TERCERA CRÓNICA — TODOS LOS COLORES DEL VACÍO

En cuanto la nave regresó de su viaje a Titán a mediados de año, fui a la Tierra y solicité a Woolford unas vacaciones. Había estado trabajando por seis, y él lo sabía. Me la concedió apenas le formulé la solicitud.

—Creo que se lo ha ganado, capitana Roker, de eso no hay duda. ¿Pero no dispone de tiempo reglamentario acumulado? ¿No le bastará con eso? —Se detuvo ante la ventana a contemplar el cielo anaranjado y luego pidió mi expediente al ordenador.

—No será suficiente —dije, mientras seguía con la mirada la pantalla del ordenador.

Woolford frunció el ceño y adoptó una postura menos formal.

—¿No? Bueno, según esto, Jeanie, usted dispone al menos de… —Levantó la vista—. ¿Cuánto tiempo piensa tomarse?

—No estoy del todo segura. Calculo que entre nueve y dieciséis años.

Me habría gustado darle la noticia con más suavidad, pero probablemente ninguna forma pudiese atenuarla.


A McAndrew le había llevado un tiempo estar en condiciones de cumplir su promesa. El diseño de la nave más compleja no requería teorías nuevas, pero esta vez él quería efectuar los ensayos iniciales en forma más sistemática. Yo seguía acorralándolo, y él, tratando de zafarse del compromiso. Alegaba que había estado atiborrado de drogas y calmantes, y que no era justo obligarle a cumplir algo que había sido tan imbécil de prometer entonces.

Pero, justo o no, no lo escuché. Tan pronto entramos en la etapa final de la travesía a Titán, me decidí a llamarlo.

—Sí, la nave está lista. —En su rostro había una extraña expresión, mezcla de excitación y perplejidad—. ¿Sigues con la idea de ir allá?

Ni siquiera me molesté en responder.

—¿Cuándo podría presentarme en el Instituto?

Se aclaró la garganta, con esa nota que me hacía recordar sus ancestros escoceses.

—Hum, si estás decidida, ven cuando quieras. Tengo algo que decirte, pero puede esperar.

Entonces fui a ver a Woolford y le pedí una larga licencia. McAndrew se había mostrado extrañamente reacio a hablar de nuestro destino, pero me imaginaba que iríamos más allá de Sirio.

Mi suposición era Alpha Centauri, y eso significaba que sólo estaríamos lejos de la Tierra unos nueve años. En tiempo de vuelo en nave, eso equivalía a tres meses, reservando unos días para explorar en el punto de destino. Conociendo a McAndrew como creía conocerlo, tenía la seguridad de que habría superado los cien g de aceleración que proyectaba para su prototipo interestelar. No era un hombre que hablara mucho de sus planes.

Desde la última vez que había estado allí, el Instituto Penrose se había trasladado a la órbita de Marte, de modo que para llegar hasta él tuve que esperar impaciente dos semanas, que pasé saltando de una nave a otra. Cuando finalmente nos acercamos, pude ver las viejas naves de prueba, el Merganser y el Dotterel, flotando a unos kilómetros del edificio principal del Instituto. Eran fáciles de reconocer por el disco plano de masa y la columna central. Cerca de ellas flotaba una nueva nave algo mayor, de refulgente metal plateado. Tenía que ser el Hoatzin, el nuevo juguete de McAndrew. El disco era el doble del de las otras, y la columna central, tres veces más larga, pero se veía claramente que el Hoatzin sería el hermano mayor del Merganser.

Al entrar fui saludada por el profesor Limperis, director del Instituto. Había aumentado de peso desde la última vez que nos habíamos visto, pero su rostro negro y rollizo seguía ocultando una memoria sin fin y una mente privilegiada.

—Qué agradable volver a verla, capitana Roker. No se lo he dicho a McAndrew, pero me alegro mucho de que usted lo acompañe en este viaje, para poder vigilarlo. —Soltó una risa que, en sus propios términos, era una risa «de negro batiendo las palmas», según a él mismo le había oído decir. Era señal inequívoca de que estaba nervioso por algo.

—Bueno, no creo que pueda ser de mucha utilidad. Sólo espero ir en calidad de pasajera. No debe preocuparse. El instinto me dice que no habrá mucho peligro en un simple viaje de ida y vuelta a una estrella.

—Claro, claro. —Esquivó mi mirada—. Ésa fue mi misma reacción. Supongo que el profesor McAndrew no le ha mencionado su cambio de destino…

—¿Cambio de destino? No me ha mencionado ningún objetivo en especial. —Ahora la cabeza comenzaba a palpitarme—. ¿Sugiere que no se tratará de un viaje estelar?

Se encogió de hombros y sacudió las manos en dirección al pasillo.

—No, si McAndrew se sale con la suya. Venga, está dentro, con el ordenador. Creo que será mejor que él esté presente si vamos a conversar sobre el tema.

Un subterfugio. Fuera cual fuese la mala nueva, Limperis quería que la oyese de labios del propio McAndrew.

Lo encontrarnos con la mirada perdida en la pantalla vacía del ordenador. Normalmente no lo habría interrumpido al ver en su rostro aquella mirada de imbecilidad. Eso significaba que estaba pensando con una amplitud y profundidad que jamás lograría comprender. A veces me pregunto cómo será tener una mente así. Los humanos, salvo raras excepciones, debemos parecer simios amaestrados, con pensamientos enmohecidos y ninguna capacidad para si análisis abstracto.

Mala suerte. Había llegado el momento de que Lina de las simias amaestradas dejara de lado sus preocupaciones. Fui por detrás de McAndrew y 3osé mis manos sobre sus hombros.

—Aquí estoy, Mac. Lista para partir, si me dices adonde.

Hizo girar su sillón. Tardó unos instantes en cerrar de nuevo la boca y en fijar sus ojos en mí.

—Hola, capitana. —No había dudas: en cuanto me reconoció adquirió la misma expresión huidiza que Limperis—. No te esperaba tan pronto. Todavía estamos elaborando el perfil de vuelo.

—Muy bien. Te ayudaré. —Me senté frente a él, y estudié su rostro de cerca. Se le veía cansado, como siempre, pero eso era normal. Los genios trabajaban más que el resto de los mortales, no menos. Tenía el rostro más delgado, y menos cabellos rubios en la cabeza. Hacía mucho tiempo que no sacaba a relucir el tema.

—¿Por qué no te lo haces crecer? Es un trabajo de lo más sencillo. Unas pocas horas en las máquinas durante un par de meses, y volverás a tener la cabeza cubierta de cabello otra vez —le dije.

Me miró con desdén.

—¿Por qué no intentas hacer que me brote una cola, o que el cuerpo se me cubra de pelo? O que los brazos me crezcan; así podré caminar apoyándome en ellos… Jeanie, no voy a abusar de una máquina de retroalimentación biológica para que la evolución avance en la dirección equivocada. El hombre cada vez se vuelve más lampiño. Conozco tu afición por los monos —oí un desagradable rumor sobre ti y un amigo ingeniero de Ceres, que era demasiado hirsuto incluso para mi gusto tan maleable—, pero para mí sería una satisfacción quedarme sin cabello. Molesta, crece todo el tiempo, y no sirve absolutamente para nada.

McAndrew recordaba con desagrado una ocasión en que le hice cortarse las uñas de las manos. Estoy segura de que considera su apetito por la comida como una vergonzosa debilidad. Me preguntaba quién se ocuparía de cortarle el cabello en el Instituto Penrose. Tal vez tuvieran algún empleado cuyo trabajo consistiese en podar una vez por mes las cabelleras de los genios distraídos…

—¿Adonde piensas ir en esta primera travesía? —Si su idea era ir a cazar cometas, quería saberlo cuanto antes.

McAndrew miró a Limperis. Limperis miró a McAndrew, como devolviéndole el balón. Mac se aclaró la garganta.

—Lo hemos estado hablando aquí, y todos estamos de acuerdo. El primer viaje del Hoatzin no será a un sistema estelar. —Se volvió a aclarar la garganta—. Trataremos de establecer contacto cercano con el Arca de Massingham. Es un viaje más corto que el que nos llevaría hasta una estrella —agregó con tono optimista. Observó mi expresión—. Están a menos de dos años luz. Con el Hoatzin estaremos junto al Arca en menos de treinta y cinco días-nave.

Si su objetivo era que me sintiese mejor, había elegido el peor camino.


En los años veinte, los recursos del Sistema Solar debieron haber parecido interminables. Nadie había podido catalogar los planetoides todavía, y menos aún analizar su composición y su posible valor. Ahora conocemos todo lo que hay entre el Sol y Neptuno que tenga más de cien metros de diámetro, y en los próximos veinte años los grupos de navegación piensan reducir el tamaño de los cuerpos conocidos a los cincuenta metros. La idea de coger un asteroide de un par de kilómetros de diámetro y utilizarlo como a uno se le antojara, hoy parece un robo de graves proporciones. Pero en aquella época no sólo se permitió, sino que incluso llegó a alentarse.

Las primeras colonias espaciales se concibieron como utopías, engendradas por terrícolas idealistas e incapaces de aprender de la historia. Las nuevas fronteras suelen atraer a los visionarios, pero sobre todo a los excéntricos. Al parecer, todos los que nos apartamos tres sigmas de lo normal, en cualquier dirección, terminamos en la frontera. No debe sorprendernos. Si una persona no encaja en los esquemas, se alejará del grupo principal de la humanidad. El resto la marginará, y acabará queriendo apartarse. ¿Cómo lo sé? Pues uno no se pasa la vida viajando a Titán sin aprender bastante sobre la propia personalidad. Si yo hubiese nacido antes de que descubriesen la mejor forma de emplear gente como yo, probablemente habría terminado en una de las Arcas.

