—Ahora —decía la entrevistadora—, cuéntenos qué le condujo a las ideas de la impulsión sin inercia.
Era joven y de aspecto vulnerable, y creo que eso la salvó de una dura respuesta. McAndrew movió la cabeza y dijo serenamente, pero con énfasis:
—No es una impulsión sin inercia. No existe nada semejante. Es una impulsión equilibrada.
La joven pareció confusa.
—Pero permite una aceleración de más de cincuenta g, ¿verdad? Y no se siente ninguna aceleración. ¿Eso no significa que no hay inercia?
McAndrew seguía moviendo la cabeza. Se le veía resignado y afligido. Supongo que tenía que dar la misma explicación dos veces al día, cada día de su vida, a cada persona que le salía al paso.
Me incliné hacia adelante y reduje el sonido de la unidad de vídeo. Había escuchado la historia demasiado a menudo, y Mac gozaba de todas mis simpatías. Teníamos evidencias directas de que la impulsión de McAndrew era cualquier cosa menos un dispositivo carente de inercia. Dudo de que Mac alguna vez pueda explicarlo debidamente a la gente común, aun cuando él sea para todos el ideal del «gran científico» y el profesor sin parangón.
Yo estuve en el asunto desde su misma gestación. De hecho, según McAndrew, yo fui el comienzo. Regresábamos de Titán, con poca carga, como siempre durante los trayectos de vuelta. En el Ensamble sólo llevábamos cuatro secciones, y dos de ellas con kernels de energía y unidades de impulsión, de modo que entre nave y cargamento nuestra masa era de unos tres mil millones de toneladas.
A mitad de camino, después del punto de rotación, recibimos una solicitud de ayuda médica de la colonia minera de Horus. Transmití el mensaje a la estación Luna, pero no pudimos brindar mucha asistencia. Horus se encuentra en el Cúmulo Egipcio de asteroides, fuera de la eclíptica, y llegar hasta ellos llevaría un par de semanas a cualquier misión de asistencia. Para entonces, imaginaba que su problema habría sido resuelto, de un modo u otro. Así pues, cuando McAndrew y yo nos sentamos a comer, yo estaba de pésimo humor.
—No sabía qué decirles, Mac. Lo saben tan bien como yo, pero no dejaron de preguntarme si teníamos alguna nave veloz que pudiera ayudarlos. Tuve que decirles la verdad, que no hay nada que pueda llegar hasta allí a más de dos g y medio, y sin tripulación humana. Y necesitan médicos, no sólo medicamentos. Luna enviará algo en un par de días, pero no creo que les sirva.
McAndrew asintió amablemente. Sabía que necesitaba conversar con alguien; durante esos viajes a Titán, solíamos pasar mucho tiempo juntos. Si bien él trabaja todo el tiempo en sus propios experimentos, también yo sabía cuándo necesitaba compañía. Será muy hermoso ser un célebre científico, pero viajar todo el tiempo dentro de la propia mente puede resultar solitario.
—Mac, me pregunto si habremos sido hechos para volar —proseguí, medio en broma—. Disponemos de impulsiones que nos permiten enviar sondas sin tripulación a más de cien g de aceleración continua, pero somos el eslabón débil. Podría llevar el Ensamble a unos cinco g. Llegaríamos a casa en un par de días en lugar de tardar otro mes más, pero ni tú ni yo podríamos resistirlo. ¿No podrías inventar con tu equipo del Instituto un sistema para que no nos aplastaran las altas aceleraciones? Una impulsión sin inercia, o algo así, cambiaría por completo la exploración espacial…
Divagaba para mantener la mente alejada de los problemas que habían surgido en Horus, pero lo que decía tenía cierto sentido. Las naves tenían capacidad; el único obstáculo éramos los humanos. McAndrew me escuchaba seriamente, pero sacudía la cabeza.
—Hasta donde sé, Jeanie, una impulsión sin inercia es teóricamente imposible. A menos que alguien más listo que yo aparezca con una teoría física completamente nueva, nunca veremos esa impulsión sin inercia con la que sueñas.
Era una respuesta contundente: no había nadie más brillante que McAndrew, al menos en física. Si Mac creía que no era posible, no habría muchos que lo pusieran en duda. Algunos se dejaban engañar por el hecho de que dedicaba parte de su tiempo a viajar conmigo a Titán, pero en realidad eso era parte de su método de trabajo.
Si de esto deducís que no me cuento entre los cerebros privilegiados y sobresalientes, habréis acertado. Puedo seguir las explicaciones de McAndrew… a veces. Pero cuando se lanza, me pierdo en la segunda frase.
Esta vez, sus palabras parecían lo bastante claras para que cualquiera pudiese seguirlas.
Me serví otra copa de anisado y me pregunté cuántos siglos habrían de pasar hasta que apareciera alguien que pudiese crear una teoría completamente nueva. Sentado ante mí, Mac se acariciaba el cabello rubio, que comenzaba a ralear. Tenía una expresión ausente. He aprendido a no interrumpirlo cuando su rostro adopta esta expresión. Ello significa que entonces me será imposible seguir sus pensamientos. Uno de los profesores del Instituto Penrose dice que la mente de Mac es capaz de ver lo que hay al otro lado de una esquina, y creo que sé a qué se refiere.
—¿Por qué sin inercia? —dijo McAndrew, al cabo de unos minutos.
Tal vez ni siquiera me hubiese escuchado.
—Para poder usar altas aceleraciones. Para que la gente pueda ir a la misma velocidad que las sondas sin tripulación. Si no, a cincuenta g las personas quedaríamos totalmente aplastadas, como sabes. Necesitamos una impulsión sin inercia para poder soportar semejante aceleración sin quedar hechos papilla.
—Pero no es lo mismo, en absoluto. Ya te he dicho que la impulsión sin inercia es imposible. Y así es. Pero lo que pides… Creo que podríamos…
Su voz se perdió en un murmullo. Se puso de pie, y se alejó de la cabina sin decir una palabra más. Me pregunté ante qué estaríamos. A qué habría dado origen.
Si ése fue el comienzo de la Impulsión de McAndrew —y creo que así fue—, pues de acuerdo: estuve allí en el principio mismo.
En mi modesta opinión, no sólo fue el comienzo sino también el final. Mac no volvió a hablar del tema durante el trayecto hacia Luna, a pesar de que un par de veces traté de sondearlo. Siempre hacía lo mismo: no le gustaba hablar de sus ideas cuando las tenía «a medio cocinar», como decía.
Cuando llegamos a Luna, McAndrew regresó al Instituto, y yo me embarqué a Cibeles con una nave de carga. Allí terminó la historia, y con el tiempo se fue borrando de mi mente, hasta que siete meses después llegó el momento de hacer un nuevo viaje a Titán.
Por primera vez en cinco años, McAndrew no vino conmigo. No me llamó tampoco, pero recibí un mensaje suyo: estaba ocupado con un proyecto fuera de la Tierra, y tendría que dedicarse a él durante varios meses. Me pregunté, no muy seriamente, si la ausencia de Mac podría tener relación con las naves sin inercia, y seguí adelante con mi carguero rumbo a Titán.
Ese fue el viaje en el que cierto lunático jerarca de la FUE decidió que Titán merecía cierta publicidad favorable, como próspera colonia dispuesta a acoger gratamente la cultura. Qué bien. Decidieron combinar cultura y nostalgia. Y realizar en Titán un anacrónico concurso Miss y Mister Universo, a todo trapo. Al parecer, a los organizadores nunca se les ocurrió que una vez iniciado el asunto, los participantes podían tomárselo en serio: evidentemente, no eran capaces de ver las aristas, y ni siquiera de ver las superficies. La belleza no es algo que los bien parecidos suelan tomar a la ligera. Tuve todo el Ensamble lleno de concursantes envidiosos y espléndidos, de organizadores chillones, de cazanoticias de todos los medios periodísticos del Sistema, olisqueando por doquier, y de infinidad de vengativos y vigilantes cónyuges, amantes y parejas de ambos sexos. En uno de mis primeros viajes a Titán había llevado un circo y un zoológico, pero eso no fue nada en comparación con este viaje. Afortunadamente, la nave iba controlada por ordenador. Pasaba todo el tiempo juntando a ciertos pasajeros y separándolos del resto.
A los organizadores de la Tierra tampoco se les había ocurrido que buena parte de la colonia de Titán la constituye el presidio. Cuando vi las primeras reacciones entre los prisioneros y los concursantes, pensé que el viaje a Titán no había sido más que un aperitivo comparado con lo que seguiría de allí en adelante. Me escabullí del lugar y regresé a la nave a la espera de que todo hubiese terminado.
Pero no pude escapar. Cuando todo terminó, cuando finalmente eligieron a los ganadores, cuando todos hicieron las protestas y contraprotestas del caso, cuando los prisioneros más recalcitrantes y golpeados quedaron bajo custodia, cuando se serenó el pandemónium, y cuando los colonos de Titán llegaron a la conclusión de que habían tenido cultura del Sistema Interior para veinte o treinta años, entonces yo aún debía hacer que el grupo volviera a embarcarse y regresara a la Tierra sin mayores problemas. Los concursantes odiaban a los organizadores, los organizadores odiaban al jurado, el jurado odiaba a los medios de comunicación y todos odiaban a los ganadores. Tuve la impresión de que McAndrew había estado sobre aviso de las características del viaje, y que había tomado la decisión correcta.
Yo también habría querido zafarme del viaje. Pero como no podía, separé las secciones del Ensamble tanto como me fue posible, puse todas las funciones en automático y me dediqué a consolar a uno de los perdedores, un joven de piel suave de los asteroides mayores que aceptó gustoso caer en mis brazos.
Por fin llegamos. Ese día glorioso, toda la caravana infernal vinculada con el concurso se marchó del Ensamble. Me despedí morosamente de mi amigo de Vesta —origen nada apropiado para ese concursante en particular— y me dispuse a descansar. Lo necesitaba.
Mi descanso duró unas ocho horas. Cuando llamé al Centro de Comunicaciones en busca de noticias y mensajes, en la pantalla de la computadora apareció una breve convocatoria: VE AL INSTITUTO PENROSE. ESTACIÓN L-4. MACAVEDAD.
