Soy como un ratero de poca monta, hostil al olfato y a la vista; un simio de torso azulado que salta sobre los árboles del Paraíso.
—¡Existen! ¡Tienen sustancia! ¡Son!
Los dignatarios y oficiales gubru reunidos inclinaron sus cabezas y gritaron al unísono.
—¡Zooon!
—El premio se nos ha negado, el honor se ha dejado de lado, la ocasión abandonada, y todo en nombre de los mezquinos, avarientos contadores de monedas. Ahora el coste será mucho mayor, se multiplicará, se potenciará.
El Suzerano de Costes y Prevención permanecía abatido escuchando en un rincón, rodeado de un pequeño grupo de ayudantes leales, mientras que de todos lados le llegaban reprimendas. Se estremecía cada vez que el cónclave se volvía hacia él y cantaba su reproche.
El Suzerano de la Idoneidad permanecía erguido en su percha, ahuecando las plumas para que se viera mejor el nuevo color que empezaba a aparecer bajo ellas debido al proceso de muda. Los gubru y kwackoo allí reunidos reaccionaron ante ese color con gritos de apasionada devoción.
—Y ahora un recalcitrante, obstinado y vencido frena nuestra Muda y nuestro consenso, que nos permitirían ganar algo del terreno perdido. Ganar honor y aliados. ¡Ganar la paz!
El Suzerano hablaba del colega no presente, el jefe militar, que al parecer no se atrevía a enfrentarse con el nuevo color y la nueva supremacía de la Idoneidad.
Un cuadrúpedo kwackoo se dirigió a toda prisa hacia la percha cíe su líder, se inclinó ante éste y le entregó un mensaje. Casi como si se tratase de una idea de último momento, entregó una copia al Suzerano de Costes y Prevención.
Las noticias que llegaban del punto de transferencia Pourmin no resultaban sorprendentes… se habían oído ecos de enormes naves espaciales que se dirigían a Garth en gran número. Después de aquel fiasco en la Ceremonia de Elevación, era de esperar que se produjesen tales reacciones.
—¿Y bien? —el Suzerano de la Idoneidad interrogó a los oficiales militares presentes—. ¿Planea el Suzerano de Rayo y Garra un plan de defensa de este mundo contra todo consejo, toda sabiduría y todo honor?
Los oficiales, naturalmente, no lo sabían. Habían abandonado a su líder guerrero cuando la confusa y desdichada Muda había cambiado de repente de dirección.
El Suzerano de la Idoneidad ejecutó una danza de impaciencia.
—No me hacéis ningún bien, no hacéis ningún bien a! clan, demorando nuestra integración en la equidad. Regresad, elegid, volved a vuestros destacamentos. Cumplid con vuestro deber de obedecer sus órdenes, pero mantenedme informado de lo que él planea y hace.
La utilización del pronombre masculino fue intencionada. Aunque la Muda aún no se había completado, cualquiera podía decir sin que se le cayeran las plumas hacia donde soplaba el viento.
Los oficiales hicieron las acostumbradas reverencias y salieron todos a una del pabellón.
El Montículo Ceremonial, ahora tranquilo, estaba cubierto de deshechos. Los fuertes vientos de levante peinaban las laderas plantadas de césped y arrastraban sucios desperdicios procedentes de las lejanas montañas. En las terrazas más bajas los chimps de la ciudad revolvían entre la basura a la búsqueda de souvenirs.
En lo alto, sólo quedaban en pie unos pocos pabellones. Junto a ellos, varias docenas de siluetas negras y grandes se rascaban perezosamente las unas a las otras y parloteaban con las manos, como si nunca se hubieran preocupado de nada más trascendente que la duda de quién sería pareja de quién y qué comerían en su siguiente colación.
A Robert le parecía que los gorilas estaban muy satisfechos de la vida. Los envidio, pensó. En su caso, ni siquiera una gran victoria conseguiría acabar con sus preocupaciones. La situación en Garth era aún muy peligrosa. Tal vez más, incluso, que hacía dos noches, cuando el destino y la casualidad intervinieron para sorprenderlos a todos.
La vida a veces era problemática. De hecho, siempre lo era.
Robert volvió su atención a su depósito de datos y a la carta que los oficiales del Instituto de Elevación le habían transmitido una hora antes.
«… Naturalmente, esto resulta muy duro para una mujer mayor, en especial para quien, como yo, ha vivido siguiendo sus propios criterios, pero sé que debo reconocer cuan equivocada estaba respecto a mi propio hijo. Te he juzgado injustamente, y lo siento.
»En mi defensa sólo puedo decir que las apariencias externas pueden ser engañosas, y tú, superficialmente, eras un muchacho tan exasperante… Supongo que tendría que haber sido capaz de ver el interior, esa fortaleza que has demostrado durante estos meses de crisis.
Pero nunca se me ocurrió. Tal vez tenía miedo de examinar con demasiada atención mis propios sentimientos.
»En cualquier caso, ya tendremos mucho tiempo para hablar de todo esto cuando llegue la paz. Dejémoslo de momento diciendo que me siento muy orgullosa de ti.
»Tu país y tu clan están en deuda contigo, al igual que tu agradecida madre.
Con afecto,
Qué extraño, pensó Robert. Después de tantos años de haber perdido la esperanza de ganar alguna vez su beneplácito, no sabía que hacer con él ahora que lo había conseguido. Irónicamente, sintió simpatía hacia su madre; era obvio que para una persona como ella decir aquellas cosas tenía que resultar muy difícil. Se sintió indulgente con el frío tono de sus palabras.
Todo Garth consideraba a Megan Oneagle una dama benevolente y una justa administradora. Sólo sus maridos errantes y el propio Robert conocían su otro extremo, ése tan absolutamente aterrorizado por las obligaciones permanentes y los dilemas de lealtad privada. Que Robert recordara, era la primera vez en su vida que ella se disculpaba por algo realmente importante, algo relacionado con la familia y las emociones intensas.
Las letras de la pantalla se hicieron borrosas y cerró los ojos. Robert achacó esos síntomas a los campos periféricos de una nave al despegar, el sonido de cuyos motores podía oírse procedente del cosmodromo. Se frotó las mejillas y contempló el gran vehículo de travesía, plateado y casi angelical en su serena belleza, que se elevaba y cruzaba el cielo en su tranquilo viaje hacia el espacio.
—Un grupo más de ratas que vuelan —murmuró.
Uthacalthing no se molestó en volverse para mirar. Yacía boca abajo, apoyado sobre los codos, contemplando las grises aguas.
—Los visitantes galácticos tuvieron mucha más diversión de la que esperaban, Robert. Esa Ceremonia de Elevación fue una maravilla. Para muchos de ellos, la posibilidad de una batalla espacial y un asedio resultaba bastante menos agradable.
—Con uno de cada, yo ya he tenido bastante —añadió Fiben Bolger sin abrir los ojos.
Estaba tumbado un poco más abajo, con la cabeza en el regazo de Gailet Jones. Por el momento, ella tampoco tenía mucho que decir y se concentraba en deshacerle enredos del pelo, poniendo especial cuidado en sus aún lividamente amoratadas contusiones. Mientras tanto, Jo-Jo le rascaba a Fiben una pierna.
Bueno, se lo ha ganado, pensó Robert. Aunque la Ceremonia de Elevación hubiera sido adquirida por los gorilas, las puntuaciones en los exámenes que había realizado el Instituto seguían teniendo validez. Si la Humanidad conseguía superar los problemas actuales y podía afrontar el gasto de una nueva ceremonia, dos sencillos colonos de Garth iniciarían la próxima procesión a la cabeza de todos los refinados chimps de la Tierra. Si bien Fiben no parecía interesado en tal honor, Robert se sentía orgulloso de su amigo.
Una chima que vestía una saya sin adornos se acercaba camino arriba. Inclinó lánguida y brevemente la cabeza ante Uthacalthing y Robert.
—¿Quién quiere saber las últimas noticias? —preguntó Micaela Noddings.
—¡Yo no! —rezongó Fiben—. Dile al universo que por mí se vaya a la m…
—Fiben —Gailet le regañó con dulzura. Miró a Micaela—. Yo sí.
La chima se sentó y empezó a trabajar en la otra pierna de Fiben. Éste, apaciguado, volvió a cerrar los ojos.
—Kault ha contactado con los suyos. Los thenanios ya están en camino.
—¡Qué rapidez! —Robert soltó un silbido—. No pierden el tiempo ¿verdad?
—La gente de Kault se ha puesto ya en comunicación con el Concejo de Terragens para negociar la adquisición de la base genética de los gorilas en barbecho y contratar expertos de la Tierra como asesores.
—Espero que el Concejo consiga un buen precio.
—A caballo regalado no le mires el diente —sugirió Gailet—. Según algunos de los galácticos que se han ido, la Tierra está pasando un desesperado momento de estrechez, al igual que los tymbrimi. Si este asunto significa perder a los thenanios como enemigos y tal vez ganarlos como aliados, puede ser de vital importancia.
A cambio de perder a los gorilas, nuestros primos, como pupilos del clan de la Tierra, reflexionó Robert.
La noche de la ceremonia él sólo había visto la divertida ironía de todo aquello, compartiendo el punto de vista tymbrimi con Uthacalthing. En estos momentos, empero, resultaba difícil no tener en cuenta el coste en términos más serios.
En primer lugar, nunca fueron realmente nuestros, se recordó a sí mismo. Al menos podremos expresar nuestra opinión sobre la forma en que serán elevados. Y Uthacalthing dice que los thenanios no son tan malos como la mayoría.
—¿Y los gubru? —preguntó—. Han accedido a firmar la paz con la Tierra a cambio de que aceptemos la ceremonia.
—Bueno, no fue exactamente la clase de ceremonia que ellos tenían en mente —respondió Gailet—. ¿No le parece, embajador Uthacalthing?
Los zarcillos del tymbrimi ondularon con indolencia. Durante todo el día anterior y la mañana de aquel día se había dedicado a formar pequeños glifos intrincados de pseudo-acertijos, que estaban más allá de la limitada habilidad de captar de Robert, como si se recreara en la recuperación de algo que hubiese perdido.
—Actuarán según su propio interés —dijo Uthacalthing—. La cuestión es si serán capaces de saber qué es lo bueno para ellos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que, al parecer, los gubru iniciaron esta expedición con unos objetivos muy confusos. Su Triunvirato es el reflejo del enfrentamiento de las distintas facciones de su planeta natal. La idea inicial de la expedición era la de utilizar a la población de Garth como rehenes para arrancar ciertos secretos al Concejo de Terragens. Pero se dieron cuenta de que la Tierra es tan ignorante como todos los demás en cuanto al descubrimiento que hizo esa ignominiosa nave vuestra tripulada por delfines.
