronto la impulsión se detuviera por completo. Luego me limité a contemplar el planeta que tenía delante.

Durante gran parte del viaje había tratado de visualizar el aspecto de un planeta que no hubiese conocido el calor del Sol durante millones o miles de millones de años. ¿Cuánto tiempo llevaría flotando solo? No lo sabíamos. Tal vez desde que nuestra especie había descendido de las copas de los árboles, o desde que la vida había aparecido sobre la Tierra. Durante todo ese tiempo, el planeta se había desplazado por el vacío silencioso, respondiendo sólo a la atracción persistente y sutil de la gravedad galáctica y el efecto de los campos magnéticos, vagando por regiones donde las estrellas apenas eran distantes puntos de luz contra el manto negro del cielo. Sin luz solar que infundiera vida en su superficie, Vandell sería frío y carecería de aire: el confín más íntimo y helado del infierno. Me estremecí sólo de pensarlo.

El planeta creció gradualmente en las pantallas que teníamos delante. A medida que mejoró la definición de los visores, comencé a notar que la imagen no coincidía con el cuadro que me había trazado mentalmente. Vandell era visible, en longitudes de onda ópticas. Estaba allí, en el centro de la pantalla: era una pequeña esfera que emitía un fulgor suave y rosado, vivo, contra el fondo estelar. La superficie parecía estremecerse, en un dibujo evanescente de finas líneas que la atravesaban.

McAndrew también lo había captado. Lanzó un gruñido de sorpresa, se cogió el mentón entre las manos y se inclinó hacia adelante. Al cabo de dos minutos de silencio, se abalanzó hacia el terminal y tecleó una breve secuencia.

—¿Qué haces? —le pregunté, cuando vi que pasaban otros dos minutos y seguía en silencio.

—Quiero ver qué hay en la memoria del Merganser. Debe haber algunas imágenes del momento en que se aproximaron por primera vez. —Gruñó y movió la cabeza—. Observa esa pantalla. No es posible que Vandell tenga ese aspecto.

—Me sorprendió verlo en longitudes ópticas. Pero no sé bien por qué.

—Hay energía… —Se encogió de hombros, sin apartar la mirada de la pantalla—. Mira, Jeanie, lo único que puede proporcionar energía a la superficie del planeta es una fuente interna. Pero nunca he conocido nada que pudiera emitir tanta radiación en estas frecuencias y mantenerla durante un período de tiempo tan largo. Y observa el contorno del disco planetario: es menos brillante. ¿Lo ves? Es un limbo atmosférico que tiende a oscurecerse, si es que alguna vez he visto alguno… Es una atmósfera sobre un planeta que debería ser frío como el espacio. No tiene el menor sentido. Ningún sentido.

Observamos juntos en la pantalla la aparición de los datos que nuestro ordenador recogía del Merganser. El visor que teníamos a la izquierda revoloteó en una pirotecnia de colores, y luego quedó totalmente oscuro. McAndrew lo contempló, y lanzó una imprecación.

—A ver cómo te explicas esto, Jeanie. Así se veía Vandell en la parte visible del espectro cuando Jan y Sven hicieron su aproximación final: negro como el infierno, totalmente invisible. Llegamos aquí, un par de días más tarde, y aparece eso. —Agitó el brazo hacia la pantalla central, donde Vandell aumentaba de tamaño cada vez más a medida que nos acercábamos a él—. Mira las lecturas que hizo Wicklund mientras se aproximaban a la órbita de detención. No había emisiones visibles, ni térmicas, ni señal de atmósfera alguna. Ahora mira nuestras lecturas; el planeta es visible, se encuentra por encima del punto de congelación, y cubierto de nubes. Es como si ellos hubiesen descrito un mundo, y nosotros llegáramos a otro totalmente distinto.

Mac suele decirme que no tengo imaginación. Pero mientras él hablaba, por mi mente cruzaron pensamientos alocados que ni siquiera me atreví a mencionar. Un planeta que cambiaba de aspecto cuando los humanos nos acercábamos a él; un mundo que aguardaba pacientemente millones de años, y luego dejaba caer un manto de atmósfera a su alrededor apenas lograba atraer a su superficie a un grupo de personas. ¿Cabría interpretar los cambios de Vandell como el resultado de una intención, de un acto deliberado e inteligente por parte de algo que habitase en el planeta?

Cuando mi mente hervía de ideas extravagantes, la consola de navegación dejó oír un agudo silbido para anunciar que la impulsión se había detenido por completo. Estábamos en posición de encuentro, a doscientos mil kilómetros de Vandell. Antes de que el sonido terminara, me puse de pie y me encaminé a la cápsula transbordadora. Cuando estuve en la portezuela me detuve y me volví, esperando tener a McAndrew en los talones. Pero no se había movido de los controles. Estaba examinando la lista con los parámetros físicos de Vandell: masa, temperatura, diámetro medio, rotación. Contemplaba la pantalla con ojos ciegos. Entonces solicitó nuevamente el índice de rotación de Vandell: era tan pequeño que en los parámetros de los soportes aparecía como cero.

—¡Mac!

Se volvió, sacudió la cabeza como para desalojar su propia versión de las ideas imposibles que acababan de surcar mi mente al ver los cambios de Vandell, y lentamente me siguió hasta la cápsula. Antes de entrar se detuvo por última vez a observar las pantallas.

Ninguno de los dos cuestionó lo del transbordador. No supimos cuándo ni cómo, pero ambos habíamos decidido que debíamos descender a la superficie de Vandell. Fuera como fuese, debíamos recuperar los cuerpos que yacían bajo las nubes titilantes y perladas que cubrían el planeta errante.


En otro tiempo y lugar, la vista que se percibía desde la cápsula habría sido bellísima. Ahora que estábamos más cerca podíamos explicarnos los resplandores rosados. Eran tormentas eléctricas que atravesaban las nubes del cielo de Vandell. Tormentas eléctricas que no debían estar allí, en un planeta muerto. Al girar en órbita cada vez más baja, habíamos vaciado el banco de datos del Merganser, No encontramos nada nuevo, salvo la última serie de lecturas instrumentales que había regresado al ordenador central mientras la otra cápsula transbordadora comenzaba a descender hacia la superficie de Vandell: presión atmosférica: cero; campo magnético: insignificante; temperatura: cuatro grados absolutos; gravedad en la superficie: cuatro décimas de g; índice de rotación planetaria: demasiado pequeño para ser expresado en valores.

