Evelyn, una perra modificada
Vislumbró los temblorosos flecos
De un extraño tapete
Extendido sobre el piano, con cierta sorpresa…
En la oscura habitación
Donde las sillas amedrentaban
Y las horribles cortinas
Ocultaban la lluvia
Ella apenas daba crédito a sus ojos…
Una brisa extraña, un aliento de ajo
Que sonaba como un ronquido,
En algún lugar cercano a la Steinway
(o incluso desde dentro).
Hacía que los flecos del tapete se mecieran
Y temblaran en la penumbra.
Evelyn, una perra, habiéndose sometido
A ulteriores modificaciones
Reflexionó sobre el significado del
Comportamiento de las Personas Pequeñas
En resonancias pancromáticas accionadas a pedales
Y en otros ambientes altamente dominantes…
«¡Uf!» dijo.
Unas figuras altas, desgarbadas, con aspecto de cigüeña, vigilaban la carretera desde lo más alto del tejado de un oscuro bunker. Sus siluetas, recortadas contra el sol de media tarde, estaban en continuo movimiento, apoyándose alternativamente con nerviosismo en una u otra de sus delgadas patas, como si el más mínimo sonido fuera suficiente para que levantasen el vuelo.
Unas criaturas muy serias, esos pájaros. Y peligrosas como el demonio.
No son pájaros, recordó Fiben mientras se aproximaba al puesto de control. Al menos, no en el sentido terrestre.
Pero la analogía era correcta. Sus cuerpos estaban cubiertos de una fina pelusa. De sus bruñidos y extraños rostros sobresalían unos brillantes y afilados picos amarillos.
Y aunque sus antiguas alas ya no eran más que delgados brazos cubiertos de plumas, podían volar. Unas mochilas gravíticas, negras y relucientes, compensaban con creces lo que sus ancestros pajariles habían perdido mucho tiempo atrás.
Soldados de Garra. Fiben se secó las manos en el panalón pero sus palmas seguían estando húmedas. Dio una Patada a una piedra con su pie descalzo y una palmada en el costado a su caballo de tiro. El apacible animal había empezado a pacer sobre una superficie de nativa hierba azul al lado de la carretera.
—Vamos, Tyco —dijo Fiben tomando las riendas—, No podemos detenernos o desconfiarán. Y además, ya sabes que esa hierba te produce gases.
Tyco meneó su gran cabeza gris y se tiró un ruidoso pedo.
—Te lo dije. —Fiben miró hacia el cielo.
Justo detrás del caballo flotaba un vehículo de carga. El viejo y medio oxidado contenedor del vehículo de la granja estaba lleno de toscos sacos de grano. Era obvio que el estator de antigravedad aún funcionaba, pero el motor de propulsión estaba averiado.
—Venga, más deprisa. —Fiben volvió a tirar de las riendas.
Tyco asintió con decisión, como si lo comprendiera. Los arreos se tensaron y el camión flotador dio unas ligeras sacudidas al adelantarlos cuando se aproximaban al puesto de control.
Pero, de repente, un agudo sonido en la carretera, delante de ellos, le advirtió que se acercaba algún vehículo. A toda prisa, Fiben llevó el caballo y el carro hacia un lado. Un aerodeslizador armado pasó en vuelo rasante con un chirrido. Vehículos como aquél habían pasado durante todo el día, de modo intermitente, de uno en uno o de dos en dos, en dirección este.
Miró con atención para asegurarse de que no venía nada más antes de volver con Tyco a la carretera. Fiben hundió nerviosamente los hombros mientras Tyco husmeaba el olor extraño de los invasores que se intensificaba por momentos. —¡Alto!
Fiben saltó involuntariamente. La voz amplificada era mecánica, átona y perentoria.
—¡Muévase hacia este lado… hacia este lado para la inspección!
El corazón de Fiben latía con fuerza. Estaba contento de que su papel le obligase a aparentar miedo. No iba a ser difícil.
—¡Deprisa, preséntese!
Fiben llevó a Tyco hacia el mostrador de inspección, unos diez metros a la derecha de la carretera. Ató la correa del caballo en el poste de una valla y se dirigió a toda prisa hacia dos soldados de Garra que lo estaban esperando.
Las fosas nasales de Fiben se abrieron debido al pesado olor a lavanda de los alienígenas. Me pregunto a qué sabrán, pensó un tanto cruelmente. Para su requetetatarabuelo no hubiese significado nada el hecho de que aquellos seres fueran sensitivos; para sus ancestros un pájaro era y sería siempre un pájaro.
Se inclinó ante ellos, con las manos cruzadas sobre el pecho, y contempló por primera vez de cerca a los invasores.
Vistos así no parecían tan impresionantes. Era cierto que los brillantes y afilados picos amarillos y las garras cortantes como cuchillas eran formidables. Pero aquellas criaturas de piernas delgadas como palos apenas eran más altas que Fiben y sus huesos parecían huecos y estrechos.
No importaba. Eran viajeros del espacio, seres de raza tutora del más alto rango, cuya cultura y tecnología basadas en la Biblioteca eran casi omnipotentes mucho, mucho antes de que los humanos surgieran de la sabana de África, parpadeando con temerosa curiosidad ante la luz del amanecer.
Cuando las lentas y pesadas naves de los humanos hicieron su irrupción fortuita en la civilización galáctica, los gubru y sus pupilos habían alcanzado ya una posición de cierta importancia entre los poderosos clanes interestelares. Desde que sus tutores los habían encontrado en Gubru, su planeta natal, y les habían otorgado el don de la sapiencia, habían llegado muy lejos gracias a su fiero conservadurismo y su utilización de la Gran Biblioteca.
Fiben recordaba los inmensos y potentes cruceros de guerra, oscuros e invencibles bajo sus relucientes pantallas protectoras, con el suave borde de la galaxia brillando a sus espaldas.
Tyco relinchó y se hizo a un lado cuando uno de los soldados de Garra pasó junto a él para ir a inspeccionar la aerogranja averiada. El otro guarda gorjeaba ante un micrófono. Medio escondido en la suave pelusa del estrecho y puntiagudo esternón, la criatura llevaba un medallón plateado que emitía palabras en ánglico.
—Declare… declare identidad… identidad y objeto de la visita.
Fiben se encogió y empezó a temblar, fingiendo miedo. Estaba seguro de que muy pocos gubru conocían bien a los neochimps. En los escasos siglos transcurridos desde el Contacto, muy poca información nueva debía de haber circulado a través de la impresionante burocracia del Instituto de la Biblioteca, y mucho menos habría llegado a las secciones locales. Y como era natural, los galácticos confiaban en la Biblioteca para casi todo.
Y sin embargo, la verosimilitud era muy importante. Los ancestros de Fiben habían aprendido una respuesta a la amenaza cuando no era posible afrontarla: la sumisión. Fiben sabía cómo fingirla. Se encogió todavía más y gimoteó.
El gubru silbó, aparentemente frustrado. Con seguridad, no era la primera vez que tenía que pasar por aquello. Gorjeó de nuevo, esta vez más bajo.
—No te alarmes, estás a salvo —traducía el medallón electrónico, ahora a más bajo volumen—. Estás a salvo… Somos gubru… Tutores galácticos de alta cuna y familia… Estás a salvo… Los jóvenes a medio camino de la sensitividad están a salvo siempre que cooperen con nosotros… Estás a salvo…
A medio camino de la sensitividad… Fiben se frotó la nariz para ocultar un resoplido de indignación. Eso era en realidad lo que los gubru se limitaban a pensar. Y era cierto que muy pocas razas de pupilos con cuatrocientos años de historia podían considerarse totalmente elevadas.
Pero Fiben ya tenía otro motivo de resentimiento.
Podía comprender un poco los gorjeos del invasor antes de que el vodor electrónico los tradujera. Pero el corto curso de galáctico-Tres en la escuela no era mucho, y los gubru tenían su propio acento y dialecto.
—… Estás a salvo —proseguía el vodor con voz amable—. Los humanos no se merecen pupilos tan buenos…. Estás a salvo…
Poco a poco Fiben retrocedió y alzó la mirada, sin dejar de temblar. No exageres, se dijo. Ofreció a la flacucha criatura pajaril una aproximación bastante correcta de la reverencia de respeto de un bípedo y joven pupilo a un tutor más antiguo El alienígena no vería seguramente la ligera extensión de los dedos medios con la que embelleció el gesto.
—Ahora —gritó el aparato de traducción, tal vez con un poco de alivio—. Declare su nombre y objeto de la visita.
—Uf, me llamo F… Fiben… uf, s… s… ser —gesticulaba con las manos. Era un poco exagerado pero tal vez los gubru sabían que los neochimpancés sometidos a una fuerte tensión hablaban utilizando partes de su cerebro que originariamente estaban dedicadas al control de las manos.
El soldado de Garra parecía en verdad frustrado. Sus plumas se encresparon y dio unos saltos como de danza.
—…objeto, declare el objeto de su visita a la zona urbana.
Fiben le hizo otra rápida reverencia.
—Uf… el aerodeslizador no funciona. Lo’ humano’ se han ido todos, nadie nos dice qué debemos hacer en la granja… He pensado, bueno, que tal vez en la ciudad… necesiten alimentos… —Se rascó la cabeza—. Y que alguien podría arreglar el aparato a cambio de grano. —Alzó la voz esperanzado.
El segundo gubru regresó y le gorjeó algo a su compañero. Fiben pudo seguir lo suficiente su galTres como para entender el quid de la cuestión.
El aerodeslizador era una verdadera herramienta de granja. No era necesario ningún genio para saber que los rotores tenían que ser desbloqueados para que volvieran a funcionar, cínicamente un incompetente asalariado remolcaría hasta la ciudad un camión antigravedad, con su bestia de carga, incapaz de hacer por sí solo una reparación tan simple.
El primer guarda colocó su garra con los dedos extendidos sobre el vodor, pero Fiben comprendió que su opinión de los chimps, muy baja desde el principio, había caído aún mucho más. Los invasores no se habían preocupado siquiera en expedir carnets de identidad a la población neochimpancé. Durante muchos siglos, los terrestres —humanos, delfines y chimps— habían sabido que las galaxias eran un sitio peligroso donde a menudo convenía tener más inteligencia de la que se les suponía.
Incluso antes de la invasión, entre la colonia chimp de Garth había corrido el rumor de que tal vez sería necesario volver a poner en marcha la vieja costumbre «¡Sí, massa!».
Si, pensó Fiben. Pero a nadie se le ocurrió que se llevarían como rehenes a todos los humanos. Se le hizo un nudo en la garganta al imaginar a los humanos, mascs, fems y niños, apiñados detrás de alambradas de espinos en abarrotados campamentos.
Oh sí, los invasores las iban a pagar todas juntas.
Los soldados de Garra consultaban un mapa. El primer gubru quitó la mano de encima del vodor y gorjeó de nuevo a Fiben.
—Puedes marcharte —gritó el vodor—. Dirígete al complejo de garajes del lado este. ¿Conoces el garaje del lado este?
—Sí… señor —asintió Fiben a toda prisa.
—Buena… buena criatura… lleva el grano a la zona de almacenamiento de la ciudad y luego dirígete al garaje… al garaje… buena criatura. ¿Has comprendido?
—S… sí.
Antes de marcharse, Fiben hizo una nueva reverencia y se escabulló a toda prisa, exageradamente encogido, hacia el poste donde estaban atadas las riendas de Tyco. Desvió la mirada mientras llevaba de nuevo el animal al sucio terraplén contiguo a la carretera. Los soldados lo miraron pasar, gorjeando despectivos comentarios, seguros de que él no los entendía.
Estúpidos y malditos pájaros, pensó Fiben mientras su camuflada cámara de cinturón tomaba panorámicas de la fortificación, de los soldados y de un tanque aéreo que rechinó unos minutos más tarde, con su tripulación repantigada en su aplanada cubierta superior, bajo el sol de media tarde.
Fiben los saludó con la mano cuando pasaron a su lado y ellos lo miraron.
Apuesto a que sabríais bien guisadas con naranja, pensó de las criaturas pajariles.
—Vamos, Tyco —lo instó, tirando de las riendas—. Tenemos que llegar a Puerto Helenia al anochecer.
En el Valle del Sind las granjas seguían funcionando.
Cada vez que a una raza de viajeros estelares se le concedía la licencia para colonizar un nuevo mundo, era tradición que se respetase al máximo posible el estado natural de los continentes. Así, pues, también en Garth ¡os humanos se habían instalado principalmente en el archipiélago de los bajíos del Mar Occidental. Sólo esas islas habían sido modificadas para que en ellas pudieran adaptarse animales y vegetales de procedencia terrestre.
Pero Garth era un caso especial. Los bururalli habían dejado un verdadero caos y tenía que hacerse algo muy rápidamente para ayudar a estabilizar el precario ecosistema del planeta. Había que introducir nuevas formas procedentes del exterior para evitar un completo colapso de la biosfera. Y eso implicaba alterar los continentes.
Una estrecha vertiente fue modificada en las Montañas de Mulun. A las plantas y animales terrícolas que medraban allí se les permitía, bajo una atenta vigilancia, propagarse por las estribaciones de las montañas, para que llenasen poco a poco los huecos dejados por el holocausto bururalli. Era un delicado experimento de ecología práctica planetaria, pero merecía la pena. En Garth y en otros tres mundos que habían sufrido catástrofes, los humanos se estaban creando la reputación de magos de la biosfera. Hasta los críticos más duros aprobaban una labor como aquélla.
Y sin embargo, allí algo estaba yendo verdaderamente mal. En su camino, Fiben había encontrado tres estaciones de control ecológico abandonadas, con sus extractores de muestras y los robots de seguimiento en desorden.
Todo esto eran señales de lo dura que debía de ser la crisis. Mantener a los humanos como rehenes era una cosa, una táctica marginalmente aceptable según las normas de guerra modernas. Pero para que los gubru quisieran poner trabas a la resurrección de Garth, la conmoción en la galaxia debía de ser muy profunda.
No era un buen augurio para la rebelión ¿Y si los Códigos de Guerra habían sido violados? ¿Estarían los gubru dispuestos a utilizar máquinas destructoras en el Planeta?
Eso es problema de la general, decidió Fiben. Yo no soy más que un espía. La experta en ETs es ella.
Al menos, en cierto modo, las granjas aún funcionaban. Fiben pasó junto a un campo sembrado de seudotrigo y otro de zanahorias. Las cultivadoras robots daban vueltas, arrancando malas hierbas y regando. Aquí y allá algunos chimps con aire desgraciado montaban en unidades de control en forma de arácnido, supervisando la maquinaria.
Algunos lo saludaban con la mano, pero la mayoría continuaban trabajando, ignorándolo.
Una vez pasó junto a dos gubru armados que estaban en un campo arado junto a su aerodeslizador posado sobre aquél. Al acercarse vio que estaban regañando a un chimp agricultor. Las criaturas pajariles saltaban y aleteaban al tiempo que señalaban la escasa cosecha. El capataz asentía con tristeza, secándose las palmas de las manos en su raído mono de trabajo. Cuando pasó Fiben le echó una mirada, pero los alienígenas siguieron con sus reproches sin advertir su presencia.
Al parecer los gubru estaban ansiosos de que las cosechas madurasen con rapidez. Fiben tenía esperanzas de que las necesitasen para alimentar a los rehenes, pero tal vez habían llegado con pocos alimentos y las querían para ellos.
Llevaba un buen ritmo de marcha y decidió sacar a Tyco de la carretera y hacerlo entrar en una pequeña arboleda de frutales que había junto a ésta. El animal descansó, paciendo en la hierba de procedencia terrestre, y Fiben caminó entre los árboles para relajarse.
Advirtió que el huerto no había sido regado ni tratado con pesticidas desde hacía algún tiempo. Un tipo de avispa sin aguijón revoloteaba sobre las naranjas, aunque la floración secundaria había terminado hacía unas semanas y ya no eran necesarias como polinizadoras.
El aire estaba lleno de un aroma de fruta casi madura. Las avispas se encaramaban sobre la corteza de las naranjas, buscando una vía de acceso a la dulzura interior.
De repente, y sin pensarlo, Fiben alargó la mano y agarró algunos insectos. Fue muy fácil. Dudó unos momentos y luego se los llevó a la boca.
Eran jugosos y crujientes, muy parecidos a las termitas.
.—Sólo estoy contribuyendo a la disminución del número de parásitos —razonó, alargando sus dos manos marrones para agarrar unos cuantos más. El sabor de las crujientes avispas le recordó cuánto tiempo hacía que no comía—. Si esta noche he de hacer un buen trabajo en la ciudad, necesitaré sustento —continuó en voz alta mirando a su alrededor. El caballo pacía con toda tranquilidad y no había nadie más a la vista.
Se quitó el cinturón de herramientas y retrocedió un paso. Entonces, cuidando su tobillo izquierdo, todavía débil, dio un salto hasta el tronco y trepó por una de las ramas cargadas de frutos. Cogió una bola rojiza, casi madura y se la comió como si fuera una manzana, con piel y todo. El sabor era agrio y áspero, muy distinto de la insípida comida estilo humano que tantos chimps afirmaban preferir en aquella época.
Cogió dos naranjas más y, para facilitar la digestión, se llevó unas cuantas hojas a la boca. Luego se apoyó en el tronco y cerró los ojos.
Allí arriba, con el zumbido de las avispas por toda compañía, Fiben podía casi creer que no tenía ninguna preocupación, ni en este mundo ni en ningún otro. Podía olvidar las guerras y los demás absurdos problemas de los seres sapientes.
Fiben hizo una mueca, con sus expresivos labios inclinados hacia abajo. Y se rascó bajo los brazos.
—Uk, uk.
Resopló y se imaginó que estaba en un África que ni siquiera sus bisabuelos habían conocido, con colinas cubiertas de vegetación nunca tocadas por sus primos de piel suave y nariz prominente.
¿Cómo hubiera sido sin hombres el universo? ¿Y sin ETs? ¿Sin nadie excepto chimps?
Tarde o temprano hubiésemos inventado naves espaciales y el universo sería nuestro.
Las nubes pasaban una tras otra y Fiben continuaba apoyado en el tronco, disfrutando de sus fantasías. Las avispas zumbaban indignadas por su presencia. Les perdono su insolencia y cogió unas cuantas para completar su comida, pero por más que lo intentase, no podía mantener su ilusión de soledad. Un ruido, un zumbido poderoso, surgió procedente de las alturas. Y por más que lo procuró no pudo fingir no haber oído los vehículos alienígenas que cruzaban el cielo sin haber sido invitado.