—¿Se ha sabido algo nuevo del Streaker? —interrumpió Robert.
—Los delfines —prosiguió Uthacalthing, tras suspirar y desarrollar un glifo palanq en espiral— parecen haber escapado milagrosamente de una trampa que les tendió una docena de los más fanáticos clanes tutores. Toda una asombrosa proeza, y ahora el Streaker parece haberse esfumado en los caminos estelares. Los humillados fanáticos perdieron mucho prestigio y las tensiones han alcanzado incluso más alto nivel que antes. Es una razón más que tienen los Maestros de la Percha gubru para incrementar su miedo.
—Así que cuando los invasores descubrieron que no podían utilizar los rehenes para obtener los secretos de la Tierra por la fuerza, los Suzeranos buscaron otra manera de sacar provecho de su costosa expedición —dedujo Gailet.
—Exacto. Pero cuando el primer Suzerano de Costes y Prevención murió, el proceso de liderazgo se desestabilizó. En lugar de negociar hacia un consenso en la política, los tres Suzeranos se lanzaron a una desenfrenada competición para alcanzar la posición suprema en la Muda. No estoy seguro de comprender todavía todos los planes que allí se barajaron. Pero el último les va a costar muy caro. El interferir flagrantemente en el justo resultado de una Ceremonia de Elevación es una cuestión muy grave.
Robert vio que Gailet hacía un gesto de repugnancia al recordar cómo había sido utilizada. Sin abrir los ojos, Fiben alargó una mano y tomó la de la chima.
—Y todo esto, ¿en qué posición nos deja a nosotros? —preguntó Robert a Uthacalthing.
—Tanto el sentido común como el honor exigirán de los gubru que cumplan su pacto con la Tierra. Es la única salida de este terrible aprieto.
—Pero usted no cree que ellos lo vean de este modo.
—¿Me quedaría confinado aquí, en terreno neutral, si lo creyese? Tú y yo, Robert, estaríamos con Athaclena ahora mismo, cenando khoogra y otras exquisiteces que tengo escondidas, y hablaríamos horas y horas, oh, de tantas cosas… pero esto no ocurrirá hasta que los gubru se decidan entre la lógica y la autoinmolación.
—¿Tan mal pueden ponerse las cosas? —Robert sintió un escalofrío. Los chimps también escuchaban con atención.
—Éste es un planeta maravilloso. —Uthacalthing miró a su alrededor. Inhaló la dulzura del helado aire como si se tratase de un vino añejo—. Y sin embargo ha sufrido muchos horrores. A veces, lo que conocemos como civilización se dedica a destruir las mismas cosas que ha jurado proteger.
—¡Tras ellos! —gritó el Suzerano de Rayo y Garra—, ¡Perseguidles! ¡Dadles caza!
Los soldados de Garra y sus robots de batalla se abalanzaron sobre una pequeña columna de neochimps y los cogieron por sorpresa. Los peludos terrestres se dispusieron a luchar, disparando rudimentarias armas contra los gubru. Consiguieron hacer explotar dos pequeñas bolas de fuego que provocaron una lluvia de plumas chamuscadas, pero la resistencia resultó prácticamente inútil. De inmediato, el Suzerano se puso a caminar delicadamente entre los restos de los árboles y mamíferos abatidos. Cuando sus oficiales le informaron que sólo encontraban cadáveres de chimps, lanzó un juramento.
Había oído historias de que por allí había otros seres, humanos y tymbrimi, sí, y también los tres veces malditos thenanios. ¿Cómo es que ninguno de ellos había surgido repentinamente de la jungla? ¡Tenían que estar todos aliados! ¡Tenía que tratarse de un complot!
Se recibían constantes mensajes, súplicas, demandas para que el almirante regresara a Puerto Helenia y se reuniese en cónclave, en un encuentro, en un nuevo debate para el consenso con los otros dos dirigentes.
¡Consenso! El Suzerano de Rayo y Garra escupió sobre el tronco de un árbol destrozado. Ya sentía el reflujo de las hormonas, la lixiviación de un color que casi le había pertenecido.
¿Consenso? ¡El almirante iba a enseñarles qué era el consenso! Estaba decidido a recuperar su posición de líder. Y el único modo de hacerlo, después de esa catastrófica Ceremonia de Elevación, era demostrándoles la eficacia de la opción militar Cuando llegasen los thenanios a reclamar sus premios garthianos, se encontrarían con sus armas. ¡Que se ocuparan de la Elevación de sus nuevos pupilos desde el espacio profundo!
Naturalmente, para tenerlos a raya y poder devolver el planeta a los Maestros de la Percha, necesitaba la completa seguridad de que no se producirían ataques por la retaguardia, desde la superficie. ¡La oposición de tierra tenía que ser eliminada!
El Suzerano de Rayo y Garra se negaba incluso a considerar la posibilidad de que la ira y la venganza hubieran también coloreado sus decisiones. Admitir tal cosa significaría empezar a caer bajo el predominio de la Idoneidad. Algunos de los oficiales habían desertado ya y sólo habían regresado a sus puestos porque el mojigato sumo sacerdote así lo había ordenado. Aquello resultaba especialmente irritante.
El almirante estaba dispuesto a recuperar la lealtad de estos oficiales por sus propios medios: ¡con la victoria!
—Los nuevos detectores funcionan, son efectivos, son eficientes —danzó de satisfacción—. Nos permiten cazar a los terrestres sin que sea necesario rastrear materiales especiales. ¡Podemos localizarlos por su misma sangre!
Los ayudantes del Suzerano compartían su satisfacción. A aquel paso, pronto todos los irregulares serían eliminados.
Una mortaja pareció caer sobre la celebración cuando se supo que uno de los transportes de tropas que los había llevado hasta allí estaba averiado. Otra consecuencia de la plaga de corrosión que azotaba el material gubru en toda la zona de las montañas y en el Valle del Sind. El Suzerano había ordenado una investigación urgente.
—¡No importa! Montaremos todos en los otros vehículos. ¡Nada, nadie, ningún acontecimiento impedirá nuestra cacería!
Los soldados cantaron.
—¡Zooon!
Athaclena contemplaba cómo el velludo humano leía el mensaje por cuarta vez, y no pudo evitar preguntarse si había hecho lo correcto.
Con el pelo y la barba crecidos y el cuerpo desnudo, el mayor Prathachulthorn parecía la esencia misma de un salvaje y carnívoro lobezno… una criatura demasiado peligrosa como para fiarse de ella.
Mientras él miraba el mensaje, Athaclena pudo leer las oleadas de tensión que ascendían por su espalda y Juego bajaban por los brazos hasta aquellas poderosas y fuertemente crispadas manos.
—Parece ser que tengo órdenes de perdonarte y seguir tus planes, señorita. —La última palabra terminó en un silbido—. ¿Significa esto que me liberarán si prometo ser bueno? ¿Cómo puedo estar seguro de que esta orden es auténtica?
Athaclena sabía que tenía muy pocas alternativas. De ahora en adelante, no iba o poder utilizar la fuerza chimp para seguir custodiando a Prathachulthorn. Aquellos en los que podía confiar que ignorasen la voz de mando del humano eran muy pocos, y éste casi había logrado escapar en cuatro ocasiones. La otra alternativa era terminar con él en aquel mismo momento y lugar, pero no deseaba hacerlo.
—No me cabe duda de que me mataría en el instante en que descubriese que el mensaje no es verdadero —replicó Athaclena.
—En eso tienes mi palabra. —Sus dientes parecieron centellear.
—¿Y en qué más?
—Según estas órdenes del gobierno en el exilio —cerró los ojos y los abrió de nuevo—, no tengo otra salida salvo actuar como si nunca me hubiesen secuestrado, imaginar que no se ha producido ningún motín y adaptar mi estrategia a tus consejos. Muy bien, estoy de acuerdo con esto, siempre que tengas presente que voy a apelar a mis jefes en la Tierra a la primera oportunidad que se me presente. Y ellos llevarán el asunto ante el TAASF. Y una vez que la Coordinadora Oneagle sea destituida, ya nos veremos las caras tú y yo, jovencita tymbrimi. Iré a buscarte.
El odio franco y abierto de su mente la hizo temblar y sentir confianza a la vez. El hombre no ocultaba nada. La verdad quemaba detrás de sus palabras. Hizo una seña a Benjamín.
—Suéltalo.
Con aspecto infeliz y evitando encontrarse con los ojos del humano de pelo negro, los chimps bajaron la jaula y serraron la puerta. Prathachulthorn salió frotándose los brazos y, de pronto se volvió y dio un salto, yendo a caer muy cerca de ella. Soltó una carcajada al ver que Athaclena y los chimps retrocedían.
—¿Dónde están mis oficiales? —preguntó de forma cortante.
—Exactamente no lo sé —respondió Athaclena al tiempo que intentaba detener una reacción gheer—. Nos hemos dispersado en grupos pequeños y hemos tenido incluso que abandonar las cuevas cuando se hizo evidente que eran un lugar comprometido.
—¿Y ese sitio? —Prathachulthorn señaló las vertientes humeantes del monte Fossey.
—Esperamos que el enemigo lance un ataque contra ese lugar en cualquier momento —respondió ella con sinceridad.
—Bien —dijo—, no creo ni la mitad de lo que me contaste ayer sobre esa «Ceremonia de Elevación» y sus consecuencias, pero te diré una cosa: tu papá y tú parece que habéis fastidiado bien a los gubru. —Husmeó el aire como si estuviera ya siguiendo un rastro—. Supongo que tienes un mapa táctico de situación y un depósito de datos para mí, ¿verdad?
Benjamín le acercó uno de los ordenadores portátiles, pero Prathachulthorn alzó una mano.
—Ahora no. Primero, vamonos de aquí. Quiero verme lejos de este lugar.
Athaclena asintió. Podía comprender perfectamente cómo se sentía el hombre.
Prathachulthorn lanzó una risotada cuando ella declino su burlón ofrecimiento caballeresco para que se adelantara e insistió en que fuera él primero.
—Como quieras —rió entre dientes.
Pronto se encontraron entre los árboles y bajo la densa bóveda de la jungla. Poco después, oyeron algo que parecía un trueno donde había estado su refugio, aunque no había en el cielo ni una sola nube.