La Federación Unida del Espacio había intervenido en el lanzamiento de diecisiete arcas, durante un período que transcurrió entre cuarenta y noventa años atrás. Cada una de ellas se autoabastecía, y en realidad era un asteroide convertido que en el momento de partida contenía entre tres y diez mil personas. La idea era que habría suficientes materias primas y espacio para que cada arca creciera a medida que la población aumentase. En un asteroide de dos kilómetros de ancho hay de cinco a veinte mil millones de toneladas de materia, de las cuales sólo hacen falta diez toneladas para abastecer el sistema de soporte vital que requiere cada persona.

Las arcas habían partido mucho antes de que se descubriera la impulsión equilibrada de McAndrew, antes incluso del descubrimiento de la impulsión de Mattin. Eran naves de multigeneración, que se internaban en el vacío interestelar a velocidades que eran sólo una fracción de la velocidad de la luz.

¿Y quién iba a bordo cuando zarparon? En cada arca iba un grupo relativamente homogéneo de gente extraña que compartía cierta filosofía o ilusión en común, hasta el extremo de preferir la incertidumbre de un viaje estelar a los problemas conocidos del Sistema Solar. Para partir de ese modo, para cortar todo lazo con la tierra natal salvo una ocasional comunicación por láser o radio, hacía falta no poco valor. Valor o la convicción inquebrantable de constituir un grupo único de elegidos.

Para decirlo de otro modo, McAndrew proponía que fuésemos al encuentro de una comunidad sobre la que sabíamos muy poco, salvo que según los parámetros habituales descendían de psicópatas.

—Mac, no recuerdo cuál de ellas era el Arca de Massingham. ¿Cuánto hace que se marchó?

Incluso los locos pueden engendrar hijos sanos. Si la memoria no me fallaba, cuatro de las arcas habían iniciado el camino de regreso al Sistema Solar.

—Hace setenta y cinco años. Se trata de una de las primeras. Su velocidad final es menos del tres por ciento de la velocidad de la luz.

—¿Es una de las arcas que regresan?

Movió la cabeza.

—No. Siguen su camino. Su objetivo es la estrella Tau Ceti. Pero tardarán otros trescientos años en llegar.

—¿Y por qué interceptarlos? ¿Qué tiene de especial el Arca de Massingham? —Un pensamiento acudió a mi mente—. ¿Están en apuros y necesitan ayuda?

En los últimos veinte años habíamos socorrido a dos de las arcas. En uno de los casos habíamos detectado un elemento genético recesivo que aparecía en los niños, y mediante el enlace de comunicaciones pudimos enviar información de prueba y técnicas para filtrar esperma. La otra había necesitado emplear una sonda no tripulada de alta aceleración para transportar un par de toneladas de cadmio hasta el sitio donde se encontraban. Habían tenido la mala suerte de escoger un asteroide poco habitual que al parecer carecía totalmente del mineral.

—No informan de ningún problema. Nunca conseguimos respuesta a ninguno de los mensajes que les enviamos, al menos según se observa en los registros de la estación Tritón. Pero sabemos que están bien porque cada veinte años nos llega un mensaje suyo. Nunca dicen nada sobre el arca en sí: sólo proporcionan información científica.

Al pronunciar la última frase, la voz de McAndrew vaciló. Allí estaba el anzuelo, sin duda.

—¿Qué clase de información? —dije—. Seguramente sabemos lo mismo que ellos. Tenemos cientos de miles de científicos en el Sistema, y ellos sólo pueden contar con unos pocos cientos…

—Creo que no se equivoca en las cifras —intervino Limperis, al ver que McAndrew no parecía muy dispuesto a hablar—. Pero no sé si las cifras son relevantes. ¿Cuántos científicos hacen falta para producir la obra de un Einstein o de un McAndrew? No se puede contar como si se tratara de pastillas de jabón o fichas de póker. Estamos tratando con individuos.

—En el Arca de Massingham hay un genio —dijo de pronto McAndrew. Sus ojos brillaban—. Hay un hombre o una mujer que ha estado toda su vida apartado de la Física, trabajando solo. Es peor que Ramanujan.

—¿Cómo lo sabes? —Pocas veces había visto a McAndrew tan emocionado—. Tal vez han recibido mensajes de alguien desde nuestro Sistema…

McAndrew soltó una risa que pareció un ladrido.

—Te lo voy a decir, Jeanie Roker. Tú has volado en el Merganser. Dime cómo funciona la impulsión.

—Bueno, pues… El plato de masa equilibra la aceleración, de tal modo que no sentimos los cincuenta g. —Me encogí de hombros—. No he hecho los cálculos, pero estoy segura de poder hacerlos si me viene en gana.

Estaba un poco enmohecida, pero cuando uno tiene las bases bien plantadas en lo profundo de los sesos, jamás las olvida.

—No me refiero al mecanismo de equilibración. Eso es mero sentido común. —Movió la cabeza—. Me refiero a la impulsión. ¿No se te ocurrió que estábamos acelerando una masa de billones de toneladas a cincuenta g? Si calcularas el índice de conversión de masa que haría falta en una impulsión fotónica ideal, consumirías toda la masa de la nave en pocos días. El Merganser obtuvo la impulsión acelerando partículas cargadas a milímetros de segundo de la velocidad de la luz. Esa fue la masa de reacción. ¿Pero de dónde consiguió la energía para hacerlo?

Tuve ganas de decirle que durante mi estancia en el Merganser había tenido otras cosas —léase supervivencia— en qué ocuparme. Pensé unos momentos, y luego desistí.

—No puede obtenerse más energía de la materia que la energía de la masa en reposo. Lo sé. Pero tú dices que la impulsión del Merganser y el Hoatzin lo hacen. Que Einstein se equivocó.

—No, por favor. —McAndrew estaba horrorizado sólo de pensar que pudiese haber criticado a uno de sus ídolos incuestionables—. Lo único que he hecho es construir lo que Einstein formuló. Mira, tú sabes bastante de mecánica cuántica. Comprenderás por tanto que cuando calculas la energía del estado de vacío de un sistema no obtienes cero sino un valor positivo.

Un vago recuerdo de cierta fórmula apareció buceando a través de la marea de los años. ¿Cuál era? «1/2 hw», dijo una voz distante.

—Pero puede llevársela a cero. —Me sentí orgullosa de poder recordar tanto—. El punto cero de energía es arbitrario…

—En la teoría cuántica sí. Pero no en el caso de la relatividad general. —McAndrew destruía mis defensas mentales. Como siempre que hablaba con él de temas teóricos, empezaba a darme cuenta de que al final de la charla saldría sabiendo menos que al principio.

—En relatividad general —prosiguió— energía implica curvatura de espacio-tiempo. Si el punto cero de energía no es cero, la autoenergía del vacío es real. Puede ser palpada, cuando uno sabe cómo hacerlo. De allí obtiene su energía el Hoatzin. La masa de reacción que necesita es mínima. Puede hacerlo incorporando materia durante el trayecto o, si se prefiere, empleando una fracción muy pequeña del plato de masa.

—Muy bien. —Conocía a McAndrew. Si lo dejaba seguir, podría pasarse todo el día hablando sobre principios de la física—. Pero no veo qué tiene que ver eso con el Arca de Massingham. Seguramente debe tener una impulsión anticuada. Dijiste que la habían lanzado hace setenta y cinco años…

—Así es. —Esta vez fue Limperis, suavemente insistente—. Pero verá, capitana Roker, nadie fuera del Instituto Penrose sabe cómo ha hecho McAndrew para captar la autoenergía del vacío. Hemos tenido la precaución de no transmitir esa información hasta que no estuviésemos preparados. El potencial de uso destructivo es inmenso. Derriba la antigua idea de que no puede crearse más energía que la que determina la masa en reposo de la materia. Hasta hace dos semanas, en el resto del Sistema no se sabía una sola palabra sobre esta aplicación.

—¿Y entonces dieron a conocer la información? —Comenzaba a marearme.

—No. Recibimos las ecuaciones básicas para acceder a la autoenergía del vacío mediante comunicación por láser. Sin otro mensaje, fueron transmitidas desde el Arca de Massingham.

De pronto lo comprendí todo. No era sólo McAndrew quien se comía los codos por descubrir al genio del Arca: eran todos los miembros del Instituto Penrose. Me di cuenta de la excitación de Limperis, que era el hombre más cauto y astuto del equipo. Si cierto científico, trabajando en solitario a dos años luz del Sol, había logrado unos descubrimientos paralelos a los de McAndrew, estábamos ante un acontecimiento sin parangón. Sugería un nivel de genialidad difícil de imaginar.

Me di cuenta entonces de que el Hoatzin estaría en camino dentro de unos días, con o sin mí. Pero había una última pregunta clave.

—No puedo creer que el Arca de Massingham haya sido formada por un puñado de científicos. ¿Cuál era la composición original del grupo que la colonizó?

—No eran físicos. —Limperis había vuelto a recuperar la compostura—. En absoluto. Por eso me alegra que usted acompañe al profesor McAndrew. El líder del grupo original fue Jules Massingham. Hace unos días me dediqué a recoger todo lo que el Sistema sabe sobre él. Fue un hombre de gran ímpetu personal y muchas convicciones. Su ambición era aplicar los viejos principios de la eugenesia a toda una sociedad. En todos sus escritos hay dos vertientes que insisten en la creación de un ser humano superior, en que ese ser superior sea parte integrada de toda una sociedad. Para la consecución de esos fines era despiadado.

Me miró, con el negro rostro impasible.