Una brillante verja de más de tres metros de alto serpenteaba sobre el sinuoso terreno que rodeaba Puerto Helenia. Era una imponente barrera, levantada a toda prisa por máquinas robots especiales inmediatamente después de la invasión. Había varias puertas por las que la población chimp de la ciudad parecía entrar y salir sin demasiados problemas o impedimentos. Pero no podían evitar sentirse intimidados por aquella repentina y nueva pared. Tal vez ése era su principal objetivo.
Fiben se preguntó cómo se las hubiesen apañado los gubru si la capital hubiese sido una verdadera ciudad en vez de ser un pequeño pueblo en un rústico mundo colonial.
Se preguntó también dónde tendrían encerrados a los humanos.
Ya había anochecido cuando atravesó una amplia banda de tocones de árbol que le llegaban a la altura de las rodillas, cien metros antes de la verja alienígena. Aquella zona había sido un parque, pero ahora no había más que astillas y fragmentos que cubrían el suelo hasta la torre de vigilancia.
Fiben hizo acopio de fuerzas para pasar la misma inspección minuciosa que había sufrido en el puesto de control; pero, para su sorpresa, nadie le puso ningún tipo de reparos. De un par de columnas surgía un haz de luz que iluminaba la carretera. Un poco más adelante pudo ver los oscuros y angulares edificios y las calles apenas alumbradas y aparentemente desiertas.
El silencio era fantasmal.
—Vamos, Tyco, no hagas ruido. —Fiben se inclinó hacia delante para hablarle al caballo con voz suave. Éste resopló y tiró del carro flotador hasta que pasaron la verja de acero gris.
Al pasar frente a la garita de la verja, Fiben echó una rápida mirada al interior. Dentro había dos centinelas, apoyados sobre una de sus patas delgadas como palos y con su prominente y pajaril pico escondido entre la pelusa suave bajo el brazo izquierdo. En el mostrador, ante ellos, había dos sable-fúsiles junto a un montón de panfletos galácticos.
¡Los dos soldados de Garra parecían dormir profundamente!
Fiben husmeo, arrugando una vez mas su chata nariz ante el olor excesivamente dulce de los alienígenas. No era la primera vez que veía signos de debilidad en las tropas de los fanáticos gubru, tan famosas por su supuesta imbatibilidad. Hasta ahora lo habían tenido muy fácil… demasiado fácil. Con la mayor parte de los humanos juntos y neutralizados, los invasores suponían que la única amenaza posible tenía que llegar del espacio. Sin duda, ése era el motivo de que todas las edificaciones que habían levantado mirasen hacia arriba, con muy poca previsión, o ninguna, de ser atacados por tierra.
Fiben acarició el cuchillo que llevaba enfundado en el cinturón. Sentía la tentación de meterse en el puesto de guardia, deslizarse bajo los obvios rayos de alarma y darles una lección a los gubru por su autocomplacencia.
Alejó el deseo sacudiendo la cabeza. Más tarde, pensó. Cuando pueda hacerles más daño.
Dando unas palmadas a Tyco en el cuello lo condujo a través de la zona iluminada junto a la garita y cruzaron la puerta para adentrarse en el área industrial de la ciudad. Las calles entre los almacenes y las fábricas estaban silenciosas… sólo unos pocos chimps, que hacían recados, se movían a toda prisa entre las miradas de las ocasionales y pajariles patrullas gubru.
Intentando pasar inadvertido, Fiben se metió por un callejón lateral y encontró un almacén sin ventanas no lejos de la única fundición de acero de la colonia. Animado por los susurros imperativos de Fiben, Tyco tiró del carro hasta la puerta trasera del edificio rodeado de oscuridad. Una capa de polvo mostraba que el candado no había sido tocado durante semanas. Lo examinó con atención.
—Hummm.
Sacó un trapo de su cinturón de herramientas y envolvió la armella del candado. Cogiéndolo con firmeza entre ambas manos, cerró los ojos y contó hasta tres antes de arrancarlo con violencia.
El candado era fuerte pero, como él había sospechado, la anilla que lo sujetaba a la puerta estaba oxidada. Se rompió con un apagado ¡crack! Fiben abrió rápidamente la puerta mientras Tyco lo seguía tranquilamente, remolcando el camión hasta el lúgubre interior. Fiben miró a su alrededor para captar la ubicación de las grandes prensas y de la maquinaria metalúrgica antes de apresurarse a cerrar la puerta.
—Aquí estarás bien —dijo en voz baja, desatando al animal. Descargó del flotador un saco de avena y lo dejó abierto en el suelo. Luego llenó un recipiente con agua en un grifo cercano—. Si puedo volveré —añadió—. Si no, limítate a disfrutar de la avena durante un par de días y luego relincha. Estoy seguro de que aparecerá alguien.
Tyco meneó la cola, levantó la vista del grano, obsequió a Fiben con una mirada maliciosa y soltó otro de sus malolientes y gaseosos comentarios.
—Uf —asintió Fiben, moviendo las manos para dispersar el olor—. Probablemente tengas razón, viejo amigo. Pero apuesto a que tus descendientes tendrán demasiadas preocupaciones si alguien les otorga alguna vez el dudoso don de eso que llaman inteligencia.
Le dio unas palmadas de despedida y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta para inspeccionar el exterior. El camino estaba despejado, más tranquilo incluso que los bosques de Garth con su pobreza genética. El radiofaro de aterrizaje, que estaba en lo alto del edificio Terragens, aún emitía destellos… sin duda para guiar ahora las operaciones nocturnas de los invasores. Se oía un débil zumbido eléctrico en la distancia.
No estaba lejos del punto en que se suponía que debía encontrarse con su contacto. Ésa iba a ser la parte mas peligrosa de su incursión en la ciudad.
En los dos días que habían transcurrido entre el ataque con gas de los gubru y el control por parte de éstos de todas las formas de comunicación, se habían propuesto muchas ideas descabelladas. Había habido frenéticos y apresurados mensajes por radio y llamadas telefónica desde Puerto Helenia al archipiélago y a las regiones remotas del continente. Durante ese tiempo, la población humana había sufrido mucha confusión y lo que quedaba de las comunicaciones gubernamentales estaba en código. Así pues, fueron principalmente los chimps quienes llenaron las ondas con aterrorizadas conjeturas y disparatadas ideas… la mayoría de ellas completamente estúpidas.
Fiben supuso que eso no estaba mal, ya que el enemigo sin duda había estado escuchando y su opinión de los neochimps se debió ver reforzada por la histeria de ellos.
Y sin embargo, aquí y allá, habían sonado algunas voces racionales. Un poco de trigo escondido en medio de la paja. Antes de morir, la doctora Taka, antropóloga humana, había identificado un mensaje como procedente de una de sus primeras discípulas postdoctoradas, una tal Gailet Jones, residente en Puerto Helenia. Era a esa chima a quien debía ver, según las órdenes de la general.
Por desgracia, todo era confuso. Sólo la doctora Taka hubiera podido describir el aspecto físico de esa tal Jones, pero cuando a alguien se le ocurrió preguntárselo, la doctora Taka ya había muerto.
La confianza de Fiben en el lugar de la cita y en la contraseña era muy débil. Lo más seguro es que hasta nos hayamos equivocado de noche, gruñó para sí.
Salió al exterior y cerró la puerta, volviendo a colocar la anilla oxidada para que el candado se mantuviera en su sitio. Quedaba un poco inclinada pero podía engañar a alguien que no la mirase muy de cerca.
La luna mayor saldría al cabo de una hora. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la cita.
Cerca del centro de Puerto Helenia, pero todavía en el lado «malo» de la ciudad, se detuvo en una pequeña Plaza y vio una luz que salía de la estrecha ventana de un sótano. Era un bar de chimps, donde la música de percusión hacía retumbar los cristales en sus marcos de madera. Fiben pudo sentir la vibración bajo las suelas de sus zapatos, incluso desde el otro lado de la calle, Era la única señal de vida en muchas manzanas, si se prescindía de los silenciosos apartamentos iluminados con tenues luces tras las cortinas completamente corridas.
Se escondió entre las sombras cuando un chirriante robot patrulla pasó por la calle, flotando un metro por encima del suelo. Al pasar, la torreta giratoria de la máquina apuntó en su dirección. Sus sensores deberían haberlo captado: un destello infrarrojo entre las sombras de los árboles. Pero la máquina siguió adelante, probablemente porque lo había identificado como a un mero neochimpancé.
Fiben había visto otras formas peludas como él que andaban a toda prisa, con la cabeza gacha, por las calles de la ciudad. Al parecer, el toque de queda era más psicológico que eficaz. Las fuerzas de ocupación no eran muy estrictas porque no había necesidad de ello.
Muchos de los que estaban fuera de casa, se habían dirigido a sitios como aquél… «La Uva del Simio.» Fiben se obligó a dejar de rascarse el persistente picor que sentía en la barbilla. Era ese tipo de establecimiento frecuentado por soldados rasos y chimps marginales, cuyos privilegios de reproducción estaban restringidos por los Edictos de Elevación.
Las leyes requerían que hasta los humanos buscasen asesoramiento genético antes de emparejarse. Pero para sus pupilos, neodelfines y neochimpancés, las normas eran mucho más severas. En esta zona, la ley terrestre, normalmente bastante liberal, se adhería firmemente a las normas galácticas. De no ser así, los humanos hubiesen perdido para siempre a los chimps y a los fines y éstos hubieran pasado a ser pupilos de otro clan de más rango. La Tierra era demasiado débil para desafiar las tradiciones galácticas más respetadas.
Una tercera parte de la población chimp poseía carnets de reproducción verdes, que les permitían controlar su propia fertilidad. Debían sujetarse a los consejos de la Tabla de Elevación y podían ser castigados si no procedían de modo correcto. Los chimps con carnets amarillos o grises estaban más limitados. Después de integrarse en un grupo de matrimonio, podían solicitar el uso de los óvulos, o del esperma, que habían almacenado en la Tabla durante la adolescencia, antes de la acostumbrada esterilización. Si durante su vida lograban adquirir una destreza especial, se les concedía ese permiso, pero era más frecuente que a las chimas con carnet amarillo se les implantasen embriones manipulados y sometidos a mejoras por los técnicos de la Tabla.
A los que ostentaban carnet rojo ni siquiera se les permitía acercarse a los niños chimps.
Según las costumbres de la época previa al Contacto, aquel sistema podía parecer cruel, pero Fiben había vivido con él toda su vida. En la veloz trayectoria de la Elevación, los genes de las razas pupilas eran siempre manipulados. Pero al menos a los chimps, como integrantes del proceso, se les consultaba. No había muchas especies de pupilos que tuvieran esa suerte.
Sin embargo, esto tenía como resultado social la diferencia de clases entre los chimps. Y los «carnets azules» como Fiben, no eran especialmente bienvenidos en lugares como «La Uva del Simio».
Pero éste era el sitio que su contacto había elegido. No se habían recibido mensajes posteriores así que no le quedaba otro remedio que ir a ver si la cita se mantenía en pie. Con un profundo suspiro, volvió a la calle y se dirigió hacia aquella música caótica y estrepitosa.
Cuando su mano se disponía a levantar la aldaba de la puerta, una voz le susurró desde las sombras, a su izquierda:
—¿Rosa?
Al principio creyó que era su imaginación, pero las palabras volvieron a repetirse, esta vez más fuerte.
—¿Rosa? ¿Buscas una fiesta?
Fiben se quedó pasmado. La luz de la ventana del bar había disminuido su visión nocturna, pero alcanzó a vislumbrar una pequeña cara de simio de aspecto casi infantil. Cuando el chimp sonrió se produjo un blanco des-
—¿Una fiesta rosa?
—Perdón, ¿cómo dice? —Soltó la aldaba sin poder dar crédito a sus oídos.
En aquel momento se abrió la puerta y la calle se lleno de luz y ruido. Unas cuantas formas oscuras que gritaban y reían a carcajadas, con el tufo de la cerveza impregnado en el pelo, lo hicieron a un lado y se precipitaron hacia la calle. Cuando los juerguistas se hubieron marchado y la puerta se cerró de nuevo, el lúgubre y brumoso callejón volvió a quedar vacío. La pequeña y tenebrosa figura había desaparecido.
Fiben sintió tentaciones de seguirla, sólo para comprobar si le habían ofrecido lo que él pensaba. ¿Y por qué la proposición, después de formulada, había sido retirada de forma tan repentina?
Era obvio que en Puerto Helenia las cosas habían cambiado. Era cierto que no había estado en un lugar como «La Uva del Simio» desde sus tiempos de estudiante, pero ni siquiera en aquella parte de la ciudad era corriente encontrarse alcahuetes trabajando en oscuros callejones; quizá fuera así en la Tierra, o en viejas películas porno, pero ¿aquí en Garth?
Fiben sacudió la cabeza, perplejo, y empujó la puerta para entrar en el local.
Las fosas nasales de Fiben se ensancharon con el denso olor a cerveza y a pelo mojado. El descenso hacia el club era desconcertante debido a los destellos nítidos y repentinos producidos por una lámpara estroboscópica que iluminaba rigurosa e intermitentemente la pista de baile. Allí, unas cuantas formas oscuras hacían cabriolas y agitaban algo parecido a pequeños árboles sobre sus cabezas. Un ritmo duro y penetrante surgía de unos amplificadores situados sobre un grupo de músicos en cuclillas.
Los clientes estaban recostados sobre esterillas de cáñamo y cojines, fumando, bebiendo en botellas de papel y haciendo groseros comentarios sobre la actuación de los bailarines.
Fiben se abrió camino hacia la barra, borrosa tras una nube de humo, sorteando las pequeñas mesas de junco colocadas demasiado juntas, y al llegar al mostrador pidió una pinta de cerveza. Por fortuna, la moneda colonial parecía seguir vigente. Se apoyó en la barra y empezó una lenta observación de la clientela, deseando que el mensaje de su contacto no hubiera sido tan vago.
Buscaba a alguien vestido como un pescador, aunque esto parecía difícil en aquel local del centro de la ciudad, a considerable distancia de los muelles de la Bahía de Aspinal. Era posible que el radiooperador que había recibido el mensaje de la antigua alumna de la doctora Taka lo hubiera entendido todo mal en esa espantosa noche con todo el centro Howletts en llamas y las ambulancias aullando sobre sus cabezas. El chimp dijo que Gailet Jones había mencionado algo acerca de «un pescador con una cicatriz en la cara».
—Muy bien —había murmurado Fiben cuando recibió las instrucciones—. Un rollo auténtico de espías. Magnífico. —Pero en el fondo estaba convencido de que el operador lo había copiado todo al revés.
No era exactamente una manera muy afortunada de empezar una insurrección. Pero eso no era en absoluto sorprendente. A excepción de unos pocos chimps que se habían sometido al entrenamiento del servicio Terragens, para los demás los códigos secretos, disfraces y contraseñas no eran más que trucos de las viejas películas de misterio.
Y al parecer, esos oficiales de la milicia estaban todos muertos o recluidos. Excepto yo. Y mi especialidad no era el espionaje o los subterfugios. Demonios, si apenas podía manejar la pobre y vieja TAASF Procónsul.
La Resistencia tendría que aprender sobre la marcha, a tientas en la oscuridad.
Al menos la cerveza sabía bien, en especial después de un largo recorrido por un camino polvoriento. Fiben dio un sorbo a su botella de papel y trató de relajarse. Siguió el ritmo de la atronadora música con la cabeza y sonrió ante las payasadas de los bailarines.
Eran todos machos, por supuesto, haciendo cabriolas bajo las luces estroboscópicas. El sentimiento que producía esa danza entre los soldados rasos y los chimps marginales, era tan fuerte que podía ser llamado religioso. Los humanos, que solían fruncir el ceño ante toda forma de discriminación sexual, en este caso no intervenían. Las razas pupilas tenían el derecho de desarrollar sus propias tradiciones, siempre que éstas no interfiriesen con sus deberes respecto al proceso de Elevación.
Y, al menos para esta generación, las chimas no tenían lugar en la danza del trueno, y así estaban las cosas.
Fiben contempló cómo un gran macho desnudo saltaba a lo alto de un montón de «rocas» tapizadas, blandiendo una varilla vibradora. El bailarín, tal vez obrero industrial o mecánico durante el día, agitaba la varilla mientras los tambores retumbaban y las lámparas estroboscópicas producían relámpagos artificiales que lo hacían aparecer por momentos mitad blanco y mitad negro.
La varilla vibraba y producía estampidos mientras él resoplaba y saltaba al ritmo de la música, aullando como si desafiara a los dioses del cielo.
Fiben se había preguntado a menudo cuánta de la popularidad de la danza del trueno procedía de los sentimientos de brontofilia innatos y hereditarios, y cuánta del hecho bien conocido de que los chimps sin modificar de las junglas terrestres habían sido observados «bailando» de un modo un tanto grosero durante las tormentas con relámpagos. Sospechaba que una buena parte de la «tradición» neochimpancé se elaboraba a partir del divulgado comportamiento de sus primos no modificados.
Como a muchos chimps con estudios universitarios, a Fiben le gustaba pensar que él era demasiado refinado para un culto-ancestral tan antiguo. Y, por lo general, prefería a Bach o las canciones cetáceas a los truenos simulados.
Y, sin embargo, había veces en que, solo en su apartamento, sacaba del cajón una cinta interpretada por Los Fulminantes y la escuchaba con auriculares para ver cuántos truenos podía resistir su cráneo sin partirse por la mitad. Aquí, bajo la potencia de los amplificadores, no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la columna vertebral mientras «los relámpagos» llenaban la sala y el retumbar de los tambores hacía temblar a un tiempo a pupilos, muebles y demás accesorios.
Otro bailarín desnudo se encaramó en el montón —de piedras, blandiendo su propia rama y chillando en señal de desafío. Mientras subía, se apoyaba sobre un nudillo, un toque de realismo que los especialistas en ortopedia desaprobaban pero que fue recibido con vítores por la animada concurrencia. Probablemente lo pagaría con un dolor de espalda matutino, pero ¿qué era aquello comparado con la magnificencia de la danza?