La noche estaba iluminada por ardientes focos que estallaban hacia delante actinicamente y proyectaban unas rígidas sombras al derivar lentamente hacia el suelo. Su impacto sobre los sentidos era tan repentino y aturdidor que ahogaba incluso el ruido de la batalla y los gritos de los agonizantes.
Eran los defensores quienes lanzaban las ardientes antorchas al aire, ya que sus asaltantes no necesitaban de ninguna luz que los guiase. Seguían los rastros con radar e infrarrojos y atacaban con una mortal precisión, salvo cuando se veían súbitamente cegados por el brillo de las llamaradas.
Los chimps huían en todas direcciones del oscuro campamento nocturno, desnudos, llevando sólo comida y unas pocas armas a la espalda. La mayoría eran refugiados de los villorios de la montaña que habían ardido con el reciente recrudeciminto de la guerra. Unos cuantos irregulares entrenados se quedaron en la retaguardia en una desesperada acción para cubrir la retirada de los civiles.
Utilizaron todos los medios que tenían a su alcance para engañar a los precisos y mortales detectores aéreos del enemigo. Los cohetes lumniosos eran complejos y ajustaban automáticamente sus rayos para interferir lo más eficazmente posible en los sensores activos y pasivos. Lograron retrasar los ataques, pero sólo por poco tiempo. Por otro lado, no contaban con muchos cohetes.
Además, el enemigo poseía algo nuevo, un sistema secreto que le permitía localizar a los chimps incluso cuando se hallaban desnudos bajo la espesa vegetación, desprovistos del más simple artificio.
Lo único que podían hacer los perseguidos era dividirse en grupos cada vez más pequeños. La perspectiva de los que conseguían huir era la de vivir como animales, solos, a lo sumo en pareja, de un modo salvaje, agazapados bajo unos cielos que antes les habían pertenecido y bajo los que habían correteado a placer.
Sylvie estaba ayudando a una chima y a dos bebés chimps a encaramarse en el tronco de un árbol cubierto de enredaderas, cuando de repente se le pusieron los pelos de punta al percibir unos gravíticos que se acercaban. Rápidamente hizo señas a los demás para que se pusieran a cubierto, pero hubo algo, tal vez el inestable ritmo de los motores, que la indujo a quedarse rezagada y mirar sobre el borde de un tronco caído. Apenas pudo vislumbrar en la negrura el débil y blanquecino destello de una forma que caía verticalmente a través de la jungla, se estrellaba, produciendo un gran ruido contra las ramas y desaparecía después en la penumbra de la selva.
Miró hacia el negro canal que la nave había abierto al caer. Escuchó con atención, mordiéndose las uñas, mientras llovían sobre ella astillas y hojas.
—¡Donna! —susurró. La chima asomó la cabeza entre unas ramas—. ¿Podrás llegar sola con los niños hasta el lugar de la cita? —le preguntó Sylvie—. Todo lo que tienes que hacer es continuar montaña abajo hasta que encuentres un arroyo y luego seguirlo hasta llegar a una pequeña catarata y una cueva. ¿Crees que podrás?
Donna se concentró en silencio unos instantes y finalmente asintió con la cabeza.
—Bien —continuó Sylvie—. Cuando veas a Petri dile que vi caer una patrullera enemiga y que he ido a echarle un vistazo.
El miedo había dilatado los ojos de la chima de modo que el blanco brillaba alrededor de los iris. Parpadeó un par de veces y luego tendió los brazos hacia los niños.
Cuando éstos estuvieron por fin bajo su protección, Sylvie ya se había internado con cautela por el túnel bordeado de árboles rotos.
¿Por qué estoy haciendo esto?, se preguntó Sylvie mientras pasaba sobre unas ramas que todavía rezumaban una agria savia. Adivinó los fugaces movimientos de los pequeños animales nativos que se escabullían buscando un lugar donde esconderse después de asistir a la devastación de sus hogares. El olor de ozono le erizó todos los pelos. Y luego, a medida que se acercaba, le llegó otro olor familiar: el de pájaro excesivamente asado.
En la penumbra todo parecía misterioso. No había el más mínimo color, sólo sombras grises. Cuando el casco blanquecino de la nave estrellada apareció frente a ella, Sylvie vio que había quedado en una inclinación de cuarenta grados y con la parte delantera prácticamente destrozada a causa del impacto.
Oyó el débil crujido de alguna pieza electrónica que iba dejando de funcionar. Pero, aparte de eso, del interior no provenía ningún sonido. La escotilla principal había quedado medio desprendida de sus bisagras.
Tocó el casco aún caliente y se acercó con cuidado. Sus dedos encontraron el perfil de uno de los impulsores gravíticos y de él se desprendieron unas capas corroídas. Vaya porquería de mantenimiento, pensó, en parte para tener la mente ocupada en algo. Me pregunto si ésa fue la causa de que se estrellara. Sentía la boca seca y el corazón oprimido a medida que se acercaba a la abertura para mirar al interior.
Dos gubru permanecían aún sentados en la cabina con el cinturón de seguridad puesto y sus cabezas de afilados picos colgando de unos delgados cuellos rotos.
Tragó saliva. Hizo un esfuerzo de voluntad para levantar un pie y apoyarlo con cuidado sobre la inclinada cubierta. Sus latidos casi se detuvieron cuando oyó crujir una de las placas y vio a un soldado de Garra que aún se movía.
Pero el movimiento era debido al balanceo de la destrozada nave.
—Goodall. —Sylvie gimió y se llevó la mano al corazón. Resultaba difícil concentrarse cuando todos sus instintos la instaban a marcharse de allí corriendo.
Tal como había hecho durante muchos días, Sylvie intentó imaginar qué haría Gailet Jones en circunstancias como aquéllas. Sabía que nunca sería una chima como Gailet; eso era imposible. Pero si se esforzaba…
—Armas —susurró para sí, al tiempo que obligaba a sus temblorosas manos a extraer las armas de los soldados de sus fundas. Los segundos parecían horas, pero pronto dos rifles sable se unieron a varias pistolas en una pila a la entrada de la escotilla. Sylvie estaba a punto de agacharse a recoger las armas cuando soltó un silbido y se golpeó la frente.
—¡Idiota! Athaclena necesita inteligencia mucho más que armas de juguete.
Volvió a la cabina de pilotaje y la escudriñó, preguntándose si sería capaz de reconocer algo importante si lo encontraba ante sí.
Vamos. Eres una ciudadana de Terragens con el bachillerato casi terminado. Y has pasado meses trabajando para los gubru.
Se concentró y reconoció los controles de vuelo y, por unos símbolos que obviamente representaban misiles, el tablero de mandos del armamento. Otra pantalla, iluminada aún por la cada vez más débil batería de la nave, mostraba un mapa en relieve del territorio, con múltiples señales e indicaciones escritas en galáctico-Tres.
¿Puede ser esto lo que utilizan para encontrar nuestro rastro?
Bajo la pantalla había un cuadrante con palabras que conocía de la lengua del enemigo: «Selector de frecuencias», decía la etiqueta.
En la esquina inferior izquierda de la pantalla se abrió un recuadro y aparecieron más letreros misteriosos, demasiado complicados para ella. Pero encima del texto había un complejo dibujo que cualquier adulto de una sociedad civilizada podría reconocer como un diagrama químico.
Sylvie no era especialista en química, pero tenía unos conocimientos básicos, y algo de la molécula allí representada le parecía extrañamente familiar. Se concentró y trató de pronunciar el identificador, la palabra que aparecía bajo el diagrama. Recordó el alfabeto de gal-Tres.
—He… Hem… Hemog…
Recorrió con la punta de la lengua el perfil de sus labios y Juego susurró una sola palabra —Hemoglobina.
—¡Guerra biológica! —El Suzerano de Rayo y Garra señaló al kwackoo que le había llevado las noticias mientras se desplazaba dando saltos por el puente de la nave de guerra donde mantenía la reunión—. Esta corrosión, esta descomposición, esta plaga en el blindaje y los aparatos ¿ha sido creada, diseñada?
—Sí —dijo el técnico después de hacerle una reverencia—. Hay diversos agentes: bacterias, priones, moldes. Apenas encontramos la composición tomamos de inmediato medidas para contrarrestarla. Llevará algún tiempo tratar todas las superficies afectadas con organismos que los combatan, pero a la larga tendremos éxito y lo reduciremos a una pequeña molestia.
A la larga, pensó con amargura el almirante. ¿Cómo habían distribuido esos agentes?
El kwackoo sacó de su bolsillo un trozo de material membranoso parecido a la tela que terminaba en unos delgados flecos.
—Cuando empezaron a aparecer estas cosas traídas por el viento, consultamos los archivos de la Biblioteca e interrogamos a los nativos. Cada año, al principio del invierno, tiene lugar regularmente una molesta invasión de estos objetos a lo largo de esta costa del continente, por lo cual decidimos ignorarlos. Sin embargo, parece que los rebeldes de las montañas han encontrado un sistema para infectar estos transportes aéreos de esporas con ciertas entidades biológicas que destruyen nuestro material. Cuando nos dimos cuenta, la dispersión era ya casi total. Ha resultado ser una maquinación muy ingeniosa.
—¿Cuan grave, cuan severo, cuan catastrófico es el daño? —El jefe militar paseaba nervioso de arriba abajo.
—Una tercera parte de nuestros transportes de superficie está afectada —una nueva reverencia—. Y dos de las baterías de defensa del cosmodromo estarán fuera de servicio durante diez días planetarios.
—¡Diez días!
—Como muy bien sabe, no recibimos recambios de nuestro planeta natal.
El almirante no necesitaba que se lo recordasen. Casi todas las rutas hacia Gimelhai estaban obstruidas por las armadas alienígenas que pacientemente quitaban las minas colocadas alrededor del sistema de Garth.
Y por si esto no fuera suficiente, los otros dos Suzeranos estaban ahora unidos en su contra. Si la facción del almirante decidía combatir, ellos no podrían hacer nada para impedirlo. No obstante, podían privarlo de todo apoyo religioso y burocrático. Y ya podían apreciarse los efectos de tal medida.
La tensión se fue acumulando hasta que un dolor fuerte y vibrante pareció latir dentro de la cabeza del Suzerano.
—¡Me las pagarán! —chilló—. ¡Malditas sean las limitaciones de los sacerdotes y los contadores de monedas!