Por tanto, su cápsula se había posado sobre la superficie con una velocidad final de sólo medio metro por segundo, y todas las transmisiones habían cesado instantáneamente desde ese momento. Lo que había acabado con Jan y Sven Wicklund no podía haber sido el impacto directo contra la superficie. Habían aterrizado suavemente. Y si no los había matado la colisión al posarse…

Procuré ignorar el tierno brote de esperanza que pugnaba por echar raíces en mi corazón. No sabía de ninguna cápsula que quedara destruida sin que murieran sus tripulantes.

A ese cuadro de por sí extraño, nuestros instrumentos habían añadido unos pocos datos nuevos e igualmente raros. La «atmósfera» que veíamos era principalmente un gran remolino de polvo que rodeaba toda la superficie de Vandell, iluminada por los destellos de los relámpagos en la parte superior. Era una tormenta cálida, una caldera que no tenía por qué estar allí. Supuestamente, Vandell debía ser frío. Maldición. Tendría que haber perdido hasta la última caloría. McAndrew me lo había dicho: no había modo de que el planeta fuese cálido.

Dimos vuelta tras vuelta, órbita tras órbita, hasta que finalmente sentí que nosotros éramos el centro fijo, y que todo el Universo giraba a nuestro alrededor, mientras yo contemplaba ese vértice negro (que venía y se iba de una órbita a la siguiente: de pronto se ve, de pronto desaparece) y McAndrew permanecía pegado a los monitores cargados de datos. No creo que hubiese visto la superficie de Vandell durante más de diez segundos en cinco horas. Sólo pensaba.

¿Y yo? Mi tensión nerviosa crecía hasta hacerse casi insoportable. Según Limperis y Wenig, me paso de prudente. No sólo no corro allí donde los ángeles temen poner el pie, sino que me mantengo lo más lejos posible del lugar. La única razón por la que quieren tenerme cerca es para que ejerza mi elevado cociente de cobardía. No obstante, ahora ansiaba encender los cohetes retropropulsores y bajar hasta Vandell. Dos veces me había sentado ante los controles y tecleado la secuencia preliminar de descenso instintivamente (podía hacerlo hasta dormida). Y dos veces McAndrew había emergido de su periplo mental para mover la cabeza y sentenciar:

—No, Jeanie.

Pero la tercera vez no me detuvo.

—¿Tienes idea del sitio donde piensas posar la nave, Jeanie? —fue todo lo que dijo.

—Aproximadamente. —No me gustó el tono con el que contesté. La voz me salió hosca y áspera—. Tengo la posición aproximada de aterrizaje de las lecturas del Merganser.

—Allí no. —Movía la cabeza—. En ese sitio no. ¿Ves ese tubo negro? Métete en medio de ese embudo. ¿Puedes hacerlo?

—Puedo. Pero si es lo que parece, tendremos fuertes turbulencias…

—Tienes razón. —Se encogió de hombros—. Pero estoy seguro de que se encuentran allí. ¿Puedes hacerlo?

Esa no era la verdadera cuestión. Mientras Mac hablaba, comencé a deslizar la nave en una suave trayectoria descendente. Ambos sabíamos que no hacía falta hacer cálculos de movimiento. Dada la situación deseada de aterrizaje, en fracciones de segundo el ordenador de la cápsula calcularía un descenso con el mínimo desgaste de energía.

Conozco muy bien a McAndrew. Lo que me estaba diciendo sin palabras, como corresponde a su estilo, era muy simple: Será peligroso, y desconozco cuánto. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

Apenas nos introdujimos en la atmósfera, comencé a ver por qué. La visibilidad se redujo a cero. Descendíamos a través de una espesa zona de polvo que casi parecía humo, y entre relámpagos intermitentes. Conecté la visión por radar, y me encontré mirando un mundo surrealista y difuso, de superficie fragmentada y retorcida. Fuertes ventarrones (¿qué vientos podían ser, si no había atmósfera?) nos movían violentamente de lado a lado, de arriba abajo, y se alternaban con vertiginosas caídas libres detenidas por la impulsión en cuanto comenzaban.

Faltaban treinta segundos para hacer contacto, y por debajo la tierra rodaba y se elevaba como un gigante desencajado. Y nosotros seguíamos bajando por el centro exacto del embudo negro. La cápsula se estremecía a nuestro alrededor. Los controles automáticos parecían estar cumpliendo un lamentable papel, pero sabía que yo lo haría peor. Mis tiempos de reacción eran miles de veces más lentos que los del ordenador. Ni siquiera podía competir. Sólo me cabía agarrarme con fuerza y esperar la colisión.

Pero la colisión no llegó. No fue un aterrizaje sobre un lecho de plumas, pero el descenso final sobrevino a unos pocos centímetros por segundo. ¿O más? No puedo decirlo. El impacto se perdió entre las sacudidas constantes del suelo sobre el que se había posado la cápsula. El planeta estaba vivo. Me puse de pie y tuve que sostenerme del borde del tablero de control para no caer. Hice un inmenso esfuerzo por sonreír a McAndrew, quien iniciaba un inseguro avance hacia la compuerta del equipo. Mac asintió. Tierra de seísmos… Le devolví el gesto. ¿Dónde estará su nave?

Nos habíamos posado sobre un planeta casi tan grande como la Tierra, en medio de una rugiente tormenta de polvo que reducía la visibilidad a menos de cien metros. Nos proponíamos rastrear un área de quinientos millones de kilómetros cuadrados en busca de un objeto de unos metros de diámetro. Más difícil que buscar una aguja en un pajar. Mac no parecía preocupado. Se estaba colocando un equipo externo de protección. Durante la primera fase de descenso ya nos habíamos puesto los trajes.

—¡Mac!

Se detuvo con el equipo contra el pecho y los conectores en la mano.

—No seas tonta, Jeanie. Sólo debe salir uno de los dos.

Eso me puso más furiosa. Estaba comportándose de un modo razonable (mi especialidad). Pero viajar más de un año luz para que luego sólo uno hiciera los últimos kilómetros… Jan también era mi hija. Mi única hija. Avancé y cogí otro de los equipos externos. Cuando Mac observó mi expresión, no opuso resistencia.

Al menos fuimos lo bastante sensatos para no lanzarnos de inmediato. Con los trajes cerrados, recorrimos sistemáticamente los alrededores con la vista. Las longitudes de onda visuales eran inservibles —no veíamos absolutamente nada a través de la portezuela— pero lo sensores de microondas nos permitieron escudriñar el horizonte, el horizonte enloquecido. En azaroso desorden se entremezclaban agujas de afilada roca con mesetas resquebrajadas, hendiduras impenetrables y bloques ladeados de piedra oscura.