No parecía un mensaje alarmante, pero me inquietó. Era de McAndrew, e iba dirigido sólo a mí. En el Sistema sólo yo lo llamaba Macavedad. Contadísimas personas sabían por qué le había adjudicado semejante apodo: lo hice cuando descubrí que era especialista en teorías de la gravedad (entre los colegas de Mac no se leía mucho el Libro del viejo zorro de los apodos prácticos).
¿Por qué no me había llamado directamente, en lugar de enviarme un mensaje por ordenador? Todos se habrían enterado de que habíamos regresado de Titán. Me senté en la terminal y envié a McAndrew una llamada al Instituto, persona a persona.
No me sentí mejor cuando me comuniqué. En lugar del rostro familiar de Mac, me encontré ante la cara negra como el carbón del profesor Limperis, director del Instituto. Me saludó con un adusto gesto de cabeza.
—Capitana Roker, su tiempo de reacción es impresionante. Si no hubiéramos recibido respuesta al mensaje codificado del profesor McAndrew en las próximas ocho horas, habríamos procedido sin usted. ¿Puede ayudarnos?
Vaciló al ver mi expresión confusa.
—¿Ha encontrado detalles del problema en el mensaje?
—Doctor Limperis, lo único que he encontrado hasta ahora han sido unas pocas palabras: «Ve al Instituto Penrose, sector L-4.» No me costará hacerlo, pero no tengo idea del tipo de problema, ni de la ayuda que yo pueda prestar. ¿Dónde está Mac?
—Ojalá pudiera responder a eso. —Limperis permaneció en silencio un instante, mordiéndose el labio inferior, y luego se encogió de hombros—. El profesor McAndrew insistió en que la mandáramos llamar. Dejó un mensaje específicamente para usted. Nos dijo que usted había sido el estímulo que dio comienzo a todo.
—¿A todo qué?
Me miró con estupor.
—¡Caramba, a la impulsión de alta aceleración! A la impulsión equilibrada que McAndrew ha estado desarrollando el año pasado. McAndrew desapareció mientras probaba el prototipo. ¿Podría venir al Instituto ahora mismo?
El viaje al Instituto, en el remolcador espacial desde la estación Luna, fue uno de los peores momentos de mi vida. No tenía ninguna lógica en particular; después de todo, yo no había hecho nada malo. Pero no podía librarme de la sensación de haber perdido ocho horas críticas cuando los pasajeros abandonaron el Ensamble. Si no hubiese estado obsesionada por el sexo durante el regreso, tal vez hubiese ido directamente al ordenador en lugar de ponerme a dormir. Y en tal caso habría estado lista para partir mucho antes, y quizás eso hubiera representado la diferencia entre salvar a McAndrew o no salvarlo.
Ya veis por qué derroteros iba mi mente. En ausencia de hechos tangibles es fácil confundirlo todo, tanto en el espacio como en la Tierra. Lo único que me había dicho Limperis era que McAndrew se había marchado hacía una semana para probar el prototipo de una nueva nave. Si no regresaba en ciento cincuenta horas, debían darme el breve mensaje que había dejado para mí. Además, había dado instrucciones precisas — órdenes, mejor dicho— de que me llevaran en cualquier viaje de rescate que emprendieran.
El doctor Limperis se había disculpado.
—Sólo repito las palabras del profesor McAndrew, comprenda. Dijo que no quería que partiera ninguna patrulla de rescate en el Dotterel si usted no iba en ella. Dijo… —Limperis tosió, incómodo— que necesitaríamos muchísimo su sentido común y su cobardía natural. La estaremos esperando hasta que consiga un pasaje. Lo menos que podemos hacer por el profesor McAndrew en estas circunstancias es respetar sus deseos.
No supe si era un elogio a mi persona o no. Apenas pude vislumbrar la estación L-4 en la pantalla, la escudriñé con el máximo aumento posible, para ver qué aspecto tenía la nave de rescate. Reconocí el edificio del Instituto, pero no vi trazas de nada parecido a una nave. Distinguí una especie de superensamble, un inmenso racimo de esferas conectadas por medios electromagnéticos. Lo único que pude ver eran construcciones para vivienda y dársenas, y en el puerto, una extraña construcción que parecía un disco plano y brillante con una larga columna que emergía del centro. No se parecía a ninguna nave de la FUE, de pasajeros ni de carga.
Limperis se habría pasado la vida en la investigación pura, pero sin duda sabía cómo organizar acciones de emergencia. Dentro del Instituto me esperaban sólo cinco personas. Nunca las había visto, pero me resultaban familiares por las descripciones de McAndrew y las noticias de la prensa. Limperis había consagrado su vida a estudiar la materia de alta densidad. Conocía todos los kernels menores que la masa lunar, hasta de unas doscientas u. a. Había visitado muchos de ellos, y había traído al Sistema Interior algunos de los más pequeños para utilizarlos como fuente de energía.
Siclaro era especialista en extracción de energía de los kernels. Los agujeros negros de Kerr-Newman eran bien conocidos a nivel teórico, pero su utilización práctica seguía siendo asunto reservado para especialistas. Cuando la FUE quería saber la mejor forma de extraer energía, para impulsión o para usos generales, solían llamar a Siclaro. Su nombre en una recomendación era como un aval que pocos se atreverían a cuestionar.
Gowers era experta en matrices múltiples de kernels; Macedo era la autoridad máxima del Sistema en acoplamiento electromagnético, y Wenig era un maestro en estabilidad de materia comprimida. El potencial intelectual reunido en esa sala del Instituto era imponente. Miré a los tres hombres y las dos mujeres que acababan de presentarme y me sentí como un gorila en un ballet. Aunque llegara a dar los pasos correctos, jamás sabría qué estaba sucediendo.
—Mire, doctor Limperis. Sé lo que quiere el profesor McAndrew, pero no creo que sea lo acertado. —Sería mejor que les confiara mi inquietud desde el principio, para que nadie perdiera el tiempo—. Sé conducir una nave, por supuesto. No es difícil. Pero no tengo idea de cómo conducir algo con impulsión de McAndrew. Cualquiera de ustedes podía hacerlo mejor que yo.
Limperis volvió a adoptar la expresión de disculpas.
—Sí y no, capitana Roker. Todos podríamos conducir la nave, cualquiera de nosotros. Los criterios con que ha sido construida son simples: datan de unos ciento cincuenta años. Y dado que es un prototipo, la ingeniería también es sencilla.
—Entonces, ¿para qué me necesitan? —No diré que estuviera enfadada, pero sí intranquila e incómoda. Entre la irritación y el descontento hay una línea muy sutil.
—El doctor Wenig conducirá el Dotterel; ya lo ha hecho antes en un vuelo de prueba. En realidad, condujo el Merganser, la nave en que ha desaparecido el profesor McAndrew. El Dotterel tiene idéntico diseño y equipos. Si todo sucede como esperamos, controlar la nave será sencillo. Pero si algo marcha mal (y eso debe haber sucedido, pues si no McAndrew ya estaría de regreso) ni el doctor Wenig ni ninguno de nosotros posee la experiencia que en tal caso hará falta. Queremos que diga al doctor Wenig qué es lo que no debe hacer. No será la primera vez que usted hace frente a situaciones de riesgo… — Me miró suplicante—. ¿Controlará nuestras acciones, y empleará su experiencia para aconsejarnos?
Sin que me invitasen, me hundí en una silla y los miré fijamente.
—¿Quieren que haga de canario agorero?
—¿Canario? —Wenig era menudo y delgado, y llevaba un frondoso bigote negro. Hablaba con marcado acento extranjero, y posiblemente creía que había entendido mal mis palabras.
—Sí, canario. Hace mucho tiempo, cuando la gente se internaba en las minas para extraer carbón, los mineros solían llevar un canario consigo, pues era mucho más sensible a los gases venenosos que ellos. Cuando el pájaro caía del palito, sabían que era hora de largarse. Ustedes conducirán la nave y estarán esperando a que me caiga del asiento…
Se miraron, y finalmente Limperis asintió.
—Necesitamos un canario, capitana Roker. Ninguno de los que estamos aquí sabe cantar en el momento apropiado. ¿Lo hará?
No tenía elección porque McAndrew había pedido mi ayuda en particular. Sólo veía un problema: tendría que decirles que todo lo que hicieran sería peligroso. Cuando uno dispone de una nueva tecnología, todo lo que hace es peligroso.
—¿Quiere decir que podré pasar por encima de las órdenes de todos ustedes si no me siento segura?
—Así es —dijo Limperis, con firmeza—. Pero no será éste el caso. El Merganser y el Dotterel son naves para dos tripulantes. No vimos razón para hacerlas más grandes. Sólo hace falta una sola persona para manejar los controles. Usted irá con la misión de advertir sobre problemas ocultos.
Me puse de pie.
—No creo que pueda detectar el peligro mejor que ustedes, pero quizá me equivoque. Si Mac está solo ahí afuera, dondequiera que se encuentre, nos necesita imperiosamente. Estoy lista. Cuando quiera, doctor Wenig.
Nadie se movió. Tal vez McAndrew y Limperis tuvieran razón respecto a mis antenas, pues en ese momento presentí nuevas complicaciones. Paseé la mirada por los rostros incómodos.
—El profesor McAndrew no está precisamente solo en la nave. Lleva un pasajero consigo… —dijo Emma Gowers.
—¿Alguien del Instituto?
Movió la cabeza.
—Viaja con Nina Vélez.
—¿Nina Vélez? ¿No se estará refiriendo a la hija del presidente Vélez? ¿La de Noticias AG?
Asintió.
—La misma.
Volví a desplomarme en la silla. Tal vez el viaje a Titán con el concurso de belleza había sido más fácil de lo que pensaba…
Wenig habrá tenido que aprender a conducir de segunda mano, pero no podía negarse que conocía la nave. Y quería que yo también la conociera. Antes de partir del Instituto lo habíamos visto todo: esquema, modelos, componentes, energía, biosistemas, mecánica, electricidad, electrónica, controles y sistemas de seguridad.
En cuanto me explicó el funcionamiento de la nave, pensé que McAndrew no veía el otro lado de la esquina al pensar. La diferencia consistía en que para él las cosas eran obvias antes de explicarlas, y para el resto de la gente lo eran después. Yo había dicho «sin inercia», y él me había respondido «imposible». Pero no nos habíamos comunicado bien. Lo único que yo quería era una impulsión que nos permitiera acelerar a múltiples g sin aplastar a los pasajeros. Para McAndrew, eso era una petición sencilla y fácil de satisfacer, pero ni hablar de suprimir la inercia ni en la nave ni en los pasajeros.