El simio que estaba en lo alto aulló a su adversario. Dio un salto y un giro en el aire con un movimiento perfectamente sincronizado, agitando la vara al tiempo que otro relámpago de luz estroboscópica teñía de blanco la sala. Era una imagen salvaje y poderosa, un recordatorio de que, sólo cuatro siglos atrás, sus ancestros habían desafiado las tormentas de un modo semejante desde las colinas de la jungla, sin necesidad de que el hombre con sus tutoriales escalpelos les dijera que la furia de los cielos requería una réplica.
Los chimps de las mesas gritaron y aplaudieron cuando el rey de la colina saltó desde la cumbre, sonriendo. Abandonó el túmulo, dándole una fuerte palmada a su contrincante al pasar junto a él.
Ésta era otra de las razones de por qué las hembras rara vez participaban en la danza del trueno. Un neo-chimp macho adulto tenía casi la misma fuerza que sus primos naturales de la Tierra. Las chimas que querían participar lo hacían por lo general tocando en la banda.
A Fiben siempre le había parecido curioso que entre los humanos fuera tan distinto. A los machos les interesaba más ejecutar la música y a las hembras bailarla, y no a la inversa. Pero los humanos eran extraños en muchas otras cosas, como, por ejemplo, en sus peculiares prácticas sexuales.
Echó un vistazo al público. En bares como aquél, el número de machos era siempre superior al de hembras, pero aquella noche había menos chimas que nunca. La mayoría se sentaban juntas, en grupos de amigas, con grandes machos a su alrededor. También estaban las camareras, por supuesto, moviéndose entre las mesas y sirviendo bebidas y tabaco, vestidas con imitaciones de Piel de leopardo.
Fiben empezaba a preocuparse. ¿Cómo iba a reconocerlo su contacto en aquella ruidosa casa de locos? No veía a nadie que pareciese un pescador con una cicatriz en la cara.
Alineada con las tres paredes que miraban al escenario estaba la galería. Los clientes se inclinaban hacia delante, golpeando en la madera y animando a los bailarines. Fiben dio media vuelta y retrocedió para tener una mejor visión de esos asientos… y la sorpresa casi lo hizo tropezar con una mesa de junco.
Allí, en una zona aislada por una barrera de cuerdas y protegido por cuatro robots de batalla flotantes, estaba sentado uno de los invasores. Allí estaban su fina cobertura de plumas, su prominente esternón, su pico curvado… pero aquel gubru llevaba algo parecido a una gorra de lana en la cabeza, justo donde tenía su órgano auditivo en forma de peine. Ocultaba los ojos tras un par de gafas oscuras.
Fiben desvió la mirada contra su voluntad. No estaría bien mostrarse demasiado sorprendido. Al parecer, los clientes habían tenido la oportunidad de acostumbrarse a la presencia de un alienígena durante las últimas semanas. Pero Fiben notó ocasionales miradas de nerviosismo hacia el lugar acotado sobre la barra del bar. Tal vez la tensión adicional ayudaba a explicar el frenético estado de los juerguistas ya que «La Uva» parecía inusualmente alborotada, incluso tratándose de un bar de chimps obreros.
Bebió otro sorbo de su botella de papel y, con indiferencia, miró de nuevo hacia arriba. El gubru llevaba sin duda el gorro y las gafas para protegerse de la luz y del ruido. Los guardias robots habían cercado un área cuadrada alrededor del alienígena y toda aquella zona estaba casi vacía.
Casi. Dentro de la zona protegida estaban sentados dos chimps junto al picudo gubru.
¿Traidores? se preguntó Fiben. ¿Es posible que ya los haya entre nosotros?
Sacudió la cabeza perplejo. ¿Por qué estaba el gubru allí? ¿Qué atractivo podía encontrar el enemigo en aquel lugar?
Fiben volvió a situarse junto a la barra.
Es evidente que están interesados en los chimps y por razones no relacionadas con nuestro valor como rehenes.
¿Pero cuáles eran esas razones? ¿Por qué los galácticos iban a preocuparse por un montón de pupilos peludos a los que apenas se consideraban seres inteligentes?
La danza del trueno llegó a su clímax en un repentino crescendo que culminó en un estallido final, con los últimos retumbos disminuyendo como si la tormenta y las nubes se fueran alejando. Los ecos tardaron unos cuantos segundos en apagarse totalmente dentro de la cabeza de Fiben.
Los bailarines regresaron saltando hacia sus mesas, sudorosos y sonrientes, cubriendo su desnudez con unas amplias túnicas. Las risas parecían espontáneas, tal vez demasiado.
Ahora que comprendía la tensión que había en el local, Fiben se preguntó por qué los chimps seguían acudiendo a el. El boicot a un establecimiento protegido por el invasor sería una forma simple y obvia de ahisma, de resistencia pasiva. Probablemente el chimp medio de la calle se sentía agraviado por esos enemigos de todos los terrestres.
¿Qué arrastraba a la multitud a ese local en una noche entre semana?
Fiben pidió otra cerveza para guardar las apariencias, aunque estaba deseando marcharse. El gubru lo ponía nervioso, y si su contacto seguía sin aparecer, sería mejor que saliese de allí y emprendiese sus propias investigaciones. Tenía que enterarse de algún modo de lo que ocurría en Puerto Helenia y descubrir una forma de ponerse en contacto con aquellos que estuviesen dispuestos a organizarse.
En el otro lado de la sala, un grupo de juerguistas que estaban tumbados sobre las esterillas empezaron a golpear el suelo y a cantar. Pronto los gritos se extendieron por toda la sala.
—¡Sylvie! ¡Sylvie!
Los músicos regresaron al escenario y el público aplaudió cuando éstos comenzaron a tocar de nuevo, esta vez con un ritmo mucho más suave. Un par de chimas tocaban el saxofón de un modo seductor al tiempo que las luces del local disminuían de intensidad.
Se encendió un foco que iluminaba el montículo de los bailarines y de una cortina de abalorios surgió una nueva figura que se paró bajo el deslumbrante haz luminoso. Fiben parpadeó sorprendido. ¿Qué hacía una chima allí arriba?
Llevaba la mitad superior de su rostro cubierta con una máscara con pico y coronada de plumas. El pecho de la fem-chimp estaba cubierto de lentejuelas brillantes que relucían bajo el foco. Su falda de tiras plateadas empezó a balancearse al lento ritmo de la música. Las pelvis de las hembras neochimpancés eran más anchas que las de sus ascendientes para poder dar a luz a criaturas con un cráneo mayor Sin embargo, el vaivén de las caderas nunca había sido un estímulo erótico arraigado —un excitante para los machos— como ocurría entre los humanos.
No obstante, el corazón de Fiben se aceleró al contemplar los provocativos movimientos. A pesar de la máscara, la primera impresión que tuvo fue de que se trataba de una adolescente, pero en seguida se dio cuenta de que la bailarina era una hembra adulta, con tenues señales de haber amamantado. Eso la hacía parecer mucho más seductora.
Cuando se movía, las oscilantes tiras de su falda se agitaban ligeramente y Fiben vio que el tejido era plateado sólo por la parte exterior. Por la parte interior, cada tira de tejido adquiría gradualmente un tono rosado.
Fiben se ruborizó y miró hacia otro lado. Una cosa era aceptar la danza del trueno, en la que él mismo había participado alguna vez, y otra muy diferente aquello. Primero el pequeño alcahuete en el callejón y después… ¿Sufrían los chimps de Puerto Helenia una locura sexual?
Sintió una repentina y carnosa presión en el hombro. Al volverse vio una gran mano peluda unida al brazo de quien parecía el chimp más grande que había visto en su vida. Era casi tan alto como un hombre pequeño y evidentemente mucho más fuerte. El neochimp macho llevaba un raído mono azul de trabajo y su labio superior estaba contraído mostrando unos prominentes y casi atávicos colmillos.
—¿Qué pasa contigo, tío? ¿No te gusta Sylvie? —preguntó el gigante.
Aunque la danza apenas se había iniciado, la concurrencia, en su mayoría masculina, estaba ya chillando y animando a la intérprete. Fiben advirtió que su rostro dejaba traslucir la desaprobación que sentía, como un idiota. Un espía auténtico hubiera fingido divertirse para no desentonar.
—Jaqueca. —Se señaló la sien derecha—. Un día duro. Creo que es mejor que me marche.
—¿Jaqueca? —El gran neochimp reía sin quitar su inmensa mano del hombro de Fiben—. ¿O es demasiado descarado para ti? A lo mejor aún eres virgen ¿no?
Con el rabillo del ojo, Fiben veía el ondulante y provocativo espectáculo, todavía prudente pero volviéndose mas sensual por momentos. Pudo notar que la sala hervía de excitación sexual y trató de imaginar en qué podría acabar todo aquello. Había razones importantes para que este tipo de espectáculos estuviera prohibido… para que fuera una de las pocas actividades que los humanos no permitían a sus pupilos.
—¡Claro que he estado en sesiones de amor! —le espetó—. Pero es que así, en público, puede… puede ocasionar un tumulto.
—¿Cuándo? —El desconocido le dio una palmada amistosa.
—Perdón… ¿qué quieres decir?
—Quiero decir cuándo tuviste tu primera sesión. Por tu forma de hablar apuesto fue en una de esas fiestas de universitarios, ¿no? ¿Estoy en lo cierto, señor carnet-azul?
Fiben miró fugazmente a derecha e izquierda. A pesar de su primera impresión, ese tipo parecía más curioso y borracho que hostil. Pero a Fiben le hubiera gustado marcharse. Su tamaño era amedrentador y además podían estar llamando la atención.
—Sí —murmuró, sintiéndose incómodo por el recuerdo—. Fue una iniciación de fraternidad…
Las chimas de la universidad podían ser muy buenas amigas de los chimps, pero nunca eran invitadas a esas sesiones. Era demasiado peligroso pensar en la sexualidad de las hembras con carnet verde. Y además solían mostrarse paranoicas ante la posibilidad de quedarse embarazadas antes del matrimonio y del asesoramiento genético. El coste era demasiado grande.
Así pues, cuando los chimps de la universidad organizaban una fiesta, solían invitar a chimas de ambientes no estudiantiles, chicas chimps con carnets amarillos y grises, cuyos inflamados estímulos eran sólo una excitante sustitución.
Resultaba erróneo juzgar ese comportamiento según los puntos de vista humanos. Nuestros patrones de conducta son fundamentalmente distintos, había pensado Fiben en aquellas ocasiones y muchas otras veces desde entonces. Pero nunca le habían parecido esas fiestas divertidas y gratificantes. Tal vez cuando encontrase el grupo de matrimonio adecuado.
—Claro, mi hermana iba a esas fiestas de estudiantes. Parecía divertirse. —El sobreexcitado chimp se volvió hacia el encargado del bar y golpeó la encerada superficie—. ¡Dos pintas! ¡Una pa mí y otra pa mi compinche universitario!
Fiben se sobresaltó por ¡os gritos. Varios chimps que estaban cerca se volvieron para mirarlos.
—Cuéntame —le dijo su inoportuno conocido poniendo una botella de papel en la mano de Fiben—. ¿Tienes ya muchos crios? Tal vez algunos registrados pero que ni conoces. —Su voz no sonaba hostil, sino más bien envidiosa.
—No funciona de ese modo. —Fiben tomó un sorbo del templado y amargo brebaje y habló en voz baja—. Un carnet de procreación abierto no es lo mismo que uno blanco, de procreación ilimitada. Si los planificadores han usado mi plasma yo nunca lo sabré.
—¿Y por qué no, demonios? Quiero decir que ya es bastante malo para vosotros, azulitos, que tengáis que follar con tubos de ensayo por orden de la Tabla de Elevación, pero que incluso no sepáis si usan la porquería… Demonios, la esposa mayor de mi grupo de matrimonio tuvo un niño planificado hace un año… ¡tal vez tú seas el padre-gene de mi hijo! —El gran chimp soltó una carcajada y le dio a Fiben unas fuertes palmadas en el hombro.
Aquello no podía continuar. Cada vez había más cabezas vueltas hacia él. Y esas conversaciones sobre carnets azules no le harían ganar amigos en un sitio como aquél. Además no quería llamar la atención, con un gubru sentado a menos de diez metros de distancia.
—La verdad es que debería irme —dijo, empezando a moverse hacia atrás—. Gracias por la cerveza…
Alguien le cerró el paso.
—Perdón —dijo Fiben. Se volvió y se encontró cara a cara con cuatro chimps vestidos con unos brillantes monos de cremallera que lo miraban con los brazos cruzados. Uno de ellos, un poco más alto que los demás, empujó a Fiben de nuevo hacia la barra.
—¡Es evidente que éste tiene descendientes! —gruñó el recién llegado. Llevaba afeitado el pelo de la cara dejándose un bigote engominado y puntiagudo.
—Mira qué manos tiene. Apuesto a que no ha trabajado ni un solo día de su vida como un honrado chimp. Debe de ser un técnico o un científico. —Lo dijo de tal forma que parecía como si un neochimp con ese título fuera una especie de niño privilegiado al que se le permite entretenerse con complicados juegos sin objeto.
La ironía de todo ello era que si bien las manos de Fiben no tenían tantos callos como las de los demás, llevaba bajo la camisa las marcas de las quemaduras sufridas cuando se estrelló en una colina de Mach Cinco. Pero hablar allí de eso no serviría de nada.
—Mirad, tíos, os voy a pagar una ronda…
El más alto de los chimps le dio un manotazo y el dinero salió despedido por encima de la barra.
—Eso es una porquería sin valor. Pronto empezarán a recogerlo, lo mismo que os cogerán a vosotros, simios aristócratas.
—¡Silencio! —gritó alguien entre la multitud, un bulto marrón de hombros encogidos. Fiben vio a Sylvie, estremeciéndose en lo alto de la simulada montaña. Los flecos de la falda se agitaban y Fiben vislumbró algo que lo dejó pasmado por completo Ella era realmente rosa…
El del traje con cremallera provocó a Fiben de nuevo.
—Y bien, señor universitario. ¿De qué te va a servir el carnet azul cuando los gubru empiecen a capturar y a esterilizar a todos los que tenéis libertad de procreación? ¿Eh?
Fiben acababa de darse cuenta de que aquellos tipos no tenían nada que ver con el chimp grande del mono. De hecho, aquel tipo se había esfumado entre las sombras.
—No sé de qué estáis hablando.
—¿Ah, no? Han estado investigando en los archivos coloniales y han arrestado a muchos chimps universitarios como tú para interrogarlos. De momento, sólo están tomando muestras, pero tengo amigos que aseguran que están planeando una purga total. Y ahora, ¿qué dices a eso?
—¡Que se callen esos mamones! —gritó alguien. Esta vez se giraron muchas cabezas. Fiben vio ojos vidriosos, salpicaduras de saliva y colmillos prominentes.
Se sentía destrozado. Deseaba con todas sus fuerzas salir de allí, pero, ¿y si había algo de verdad en lo que decían aquellos tipos? En ese caso, merecía la pena informarse.
—Eso es un poco sorprendente —dijo Fiben cuando decidió quedarse un rato más a escuchar y apoyó un codo en la barra—. Los gubru son conservadores fanáticos. Cualquier cosa que hagan a otras razas tutoras nunca interferirá en el proceso de Elevación. Va en contra de sus propias creencias.
—¿Es eso lo que te han enseñado en la universidad, azulito? —Bigotes se limitó a sonreír—. Bueno, los galácticos dicen que eso es lo que ahora importa.
Estrechaban el círculo alrededor de Fiben, y parecían más interesados en él que en los contoneos de Sylvie. Los espectadores aullaban con más fuerza, el ritmo era más frenético, y Fiben sintió que la cabeza iba a estallarle a causa del ruido.
—… demasiado superior para disfrutar con un espectáculo para la clase obrera. Nunca ha trabajado de verdad. Pero si chasquea los dedos todas nuestras chimas van corriendo hacia él.
Fiben notó que allí había algo engañoso. El del bigote estaba excesivamente tranquilo y los comentarios que hacía para irritarlo resultaban demasiado premeditados. En un ambiente como aquél, con tanto ruido y tensión sexual, un obrero auténtico no sería capaz de tanta sutileza.
¡Marginales!, advirtió de pronto. Ahora veía las señales. Dos de los chimps mostraban en el rostro los estigmas de una fracasada manipulación genética, rasgos de cacofrenia, manchas en la piel y la parpadeante y eterna mirada de asombro de un cerebro con los cables cruzados; recordatorios vergonzosos de que la Elevación era un proceso difícil y requería un precio.
Poco antes de la invasión, leyó en una revista local que los «margis» de la comunidad habían adoptado la moda de vestirse con chillones trajes de cremallera. Fiben supo de repente que estaba atrayendo la atención de los peores elementos. Sin ningún humano a su alrededor o algún signo de autoridad civil, era evidente lo que aquellos carnets rojos querían hacerle.
Estaba claro que tenía que salir de allí. Pero, ¿cómo?
Los chimps lo rodeaban cada vez más estrechamente.
—Mirad, tíos. Sólo he venido a ver qué pasaba. Gracias por vuestra charla, pero ahora tengo que largarme.
—Se me ocurre una idea mejor —se burló el jefe—. ¿Qué tal si te presentamos a un gubru para que él mismo te explique lo que pasa y lo que piensan hacer con los chimps universitarios? ¿Eh?
Fiben parpadeó. ¿Podía ser que aquellos chimps estuvieran cooperando con el enemigo?
Había estudiado Historia Antigua de la Tierra, esos largos y oscuros siglos previos al Contacto, cuando la solitaria e ignorante Humanidad enfrentó con horror toda clase de experiencias, desde el misticismo a la guerra pasando por la tiranía. Había visto y leído innumerables relatos de esos tiempos antiguos, en especial historias de hombres y mujeres solitarios que resistieron con valentía y a menudo impotencia frente al mal. Fiben se había alistado en la milicia colonial porque, en parte, quería emular a los valerosos guerreros maquis, palmach o de la Liga del Poder Satélite.
Pero la historia también hablaba de traidores: los que buscaban beneficios en donde los hubiera, aunque fuera a expensas de sus camaradas.
—Vamos, amigo estudiante. Hay un pájaro al que me gustaría que conocieras. —La presión en su brazo era como el de una prensa. El gesto de sorpresa y dolor que apareció en el rostro de Fiben provocó la risa del chimp bigotudo—. Añadieron unos cuantos genes extras de fuerza en mi mezcla —se burló—. Esa parte de la manipulación sí funcionó, pero no algunas de las otras. Me llaman Puño de Hierro y yo no tengo carnet azul, ni siquiera uno amarillo. Y ahora vamos. Le pediremos al teniente de escuadrón de la Garra Brillante que nos explique qué piensan hacer los gubru con los chimps listos como tú.