—A juzgar por la evidencia con que contamos, capitana, uno se inclina a pensar que ha conseguido su objetivo.


El Hoatzin superaba al Merganser y al Dotterel. Su aceleración máxima era de ciento diez g, y la cápsula-habitáculo consistía en una esfera de cuatro metros de diámetro. En público y en privado había maldecido a todo el equipo del Instituto, pero no había conseguido nada. Estaban obsesionados con la idea del genio solitario en medio del vacío, y nadie quería considerar la posibilidad de que el Hoatzin hiciera un vuelo inicial diferente. Así pues, mientras McAndrew examinaba el problema de establecer contacto y de trazar el plan de vuelo final, yo me dediqué al menos a controlar el sistema en todos sus aspectos antes de partir. Habíamos enviado un mensaje al Arca, informándoles de nuestro viaje y dándoles una fecha aproximada de llegada. En tiempo terrestre, tardaríamos unos dos años en llegar, pero era posible que aún tardáramos más. Podrían prepararse para recibirnos del modo que considerasen más apropiado: con guirnaldas o con patíbulos… Durante el viaje, McAndrew trató una vez más de explicarme su método para capturar la autoenergía del vacío. Las energías disponibles formaban un «espectro» casi continuo que correspondía a un gran número de frecuencias de vibración muy elevadas y longitudes de onda relativas. Los resonadores sintonizados que había en las unidades impulsoras del Hoatzin seleccionaban ciertas longitudes de onda que eran excitadas por los respectivos componentes de la autoenergía del vacío. Estos «colores», como McAndrew los concebía, podían alimentar con energía del vacío al sistema impulsor. Los resultados procedentes del Arca de Massingham sugerían que era posible generalizar el sistema de extracción de energía de McAndrew, de tal forma que se dispusiese de todos los «colores» de la autoenergía del vacío. Si eso era cierto, la aceleración potencial producida por la impulsión podría incrementarse en un par de órdenes de magnitud. Mac seguía trabajando sobre las consecuencias que esto podría tener. A velocidades que se aproximaban a un nanómetro por segundo de la velocidad de la luz, un solo protón tendría masa suficiente para hacer pesar su impacto sobre un equilibrio sensible.

Lo dejé despacharse a gusto. Mi atención se centraba principalmente en la historia del Arca de Massingham. Era una rareza entre rarezas. Seis de las arcas habían desaparecido sin dejar huella. No respondían a señales de la Tierra, ni enviaban mensajes. En general, se suponía que estas arcas habían causado su propio fin, bien por accidente, por guerras o por prácticas sexuales extrañas. O por las tres causas. Cuatro de las arcas habían decidido volver a la normalidad y se dirigían nuevamente al Sistema. Seis seguían alejándose, pero dos de ellas se encontraban en graves problemas, a juzgar por los mensajes que llegaban a la estación Tritón. Una de ellas padecía de delirio mesiánico; era una cruzada de insensatez humana que se autopropagaba hacia las estrellas (confiemos que nunca se encuentren con alguien allí cuya opinión favorable nos sea después necesaria). La otra era un arca de locos pacíficos y serenos; sus mensajes sólo hablaban de nuevas reglas para la interpretación de los sueños. Estaban convencidos de que encontrarían el mundo de las leyendas nórdicas cuando por fin llegaran a Eta Cassiopeia, poblada por Jotunheim, Niflheim y todo el cortejo de dioses y héroes. Todavía tenían que pasar seiscientos años antes de que llegaran hasta ella, y en ese tiempo podrían evolucionar hacia la racionalidad o hacia la extinción.

Entre todas ellas, el Arca de Massingham era una brillante combinación de cordura y rareza. Desde su partida no habían dejado de enviar mensajes, a juzgar por los cuales el Arca era portadora de las esperanzas de la raza humana, y de una civilización superior. Nunca habíamos obtenido respuesta a ninguno de los mensajes que les enviáramos: preguntas, comentarios, información o reconocimiento. Y nada de lo que ellos transmitían hacía referencia a la vida dentro del Arca. No sabíamos si vivían en la pobreza o en la abundancia, si su número aumentaba o disminuía, si recibían nuestros mensajes, si tenían problemas materiales o de cualquier otra índole. Todo lo que nos llegaba de ellos era información científica, presentada en un tono entre altanero y autosuficiente. De todo este material científico, la transmisión reciente sobre física fue lo único que atrajo realmente la curiosidad de los científicos del Sistema. Por lo general, los «descubrimientos» del Arca ya se habían producido aquí mucho antes.

Cuando el Hoatzin alcanzó su máxima impulsión, no hubo forma de que pudiéramos ver nada ni comunicarnos con nadie. El impulsor estaba fijo al plato de masa, por delante de la nave, y las partículas que pasaban a nuestro lado sólo eran visibles cuando chocaban con los escasos átomos de hidrógeno que había en el espacio libre. En realidad íbamos a menos de la impulsión máxima, y empleábamos un escape ligeramente disperso. No nos habría producido ningún daño utilizar un rayo firmemente alineado y enfocado, pero no queríamos dejar una estela mortal a nuestro paso que desintegrara durante varios años luz todo aquello que cayera en su camino.

Al cabo de seis días de viaje, la travesía había adquirido la característica de todos los trayectos de larga distancia: era soporífera. Cuando McAndrew no estaba abstraído en sus pensamientos, con la mirada perdida en la pared, o cuando no ejecutaba esa acrobacia mental que él llamaba física teórica, solíamos conversar, jugar y hacer gimnasia. Me sorprendió, una vez más, que un hombre que sabía tanto de ciertas cosas no supiera nada de otras.

Un día, mientras descansábamos en la penumbra cómplice y el visor lateral dejaba ver las impredecibles chispas azules de la colisión atómica, Mac me dijo:

—¿Entonces quieres decirme que Lungfish no fue la primera estación espacial? Todos los libros y registros dicen que sí…

—No, no dicen eso. Y si lo dicen, se equivocan. Es un error frecuente. Como la idea de que Lindbergh fue el primero que cruzó el Océano Atlántico, en los comienzos de la navegación. Fue más o menos el número cien. —McAndrew giró la cabeza hacia mí—. Como lo oyes. Antes que él ya lo habían cruzado un par de aeroplanos y otra gente en diversos tipos de naves. Fue el primero en volar solo. Lungfish fue la primera estación espacial permanente, eso es todo. Y te diré algo más. ¿Sabías que en los primeros vuelos, incluso los que duraban meses, las tripulaciones estaban íntegramente compuestas por hombres? Piénsalo un rato.

Permaneció en silencio unos minutos.

—No veo qué puede haber de malo en ello. Simplificaría las instalaciones sanitarias, y tal vez algunas cosas más…

—No comprendes, Mac. Estoy hablando de una época en que se consideraba inmoral la relación del hombre con el hombre y de la mujer con la mujer.

Entonces se produjo algo así como un silencio atónito.

—Oh —dijo McAndrew por fin. Y luego añadió, tras otro silencio—: ¡Dios mío! ¿Cuánto dinero les ofrecían para que fueran? ¿O les obligaban a la fuerza?

—Ser elegido se consideraba todo un honor.

No hizo ningún comentario, pero no creo que me creyera. La cortesía es una de las primeras cosas que se aprenden en los viajes largos.

En el momento del entrecruzamiento cortamos la impulsión brevemente, pero no pudimos ver nada ni recibir mensajes. Nuestra velocidad se acercaba tanto a la de la luz que habría sido muy difícil poder captar transmisiones de la estación Tritón. El mensaje del Instituto todavía iba camino del Arca de Massingham: nosotros llegaríamos a destino poco después de la transmisión. El Hoatzin funcionaba a la perfección, sin que observáramos ninguno de los problemas de las otras naves experimentales. El inmenso disco de materia densa nos protegía de casi cualquier colisión con polvo errante o hidrógeno libre. Si no regresábamos, la nave siguiente podría seguir nuestro camino exactamente, por las huellas de la estela de ionización.

Durante la desaceleración, comencé a otear el cielo cada día, con un aparato de barrido multifrecuencia que debería captar señales tan pronto disminuyera la impulsión. Sólo detectamos el Arca el último día, un simple punto sobre la pantalla de microondas. La imagen que finalmente conseguimos en el monitor reveló una esfera irregular y aterronada, perforada por agujas negras. Sobre su opaca superficie gris se erigían, como espinas, antenas puntiagudas y plataformas de lanzamiento dispuestas en ángulo. Antes de partir del Sistema había observado imágenes del Arca: todas las estructuras que había en la superficie debían ser nuevas. Los colonos debieron trabajar mucho en los setenta y cinco años transcurridos desde que se alejaran de la órbita de Ganímedes.

Avanzamos cinco mil kilómetros, cortamos la impulsión por completo y enviamos una señal identificadora.

No recuerdo haber vivido cinco segundos tan largos como aquellos en que esperamos su respuesta. Cuando por fin llegó, quedamos algo decepcionados. En nuestra pantalla apareció el rostro afable de una mujer de mediana edad.

—Hola —dijo alegremente—. Hemos recibido un mensaje, según el cual están a punto de llegar. Mi nombre es Kleeman. Conecten su ordenador y les remolcaremos. Antes de que puedan entrar habrá que cumplimentar ciertas formalidades.

Dispuse el ordenador central en modo distribuido y conecté un módulo de navegación mediante la red de enlace. Parecía una mujer amistosa y normal, pero no quería entregarle el control total de los movimientos del Hoatzin. Cuando llegamos a unos cincuenta kilómetros del Arca, Kleeman apareció nuevamente en la pantalla.