—Volvamos a lo elemental —dijo Wenig al mostrarme cómo funcionaba el Dotterel—. ¿Recuerda el principio de equivalencia? Es el meollo del asunto. No hay forma de distinguir un movimiento acelerado de un campo de fuerza gravitacional, ¿verdad?
Eso no me representó ninguna dificultad. Era física de primer año.
—Desde luego. Uno quedaría aplastado tanto en un campo gravitacional muy elevado como en una nave que acelerara a cincuenta g. ¿Pero qué tiene eso que ver?
—Imagine que estuviera de pie sobre algo con un campo gravitacional inmenso. Júpiter, pongamos. Experimentaría una fuerza hacia abajo de unos dos g y medio. Ahora suponga que alguien desplazara hacia abajo a Júpiter, alejándolo de usted a dos g y medio. Usted caería hacia la superficie del planeta, sin alcanzarla jamás, pues Júpiter aceleraría a idéntica razón que usted. Y se sentiría como en caída libre, pero en lo que respecta al resto del universo, estaría acelerando a dos g y medio, igual que Júpiter. Eso es precisamente lo que nos dice el principio de equivalencia: que la aceleración y la gravedad pueden anularse si son de igual intensidad y de sentidos opuestos.
El acento de Wenig era fácil de seguir, en cuanto uno se acostumbraba a él. Dudo que alguien pudiese ingresar en el Instituto si no tuviera la inteligencia suficiente para explicar conceptos complejos en términos sencillos. Asentí.
—Eso no me es difícil de comprender. Pero acaba de reemplazar un problema por otro peor. En el universo no existe ninguna impulsión capaz de acelerar a Júpiter a dos g y medio.
—No. Al menos, aún no. Pero por fortuna no necesitamos valemos de Júpiter. Podemos hacerlo con algo mucho más pequeño, y mucho más cercano. Examinemos el Dotterel y el Merganser. A solicitud de McAndrew, diseñé el elemento de masa para ambos.
Fue hasta la ventana y miró el espacio abierto. El Dotterel flotaba a unos diez kilómetros, y desde nuestro lugar podíamos ver sus componentes principales.
—¿Ve el plato que hay por debajo? Es un disco de materia comprimida, de cien metros de diámetro, electromagnéticamente estabilizado y de un metro de espesor. La densidad es de unas mil ciento setenta toneladas por centímetro cúbico. Alta, pero en el Instituto hemos trabajado con masas mucho más densas aún. Es menos de lo que se obtiene en los dos centímetros superficiales de una estrella neutrónica, y una nadería comparada con las densidades de un kernel. Si usted estuviera sentada en el centro mismo del disco, experimentaría una aceleración gravitacional de unos cincuenta g, que la atraería hacia el disco. La fuerza de marea que actuaría sobre usted sería de un g por metro: nada que deba preocuparla. Si permaneciera sobre el eje del disco y se alejara de él, sentiría una fuerza de atracción de un g cuando estuviera a doscientos cuarenta y seis metros del centro del disco. ¿Ve la columna que emerge del disco? Es de cuatro metros de ancho y doscientos cincuenta de largo.
La examiné a través de la ventanilla. La prolongada aguja central no parecía tener ningún rasgo distintivo: era sólo una esbelta columna de metal gris.
—¿Qué hay dentro?
—Casi nada. —Wenig cogió un modelo del Dotterel y lo abrió a lo largo para que pudiera ver la estructura interna—. Cuando la impulsión está desconectada, la cápsula habitáculo se encuentra aquí, en el extremo más distante, a doscientos cincuenta metros del disco denso. La gravedad que se siente es de un g, hacia el centro del disco. ¿Ve los impulsores aquí, sobre el mismo disco? Desplazan el aparato a lo largo de la columna central, hacia afuera, de forma tal que el disco permanece horizontal y perpendicular al movimiento. Cuanto mayor es la aceleración que determinan los impulsores, más se acerca al disco la cápsula-habitáculo, por la columna central. La mantenemos de tal modo que la fuerza total en la cápsula, gravedad menos aceleración, sea siempre de un g, en dirección al disco.
Deslizó la cápsula a lo largo de una escalera electromagnética, acercándola al disco.
—Es fácil calcular la distancia correcta para cada aceleración; el ordenador ya tiene el programa incorporado, pero puede hacerse manualmente en pocos minutos. Cuando los impulsores aceleran todo el conjunto a catorce g, la cápsula se mantiene a menos de cincuenta metros del disco. He efectuado un vuelo de ensayo en el Merganser en el que llegamos a casi veinte g. El profesor McAndrew pensaba llegar a aceleraciones más altas durante este viaje. Para acelerar a treinta y dos g, la cápsula debe estar a veinte metros del disco, de tal modo que la gravedad efectiva en el interior sea de un g. El proyecto era llevar el sistema al máximo para el que se diseñó: una aceleración de cincuenta g. Así, los pasajeros de la cápsula estarían prácticamente contra el disco, y se sentirían como en caída libre. La gravedad y el impulso de la aceleración se equilibran exactamente.
Me salía humo de la cabeza. Conocía el rendimiento de las naves médicas no tripuladas. Podían ir desde la órbita de Mercurio hasta la de Plutón en un par de días, desde el principio hasta el fin. De vez en cuando, por accidente o suicidio, iba algún pasajero en ellas. La pulpa aplastada que recogían en la otra punta mostraba la opinión del cuerpo humano sobre los cien g de aceleración.
—¿Qué sucedería si los impulsores dejaran de actuar repentinamente? —pregunté.
—¿Se refiere a cuando la cápsula está contra el disco, durante el impulso máximo? — Wenig movió la cabeza—. Hemos diseñado un sistema de seguridad para evitar que suceda, incluso en los prototipos. Si hubiera alguna señal de que la impulsión se interrumpe, la cápsula se trasladaría a lo largo de la columna, lejos del disco. El mecanismo está incorporado.
—Hum… Pero McAndrew no ha vuelto. —Sentí la imperiosa necesidad de ponernos en marcha—. Ya había visto antes sistemas de seguridad incorporados. Cuanto más seguro parece un sistema, peor es el resultado cuando falla. ¿Podríamos salir ya?
—Vamos —dijo Wenig—. Como sabe cualquier maestro, no se obtiene mucho de un alumno impaciente. Le contaré el resto mientras viajamos. Seguiremos el mismo itinerario que McAndrew. Aquí está registrado su trayecto.
—¿Usted cree que McAndrew se atuvo al plan de vuelo?
—Sabemos que no. —El rostro de Wenig adquirió una expresión mucho menos segura—. Escuche, cuando los impulsores funcionan al máximo, el plasma que rodea la cápsula-habitáculo interfiere con las señales de radio. Cincuenta horas después de que se marcharan del Instituto, el Merganser fue rastreado desde la estación Tritón. McAndrew regresó al Sistema Solar, desacelerando a cincuenta g. No cortó la impulsión; sólo atravesó el Sistema, y se alejó de él en una dirección ligeramente distinta. Captamos el registro de vuelo, pero no tenemos idea de lo que pudo hacer. Con la impulsión conectada, no hay forma de obtener señales suyas, ni de enviárselas.
—Así que recorrieron todo el trayecto con la impulsión al máximo… Y regresaron aquí. ¿Pero por qué no me lo dijo Limperis durante nuestra primera reunión? —Fui al gabinete y cogí un traje—. Hizo todo el viaje a cincuenta g o más… Vayamos tras él. Si mantiene ese promedio, ya debe estar a mitad de camino de Alpha Centauri…
La cápsula-habitáculo era de unos tres metros de diámetro y tenía un mobiliario muy sencillo. Me sorprendió la cantidad de espacio libre. Wenig me indicó que el equipo y las provisiones que podían resistir la elevada aceleración iban fuera de la cápsula, en el lado externo del disco de gravedad.
Comenzamos a seguir el plan de vuelo de McAndrew, pero a los pocos minutos recordé lo que había dicho Limperis de que yo sería quien mandara, y cambié de parecer. Si pensábamos alcanzar a McAndrew, cuanto menos tiempo perdiéramos en dirección opuesta, mejor. Había regresado a través del Sistema; debíamos encaminarnos en la misma dirección en que se le vio por última vez.
—Subiré a cincuenta g —anunció Wenig—. Así experimentaremos las mismas fuerzas de perturbación que el Merganser. ¿De acuerdo?
El estómago me dio un vuelco.
—No estoy de acuerdo en absoluto. Mire, no sabemos qué ha ocurrido con Mac, pero es muy probable que haya tenido algún problema con la nave. Si hacemos lo mismo que él, podremos terminar en su misma situación.
Wenig quitó las manos de los controles y se volvió hacia mí, con las palmas abiertas.
—¿Pero entonces qué vamos a hacer? No sabemos adonde se dirigen. Lo único que podemos hacer es tratar de seguir el mismo trayecto.
—No estoy segura. Lo que sé es lo que no vamos a hacer: no vamos a aplicar la aceleración máxima. ¿No dijo usted que había volado el Merganser a veinte g?
—Varias veces.
—Entonces sigamos la trayectoria de Mac a veinte g hasta que estemos fuera del Sistema. Luego, detenga los impulsores. Quiero que utilicemos los sensores, lo cual no nos será posible si estamos envueltos en una esfera de plasma.
Wenig me miró. Sé que me estaba acusando mentalmente de cobarde.
—Capitana Roker —comenzó serenamente—. Creía que teníamos prisa. De la forma que usted propone, podemos estar semanas enteras buscando al Merganser…
—Aja. Pero llegaremos. ¿Los sistemas de soporte vital de Mac pueden resistir ese tiempo?
—Con toda facilidad.
—En tal caso, no le dé más vueltas al asunto. Manos a la obra. A veinte g, lo más rápido que le sea posible.
El Dotterel funcionaba de maravilla. A veinte g de aceleración relativa al Sistema Solar, no sentíamos nada extraño.