El Suzerano de Rayo y Garra recordó con afectuosa nostalgia las grandes flotas que él había conducido hasta el sistema. Pero hacía tiempo que los Maestros de la Percha reclamaron aquellas naves para que atendieran otras necesidades desesperadas, y seguramente muchas de ellas debían de haberse convertido ya en ruinas humeantes, en las lejanas contiendas galácticas.
A fin de evitar tales pensamientos, el almirante reflexionó sobre el cerco que habían tendido alrededor de las debilitadas plazas fuertes de los insurgentes en las montañas. Al menos, aquella preocupación pronto se habría acabado para siempre.
Y bueno, que el Instituto de Elevación intentase mantener la neutralidad del Montículo Ceremonial en medio de un planeta lanzado a una batalla espacial. Bajo tales circunstancias, era bien sabido que los misiles podían caer en lugares equivocados, tanto en ciudades de civiles como en territorios neutrales.
¡Qué horror! Sentirían conmiseración, por supuestos ¡Una pena! Pero aquéllos eran gajes de la guerra.
Ya no tenía que mantener en secreto los anhelos de su corazón, ni precisaba contener sus sentimientos tan profundamente guardados. No importaba si los detectores alienígenas captaban sus emanaciones psíquicas porque seguramente ya sabrían dónde encontrarlo cuando llegase la ocasión.
Al amanecer, mientras las nubes situadas al este, que cubrían al sol, teñían de gris el cielo, Uthacalthing paseó por las terrazas de la colina cubiertas de rocío y extendió todos los sentidos que poseía.
El milagro de hacía unos días había hecho estallar la crisálida de su alma. Cuando ya creía que el invierno reinaría para siempre habían surgido nuevos vastagos. Tanto los humanos como los tymbrimi consideraban que el amor era el poder supremo. Pero había también algo más que decir, en nombre de la ironía.
Estoy vivo y capto el mundo como algo hermoso.
Empleó toda su habilidad en formar un glifo que flotaba, delicado y ligero, sobre sus ondulantes zarcillos. Había sido conducido a aquel lugar, tan cerca de donde habían empezado todos sus planes… para presenciar cómo sus bromas se habían vuelto hacia él y le daban todo lo que había deseado, pero de un modo tan sorprendente…
El amanecer le otorgó color al mundo. Era un paisaje invernal de huertas sin frutos en la tierra y barcos calafateados en el mar. Las aguas de la bahía se vestían con líneas de espuma desflecadas por el viento. Y sin embargo, el sol templaba el ambiente.
Pensó en el universo, tan peculiar, a menudo extraño y tan lleno de peligro y tragedia.
Pero también de sorpresa.
Sorpresa… esa bendición que nos dice que esto es real. Extendió los brazos para abarcarlo todo. Incluso el más imaginativo de nosotros no podría haber creado todo esto en el interior de su mente.
No dejó el glifo en libertad. Éste flotaba como por voluntad propia, inalterado por los vientos matinales, esperando la ocasión de sorprenderse.
Más tarde asistió a una larga reunión con la Gran Examinadora, Kault y Cordwainer Appelbe. Todos deseaban su consejo e intentó no decepcionarlos.
Hacia el mediodía, Robert Oneagle lo llevó aparte y volvió a proponerle su plan de fuga. El joven humano estaba harto de su confinamiento en el Montículo Ceremonial y quería ir con Fiben a actuar contra los gubru. Todos tenían noticias de la lucha en las montañas, y Robert quería ayudar a Athaclena como fuese.
.—Pero si piensas que puedes hacerlo es que te subestimas, hijo mío. —Uthacalthing sentía simpatía hacia él.
—¿Qué quiere decir? —Robert parpadeó.
—Quiero decir que los mandos militares gubru ahora ya están enterados de lo peligrosos que sois Fiben y tú. Y quizá, con algún pequeño esfuerzo por mi parte, también me incluyan en la lista. ¿Por qué crees que siguen manteniendo esas patrullas cuando es seguro que tienen otras necesidades acuciantes?
Señaló la nave que cruzaba el cielo tras el perímetro del territorio del Instituto. No había duda de que incluso las tuberías de líquido refrigerador que iban hasta las plantas de energía eran vigiladas con sondas de una tremenda complejidad. Robert había sugerido utilizar planeadores hechos a mano, pero a buen seguro el enemigo ya estaba enterado de ese truco lobezno. Habían recibido costosas lecciones.
—Es de este modo como ayudamos a Athaclena —dijo Uthacalthing—. Haciendo un gesto de burla al enemigo, sonriendo como si se nos hubiera ocurrido algo especial que ellos no saben. Asustando a unas criaturas que se encuentran con lo que merecen por carecer de sentido del humor.
Robert no hizo ningún signo externo para indicar que había comprendido. Pero, para deleite de Uthacalthing, el joven formó una simple versión del glifo kiniwidlun. Se echó a reír. Era evidente que Robert lo había aprendido de Athaclena.
—Sí, querido y extraño hijo adoptivo. Tenemos que hacer que los gubru sean dolorosamente conscientes de que los chicos harán lo que hacen los chicos.
Más tarde, empero, hacia la puesta de sol, Uthacalthing se puso súbitamente de pie en su oscura tienda y salió fuera. Miró otra vez hacia el este mientras sus zarcillos ondulaban y buscaban.
En algún lugar, a lo lejos, sabía que su hija estaba pensando intensamente. Quizás había ocurrido algo, o había recibido noticias, y se concentraba como si su vida dependiera de ello.
Luego, el breve momento de unión se rompió. Uthacalthing se volvió pero no regresó a su refugio. En cambio, se dirigió un poco hacia el norte, y apartó la cortina de entrada de la tienda de Robert. El humano alzó la vista de su lectura con una expresión en su rostro que, a la luz de la pantalla del ordenador, parecía algo salvaje.
—Creo que en realidad hay una forma de salir de esta montaña —le dijo al humano—. Al menos durante un rato.
—Siga —le pidió Robert.
—¿No te dije —Uthacalthing sonrió—, o fue a tu madre, que todas las cosas tienen su principio y su fin en la Biblioteca?
Las cosas se habían puesto muy mal. El consenso se había roto por completo y el Suzerano de la Idoneidad no sabía cómo pegar los pedazos.
El Suzerano de Costes y Prevención estaba prácticamente replegado en sí mismo. La burocracia funcionaba por inercia, sin ningún tipo de guía.
Y el tercero, el estandarte de la fuerza y la virilidad, el Suzerano de Rayo y Garra, no respondía a los llamamientos que le hacían para un cónclave. Parecía, de hecho, decidido a iniciar una carrera que no sólo le conduciría a su propia destrucción sino también a la posible devastación de un mundo tan frágil como aquél. Si eso llegaba a ocurrir, el golpe al ya tambaleante honor de aquella expedición, a aquella rama del clan gooksyu-gubru, sería mucho más de lo que se podía soportar.
Y, sin embargo, ¿qué podía hacer el Suzerano de la Idoneidad? Los Maestros de la Percha, distraídos con problemas más cercanos a su planeta natal, no ofrecían ningún consejo útil. Habían esperado que la expedición del Triunvirato trajese consigo la fusión, la Muda y un consenso de sabiduría. Pero la Muda había ido mal, terriblemente mal. Y no había sabiduría para ofrecerles.
El Suzerano de la Idoneidad sentía una tristeza, una impotencia, que sobrepasaban a la de un navegante cuyo barco va a chocar contra los escollos: eran las de un sacerdote predestinado a supervisar un sacrilegio.
La pérdida era intensa y personal, y muy antigua en el corazón de la raza. Ciertamente, las plumas que surgían bajo su plumaje blanco eran ya rojas. Pero había cierto apelativo para las reinas gubru que alcanzaban su feminidad sin el gozoso consentimiento y ayuda de los otros dos, con quienes debía compartir el placer, el honor y la gloria.
Su mayor ambición se había hecho realidad pero la perspectiva era solitaria y amarga.
El Suzerano de la Idoneidad escondió el pico bajo el brazo y, tal como hacían sus congéneres, lloró.
«Plantas vampiro». Así las había llamado Lydia McCue. Estaba de guardia en compañía de dos de sus soldados de Terragens, con la piel reluciente bajo las capas de pintura de camuflaje. Supuestamente, la sustancia los protegería de la detección por infrarrojos y, era de esperar, del nuevo detector de resonancia del enemigo.
¿Plantas vampiro? pensó Athaclena. Desde luego, es una buena metáfora.
Vertió casi un litro de un brillante y rojo fluido en las oscuras aguas de una charca de la jungla, donde se congregaban cientos de pequeñas enredaderas en uno de los frecuentes centros de intercambio de microelementos.
En todas partes, lejos de allí, otros grupos celebraban rituales similares en pequeños claros de la jungla. Athaclena recordaba los cuentos infantiles de los lobeznos, cuentos de ritos mágicos en bosques encantados y sortilegios místicos. Si volvía a ver a su padre, tendría que acordarse de referirle la analogía.
—Desde luego —le dijo a la teniente McCue—. Mis chimps se han quedado completamente secos después de donar toda la sangre que necesitamos para nuestros propósitos. Seguramente hay maneras más sutiles de hacerlo, pero ya no tenemos tiempo.
Lydia respondió con un gruñido y un gesto de asentímiento. La terrestre estaba aún en conflicto consigo misma. Lógicamente, admitía que si el mayor Prathachulthorn hubiese continuado al mando unas semanas más, los resultados habrían sido catastróficos. Los acontecimientos subsiguientes habían demostrado que Athaclena y Robert tenían razón.
Pero la teniente McCue no podía olvidar fácilmente su juramento. Hacía poco que las dos mujeres habían empezado a hacerse amigas, hablando durante horas y compartiendo sus diferentes anhelos por Robert Oneagle. Pero ahora que al fin se había sabido la verdad sobre el secuestro y el motín contra el mayor Prathachulthorn, se había abierto un abismo entre ellas.
El líquido rojo formaba remolinos entre las diminutas raicillas. Era evidente que las semimóviles enredaderas estaban ya reaccionando y absorbiendo las nuevas sustancias.
No había tiempo para sutilezas. Sólo una burda expresión de ¡a idea que irrumpió en su mente al oír el informe de Sylvie. Hemoglobina. Los gubru tienen detectores que pueden captar la resonancia contra el principal componente de la sangre terrestre. Con tal sensibilidad, los aparatos deben de ser terriblemente caros.