—No me había dado cuenta de que su nave tuviese tanta masa. La mantendremos aquí; podrán pasar a un transbordador. ¿De acuerdo?

En esos días llamábamos cápsula a la unidad, pero comprendí a qué se refería la mujer. Conseguí que McAndrew se pusiera un traje, cosa que le desagradaba, y entramos en la pequeña nave de transbordo. Apenas cabían dos personas; no tenía compuerta de aire, y disponía de una sencilla impulsión eléctrica. Fuimos hasta el Arca, con el ordenador de la cápsula bajo control del Hoatzin. A medida que nos fuimos acercando pude calcular mejor el tamaño del asteroide. En realidad, dos kilómetros de diámetro es poco para un asteroide, pero comparado con las dimensiones de un hombre, es sumamente grande. Establecimos contacto con una torre de aterrizaje, como una mosca posada sobre un avispero. Pensé que se trataba de una analogía poco afortunada.

Dejamos la cápsula abierta y descendimos cogidos de la mano por la torre de aterrizaje, en lugar de esperar un ascensor eléctrico. Era imposible creer que nos estuviéramos alejando de la Tierra a casi nueve mil kilómetros por segundo. Las estrellas formaban las mismas constelaciones habituales, pero nos costó un poco encontrar el Sol. Era una estrella brillante, aunque mucho menos que Sirio. Me detuve al final de la torre unos segundos, observando a mi alrededor antes de entrar en la compuerta de aire que nos conduciría al interior del Arca. Era un paisaje extraño y ajeno. Las pocas luces superficiales arrojaban sombras negras y angulares a través de la roca irregular. De pronto mis viajes a Titán parecieron paseos por el cómodo patio trasero del Sistema Solar.

—Vamos, Jeanie. —Era McAndrew, pura energía y eficiencia, de pie sobre la compuerta de aire. Estaba mucho más ansioso que yo por penetrar en ese mundo desconocido.

Miré por última vez las estrellas, fijé mentalmente la posición de la cápsula de transferencia —vieja costumbre que da sus frutos una de cada mil veces— y seguí a McAndrew por la compuerta.


«Unas pocas formalidades antes de que puedan entrar.» Kleeman tenía el don de quitar importancia a las cosas. Supimos a qué se refería cuando cruzamos la compuerta interior y aparecimos en un aula-despacho equipada con un par de imponentes consolas y monitores. Kleeman se dirigió hacia nosotros. En persona resultaba tan apacible y sonrosada como en la pantalla.

Nos mostró el camino hacia los terminales.

—Ésta es una versión mejorada del equipo que había en la nave original, antes de que partiéramos de vuestro Sistema. Por favor, tomen asiento. Antes de que nadie pueda entrar en nuestra Morada principal, deben realizarse una serie de pruebas. Siempre ha sido así, desde que Massingham nos enseñó de qué modo debía construirse nuestra sociedad.

Nos sentamos ante los terminales, espalda contra espalda. McAndrew frunció el ceño ante la espera.

—Bueno, ¿cuál es la prueba? —masculló.

—Sólo tienen que observar las pantallas. No creo que ninguno de ustedes tenga el menor problema. —Nos dirigió una sonrisa y se marchó.

Me pregunté cuál sería el castigo si uno fracasaba. Estábamos muy lejos del Sistema. Parecía obvio que si habían estado mejorando esos equipos desde que se alejaron de Ganímedes debía ser porque los empleaban con su propia gente. Sin duda éramos los primeros visitantes que recibían en setenta y cinco años. ¿Cómo podían tomar nuestra llegada con tanta serenidad?

Antes de que pudiera meditar sobre ello, se encendió la pantalla. Leí las instrucciones tal como aparecieron, y las seguí con todo el cuidado de que fui capaz. Al cabo de unos minutos me di cuenta de qué iba la cosa. Eran pruebas como las que había pasado cuando me presenté para aviadora espacial. Para simplificar, podríamos decir que nos aplicaron un test de inteligencia. En realidad, además de muchas otras aptitudes, evaluaron nuestros conocimientos y habilidad mecánica. Ese fue mi único consuelo. McAndrew debía considerar facilísimas todas las pruebas que medían la inteligencia pura, pero yo sabía que su coordinación eran atroz. Podía desarmar mentalmente una serie de figuras entrelazadas con conexiones múltiples y decir cómo se separaban, pero si alguien le pedía que hiciera eso mismo con objetos reales, no era capaz ni siquiera de empezar.

Al cabo de tres horas concluyó la prueba. De pronto, ambas pantallas quedaron en blanco. Giramos y nos miramos de frente.

—¿Y ahora? —dije.

McAndrew se encogió de hombros y comenzó a examinar el terminal. Hacía cincuenta años que ese diseño había dejado de utilizarse en el Sistema. Pasé la mirada por las paredes; habíamos entrado en el Arca cerca de un polo, donde la gravedad efectiva causada por su rotación era mínima. Aun en el ecuador del Arca, calculé que como mucho sentiríamos la décima parte de un g.

No había señales de lo que yo buscaba, pero eso no significaba mucho. Había infinidad de formas para ocultar un micrófono.

—Mac, ¿quién crees que debe ser esta mujer?

Levantó la vista del terminal.

—Bueno, es la mujer que han designado para que… —Se detuvo. Comprendió a qué me refería. Cuando uno está a dos años luz del Sol y recibe visitas por primera vez en setenta y cinco años, ¿quién encabeza la comitiva de recepción? No el hombre o la mujer que reciclan desechos. Kleeman debía ser alguien importante en el Arca.

—Puedo ayudarles en sus especulaciones —dijo una voz desde la pared. Nuestra intimidad, por los suelos. Tal como suponía, nos habían estado observando desde el principio. La prueba no era ningún tratamiento de honor—. Soy Kal Massingham Kleeman, hija de Jules Massingham, y miembro a cargo de la Morada, fuera del Consejo de Intelectos. Esperen un momento. Enseguida estoy con ustedes para darles buenas noticias.

Cuando reapareció, su rostro resplandecía. Cualquiera que fuese lo que pensara hacer con nosotros, no parecía probable que acabáramos arrojados al vacío.

—Los dos son de estirpe sobresaliente, genética e individualmente. Supuse que así sería en cuanto los vi. —Examinó una tarjeta verde que sostenía en la mano—. Observo que han dejado sin responder una pequeña parte del cuestionario sobre sus antecedentes personales. Capitana Roker, su informe médico indica que ha tenido un hijo. ¿Cuál es su sexo, condición y estado actual?

Observé cómo McAndrew contenía el aliento, mientras trataba de sofocar su conmoción, del mejor modo posible. Sin duda, los parámetros de vida privada habían sido muy distintos en los últimos setenta y cinco años entre el Arca y el Sistema…

—Sexo femenino. —Confié en que mi voz no se quebrara—. Sana y sin neurosis. Recibe educación de primer nivel en Luna.

—¿Padre?

—Desconocido.

No tendría que haberme mostrado tan contenta al ver el estupor de Kleeman, pero no pude evitarlo. Estaba tan disgustada como yo. Al cabo de unos segundos recuperó el control de sus emociones, tragó saliva y asintió.

—No ignoramos la reproducción no planificada que se permite en su Sistema. Pero una cosa es escucharlo y otra estar ante ello directamente. —Volvió la mirada o la tarjeta verde—. McAndrew, aquí dice que usted no tiene hijos. ¿Es cierto?

Se me adelantó con una respuesta serena y literal.

—No registro descendencia.

—Increíble. —Kleeman movía la cabeza—. ¿Cómo han podido permitir que un hombre de su talento haya vivido tanto tiempo sin reproducirse convenientemente?

Lo miró con la misma voracidad que yo había visto en McAndrew cuando contemplaba una serie intacta de datos experimentales procedentes del Halo. Imaginaba cómo habría efectuado las pruebas de rendimiento intelectual.

—Vengan por aquí —dijo por fin, sin dejar de examinar a McAndrew de un modo curiosamente posesivo e intenso—. Quisiera mostrarles parte de la Morada, y encargarme de que les preparen habitaciones para su estancia.

—¿No desea más detalles sobre el motivo de nuestra visita? —estalló Mac—. Hemos recorrido casi dos años luz para llegar hasta el Arca.

—¿Han recibido nuestros mensajes sobre los avances que hemos logrado? —Kleeman desbordaba autosuficiencia—. ¿Por qué habría de sorprenderme que hombres y mujeres superiores de su Sistema deseen acercarse hasta aquí? Lo único que nos sorprende es que hayan tardado tanto en crear una nave adecuada. ¿Es nueva?

—Muy nueva —dije antes de que McAndrew pudiera abrir la boca. La suposición de Kleeman de que habíamos llegado para quedarnos resultaba inquietante. Necesitábamos saber más sobre el modo en que funcionaba el lugar antes de decirle que sólo planeábamos efectuar una breve visita.

—Hemos estado desarrollando la impulsión de nuestra nave utilizando resultados que guardan correlación con los que han hallado sus científicos —proseguí. Lancé a McAndrew una mirada que lo mantuvo en silencio—. Cuando hayamos terminado los preliminares para la entrada, el profesor McAndrew quisiera conocer a sus hombres de ciencia.

Le sonrió serenamente.

—Desde luego, McAndrew, usted debería formar parte de nuestro Consejo de Intelectos. No sé cuál era su cargo en su Sistema, pero estoy segura de que no tienen nada tan elevado, ni tan respetado, como nuestro Consejo. —Guardó las tarjetas verdes en el bolsillo de su uniforme amarillo—. Bueno, habrá mucho tiempo para analizar su incorporación al Consejo cuando se hayan instalado aquí. Las formalidades para la entrada han terminado.