No alcanzaba a ver ningún patrón, ningún orden. Pero a un lado, quizás a un kilómetro de nuestra nave, los instrumentos recogían el eco esperanzador de un radar: un pico de reflexión más fuerte que ninguna otra cosa que hubiese sobre la pétrea superficie. Debía ser metal. Sólo podía ser metal. Sólo podía ser la nave de Jan. ¿Pero estaría intacta? ¿La habría fundido un rayo? ¿Sería una mole carbonizada? ¿Un resto fragmentado, expuesto al polvo y al vacío?

Mis pensamientos iban tan deprisa que no podía seguirlos. Antes de sacar ninguna conclusión ya habíamos llegado a la compuerta. La abrimos y pusimos pie sobre la superficie quebrada de Vandell. McAndrew me dejó la delantera. Ninguno de los dos tenía experiencia con semejante terreno, pero él confiaba más en mis radares para el peligro que en los suyos. Sintonicé mi traje a la señal refleja de radar de nuestra cápsula y comenzamos nuestro penoso trayecto con cautela.

El avance fue horrible y tortuoso. Era imposible seguir ningún camino recto a través de la roca. Cada diez pasos parecíamos llegar a una barrera infranqueable, que nos obligaba a retroceder la mitad del trayecto ganado. Por debajo de nuestros pies, la superficie del planeta temblaba y gruñía, como si se dispusiera a abrirse para devorarnos. El paisaje que nos presentaban los trajes era una centelleante pesadilla de negros y grises. (La visión en longitudes de onda no visibles siempre resulta desconcertante, y las microondas aún más.) A nuestro alrededor, el polvo arremolinado se abatía en un oleaje estremecido que nos hablaba en susurros por fuera de los cascos. Detectaba un ciclo definido, que cada siete minutos formaba un pico. La interferencia estática de la radio seguía el mismo período, y su volumen subía y bajaba como acompañando las perturbaciones del exterior.

Había sintonizado mi equipo al máximo para enviar una señal de llamada continua. Pero del radar de la otra nave no partía ninguna respuesta. Sólo estábamos a unos cientos de metros, pero nos aproximábamos a un paso de tortuga.

Al cabo de cincuenta metros, noté un silencio en el murmullo que nos rodeaba. Conecté las longitudes de onda visibles, y esperé impaciente mientras el procesador de mi traje buscaba la mejor combinación de frecuencias para poder atravesar la oscuridad. Al medio segundo, el visor interno del traje anunció que habría una breve demora: los sensores estaban cubiertos de partículas de polvo ionizadas que habría que repeler. La operación llevó diez segundos más, y entonces apareció una imagen. Escudriñando las longitudes visibles, creí ver una nueva forma ante mí: un óvalo plano que abrazaba la tierra lóbrega.

—Señal visible, Mac —dije a la radio—. Díselo a tu traje.

Fue todo lo que pude expresar. Conozco el perfil de una cápsula; las he visto desde todos los ángulos. Y la silueta que aparecía ante nosotros no era lo que esperaba ver. A la izquierda asomaba una protuberancia retorcida. Apresuré el paso, tambaleándome peligrosamente sobre bloques resbaladizos y sorteando afilados riscos, dando imprudentes zancadas a través de simas espeluznantes. Mac me seguía cuando yo estaba en dificultades, aunque realmente él se exponía a más riesgo que yo. La radio me transmitía su respiración laboriosa.

Era la cápsula, no había duda. Al acercarme, vi por fin el largo orificio que la desgarraba a un lado. Es muy difícil dañar una cápsula hasta tal punto que no se pueda reparar, pero ésa ya nunca volvería a volar. El interior carecería de aire, de vida; estaba lleno de ese polvo asfixiante que pretendía ser la atmósfera de Vandell.

¿Y los tripulantes? ¿Habrían pensado Jan o Sven en ponerse los trajes antes del descenso? Pero lo único que no podría cambiar sería el aspecto de los cadáveres. Aunque se hubiesen puesto los trajes, los habría matado aquello mismo que pudo acabar con la señal de la cápsula.

Di un último paso hasta la unidad, me detuve a mirar a través de la hendidura, y contuve el aliento. En algún recóndito lugar de mi ser, contraviniendo toda lógica, subsistía un débil rayo de esperanza.

Pero este rayo de esperanza se apagó cuando vi las dos figuras tendidas sobre el suelo de la cápsula, juntas e inmóviles.

Lancé un gemido. Vi que Mac se acercaba a mi lado y encendí la luz del casco para observar mejor el interior. Entonces me enderecé con tal fuerza que el casco se me incrustó contra el duro metal de la cápsula.

Ambos llevaban los trajes puestos, casco contra casco. Cuando la luz penetró en el interior de la nave, giraron al unísono para mirarme de frente. Se frotaban los visores con las manos enguantadas para despejar la espesa capa de polvillo blanco que les obstruía la visión.

—¡Jan! —Mi grito debió fulminar a Mac—. ¡Sven! ¡Mac, están vivos!

—¡Dios mío, es verdad! Pero tranquilízate, que vas a reventarme los oídos. —Pero era él quien parecía a punto de reventar de alivio y felicidad.

Rodeamos la cápsula hasta llegar a la portezuela. Traté de abrirla, pero me fue imposible. Mac lo intentó también, pero todo estaba demasiado abollado y retorcido. Volvimos hasta la hendidura, y los encontramos tratando de agrandarla más para poder salir.

—Atrás —dije—. Mac y yo podemos cortarla en un minuto.

Entonces comprendí que no podían escucharme ni verme. Tenían los visores nuevamente cubiertos de polvo, y otra vez habían unido los cascos hasta quedar en contacto.

—¡Mac! Hay algo anormal en sus trajes…

—Por supuesto. —Parecía irritado ante mi estupidez—. Las radios no les funcionan. Eso ya lo sabíamos. Se están comunicando directamente mediante la voz, con los cascos en contacto. Las unidades visuales tampoco les funcionan. Sólo cuentan con los visores de los cascos. Y a menos que los limpien constantemente, se cubren de polvo en un santiamén. La atmósfera de este maldito planeta no es otra cosa que partículas de polvo cargadas. Nuestros trajes las deben estar repeliendo pues de lo contrario no veríamos nada en las longitudes de onda visibles. A ver, déjame entrar.

Hundió la cabeza en el agujero, cogió a Jan de la manga y nos acercó hasta que los cuatro cascos quedaron en contacto. Así podríamos hablar.