Había que encontrar una forma de contrarrestar la nueva arma o el único ser sapiente que quedaría con vida en las montañas sería ella. Una de las soluciones posibles era muy drástica y todo un símbolo de lo que una nación podía exigir a sus miembros. Su unidad de guerrillas estaba ahora a punto de desplomarse, tan agotada por sus demandas de sangre que algunos de los chimps habían cambiado el nombre que le aplicaban. En lugar de llamarla «general» habían empezado a referirse a Athaclena llamándola «condesa»,[6] y luego reían enseñando los colmillos.
Por suerte, quedaban aún muchos técnicos chimp, muchos de los que habían ayudado a Robert a trazar el plan de la plaga de microbios contra el material del enemigo, que podían ayudarle en su chapucero experimento.
Añadir moléculas de hemoglobina a los microelementos que necesitan ciertas enredaderas. Esperar que la nueva combinación siga satisfaciéndolas y rezar para que las enredaderas la transfieran lo más rápidamente posible.
Llegó un mensajero chimp y le susurró algo a la teniente McCue. Ésta a su vez se volvió hacia Athaclena y le dijo:
—El mayor está casi a punto —comentó la humana de piel oscura, e indiferentemente añadió—: Y nuestras patrullas dicen haber detectado naves aéreas que se dirigen hacia aquí.
Athaclena asintió.
—Ya hemos terminado con esto. Marchémonos. En las próximas horas conoceremos los resultados.
— ¡Allí! Percibimos una concentración, reunión, acumulación de imprudentes enemigos. Los lobeznos huyen en una dirección previsible. ¡Y ahora podemos golpearlos, atacarlos, abatirlos!
Sus detectores especiales habían peinado los senderos que recorrían la jungla. El Suzerano de Rayo y Garra formuló una orden y una brigada compuesta por la élite de los soldados gubru se apostó sobre el pequeño valle donde su presa estaba atrapada, controlada.
—¡Cautivos, rehenes, nuevos prisioneros a quien interrogar… eso es lo que quiero!
El cebo era invisble. Su presencia sólo estaba indicada por un leve flujo, apenas detectable, de complejas moléculas que se desplazaba a través de la intrincada red de vegetación de la jungla. En realidad, el mayor Prathachulthorn no tenía forma de saber con certeza qué había allí. Se sentía aturdido tendiendo una emboscada y preparando su ataque en la ladera contra el valle solitario, plagado de pequeñas charcas, que veía desde allí.
Y sin embargo, en la situación había algo simétrico, casi poético. Si el truco por ventura funcionaba, aquella mañana experimentaría la alegría de la batalla.
Y si no funcionaba, intentaría tener la satisfacción de estrangular cierto cuello alienígena muy delgado, a pesar de las consecuencias que aquello pudiera tener para su carrera y para su vida.
—¡Feng! —le gritó a uno de sus soldados—. ¡No se rasque!
—El cabo se examinó rápidamente para asegurarse de que no había saltado nada de la pintura de camuflaje que le daba a su piel aquel tono verde enfermizo. Habían mezclado la nueva sustancia a toda prisa, con la esperanza de que bloquease la resonancia de la hemoglobina que permitía al enemigo localizar a los terrestres bajo la bóveda de la jungla. Pero, desde luego, podía haberse equivocado por completo. Prathachulthorn sólo tenía la palabra de los chimp y de esa maldita tym…
—¡Mayor! —susurró alguien. Era un soldado de caballería chimp que no parecía muy cómodo con el tinte verde de su pelo. Hizo una seña desde lo alto de un árbol. Prathachulthorn se dio por enterado e hizo a su vez una seña con la mano.
Bien, pensó, tengo que admitir que algunos de estos chimps locales se están convirtiendo en unos irregulares estupendos.
Una serie de explosiones sónicas sacudieron el follaje de los árboles, seguidas por el chirrido de unas naves aéreas que se acercaban. Pasaron sobre el pequeño valle a la altura de las copas de los árboles, siguiendo el montañoso terreno con la precisión de un piloto automático. Justo en el momento adecuado, los soldados de Garra saltaron de los grandes transportadores de tropas para dirigirse a un determinado bosquecillo de la jungla.
Los árboles de allí eran únicos en un aspecto, en su anhelo por un determinado microelemento que llegaba hasta ellos a través de las enredaderas de largo recorrido. Pero esta vez las enredaderas habían transportado algo más, algo salido de las venas de los terrestres.
—Esperad —susurró Prathachulthorn—. Esperad a que lleguen los grandes.
En seguida todos sintieron los efectos de los gravíticos que se acercaban, esta vez a una escala mayor. Sobre el horizonte apareció una nave de guerra gubru que se desplazaba con serenidad a unos cientos de metros del suelo.
Aquel era un objetivo por el que merecía la pena sacrificar lo que fuese. Hasta entonces, el problema había sido saber cuándo aparecería algo así. Los misiles giratorios eran un arma estupenda pero muy poco manejable. Había que instalarla de antemano, y la sorpresa era esencial.
—Esperad —murmuró mientras la gran nave se acercaba más—. No los asustéis.
Abajo, los soldados de Garra piaban ya de consternación al descubrir que no había ningún enemigo esperándolos, ni siquiera chimps civiles a quienes apresar e interrogar. En cualquier momento, los soldados podían adivinar la verdad.
—Esperad un minuto más hasta que… —los instó el mayor Prathachulthorn.
Pero uno de los artilleros chimp debió de perder la paciencia. De pronto, unos rayos surgieron hacia el cielo desde el lado opuesto del valle. Un instante después convergieron tres rayos más. Prathachulthorn se agachó cubriéndose la cabeza.
El brillo parecía penetrar desde atrás, a través de su cráneo. Unas oleadas de deja vu se alternaban con oleadas de náusea, y por un momento sintió como si una anómala corriente de gravedad intentara levantarlo del suelo de la jungla. Entonces la onda golpeó.
Fue antes de que alguien pudiera mirar de nuevo hacia arriba. Cuando lo hicieron, se vieron obligados a parpadear entre las nubes de polvo y arenilla a la deriva que rodeaba los árboles abatidos y las diseminadas enredaderas. Una zona aplanada y chamuscada mostraba el lugar donde, momentos antes, se había posado la nave de guerra gubru. Una lluvia de fragmentos rojos seguía cayendo, incendiando el lugar donde se posaban.
Prathachulthorn sonrió. Hizo ondear una bengala en el aire: la señal de avance.
Algunas de las naves enemigas que estaban en tierra se habían hecho pedazos a causa de la ola de sobrepresión. Sin embargo, tres de ellas se elevaron y se dirigieron hacia el lugar de donde habían partido los misiles, clamando venganza. Pero sus pilotos no sabían que ahora se estaban enfrentando con la infantería de marina de Terragens. Era sorprendente lo que podían conseguir tres rifles sable capturados al enemigo, en manos avezadas. Pronto, otros tres puntos de la superficie del valle empezaron a ser pasto de las llamas.
Más abajo, unos chimps de rostro ceñudo seguían avanzando, y el combate pronto se convirtió en algo más personal, en una sangrienta lucha con lásers y rifles, arcos y ballestas.
Cuando llegaron al cuerpo a cuerpo, Prathachulthorn comprendió que habían vencido.
No puedo dejar toda esta labor de cerco a los locales, pensó. Por tanto, se unió a la persecución a través del bosque, mientras la retaguardia gubru intentaba furiosamente cubrir la retirada de los supervivientes. Y, hasta el fin de sus días, los chimps que lo vieron hablarían de ello: una figura de color verde pálido con taparrabos y barba, que se desplazaba por entre los árboles enfrentándose a los soldados de Garra completamente armados, tan sólo con un cuchillo y un garrote. Parecía imposible de detener y, en efecto, ningún ser vivo pudo hacerlo.
Fue una sonda de batalla averiada, que volvió a funcionar parcialmente gracias a su circuito de autorreparación. Tal vez hizo una conexión lógica entre la caída final de las fuerzas gubru y aquella temible criatura que parecía disfrutar tanto con la batalla. O tal vez no fue más que el postrer estallido provocado por un reflejo mecánico y eléctrico.
Logró lo que deseaba. Con una amarga sonrisa, con las manos alrededor de una garganta cubierta de plumas, estranguló a uno más de aquellos odiosos seres a quienes él negaba el derecho a estar en el mundo.
Bien, pensó cuando un excitado mensajero chimp le comunicó con voz entrecortada las jubilosas noticias de una victoria total. Aquél era sin duda el mayor golpe de los rebeldes.
En cierto sentido, el propio Garth se ha convertido en nuestro aliado. Su red vital está malherida pero aún es sutilmente poderosa.
Habían atraído a los gubru con moléculas de hemoglobina humana y de chimp que las profusas enredaderas se habían encargado de transportar. Athaclena estaba francamente sorprendida por el buen funcionamiento de su improvisado plan. Su éxito demostraba cuan estúpido había sido el enemigo por confiar excesivamente en sus complejos aparatos.
Ahora tenemos que decidir qué haremos a continuación.
La teniente McCue levantó la vista del informe de la batalla que el fatigado mensajero chimp había traído y miró a Athaclena a los ojos. Las dos mujeres compartieron un momento de silenciosa comunicación.
—Será mejor que me ponga en marcha —dijo Lydia por fin—. Hay que organizar los elementos dispersos, distribuir el material capturado al enemigo… y ahora yo estoy al mando de todo.
Athaclena asintió. No se sentía afligida por la muerte de Prathachulthorn, pero respetaba al humano por lo que había sido: un guerrero.
—¿Cuándo crees que atacarán de nuevo? —preguntó.
—Ahora que su principal método de detectarnos ha fallado, no puedo ni imaginarlo. Actúan como si no les quedara mucho tiempo. —Lydia frunció el ceño pensativamente—. ¿Es cierto que la flota thenania está en camino? —preguntó.
—Los oficiales del Instituto de Elevación hablan de ello abiertamente en las ondas. Los thenanios vienen a hacerse cargo de sus nuevos pupilos. Y como parte de un acuerdo con mi padre y con la Tierra, tienen la obligación de ayudar a expulsar a los gubru de este sistema.
Athaclena se sentía aún asombrada al comprobar hasta qué punto había funcionado el plan de su padre. Cuando empezó la crisis, hacía casi un año de Garth, parecía claro que ni la Tierra ni Tymbrimi podrían ayudar a aquella colonia tan distante. Y la mayoría de galácticos «moderados» eran tan lentos y tan juiciosos que había muy pocas esperanzas de poder persuadir a alguno de aquellos clanes para que interviniera. Uthacalthing confiaba en conseguir engañar a los thenanios para que se enfrentaran entre sí los peores enemigos de la Tierra.