El disco nos atraía hacia sí a veintiún g, la aceleración de la nave nos alejaba de él a veinte g, y allí estábamos, sentados en mitad del habitáculo, a una gravedad perfectamente normal y confortable. Ni siquiera sentía las fuerzas de marea, aunque sabía que estaba actuando sobre nosotros. La comunicación con el Instituto Penrose era deficiente, pero ello entraba dentro de nuestros cálculos. Pensábamos resolver el problema en cuanto interrumpiéramos la impulsión.
Curiosamente, la primera fase del viaje no nos produjo temor sino aburrimiento. Quería alcanzar una buena velocidad de crucero antes de que viajáramos arrastrados por la inercia. Eso me dio oportunidad de esclarecer otro misterio, que al menos parecía tan insondable como la desaparición del Merganser.
—¿Qué ocurrió en el Instituto, para que permitieran subir a bordo a Nina Vélez?
—Se enteró de que estábamos desarrollando una nueva clase de impulsión. No me pregunte cómo. Tal vez viera el presupuesto del Instituto… —Wenig hizo un gesto de desdén—. No me fío del sistema de seguridad que hay en el Cuartel General de la FUE.
—¿Y la dejaron meterse, y obligaron a McAndrew a llevarla en un viaje de prueba?
Estaba aún más furiosa de lo que traslucía mi voz. La vida de Mac tenía más importancia que la dignidad de cierta burócrata de culo aplastado para la plana mayor del Instituto.
El doctor Wenig me miró fríamente.
—Creo que no ha comprendido bien la situación. La plana mayor del Instituto no obligó a McAndrew a llevar a Nina Vélez. En primer lugar, en el Instituto no existe ninguna «plana mayor»: el Instituto lo dirigen sus propios miembros. ¿Quiere saber por qué la señorita Vélez se encuentra a bordo del Mergansert Se lo voy a decir. McAndrew insistió en que fuera con él.
—¡Mierda! —Había cosas que me resultaban difíciles de creer—. ¿Por qué diablos iba Mac a pedir semejante cosa? Lo conozco, aunque ustedes no sepan quién es. Más que su propia madre.
Wenig suspiró. Estaba reclinado en un sillón, frente a mí, bebiendo una copa de vino blanco. Para él, el viaje no representaba ninguna dificultad.
—Hace cuatro semanas habría hecho sus mismos comentarios, palabra por palabra — dijo—. El profesor McAndrew jamás podría hacer nada semejante, ¿verdad? Pero lo hizo. Para expresarlo con toda claridad, capitana Roker, estamos ante un caso de enamoramiento. Del peor tipo. Creo que…
Se detuvo, enojado. Yo me había echado a reír, pese a lo grave de la situación.
—¿Qué le produce tanta gracia, capitana?
—Bueno. —Me encogí de hombros—. Es que todo es tan gracioso… Más que gracioso, disparatado. McAndrew es un gran científico, y Nina Vélez podrá ser la hija del Presidente, pero no es más que una joven periodista. De todas formas, él y yo… él jamás…
Entonces, me detuve. Creí que Wenig iba a ponerse de pie para golpearme, a juzgar por la expresión de su rostro.
—Capitana Roker, no me gusta su insinuación —espetó—. McAndrew es un científico, como lo soy yo. Tal vez usted no sea lo bastante lista para darse cuenta, pero la física es un campo de estudio, no una operación quirúrgica. Le recuerdo que la castración no forma parte de los exámenes para obtener el doctorado. —Su tono era sarcástico. No me hubiera gustado tener que hacer un viaje de dos meses a Titán con el joven doctor Wenig.
—Sea como sea —prosiguió—, ha llegado a una conclusión equivocada. No fue el profesor McAndrew quien sufrió el enamoramiento inicial, sino Nina Vélez. Está convencida de que él es un hombre maravilloso. Vino a hacernos un reportaje, y antes de que nadie se diera cuenta, pasaba días enteros en su despacho. Y después de la primera semana, incluso noches enteras…
Me equivocaba. Ahora lo sé, y creo que entonces también lo supe, pero estaba demasiado ofuscada para pedirle disculpas a Wenig. En cambio, dije:
—Pero si fue ella la que se enamoró de él, ¿por qué no se la sacó de encima?
—¿A Nina Vélez? —Wenig lanzó una carcajada que sonó a ladrido—. Se ve que no la conoce bien. Es la hija del Presidente. Consigue todo lo que se propone. Nina fue quien comenzó, pero al cabo de unos días hizo que el profesor McAndrew se comportara como un tonto. Su conducta fue realmente lamentable.
Estás celoso, Wenig, pensé. Celoso de la buena suerte de Mac. Pero no se lo dije.
—¿Y ella le convenció para que la dejara ir con él en el Mergansert ¿Y ustedes qué estaban haciendo?
Se ruborizó.
—El profesor McAndrew no fue el único que se comportó como un imbécil. ¿Por qué cree que Limperis, Siclaro y yo nos sentimos tan mal? Las dos mujeres del equipo, Gowers y Macedo, insistieron en que Nina Vélez no se acercara a la nave. Pero nosotros no tuvimos en cuenta su advertencia. Ahora comprenderá, capitana Roker, por qué los tres queríamos venir al rescate de McAndrew. Lo echamos a suertes, y yo gané. Y tal vez debiera considerar otra cosa —prosiguió—. En lugar de fijarse tanto en nuestros motivos, y de reírse de ellos, tal vez debiera examinar sus propios sentimientos. Está ofuscada… Creo que está celosa, celosa de Nina Vélez.
Afortunadamente tuvimos que seguir el plan de vuelo y prepararnos para cortar la impulsión en ese mismo instante, porque de lo contrario no sé qué habría hecho con el doctor Wenig. Soy bastante más alta que él, y le llevo unos cuantos kilos de ventaja, pero era un hombre fuerte y en buen estado físico. El resultado no era fácil de prever.
Nuestra inminente caída a la época de las cavernas fue evitada a tiempo por el zumbido del ordenador, que anunciaba la reducción de la impulsión. Nos sentamos, furiosos y sin mirarnos, mientras la aceleración disminuía lentamente y la cápsula se alejaba del disco para retornar a su posición de vuelo flotante, a doscientos cincuenta metros de él. La operación duró unos diez minutos. Cuando terminó, habíamos recuperado la compostura. Logré expresarle una tonta disculpa por mis insultos implícitos, y Wenig la aceptó con idéntica incomodidad, y se mostró apenado por sus palabras y pensamientos.
No le pregunté cuáles habían sido sus pensamientos: sospechaba algo mucho peor de lo que había llegado a decir.
Cortamos la impulsión a algo más de cien unidades astronómicas del Sol, y seguimos avanzando a la deriva a un cuarto de la velocidad de la luz. El ordenador nos ofreció compensación Doppler automática, de modo que pudimos recuperar la comunicación con el Instituto, vía estación Tritón. No podríamos conversar, pues el retraso de las señales ida y vuelta era de casi veintiocho horas. Sólo confiábamos en mandar a Limperis y a los demás un mensaje de «todo va bien».
El movimiento era totalmente imperceptible, aunque me pareció ver un enrojecimiento de las estrellas que había a la popa y un destello azul en las de delante. Estábamos allende el límite del sector planetario del Sistema, donde sólo había kernels y cometas. Aumenté al máximo la capacidad de los sensores, y Wenig y yo permanecimos un rato en silencio, observando atentamente el espacio. Me había preguntado qué buscaba, y yo le había respondido con la verdad: no tenía idea de qué ni de cuándo.
Seguimos moviéndonos a la deriva, internándonos en el espacio. No sé si puede llamarse ir a la deriva a viajar a un cuarto de la velocidad de la luz, pero así nos sentíamos: en un manto de negrura, con estrellas inmóviles y un diminuto Sistema Solar a nuestras espaldas.
Llevábamos los ojos muy abiertos, y también estábamos pendientes de los receptores de radios, las sondas infrarrojas, los telescopios, radares, medidores de flujo y detectores de masa. Durante dos días no encontramos nada; ninguna señal por encima del murmullo del perpetuo ambiente interestelar en que viajábamos. Wenig se estaba impacientando; su tono apenas alcanzaba las buenas formas. Quería que pusiéramos los impulsores al máximo y que saliéramos disparados tras McAndrew, dondequiera que se encontrara.
Cuando vi la primera señal, él estaba revolviéndose en su litera.
—Doctor Wenig, ¿qué hay allí? ¿Podría sintonizar el receptor infrarrojo?
Se puso inmediatamente a la consola. A los pocos segundos de ajuste sacudió la cabeza y lanzó una imprecación.
—Es natural, no emitida por el hombre. Mire la señal. Es un cuerpo caliente colapsado. Unos setecientos grados: por eso hay un pico de energía en la banda de cinco micrómetros. Si quiere podemos comunicarnos con Limperis, pero seguramente ya lo debe tener catalogado. Dentro de unos días volveremos a ver otros como ése.
Dejó el visor y se hundió en la litera. Yo seguí observando la señal durante unos minutos.
—¿McAndrew sabría que esto estaba aquí?
Dejó de refunfuñar y se puso a pensar.
—Es muy posible que sí.
La materia colapsada y de alta densidad era especialidad del doctor Limperis, pero probablemente McAndrew almacenara una biblioteca sobre el tema en el ordenador del Merganser antes de partir. No querría toparse con algo desconocido en el espacio…
—¿Allí también está registrada la posible trayectoria de McAndrew?
—Sabemos que se marchó del Sistema y hacia dónde se encaminaba. Pero lo que no sabemos es si cortó la impulsión o viró cuando quedó fuera de la distancia de rastreo.
—No importa. Deme los códigos de acceso a la biblioteca. Y déjeme sentar en la consola de entrada. Quiero ver si la trayectoria de McAndrew se cruza con alguno de los objetos de alta densidad que hay allí.
Wenig se mostró escéptico.
—Las probabilidades de encuentro cercano son muy remotas. Una entre millones, o miles de millones.
Yo ya estaba enviando la secuencia de acceso.
—¿Por accidente? Estaría de acuerdo con usted, sólo que McAndrew ha debido tener alguna razón para regresar a través del Sistema y hacer ese mínimo cambio de trayectoria que ustedes registraron. Creo que nos estaba diciendo adonde iba. Y el único lugar adonde podría encaminarse entre esta zona y Sirio sería uno de los cuerpos colapsados del Halo.
—¿Pero por qué? —Wenig estaba de pie a mis espaldas, retorciéndose los dedos.