Y eso hicimos durante los primeros diez minutos: hablar, en un lenguaje que desafía todo análisis lógico. Yo lo llamaría el lenguaje del amor, pero esa frase ha sido utilizada con demasiada frecuencia para referirse a otra experiencia emocional, mucho menos poderosa.

Después agrandamos el orificio para que pudieran trepar y salir. En ese momento pensé que habíamos vencido, y que nuestras tribulaciones y zozobras se habían acabado. Pero en realidad, apenas acababan de empezar.


Su cápsula estaba en peor estado de lo que parecía. La lluvia de peñascos voladores que había estropeado la carcasa tendría que haber dejado intactos los instrumentos electrónicos internos, los ordenadores y las unidades de comunicación, ya que estos componentes no tenían piezas móviles y habrían podido resistir cualquier sacudida o movimiento violento. Pero ninguno de ellos funcionaba.

La cápsula apenas era un escombro de plástico y metal. Y lo peor era que tampoco funcionaban los sistemas informáticos de los trajes que llevaban Jan y Sven. No tenían radios, ni sistemas externos de visión. Ni siquiera controles de temperatura. Sólo podían valerse de los componentes puramente mecánicos, como la provisión de aire y la presión de los trajes.

No podía imaginar nada capaz de destruir el equipo de semejante modo y al mismo tiempo dejar a Jan y Sven con vida; pero mis preguntas tendrían que esperar hasta más tarde. Por el momento, lo que más nos interesaba era regresar a la otra cápsula. Si había pensado que la ida era trabajo arriesgado, el regreso aún habría de resultar mucho peor. Jan y Sven Wicklund estaban prácticamente ciegos. No podían saltar hendiduras ni caminar sobre los delgados bloques de roca. Sin radios, ni siquiera podía decirles que regresaran si decidíamos retroceder parte del camino.

Formamos una cadena cogiéndonos de las manos. Mac iba en el extremo izquierdo, y yo en el derecho. Así comenzamos un extraño movimiento lateral, como el desplazamiento de los cangrejos, en dirección a la otra cápsula. No me atrevía a darme prisa, aunque el regreso nos llevase horas. Cuatro veces tuve que detenerme por completo, mientras a nuestros pies la tierra sufría violentos paroxismos de espasmos y sacudidas. Nos quedamos inmóviles, aferrando con todas las fuerzas las manos de los demás. Si yo estaba despavorida, Jan y Sven debieron sentirse en el infierno. Mac y yo éramos su puente con la vida. Si perdíamos contacto, no podrían avanzar veinte metros por la superficie quebrada sin morir en el intento. Mientras los temblores proseguían, yo captaba unas débiles señales en mi receptor de radio. McAndrew y Sven habían puesto los cascos en contacto, y al parecer era Wicklund quien hablaba. Durante ciño minutos, sólo escuché ocasionales gruñidos de Mac, por todo comentario.

—De acuerdo —dijo por fin—. Jeanie, ¿has podido captar algo? Debemos apresurarnos. ¡Deprisa!

—¿Más rápido? ¿En estas condiciones? ¡Estás loco! Sé que vamos despacio, pero tenemos aire de sobra. Hagámoslo bien, y lleguemos enteros.

—No es el aire lo que me preocupa. —Se acercaba por detrás, obligándonos a chocar el uno contra el otro—. Debemos estar en la cápsula y lejos de la superficie en menos de una hora. Sven ha estado siguiendo los brotes de actividad sísmica y velocidad del polvo desde que aterrizaron; el planeta ha enloquecido. Dentro de una hora y media vendrá otro seísmo peor. Mucho peor. Mucho más que cualquiera de los que hemos sentido hasta ahora. Convergerán en fase muchos de los ciclos menores que hemos estado sintiendo desde que nos asomamos a la superficie. Se sumarán…

Peor que cualquier otro que hayamos sentido hasta ahora. Me costaba mucho imaginarlo. Tampoco adivinaba la causa, pero en las pocas horas transcurridas desde la llegada de la otra cápsula, algo se había apoderado de la serena superficie de Vandell para convertirla en una ruina despedazada y enloquecida.

Haciendo caso omiso a mis instintos, acepté correr más riesgos, trepar por rocas más amenazadoras y transitar por cornisas que en cualquier momento podían ceder bajo nuestro peso. Creo que este tramo fue peor para Mac y para mí que para Sven y Jan. Ellos podían caminar a ciegas y fiarse de nosotros; pero Mac y yo teníamos que mantener los ojos muy abiertos y detectar todos los peligros que nos cercaban. Quería bombardear a preguntas a McAndrew, pero no me atrevía a desviar su atención hacia ninguna otra cosa que no fuera lo más inmediato.

En veinte minutos estuvimos a cien metros de la cápsula. El resto del camino parecía una senda llana. Entonces, escuché un gruñido y una maldición por la radio del traje, y al volverme pude ver a Mac deslizándose de lado por una larga pendiente de cascajos. En el momento último consiguió dejar a salvo a Sven cuando la tierra comenzó a quebrarse. Al caer trataba de asirse a la tierra, pero no podía aferrarse a nada firme. En pocos segundos se perdió de vista detrás de un revoltijo negro de peñascos.

—¡Mac! —Me alegré de que Jan no pudiese oír mi voz rota por el pánico.

—Estoy aquí, Jeanie. Estoy bien. —Parecía la voz de quien está en un merienda en el campo. Ha sido culpa mía. Me di cuenta de que la tierra comenzaba a quebrarse mientras Sven avanzaba. En lugar de seguirla como una oveja, hubiera debido tomar otro camino.

—¿Puedes volver?

Se hizo un silencio, probablemente de treinta segundos. En mi inquietud, me pareció una hora. Escuché por radio la respiración cada vez más agitada de Mac.

—No estoy seguro —dijo por fin—. Esto es un lío. La pendiente es demasiado escarpada para poder treparla. Me he deslizado por las piedras sueltas. Me llevará bastante tiempo. Será mejor que los tres sigáis adelante. Ya os alcanzaré. No tenéis tiempo para quedaros esperando.

—Olvídalo. Quédate. Ya iré a buscarte. —Me incliné para que mi casco quedara contra el dejan.— Jan, ¿me oyes?

—Sí, pero habla más fuerte. —Su voz sonaba débil, como si estuviera a muchos metros de mí.

—Quiero que tú y Sven os quedéis aquí y que no os mováis lo más mínimo. Mac se ha caído por una pendiente y tengo que ir a ayudarlo. Regresaré dentro de unos minutos.

Lo había dicho para tranquilizarlos, pero entonces me pregunté qué sucedería si pecaba de optimista con respecto al tiempo de mi regreso.