Permítanme mostrarles nuestra Morada. No ha existido nada semejante en toda la historia de la especie humana.

Durante cuatro horas seguimos obedientemente a Kleeman por el interior del Arca. McAndrew se moría de ganas por localizar a sus compañeros científicos, pero sabía que estaba a merced de las decisiones de Kleeman. Desde nuestro primer encuentro con los otros pobladores del Arca, no tuvimos la menor duda de quién llevaba la voz cantante.

¡Cómo describir el interior del Arca! Imaginaos una colmena en el espacio libre, bullendo de abejas laboriosas con cierta independencia de acción. En el Arca de Massingham, todos parecían trabajadores, colaboradores e inteligentes. Pero les faltaba una dimensión: ese carácter intratable o impredecible que podía hallarse en Luna o en Titán. Nadie maldecía, nadie se mostraba irracional. Kleeman nos guiaba a través de una Utopía limpia y bastante aburrida.

La tecnología del Arca resulta más simple de evaluar. Pese al inmenso orgullo con que Kleeman daba a conocer cada uno de sus logros, iban medio siglo a nuestra zaga. Era difícil vivir entre el caos generalizado y la superpoblación de la Tierra, pero esto mismo ejercía una constante presión hacia la inventiva. Es más fácil inventar cuando hay diez mil millones de personas esperando ideas nuevas. En este sentido, la vida en el Arca era espaciosa y cómoda. La colonia había construido tal red de túneles interconectados que explorarlos todos llevaría unos cuantos meses, pero distaban mucho de ocupar todo el espacio y los recursos de que disponían.

—¿Cuántas personas podría contener el Arca? —pregunté a McAndrew mientras marchábamos detrás de Kleeman. Me habría llevado sólo unos segundos calcularlo por mí misma, pero cuando alguien vive un tiempo al lado de un calculador nato se vuelve algo holgazán.

—¿Si no utilizan el material interior para extender la superficie del Arca? —preguntó—. En el caso de que ocuparan el mismo espacio que se permite en la Tierra, de seis metros por seis por dos, podría contener casi sesenta millones. La mitad, tal vez, para el reciclaje y mantenimiento de equipos.

—Pero ése no es nuestro objetivo —dijo Kleeman, que había escuchado mi pregunta— . Nos hemos estabilizado en diez mil. No somos tan necios como los terrícolas. Nuestra meta reside en la calidad y no en las cifras, que nada significan.

De nuevo aparecía en su voz el mismo tono que instintivamente me había impedido plantearme cuánto tiempo permaneceríamos allí. La herencia tiene una poderosa influencia. No podía pronunciarme sobre Jules Massingham, el fundador del Arca, pero su hija era una fanática. He conocido otras personas como ella a lo largo de mi vida. Nada podría interferir con su objetivo primordial: construir la población del Arca sobre sólidos principios eugenésicos. Kleeman se mostraba cortés conmigo —yo era de estirpe sobresaliente— pero sus miras estaban puestas en McAndrew. Sería una maravillosa adquisición para su actual patrimonio genético.

Bueno, la mujer tenía buen gusto. Yo misma compartía en cierto modo su actitud. «Padre desconocido» era una afirmación literalmente cierta, y Mac y yo habíamos decidido no dar detalles. Mi hija también tenía derechos; el padre de Jan no se daría a conocer públicamente a menos que ella, después de la pubertad, decidiera realizar las pruebas de cotejo cromosómico.

Durante los seis días siguientes, McAndrew y yo nos fuimos familiarizando con el modo de vida del Arca. El lugar funcionaba como un reloj; todo según estaba programado, y en el lugar debido.

Tenía mucho tiempo libre, que empleaba para explorar los corredores menos populares, cerca del Centro. McAndrew seguía obsesionado con su búsqueda de científicos.

—No le encuentro sentido —me gruñó un día tras almorzar en el sector comedor central, en el ecuador del Arca. Como había supuesto, la gravedad efectiva allí era de una décima de g—. He conversado con unos cuantos científicos de aquí. Ninguno duraría más de una semana en el Instituto. Tienen las mentes enmohecidas, y ni siquiera saben experimentar.

Estaba furioso. Por lo general, McAndrew era cortés con todos los científicos, incluso con aquellos que no podían comprenderlo ni aportar nada nuevo a su saber.

—¿Has hablado con todos? Tal vez Kleeman nos esté ocultando alguno.

—Ya lo he pensado. Todos los días me habla de ese Consejo de Intelectos. He visto algunas de las cosas que ha producido ese Consejo. Pero todavía no he podido conocer personalmente a ninguno de sus miembros. —Se encogió de hombros y se acarició la calva incipiente—. Después de dormir, intentaré otra estrategia. Al otro lado del Arca hay un aula. Sospecho que Kleeman mantiene allí a las personas que no encajan muy bien con sus ideas. Mañana echaré un vistazo al lugar. ¿Querrás acompañarme?

—Tal vez. Me pregunto qué se propone Kleeman respecto a mí. A ti te considera como otro de sus cerebros superdotados.

Vi que la mujer se acercaba a través del amplio salón, de suelo ligeramente curvado.

—Creo que te gustará —añadí—. Se parece al Instituto, pero creo que los miembros del Consejo gozan de mucho más prestigio.

Pronto me di cuenta de que no me equivocaba. Kleeman parecía haberse decidido.

—Le necesitamos, McAndrew —anunció—. Pronto se producirá una vacante en el Consejo. Usted es la persona más apta para ocuparlo.

McAndrew se sentía halagado pero incómodo. El problema era que el asunto en realidad le interesaba. Estaba segura de ello. La idea de un ente colegiado de cerebros de un nivel superior tenía su atractivo.

—De acuerdo —dijo casi al instante. Me miró, y supe lo que estaría pensando. Puesto que íbamos a regresar pronto, lo mejor sería ayudar al Arca mientras estuviésemos en ella para que aprovecharan todos los recursos disponibles.

Kleeman juntó suavemente las palmas de las manos. Eran unas manos blancas y regordetas, que señalaban su elevada jerarquía. La mayoría de los pobladores del Arca realizaban tareas manuales para mantener el funcionamiento del lugar, y los trabajos se adjudicaban rigurosamente.

—Estupendo. Mañana podrá incorporarse. Permítame que lo anuncie esta noche. Así podremos acelerar los trámites referidos al miembro saliente.

—¿Siempre tienen un número fijo de miembros? —preguntó McAndrew.

Pareció ligeramente sorprendida por la pregunta.

—Por supuesto. Exactamente doce. El sistema fue diseñado para funcionar con ese número.

Me saludó con una inclinación de cabeza y se marchó rápidamente por el comedor. Era una mujercita decidida, que siempre conseguía lo que se proponía. Desde que habíamos llegado, no dejaba de recordar a McAndrew que debía ser padre de muchos hijos. Cientos de hijos. A medida que aumentaba el número sugerido de su futura progenie, el rostro de Mac traslucía una creciente preocupación.

A la mañana siguiente inicié mi propia exploración del Arca, mientras McAndrew visitaba a los «anormales» del Arca, aquellos que no encuadraban en las expectativas de Kleeman. Como siempre, nos reunimos para comer. En mi mente bullía toda clase de pensamientos. Había dado con un sector en el centro del Arca donde las conexiones de energía y los tubos eran mucho más profusos, pero no parecía un área poblada. Todo conducía a un lugar central al cual sólo podía accederse mediante un código especial. Estuve cavilando un rato sobre ello mientras esperaba a McAndrew.

Toda el Arca hervía de excitación. Kleeman había anunciado la incorporación de McAndrew al Consejo de Intelectos. De pronto, personas que antes apenas nos habían dirigido la palabra se detenían para estrecharle la mano solemnemente, felicitarlo y agradecerle su devoción por el bien del Arca. Mientras bebía un aperitivo de glucosa y ácido ascórbico, veía a mi alrededor los preparativos para la gran ceremonia. La incorporación de un nuevo miembro al Consejo era todo un acontecimiento.

Cuando vi a McAndrew abriéndose camino hacia mí por entre una red de nuevos andamios, supe que su mañana había sido más fructífera que la mía. Su rostro delgado brillaba de placer y excitación. Se sentó frente a mí.

—¿Has encontrado al científico? —La pregunta casi estaba de más.

Asintió.

—Arriba, al otro lado, en un segmento de máxima gravedad, directamente… justo al otro lado de aquí. Es… no tienes idea… es… —McAndrew estaba tan entusiasmado que apenas podía hablar.

—Empieza por el principio. —Me incliné hacia él y le cogí la mano.

—Bueno, he ido hasta el otro lado del Arca, donde hay una especie de torre que se eleva por encima de la superficie. Hemos debido pasar por encima de ella en el Hoatzin, sin haberla detectado. Kleeman nunca nos ha llevado hasta allí, nunca nos ha hablado de ella.

Con la mano libre cogió mi aperitivo y le dio un buen trago.

—Hum, Jeanie, lo necesitaba. No he descansado un momento desde que me he levantado. ¿Por dónde iba? He subido a la torre, sin que nadie me detuviera ni me dijera una sola palabra. Y he seguido hasta el final. El último segmento posee una ventana a su alrededor. Desde allí se pueden ver las estrellas y las nebulosas dando vueltas sobre la cabeza.

McAndrew estaba normalmente emocionado. La última frase era prueba de ello. Por lo general sólo se consideraba a las estrellas como objetos aptos para la teoría y los cálculos.