—No lo sé. —Me puse de pie—. Tenga, hágalo usted. Debe tener mucha experiencia con el ordenador del Dotterel. Busque algo que ponga el Merganser a una distancia de hasta cinco millones de kilómetros de un cuerpo de alta densidad. Es lo más cerca en que podemos confiar, tratándose de una intersección de trayectorias.
Los dedos de Wenig volaron sobre el teclado. Parecía un concertista de piano. Jamás había visto a nadie manejar una secuencia de programación a semejante velocidad. Mientras lo hacía, la terminal de comunicaciones emitió un silbido. Me volví hacia ella, dejando a Wenig con sus pantallas y sus ficheros índice.
—Es Limperis —dije—. Problemas. El presidente Vélez nos está empezando a acosar. Quiere saber qué ha ocurrido con Nina y cuándo volverá. ¿Por qué Limperis y los demás dejaron que participara en un vuelo de prueba? ¿Cómo puede ser tan irresponsable el Instituto?
—Ya imaginábamos que esto iba a ocurrir —respondió Wenig, sin levantar la vista—. Vélez está que arde. No hay forma de que ninguna otra nave pueda llegar hasta nosotros en menos de tres meses. ¿Tiene alguna cosa que sugerir el presidente Vélez?
—No. Amenaza a Limperis con medidas punitivas contra el Instituto. Dice que quiere inspeccionar toda la organización.
—¿Limperis nos pide una respuesta?
—Sí.
Wenig tecleó una secuencia final de instrucciones y se reclinó en su asiento.
—Dígales que Vélez se puede ir a la mismísima mierda. Ya tenemos bastante que hacer como para que venga a tocarnos las narices.
Yo seguía leyendo las señales que ingresaban desde la estación Tritón:
—Creo que el doctor Limperis ya ha enviado el mensaje al despacho del Presidente, aunque no en los mismos términos, claro. Será mejor que Nina regrese sana y salva…
—Ya lo imagino. —Wenig oprimió un par de teclas y en el monitor apareció un caudal de información—. Aquí viene. Son las distancias de aproximación más cercanas a todos los cuerpos dentro de las cien u. a., suponiendo que McAndrew mantuviera el mismo rumbo y aceleración durante todo el trayecto. La he programado para que se detuviera si aparecía algo a menos de un millón de kilómetros, y para que señalara todos los casos de uno a cinco millones de kilómetros.
Antes de que yo pudiera aprender a leer el monitor, Wenig descargó los puños contra el escritorio y se inclinó hacia adelante.
—¡Mire eso! —Su tono era de asombro y admiración—. ¿Lo ve? Es el HC-183. Está a 322 u. a. del Sol, casi muerto, delante de nosotros. El ordenador muestra una distancia de vuelo respecto del Merganser demasiado pequeña para que aparezca en los cálculos. Es esa fluctuación que se ve allí donde debiera figurar una distancia.
—Supongamos que McAndrew desacelerara al acercarse a él…
—Eso no cambiaría mucho las cosas. Seguiría muy cerca del encuentro. Las velocidades en órbita son pequeñas a esa distancia. ¿Pero por qué habría de querer toparse con el HC-183?
No pude responderle. Pero tal vez estuviéramos a punto de hallar al Merganser. Aunque sólo fuera una huella vaporizada sobre la superficie del HC-183, donde la nave lo hubiese rozado.
—Volvamos a la impulsión —dije—. ¿Cuál es la masa del HC-183?
—Más que elevada. —Wenig frunció el ceño ante el monitor—. Un diámetro de cinco mil kilómetros y una masa equivalente a la mitad de Júpiter. En el centro debe haber un buen fragmento de materia colapsada. ¿Hasta dónde quiere que nos acerquemos? ¿Y qué aceleración vamos a utilizar para la impulsión?
—Elija una trayectoria que nos permita echar un buen vistazo desde el límite de la órbita. Un millón de kilómetros debieran ser suficientes. Y no vayamos a más de veinte g. Enviaré un mensaje al Instituto. Si tienen más información sobre el HC-183, la necesitaremos.
Wenig se había mostrado impaciente cuando no íbamos a ningún sitio en particular. Ahora que teníamos un objetivo, no podía permanecer quieto. Ocupaba los tres metros cuadrados de nuestra cápsula-habitáculo, toqueteando los visores, el ordenador y las consolas de control. Miraba reflexivamente el control de impulsión, y luego posaba los ojos sobre mí.
Yo me sentía tan impaciente como él, pero ahora que habíamos llegado hasta allí no pensaba reproducir todas las acciones de McAndrew, incluyendo la que podía haberle resultado fatal. Después de veintidós horas, los impulsores comenzaron a desacelerarnos y esperamos expectantes el acercamiento a la masa oscura del HC-183.
No podíamos distinguir ninguna señal en los sensores, pero sabíamos que tenía que estar allí, escondido detrás del manto de plasma que rodeaba el impulsor.
Cuando éste se detuvo y quedamos orbitando alrededor de la masa negra del protoplaneta oculto, Wenig se acercó a la consola de controles en busca de longitudes de onda visibles.
—¡Ya lo veo! —exclamó.
Mi primera sensación de alivio y excitación duró sólo una fracción de segundo. No había ningún modo de que pudiéramos ver al Merganser a un millón de kilómetros.
—¿Qué ve? ¿Emisiones infrarrojas del HC-183?
—¡Qué va! Veo la nave. La nave de McAndrew.
—No puede ser. Tendríamos que estar delante de ella para poder captarla con los sensores de aumento. —Hice girar la silla y miré el monitor.
Wenig reía, histérico de alivio.
—¿No comprende? Lo que veo es la impulsión, no el Merganser en sí. Mire, ¿no es maravilloso?
Tenía razón. Me sentí loca de alegría. McAndrew debía de haber entrado en órbita alrededor del cuerpo o, en el peor de los casos, chocado contra él. Pero no tenía sentido que estuviera allí suspendido con la impulsión conectada. Y a juzgar por el aspecto de la larga cola de plasma refulgente que se extendía a través de veinte grados sobre la pantalla, la propulsión impulsaba la nave a toda velocidad.
—Quiero una lectura de Doppler —pedí—. Veamos en qué clase de órbita se encuentra. ¡Maldita sea! ¿Qué diablos estará haciendo? ¿Mirando el paisaje?
Al parecer, lo habíamos encontrado. Estaba irracionalmente enfadada con McAndrew. Nos había hecho salir disparados hasta trasponer los límites del Sistema y, cuando llegábamos, le encontrábamos allí sentado, esperando. Esperando, eso era todo.
Wenig contemplaba un monitor, perplejo.
—No hay movimiento relativo al HC-183 —anunció—. No está orbitando a su alrededor; sólo está equilibrando la atracción gravitacional con la impulsión. La nave está allí suspendida. ¿Quiere que me acerque hasta su lado para enviarle una señal de radar? Es la única forma de que pueda escucharnos a través de la interferencia de la impulsión.
—Creo que tendremos que hacerlo. Acerquémonos. —Contemplé el visor, mientras por mi cabeza pasaban pensamientos errabundos—. No, espere un momento. ¡Maldita sea! Si introducimos en el ordenador la orden de acercarnos hasta allí, lo hará mediante el control automático de la impulsión. Antes de entrar, pensemos qué vamos a hacer. ¿Puede calcular la atracción gravitacional del HC-183 a la distancia a que se encuentra el Merganser? ¿Tiene datos suficientes para ello?
—Espere un segundo.
Los dedos de Wenig volaron por encima de la consola una vez más. Si alguna vez decidía abandonar el Instituto Penrose, sería el mejor corredor de carreras del Sistema.
Miró la pantalla un segundo. Frunció el ceño y dijo:
—Me parece que he cometido un error.
—¿Por qué?
—Me encuentro con una distancia de la superficie de unos nueve mil kilómetros. Eso significa que el Merganser estaría sintiendo una fuerza de cincuenta g. Tendrían la impulsión al máximo, hasta donde está programada para funcionar. No tiene sentido que estén suspendidos así, con la impulsión a toda marcha. ¿Quiere que nos acerquemos?
—No. Quedémonos donde estamos. —Me incliné hacia adelante y cerré los ojos—. Debe haber cierta lógica en lo que ha hecho Mac. Ha atravesado el Sistema con la impulsión al máximo, y ahora está suspendido cerca de un objeto de alta densidad, con la impulsión en funcionamiento. ¿Qué demonios le ha pasado?
—No lo descubrirá a menos que nos pongamos en contacto con él. —Wenig volvía a mostrarse impaciente—. Lo mejor es que vayamos hasta ellos. Ahora que sabemos dónde se encuentra Mac, lo más fácil es preguntárselo a él mismo.
Era realmente difícil discutir con él, pero no podía quitarme de la cabeza cierta sensación de malestar. Mac mantenía una posición constante: cincuenta g de impulso para equilibrar la fuerza de cincuenta g del HC-183. No podríamos acércanos a él a menos que estuviéramos dispuestos a llevar a cincuenta g la impulsión del Dotterel.
—Deme cinco minutos más. Recuerde que estoy aquí para evitar que usted cometa alguna imprudencia. Si mantuviéramos la propulsión a veinte g, ¿a qué distancia del Merganser podríamos acercarnos?
—Tendríamos que cerciorarnos de que no íbamos a freírlos con nuestra impulsión — repuso Wenig. Se concentró en el ordenador durante unos minutos, mientras yo trataba de atar los cabos sueltos.
—Podríamos llegar a unos sesenta mil kilómetros de ellos —dijo por fin—. Si queremos hablar con ellos a través del contacto por radar de micro-ondas, lo mejor sería situarnos en un punto tal que pudiésemos verlos lateralmente. Entonces se compensarían bien ambas impulsiones. ¿Lista para hacerlo?
—Espere un minuto. —Empezaba a darme cuenta de que todo lo que había hecho McAndrew estaba sujeto a una sola lógica posible—. Veamos. Cuando le pregunté qué sucedería si la impulsión fallase cuando la cápsula-habitáculo estuviese cerca del disco de masa, usted dijo que el sistema movería la cápsula automáticamente. Pero ahora pongámonos en el caso opuesto. Supongamos que la impulsión funciona correctamente, y que lo que no funciona es el sistema que supuestamente debe mover la cápsula a lo largo de la columna. ¿Qué sucedería entonces?
Wenig se tiró del frondoso bigote.