—Esperadnos veinte minutos. Si no regresamos para entonces, tendréis que ir hasta la cápsula por vuestros propios medios. Está a cien metros de vosotros, en línea recta tal como estáis ahora. Si seguís sin desviaros cincuenta pasos y luego os limpiáis los visores, podréis verla.

Sabía que Jan tenía muchas preguntas que hacerme, pero no había tiempo para respondérselas. El tono de Mac sugería que sería completamente fatal estar en la superficie de Vandell, desprotegidos, cuando nos sacudiera el próximo seísmo.

Sabía exactamente dónde se encontraba Mac, pero me costó muchísimo verlo. El deslizamiento había arrastrado fragmentos pequeños y grandes, desde cascajos y guijarros hasta considerables moles de piedra. Sus esfuerzos por ascender la ladera sólo habían logrado enterrarlo más entre los restos. Tenía tres cuartas partes del traje bajo las rocas. Y al parecer sus movimientos también lo habían deslizado hacia atrás. Con una pendiente de treinta grados por delante, creo que nunca hubiese podido salir solo. Y más abajo de la ladera se abría una ancha fisura de profundidad indefinida.

Miraba en mi dirección; me había visto.

—Jeanie, no te acerques más. Resbalarás hasta aquí, como yo. Después de la cornisa en la que estás no hay superficie firme.

—No temas, no pienso avanzar. —Retrocedí un paso y me aproximé a una inmensa roca que debía pesar muchas toneladas. Volví la cabeza para que el pecho del traje de Mac apuntara al centro exacto de mi visor—. Ahora no muevas un solo músculo. Voy a emplear el Walton, y no tenemos tiempo para un segundo intento.

Levanté los hilos del retículo óptico ligeramente para compensar el efecto de la gravedad, y luego sintonicé la secuencia que liberaba el Walton. Se encendió el solenoide de expulsión, y el delgado filamento que terminaba en un electroimán salió disparado del panel torácico de mi traje en dirección al de McAndrew. El láser del extremo midió la distancia del objetivo, y el imán le siguió una fracción de segundo antes del contacto. Mac y yo quedamos unidos por un filamento del espesor de un cabello. Me abracé a la inmensa roca por detrás.

—¿Listo? Voy a tirar de ti.

—Listo. ¿Pero cómo no se me ocurrió emplear el Walton? ¡Maldita sea! No habría hecho falta que regresaras. Podría haberlo hecho solo.

Comencé a bobinar el filamento lentamente, para que Mac pudiera liberarse de las piedras y los cascotes. El Izaak Walton venía usándose desde hacía bastante tiempo, desde que las primeras grandes obras de construcción espacial pusieron en evidencia la necesidad de hallar una forma de moverse en el vacío sin desperdiciar masa de reacción de los trajes. Si lo único que se quiere es un pequeño momento lineal —se dijo—, ¿por qué no cogerlo de las inmensas estructuras que uno tiene alrededor? Eso es todo lo que hacen los Waltons. Los había utilizado cientos de veces en caída libre: disparaba el filamento a la viga hasta la que quería llegar, me conectaba, y luego me iba acercando hasta allí. Lo mismo había hecho Mac, y por eso se hallaba tan disgustado consigo mismo. Pero yo pensaba que era la primera vez que un Walton se empleaba sobre la superficie de un planeta.

—No creo que hubieses podido hacerlo, Mac —lo consolé—. Esta gran roca es el único cuerpo sólido que puedes ver desde aquí, y no parece tener un elevado contenido de metal. No habrías tenido dónde sujetar el imán aquí arriba.

—Tal vez —rezongó—. Pero al menos podría haber tenido la sensatez de intentarlo. Soy un idiota sin remedio.

¿Qué sería yo, entonces?, me atreví a pensar. Proseguí rebobinando el filamento hasta que Mac logró trepar y ponerse de pie a mi lado. Entonces desconecté el campo. El filamento y el imán volvieron automáticamente al carrete de almacenamiento que yo llevaba en el pecho. Nos volvimos con cuidado y fuimos al encuentro de Jan y Sven.

Estaban donde los había dejado, uno al lado del otro, con los cascos unidos, como un adorno gélido y abandonado sobre el paisaje perverso de Vandell. Habían pasado más de quince minutos desde que me había ido en busca de Mac; imaginaba su inquietud. Apoyé mi casco sobre los de ellos.

—Sanos y salvos. En marcha.

Jan me estrujó el brazo con desesperación. Hicimos de nuevo nuestra cadena humana y fuimos hasta la cápsula como una familia de cangrejos. No fue tan fácil como había creído, o como había sugerido ajan, pero en menos de quince minutos nos encontramos abriendo la portezuela exterior y zambullendo a los jóvenes dentro.

La compuerta era pequeña. Sólo cabían dos a la vez. Cuando entramos McAndrew y yo, ellos ya se habían quitado los trajes. Jan estaba pálida y temblorosa. Parecía diez años mayor. Sven Wicklund era el mismo tipo rubio y soñador de siempre. Su aspecto era increíblemente juvenil. Como sucedía con McAndrew, sus cavilaciones interiores lo mantenían parcialmente resguardado de las duras realidades. Incluso en ese momento blandía ante nosotros un papel cubierto de jeroglíficos. Pero Jan y Sven habían sabido resistir y mantener la compostura incluso en los momentos en que la muerte parecía segura. Se me ocurrió entonces que si había que encontrar un rito de iniciación que marcara el ingreso en la edad adulta, no podría hallarse ninguno tan duro como el que Jan acababa de afrontar.

—Mirad esto —nos dijo Sven apenas cerramos la compuerta—. He estado revisando los ciclos…

—¿Cuánto falta para que nos sacuda?

—Cuatro minutos, pero…

—¡Poneros los trajes de trabajo los dos! —ordené. Ya estaba en los controles—. Intentaré ascender tan pronto como pueda, pero si no lo conseguimos pronto, no creo que la estructura de la cápsula lo pueda resistir. Ya sabéis lo que ocurrió con la vuestra.


El ascenso no presentaba problemas de navegación. Tenía combustible de sobra, y pensaba subir en línea recta con máximo impulso. Ya habría tiempo para preocuparnos por el encuentro con el Merganser j el Hoatzin cuando estuviéramos a salvo, lejos de Vandell.

Creo en la prudencia, incluso en un despegue de lo más corriente. Me concentré en las secuencias de control. Oía que Jan, McAndrew y Sven parloteaban por detrás, hasta que les pedí que me desconectaran de la frecuencia y me dejaran pensar en paz. Vandell seguía siendo un completo misterio para mí, pero si los demás tenían respuestas, también tendrían que esperar a que nos hubiésemos alejado de la superficie.