A pesar de la dolorosa presión en el brazo, Fiben fingía indiferencia.
—Seguro, ¿por qué no? ¿Pero quieres que hagamos una apuesta? —Dobló su labio superior hacia adentro en señal de desprecio—. Si no recuerdo mal mis estudios de segundo curso de xenología, los gubru tienen un ciclo vital totalmente diurno. Apuesto que lo único que encontrarás tras esas gafas oscuras es al maldito pájaro profundamente dormido. ¿Crees que le gustará que lo despierten para discutir sobre las sutilezas de la Elevación con un tipo como tú?
Aquella bravata le hizo ver a Puño de Hierro que Fiben poseía un elevado nivel de educación. La seguridad teatral de éste le hizo desistir por unos instantes, pero luego parpadeó ante la idea de que alguien fuese capaz de dormir en medio de aquel bochinche.
—Vamos a verlo —gruñó al fin.
Los otros chimps se acercaron más. Fiben sabía que era inútil enfrentarse con los seis a la vez. Y tampoco le serviría de nada pedir ayuda a la policía. En aquellos días la autoridad llevaba plumas.
Sus escoltas lo empujaron a través del laberinto de mesitas. Los clientes que estaban recostados en las esteras refunfuñaban irritados cuando Puño de Hierro los apartaba a un lado, pero sus ojos, vidriosos por una pasión apenas contenida, permanecían fijos en la danza que Sylvie ejecutaba al ritmo de la música.
Fiben observó por encima del hombro las contorsiones de la actriz, y su rostro enrojeció. Retrocedió un paso sin mirar y cayó sobre una blanda masa de piel y músculo.
—¡Ay! —aulló el cliente, que estaba sentado, mientras se derramaba su bebida.
—Perdón —murmuró Fiben apartándose en seguida. Sus sandalias se apoyaron sobre otra mano peluda provocando una nueva queja. El lamento se convirtió en un chillido de indignación cuando Fiben apretó con fuerza la mano contra el suelo mientras volvía a disculparse.
—¡Sentaos! —ordenó una voz desde el fondo del local.
—¡Eso, que se sienten; están en medio y no dejan ver! —añadió otra.
Puño de Hierro miró a Fiben con desconfianza. Tiró de su brazo pero él se resistió unos instantes y acto seguido dejó de hacer fuerza, con lo cual salió despedido hacia adelante empujando a su adversario y haciéndolo caer sobre una de las mesas de junco. Los vasos y las tablas de esnifar se volcaron y los chimps allí sentados cayeron rodando y soltando bufidos de indignación.
—¡Eh!
—¡Cuidado, «margi» bastardo!
Sus ojos, inflamados doblemente por las drogas y la danza de Sylvie, ya no contenían ningún destello de razón.
El afeitado rostro de Puño de Hierro palideció de ira. Apretó con más fuerza el brazo de Fiben e hizo una seña a sus compañeros para que se acercaran. Fiben se limitó a sonreír con aire conspirador y le dio unos golpecitos con el codo. Fingiendo estar borracho, habló a gritos:
—¿Has visto lo que has hecho? Ya te dije que no te llevaras por delante a esos tipos sólo para demostrarme que están, tan idos que no pueden ni hablar.
Los chimps cercanos llenaron de aire sus pulmones tan ruidosamente que pudo oírse pese a la música.
—¿Quién dice que no puedo hablar? —farfulló uno de los bebedores que apenas podía pronunciar las palabras. El borracho avanzó con paso vacilante, tratando de descubrir quién lo había insultado—. ¿Has sido tu?
El que agarraba a Fiben lo miró con aire amenazante y lo apretó aún más. Sin embargo, éste se las arregló para que no se borrase la sonrisa de su rostro y guiñó un ojo.
—Quizá sí que puedan más o menos hablar, pero tienes razón en lo que dijiste de su manera de andar apoyando los nudillos.
—¿Qué?
El chimp rugió y agarró a Puño de Hierro, pero el mutante se hizo a un lado hábilmente con un gesto de desprecio y lo golpeó con el canto de la mano. El borracho aulló de dolor, se dobló y cayó chocando contra Fiben.
Los amigos del chimp ebrio intervinieron entonces gritando a pleno pulmón, Fiben sintió que desaparecía la presión de su brazo al tiempo que todos se sumergían en una oleada de enfurecido pelo marrón.
Fiben se agachó cuando un greñudo simio con un arnés de trabajo hecho de cuero intentó golpearlo. El puñetazo pasó de largo y fue a estrellarse contra la mandíbula de uno de los pendencieros «margis». Fiben propinó una patada a otro de ellos en la rodilla y éste aulló de modo muy satisfactorio. En pocos instantes todo se convirtió en un caos de muebles de junco y cuerpos oscuros; las baratas mesas de caña se partían en dos cuando chocaban con alguna cabeza y el aire se llenaba de salpicaduras de cerveza y de pelos.
La banda aumentó el ritmo, pero aun así apenas se oía bajo los gritos de indignación o de alegría combativa. En un momento de descuido, Fiben se encontró con unos fuertes brazos de simio que lo levantaban del suelo, y no eran unos brazos amables, precisamente.
—¡Huau!
Voló por encima del tumulto y aterrizó en medio de un grupo de juerguistas que aún no estaban metidos en la refriega. Lo miraron con caras de asombro y perplejidad; pero antes de que pudieran reaccionar, Fiben se levantó gimiendo. Se encaminó hacia el pasillo, tambaleándose a causa de un súbito tirón de su todavía débil tobillo izquierdo.
La lucha se generalizaba, y dos de los chimps de brillantes trajes de cremallera se dirigían hacia él enseñando los colmillos. Y por si esto fuera poco, los clientes cuya reunión acababa de interrumpir cíe forma tan violenta se habían puesto de pie, resoplando enojados. Unas manos intentaron darle alcance.
—Tal vez otro día —dijo Fiben con amabilidad.
Se alejó de sus perseguidores abriéndose paso apresuradamente entre las mesitas, y cuando delante sólo encontró un par de hombros anchos y encorvados no dudó un momento en subirse a ellos para saltar desde allí, dejando a su improvisado trampolín con un gruñido en la boca y sobre otro montón de mimbres rotos.
Saltó por encima de una última fila de clientes y cayó de rodillas en un amplio espacio abierto, la pista de baile. A unos pocos metros se hallaba el montículo del trueno sobre el que la incitante Sylvie se preparaba para su número final, aparentemente ajena a la creciente conmoción de la sala.
Fiben cruzó la pista a toda prisa con la intención de correr hacia la barra y encontrar una de las salidas que había detrás. Pero justo en el momento en que se puso de pie, un foco lo iluminó desde lo alto De repente empezó a recibir vítores y gritos de ánimo desde todas partes.
Era obvio que al público le había gustado algo. Pero, ¿qué? A través del resplandor del foco, Fiben pudo comprobar que la cabaretera no hacía nada extraordinario ni espectacular, al menos no más que antes. Entonces se dio cuenta de que Sylvie lo estaba mirando a él. Advirtió su divertida mirada tras su máscara de pájaro.
Se volvió y vio que todos los que aún no estaban implicados en la creciente bronca lo animaban. Hasta el gubru del palco parecía mover hacia él su rostro oculto tras las gatas oscuras.
No era el momento de averiguar el significado de todo aquello. Pudo ver que varios «margis» más se habían salido de la refriega. Con sus trajes chillones se les distinguía fácilmente, y se hacían señas entre sí dirigiéndose hacia todas las salidas.
Fiben reprimió el pánico. Estaba acorralado. Tiene que haber otra salida, pensó furioso.
Y entonces comprendió dónde debía de estar esa salida. La puerta de la bailarina, encima y detrás del acolchado monte de la danza; la cortina de abalorios a través de la cual Sylvie había hecho acto de presencia. Un rápido movimiento y pronto la dejaría atrás y saldría de allí.
Corrió por la pista y saltó sobre el montículo, agarrándose a uno de los voladizos alfombrados. Los deslumbrantes focos lo siguieron.
Parpadeó ante Sylvie. Ésta se pasó la lengua por los labios y movió las caderas.
Fiben se sintió atraído y repelido al mismo tiempo. Quería trepar a gatas y cogerla; y quería un escondite oscuro en la rama de un árbol para meterse.
La pelea había cobrado fuerza entre los espectadores, pero no parecía agravarse. Sólo con botellas de papel y muebles de junco, los combatientes se contentaban con un amigable tumulto de mutua confusión cuyo origen estaba casi olvidado.
Pero en cada esquina de la pista de baile, un chimp vestido con un coloreado traje de cremallera lo miraba mientras buscaba algún objeto en sus bolsillos. Parecía haber sólo un camino. Trepó hasta otra «roca» acolchada. Y la multitud siguió animándolo cada vez con más fuerza. El ruido, los olores, la confusión… Fiben parpadeó ante ese mar de ardientes rostros que lo contemplaban expectantes. ¿Qué estaba ocurriendo?
Un atisbo de movimiento captó su atención. Desde el palco situado sobre el bar alguien lo saludaba. Era un chimp pequeño, vestido con un manto oscuro con capucha, que destacaba entre aquella enloquecida multitud por su expresión facial, tranquila y helada.
De pronto Fiben lo reconoció: era el pequeño alcahuete, el que lo había abordado a la puerta de «La Uva del Simio». No podía oír la voz del chimp con toda aquella algarabía, pero pudo leer en sus labios.
—¡Eh, idiota, mira hacia arriba!
El rostro infantil le hacía muecas, señalando un punto elevado.
Fiben levantó la cabeza… justo a tiempo de ver cómo una cosa brillante se le venía encima. Por puro instinto saltó hacia un lado, agarrándose con fuerza a otra «roca» mientras el borde de la red que caía le rozaba el pie izquierdo. Un dolor eléctrico sacudió su pierna.
— ¡Mierda! ¡Por todos los demonios! —maldijo en voz alta. Le costó unos instantes darse cuenta de que el tumulto que oía estaba compuesto de aplausos. Pronto éstos se convirtieron en vítores cuando rodó por el suelo, sujetándose la pierna, para escapar así de otra trampa. Una docena de lazos recubiertos con una sustancia pegajosa cayeron rígidos sobre la roca de imitación desde la que acababa de saltar.
Fiben intentó permanecer lo más quieto posible mientras se frotaba el pie y miraba a su alrededor enojado. Por dos veces había estado a punto de ser cazado como un estúpido animal. Para el público tal vez fuera divertido, pero él personalmente no tenía deseo alguno de verse involucrado en una extraña y lunática carrera de obstáculos.
En la pista de baile avistó unos brillantes trajes de cremallera, a la derecha, a la izquierda y en el centro. El gubru del palco parecía interesado, pero no daba muestras de querer intervenir.
Fiben suspiró. Su problema seguía siendo el mismo. La única dirección que podía tomar era hacia arriba.
Con mucha cautela, empezó a trepar por otra roca acolchada. Era evidente que las trampas estaban pensadas para resultar humillantes, incapacitadoras y dolorosas, pero no mortales. Salvo en su caso, claro. Si caía en ellas, sus indeseables enemigos lo atraparían en un abrir y cerrar de ojos.
Puso el pie con cuidado en el siguiente «peñasco». Notó un cosquilleo de falsedad bajo el pie derecho y se echó atrás justo en el momento en que se abría la puerta de una trampa. La multitud contuvo el aliento mientras él trastabillaba junto al borde del hoyo recién abierto. Fiben agitó los brazos como aspas de molino para mantener el equilibrio. Desde su insegura posición, dio un salto y se agarró con las manos al saliente de arriba.
Sus pies colgaban en el vacío; su respiración se hizo jadeante. Deseaba desesperadamente que los humanos no hubieran suprimido algunas de las habilidades trepadoras de sus ancestros, instintivas e «innecesarias», para dejar espacio a cosas tan triviales como el lenguaje y la razón.
Gruñó, y poco a poco empezó a ascender dejando atrás el abismo. El público enfervorizado pedía más.
Al llegar con la respiración entrecortada al siguiente nivel, mientras intentaba mirar en todas direcciones, Fiben advirtió que un sistema de megafonía, sobreponiéndose al ruido de la multitud, murmuraba sin cesar en un tono mecánico y entrecortado.
—… un enfoque más adecuado de la Elevación… adecuado al origen de la raza pupila… que ofrece oportunidades a todos los que… no afectados por la perversión de las normas humanas…
En el palco, el invasor gorjeaba ante un pequeño micrófono. Sus palabras traducidas por una máquina bramaban por encima del sonido de la música y el excitado griterío del público. Fiben pensó que ni siquiera uno de cada diez chimps de la sala era consciente del monólogo del ET debido al estado en que todos se encontraban. Pero era probable que eso no importase.
¡Estaban siendo condicionados!
No era raro que nunca hubiese oído hablar del striptease de Sylvie en el montículo ni de aquella demencial carrera de obstáculos. ¡Eran innovaciones de los invasores!
Pero, ¿qué se proponían con ellas?
No pueden haber preparado todo esto sin ayuda, pensó Fiben enojado. Veía cómo los dos chimps bien vestidos que estaban sentados junto al invasor susurraban entre sí y garabateaban en sus cuadernos: tomaban nota de las reacciones del público por encargo de sus nuevos amos.
Fiben escudriñó el palco y descubrió que el pequeño alcahuete con la capucha no estaba lejos del anillo de protección que formaban los guardias robot en torno al gubru. Se dedicó a memorizar sus rasgos infantiles durante un segundo. ¡Traidor!
Sylvie estaba ahora varios terraplenes por encima de él. La bailarina movía sus rosadas caderas ante sus narices y se reía al ver el sudor que le bañaba el rostro. Los machos humanos tenían sus propios estímulos visuales: los pechos y caderas femeninos y la suave y lisa piel de las fems. Pero no podían compararse con el temblor eléctrico que ocasionaba a un chimp macho contemplar un poco de color en el sitio adecuado.
—Fuera. Hay que salir, no quedarse dentro —dijo Fiben, sacudiendo la cabeza vigorosamente.
Se concentró en mantener el equilibrio, y sin forzar demasiado su débil tobillo izquierdo rodeó el agujero y se impulsó hacia adelante con las manos y las rodillas.
Sylvie se inclinaba hacia él desde dos niveles más arriba. Podía percibir su aroma a pesar de los fuertes olores que invadían el local, y a Fiben se le ensancharon las fosas nasales.
Pero de repente agitó la cabeza. Había otro olor penetrante, un tufo empalagador que parecía muy cercano.
Con el dedo meñique de la mano izquierda tocó la plataforma que había estado a punto de encaramarse. Gritó y apartó el dedo en seguida, dejando tras de sí un pedacito de piel. A diez centímetros del borde, la superficie estaba cubierta por una goma que ardía.
¡Maldito instinto! Fiben se llevó automáticamente el dedo chamuscado a la boca y estuvo a punto de quedar amordazado.
Ésta sí que era buena situación. Si avanzaba hacia arriba o hacia adelante aquella sustancia pegajosa lo atraparía, y si retrocedía era más que probable que cayese al vacío.
Este laberinto de trampas era la explicación a algo que antes lo había intrigado. Ahora entendía que los chimps del público no se hubieran vuelto locos y se Hubieran abalanzado sobre el montículo en el momento en que Sylvie los provocaba Sólo los presumidos o los temerarios se arriesgarían a tal escalada; los otros se contentaban con mirar y tener fantasías. La danza de Sylvie no era más que la primera parte del espectáculo.
¿Y si algún bastardo afortunado lo conseguía? Bueno, entonces todos los demás podrían contemplar también ese aliciente adicional.
Esa idea le repelió. Las relaciones en privado eran naturales, pero aquella lascivia pública resultaba asquerosa.
Al mismo tiempo, advirtió que casi había logrado llegar arriba. Sintió una ancestral aceleración en la sangre. Sylvie se contoneaba hacia él, e imaginó que ya podía tocarla. Los músicos aumentaron el ritmo y las luces estroboscópicas brillaron de nuevo en una imitación de los relámpagos, acompañados por truenos artificiales. Fiben notó unas punzantes gotitas, como el principio de una tormenta.
Sylvie bailaba bajo la lluvia, incitando al público, y Fiben se humedeció los labios sintiéndose atraído.
Entonces, bajo el resplandor de un solitario relámpago, Fiben reparó en algo igualmente excitante, pero mucho más atractivo para él que el hipnótico movimiento de la chima. Era una señal luminosa, pequeña y verde, recatada y concreta, que brillaba tras el hombro de la bailarina.
«SALIDA», leyó.
De pronto el dolor, el cansancio y la tensión provocaron que algo se liberase en el interior de Fiben. De algún modo, se sintió por encima del ruido y el tumulto, y recordó con diáfana claridad lo que Athaclena le dijera poco antes de abandonar el campamento de la montaña y empezar su excursión hacia la ciudad. Las hebras plateadas de su corona tymbrimi se habían ondulado con suavidad, como mecidas por una brisa de pensamiento puro.
—Hay un dicho que mi padre me recitó una vez. Se trata de un «poema Haikú», en un dialecto terrestre llamado japonés. Quiero que lo lleves contigo.
—Japonés —había protestado él—. Se habla en la Tierra y en Calajia pero en Garth no hay ni cien hombres o chimps que lo entiendan.
—yo tampoco. —Athaclena había sacudido la cabeza—. Pero debo decírtelo tal como me lo dijeron a mi.
Lo que surgió entonces de su boca abierta fue mucho más una cristalización que un sonido, un breve sustrato de significado que dejó una huella mientras se desvanecía.
Ciertos momentos suavizan
la más oscura tormenta del invierno,
¡cuando las estrellas claman y tú te elevas!
Fiben parpadeó y el momento revivido desapareció. Las letras seguían brillando, resplandeciendo como un refugio verde.
De pronto, todo desapareció: el ruido, los olores, el fuerte picor de las diminutas gotas que imitaban a la lluvia. Fiben se sentía como si su tórax se hubiera ensanchado al doble. Los brazos y las piernas le parecían más ligeros, como si no pesasen prácticamente nada.