—No creo que pudiera ocurrir nada semejante. El diseño parecía ser correcto. Pero si efectivamente sucedió de ese modo, todo dependería de dónde quedó atascada la cápsula.
—Supongamos que se atascó cerca del disco, cuando la nave se encontraba en fase de alta impulsión.
—Bueno, eso significaría que entonces había una alta aceleración gravitacional que habría que anular con la impulsión, pues de lo contrario los pasajeros quedarían aplastados. —Se detuvo—. Sería un círculo vicioso. Uno no se atrevería a desconectar la impulsión… La necesitaría todo el tiempo, para que la aceleración compensara la gravedad del disco.
—¡Eso es, maldita sea! Si uno no pudiera alejarse del disco, estaría obligado a mantener la aceleración. Eso es lo que ha sucedido con el Merganser. Me juego hasta lo que no tengo. Consiga los diseños del tren de movimientos de la cápsula en el monitor y veamos si podemos detectar algo que no marche bien.
—Usted es muy optimista, capitana Roker. —Se encogió de hombros—. Podemos hacerlo, pero esos diseños ya han sido examinados unas veinte veces. Mire, comprendo a qué se refiere, pero me resulta difícil de aceptar. ¿Qué hacía McAndrew cuando atravesó el Sistema de regreso para volver a alejarse?
—Lo único que podía hacer. No podía desconectar la impulsión; sólo girar la nave. Podía volar Dios sabe hasta dónde en línea recta, pero de esa forma jamás podríamos haber dado con él. O podía volar en círculos amplios, y habríamos podido verlo pero nunca acercarnos a él más de un par de minutos cada vez. Ninguna otra nave tripulada podría igualar semejante impulsión. O podía hacer lo que ha hecho: atravesar el Sistema para indicarnos la dirección en que se encaminaba, rumbo al HC-183. Y se equilibró aquí, sobre la cola de su impulsión, esperando que fuésemos lo bastante listos para descubrir en qué situación estaba.
Me detuve a tomar aire, más que satisfecha de mí misma. En una esfera de billones de kilómetros cúbicos, habíamos rastreado el Merganser hasta donde se encontraba. Wenig movía la cabeza con aspecto afligido.
—¿Qué ocurre?—dije, pavoneándome—. ¿Le resulta difícil seguir mi lógica?
—En absoluto. Es de lo más trivial. —Me miró con desdén—. Pero no parece que pueda llevar sus ideas a ninguna conclusión. McAndrew lo sabe todo sobre esta nave. Sabe que puede acelerar tanto como el Merganser. Así que su idea de que no podía volar alrededor en círculos amplios a la espera de que igualáramos su posición, no es correcta. El Dotterel puede hacerlo perfectamente.
Tenía razón.
—¿Entonces por qué hizo esto? ¿Por qué voló hasta aquí?
—Sólo se me ocurre una respuesta posible: ha tenido ocasión de analizar la causa por la que la cápsula no puede trasladarse a lo largo del eje, y por la que no puede desconectar la impulsión. Y piensa que esta nave puede tener el mismo problema.
Asentí.
—¿Ve ahora por qué no quería que llevara el Dotterel a cincuenta g?
—Tenía usted razón, y si no hubiera venido conmigo, yo habría cometido el mismo error que él. —Wenig pensó algo que lo ensombreció aún más—. Pero sigamos con este razonamiento. McAndrew está suspendido allí, cerca del HC-183, en un campo gravitacional de cincuenta g. No podemos acercarnos a ayudarlo a menos que hagamos lo mismo. Pero hemos convenido que resulta imposible, porque acabaremos con el mismo problema que él y no podremos desconectar la impulsión.
Observé la masa oscura del HC-183 y el Merganser, sobre su halo de plasma de alta temperatura. Wenig tenía razón. No nos atreveríamos a ir hasta allí.
—¿Cómo vamos a sacarlos?
Wenig se encogió de hombros.
—Ojalá pudiera saberlo. Tal vez McAndrew tenga una respuesta. De lo contrario, resultarán tan inaccesibles como si estuvieran a mitad de camino rumbo a Alpha Centauri y siguiera acelerando. Tenemos que comunicarnos con ellos.
Cuando tenía once años, antes de la pubertad, tuve una serie de sueños inquietantes. Noche tras noche, durante unos tres meses, tuve la sensación de despertar sobre la cara abrupta de un abismo. Estaba a oscuras, y apenas podía ver dónde aferrarme de manos y pies contra la roca.
Tenía que llegar hasta arriba. Abajo acechaba algo oculto, invisible detrás de la curva del negro precipicio. No sabía qué era, pero tenía la certeza de que se trataba de algo espeluznante.
Todas las noches trepaba con todo el cuidado de que era capaz, y todas las noches llegaba un momento en que pisaba en falso y comenzaba a deslizarme hacia abajo, hacia el foso donde aguardaba el monstruo al acecho.
Despertaba en el instante en que llegaba al fondo, precisamente cuando me disponía a ver por primera vez el monstruo del precipicio.
Nunca llegué a verlo. En la pubertad, los sueños sexuales ocuparon el lugar de mi fantasía. Olvidé la cara del precipicio, el terror, la sensación de una fuerza a la que no podía resistirme. Lo olvidé por completo. Sólo que los recuerdos de los sueños nunca desaparecen del todo; permanecen en un nivel profundo de la mente hasta que algo los obliga a emerger.
Aquí estaba una vez más sobre el mismo abismo rocoso, deslizándome hacia mi sino, incapaz de evitarlo. Desperté con el ritmo cardíaco treinta latidos por minuto más elevado que de costumbre, mientras un sudor frío me empapaba la frente y la nuca. Me llevó mucho tiempo regresar al presente y expulsar de mí la caída al foso oscuro.
Por fin, me obligué a recuperar la conciencia y examiné el monitor que tenía ante mí. Contra el telón negro del HC-183 y el campo estelar que lo rodeaba, bailoteaba el haz púrpura de una impulsión plasmática. Pendía allí, cayendo eternamente, aunque suspendido sobre el ligero tallo del escape de la impulsión. Permanecí diez minutos, observando, y finalmente reparé en Wenig. Me miraba, sin parpadear.
—Ah, ya ha despertado… —Tosió ligeramente, como si quisiera contenerse la risa—. Es usted una tranquila, capitana Roker. Yo no he podido cerrar un ojo, sabiendo que aquello estaba suspendido ahí —dijo, señalando la pantalla con el pulgar—. Ni aunque me hubiera echado encima todas las drogas del robodoc.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Unas tres horas. ¿Lista?
Pensé que nos convenía descansar antes de hacer la próxima maniobra alrededor del HC-183. Wenig se había opuesto, dispuesto a ir de inmediato, pero yo pensé que un descanso nos beneficiaría a los dos. Me había equivocado.
—Estoy lista. —Tenía los ojos como llenos de arenisca, y la garganta seca e inflamada, pero hablar de ello no serviría de mucho a Nina Vélez ni a McAndrew—. Pongámonos en posición e intentemos con el radar.
Mientras Wenig dirigía la nave hacia la mejor posición, a sesenta mil kilómetros del HC-183, y a aproximadamente idéntica distancia del Merganser, mis pensamientos se centraron en mi acompañante. Habían recurrido a la suerte para decidir quién vendría conmigo, y él había resultado vencedor. Los otros cuatro científicos del Instituto parecían algo ingenuos y poco mundanos, pero no Wenig, que era astuto y tenaz. Había comprobado la velocidad de sus manos sobre el tablero. ¿No habría hecho alguna trampa al tirar la moneda? La mano es más rápida que la vista… Recordé su aspecto al hablar de Nina Vélez. Si McAndrew se había dejado fascinar por Nina, bien podía haber sucedido lo mismo con Wenig. Había algo poderoso que lo mantenía despierto y alerta durante días, algo que lo había llevado hasta allí. No sabría si estaba en lo cierto a menos que encontráramos una forma de apartar al Merganser del campo de fuerzas en que estaba sujeto. La nave seguía sobre su halo de gases azules ionizados, inmóvil como siempre.
Wenig interrumpió mis pensamientos.
—¿Qué le parece esto? No encuentro una posición mejor.
Allí estábamos, suspendidos en el espacio, más lejos del protoplaneta que el Merganser, pero lo bastante cerca para ver el disco negro que ocultaba el campo estelar. Podíamos enviar cortos disparos de microondas a nuestra nave hermana y confiar en que la fuerza de la señal bastara para atravesar el plasma que irradiaba la impulsión. Sería cuestión de suerte. Nunca había intentado enviar una señal a una nave no tripulada en fase de alta impulsión, pero nuestra proporción señal-ruido estaba en el límite de lo que el Sistema podría aceptar. En realidad, sólo podíamos esperar contacto vocal.
Asentí, y Wenig emitió las primeras señales: los códigos de identificación de la nave. Lo hizo durante un par de minutos, y luego esperamos con la atención puesta en el monitor.
Al cabo de un rato, Wenig movió la cabeza.
—No nos hemos comunicado. Nunca tardarían tanto en responder a las señales…
—Envíelas con índice reducido de información y mayor redundancia. McAndrew tiene que poder filtrar el ruido.
Todavía estaba en modalidad de transmisión cuando la pantalla del monitor comenzó a sacudirse con rayas verdes de luz. Llegaba algo. El ordenador efectuaba un análisis de frecuencias para recoger el contenido de la señal del ruido de fondo, suavizarlo y situarlo en el nivel de transmisión habitual. Examinamos el análisis de Fourier que precedía a la presentación de la señal.
—Modalidad vocal —me comunicó Wenig serenamente.
—Merganser. —La reconstrucción de la voz de McAndrew era hueca y lenta—. Habla McAndrew, del Merganser. Estamos muy contentos de escucharos, Dotterel. Bueno, Jeanie, ¿por qué te has retrasado tanto?
—Habla Roker. —Me incliné y dirigí la voz al sistema de transmisión vocal, pero demasiado deprisa; no obstante, el ordenador se encargaría de corregirlo al otro lado—. Mac, estamos suspendidos a unos sesenta mil kilómetros. ¿Todo bien en el Merganser?
—Sí.
—No —irrumpió otra voz—. Sacadnos de aquí. Hace dieciséis días que estamos en esta maldita caja de lata…
—Nina —terció Wenig—. Nos encantaría poder sacarte de ahí, pero no sabemos cómo. ¿No te ha explicado McAndrew el problema?