—Estaba en la última habitación —prosiguió Mac—. Cuando ya daba por perdida toda esperanza de hallar a alguien que hubiese obtenido los resultados que llegaron a la estación Tritón, Jeanie… parece casi un niño. Tan rubio y tan joven. No podía creer que un hombre así hubiese elaborado semejante teoría. Pero así es. Nos sentamos ante el terminal que había allí y comencé a exponer los antecedentes del método con que renormalizo la autoenergía del vacío. No tiene nada que ver con su método. Utiliza una vía totalmente distinta, invariantes diferentes, otras condiciones de cuantización… Creo que su método es mucho más fácil de generalizar. Por eso puede obtener múltiples colores del vacío cuando busca condiciones de resonancia. Jeanie, tendrías que haber visto su cara cuando le dije que en el Instituto probablemente hubiese cincuenta personas que podrían seguir sus descubrimientos. Aquí ha estado completamente solo. No hay otro que ni siquiera se le aproxime, según dice. Cuando envió las ecuaciones, no dijo a los demás lo importantes que le parecían. Dice que les preocupa más controlar lo que reciben del Sistema que lo que sale de aquí. Estoy contentísimo de haber venido. Es un accidente, un fenómeno que se da sólo una vez en un par de siglos. ¡Y ha nacido aquí, en el vacío! Ha seguido por sí solo el viejo camino de las integrales, y ha elaborado una teoría cuántica que es tan simple que uno no da crédito a sus ojos.

Tuve que intervenir, pues de lo contrario hubiera seguido hablando sin parar durante toda la comida.

McAndrew no suele lanzarse a hablar, pero cuando lo hace es difícil de parar.

—Mac, serénate. Aquí hay algo que no encaja. ¿Qué hay sobre el Consejo de Intelectos?

—¿Qué hay sobre…? —Me miró como si el Consejo de Intelectos hubiese perdido todo interés para él, incluso en medio de la batahola que nos rodeaba. A nuestro derredor se erigían nuevas estructuras y la gente iba y venía con preparativos para celebrar el ingreso de McAndrew en el Consejo.

—Oye, ayer pensábamos que el trabajo en que estás interesado se habría originado dentro del Consejo. Me dijiste que no habías conocido una sola persona que supiera nada digno de atención. ¿Me estás diciendo ahora que este trabajo sobre la energía del vacío no ha partido de los miembros del Consejo?

—Así es. Estoy seguro. Ya tenía mis dudas antes de conocer a Wicklund en la torre. — McAndrew me miraba con impaciencia—. Capitana, no fue eso lo que yo quise decirte. Este tipo de trabajo casi siempre es producto de una sola persona. No surge en el seno de un grupo, aunque sea un grupo quien ayude a ponerlo en práctica. Este trabajo sobre los colores del vacío es enteramente obra de Wicklund. El Consejo no sabe nada de él.

—¿Entonces qué hace el Consejo? Espero que no hayas olvidado que hoy vas a formar parte de él. No creo que a Kleeman le haga ninguna gracia que cambies de idea…

Movió un brazo en un gesto de impaciencia.

—Bueno, Jeanie, sabes que no tengo tiempo para eso. El Consejo de Intelectos es una especie de grupo asesor y dirigente; estoy dispuesto a prestar mi colaboración y hacer cuanto pueda por el Arca. Pero no ahora. Debo volver junto a Wicklund y resolver algunos detalles de importancia. ¿Sabes que le he explicado cómo funciona la impulsión? Absorbe conceptos nuevos como una esponja. Si pudiéramos llevarlo al Instituto, en unos pocos meses se pondría al corriente de cincuenta años de ciencia desarrollados en el Sistema. Será mejor que busque a Kleeman y que le hable del Consejo. ¿De qué sirve convocar a un Consejo de Intelectos si no lo integran personas como Wicklund? Y tendré que decirle que queremos llevárnoslo de regreso. Ya se lo he propuesto. Está interesado, pero la idea lo asusta un poco. Para él, esto es el hogar, el único sitio que conoce. Oye, ¿no es Kleeman aquella que está sobre el andamio? Será mejor que se lo diga ahora.

Se dirigió hacia ella antes de que pudiera detenerlo. La llevó a un lado y comenzó a hablarle apresuradamente. Gesticulaba y se hacía crujir las articulaciones de los dedos, como siempre que daba algo por terminado. Mientras iba hacia ellos, vi que el interés amistoso de Kleeman se convertía en sólida determinación.

—Ahora no podemos cambiar las cosas, McAndrew —decía la mujer—. El miembro saliente ya ha sido retirado del Consejo. Ahora es necesario que el reemplazo se efectúe cuanto antes. La ceremonia tendrá lugar hoy por la noche.

—Pero quiero proseguir mis encuentros con…

—La ceremonia tendrá lugar esta noche. ¿No lo comprende? El Consejo no puede funcionar si no están los doce miembros. No puedo seguir discutiendo esto. No hay nada que discutir.

Nos dio la espalda y se alejó. Menos mal. McAndrew se disponía a decirle que no pensaba unirse a su preciado Consejo, y que planeaba marcharse del Arca sin procrear cientos de hijos. Ni uno siquiera. Y que se llevaría con él a uno de sus colonos, de sus súbditos. Lo cogí firmemente del brazo y lo arrastré hasta nuestra mesa.

—Mac, cálmate. —Fui todo lo imperiosa que pude—. No pierdas el juicio ahora. Deja que este estúpido rito de iniciación del Consejo se celebre hoy; así ya no nos molestarán con eso. Luego dejemos pasar unos días y entonces volvamos a conversar del tema con Kleeman, cuando esté de mejor humor. ¿De acuerdo?

—¡Qué mujer más obstinada y arrogante! ¿Quién demonios cree que es?

—Cree que es la máxima autoridad en el Arca de Massingham, y lo es. Enfréntate a la realidad. Tranquilízate y vete a hablar con Wicklund. Pregúntale si tiene interés en acompañarnos cuando nos marchemos, pero no lo presiones mucho. Esperemos un par de días. No tenemos nada que perder.


¡Qué ingenuo se puede llegar a ser! Kleeman nos había dicho exactamente lo que estaba ocurriendo, pero no habíamos sabido escuchar. La gente escucha lo que espera oír.

Descubrí la verdad del modo más tonto. Cuando McAndrew se marchó de nuevo, vi que tenía cuatro horas por delante sin nada que hacer. La gran ceremonia en que McAndrew pasaría a integrar el Consejo de Intelectos no comenzaría hasta después de la próxima comida. Decidí examinar otra vez el recinto cerrado que había descubierto en mi recorrido anterior.

El lugar seguía cerrado, pero esta vez había una operaría trabajando en los conductos que desembocaban en él. Me reconoció como una de las personas recién llegadas al Arca, la menos importante, según los parámetros del Arca.

—Hoy será el acontecimiento —me dijo afablemente—. Ha venido a observar el sitio donde estará su amigo, ¿verdad? Lo necesitamos mucho, ¿sabe? El Consejo ha sido casi inútil durante los últimos dos años, con uno de sus miembros casi improductivo. Kleeman lo sabía, pero se ha mostrado reacia a incorporar un nuevo miembro hasta que ha conocido a McAndrew.

Obviamente, suponía que yo estaba al tanto del funcionamiento del Consejo. Me acerqué, hablando en forma amigable y casual.

—Hoy por la noche lo veré con mis propios ojos. McAndrew estará allí dentro, ¿no? Me gustaría curiosear un poco ahora. Nunca he estado en este sitio.

—Por supuesto. —Fue hasta la puerta y oprimió las teclas con la combinación adecuada—. Se habló de trasladar el Consejo a otro sector de la Morada, donde hubiera menos vibración por las obras de construcción. Pero no parece que se vaya a hacer por ahora. Vamos. Por supuesto, no podrá entrar en la sala interior, pero lo podrá ver casi todo desde la zona de servicios.

La puerta se deslizó y entré en una habitación larga e intensamente iluminada. Estaba vacía.

El corazón comenzó a latirme desesperadamente. Sentí la boca tan seca como Ceres. ¡Qué curioso que la ausencia de algo pueda causar un efecto tan poderoso sobre el cuerpo!

—¿Dónde están? —pregunté por fin—. Los miembros del Consejo… Dijo que estaban en esta sala…

Me miró con divertida incredulidad.

—Bueno, no esperará encontrarlos aquí, ¿o sí? Mire por la ranura, en el otro extremo.

Caminamos juntas y miramos a través de un panel transparente, en el extremo de la sala. Conducía a otra cámara, más pequeña, apenas iluminada por un tenue fulgor verde.

Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse. El enorme tanque transparente que había en el centro de la sala se fue perfilando lentamente. A distancias iguales, alrededor de su perímetro, había doce secciones más pequeñas, interconectadas mediante una imponente serie de cables y fibras ópticas.

—Bueno, allí están —dijo la operaria—. Ahora que falta uno, no se ve bien, ¿verdad? Las conexiones de información han sido construidas para un juego de doce unidades, exactamente con una matriz de transferencia de doce por doce.

Entonces advertí que uno de los tanquecillos estaba vacío. En cada uno de los otros once, acoplada a una serie de delgados tubos plásticos y cables de contacto, había una forma compleja: un objeto ovoide de color gris oscuro, que nadaba en un baño de fluido verdoso. Las superficies mostraban pliegues y circunvoluciones, y el característico brillo viscoso del tejido animal. En el extremo inferior, cada cerebro humano se afinaba y alejaba del tallo cerebral para formar la médula espinal.

Recuerdo que le hice una única pregunta.

—¿Qué sucedería si el miembro del Consejo de Intelectos que falta no fuese conectado hoy?