Con una rápida flexión, saltó desde su precario punto de apoyo para aterrizar en el siguiente nivel, con las puntas de los pies a pocos centímetros de la ardiente y camuflada cola. El público rugía, y Sylvie retrocedió un paso y empezó a aplaudir.
Fiben reía. Se golpeó el pecho rápidamente como había visto hacer a los gorilas, siguiendo el ritmo del trueno que iba en aumento. Al público le encantó.
Caminó junto a la superficie pegajosa con una mueca, distinguiéndola más por instinto que por su leve diferencia de color. Con los brazos extendidos para no perder el equilibrio, lo hacía parecer más difícil de lo que era en realidad.
El terraplén terminaba en un gran árbol, hecho con fibra de vidrio y bolas de plástico verde, que coronaba la cima del montículo.
Por supuesto, aquella cosa estaba llena de trampas. Fiben no perdió el tiempo inspeccionándola. Saltó hacia arriba hasta tocar levemente la rama más próxima, balanceándose arriesgadamente al caer. El público estaba boquiabierto.
La rama tardó un instante en retraerse, tras haberla tocado… el tiempo suficiente para agarrarse a ella con fuerza en caso de haberlo intentado. Todo el árbol pareció girar. Las ramas se convirtieron en cuerdas ondulantes que le hubiesen atrapado el brazo si hubiese estado sujeto a cualquiera de ellas.
Con un aullido de alborozo, Fiben saltó de nuevo, agarrándose ahora a la cuerda que colgaba cuando la rama se inclinó otra vez. La utilizó como un saltador de pértiga, y pasó por encima de las dos últimas plataformas, incluida la de la sorprendida bailarina, para ir a parar a la selva de cables y vigas del techo.
Se soltó en el último momento y aterrizó de un salto en una tramoya. Durante unos instantes tuvo que luchar para no perder el equilibrio en aquella base tan precaria. A su alrededor todo era un laberinto de focos y combados entramados. Riendo, saltó entre disparadores automáticos, cables accionadores, redes y cuerdas entrelazadas que caían hacia el montículo. Había también unos tubos con una sustancia caliente parecida a los copos de avena. Fiben los pisó y los fragmentos que cayeron obligaron a la orquesta a ponerse a cubierto.
Ahora Fiben podía ver claramente el trazado de la carrera de obstáculos. No había una solución real al rompecabezas, sólo la que había usado para saltar sobre las últimas plataformas.
En otras palabras, no le quedaba más remedio que batir trampas.
El montículo no era un buen examen. Ningún chimp podía superarlo con la inteligencia; sólo podía esperar que otros corrieran el riesgo primero, sufriendo dolor y humillación en las trampas. La lección que enseñaban con eso los gubru era insidiosamente simple.
—Esos bastardos —murmuró.
El sentimiento de exaltación empezaba a desvanecerse y con él una parte de la sensación de invulnerabilidad que emanaba. Era obvio que Athaclena le había ofrecido un regalo de despedida, un hechizo posthipnótico para que le ayudara a encontrarse a sí mismo en medio de un buen lío. Fuera lo que fuese, él sabía que no podía forzar demasiado aquella buena suerte.
Ha llegado el momento de salir de aquí, pensó.
La música enmudeció cuando la orquesta empezó a recibir el impacto de la sustancia parecida a la avena. En aquellos momentos, el servicio de megafonía estaba de nuevo en marcha, emitiendo unas exhortaciones que ya parecían un poco fanáticas.
—… un comportamiento inaceptable en pupilos adecuados… Negar las expresiones de aprobación al que ha roto las reglas… Al que debe ser castigado.
Los pomposos apremios del gubru caían en saco roto porque la multitud parecía haberse transformado totalmente en simia. Cuando Fiben saltó sobre los mastodónticos altavoces y soltó los cables, la perorata del alienígena se vio interrumpida y un rugido de alegría y aprobación creció entre el público.
Fiben se apoyó en uno de los focos y lo movió de forma que recorriera toda la sala. Cuando el haz de luz los iluminaba, los chimps cogían las mesas de junco y las rompían sobre sus cabezas. Entonces el foco se posó en el palco donde el ET agitaba el micrófono muy airado. La criatura pajaril se encogió gimiendo ante el fuerte resplandor.
Los dos chimps que compartían el palco del VIP se pusieron a cubierto cuando los robots-guardia giraron y dispararon al unísono. Fiben saltó de la tramoya justo antes de que el foco explotase en una lluvia de metal y vidrios.
Cayó dando una voltereta en la cima del montículo de la danza… Rey de la Montaña. Al saludar al público disimuló su cojera. La sala retumbaba con los vítores y aplausos.
Cuando se volvió y se aproximó a Sylvie, todos callaron de repente.
Aquello era la recompensa. Los chimpancés en estado salvaje no tenían vergüenza de emparejarse delante de los demás, y hasta los neochimpancés elevados asistían a sesiones de grupo cuando era el tiempo y el lugar adecuados. No sentían los celos y los tabús de intimidad que hacían tan raros a los machos humanos.
El clímax de la velada se había producido mucho antes de lo que el gubru planeó, y de una forma que a lo mejor no era de su agrado, pero la esencia de la lección se mantenía. Los del público buscaban un placer indirecto, con todas las reacciones psicológicamente controladas.
La máscara de pájaro de Sylvie era parte del condicionamiento. Sus dientes brillaron al tiempo que agitaba las caderas ante él. Las numerosas tiras de la falda ondularon en un destello de provocativo color. Hasta los «margis» estacan pendientes de ella, relamiéndose los labios expectantes, y habiendo olvidado la pelea con Fiben. En aquel momento, él era su héroe, él era cada uno de ellos.
Fiben reprimió una oleada de vergüenza. No somos tan malos… sobre todo cuando piensas que sólo tenemos una existencia de trescientos años. Los gubru pretenden que no seamos más que animales para que así resultemos inofensivos, pero he oído decir que incluso los humanos, en las épocas antiguas, sufrían regresiones como ésta.
Sylvie empezó a gimotear a medida que él se acercaba. Fiben sintió una poderosa tensión en la espalda cuando ella se agachó para esperarlo. Alargó la mano y la cogió por el hombro.
Entonces la hizo girar para ponerla de cara a él y trató de levantarla.
Los vítores de la multitud se convirtieron en confusos murmullos. La sorpresa, empapada de secreción hormonal, hizo parpadear a Sylvie. Fiben comprendió que había tomado algún tipo de drogas para encontrarse en aquel estado.
—¿…. de frente? —preguntó, luchando con las palabras—. Pero Pico Grande ha dicho que quiere que parezca natural…
Fiben le tomó el rostro entre sus manos. La máscara tenía una compleja serie de hebillas, y él fue rodeando el prominente pico para besarla con cariño sin tener que quitársela.
—Vete a casa con tus compañeros —le dijo—. No permitas que nuestros enemigos te avergüencen.
Sylvie se tambaleó hacia atrás como si él la hubiese golpeado.
Fiben se encaró con el público y alzó las manos.
—Todos vosotros —gritó—. Los elevados por los lobeznos de la Tierra. ¡Id a casa con vuestros compañeros! Nosotros, junto con nuestros tutores, guiaremos nuestra propia Elevación. ¡No necesitamos ETs extranjeros que nos digan cómo debemos hacerlo!
Del público surgió un grave gruñido de consternación, y Fiben advirtió que el alienígena hablaba ante una pequeña caja, probablemente pidiendo ayuda.
—¡Id a casa! —repitió—. ¡Y no permitáis a los extranjeros que hagan de nosotros un espectáculo!
Los murmullos se intensificaron. Aquí y allí, Fiben vio caras con los ceños fruncidos, chimps que miraban a todos lados de una sala en la que él esperaba que naciera la vergüenza. Las cejas estaban arrugadas por incómodos pensamientos.
Pero entonces, de entre los susurros, se alzó una voz que le gritó:
—¿Qué pasa? ¿No se te levanta?
La mitad del público se echó a reír estrepitosamente. Se produjeron gritos y silbidos, sobre todo en las primeras filas.
Fiben tenía que pensar en marcharse. Era probable que el gubru no se atreviese a dispararle allí, delante de todo el mundo. Pero con seguridad había pedido que le mandaran refuerzos.
Y, sin embargo, Fiben no podía pasar por alto lo que le habían dicho desde el público. Dio un paso hasta el borde del montículo y desde allí miró a Sylvie.
Las burlas finalizaron de inmediato, y el breve silencio que las siguió se vio roto por silbidos y aplausos salvajes.
Cretinos, pensó Fiben, pero sonrió y saludó cuando hubo terminado.
El gubru se puso a aletear con los brazos y a dar gritos, empujando a los dos chimps bien vestidos que compartían su palco. Éstos, a su vez, se inclinaban hacia abajo, gritando a los camareros de la barra. En la distancia se oían débiles sonidos que parecían sirenas.
Fiben cogió a Sylvie para darle otro beso. Esta vez ella le respondió, contoneándose al terminar. Fiben hizo una pausa para dedicarle un último gesto al alienígena que fue acogido por el público con sonoras carcajadas. Luego se volvió y corrió hacia la salida.
En el interior de su cabeza, una vocecita lo maldecía por ser un extravertido idiota. ¡La general no te mandó a la ciudad para que hicieras esto, estúpido!
Cruzó la cortina de abalorios y se detuvo de repente al encontrarse cara a cara con un neochimp de ceño fruncido que vestía un manto con capucha. Fiben reconoció al pequeño chimp que había visto dos veces esa noche, aunque por breves instantes: primero en la puerta de «La Uva del Simio» y luego junto al palco del gubru.
—¡Tú! —lo acusó.
—Sí, yo —respondió el alcahuete—. Siento mucho no poder hacerte la misma oferta de antes, pero creo que esta noche tienes otras cosas en la mente.
—¡Quítate de en medio! —gritó Fiben, cejijunto.
—¡Max! —llamó el pequeño chimp.
Una gran forma surgió de las sombras. Era el tipo enorme de la cicatriz que había conocido junto a la barra antes de que aparecieran los marginales, el que tan interesado estaba en su carnet azul. En su carnosa mano brillaba un revólver inyectador de anestesia. Sonrió y se disculpó diciendo:
—Lo siento, compañero.
Fiben se puso en guardia, pero era demasiado tarde. Un creciente picor le recorrió el cuerpo y lo único que pudo hacer fue tropezar y caer en los brazos del chimp pequeño.
Se encontró con una suavidad y un aroma inesperados. Por Ifni, pensó en un instante de aturdimiento.
—Ayúdame, Max —dijo la cercana voz—. Tenemos que movernos deprisa.
Unos fuertes brazos lo levantaron, y Fiben casi agradeció perder la conciencia después de aquella última sorpresa: el pequeño alcahuete de rostro infantil era en realidad una chima, ¡una joven hembra!
El Suzerano de Costes y Prevención dejó el Cónclave de Mando en un estado de agitación. Tratar con sus compañeros Suzeranos resultaba siempre psiquicamente extenuante: tres adversarios que bailaban y daban vueltas, formando alianzas temporales, separándose y uniéndose de nuevo, dando forma a una siempre cambiante síntesis. Y así iba a ser mientras la situación en el mundo externo se mantuviera indeterminada, en continuo cambio.
Pero a la larga, las cosas de Garth se estabilizarían. Uno de los tres lideres demostraría que había sido el más idóneo, el mejor jefe. Mucho dependía de aquel resultado, tanto como del color y el género que cada une alcanzaría al final.
Y sin embargo, no había ninguna prisa en empezar la Muda. Todavía no. Se celebrarían muchos más cónclaves antes de que ese día llegase. Aún habían de caer muchas plumas.
El primer debate que sostuvo el de Prevención fue con el Suzerano de la Idoneidad para decidir si se debían utilizar soldados de Garra para someter a los soldados de Terragens en el cosmodromo. Esa discusión inicial no había sido más que una disputa sin importancia y, cuando el Suzerano de Rayo y Garra intervino para apoyar al de la Idoneidad, el de Prevención cedió de buena gana. En la batalla resultante perdieron un buen número de soldados, pero el ejercicio había servido para otros propósitos.
El Suzerano de Costes y Prevención conocía de antemano el resultado de la votación. En realidad, no tenía ninguna intención de ganar la primera disputa. Sabía que era mucho mejor empezar la carrera en el último puesto, así los otros dos tenderían a ignorar al Servicio Civil durante un tiempo. Iba a costar muchos esfuerzos crear una buena burocracia administrativa durante la ocupación, y el Suzerano de Costes y Prevención no quería malgastar energía en discusiones preliminares.
Como aquella que acababa de tener lugar. Cuando el burócrata salió del pabellón de reuniones, mientras sus ayudantes y escoltas acudían a su encuentro, en el interior aún podía oírse a los otros dos jefes de la expedición piándose el uno al otro. El cónclave había finalizado, y sin embargo seguían discutiendo acerca de las decisiones tomadas.
En los días próximos, los militares continuarían con sus ataques de gas y buscarían a todos los humanos que hubiesen escapado a las dosis iniciales. La orden se había firmado unos minutos antes.
El sumo sacerdote, el Suzerano de la Idoneidad, estaba preocupado porque muchos humanos civiles habían resultado muertos o heridos por el gas. Unos pocos neo-chimpancés también sufrían las consecuencias del ataque. Eso no era catastrófico desde un punto de vista legal o religioso, pero a la larga complicaría las cosas. Se tendrían que pagar indemnizaciones y la causa gubru se debilitaría si el asunto era llevado ante los tribunales interestelares.
El Suzerano de Rayo y Garra había apoyado la tesis de que el juicio era muy poco probable. Después de todo, con la conmoción que reinaba en las Cinco Galaxias, ¿quién iba a preocuparse de unos pocos errores cometidos en aquella pequeña charca de agua sucia y estancada que era Garth?
—¡Nos preocupa a nosotros! —había afirmado el Suzerano de la Idoneidad. Y dejó constancia de sus sentimientos negándose a bajar de su percha y pisar el suelo del planeta. Hacerlo de un modo prematuro, dijo, otorgaría a la invasión un carácter oficial, y eso debía retrasarse. La pequeña pero cruel batalla y la defensa del cosmodromo habían sido pruebas de ello. Al resistir con eficacia, aunque con brevedad, los inquilinos legales habían obligado a posponer por un tiempo los ataques formales. Cualquier otro error que cometieran no sólo dañaría las pretensiones de los gubru sobre el planeta sino que podría resultar terriblemente caro.
El sacerdote, después de insistir en aquel punto, desplegó su blanco plumaje, presumidamente seguro de su victoria. Al fin de cuentas, en el asunto de los gastos podía contar con un aliado. El Suzerano de la Idoneidad confiaba en que el de Costes y Prevención se pondría de su parte.
Qué estúpido es creer que la Muda se decidirá por altercados como éstos, pensó el Suzerano de Costes y Prevención, antes de ponerse de parte de los soldados.
—Dejemos que los gases continúen su acción y que salgan todos los que aún están escondidos —dijo para consternación del sacerdote y entusiasmo del almirante.
La batalla espacial y los aterrizajes habían resultado terriblemente caros, pero no tanto como lo hubieran sido sin el Programa de Coerción. Los ataques con gas habrían cumplido el objetivo de concentrar a casi toda la población humana en unas pocas islas donde podía ser controlada con toda facilidad. No era difícil comprender por qué el Suzerano de Rayo y Garra quería que fuese de esa manera. El burócrata también poseía experiencia en el trato con los lobeznos. También él se sentiría mucho más cómodo cuando todos los humanos peligrosos estuvieran en un lugar donde pudiera vigilarlos.
Pero pronto debería hacerse algo para reducir los altos costes de esta expedición. Los Maestros de la Percha ya habían hecho regresar a algunos elementos de la flota. En otros frentes las cosas estaban en situación crítica. Era vital que los gastos de aquí se controlasen con toda la fuerza de las garras. Aunque aquello era, por supuesto, un tema para otro cónclave.
Aquel día, el Suzerano militar volaba alto. Pero, ¿y mañana? Bueno, las alianzas cambiarían una y otra vez, hasta que al final surgiera una nueva política. Y una reina.
El Suzerano de Costes y Prevención se volvió para hablar con uno de sus ayudantes kwackoo.
—Que me lleven, que me conduzcan, que me transporten a mis dependencias.
El vehículo flotador despegó y se dirigió hacia los edificios confiscados por el Servicio Civil en el continente, y que dominaban el mar. Cuando el flotador pasó silbando por la pequeña ciudad de los terrestres, flanqueado por un grupo de robots de batalla, fue contemplado por las oscuras y peludas bestias que los lobeznos humanos consideraban sus pupilos más antiguos.
—Cuando lleguemos a la cancillería —dijo el Suzerano a su ayudante— reúne a todo el personal. Debemos considerar, evaluar, sopesar la nueva propuesta que ha mandado esta mañana el sacerdote acerca de cómo manejar a esas criaturas, los neochimpancés.
Algunas de las ideas sugeridas por el Departamento de la Idoneidad eran muy osadas. Había en ellas rasgos brillantes que hicieron que el burócrata se sintiera orgulloso de su futuro compañero. Entre los tres lo conseguiremos.
Sin embargo, deberían cambiar algunos aspectos si no querían que el plan condujese al desastre. Sólo uno de los componentes del Triunvirato tendría el dominio y el control necesarios para llevar una idea tal hasta su conclusión final y victoriosa. Esto ya se había sabido con antelación cuando los Maestros de la Percha habían elegido a sus Tres.
El Suzerano de Costes y Prevención soltó un agudo suspiro y consideró cómo iba a manipular el siguiente cónclave. Mañana, pasado, dentro de una semana. Esa próxima discusión no estaba lejos. Cada debate se volvería más urgente, más importante, a medida que se acercaran el consenso y la Muda.
Consideraba esas perspectivas con una mezcla de ansiedad, confianza y absoluto placer.
Los habitantes de las profundas cavernas no estaban acostumbrados a las brillantes luces y a los fuertes ruidos que llevaron consigo los recién llegados. Las hordas de murciélagos que volaban ante los intrusos dejaban a sus espaldas una gruesa capa de excrementos acumulados durante muchos siglos Bajo los muros de piedra caliza que brillaban con lentas filtraciones, los arroyos alcalinos eran ahora cruzados por improvisados puentes de tablas. En los rincones más secos, Bajo la pálida iluminación de las lámparas incandescentes, los seres de la superficie se movían con nerviosismo, como si detestaran alterar el inviolable silencio.