Las predicciones de Sven con respecto al tiempo de la próxima oleada de violencia demostraron ser innecesarias. Vi acercarse el seísmo directamente, en los valores de mis instrumentos de medición. Mientras despegábamos, todas las lecturas que tenía ante mí saltaron al unísono: niveles de ionización, vibración de la superficie, densidad del polvo, campos magnéticos y eléctricos… Los valores crecieron rápidamente, y las manecillas recorrieron los diales con regularidad, como las agujas de un anticuado reloj.

Se avecinaba algo grande. Nos elevamos en un cielo rasgado por imponentes relámpagos, que se abrían camino por entre las nubes de partículas cargadas. Hicimos un rápido ascenso. En pocos segundos habíamos recorrido tres kilómetros de altura. Y entonces, cuando comenzaba a distenderme y a pensar que habíamos logrado escapar justo a tiempo, los instrumentos soltaron un alud de cifras. Las fuerzas de los campos exteriores titilaron creando valores que, de tan elevados, resultaban imposibles de leer. Luego se encendieron las alarmas luminosas. Escuché el chirrido de una sobrecarga fatal en la radio de mi traje, y vi que, una tras otra, las pantallas iban quedando en blanco. Después de una fugaz e incomprensible ráfaga de caracteres binarios, el ordenador quedó totalmente muerto. De pronto me encontré volando a ciegas. Los instrumentos electrónicos en los que confía todo piloto, habían quedado totalmente inservibles.

Aunque la información de nada servía, inesperadamente comprendí qué había destruido el transmisor de señales de la otra cápsula sin matar a Jan ni a Sven. Antes de que las pantallas dejaran de funcionar, los campos magnéticos y eléctricos habían ascendido a un nivel imposible. Incluso a través de la protección parcial de la carcasa de la nave, su intensidad había ido suficiente para destruir el almacenamiento magnético de los ordenadores, los equipos de comunicaciones, los monitores y los controles de los trajes. Si éstos no hubiesen sido diseñados con control manual de ciertas funciones básicas, había sido el fin para Jan y Sven.

Ahora nuestra cápsula tenía el mismo problema que la de ellos. No nos habían aplastado los peñascos, como a la otra nave al posarse sobre la superficie de Vandell, pero ya no teníamos control de vuelo mediante ordenador, y los campos magnéticos variables nos sacudían de un lado a otro.

No tuve que pedir el control manual: cuando el ordenador quedó mudo, me lanzó todo encima automáticamente.

Apreté los dientes, traté de mantener la nave en dirección recta y ascendente (cosa que no resultaba fácil por la forma en que la cápsula se mecía y sacudía) y me negué a aminorar el impulso, aun cuando parecíamos estar a punto de desintegrarnos.

He sido dotada de un estómago de hierro, que no vomita por muchas vueltas y tirones que sufra. McAndrew no goza de la misma suerte. Jan tendría que cuidar de él. No podían comunicarse conmigo, pero, conociéndolo, daba por sentada su indisposición.

Pero la indisposición valió la pena. Estábamos saliendo, cada vez más, mientras el fulgor rosado que rodeaba los visores de la cápsula cambiaba a un negro profundo. A medida que nuestra altitud aumentaba, fui observando la medición de la presión interna. Gracias a Dios, al menos existía un dispositivo mecánico. La presión era normal; eso significaba que en la estructura de la cápsula no se había producido ninguna fisura durante el ascenso. Me permití el lujo de mirar a mi alrededor.

McAndrew estaba sentado con la cabeza hacia abajo, casi contra el suelo. Sven y Jan estaban reclinados hacia atrás, abrazados. Los visores estaban limpios, y entonces pude comprobar que ninguno de los dos se había vomitado en el traje por dentro. Tenía su importancia, pues los sistemas internos de higiene que suelen ocuparse de esos desastres ya no funcionaban.

La turbulencia que rodeaba la cápsula comenzó a disminuir. A través de los visores asomaban las estrellas, mientras yo conducía la nave hacia una órbita en espiral que nos alejara de Vandell. Buscaba el Hoatzin. Seguíamos un derrotero irregular, malgastando el combustible como no habría hecho el ordenador si hubiese controlado el trayecto de navegación. Pero era inevitable: no recibía señales de referencia de la nave, y sólo contaba con mi instinto y mi experiencia.

Al escudriñar las nubes observé que los relámpagos se movían en grandes ondas sobre la superficie, unas veces formando picos y a veces deshaciéndose. Nos habíamos elevado desde un punto en el que convergían todos los picos, pero ahora que se desvanecían, parecía igual que el resto. O casi; la débil sombra del túnel negro seguía hundiéndose en el espacio tenebroso.

Sentí que me tocaban el hombro. Mac señalaba hacia mí, y luego hacia el casco de su traje. Habíamos pasado la zona del peligro, y era importante volver a establecer contacto entre nosotros. La búsqueda del Hoatzin y el Merganser tal vez nos llevara horas: no podíamos recurrir a los instrumentos de sondeo automático, ni a las señales de radio que partían de las naves. Mientras tanto, deseaba escuchar algunas explicaciones. No cabía duda de que Mac y Wicklund comprendían la situación mucho mejor que yo.

De los cascos emergieron tres rostros lamentables, con la tez de un color entre amarillo y verde. Nadie había vomitado, pero a juzgar por las expresiones, no debió faltar mucho.

—Cuando la tormenta nos azotó en la superficie, creí que estaba sufriendo algo terrible —dijo Jan—. Pero esto aún ha sido mucho peor. ¿Qué hiciste, Jeanie? Pensé que la cápsula se partiría en dos.

—Lo mismo pensaba yo. —Después de quitarme el casco, aproveché para frotarme el cuello y los hombros agarrotados—. En realidad, casi se parte. Hemos perdido los ordenadores, los sistemas de comunicación, los monitores, todo. ¿Qué es este planeta endemoniado? Yo creía que las leyes de la Naturaleza eran las mismas en todo el Universo, pero Vandell parece ser una excepción. ¿Qué diablos le hicisteis vosotros a este planeta, Jan? Hasta que llegasteis, estaba tranquilo como una tumba.

—Casi lo estaba —intervino McAndrew—. Si no os hubierais… —Se detuvo y tragó saliva—. Sabemos lo que ha sucedido. De eso hablábamos antes de que nos hicieras pedazos. Si hubiésemos sido algo más listos, podríamos haberlo sabido desde un principio y nos habríamos evitado todo este jaleo. ¿Qué has oído durante el ascenso?