—Sería algo muy malo. —Pareció impresionada—. Muy malo. No conozco los detalles, pero creo que todos los potenciales se estropearían al cabo de uno o dos días, y destruirían a los otros once. Jamás ha sucedido. Siempre ha habido doce miembros en el Consejo, desde que Massingham lo creó. Es el que está allí, a la derecha.

Hubiera debido conversar un rato más, pero mi mente ya estaba de regreso en el sector comedor. Allí debía encontrarme con McAndrew una hora antes de la gran ceremonia. «Incorporación», así lo había llamado Kleeman, incorporación al Consejo. «Descorporación» habría sido un nombre más adecuado, pero así y todo el Consejo de Intelectos recibía la denominación correcta. Cuando la carne, los huesos y los órganos de alguien han sido desechados, y se ha quedado reducido a un cerebro y una médula espinal, el intelecto es lo único que queda. Tal vez lo que más me horrorizaba de todo aquello era que hubiesen decidido dejar los ojos intactos. Estaban conectados a cada cerebro mediante las largas fibras de los nervios ópticos. Los globos azules, grises y marrones parecían los extremos de los cuernos de un caracol que asomaban por los lóbulos frontales. Como no había músculos que pudieran variar la longitud focal de las pupilas, estaban enfocados sobre unas pantallas, colocadas a una distancia fija de los tanques.

La espera en el sector comedor resultó insoportable. Durante el regreso de la cámara del Consejo, el bullicio había hecho tolerable la tensión, pero cuando por fin apareció McAndrew, yo tenía los nervios de punta. Y él venía dispuesto a charlar sobre física. Le corté antes de que dijese una sola palabra.

—Mac. No hables ni hagas ningún movimiento brusco. Debemos irnos del Arca. Ahora mismo.

—¡Jeanie! —Entonces advirtió mi expresión—. ¿Y Sven Wicklund? Hemos vuelto a conversar y quiere venir con nosotros. Pero no está preparado.

Moví la cabeza y posé la mirada sobre la mesa. Era la peor complicación posible. Debíamos atravesar el Arca y transbordar hasta el Hoatzin sin que nadie lo advirtiera. Si Kleeman se daba cuenta de nuestras intenciones, Mac acabaría en el Consejo. Mi suerte era menos segura, pero probablemente peor, en el supuesto de que quepa imaginar algo más atroz. Por si no fuera suficientemente difícil hacer lo que debíamos hacer, ahora se complicaba la cosa con un joven físico nervioso e inexperto. Pero conocía a McAndrew.

—Ve a buscarlo —dije por fin—. ¿Recuerdas la compuerta por donde entramos?

Asintió.

—Puedo ir hasta allí. ¿Cuándo?

—Dentro de media hora. No dejes que traiga nada consigo. Tendremos un margen de tiempo muy pequeño.

Se puso de pie y se alejó sin decir una palabra. Probablemente no hubiese aceptado marcharse sin Wicklund, aunque no me pidió ninguna explicación ni me preguntó por qué razón teníamos que marcharnos. Esa confianza no se creaba de un día para el otro. Me puse de pie y crucé el comedor muerta de miedo, pero en lo más profundo de mi ser sentí ese fulgor tibio que sólo comparten las personas que se conocen íntimamente. McAndrew había percibido que era una cuestión de vida o muerte.

En nuestros aposentos recogí el control que me permitía acceder por código al ordenador del Hoatzin. Debíamos cerciorarnos de que la nave aún seguía en la misma posición. Seguí mis propias instrucciones y no cogí nada más. Kal Massingham Kleeman era una mujer cuya ira era mejor sufrirla lo más lejos posible. A uno o dos años luz, digamos. Por el momento, sólo me preocupaba el primer par de kilómetros. Tal vez necesitáramos partir del Arca a toda prisa.

El interior del Arca era un laberinto de túneles que se comunicaban, de modo que entre ambos puntos había cientos de caminos. Daba lo mismo, cada vez que veía acercarse a alguien, cambiaba de trayecto, aunque en general lograba mantener la dirección general que me conduciría a la compuerta.

A los veinte minutos de que McAndrew se hubiera ido, empezaron a sonar los altavoces:

—Todos al Salón Principal Cinco.

La ceremonia aún no había empezado. Kleeman iba a representar Hamlet sin el Príncipe. Apresuré el paso. El viaje a través del Arca estaba durando más de lo que pensaba, e iba con retraso.

Treinta minutos, y aún debía franquear un pasillo. Vi que se encendían los objetivos rojos de los monitores que pendían del techo. No cabía más que seguir avanzando. No había modo de eludir las cámaras, que se extendían por todo el interior del Arca.

—McAndrew y Roker…—Era la voz de Kleeman, serena y autosuficiente—. Os estamos esperando. Se os castigará a menos que os presentéis inmediatamente en el Salón Principal Cinco. Se ha advertido vuestra presencia en la sección exterior. En cualquier momento enviaremos una patrulla a buscaros. McAndrew, no olvide que con su conducta está menospreciando un gran honor que se le ha concedido.

Por fin llegué a la compuerta. McAndrew escuchaba la voz de Kleeman. El joven que había a su lado, muy rubio y joven, debía ser Sven Wicklund. Detrás de sus tiernos ojos azules se ocultaba un cerebro que incluso el mismo McAndrew consideraba prodigioso. Wicklund fruncía el ceño, con gesto indeciso. Todas sus ideas sobre la vida habían sido trastocadas en los últimos días. Las palabras de Kleeman debían estar dando otro cariz a nuestra idea de escapar.

Sin hablar, McAndrew señaló la pared de la compuerta. Experimenté un mareo repentino. La pared donde debían estar colgados nuestros trajes espaciales estaba vacía.

—¿No están los trajes? —pregunté como aturdida.

Asintió.

—Kleeman se nos ha anticipado.

—¿Sabes qué significa tu incorporación al Consejo?

Volvió a asentir. Tenía la tez gris.

—Wicklund me lo ha explicado durante el trayecto hasta aquí. Al principio no podía creerlo. Le he preguntado cómo se explicaba entonces que Kleeman quisiera ver toda una progenie de hijos míos. Me iban a vaciar para un banco esperma antes de… —Tragó saliva. Se hizo una pausa larga y terrible—.

Me di cuenta —dijo por fin— por aquel visor. La cápsula sigue donde la dejamos.

—¿Aún quieres intentarlo? —Miré a Wicklund, quien nos observaba sin poder seguir nuestra conversación.

—Sí —aseguró Mac—. ¿Pero qué hacernos con él? La Invocación de Sturm no sirve para los pobladores del Arca.

Tal como había imaginado, Wicklund constituía una tremenda complicación.

Avancé y me detuve ante él.

—¿Aún quieres venir con nosotros?

Se humedeció la lengua con los labios y asintió.

—A la compuerta. —Entramos y cerré la puerta interior.

—No seáis tontos. —Era la voz de Kleeman, esta vez con una nueva expresión inquietante—. No tiene ningún sentido que os sacrifiquéis al espacio. McAndrew, usted es un hombre racional. Regrese y discutiremos el asunto. No desperdicie su potencial con una muerte insensata.

Miré rápidamente a través del visor de la compuerta exterior. La cápsula seguía allí, tal como la habíamos dejado. Wicklund miraba horrorizado. Hasta no oírselo decir a Kleeman, no se le había ocurrido que fuésemos a enfrentarnos a la muerte en el vacío.

—¡Mac! —dije con tono imperioso.

Asintió. Cogió suavemente a Wicklund por los hombros y le hizo volverse hasta que quedaron de frente. Me acerqué por detrás y enterré los dedos con fuerza en los centros nerviosos de la base de su cuello. En dos segundos, el joven perdió el conocimiento.

—¿Listo, Mac?

Hizo un gesto afirmativo. Comprobé que Wicklund tuviese los párpados cerrados y que su respiración fuese superficial. Seguiría inconsciente durante un par de minutos más, con el pulso lento y las necesidades de oxígeno reducidas al mínimo.

McAndrew se detuvo ante la esclusa exterior, listo para abrirla. Cogí el silbato de la solapa de mi chaqueta y soplé con intensidad. El triple tono oscilante resonó a través de la compuerta. El uso indebido de cualquier Invocación de Sturm, fuese hablada, silbada o electrónica, se castigaba severamente. Yo nunca la había invocado hasta entonces, pero todo aquel que se internaba en el espacio, aunque sólo hiciese un corto viaje de la Tierra a la Luna, debía recibir la programación de la supervivencia espacial de Sturm, aunque sólo llegara a usarla una persona entre un millón. Me detuve en la compuerta, ansiosa por ver qué me sucedía.

La sensación fue extraña. Seguía teniendo control de mis actos, pero también percibía una nueva serie de actividades involuntarias. Sin ninguna decisión consciente de hacerlo, me encontré respirando hondo, hiperventilándome a grandes bocanadas. El ritmo de parpadeo se había invertido. En lugar de mantener los ojos abiertos y pestañear rápidamente para humedecer y limpiar el globo ocular, ahora tenía los párpados cerrados, salvo durante unos instantes. Vi la compuerta y el exterior como fugaces instantáneas.

La Invocación de Sturm tuvo idéntico efecto sobre McAndrew. Su programación profunda iba preparándolo para exponerse al vacío. Cuando hice una señal, abrió la compuerta exterior. El aire desapareció en una oleada de vapor helado. Mis párpados se abrieron una fracción de segundo y vi la cápsula sobre la torre de aterrizaje. Para llegar a ella tendríamos que atravesar sesenta metros de vacío interestelar. Y debíamos arrastrar el cuerpo inconsciente de Sven Wicklund.