Entrar en un lugar así era como enfrentarse a una amenaza. Las sombras eran escuetas, dolorosas y sorprendentes. Un fragmento de roca podía parecer inofensivo y luego, al contemplarlo desde una perspectiva algo diferente, convertirse en la silueta de un monstruo encontrado cien veces en las pesadillas.
No resultaba difícil tener malos sueños en un sitio así.
Arrastrando los pies, en bata y zapatillas, Robert se sintió aliviado al comprobar que había encontrado el lugar que buscaba, el «centro de operaciones» rebelde. Era una cámara bastante grande, iluminada por más lámparas de lo habitual, pero con un mobiliario insuficiente. Unas cuantas mesas plegables viejas y unos pocos armarios habían sido complementados con unos bancos construidos con estalagmitas cortadas y niveladas más unos cuantos estantes hechos con maderas de los bosques de la superficie. Todo eso contribuía a dar la impresión de que la cúpula del mando era imponente y el trabajo de los refugiados inadecuado a sus fines.
Robert se frotó los ojos. En un rincón, junto a un tabique divisorio, podía verse a unos cuantos chimps que discutían y clavaban alfileres en un gran mapa. Hablaban en voz baja y examinaban papeles, y cuando uno de ellos alzó el tono de voz, los ecos resonaron en los pasadizos contiguos haciendo que los demás levantasen la cabeza alarmados. Resultaba obvio que los chimps estaban aún intimidados por su nuevo habitáculo.
—Muy bien —exclamó Robert, acercándose a la luz, con la garganta todavía rasposa por la falta de uso—. ¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Dónde está ella y qué se propone hacer?
Todos lo miraron. Robert sabía que su aspecto era ridículo con el pijama arrugado y las zapatillas, sin peinar y con el brazo enyesado hasta el hombro.
—Capitán Oneagle —dijo uno de los chimps—, tendría aún que guardar cama. La fiebre…
—Oh, déjalo…, Micah. —Robert tuvo que concentrarse para recordar el nombre del chimp. Las últimas semanas eran todavía una neblina en su mente—. La fiebre me bajó hace dos días. Puedo leer mi propio cuadro. Decidme, ¿qué ocurre? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde está Athaclena?
Se miraron entre sí. Por último, una chima se sacó de la boca unos cuantos alfileres de colores para los mapas y respondió:
—La general… uf, la señorita Athaclena, se ha marchado. Está dirigiendo un ataque por sorpresa.
—Un ataque… —Robert parpadeó—. ¿Contra los gubnt? —Se llevó una mano a los ojos porque la habitación parecía moverse—. Oh, Ifni.
Se produjo un despliegue de actividad cuando tres chimps intentaron a la vez coger una silla plegable de madera y ofrecérsela a Robert. Éste se sentó de golpe y vio que aquellos chimps eran o muy jóvenes o muy viejos. Athaclena debía de haberse llevado consigo a los más fuertes y sanos.
—Contádmelo —les pidió.
Una chima de aspecto maduro, con gafas y muy seria, les hizo a los demás una seña para que regresaran a sus tareas y se presentó.
—Soy la doctora Soo —dijo—. En el centro trabajaba en las historias genéticas de los gorilas.
—La doctora Soo, sí —asintió Robert—. Recuerdo que usted ayudó a curar mis heridas. —Recordaba su rostro entre brumas mientras la infección ardía en su sistema linfático.
—Estuvo muy enfermo, capitán Oneagle. No se trataba sólo del brazo roto, o de esas toxinas que absorbió durante el accidente. Ahora estamos casi seguros de que también inhaló los gases que los gubru lanzaron en el feudo de los Mendoza.
Robert parpadeó. Su memoria era confusa Había pasado un par de días allí arriba, en el rancho de los Mendoza, hablando con Fiben y haciendo planes. De alguna forma tendrían que encontrar a otros y empezar algo. Tal vez ponerse en contacto con el gobierno de su madre en el exilio, si es que aún existía. Los informes de Athaclena hablaban de una serie de cuevas que parecían ideales como cuartel general. Quizás esas montañas podrían ser una base de operaciones contra el enemigo.
Luego, una tarde, aparecieron de pronto unos chimps que corrían frenéticos de un lado a otro. Antes de que pudiera hablar, antes de que pudiera incluso levantarse, lo cogieron en brazos y lo sacaron de la granja en dirección a las montañas.
Se estaban produciendo estampidos sónicos… sucintas imágenes de algo inmenso en el cielo.
—Pero… pero yo creía que el gas era fatal si… —Su voz se quebró.
—Eso, si no hay antídoto. Pero la dosis que inhaló usted era tan escasa… —La doctora Soo se encogió de hombros—. Y aun así, estuvimos a punto de perderlo.
—¿Y la niña pequeña? —preguntó Robert, estremeciéndose.
—Está con los gorilas. —La chima experta en nutrición sonrió—. Está lo más segura que se puede estar dadas las circunstancias.
—Al menos eso es bueno. —Suspiró y se recostó en la silla.
Los chimps que se llevaron a la pequeña Abril Wu debieron de llegar a las alturas con tiempo suficiente para salvarla. Robert lo había conseguido a duras penas. Los Mendoza fueron un poco más lentos y se habían visto envueltos en la nube de gas tóxico que surgía de la panza de la nave alienígena.
—A los ’rilas no les gustan las cavernas, así que la mayoría están en los valles elevados, forrajeando en pequeños grupos bajo una vigilancia relajada, alejados de cualquier edificio. Están atacando regularmente con gas a todos los edificios, tanto si hay humanos en ellos como si no los hay.
—Los gubru son minuciosos —asintió Robert.
Miró el mapa de la pared cubierto de alfileres de colores. Abarcaba toda la región, desde las montañas septentrionales, al otro lado del Valle del Sind, hasta el mar por el oeste. Allí, las islas del archipiélago formaban un collar de civilización. En el continente sólo había una ciudad, Puerto Helenia, en la orilla norte de la Bahía de Aspinal. Al sur y al este de las Montañas de Mulun se hallaban las junglas del continente principal, pero la característica más importante se encontraba en el extremo superior del mapa. Pacientes, tal vez imparables, las grandes capas de hielo gris adquirían cada año mayor profundidad. La ruina final de Garth.
Sin embargo, los alfileres del mapa tenían que vérselas con una calamidad más cercana, más a corto plazo. La disposición de las marcas rosas y rojas era fácil de interpretar.
—Tienen la sartén por el mango, ¿eh?
El chimp más viejo, llamado Micah, le llevó a Robert un vaso de agua. Frunció el ceño ante el mapa.
—Sí, señor. Al parecer, la batalla ha terminado. Los gubru han concentrado sus energías alrededor de Puerto Helenia y del archipiélago, al menos de momento. Aquí, en las montañas, ha habido poca actividad, aparte de ese acoso permanente de los robots que lanzan gases de coerción. Pero el enemigo ha establecido una firme presencia en todos los lugares colonizados.
—¿Cómo consigues la información?
—Mediante los comunicados gubru, principalmente, y nuestros informadores de Puerto Helenia. La general también envió mensajeros y observadores en todas direcciones. Algunos ya nos han hecho llegar sus informes.
—¿Quiénes son los mensajeros?
—La gen… uf —Micah parecía un poco avergonzado—. A algunos de los chimps les costaba pronunciar el nombre de la señorita Athac… de la señorita Athaclena. Así que… —Su voz se apagó.
Voy a tener que hablar con esa chica, pensó Robert resollando.
—¿A quién envió a Puerto Helenia? —preguntó, alzando el vaso de agua—. Es un lugar peligroso para un espía.
—Athaclena eligió a un chimp llamado Fiben Bolger —respondió la doctora Soo sin mucho entusiasmo. Robert tosió y se salpicó de agua la bata. La doctora Soo prosiguió—: Es un militar, capitán, y la señorita Athaclena pensó que espiar en la ciudad requería un enfoque no convencional…
Eso sólo consiguió que Robert tosiera aún más fuerte. No convencional. Sí, eso describía a Fiben. Si Athaclena había elegido al viejo «Troglodita» Bolger, eso decía mucho de su buen juicio. Después de todo, tal vez no estuviera disparando a ciegas.
Y sin embargo, es poco más que una niña. ¡Y encima, alienígena? ¿Piensa que es un general de verdad? ¿Al mando de qué? Miró el recinto escasamente amueblado, los pequeños montones de suministros traídos a mano. Al fin de cuentas, todo aquel asunto resultaba penoso.
—La disposición del mapa de la pared es bastante rudimentaria —observó Robert, fijándose en ese aspecto en particular.
Un chimp viejo que aún no había hablado se rascó el escaso pelo de la barbilla y dijo:
—Podríamos organizamos mucho mejor. Tenemos varios ordenadores de tamaño medio. Unos chimps están preparando programas sobre baterías, pero no tenemos energía para hacerlos funcionar a pleno rendimiento. Athaclena, la tymbrimi —prosiguió mirando a Robert con socarronería—, insistió en que lo primero que debíamos hacer era abrir un grifo geotermal. Pero creo que si pudiéramos instalar unos colectores solares en la superficie… bien escondidos, claro está…
Dejó la idea en el aire. Robert pudo ver que aquel chimp, al menos, no se sentía entusiasmado por recibir órdenes de una chica, que ni siquiera era del clan de la Tierra o ciudadana de Terragens.
—¿Cómo te llamas?
—Jobert, capitán.
—Bien, Jobert —dijo Robert sacudiendo la cabeza—, discutiremos eso más tarde. ¿Puede contarme alguien eso del «ataque sorpresa»? ¿Qué se propone Athaclena?
Micah y Soo se miraron entre sí. La chima habló primero:
—Se fueron antes del amanecer. Y ya es más de media tarde. En cualquier momento debería llegar el mensajero.
Jobert hizo una mueca. Su cara arrugada y oscurecida por los años estaba empañada de pesimismo.
—Se han marchado con rifles de gatillo y granadas de choque, con la esperanza de tender una emboscada a una patrulla gubru. En realidad —concluyó el viejo chimp secamente—, hace más de una hora que esperamos sus noticias. Me temo que ya están tardando demasiado en regresar.
Fiben se despertó en la oscuridad, en postura fetal, bajo una manta polvorienta.
Al recobrar la conciencia regresó el dolor. El simple gesto de apartar su brazo derecho de encima de los ojos le supuso un estoico esfuerzo de voluntad, y el movimiento le provocó una oleada de náuseas. La inconsciencia lo llamaba de forma seductora.
Lo que le hizo resistirse a ella fue el tenue y persistente recuerdo de sus sueños. Esas extrañas y aterrorizantes imágenes le habían llevado a buscar la conciencia… La última escena, la más intensa, tuvo lugar en un desértico paisaje lleno de cráteres. Los rayos golpeaban las destellantes arenas que lo rodeaban, acribillándolo con brillante metralla cada vez que intentaba huir o esconderse.
Recordó que había intentado protestar, como si las palabras pudieran aplacar la tempestad. Pero le habían arrebatado el don del habla.
Con un esfuerzo de voluntad, Fiben se las arregló para rodar sobre el crujiente catre. Tuvo que frotarse los ojos con los nudillos antes de que éstos quisieran abrirse; y, cuando lo hicieron, se encontraron con la oscuridad de una pequeña y miserable habitación. Una delgada línea de luz delimitaba el contorno de unas pesadas cortinas negras que cubrían una diminuta ventana.
Sus músculos se contrajeron espasmódicamente. Fiben recordó la última vez que se había sentido tan mal; había sido en la isla Cilmar. Un grupo de neochimps artistas de circo, procedentes de la Tierra, se había dejado caer por allí para montar su espectáculo. El «hombre fuerte» se había ofrecido para luchar contra el campeón universitario y Fiben, como un idiota, había aceptado.
Transcurrieron semanas hasta que pudo caminar de nuevo sin cojear.
Fiben gruñó y se sentó. La parte interior de los muslos le quemaba como fuego.
—Oh, mamá —gimió—. ¡Nunca volveré a sujetar nada con las piernas!
Tenía la piel y el pelo del cuerpo mojados. Fiben percibió el agrio olor de Dalsebo, un fuerte relajante muscular. Al menos, sus captores se habían tomado la molestia de ahorrarle lo peor de los efectos secundarios de la droga que le suministraron para atontarlo. Pero cada vez que intentaba levantarse, su cerebro parecía un giroscopio en mal estado. Fiben se agarró a la inestable mesita de noche para poder incorporarse, y luego caminó arrastrando los pies hacia la única ventana.
Cogió el basto tejido a ambos lados de la delgada línea de luz y separó las cortinas. De inmediato, dio un paso hacia atrás, mientras levantaba los brazos para protegerse de la repentina claridad. Las imágenes giraban.
—Ugh —dijo sucintamente. Su exclamación no llegó a ser ni un gruñido.
¿Qué era aquel lugar? ¿Una prisión de los gubru? Ciertamente no se encontraba a bordo de una nave de guerra del invasor. Dudó de que los exigentes galácticos usaran muebles de madera local o decorasen al estilo antediluviano zarrapastroso.
Bajó los brazos al tiempo que parpadeaba para apartar las lágrimas de los ojos. A través de la ventana vio un patio cerrado, un descuidado huerto de verduras y un par de árboles trepadores. Parecía una típica casa-comuna, como las que poseían los grupos de matrimonio chimps.
Por detrás de los tejados cercanos contempló una hilera de eucaliptus en lo alto de una colina, los cuales le indicaron que aún estaba en Puerto Helenia, no muy lejos del parque del Farallón.
Tal vez los gubru iban a dejar que lo interrogasen los traidores. O quizá sus captores fueran los hostiles marginales. De ser así, éstos tendrían sus propios planes para él.
Fiben tenía la boca seca, como si hubieran penetrado en ella oleadas de polvo. Vio una jarra de agua en la única mesa de la habitación, y junto a ella una taza ya llena. Tropezando, intentó cogerla, pero se le escapó y cayó al suelo haciéndose añicos.
¡Concéntrate!, se dijo Fiben. Si quieres salir de ésta, intenta pensar como miembro de una raza de viajeros del espacio.
Era difícil. Hasta esas palabras subvocalizadas le dolían detrás de la frente. Notó que su mente intentaba emprender la retirada, abandonar el ánglico para dedicarse a una forma más simple y natural de pensamiento.
Fiben venció el casi irresistible impulso de beber directamente de la jarra; y a pesar de la sed, se concentró en cada uno de los gestos necesarios para llenar otra taza.
Sus dedos temblaban sobre el asa de la jarra.
¡Concéntrate!
Fiben recordó un viejo proverbio Zen: «Antes de que llegue la iluminación, corta leña, escancia agua. Después de que se haya ido la iluminación, corta leña, escancia agua.»
Muy despacio, a pesar de la sed, convirtió el sencillo acto de verter agua en un ejercicio. Sujetando la jarra con ambas manos, se las arregló para llenar media taza, aunque derramó igual cantidad sobre la mesa y por el suelo. No importaba. Tomó la taza y bebió con avidez, a grandes tragos.
La segunda taza le fue más fácil de llenar. Sus manos estaban más firmes.
Eso es. Concéntrate… Elige el camino más difícil, el que utiliza la razón. Al menos los chimps lo tenían más fácil que los neodelfines. La otra raza pupila de la Tierra era cien años más joven y para pensar necesitaban tres lenguajes.
Se estaba concentrando con tanta fuerza que no se dio cuenta de que a sus espaldas se abría una puerta.
—Bueno, para haber tenido una noche tan agitada pareces muy seguro esta mañana.
Fiben se volvió. El agua salpicó la pared cuando se le cayó la taza, y le pareció que ese repentino movimiento le hacía girar el cerebro dentro de la cabeza. La taza se estrelló en el suelo, y Fiben se llevó las manos a las sienes y gimió invadido por una oleada de vértigo.
Distinguió confusamente a una chima con un sarong azul que se aproximaba llevando una bandeja. Fiben intentó mantenerse en pie, pero las piernas se le doblaron y cayó de rodillas.
—Maldito idiota —le oyó decir a ella. La bilis que llenaba su boca fue la única razón de que no respondiera—. Sólo un idiota trataría de ponerse en pie después de haber recibido una fuerte dosis de anestesia —añadió mientras dejaba la bandeja sobre la mesa y lo agarraba por un brazo.
Fiben refunfuñó e intentó librarse de ella. ¡Ahora se acordaba! Era el pequeño «alcahuete» de «La Uva del Simio». El que había estado en el palco cerca del gubru y lo dejó inconsciente cuando estaba a punto de escapar.
—Déjame solo —dijo—. ¡No necesito ninguna ayuda de un maldito traidor!
Al menos eso era lo que quería decir, pero lo soltó como un barboteo confuso.
—Muy bien, lo que tú digas —respondió la chima con firmeza. Lo levantó por un brazo y lo llevó de nuevo a la cama. A pesar de su pequeña estatura, tenía mucha fuerza.
Fiben gruñó al caer sobre el apelmazado colchón. Intentó de nuevo cobrar fuerzas, pero el pensamiento racional parecía aproximarse y alejarse como las olas del océano.
—Voy a darte algo. Dormirás diez horas como mínimo. Luego tal vez estés en condiciones de responder a unas preguntas.
Fiben no gastó energía en maldecirla. Dedicaba toda su atención a encontrar un punto central, algo en qué concentrarse. El ánglico ya no le servía, y probó el galáctico-Siete.
—Na… Ka… tcha… kresh… —contó con voz pastosa.
—Sí, sí —le oyó decir a ella—. Ahora ya sabemos que has recibido una buena educación.
Fiben abrió los ojos en el momento en que la chima se inclinaba sobre él con una cápsula en la mano. La rompió con los dedos y de ella salió una nube de denso vapor.
Intentó contener la respiración para no inhalar el gas anestésico, pero sabía que era inútil. Al mismo tiempo, no pudo dejar de apreciar que ella era en realidad muy bonita, con una mandíbula pequeña e infantil y una piel suave. Sólo su sonrisa irónica y amarga estropeaba la imagen.
—Querido mío, eres un chimp muy obstinado, ¿verdad? Ahora sé buen chico, respira y descansa —le ordenó.
Incapaz de contenerse por más tiempo, Fiben tuvo que respirar. Un olor dulce, parecido al de la fruta silvestre muy madura, invadió sus fosas nasales La conciencia empezó a disiparse lentamente.