El plan había funcionado más allá de las expectativas de Uthacalthing porque hubo un factor sobre el que su padre no tenía conocimiento: los gorilas. ¿Qué había provocado su migración masiva hacia el Montículo Ceremonial? ¿El intercambio s’ustru’thoon, tal como ella creyera en un principio? ¿O tenía razón la Gran Examinadora del Instituto al afirmar que había sido el destino quien dispuso que la nueva raza pupila estuviera en el sitio adecuado y en el momento oportuno para conseguir su elección? En cierto modo, Athaclena estaba segura de que había en ello mucho más de lo que se sabía, y quizá se llegaría a saber.
—Así que los thenanios vienen a echar a los gubru. —Lydia parecía no saber qué pensar de la situación—. Entonces es que hemos vencido ¿no? Quiero decir que los gubru no podrán negarles la entrada de forma indefinida. Aunque militarmente fuera posible, perderían tanto prestigio en las Cinco Galaxias que hasta los moderados se sentirían molestos y al final se movilizarían.
La capacidad de percepción de la humana era impresionante. Athaclena asintió.
—Su situación parece requerir que se negocie. Pero eso presupone lógica. Y me temo que la facción militar gubru está actuando de un modo irracional.
—Ese tipo de enemigo resulta a menudo mucho más peligroso que un oponente racional. —Lydia se estremeció—. No actúa según un interés inteligente.
—Mi padre afirmaba, en su última comunicación, que los gubru estaban fuertemente divididos —dijo Athaclena.
Las emisiones desde el territorio del Instituto eran ahora la mejor fuente de información para las guerrillas. Robert, Fiben y Uthacalthing se turnaban en las transmisiones y contribuían de un modo eficaz a elevar la moral de los luchadores de la montaña, al tiempo que seguramente hacían aumentar la grave irritación del invasor.
—Tendremos que actuar basándonos en la suposición de que a partir de ahora nos enfrentaremos a una guerra sin cuartel —Lydia suspiró—. Si la opinión galáctica no les importa en absoluto, puede incluso que utilicen armamento espacial en la superficie del planeta. Lo mejor será que nos dispersemos lo máximo posible.
—Hiimm, sí —admitió Athaclena—. Pero si utilizan quemadores o bombas del infierno, todo está perdido. De esas armas es imposible evadirse. Yo no puedo ponerme al mando de tus tropas, teniente, pero preferiría morir en un acto de valentía, uno que pueda ayudar a que se acabe de una vez esta locura, antes que terminar mi vida escondiendo la cabeza en la arena, como esas ostras de la Tierra.
A pesar de la seriedad de la proposición, Lydia McCue sonrió. Un toque de ironía agradecida danzaba en los burcles de su simple aura.
—Avestruces —la corrigió la terrestre con suavidad—. Son unos pájaros grandes llamados avestruces los que esconden la cabeza. Y ahora ¿por qué no me cuentas lo que estás planeando?
Buoult de los thenanios iníló la cresta hasta su máxima altura y se peinó las púas del codo antes de subir al puente de la gran nave de guerra, el Alhanasfire. Allí, junto a la gran pantalla que mostraba la disposición de la flota en brillantes colores, lo esperaba la delegación humana. La líder, una mujer mayor cuyo pelo casi blanco aún resplandecía en algunos puntos con el color del dorado sol, le hizo una correcta reverencia. Buoult respondió doblando la cintura y señaló hacia la pantalla.
—Almirante Álvarez, supongo que puede ver por sí misma que las últimas minas del enemigo han sido eliminadas. Estoy dispuesto a transmitir al Instituto para la Guerra Civilizada nuestra declaración de que la interdicción de este sistema ha sido levantada por forcé majeur.
—Es bueno saberlo —dijo la mujer. Su sonrisa al estilo humano, esa sencilla exhibición de dientes, era uno de sus gestos más fáciles de interpretar. Alguien tan experimentado en los asuntos galácticos como la legendaria Helena Álvarez conocía el electo que esa expresión lobezna tenía sobre los demás. Con seguridad había tomado la decisión consciente de utilizarla.
Bueno, tales sutiles trucos eran aceptables en el complejo juego de la simulación y la negociación. Buoult era lo bastante honesto como para admitir que él también lo hacía. Por algo había inflado su impresionante cresta antes de entrar.
—Será agradable ver de nuevo Garth —añadió Álvarez—. Sólo espero que no nos convirtamos en la próxima causa de un nuevo holocausto en ese desafortunado mundo.
—Claro, tenemos que esforzarnos por evitarlo a toda costa. Y si ocurre lo peor, si esa banda de gubru pierde totalmente el control, todo su desagradable clan pagará por ello.
—Me importan muy poco los castigos y las indemnizaciones. Allí hay gente en peligro y también una frágil ecosfera.
Buoult reprimió todo comentario. Tengo que ser más cuidadoso, pensó. Nosotros, los thenanios, defensores de todo Potencial, no necesitamos que nos recuerden el deber de proteger lugares como Garth.
Resultaba especialmente exasperante ser engañado por los lobeznos.
Y desde ahora en adelante los tendremos pagados a nuestros codos, censurando y criticando, y tendremos que escucharlos porque serán los consortes de etapa de unos de nuestros pupilos. Es el único precio que debemos pagar por ese tesoro que Kault ha encontrado para nosotros.
Los humanos presionaban duramente para que se realizaran negociaciones, lo cual era de esperar en un clan que necesitaba con tanta desesperación aliados como ellos. Las fuerzas thenanias ya se habían retirado de todas las áreas de conflicto con la Tierra y con Tymbrimi. Pero los Terragens exigían mucho más a cambio de ayudar al control y la elevación de la nueva raza pupila llamada «gorila».
En efecto, exigían que el gran clan de los thenanios se aliase con los infelices y desdeñosos lobeznos y con los bromistas tymbrimi, en el preciso momento en que la alianza soro-tandii parecía imparable en las rutas estelares. ¡Eso podía implicar el riesgo de aniquilación para los propios thenanios!
Si hubiera estado en manos de Buoult, que ya había aguantado a los terrestres todo lo que uno es capaz en la vida, les habría dicho que se fueran al infierno de Ifni y buscasen allí a sus aliados.
Pero no estaba en sus manos. Hacía tiempo que en su planeta natal había crecido una fuerte aunque minoritaria corriente de simpatía hacia el clan de la Tierra. El golpe de Kault, que iba a permitir que el Gran Clan lograse otro preciado laurel de tutorazgo, podía hacer que esa facción entrara en el gobierno. En tales circunstancias, pensó Buoult, era mejor guardar sus opiniones para sí.
Uno de sus ayudantes se acercó a él y lo saludó.
—Ya hemos determinado las posiciones ocupadas por la flotilla de defensa gubru —informó—. Está agrupada cerca del planeta. Su formación es inusual. Nuestros ordenadores de batalla consideran que será muy difícil quebrarla.
Hummm, sí, pensó Buoult examinando la pantalla. Un brillante despliegue de un número de fuerzas limitado. Quizás hasta original. Muy poco habitual en los gubru.
—No importa —bufó—. Incluso aunque no haya un modo sutil de lograrlo, podrán ver que nos acercamos con un armamento más que suficiente para conseguirlo por la fuerza bruta, si es necesario. Cederán, tienen que ceder.
—Naturalmente que deben hacerlo —admitió la almirante humana. Pero no parecía convencida. De hecho, parecía preocupada.
—Estamos preparados para aproximarnos a la envoltura de autoprotección —informó el oficial de cubierta. —Bien —Buoult se apresuró a asentir—. Proceda. Desde allí podemos establecer contacto con el enemigo y anunciar nuestras intenciones.
La tensión aumentaba a medida que la armada se aproximaba al modesto sol amarillo del sistema. Aunque los thenanios afirmaban con orgullo que carecían de poderes psíquicos, Buoult parecía sentir la mirada de la terrestre sobre él y se preguntó cómo era posible que aquella mujer le resultase tan intimidante.
Sólo es un lobezno, se dijo.
—¿Podemos seguir con nuestra conversación, comandante? —preguntó por fin la almirante Álvarez.
No tenía otro remedio que aceptar, por supuesto. Convenía que, antes de llegar y de leer el manifiesto de asedio, se pusieran de acuerdo sobre el mayor número de puntos posible.
Sin embargo, Buoult había decidido no firmar ningún tratado antes de poder conferenciar con Kault. Ese thenanio tenía fama de ser vulgar e incluso frívolo, rasgos que lo habían hecho merecedor del exilio en aquel alejado mundo. Pero en aquellos momentos parecía haber logrado un milagro sin precedentes. Cuando regresase al planeta natal, su poder político sería enorme.
Buoult quería aprovecharse de la experiencia de Kault, de su aparente destreza para tratar con aquellas exasperantes criaturas.
Sus ayudantes y la delegación humana abandonaron el puente para dirigirse a la sala de conferencias. Pero, antes de salir, Buoult miró una vez más hacia la pantalla de situación y observó las posiciones tomadas por los gubru, como si se prepararan para una lucha a muerte. Él aire se escapó ruidosamente por sus ranuras respiratorias.
¿Qué planean esos pajaroides?, se preguntó. ¿Qué haré si esos gubru resultan estar locos?
En algunas zonas de Puerto Helenia había más sondas de vigilancia que nunca, protegiendo rigurosamente los dominios de sus amos y atacando a todo aquel que pasaba demasiado cerca.
Sin embargo, en todas partes parecía como si se hubiese producido una revolución. Los carteles del invasor estaban arrancados y tirados en los badenes. En lo alto de la esquina de dos concurridas calles, Robert vio un nuevo mural, pintado en ese estilo llamado realismo focalista, que sustituía a la propaganda gubru. En él aparecía una familia de gorilas mirando hacia un brillante horizonte, con una incipiente pero esperanzada sapiencia. Tras ellos, como protegiéndolos y mostrándoles el camino hacia ese maravilloso futuro, podía verse a una pareja de idealizados chimps de amplias frentes.
Ah, sí y también había, en último término, un humano y un thenanio. A Robert le agradó que el artista se hubiera acordado de incluirlos.
El vehículo fuertemente custodiado en que viajaba pasó por el cruce demasiado deprisa para apreciar los detalles, pero pensó que la representación de la hembra chimp no le hacía demasiada justicia a Gailet. Fiben, en cambio, tendría que sentirse halagado.