Sacudí la cabeza.

—¿No recuerdas que corté la comunicación? Tenía otras cosas en la cabeza. ¿Me estáis diciendo que sabéis lo que ha sucedido allí abajo? Me pareció haberte oído decir que nada tenía sentido.

Mientras conversábamos, había llevado la nave hasta la altura correcta por encima de Vandell para establecer el encuentro con el Hoatzin. Ahora bastaría un barrido constante y metódico para dar con la nave.

McAndrew se frotó la frente pálida y sudorosa con las manos. Tenía un aspecto espantoso, pero a medida que pasaban los minutos cada vez se parecía menos a un pepinillo en estado de descomposición.

—No tenía sentido —dijo ásperamente—. Nada tiene sentido hasta que uno lo comprende; entonces, se vuelve evidente. Noté algo extraño antes de que nos marcháramos del Hoatzin en la cápsula.

Sven se había preguntado por lo mismo, pero ninguno de los dos le concedió demasiada importancia. ¿Recuerdas la lista de variables físicas de Vandell que ellos habían registrado cuando llegaron al planeta? No había campos eléctricos ni magnéticos, el índice de rotación era insignificante, no había atmósfera, y era un planeta frío como el infierno helado. ¿No te parece significativo alguno de estos datos?

Me recliné contra el asiento mullido. El esfuerzo físico durante la pasada media hora había sido ínfimo, pero la tensión me había dejado exhausta. Lo miré de soslayo.

—Mac, no estoy en condiciones de resolver acertijos. Me encuentro demasiado cansada. Por el amor de Dios, acaba con esto de una vez.

Me contempló con aire comprensivo.

—Tienes razón, Jeanie. Empecemos por el principio, y sin darle muchas vueltas. Sabemos que Vandell era un planeta tranquilo hasta que la cápsula del Merganser se posó sobre su superficie. A los pocos minutos se produjo una actividad sísmica impresionante, y se desencadenó una pavorosa tormenta eléctrica y magnética. Había oleadas de actividad por todas partes, pero tenían un foco, y un punto de origen: el lugar donde había aterrizado la cápsula. —La voz de McAndrew se hacía más firme a medida que avanzaba en su explicación y de nuevo pisaba el terreno firme de sus conocimientos—. ¿Recuerdas el cono oscuro que seguimos hasta la superficie? Era la única anomalía visible en todo el planeta. Era obvio: el impacto de la cápsula había provocado los problemas. El aterrizaje había disparado la erupción de Vandell.

Jan y Sven parecían complacidos con la explicación, pero para mí no resolvía absolutamente nada. Meneé la cabeza.

—Mac, he aterrizado sobre cincuenta planetas y asteroides de todo el Sistema y el Halo. Ni uno amenazó nunca con desmembrarse cuando puse pie en tierra. ¿Por qué? ¿Por qué sucedió esto con Vandell?

—Porque…

—Porque Vandell es un planeta errante —interrumpió Sven Wicklund. Todos lo miramos sorprendidos. Sven jamás solía decir una sola palabra sobre nada (salvo física, claro) a menos que se lo preguntasen directamente. Era demasiado tímido. Ahora, tenía el cabello sudoroso y en su rostro asomaba la mirada mística y distante que sólo le desaparecía al reír. Pero en su voz había un nuevo vigor. Evidentemente, Vandell también había dejado su huella sobre él.

—Un planeta errante —prosiguió— y que no gira sobre su eje. He aquí la clave del asunto. Vandell gira tan lentamente que ni siquiera podemos medir su rotación. McAndrew y yo nos dimos cuenta, pero pensamos que sólo sería un punto de interés teórico. Como ya señaló Eddington hace siglos, casi todo en el Universo parece girar: átomos, moléculas, planetas, estrellas, galaxias. Pero no hay ninguna ley de la Naturaleza que obligue a un cuerpo a girar en relación con las estrellas. Vandell no giraba, pero pensamos que sólo sería un curioso accidente.

Se inclinó hacia mí.

—Piensa en el tiempo… ¿cuántos millones de años habrán transcurrido desde que Vandell fue expulsado de su sistema estelar? Había estado a poca distancia de los sistemas solares, expuesto a grandes fuerzas. Debía ser un planeta cálido, y tal vez geológicamente activo, pero de pronto se vio expelido al vacío, entre las estrellas. ¿Qué ocurrió entonces?

Se detuvo, pero supe que no esperaba ninguna respuesta de mí. Aguardé.

Se encogió de hombros.

—No ocurrió nada. Durante millones o miles de millones de años, Vandell estuvo solo. Lentamente perdió calor, se enfrió, se contrajo, como ocurrió con los planetas del Sistema Solar cuando se formaron. Pero hay una diferencia considerable: los planetas giran en torno del Sol, y cada uno alrededor de los demás. A medida que las tensiones se acumulan en el interior, actúan las fuerzas de marea para liberarlas. La Tierra y los planetas liberan las tensiones internas acumuladas mediante secuencias de pequeñas perturbaciones: terremotos, «maremotos», «venumotos». Nunca llegan a reunir excesiva energía. Y la presencia de los demás cuerpos del Sistema los obliga constantemente a encontrar una estabilidad interna. Pero a Vandell no le sucede lo mismo. Vaga solo, sin fuerzas de marea que actúen sobre él, sin ni siquiera las fuerzas provocadas por su propia rotación en los campos eléctricos y magnéticos de la galaxia. Vandell adquirió un estado hipercrítico. Se convirtió en un castillo de naipes, proclive a perder la estabilidad ante la menor perturbación. Con una sola conmoción, toda la energía acumulada se liberaría en una reacción en cadena.

Se detuvo y miró a su alrededor. Entonces se ruborizó, sorprendido ante su propia elocuencia.

Todos esperamos que prosiguiera, pero no dijo una sola palabra más.

Hasta allí había seguido su explicación sin dificultad, pero aceptarla era otra cosa.

—Me estáis diciendo que todo lo que sucedió en Vandell fue producto del aterrizaje de la cápsula —dije—. Pero ¿y las nubes de polvo? ¿Ya qué se deben los campos magnéticos? ¿Y cómo pudieron surgir de un ajuste interno, aunque fuera violento? ¿Y por qué había picos en las perturbaciones, como el que se produjo cuando nos elevábamos?

Sven Wicklund siguió en silencio. Al parecer ya había hablado lo suficiente para todo el día. Miró a McAndrew con aire suplicante. Mac tosió y se frotó la cabeza.