Por alguna razón, había imaginado que la programación de Sturm para el vacío me haría insensible al dolor. Era ilógico, pues si así fuera uno podría lesionar permanentemente el organismo con mucha facilidad. Sentí la agonía de la expansión a través de los intestinos, mientras el aire se fugaba por todas las cavidades de mi cuerpo. La boca ejecutaba un bostezo automático, y vaciaba las trompas de Eustaquio para proteger los tímpanos y el delicado oído interno. Los ojos cerrados impedían que los globos oculares se congelaran. Apenas se abrían para guiar los movimientos de mi cuerpo.

Sosteniendo a Wicklund entre ambos, McAndrew y yo nos lanzamos a las simas abiertas del espacio. Diez segundos más tarde llegamos a la torre de aterrizaje, a unos treinta metros sobre el suelo. Sturm no había podido lograr que un ser humano se sintiera cómodo en el espacio, pero había conseguido establecer una serie de movimientos naturales que correspondían a un medio de cero g. Y eran necesarios, pues si no acertábamos con la torre, no habría otro punto de aterrizaje en años luz.

El metal de la torre estaba a varios cientos de grados bajo cero. Nuestras manos se hallaban desprotegidas, y sentí el desgarramiento de la piel a cada contacto. Tal vez ése fue el peor dolor. La sensación de que era una pelota excesivamente inflada y a punto de reventar no dolía. ¿Qué era?

Para describirla haría falta la misma capacidad que para definir la visión a un ciego. Lo único que puedo decir es que una sola vez en la vida es más que suficiente.

Treinta segundos en el vacío, y aún estábamos a quince metros de la cápsula. Percibía las primeras sensaciones de anoxia, el primer momento de pánico. Cuando nos dejamos caer en la cápsula y cerramos la portezuela de un golpe, sentí que a mi alrededor flotaban nubes negras y que oscuras nebulosas moteaban el brillante campo estelar.

La cápsula del transbordador no tenía una verdadera compuerta de aire. Cuando conecté la provisión de aire, todo el interior comenzó a llenarse de oxígeno tibio. A medida que la concentración se fue aproximando a la de la atmósfera, sentí que algo se desconectaba bruscamente dentro de mí. El parpadeo volvió a su ritmo habitual, la boca se me cerró, y los manchones negros comenzaron a fragmentarse.

Encendí el impulsor del transbordador para recorrer los cincuenta kilómetros que nos separaban del Hoatzin y miré rápidamente a los otros dos. Wicklund seguía inconsciente, con los ojos cerrados pero respirando normalmente. Había resistido bien. McAndrew no lo estaba tanto: le salía sangre por las comisuras de la boca y apenas estaba consciente. Cuando nos introdujimos en la cápsula debió estar mucho más cerca del colapso que yo, pero así y todo no había soltado a Wicklund.

Sentí una oleada de irritación. Me había asegurado que reemplazaría el pulmón lesionado después de nuestro último viaje, pero estaba más que segura de que no lo había hecho. Esta vez yo me encargaría de que se operara, aunque tuviese que llevarlo al quirófano con mis propias manos.

Comenzó a toser débilmente y sus ojos se abrieron. Cuando vio que estábamos en la cápsula y que Wicklund yacía entre los dos, sonrió brevemente y dejó que sus párpados volvieran a cerrarse. Llevé la impulsión al máximo y noté por primera vez que me salía sangre de la mano izquierda. Las palmas y los dedos eran carne viva; la piel había quedado pegada al gélido metal de la torre de aterrizaje. Busqué el pequeño botiquín de la cápsula. El tratamiento de fondo debería esperar a que estuviéramos en el Hoatzin. La carne sustituía era de un color amarillo brillante, como mostaza espesa, pero eliminaba el dolor. La esparcí por mi mano, y luego hice lo mismo con McAndrew. Su rostro comenzaba a encenderse con el rojo ardiente de los capilares rotos, e imaginé que yo debía tener el mismo aspecto. Eso no era nada. Lo que no me gustaba era la sangre que le chorreaba por el uniforme azul.

Wicklund se había despertado. Frunció el rostro y se llevó las manos a la orejas. Debía sentir un retumbo ensordecedor. Cuando llegáramos al Hoatzin tendríamos que ocuparnos también de eso.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó maravillado.

—A través del vacío. Perdón por haberte dejado inconsciente, pero no creo que hubieras podido atravesar el vacío consciente.

Volvió la mirada lentamente hacia McAndrew.

—¿Está bien?

—Espero que sí. Tendremos que examinarle el pulmón, que parece lesionado. ¿Me ayudarás?

Asintió, y luego miró la esfera del Arca, que se desvanecía a nuestras espaldas.

—Ya no nos podrán atrapar, ¿verdad?

—Podrían intentarlo, pero no creo que lo hagan. Kleeman probablemente pensará que no vale la pena ir tras alguien que quiere abandonar el Arca. Coge ese tubo azul que hay en el botiquín, detrás de ti, y úntate el rostro y las manos. Haz lo mismo con McAndrew. Eso ayudará a regenerar los vasos sanguíneos rotos de la piel.

Wicklund cogió el ungüento azul y comenzó a aplicarlo suavemente sobre el rostro de McAndrew. A los pocos segundos, Mac abrió los ojos y sonrió.

—Gracias, amigo. Me gustaría seguir conversando de física contigo, pero en este momento no me encuentro en condiciones.

—Estese quieto y no hable. —En la voz de Wicklund había como una veneración al héroe—. De pronto presentí lo que sería el viaje de regreso. McAndrew y Sven Wicklund absortos en mutua admiración, sin hablar de otra cosa que de física.

Cuando la cápsula estuvo a bordo del Hoatzin me sentí segura por primera vez. Instalamos cómodamente a McAndrew en una de las literas y luego me dirigí a la unidad de impulsión e imprimí máxima aceleración a la nave rumbo al Sistema Solar. La atención de Wicklund estaba dividida entre su necesidad de hablar con McAndrew y su fascinación por la nave y la impulsión. Wicklund se sentía como se hubiera sentido Einstein en 1905 si alguien le hubiese mostrado un reactor nuclear en funcionamiento pocos meses después de que él hubiera desarrollado la relación masa-energía.

—¿Quieres mirar por última vez? —pregunté, con la mano sobre el tablero del impulsor.

Se acercó y contempló el Arca, que proseguía su periplo hacia Tau Ceti. El joven parecía triste y me sentí culpable.

—Lo siento —dije—. Tendríamos que haberte preguntado si querías venir con nosotros antes de desmayarte. Pero me temo que ya no es posible volver.

—Lo sé. —Vaciló—. A vosotros la Morada os resultó un sitio atroz; lo sé por lo que oí decir a McAndrew. Pero no es tan malo. Ha sido mi hogar durante toda la vida.

—Más tarde volveremos a hablar con el Arca. Tal vez haya alguna posibilidad de que regreses, cuando tengamos más tiempo para estudiar el modo en que vivís allí. Espero que en el Sistema encuentres una nueva existencia de tu agrado.

Lo dije sinceramente, pero entonces imaginé la Tierra a la que nos encaminábamos: atestada, ruidosa, escasa en recursos… Para Wicklund podía ser un infierno, tal como lo fue el Arca de Massingham para nosotros. Pero ya era demasiado tarde para poder hacer nada al respecto. Imaginé que esta clase de problemas no tendría tanta importancia para Wicklund como para cualquier otra persona. Al igual que para McAndrew, la verdadera existencia transcurría de cráneo para adentro, y todo lo demás era secundario con respecto a su visión privada.

Introduje una secuencia en el tablero, y la impulsión aumentó. A los pocos segundos, el Arca desapareció de la vista.

Al volverme me quedé sorprendida al ver que McAndrew se estaba incorporando en su litera. Tenía un aspecto lamentable, pero debía sentirse mejor. Las manos eran una masa amarilla de carne sustituía; el rostro y cuello, una capa azul brillante del ungüento que Wicklund le había aplicado. El hilo de sangre que había corrido por su boca mostraba su huella carmesí en el mentón y sobre el uniforme, donde, mezclado con la tela azulada, producía un horrendo manchón púrpura.

—¿Cómo estás, Mac?

—Podría estar peor —repuso con una sonrisa forzada.

—No es suficiente. Hace siglos, me prometiste que irías al médico para reparar ese pulmón… y no lo hiciste. Si crees que me gusta tener que arrastrarte por ahí sangrante y estertoroso, pues te equivocas. Cuando regresemos, te harás arreglar ese pulmón, aunque sea yo quien tenga que llevarte hasta el consultorio.

—Hum, Jeanie. —Se encogió débilmente de hombros—. Ya veremos. Me haría perder mucho tiempo valioso para mi trabajo. Cuando lleguemos a casa ya hablaremos. En este viaje he aprendido mucho, más de lo que esperaba. Ha valido la pena. —Se dio cuenta de que lo miraba con escepticismo—. Mira, con toda sinceridad, esto es más importante de lo que crees. El próximo viaje lo haremos juntos, tal como te prometí. Tal vez vayamos por fin a las estrellas. Lamento que no hayas podido sacar nada de éste.

Lo miré. Parecía un payaso de circo, cubierto de manchas y salpicaduras de todos colores. Moví la cabeza.

—Te equivocas. Algo he sacado de este viaje.

—¿A ver? —preguntó con curiosidad.

—Me paso la vida escuchándote a ti y a otros físicos y en general no entiendo una sola palabra. Esta vez ya sé a qué os referís. Quédate quieto y lo verás por ti mismo. Vuelvo dentro de un momento.

¿Todos los colores del vacío? Eso era McAndrew. Si una imagen vale mil palabras, hay ocasiones en que un espejo aún vale más. Quería observar el rostro de Mac cuando viera su propia imagen en el espejo.

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