—Dijo que no podríamos salir de aquí hasta que llegara la otra nave para rescatarnos.
Wenig me hizo un gesto desesperado y se apartó del transmisor.
—Debí imaginarlo. McAndrew no le ha contado; el problema que hay con la impulsión. No le ha dicho nada…
—Quizá sepa algún modo de resolverlo. —Me volví al micrófono—. Mac, hemos llegado a la conclusión de que no debemos llevar al Dotterel a cincuenta g de impulsión. ¿Correcto?
—Naturalmente… —La voz de McAndrew parecía algo sorprendida ante mi pregunta—. ¿Por qué crees que he recorrido semejante distancia para poder mantenerme suspendido en esta posición? Cuando uno pone la impulsión al máximo, el acoplamiento electromagnético que mueve la cápsula se perturba.
—¿Cómo se nos pasó por alto en el proyecto? —Wenig parecía poco convencido.
—¿Recuerda el incremento de último minuto en los campos estabilizadores del plato de masa?
—¿Cómo podría olvidarlo? Yo recomendé ese incremento.
—Recalculamos los efectos sobre la impulsión y sobre la región de escape, pero no los efectos magnético-restrictivos sobre la columna de apoyo. Pensamos que serían cambios de segundo orden…
—¿Y no lo son? Merezco ir a la cárcel. Fue mi responsabilidad. —Wenig estaba rojo y con los puños cerrados.
—¿No me diga? Y yo sentado aquí, pensando todo el tiempo que había sido mi responsabilidad. —Por tratarse de alguien en una situación desesperada, a cincuenta mil millones de kilómetros de la Tierra, McAndrew parecía sorprendentemente tranquilo—. Bueno, ya decidiremos de quién es la culpa cuando regresemos al Instituto.
Wenig se quedó atónito. Me miró.
—Sígale la corriente. Estoy seguro de que lo hace por Nina. No quiere que se preocupe…
Asentí, pero esta vez la que dudaba era yo. Mac debía tener algo rondándole por la cabeza, pues de lo contrario, ni siquiera Nina Vélez justificaría su tono optimista.
—¿Qué vamos a hacer, Mac? —dije—. Si aceleramos mucho, sufriremos los mismos efectos. No podemos descender hasta donde estás, ni tú puedes subir hasta donde nos encontramos. ¿Cómo vamos a sacarte de ahí?
—Correcto. —La risa que reprodujo el ordenador sonó forzada y hueca, pero bien podía ser una distorsión producida por los filtros—. Ya podrás suponer que también he pensado en eso. El problema está en el acoplamiento mecánico que mueve la cápsula por la columna. Es fácil de ver, si piensas que en el diámetro de la columna se ha producido una disminución de dos milímetros. Ese es el efecto que causó el campo incrementado sobre el plato de masa.
Wenig ya estaba solicitando el esquema en una de las pantallas.
—Lo verificaré. Siga hablando.
—Ya lo veréis: cuando la impulsión es máxima, la cápsula queda atascada a un lado de la columna. Es un sencillo efecto de retén. Intenté modificar la impulsión un par de g, pero no bastó para soltarla.
—Ya sé a qué se refiere. —Wenig sostenía un lápiz óptico y rodeaba partes de la columna para obtener ampliaciones a mayor escala—. No creo que podamos hacer nada al respecto. Para liberarla haría falta un impacto lateral. No lo lograréis alterando la impulsión.
—De acuerdo. Necesitamos una fuerza lateral que caiga sobre nosotros. Para eso cuento con vosotros.
—¿De qué diablos estáis hablando? —Era de nuevo la voz de Nina, y parecía enfadada—. ¿Por qué habláis de ese modo? Cualquiera que supiera qué hacer ya nos habría rescatado, y no nos habría metido en esto desde un principio.
Hice una seña con la ceja a Wenig.
—¿La voz de la fascinación? Creo que por ahí el romance se ha acabado…
Se mostró sorprendido, luego complacido, y por fin, excitado, a pesar de sus esfuerzos por parecer indiferente.
—No sé de qué habla McAndrew. ¿Cómo vamos a poder ayudar desde aquí? —Se volvió al sistema de transmisión—. Doctor McAndrew, ¿cómo va a ser posible? No podemos aplicar una fuerza lateral al Merganser desde aquí, ni tampoco podemos descender sin correr riesgos.
—¡Claro que sí! —La voz de McAndrew sonaba vivaz. Supe con certeza que estaba disfrutando al hacernos pensar en su idea—. Os será muy fácil bajar hasta aquí.
—¿Cómo, Mac?
—En caída libre. Estamos en un campo gravitacional de cincuenta g porque mantenemos una posición estacionaria relativa al HC-183. Pero si cayerais en órbita libre, podríais rozarnos de costado y seguir cayendo sin sentir otra cosa que caída libre. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Sentiríamos las fuerzas de marea, pero en escala reducida. —Wenig operaba en las pantallas mientras hablaba. Sus dedos eran una pirotecnia sobre la consola del ordenador—. Podríamos volar y rozaros, pero sólo durante una fracción de segundo. ¿Qué podríamos hacer en tan corto tiempo?
—¡Pues precisamente lo que necesitamos! —McAndrew pareció sorprendido por la pregunta—. ¡Darnos un buen golpe de costado al pasar!
Tal como lo planteaba McAndrew, con su tono simplón y como restándole importancia, parecía de lo más sencillo. Pero cuando lo examinamos con detalle, encontramos tres problemas. Si nos acercábamos demasiado, nos asaría la impulsión del Merganser. Si pasábamos demasiado lejos, nunca podríamos conseguir una interacción lo suficientemente poderosa para liberarlos. Y si todo salía como pensábamos, subsistía otro inconveniente. Para que la cápsula se soltara mientras el Dotterel aplicaba la presión lateral, la otra nave debería desconectar totalmente la impulsión. Sólo durante una fracción de segundo. Pero durante ese tiempo, McAndrew y Nina sentirían sobre sí el inconcebible peso de cincuenta g.
La cosa no era tan grave como pudiera parecer. Algunos habían subsistido a aceleraciones instantáneas de más de cien g durante cortos impulsos. Pero tampoco era una cosa baladí. Mac seguía hablando en tono jocoso y despreocupado, posiblemente para tranquilizar a Nina Vélez. Pero cuando nos comunicó los preparativos que estaba tomando en el Merganser, supe que era consciente de que sería cuestión de suerte.
Concluidos todos los cálculos (efectuados separadamente en cada nave, corroborados en conjunto y vueltos a verificar), comenzamos la caída libre. Se diseñó para que apenas rozáramos el Merganser, con una separación mínima de menos de doscientos metros. No nos atrevíamos a pasar más cerca por temor a que su impulsión causara efectos lesivos irreparables. Volaríamos precisamente a través de su región de turbulencia.
Cuatro horas de deliberaciones entre McAndrew y Wenig (con las previsibles interrupciones de Nina y mías) habían determinado la secuencia de esa fracción de segundo vital en que pasaríamos al lado del Merganser. Cada nave ejercería una fuerza gravitacional sobre la otra, pero eso no serviría para proporcionar el impulso lateral sobre el sistema capsular que según McAndrew hacía falta. Teníamos que aplicar un impulso más directo y poderoso de algún otro modo.
La sincronización sería crucial y sumamente difícil. Aquello que arrojáramos a la otra nave —sea lo que fuere— tendría que atravesar la región de escape de la impulsión antes de poder ejercer impacto en la columna de la cápsula. Si la impulsión estaba conectada, nada conseguiría pasar: a semejantes temperaturas, sería vaporizado en el trayecto, aunque sólo estuviese allí una fracción de segundo. La secuencia debía ser: lanzar una masa desde el Dotterel; exactamente antes de que llegara al Merganser, desconectar la impulsión de esta nave; mantener la impulsión desconectada apenas el tiempo suficiente para que el Dotterel se alejara del área y la masa hiciera impacto en la columna de sostén del Merganser, y luego conectar inmediatamente la impulsión del Merganser, pues de lo contrario los pasajeros sentirían los cincuenta g de gravedad del plato de masa.
McAndrew y Wenig redujeron el tiempo de aproximación de ambas naves a milisegundos. Decidieron exactamente cuánto debía durar cada fase. Luego dejaron que los dos ordenadores conversaran entre sí, para cerciorarse de que todo estuviera sincronizado entre ellas. En los tiempos que se iban a manejar, era totalmente imposible que la mente humana pudiera controlar las cosas. Ni siquiera Wenig, con sus reflejos superdotados. Todos seríamos espectadores, mientras ambos ordenadores llevaban a cabo la tarea y yo acariciaba el control que podría terminar con todos.
Había un punto de desacuerdo: McAndrew. quería valerse de un tanque de reserva como misil para lanzar desde nuestra nave hasta la de ellos.
Durante una breve porción de tiempo, la transferencia de cantidad de movimiento sería muy alta. Wenig sostuvo que debíamos intercambiar tiempo por intensidad, y emplear una masa líquida en lugar de sólida. Tras interminables cálculos y análisis, Mac quedó convencido. Utilizaríamos toda la reserva de nuestra provisión de agua: una tonelada y media. Nos quedaría agua suficiente para beber durante un viaje de regreso al Sistema Interior a unos veinte g, pero no quedaría para otros fines. Sería un trayecto maloliente y molesto para los pasajeros del Dotterel.
Cortamos la impulsión y sólo sentimos la fuerza de un g sobre nuestro plato de masa al caer en la trayectoria fijada. En el Merganser, Nina Vélez y McAndrew se habían reclinado sobre colchones de agua, y protegido con todos los objetos blandos que pudieron encontrar en la nave. Estábamos a punto de hacer impacto contra ellos. Cuando lanzáramos el lastre de agua, si la trayectoria se desviaba, podríamos incluso errar. Parecía una misión suicida: apuntábamos precisamente a la caldera azul de su impulsión.
La secuencia sucedió tan deprisa que no pudimos darnos cuenta de su culminación. Vi que por delante de nosotros se cortaba la impulsión y sentí la vibración que corría por la columna de sostén, mientras nuestro conductor de masa disparaba el lastre contra el Merganser. De tan veloz, no pude sentir el breve impulso de nuestra impulsión que nos alejaba de ellos.