Pronto los sectores «libres» de la ciudad quedaron atrás y se dirigieron hacia el oeste, pasando por áreas patrulladas con estricta disciplina militar. Al aterrizar, los soldados de Garra que los escoltaban se apresuraron a bajar para vigilar a Robert y Uthacalthing mientras éstos subían la rampa que llevaba a la nueva y reluciente sección de la Biblioteca.
—Es una instalación muy costosa ¿verdad? —le preguntó al embajador tymbrimi—. ¿Podremos quedárnosla si los thenanios consiguen echar a patadas a esos pájaros?
—Probablemente. —Uthacalthing se encogió de hombros—. Y quizá también el Montículo Ceremonial. Tu clan ha de recibir indemnizaciones.
—Pero usted tiene sus dudas.
Uthacalthing se detuvo en la vasta entrada que daba paso a la cámara abovedada y al impresionante banco cúbico de datos.
—No sería inteligente vender la piel del oso antes de cazarlo.
Robert entendió el punto de vista de Uthacalthing. Hasta la derrota de los gubru podía acarrear un coste impensable.
—Es como contar pollitos antes de que estén puestos los huevos —le dijo al tymbrimi, quien estaba siempre ansioso por mejorar su comprensión de las metáforas del ánglico. Esa vez, sin embargo, Uthacalthing no le dio las gracias. Sus ojos completamente separados parecieron centellear cuando lo miró de soslayo.
—Piensa en eso —le dijo.
En seguida, Uthacalthing se enfrascó en una conversación con el bibliotecario en jefe kanten. Como no podía seguir su galáctico rápido y lleno de inflexiones, Robert se dedicó a pasear por la nueva Biblioteca para hacerse una idea de sus dimensiones y observar a los usuarios habituales.
A excepción de unos pocos miembros del equipo de la Gran Examinadora, todos los ocupantes eran pajaroides. Los gubru presentes estaban separados por un abismo que él podía captar tanto como ver. Casi las dos terceras partes de ellos estaban agrupados en el lado izquierdo. Piaban y lanzaban miradas de desaprobación hacia el otro grupo, más pequeño, formado casi enteramente por soldados. Los militares no emitían vibraciones de felicidad. Por el contrario, las ocultaban, pavoneándose de sus misiones con cierta crispación y devolviendo con desdeñosa arrogancia las miradas de desaprobación de sus congéneres.
Robert no hizo ningún esfuerzo para evitar que lo vieran. La expectación que despertaba resultaba agradable. Era obvio que sabían quién era. Si al pasar junto a ellos interrumpía su trabajo, tanto mejor.
Al acercarse a un grupo de gubru, cuyos cordones denotaban su pertenencia a la casta de la Idoneidad, se inclinó en un ángulo que esperaba fuese el correcto y sonrió mientras todos los cotorreantes pájaros se veían obligados a ponerse de pie y devolverle la reverencia.
Finalmente, Robert llegó a una estación de datos estructurada de un modo que podía comprender. Era evidente que el enemigo había establecido un servicio de seguridad para evitar a los no autorizados el acceso a la información relativa al espacio cercano o a la presumible convergencia de las flotas de guerra thenanias. Sin embargo, Robert siguió intentándolo. El tiempo pasaba y él seguía explorando la red de datos y descubriendo dónde habían colocado los bloqueos los invasores.
Tan intensa era su concentración que tardó un rato en darse cuenta de que algo había cambiado en la Biblioteca. Los amortiguadores automáticos de sonido habían impedido que el creciente bullicio interrumpiese su concentración, pero al levantar finalmente los ojos vio que los gubru estaban alborotados. Agitaban sus brazos llenos de plumas y se arracimaban ante las pantallas holo. La mayoría de los soldados había desaparecido.
¿Qué demonios les ha pasado?, se preguntó.
Supuso que a los gubru no les gustaría que se acercase y mirase sobre sus hombros. Se sintió frustrado. Cualquier cosa que estuviera ocurriendo, perturbaba claramente a los gubru.
Eh, pensó Robert. Tal vez me pueda enterar por los noticiarios locales.
Al momento, usó su pantalla para conectar con uno de los canales públicos de vídeo. Hasta hacía muy poco, la censura había sido muy estricta, pero en los últimos días habían llamado a servicio a los soldados y los medios de comunicación habían quedado bajo el control de la casta de Costes y Prevención. Esos sombríos y apáticos burócratas apenas imponían disciplina.
La pantalla parpadeó con luz oscilante y luego se aclaró para mostrar a un excitado reportero chimp.
—… y así pues parece que, según las últimas noticias, la ofensiva por sorpresa desde el Mulun todavía no se ha enfrentado con las fuerzas de ocupación. Los gubru parecen incapaces de ponerse de acuerdo con respecto a cómo responder al manifiesto de las fuerzas que se aproximan…
Robert se preguntó si los thenanios habrían hecho públicas va sus intenciones. Eso no se esperaba que ocurriese por lo menos en un par de días. De pronto una palabra captó su atención.
¿El Mulun?
—… Vamos a repetir ahora el comunicado emitido hace sólo cinco minutos por el comité de jefes del ejército que se dirige hacia Puerto Helenia.
La imagen cambió en la holo-pantalla. El presentador chimp fue sustituido por tres figuras ante un fondo de jungla. Robert parpadeó. Conocía esas tres caras, a dos de ellas íntimamente. Una pertenecía a un chimp llamado Benjamín, las otras dos a las mujeres a quienes amaba.
—… y de este modo desafiamos a nuestros opresores. En combate nos hemos comportado bien, según las normas del Instituto Galáctico para la Guerra Civilizada. No puede decirse lo mismo de nuestros enemigos. Han utilizado medios criminales y han permitido que resultasen dañadas especies nativas no combatientes de este frágil mundo.
»Y lo que es aún peor, han hecho trampas.
Robert estaba boquiabierto. La cámara giró para enfocar pelotones de chimps que llevaban un heterogéneo surtido de armas y que avanzaban por la jungla hasta un claro. Lydia McCue, su amante humana, era quien hablaba para las cámaras. Pero junto a ella estaba Athaclena y, por el brillo en los ojos de su esposa alienígena, comprendió quién había escrito las palabras.
Y supo, sin lugar a dudas, de quién procedía la idea de todo aquello.
—Exigimos por lo tanto que envíen a sus mejores soldados, armados como nosotros lo estamos, para enfrentarse con nuestros campeones al aire libre, en el Valle del Sind…
—Uthacalthing —dijo con voz ronca Y luego otra vez, más fuerte—. ¡Uthacalthing!
Los supresores de ruidos se habían perfeccionado a lo largo de cien millones de generaciones de bibliotecarios. Pero en todo ese tiempo habían existido muy pocas razas lobeznas. Durante un breve instante, la vasta cámara resonó con sus gritos antes de que los amortiguadores acallaran las vibraciones e impusieran el silencio.
Sin embargo, no podían hacer nada respecto a las carreras por los vestíbulos.
— ¡Ratas recombinadas! —gritó Fiben al oír el principio de la declaración. Estaban ante una holo-pantalla portátil en las laderas del Montículo Ceremonial.
—Cállate, Fiben. —Gailet se llevó el índice a la boca pidiendo silencio—. Déjame oír el resto.
Pero el significado del mensaje había quedado claro desde las primeras frases. Columnas de irregulares, con improvisados uniformes de confección casera, avanzaban con firmeza por unos campos invernales sin cultivar. Dos escuadras de caballería caminaban junto a los flancos del harapiento ejército, como salidos de una película del preContacto. Los chimps sonreían nerviosos y blandían sus armas capturadas al enemigo o fabricadas artesanalmente en la montaña. Pero en su actitud resuelta no había error posible.
Mientras las cámaras cambiaban de imagen, Fiben hizo una cuenta rápida.
—Están todos —dijo pasmado—. Quiero decir, teniendo en cuenta los últimos sucesos, están todos los que tienen alguna preparación o son buenos en la lucha. Es apostar a todo o nada. —Sacudió la cabeza—. Me comería mi carnet azul si supiera lo que quiere conseguir la general.
—Vaya carnet azul —resopló Gailet mirándolo de soslayo—. Ella sabe exactamente lo que está haciendo.
—Pero los rebeldes de la ciudad fueron masacrados en el Sind.
—Eso ocurrió antes —replicó Gailet—. No sabíamos cuál sería el resultado. Aún no habíamos alcanzado respeto ni estatus. Y además, no hubo testigos.
—Pero las fuerzas de las montañas han conseguido victorias. Han sido reconocidas. Y ahora las Cinco Galaxias lo están presenciando.
—Athaclena sabe lo que hace. —Gailet frunció el ceño—. Lo que yo no imaginaba es que la situación fuese tan desesperada.
Permanecieron unos instantes callados contemplando cómo los chimps avanzaban a través de las huertas y los campos desolados por el invierno. Entonces Fiben soltó otra exclamación.
—¿Qué pasa? —le preguntó Gailet.
Miró hacia el rincón de la pantalla que él señalaba y esta vez le tocó el turno a ella de sorprenderse.
Allí, con un rifle en las manos y marchando junto a otros chimps, había alguien que ambos conocían. Sylvie no parecía sentirse incómoda con el arma. Al contrario, parecía casi un islote de calma zen en medio del mar de nerviosismo de los otros neochimpancés.
¿Quién se lo hubiera imaginado?, pensó Gailet. ¿Quién hubiera pensado eso de ella?
Juntos siguieron atentos a la pantalla. Poco más podían hacer.
—Esto debe tratarse con delicadeza, cuidado, rectitud —proclamó el Suzerano de la Idoneidad—. Si es necesario, debemos reunimos con ellos de uno en uno.
—Pero ¿y los gastos? —se lamentó el Suzerano de Costes y Prevención—. ¡Las pérdidas que tendremos que afrontar!
Con suavidad, el sumo sacerdote se inclinó desde la percha y canturreó a su joven colega.
—Consenso, consenso… Comparte conmigo una visión de armonía y sabiduría. Nuestro clan ha perdido mucho aquí y corremos el terrible riesgo de perder mucho más. Pero no hemos perdido la única cosa que nos ayudará en la noche, en la oscuridad: nuestra nobleza. Nuestro honor.
Ambos empezaron a danzar y surgió una melodía, con un único sonido.