—Mira, Jeanie —comenzó—. Si dedicaras un minuto al problema podrías responder por ti misma. Sabes tan bien como yo en qué consiste un equilibrio inestable. En esencia, cuando se produce un desplazamiento infinitesimal, tiene lugar un cambio incontenible. Comparado con las perturbaciones que Vandell había sufrido durante los millones de años pasados, el aterrizaje de la cápsula fue una conmoción poderosísima, más que cualquier empujón infinitesimal. Y cuando uno distribuye energía sobre una esfera, prevé la aparición de una serie de armónicos esféricos, con el polo en la fuente de energía. Y con respecto a los campos, estoy seguro de que no has estudiado lo suficiente sobre Ciencias Exactas para saber qué es una máquina de Wimshurst. Pero yo he visto una. Era una antigua forma de generar tremendos campos electromagnéticos y relámpagos artificiales mediante la sencilla fricción de platillos entre sí. El movimiento de la corteza de Vandell pudo generar campos de millones de voltios, aunque desde luego sólo duraría unas pocas horas. Hemos estado en el peor momento.

Volvimos la mirada al planeta. Me pareció que los relámpagos eran menos intensos contra las nubes polvorientas.

—¡Pobre Vandell! —dijo Jan—. Tan pacífico durante tantos años, y precisamente venimos nosotros a estropearlo. Lo único que queríamos era estudiar un planeta errante, un lugar de tranquilidad absoluta. Nunca más volverá a ser lo que fue. Pero no importa: habrá otros. Cuando regresemos, le diremos a la gente que tenga más cuidado.

Cuando regresemos.

Al escuchar esas palabras, el mundo adquirió un nuevo foco de atención. Durante doce horas había estado completamente atrapada por los sucesos del momento. La Tierra, la Oficina de Asuntos Exteriores, el Instituto… Dos minutos antes, para mí eran cosas inexistentes. Ahora volvían al presente, aunque lejanas. Miré por el visor, buscando la estrella distante y resplandeciente del Sol. Cosas lejanas pero reales.

—¿Te encuentras bien, Jeanie? —preguntó Jan. Había observado mi súbito cambio de expresión.

—No estoy muy segura.

Era hora de que les contáramos todo. La decisión de Tallboy con respecto al futuro del Instituto, la cancelación de la expedición Alpha Centauri, la propuesta confiscación del Hoatzin, y el modo en que habíamos desacatado las órdenes oficiales para seguirlos hasta Vandell. Regurgité todo como si fuese una ira acumulada durante siglos.

—Pero nos habéis salvado la vida —intervino Jan—. Si no hubieseis cogido la nave, estaríamos muertos. Cuando lo sepan, no podrán pensar siquiera en la violación de una regla imbécil.

McAndrew y yo la miramos, y luego intercambiamos una mirada.

—Hija, debes aprender mucho sobre la burocracia —dijo—. Sé que todo esto suena ridículo y trivial aquí… Es ridículo y trivial, maldita sea. Pero cuando regresemos desperdiciaremos semanas de nuestro tiempo defendiendo lo que hemos hecho, documentándolo todo y escribiendo interminables informes sobre el asunto. El hecho de que vosotros hubierais podido morir no cambiará las cosas para Tallboy. Él seguirá el reglamento.

Se hizo un momento de silencio, mientras Mac y yo considerábamos las perspectivas de un mes de informes.

—¿Qué sucedió con el Administrador anterior? —quiso saber Jan por fin—. Ése del que siempre hablabais antes. Creía que era vuestro amigo, y que comprendía lo que hacíais.

—¿Te refieres a Woolford? Hubo un cambio de Administración, y se marchó. Cada siete años, cuando cambia el partido, cambian los jefazos. Woolford se largó, y en su lugar vino Tallboy.

—¡Maldito sea! —dijo McAndrew de pronto—. Todo listo para la expedición a Alpha Centauri, con carga y provisiones en la nave, y ese payaso lo echa todo por tierra en dos segundos estampando su firma en un mísero papel.

Ante nosotros, vi un débil parpadeo contra el fondo estelar. Debía ser el pulso de la señal del Hoatzin, que emitía su breve luz cada dos segundos. Ajusté ligeramente nuestra órbita para establecer el encuentro, y señalé la nave a los demás. Mac y Sven se aproximaron al visor, pero sorprendentemente Jan no se movió de su asiento.

—¿Siete años? —dijo pensativa—. La Administración volverá a cambiar dentro de siete años. Jeanie, ¿cuál era el tiempo-nave que pensabais tardar en vuestro viaje a Alpha Centauri?

Fruncí el ceño.

—¿Desde la Tierra? Desde el comienzo hasta el fin el Hoatzin tardaría unos cuarenta y cuatro días.

—Entonces desde aquí sería menos. —Sus ojos despedían un curioso resplandor—. Observé algo antes de que partiéramos. Vandell se encuentra en Lupus, constelación vecina a la del Centauro. Antes de que despegáramos, pensé que casualmente, íbamos en la misma dirección que iríais vosotros. O sea que, desde aquí, ir a Alpha Centauri llevaría mucho menos tiempo. Menos de cuarenta y cuatro días.

—Eso en tiempo-nave, claro. En tiempo terrestre, habríamos estado fuera… —Me detuve de pronto. Finalmente había llegado a donde Jan se proponía llevarme.

—Al menos ocho años y medio —dijo—. Alpha Centauri está a 4,3 años luz de la Tierra, ¿verdad? De modo que cuando regresemos habrá una nueva Administración, y Tallboy ya no ocupará su puesto.

La miré seriamente.

—Jan, ¿sabes lo que dices? No podemos hacer semejante cosa. Y con respecto a ese «nosotros» que empleas… no creerás que Mac y yo estamos dispuestos a permitir que corráis semejante riesgo. Ni pensarlo. Hablar de ello…

—Al menos podríamos hablar de ello… —Sonrió—. Me gustaría saber la opinión de Mac y de Sven.

—Bueno, está bien. Pero no ahora —dije por fin—. Esperemos a estar a bordo del Hoatzin. Y no creas que vas a seguir manejando a esos dos como siempre.

Fruncí el ceño, y Jan me lanzó una sonrisa.

Y entonces no pude resistirme, y me encontré sonriendo.

Ese es el problema con las jóvenes generaciones. Como no comprenden por qué no pueden hacer algo, siguen adelante y lo hacen. Espero que cuando se escriba la historia de la primera expedición a Alpha Centauri, digan realmente cómo empezó.

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