Fue entonces cuando advirtió que también ella había hablado en un perfecto galáctico-Siete, con un acento perfecto.
Megan Oneagle parpadeó para apartar las lágrimas de los ojos. Quería alejarse, no mirar, pero se obligó a contemplar la matanza una vez más.
Él gran holo-archivo mostraba una escena nocturna, una playa barrida por la lluvia que brillaba débilmente en distintos tonos de gris bajo unos tristes acantilados apenas visibles. No había estrellas ni lunas, ni ninguna luz en absoluto Las cámaras habían trabajado al límite de sus posibilidades para tomar esas imágenes.
En la playa apenas podía distinguir cinco formas negras que llegaban a la orilla, corrían por la arena y empezaban a escalar los bajos y desmoronadizos farallones.
—Puede decirse que han seguido los procedimientos con precisión —explicó Prathachulthorn, un mayor de la marina de Terragens—. Primero, el submarino soltó a los buceadores de avance, los cuales se adelantaron para explorar y montar vigilancia. Luego, cuando confirmaron que la costa estaba despejada, salieron los saboteadores.
Megan contempló cómo unos pequeños botes, globos negros que se levantaban en medio de pequeñas nubes de burbujas, subían a la superficie y se dirigían a toda velocidad hacia la costa. Al llegar a tierra, se abrieron las compuertas y salieron más sombras oscuras.
Llevaban el mejor equipo posible y su preparación era insuperable. Eran infantes de marina de Terragens.
Megan sacudió la cabeza. Sin embargo, entendía lo que Prathachulthorn había querido decir. Si incluso esos profesionales habían fracasado, ¿quién iba a culpar a la Milicia Colonial de Garth por los desastres de los últimos meses?
Las sombras negras avanzaron hacia los acantilados con las espaldas encorvadas bajo el peso de grandes bultos.
Hacía ya semanas que los que quedaban aún bajo el mando de Megan, se habían sentado junto a ella, en las profundidades de su refugio submarino, para reflexionar sobre el fracaso de los tan bien trazados planes para una resistencia organizada. Los agentes y los saboteadores estaban a punto, las armas escondidas y las células organizadas. Entonces llegó el maldito gas de coerción de los gubru, y todas sus ideas cuidadosamente pensadas se derrumbaron bajo esas turbias nubes de humo letal.
Los pocos humanos que habían permanecido en el continente, a aquellas alturas ya debían de estar muertos o en un estado lamentable. Lo que resultaba frustrante era que nadie, ni siquiera el enemigo, parecía saber cuántos habían conseguido llegar a las islas a tiempo de recibir el antídoto y ser internados.
Megan evitaba pensar en su hijo. Con un poco de suerte se encontraría ya en la isla Cilmar, reunido con sus amigos en algún bar, o quejándose ante un grupo de chicas simpáticas de que su madre no le hubiese dejado ir a la guerra. Megan sólo podía esperar y rezar para que ésta fuera la situación y para que la hija de Uthacalthing se hallase también a salvo.
Le causaba una gran perplejidad el no saber qué había sido del embajador tymbrimi. Uthacalthing había prometido reunirse con el Concejo Planetario en su escondite, pero nunca apareció. Se decía que su nave había intentado adentrarse en el espacio profundo, quedando destruida.
Tantas vidas perdidas. ¿Para qué?
Megan miró la pantalla justo en el momento en que los pequeños botes volvían a surcar las aguas. Cuando casi todos los hombres estaban ya subiendo por los acantilados.
Sin humanos, cualquier esperanza de resistencia era inútil. De los chimps más inteligentes, unos cuantos podían llevar a cabo unas pocas acciones aisladas, pero ¿qué se podía esperar de ellos sin sus tutores?
Uno de los propósitos de este desembarco había sido poner en marcha algún proyecto que se adaptara y ajustara a las nuevas circunstancias.
Por tercera vez, aunque ya sabía lo que iba a suceder, a Megan le sorprendió el repentino relámpago que iluminó la playa En un instante, todo quedó inundado de brillantes colores.
Lo primero en explotar fueron los pequeños botes.
A continuación, los hombres.
—El submarino recogió la cámara y se sumergió justo a tiempo —murmuró el mayor Prathachulthorn.
La pantalla quedó a oscuras. La mujer, una teniente de infantería de marina que había manejado el proyector, encendió las luces. Los otros miembros del Concejo parpadearon, adaptándose a la luz. Algunos se frotaron los ojos.
Cuando habló de nuevo, los rasgos sudasiáticos del mayor Prathachulthorn estaban ensombrecidos por la gravedad de la cuestión.
—Es lo mismo que ocurrió durante la batalla espacial, y cuando lanzaron los gases sobre todas nuestras bases secretas. De alguna forma, siempre saben dónde estamos.
—¿Tienen alguna idea de cómo lo consiguen? —preguntó uno de los miembros del Concejo.
De un modo impreciso, Megan reconoció la voz que contestaba. Pertenecía a Lydia McCue, la oficial de infantería de marina. La joven movió negativamente la cabeza.
—Tenemos a todos nuestros técnicos trabajando en el problema. Pero hasta que no sepamos cómo lo averiguan, no queremos que se pierdan más vidas de hombres con estos intentos clandestinos de desembarco.
—Creo que ahora no estamos en condiciones de proseguir la discusión de estos asuntos —dijo Megan, cerrando los ojos—. Declaro levantada la sesión.
Mientras se retiraba a su diminuta alcoba, Megan sintió que iba a llorar. En vez de eso se sentó en el borde de la cama, en completa oscuridad, y miró en dirección al lugar donde tenía las manos.
Después de unos instantes sintió que casi podía ver los dedos: unas pequeñas protuberancias que reposaban sobre sus rodillas. Imaginó que estaban manchados… de un rojo intenso color sangre.
Bajo tierra, en las profundidades, no había forma de notar el paso natural del tiempo. Y sin embargo, cuando Robert se despertó agitándose en la silla, sabía qué hora era.
Tarde, demasiado tarde. Athaclena debería haber regresado horas antes.
Si no hubiese sido poco más que un inválido, habría hecho caso omiso de las objeciones de Micah y la doctora Soo y subido a la superficie para ver si volvía el grupo que había ido a atacar por sorpresa a los gubru, y al que hacía ya tanto tiempo que esperaban. Pero incluso así, los dos chimps científicos tuvieron casi que utilizar la fuerza para impedírselo.
De vez en cuando, todavía se le presentaban amagos de fiebre. Se secó la frente y reprimió unos temblores momentáneos. No, pensó. ¡He de mantenerme controlado!
Se puso de pie y avanzó cuidadosamente hacia el lugar de donde provenían los murmullos de una discusión. Allí encontró a un par de chimps que trabajaban inclinados sobre la luz perlada de una vieja computadora de nivel diecisiete. Robert se sentó a sus espaldas, en una caja de embalaje, y los escuchó unos instantes. Cuando hizo una sugerencia, éstos la aceptaron y funcionó. De inmediato, prescindió de sus preocupaciones y se puso a trabajar, ayudando a los chimps a confeccionar programas de tácticas militares para una máquina que no había sido diseñada para nada más hostil que el ajedrez-Liego alguien y le ofreció una jarra de zumo. Bebió. Luego, le tendieron un bocadillo. Comió.
Después de un lapso indeterminado de tiempo, un grito resonó en la cámara subterránea. Unos pies se movían a toda prisa sobre los bajos puentes de madera. Los ojos de Robert se habían acostumbrado al brillo de la pantalla y en la oscuridad distinguió unos chimps que se apresuraban hacia el túnel que conducía a la superficie, cogiendo armas diversas a su paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó, agarrando a la sombra oscura que corría más cerca de él.
Fue como hablar a las paredes El chimp se soltó y, sin mirarlo siquiera, desapareció por el escabroso túnel. Llamó a otro chimp y éste se detuvo y lo miró con nerviosismo.
—Es la expedición —explicó el chimp—. Han regresado. Al menos he oído a unos cuantos.
Robert lo dejó marchar. Empezó a recorrer la cámara con la mirada buscando un arma para él. Si el grupo había sido perseguido hasta allí…
Como era natural, no encontró nada adecuado. Advirtió con amargura que un rifle no iba a servirle de nada, ya que tenía el brazo derecho inmovilizado. Y de todos modos, los chimps seguramente no le permitirían luchar. Si existía algún peligro, lo más probable era que lo llevasen en brazos a cuevas más profundas.
Durante unos instantes reinó el silencio. Unos cuantos chimps ancianos esperaban junto a él la explosión de los disparos.
En cambio oyeron voces, cada vez más fuertes. Y los gritos parecían más de alegría que de temor.
Sintió que algo lo acariciaba por encima de las orejas. Desde el accidente no había podido practicar mucho, pero la sencilla empatía de Robert captó una sombra familiar. Empezó a tener esperanzas.
Un grupo de figuras charlatanas dobló el recodo, neo-chimpancés sucios y harapientos que portaban armas; algunos de ellos con vendajes. En el instante en que vio a Athaclena se soltó un nudo en el interior de Robert.
Pero con la misma rapidez, otra preocupación tomó su lugar. Era evidente que la chica tymbrimi había estado utilizando las transformaciones gheer. Vio los contornos agitados de su fatiga y su cara demacrada.
Además, Robert comprendió que ella seguía en plena tarea. Su corona estaba desplegada, brillando sin luz. Los chimps apenas se dieron cuenta de ello, ya que los que habían permanecido en casa en seguida acosaron a preguntas a los alegres expedicionarios. Pero Robert advirtió que Athaclena se estaba concentrando internamente para representar aquel estado de ánimo. Era demasiado tenue, demasiado incierto como para sostenerse por sí solo sin la ayuda de ella.
—¡Robert! —Sus ojos se agrandaron—. ¿No deberías estar en cama? La fiebre empezó a bajarte ayer.
—Me encuentro bien, pero…
—Bien, me alegro de verte por fin en pie.
Robert vio que dos formas cubiertas de vendajes eran llevadas en camilla a toda prisa hacia el improvisado hospital. Pudo sentir el esfuerzo que hacía Athaclena para que desviara la atención de los dos soldados heridos, tal vez a punto de morir, hasta que desaparecieron de su vista. Sólo gracias a la presencia de los chimps, Robert mantenía la voz baja y apacible.
—Quiero hablar contigo, Athaclena.
Ella le miró a los ojos y, durante un breve instante, Robert creyó estar captando una débil forma que giraba sobre los zarcillos flotantes de su corona. Era un glifo atormentado.
Los recién llegados guerreros estaban atareados con la comida y la bebida, fanfarroneando ante sus impacientes compañeros. Sólo Benjamín, con el distintivo de teniente cosido a mano en la manga, permaneció con toda seriedad junto a Athaclena.
—Muy bien —asintió ella—. Vamos a un lugar donde podamos hablar a solas.
—Dejadme adivinar —dijo Robert, sin ambages—. Os han dado una patada en el culo.
El chimp Benjamín frunció el ceño, pero no lo contradijo. Desplegó un mapa y señaló un punto.
—Ahí los golpeamos, en la quebrada Yenching. Era nuestra cuarta incursión, y creíamos saber lo que podíamos esperar.
—La cuarta. —Robert se dirigió a Athaclena—. ¿Desde cuándo dura todo esto?
Ella había estado pellizcando con delicadeza un pastelito relleno con algo muy aromático. Arrugó la nariz.
—Hemos estado practicando durante una semana, Robert. Pero ésta era la primera vez que intentábamos hacer un daño verdadero.
—¿Y?
Benjamín parecía insensible al estado de ánimo ecuánime de Athaclena. Tal vez era una pose intencionada, ya que ella necesitaba al menos un ayudante cuyo razonamiento no se viese afectado. O quizá se trataba de que era demasiado listo. El chimp puso los ojos en blanco.
—El daño nos lo han hecho a nosotros —siguió explicando—. Nos dividimos en cinco grupos. La señorita Athaclena insistió en que debía ser así, y eso nos salvó la vida.
—¿Cuál era vuestro objetivo?
—Una pequeña patrulla. Dos tanques flotantes ligeros y un par de vehículos de superficie abiertos.
Robert examinó el emplazamiento en el mapa, donde una de las pocas carreteras se adentraba en la primera cordillera de montañas. Por lo que le habían dicho, rara vez se veía al enemigo más arriba del Sind. Parecían satisfechos con controlar el espacio, el archipiélago y la estrecha franja colonizada de la costa en torno a Puerto Helenia.
Después de todo, ¿por qué tenían que preocuparse por las zonas rurales? Casi todos los humanos estaban encerrados. Garth era suyo.
Al parecer, las tres primeras incursiones de los rebeldes habían sido sólo ejercicios. Unos pocos suboficiales de la antigua milicia que intentaban enseñar a una nueva hornada de reclutas cómo moverse y luchar entre las sombras de la jungla. Pero a la cuarta salida se habían sentido preparados para tomar contacto con el enemigo.
—Desde el principio parecían saber dónde estábamos —prosiguió Benjamín—. Los seguimos mientras patrullaban, practicando cómo escondernos entre los árboles sin perderlos de vista, como las veces anteriores. Entonces…
—Entonces atacasteis de verdad a la patrulla.
—Sospechábamos que sabían dónde estábamos —asintió Benjamín—, pero debíamos tener plena certeza de ello. A la general se le ocurrió un plan…
Robert parpadeó, y luego asintió. Aún no estaba acostumbrado al nuevo título honorífico de Athaclena. Su asombro crecía a medida que escuchaba a Benjamín relatar la acción de aquella mañana.
La emboscada había sido planeada de modo que cada uno de los cinco grupos pudiera disparar por turno a la patrulla con el mínimo riesgo.
Y sin muchas posibilidades de dañar al enemigo, observó Robert. Los emboscados estaban casi siempre demasiado arriba o demasiado lejos para poder efectuar buenos disparos. Con rifles de caza y granadas de choque, ¿qué daño podían hacerles?
En el primer intercambio de disparos resultó destruido un pequeño vehículo de superficie gubru y otro resultó ligeramente dañado antes de que el fuego de los tanques obligara a cada grupo a retirarse. La ayuda aérea llegó rápidamente de la costa, y los rebeldes apenas tuvieron tiempo de escapar. La fase agresiva de la incursión había terminado en menos de quince minutos. Habían tardado mucho más en retirarse y borrar las huellas.
—Pero no lograsteis engañar a los gubru, ¿verdad? —preguntó Robert.
—Siempre parecían saber dónde estábamos. —Benjamín sacudió la cabeza—. Es un milagro que hayamos podido atacarlos y un milagro mayor que hayamos escapado.
Robert miró a la «general». Iba a manifestar su desacuerdo, pero consultó el mapa una vez más mientras reflexionaba sobre las posiciones que habían tomado los emboscados. Siguió las líneas de fuego y las rutas de la retirada.
—Has tenido mucha imaginación —le dijo por fin a Athaclena.
Los ojos de ella se juntaron ligeramente y se separaron de nuevo, el equivalente tymbrimi de encogerse de hombros.
—Pensé que no debíamos acercarnos demasiado en nuestro primer encuentro.
Robert asintió. Si hubiesen elegido lugares «mejores» y más cercanos al enemigo, muy pocos chimps, o ninguno, hubieran regresado con vida.
El plan había sido bueno.
No, no bueno. Inspirado. No había sido pensado para dañar al enemigo sino para recuperar la confianza. Las tropas se habían dispersado de forma que cada grupo pudiese disparar a la patrulla con un mínimo riesgo. Los rebeldes habían regresado tambaleándose, pero lo más importante era que habían vuelto.
Pero estaban heridos. Robert sintió el cansancio de Athaclena, en parte por el esfuerzo y en parte por mantener la moral de victoria en todos los integrantes del grupo.
Notó que le tocaban la rodilla, y tomó la mano de Athaclena entre las suyas. Sus largos y delicados dedos se cerraron con mucha fuerza y sintió su pulso de triple latido.
Sus ojos se encontraron.
—Convertimos un posible desastre en un éxito menor —dijo Benjamín—, pero mientras el enemigo sepa siempre dónde estamos no creo que podamos hacer nada más que jugar al escondite, e incluso ese juego puede costarnos más de lo que podemos pagar.
Fiben se rascó la nuca y miró irritado hacia el otro lado de la mesa. Así que ésa era la persona con la que debía contactar, la brillante alumna de la doctora Taka, la futura líder del movimiento urbano clandestino.
—¿Qué majadería fue aquélla? —la acusó—. Me dejaste entrar en ese club totalmente ciego e ignorante. Anoche casi me cogieron una docena de veces. ¡Me podrían haber matado!
—Fue hace dos noches —le corrigió Gailet Jones. Estaba sentada en una silla de respaldo recto y se alisaba la seda azul de su sarong—. Y de todos modos, yo estaba allí, en la puerta de «La Uva del Simio», esperando para contactar contigo. Te vi llegar solo, con aspecto de forastero y vistiendo una camisa de trabajo a cuadros, y te abordé con la contraseña.
—¿Rosa? —Fiben la miró con sorpresa—. Te acercas a mí y me susurras rosa, ¿y se supone que ésa debía de ser la puñetera contraseña?
En circunstancias normales no hubiese utilizado un lenguaje tan vulgar en presencia de una dama. En aquel momento, Gailet Jones parecía el tipo de persona que había esperado encontrar en un principio: una chima culta y bien educada. Pero la había visto de otro modo y no iba a ser capaz de olvidarlo.
—¿A eso llamas contraseña? Me dijeron que buscara a un pescador.
Sus propios gritos lo sobresaltaron. Aún sentía la cabeza como si hubiese sufrido pérdidas de masa encefálica por cinco o seis sitios. Ya no tenía los músculos acalambrados, pero aún sentía dolor en todo el cuerpo, y su humor no aguantaba bromas.
—¿Un pescador? ¿En esa zona de la ciudad? —Gailet Jones frunció el ceño y su rostro se ensombreció unos instantes—. Escucha, la situación era caótica cuando llamé al centro para darle un mensaje a la doctora Taka. Imaginé que su grupo estaba acostumbrado a guardar secretos y que podrían convertirse en un núcleo ideal de resistencia. Sólo tuve unos momentos para pensar cómo establecer contacto antes de que los gubru se apoderaran de las líneas telefónicas. Supuse que ya estaban grabando las conversaciones, así que las palabras debían tener un tono coloquial, ya sabes, ese tipo de lenguaje que sus ordenadores no pudieran interpretar fácilmente. —Se detuvo de pronto, llevándose una mano a la boca—. ¡Oh, no!