Desaparecimos de la zona de impulsión. Entonces pareció producirse una espera de horas. Mac y Nina estaban en una nave sin impulsión, cayendo hacia el HC-183, expuestos a los cincuenta g de su plato de masa. Sabía qué le sucedía al cuerpo humano cuando era sometido a semejantes fuerzas. No había sido diseñado para resistir de pronto más de cuatro toneladas. Las membranas se rompían, las válvulas reventaban, las venas se colapsaban. El corazón no era capaz de bombear sangre de cientos de kilos, por una pendiente gravitatoria de cincuenta g. Lo único con que Nina y Mac contaban a su favor era la inercia natural de la materia. Si este período era mínimo, las inmensas aceleraciones no tendrían tiempo para devastar el organismo.
Wenig y yo posamos los ojos en la pantalla durante un instante interminable, hasta que el ordenador del Merganser contó el último microsegundo y volvió a conectar la impulsión. Si la cápsula-habitáculo podía moverse a lo largo de la columna, el ordenador iniciaría el lento ascenso que los alejaría del campo gravitatorio del HC-183. No hacía falta que los pasajeros intervinieran. Cuando finalizáramos nuestra propia órbita, con suerte, veríamos la otra nave a distancia prudencial, lista para regresar sana y salva.
Pero ¿ya bordo de la nave? No lo sabía bien. Si el encuentro había durado demasiado, era posible que encontrásemos dos bolsas desgarradas con sangre, tejido y huesos.
La vuelta a nuestra órbita nos llevó un penoso día de espera. Sólo entonces pudimos intentar contacto entre ambas naves. En cuanto estuvimos al alcance del radar, el rostro de Nina Vélez apareció en la pantalla. La impulsión había sido interrumpida, y las señales visuales eran claras. Cuando vi la expresión de la joven, me dio un vuelco el corazón.
—¿Podéis venir hasta la nave… deprisa? —preguntó.
Vi entonces por qué todos los profesores del Instituto habían perdido el juicio. Era menuda y esbelta, y en sus ojos tristes y azules había una ingenua expresión de confianza. Nada que ver con lo que había escuchado de ella. Pero no había modo de saber qué extraña personalidad ocultaba su frágil aspecto. Respiré hondo.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—Hemos vuelto a una impulsión reducida. En ese sentido no ha habido problemas. Pero no puedo despertar a Mac. Respira, pero le sangran los labios. Necesita un médico.
—En cincuenta mil millones de kilómetros, soy lo que más se le aproxima. —Cogí un traje, sobrecogida por un súbito y vertiginoso temor—. He recibido cierta preparación médica, como complementó de mi formación profesional. Me parece que sé lo que le ha ocurrido a McAndrew. Hace unos años perdió parte de un lóbulo pulmonar. Lo más probable es que se haya producido una hemorragia. Doctor Wenig, ¿puede disponer un contacto entre ambas naves con la impulsión desconectada y los platos de masa a distancia máxima?
—Tendré que obtener el control de su ordenador. —Se estaba colocando el traje. No quería que viniera conmigo, pero podría necesitar que alguien volviese al Dotterel por provisiones médicas.
—¿Qué debo hacer? —Afortunadamente, Nina Vélez no daba señales de pánico. Parecía impaciente, y en su voz había algo que remedaba el tono del Presidente—. Hace semanas que estoy sentada en esta nave sin nada que hacer. Ahora es preciso actuar, pero no me atrevo a hacerlo…
—¿Cuál es vuestro campo en este momento? El campo neto…
—De un g. La impulsión está desconectada, y la cápsula se encuentra al final de la columna.
—Perfecto. Quiero que os mantengáis en esa posición, pero que la impulsión sea de un g de aceleración. Para que disminuya la hemorragia de McAndrew, necesito que el medio sea de cero g. Doctor Wenig, ¿puede dictar instrucciones mientras hacemos contacto?
—Por supuesto. No tengo ningún inconveniente. —Era un tipo de lo más irritante, pero lo elegiría para salir de una crisis. Hacía tres cosas a la vez: se ponía el traje, observaba el comportamiento del ordenador para el contacto y daba instrucciones precisas y exactas a Nina.
Salir de una nave y entrar en la otra no fue tan fácil como parecía. Ambas naves estaban bajo una propulsión de un g de aceleración, complicada por la atracción combinada de ambos platos de masa. El campo total que actuaba sobre nosotros era reducido, pero teníamos que procurar no olvidarlo. Si perdíamos contacto con las naves, el sitio de aterrizaje más cercano era la estación Tritón, a unos cincuenta mil millones de kilómetros.
En carne y hueso, Nina aún era más impactante que por la pantalla, pero apenas le lancé una mirada obligada. El color de Mac no era nada bueno, y al abrirme el traje de un tirón para salir sin perder tiempo, sentí un preocupante gorgoteo en su garganta. Gracias a Dios había aprendido a trabajar en un medio de cero g. Desde luego, es un requisito en todo entrenamiento sobre medicina espacial. Me incliné sobre él, vagamente consciente de que los otros dos me estaban observando. A mi lado, el robodoc se afanaba entre destellos y ruidos, rezongando por el estado de Mac y por el ambiente de trabajo de cero g. Las condiciones habituales de diagnóstico exigían al menos un campo de gravedad parcial.
Formulé un diagnóstico preliminar y me dispuse a actuar en consecuencia aunque el robodoc todavía se estaba decidiendo. Cinco centímetros cúbicos de estimulante cerebral, cinco centímetros cúbicos de depresivos metabólicos y una reducción de la presión en la cabina. Eso devolvería la conciencia a Mac, si su cerebro estaba en condiciones de responder. Me preocupaba la posibilidad de una hemorragia cerebral, efecto mudo y letal de las aceleraciones superelevadas. En diez minutos lo sabría.
Me volví hacia Wenig y Nina, que seguían observando los movimientos silenciosos del robodoc.
—Aún no sé cómo está. Tal vez será preciso que en el Sistema se preparen para atender la emergencia en cuanto lleguemos allí. ¿Pueden volver al Dotterel, interrumpir la impulsión e intentar contacto con la estación Tritón? Para cuando hayan logrado comunicarse, yo tendré el diagnóstico.
Los vi abandonar la nave, y reparé en el cuidado con que Wenig ayudaba a Nina a salir. Entonces, a mis espaldas escuché el primer quejido. Fue un suspiro, un mínimo murmullo de protesta. El sonido más maravilloso que he oído en toda mi vida. Miré el robodoc: conmoción cerebral —podría haber sido peor— y más sangre de la que habría querido ver en el pulmón izquierdo. Demonios, pero si no era nada… Yo misma podía atender el pulmón, y tal vez iniciar la regeneración por retroalimentación. Sentí que una inmensa sonrisa de alegría me inundaba el rostro, como una oleada de calor.
—Tranquilo, Mac. Te estás portando muy bien. No te apresures. Tenemos todo el tiempo del mundo. —Le aseguré el brazo izquierdo para que no perturbara la caja torácica de ese lado. Gruñó.
—¿Me estoy portando bien? —De pronto abrió los ojos y me miró fijamente—. Dios mío, Jeanie, eres como los médicos, de veras. Estoy agonizando, y tú dices que sólo es una pequeña molestia. ¿Cómo está Nina?
—No tiene un solo rasguño. No es un saco de huesos viejos como tú, Mac. Te estás poniendo demasiado decrépito para esas andanzas.
—¿Dónde está?
—En el Dotterel, con Wenig. ¿Cuál es el problema? ¿Sigues enamorado?
Logró esbozar una débil sonrisa.
—Ah, ya no hay nada de eso. Estuvimos encerrados en el Merganser más de dos semanas, en una esfera de tres metros. Muéstrame un enamoramiento, que yo te diré cómo curarte de él.
El enlace de comunicaciones zumbaba a mi espalda. Lo conecté y vimos el rostro afligido de Wenig.
—Aquí todo marcha bien —dije, para que dejara de preocuparse—. Podremos regresar tranquilos. ¿Cómo estáis vosotros? ¿Tenéis agua suficiente?
Asintió.
—Me he traído algo de vuestra reserva para suplir lo que habíamos arrojado. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Iniciar el regreso. Dígale a Nina que Mac está bien, y que nos veremos todos en el Instituto.
Volvió a asentir, luego se acercó más a la pantalla y habló con extraña intensidad.
—No debiéramos correr el riesgo de que la cápsula se atasque de nuevo. Opino que será mejor mantener una propulsión de diez g.
Y entonces cortó la comunicación, antes de que pudiéramos intercambiar otra palabra. Me volví a McAndrew.
—¿Hasta dónde puede subirse la aceleración sin que haya problemas con las naves?
Mac contemplaba la pantalla vacía, con una expresión confundida en el rostro delgado.
—Podríamos llegar hasta cuarenta g. ¿Qué le pasa a Wenig? ¿Y tú de qué te ríes, maldita zorra?
Me acerqué a él y le cogí la mano derecha.
—Cada uno a lo suyo, Mac. Me preguntaba por qué razón Wenig estaba tan ansioso por llegar hasta aquí. Quiere tener a Nina para él solo, aquí, lejos, donde nadie pueda competir con él. ¿Qué le dijiste? ¿Alguna declamación edulcorada sobre sus bonitos ojos?
Dejó caer los párpados y me lanzó una sonrisa de complicidad.
—Vamos, Jeanie, ¿vas a decirme que has tenido una conducta ejemplar desde la última vez que nos vimos? Dame un poco de respiro… Lo de Nina es asunto acabado.
—Ya veré qué hago… —Fui hasta los impulsores y los llevé a cuarenta g—. Espera a que en Titán se enteren de esto. Vas a perder tu reputación.
Suspiró.
—De acuerdo. Acepto el juego. ¿Cuál es el precio de tu silencio?
—¿Cuánto tiempo tardaría una nave como ésta en llegar a Alpha Centauri?
—Ésta no te servirá. La próxima podrá alcanzar los cien g. Y en cuarenta y cuatro días de vuelo en nave podrías llegar hasta allí.
Asentí, regresé a su lado y le cogí nuevamente la mano.
—Muy bien, Mac. Ése es mi precio. Quiero uno de los billetes.
Apenas murmuró. Pero por la dosis que el robodoc le había inyectado, me di cuenta de que esta vez no se trataba de un dolor de cabeza.