—Zoooon…
¡Si al menos el tercer brazo fuerte estuviera allí! La coalescencia parecía tan próxima. Habían enviado un mensaje al Suzerano de Rayo y Garra, instándolo a regresar, a reunirse con ellos, a ser, por fin, uno con ellos.
¿Cómo?, se preguntó el que ya era ella. ¿Cómo puede resistirse a saber, a concluir, a darse cuenta de que su destino es convertirse en mi macho? ¿Cómo puede ser tan obstinado?
¡Podríamos aún ser tan felices los tres!
Pero llegó un mensajero con unas noticias que los llenaron de desespero. La nave de guerra de la bahía había despegado y se dirigía tierra adentro con sus escoltas. El Suzerano de Rayo y Garra había decidido actuar. Ningún consenso lo frenaría.
El Sumo Sacerdote lloró.
Podríamos haber sido tan felices…
—Bueno, ésta puede ser nuestra respuesta —comentó Lydia con resignación.
Athaclena alzó la vista de la difícil y desacostumbrada tarea de controlar un caballo. La mayor parte del tiempo se limitaba a dejar que el animal siguiera a los otros. Por fortuna, era una criatura muy apacible y respondía muy bien a los cantos de su corona.
Escudriñó en la dirección que señalaba Lydia McCue, donde dispersas nubes y neblinas oscurecían parcialmente el horizonte occidental. Muchos de los chimps señalaban también en esa dirección. Entonces Athaclena vio el fulgor de una aeronave. Y captó las fuerzas que se aproximaban. Confusión… determinación… fanatismo… pena… aversión… un cúmulo de sentimientos de cariz alienígena la bombardeaba desde las alturas. Pero, por encima de todo, había una cosa clara: los gubru se acercaban con una vasta y potente escuadra.
—Creo que tienes razón, Lydia —le dijo Athaclena a su amiga. Los puntos distantes empezaban a tomar forma—. Me parece que ahí tenemos nuestra respuesta.
—¿Debo ordenar dispersión? —La terrestre tragó saliva—. Tal vez algunos de nosotros consigamos escapar. —Su voz estaba llena de dudas.
Athaclena hizo un gesto de negación y formó un glifo de tristeza.
—No. Tenemos que terminar lo que hemos empezado. Ordena que se reúnan todas las unidades. Que la caballería lleve a todo el mundo a aquella cima de allí.
—¿Hay alguna razón que explique por qué tenemos que ponerles las cosas tan fáciles?
Sobre la cabeza de Athaclena el glifo se negaba a transformarse en uno de desesperación.
—Sí —respondió—. Hay una razón, la mejor del mundo.
El coronel de los soldados de Garra contemplaba el harapiento ejército de rebeldes en una holo-pantalla y escuchaba los gritos de alegría que profería su superior.
—¡Arderán, se convertirán en humo, se transformarán en cenizas bajo nuestro fuego!
El coronel se sentía apenado. Aquél era un lenguaje violento, que carecía de la adecuada consideración de las consecuencias. El coronel sabía en lo profundo de su ser que hasta los planes militares más brillantes podían verse a la larga reducidos a nada si no se tomaban en cuenta asuntos tales como el coste, la prevención y la idoneidad. El equilibrio era la esencia del contexto, la base de la supervivencia.
¡Y además, el reto de los terrestres había sido honorable! Podía ser ignorado. O incluso se podía responder a él con un número de fuerzas razonablemente superior. Pero lo que planeaba el líder de los militares era desagradable y sus métodos exagerados.
El coronel advirtió que había empezado a pensar en el Suzerano de Rayo y Garra como en «él». El Suzerano de Rayo y Garra había sido un brillante líder que había inspirado a sus seguidores, pero en aquellos momentos, como príncipe, parecía ciego ante la verdad.
Pensar en su superior en aquellos términos críticos le producía dolor físico. El conflicto era profundo y visceral.
Las puertas del ascensor principal se abrieron y un trío de mensajeros de plumas blancas: un sacerdote, un burócrata y uno de los oficiales que habían desertado yéndose con los otros Suzeranos. Caminaron a grandes zancadas hacia el almirante y le ofrecieron una caja con lujosas incrustaciones de machara. El Suzerano de Rayo y Garra ordenó, temblando, que la abrieran.
Dentro había una única y elegante pluma, coloreada de rojo iridiscente en toda su longitud, excepto en la punta.
—¡Mentiras! ¡Engaños! ¡Un clarísimo fraude! —gritó el almirante y golpeó la caja haciéndola caer, junto con su contenido, de las manos de los asombrados mensajeros.
El coronel observó cómo volaba la pluma en remolinos, debido a los distribuidores de aire, hasta que por fin se posaba en la tarima. Parecía un sacrilegio dejarla allí tirada, pero el coronel no se atrevía a moverse y recogerla.
¿Cómo podía su jefe ignorar aquello? ¿Cómo podía negarse a aceptar las ricas tonalidades azules que empezaban a extenderse desde las raíces de sus plumas?
—El sentido de la Muda puede invertirse de nuevo —gritó el Suzerano de Rayo y Garra—. Puede ocurrir si obtenemos la victoria con las armas.
Sólo que lo que él proponía no iba a ser una victoria, sería una masacre.
—Los terrestres se están reuniendo, congregando, juntando en lo alto de una colina aislada —informó uno de los ayudantes—. Se nos muestran, presentan, ofrecen como un único y sencillo objetivo.
El coronel suspiró. No era necesario ningún sacerdote para explicar lo que eso significaba. Los terrestres, al darse cuenta de que no sería una batalla limpia, habían venido todos juntos para que su muerte fuese más fácil. Puesto que sus vidas estaban ya perdidas, sólo había una razón que podía impulsarlos a actuar así.
Lo hacen para salvar el frágil ecosistema de este mundo. Después de todo, el objetivo de su inquilinato es salvar Garth. En su impotencia, el coronel vio y saboreó la amargura de la derrota. Habían obligado a los gubru a elegir entre poder y honor.
La pluma escarlata lo tenía cautivado. Sus colores le alteraban la sangre.
—Voy a preparar a mis soldados de Garra para bajar al encuentro de los terrestres —sugirió esperanzado el coronel—. Descenderemos, avanzaremos, atacaremos en igualdad numérica, con armas ligeras y sin robots.
—¡No! ¡No debe hacerlo! ¡No puede hacerlo! ¡No lo hará! He asignado los papeles adecuados a mis fuerzas. Las voy a necesitar, requerir, cuando tengamos que vérnoslas con los thenanios. ¡No se derrocharán de forma ruinosa! Y ahora, ¡prestad atención! En este momento, en este instante, los terrestres de ahí abajo van a sentir, sufrir, soportar mi justa venganza —grito el Suzerano de Rayo y Garra—. Ordeno que se apresten todas las armas de destrucción masiva. Vamos a abrasar este valle, y el otro, y el otro, hasta que toda forma de vida en estas montañas…
No pudo terminar la orden. El coronel de los soldados de Garra parpadeó una vez y luego dejó caer su sable rifle al suelo. El golpe fue seguido de una doble explosión mientras que, primero la cabeza y luego el cuerpo del jefe supremo militar, caían también.
El coronel se estremeció. Allí caído, el cuerpo mostraba con claridad los iridiscentes matices de la realeza. La sangre del almirante se mezcló con su principesco plumaje azul y se esparció por toda la cubierta, para reunirse por fin con la única pluma escarlata de su reina.
El coronel se dirigió a sus atónitos ayudantes.
—Informad, transmitid, comunicad al Suzerano de la Idoneidad que yo mismo me he sometido a arresto, hasta que se resuelva, determine, decida mi destino. Consultad a sus Majestades qué se debe hacer.
Durante un largo e incierto tiempo, continuaron dirigiéndose por inercia hacia la cima donde estaban reunidos los terrestres, esperando. Nadie habló. En el puesto de mando casi no había movimiento.
Cuando llegó el informe, fue como una confirmación de lo que sabían desde hacía tiempo. Un velo mortuorio había caído ya sobre los componentes de la administración gubru. El Suzerano de la Idoneidad y el Suzerano de Costes y Prevención entonaron juntos un triste canto de pérdida.
Habían tenido tantas esperanzas, tan buenas perspectivas cuando emprendieron camino hacia este lugar, este planeta, esta desolada mancha en el espacio vacío… Los Maestros de la Percha habían escogido con tanto cuidado el horno correcto, el crisol adecuado y los ingredientes justos… tres de los mejores, tres excelentes productos de la manipulación genética, los más selectos.
Fuimos enviados para poder regresar a casa con un consenso, pensó la nueva reina. Y el consenso está aquí. Convertido en cenizas. Nos equivocamos al pensar que éste era un buen tiempo para batallar por la grandeza.
Oh, eran muchos los factores que habían ocasionado aquello. Si el primer Suzerano de Costes y Prevención no hubiese muerto… Si no hubiesen sido engañados dos veces por el tramposo tymbrimi con el asunto de los «garthianos»… Si los terrestres no hubieran resultado tan lobeznamente inteligentes para sacar provecho de todas sus debilidades…. Esta última maniobra, por ejemplo, la de obligar a los soldados gubru a elegir entre deshonor y regicidio...
Pero las casualidades no existen, advirtió ella. No hubieran conseguido tanta ventaja si no hubiéramos mostrado tantos defectos.
Ése era el consenso que harían llegar a los Maestros de la Percha. Que existían debilidades, fallos, errores que esta trágica expedición había sacado a la luz.
Sería una valiosa información.
Que eso sirva de consuelo para mis estériles, infértiles huevos, pensó al tiempo que confortaba a su único compañero y amante.
Dio una breve orden a los mensajeros.
—Transmitid al coronel nuestro perdón, nuestra absolución, nuestra amnistía. Y que todas las fuerzas de choque regresen a la base.
Los mortíferos cruceros dieron media vuelta y emprendieron el regreso, dejando las montañas y los valles a quienes tanto parecían anhelarlos.
Los chimps contemplaban pasmados cómo la muerte parecía cambiar de idea. Lydia McCue miró parpadeando las naves que se retiraban.
—Lo sabías. —Se volvió para mirar a Athaclena. Y otra vez la acusó—. ¡Lo sabías!
Athaclena sonrió. Sus zarcillos dejaban unas débiles y tristes huellas en el aire.
—Digamos que pensé que era posible —dijo por fin—. Y aunque me hubiese equivocado, esto era lo más honroso que podíamos hacer. Sin embargo, me alegra mucho haber descubierto que tenía razón.