—¿Qué? —Fiben se inclinó hacia delante.
—Le dije a ese estúpido telefonista del centro —prosiguió ella después de pestañear— cómo tenía que vestir su emisario, dónde debía encontrarme y que yo me haría pasar por un anzuelo.
—¿Por un qué? No te entiendo. —Fiben movió la cabeza negativamente.
—Es una palabra arcaica, del argot humano que se usaba antes del Contacto, para designar a una persona que ofrece relaciones sexuales ilícitas a cambio de dinero.
—¡Por Ifni! ¡Vaya una idea más estúpida y puñeteramente idiota! —espetó Fiben.
—Muy bien, listillo —le respondió Gailet con vehemencia—. ¿Qué podía hacer yo? El ejército se estaba desmoronando. Nadie había pensado siquiera qué hacer si todos los humanos de la isla eran apartados repentinamente de la cadena de mando. Tuve esa disparatada idea de empezar de cero un movimiento de resistencia. Y entonces intenté concertar una cita…
—Sí, sí, haciéndote pasar por alguien que ofrece servicios ilícitos en la puerta de un local donde los gubru estaban incitando a un desenfreno sexual.
—¿Cómo iba a saber yo lo que querían hacer y que habían escogido ese pequeño y soporífero club para llevarlo a cabo? Imaginé que las prohibiciones sociales se relajarían lo suficiente para que pudiera interpretar mi papel y abordar a los forasteros. ¡Pero nunca se me ocurrió pensar que se relajarían tanto! Supuse que si me acercaba a alguien por error se sorprendería y reaccionaría como tú lo hiciste.
—Pero no fue así.
—¡No, claro que no! Antes de que llegases aparecieron varios chimps solitarios, vestidos de una forma semejante a la que esperaba de ti. El pobre Max tuvo que atontar a unos cuantos, y el callejón estaba empezando a llenarse, pero ya no había tiempo para cambiar el lugar de la cita o la contraseña…
—¡Una contraseña que nadie entendió! ¿Anzuelo? Tendrías que haber pensado que eso podía prestarse a confusiones.
—Yo sabía que la doctora Taka lo entendería. Solíamos ver y discutir juntas viejas películas. Habíamos estudiado las palabras arcaicas que se utilizaban en ellas. Lo que no comprendo es por qué ella… —Su voz se debilitó al ver la expresión en el rostro de Fiben—. ¿Por qué?, ¿por qué me miras de ese modo?
—Lo siento. Acabo de darme cuenta de que no lo sabes. —Fiben movió la cabeza—. Mira, la doctora Taka murió cuando recibimos tu mensaje, a causa de una reacción alérgica al gas de coerción.
—Me lo temí cuando vi que no llegaba a la ciudad para ser internada. —Gailet estaba deprimida—. Es… una gran pérdida. —Desvió la mirada, trasluciendo unos sentimientos mucho más profundos de lo que sus palabras revelaban.
Al menos se había ahorrado presenciar el final del centro Howletts entre las llamas, las ambulancias llenas de hollín que corrían de un lado para otro y la cara vidriosa y agonizante de su mentora mientras el gas ecdémico se cobraba su cruel y estadístico tributo. Fiben había visto filmaciones de aquella noche colmada de terror. Las imágenes permanecían inmóviles en las capas oscuras de su mente.
Gailet recobró el ánimo, dejando su dolor para más tarde. Se secó los ojos y se encaró a Fiben con las mandíbulas hacia adelante en actitud de desafío.
—Tenía que ocurrírseme algo que un chimp pudiera comprender, pero no los ordenadores de lenguaje de los ETs. No va a ser la última vez que debamos improvisar. Pero lo más importante es que estás aquí y que los dos grupos ya están en contacto.
—Casi me matan —señaló él, aunque esta vez le pareció un poco grosero mencionarlo.
—Pero no te mataron, y hay muchas formas de convertir tu pequeña desventura en algo ventajoso. Por la calle todavía se habla de lo que hiciste esa noche, ¿sabes?
¿Había una débil e incierta nota de respeto en su voz? ¿Se trataba tal vez de una oferta de paz?
De repente, todo le pareció excesivo. Excesivo para él. Supo que aquello era un error, a realizar en el momento menos adecuado, pero él no podía sustraerse. Se sometió.
—¿Un anzuelo…? —rió, aunque a cada sacudida su cerebro parecía traquetear dentro de la cabeza—. ¿Un anzuelo? —Echó la cabeza hacia atrás y gritó golpeando los brazos del sillón. Fiben se desplomó riendo a carcajadas y pataleando—. ¡Oh, Dios mío, era eso precisamente lo que tenía que buscar!
Gailet Jones lo miró mientras él hacía una pausa para respirar. Ni siquiera le importaba que llamase a Max, el chimp grande, para que le diese otra dosis de anestesia.
Todo aquello era excesivo.
Fiben comprendió que si la mirada de Gailet en aquel momento significaba algo, aquella alianza comenzaba ya de un modo inestable.
El Suzerano de Rayo y Garra montó en su vehículo privado y aceptó los saludos de su escolta de soldados de Garra. Se trataba de tropas cuidadosamente seleccionadas, con las plumas muy bien arregladas y las crestas teñidas con colores que indicaban la graduación y la unidad. El ayudante kwackoo del almirante se adelantó para tomar su túnica ceremonial. Cuando todos estuvieron situados en sus perchas, el piloto despegó con los gravíticos, dirigiéndose hacia las obras de defensa que se estaban construyendo en las colinas bajas, al este de Puerto Helenia.
El Suzerano de Rayo y Garra contempló en silencio cómo pasaba bajo ellos la nueva verja de la ciudad y las granjas de aquella pequeña colonia terrestre.
El coronel más viejo, segundo en la cadena de mando, lo saludó batiendo el pico con fuerza.
—¿El cónclave ha ido bien? ¿De un modo adecuado? ¿De un modo satisfactorio? —le preguntó el coronel.
El Suzerano de Rayo y Garra prefirió pasar por alto la improcedencia de la pregunta. Resultaba más útil tener como segundo a alguien que pensase, que a uno cuyo plumaje estuviera siempre muy arreglado. El rodearse de criaturas como aquéllas era uno de los motivos por los que el Suzerano había ganado su candidatura. El almirante ofreció a su inferior una desdeñosa mirada de asentimiento.
—Nuestro consenso es ya el adecuado, suficiente e indispensable.
El coronel le hizo una reverencia y regresó a su lugar. Sabía, por supuesto, que el consenso, en aquellas fases iniciales de la Muda, nunca era perfecto. Todo el mundo podía verlo en la expresión triste y ojerosa del Suzerano.
El Cónclave de Mando más reciente había resultado especialmente incierto, y algunos de sus aspectos habían irritado mucho al almirante.
El Suzerano de Costes y Prevención presionaba para que la mayor parte de la flota de apoyo fuese enviada en ayuda de otras operaciones gubru que se desarrollaban lejos de allí. Y por si eso fuera poco, el tercer líder, el Suzerano de la Idoneidad, seguía insistiendo en que lo llevasen a todas partes en su percha, pues se negaba a poner los pies en el suelo de Garth hasta que todo estuviese arreglado con minuciosidad. El sacerdote tenía todo el plumaje ahuecado y se mostraba inquieto con respecto a un buen número de asuntos: demasiadas muertes humanas debidas al gas de coerción, el inminente fracaso del Proyecto de Recuperación de Garth, el insignificante tamaño de la Sección de la Biblioteca Planetaria, el estado de Elevación de los ignorantes y presensitivos neo-chimpancés.
Parecía que cada uno de estos temas iba a necesitar un nuevo planteamiento, otra tensa negociación, otra batalla por el consenso.
Y sin embargo, existían otros asuntos mucho más profundos que aquellas cuestiones efímeras. Los Tres habían empezado a discutir también sobre temas fundamentales y así el proceso comenzó, en cierto modo, a ser divertido. Los aspectos agradables del Triunvirato emergían especialmente cuando bailaban y cantaban discutiendo sobre asuntos importantes.
Hasta entonces, parecía que el salto hacia el estatus de reina iba a ser directo y fácil para el almirante, ya que había permanecido a la cabeza desde el principio. Pero ahora, el Suzerano de Rayo y Garra empezó a darse cuenta de que no iba a serlo tanto. Aquélla no iba a ser una Muda trivial.
Las mejores nunca lo eran, naturalmente. Unas facciones muy diversas se habían visto implicadas en la elección de los tres líderes de la fuerza expedicionaria, ya que los Maestros de la Percha tenían esperanzas de ver surgir una nueva política unificada gracias a esta terna concreta. Para que eso sucediese, los Tres tenían que ser inteligentes y muy distintos entre sí.
Y ahora empezaba a quedar claro lo inteligentes y lo distintos que eran. Algunas de las ideas presentadas por los demás eran buenas, y un tanto desconcertantes.
Tienen razón en una cosa, tuvo que admitir el almirante. No sólo debemos conquistar, vencer, aplastar a los lobeznos. ¡Debemos desacreditarlos!
El Suzerano de Rayo y Garra había estado tan concentrado en las cuestiones militares que se había habituado a considerar a sus compañeros como obstáculos.
Eso fue erróneo, impertinente y desleal por mi parte, pensó el almirante.
Sí, había que esperar con devoción que el burócrata y el sacerdote fueran tan brillantes en sus respectivos campos como lo era el almirante en materia militar. ¡Si Idoneidad y Administración manejaban sus propósitos con la misma brillantez con que había tenido lugar la invasión, aquél iba a ser un trío memorable!
El Suzerano de Rayo y Garra sabía que muchas cosas ya estaban ordenadas de antemano, desde la época de los Progenitores, hacía mucho, mucho tiempo. Mucho antes de que hubiera clanes de lobeznos indignos y herejes, y tymbrimi y thenanios y soro… Era vital que el clan de los gooksyu-gubru triunfara en aquella época de crisis. ¡El clan tenía que alcanzar grandeza!
El almirante reflexionó sobre el modo en que se habían establecido las bases de la derrota terrestre muchos años antes. Cómo las fuerzas gubru habían podido detectar y contrarrestar cada uno de sus movimientos. Y cómo el gas de coerción había acabado con todos sus planes. Ésas habían sido ideas del propio Suzerano, junto con los miembros de su equipo. Debieron transcurrir muchos años antes de verlas realizadas.
El Suzerano de Rayo y Garra estiró los brazos sintiendo una tensión en los flexores que, mucho tiempo atrás, antes de la Elevación de su especie, habían llevado volando a sus ancestros por las cálidas y secas corrientes del planeta natal de los gubru.
¡Sí! Déjenlos que las ideas de mis compañeros sean también audaces, imaginativas, brillantes…
Dejemos que sean parecidas, próximas, semejantes a las mías pero no tan brillantes como ellas.
El Suzerano empezó a arreglarse el plumaje al tiempo que el crucero se elevaba y se dirigía hacia el este bajo un cielo tachonado de nubes.
—Aquí dentro me voy a volver loco. ¡Me siento encerrado como un prisionero!
Robert paseaba nervioso, acompañado por las sombras gemelas que proyectaban las dos únicas lámparas incandescentes de la cueva. Su austera luz brillaba sobre las capas de humedad que se filtraban en las paredes de la cámara subterránea.
Robert tensó el brazo izquierdo, y sus tendones se marcaron desde el puño al codo y al hombro de apreciable musculatura. Golpeó un armario cercano y el ruido resonó en los túneles.
—Te lo advierto, Clennie. No voy a poder esperar mucho más. ¿Cuándo me dejarás salir de aquí?
Robert volvió a golpear el armario, dando rienda suelta a su frustración, y Athaclena se sobresaltó. Dos veces, por lo menos, había parecido dispuesto a utilizar su brazo herido en lugar del bueno.
—Robert —le dijo—. Has mejorado mucho. Pronto podrán quitarte el yeso. Por favor, no te arriesgues ahora haciéndote daño.
—No cambies de tema —la interrumpió—. Incluso con el yeso podría estar fuera, entrenando a las tropas y explorando las posiciones de los gubru. Pero me tienes atrapado aquí abajo, programando miniordenadores y clavando alfileres en los mapas. ¡Me voy a volver chiflado!
Robert manifestaba categóricamente su frustración. Athaclena le había pedido que la disimulara. Que le echase tierra encima, como decía la metáfora. Por algún motivo, ella parecía particularmente susceptible a sus arranques emocionales, tan tormentosos y disparatados como los de cualquier adolescente tymbrimi.
—Robert, sabes que no podemos arriesgarnos a dejarte salir a la superficie. Las naves de gases de los gubru han barrido varias veces nuestras instalaciones soltando sus humos mortales. Si en esas ocasiones hubieras estado fuera, quizás ahora irías camino de la isla Cilmar; te habríamos perdido. Y eso en el mejor de los casos. Tiemblo imaginando el peor.
El pelo de Athaclena se erizó ante tal pensamiento y los zarcillos de su corona se ondularon de agitación.
Había sido sólo cuestión de suerte el que Robert fuera rescatado del feudo de los Mendoza justo antes de que los persistentes robots de búsqueda gubru arremetieran contra el pequeño rancho de las montañas.
El que hubieran camuflado y desconectado todos los aparatos eléctricos no impidió que los encontraran.
Meline Mendoza y los niños partieron de inmediato hacia Puerto Helenia, a tiempo, presumiblemente, de recibir tratamiento. Juan Mendoza no tuvo tanta suerte. Se quedó rezagado para cerrar unas cuantas trampas de exploración ecológica y sufrió una reacción alérgica al gas de coerción que lo mató en cinco convulsivos minutos, mientras echaba espuma por la boca y se retorcía ante las miradas impotentes de sus compañeros chimps.
—Tú no estabas allí y no viste cómo murió Juan, Robert, pero seguro que te ha llegado la información. ¿Quieres arriesgarte y morir de ese modo? ¿No sabes lo a punto que hemos estado ya de perderte?
Sus ojos se encontraron, los castaños de él y los grises con motas doradas de ella. Athaclena notó la determinación de Robert y también el esfuerzo que hacía para controlar su obstinada ira. Poco a poco, el brazo de Robert se aflojó. Respiró profundamente y se sentó en una silla con respaldo de lona.
—Lo sé, Clennie. Y sé también cómo te sientes. Pero tienes que comprender que soy parte de todo esto. —Se inclinó hacia adelante. Su expresión ya no era de enojo, pero continuaba siendo intensa—. Acepté la petición de mi madre y te acompañé fuera de la ciudad, en lugar de unirme a mi destacamento del ejército, porque Megan dijo que era importante. Pero ahora ya no eres mi huésped en la jungla. ¡Estás organizando un ejército! Y yo me siento tan inútil.…
—Ambos sabemos —Athaclena suspiró— que no será un verdadero ejército. A lo sumo será un gesto. Algo que dé esperanzas a los chimps. Y de todas formas, tú, como oficial de Terragens, puedes relevarme en el mando cuando quieras.
—No quiero decir eso. —Robert movió la cabeza negativamente—. No soy tan orgulloso como para pensar que yo lo habría hecho mejor. No tengo carisma de líder, y lo sé. Todos los chimps te adoran y creen en tu misterio tymbrimi. Y sin embargo, soy probablemente el único humano que queda en estas montañas con preparación militar, algo que puede sernos muy útil si queremos tener alguna posibilidad de…
Robert se detuvo de repente y levantó los ojos para mirar detrás de Athaclena. Ésta se volvió y vio a una pequeña chima con pantalón corto y bandolera que entraba en la cámara subterránea.
—Discúlpeme, general, capitán Oneagle, pero el teniente Benjamín acaba de llegar. Uf, ha informado que las cosas no están mucho mejor en el Valle de la Primavera. Allí ya no quedan humanos, pero los destacamentos de todos los cañones son atacados con gases por los malditos robots al menos una vez al día. No parece que hayan dejado de hacerlo en ninguno de los lugares a los que han llegado nuestros mensajeros.
—¿Y los chimps del Valle de la Primavera? —preguntó Athaclena—. ¿Sufren los efectos del gas? —Recordó a la doctora Schultz y cómo el gas había afectado a algunos de los chimps del centro.
—No, señora. —La mensajera movió negativamente la cabeza—. Ya no. En todas partes parece ocurrir lo mismo. Todos los chimps sus… susceptibles han sido trasladados a Puerto Helenia. Todas las personas que quedan en las montañas deben ser inmunes.
Athaclena miró a Robert, y seguramente tuvieron el mismo pensamiento.
Todas las personas menos una.
—¡Malditos sean! —exclamó Robert—. ¿No van a parar nunca? Tienen cautivos al noventa y nueve por ciento de los humanos. ¿Qué necesidad hay de seguir atacando con gas todas las cabañas y cobertizos?
—Es evidente que tienen miedo del Homo sapiens, Robert —sonrió Athaclena—. Después de todo, sois aliados de los tymbrimi, y nosotros no escogemos como amigos a especies inofensivas.
Robert frunció el ceño y sacudió la cabeza. Pero Athaclena extendió su aura para tocarlo, para dar un codazo a su personalidad y obligarlo a levantar la vista y percibir el buen humor de su mirada. En contra de su voluntad, surgió una lenta sonrisa que acabó en carcajada.
—Supongo —rió Robert— que después de todo esos pájaros no son tan idiotas. Es mejor estar a salvo que tener que lamentar una desgracia, ¿verdad?
Athaclena asintió y formó un glifo de aprecio en su corona, uno muy simple que él pudiera captar.
—No, Robert, no son tan idiotas Pero se les ha escapado un humano, por lo menos, así que sus problemas aún no han terminado.
La pequeña mensajera neochimp miró a la tymbrimi y al humano y suspiró. A ella todo le parecía terrible, nada divertido. No podía comprender por qué reían.
Debía de ser algo sutil y complicado. El humor de los tutores… siempre tan seco e intelectual. Algunos chimps competían en ese aspecto, eran seres extraños que diferían de los otros neochimpancés no tanto en inteligencia como en algo mucho menos definible.
Ella no envidiaba a esos chimps. La responsabilidad era una cosa pavorosa, mucho más intimidante que luchar contra un poderoso enemigo o incluso morir.
Era la posibilidad de que la dejasen sola, y eso la aterrorizaba. Podía no entender por qué reían aquellos dos, pero le hacía bien oírlos.
Cuando Athaclena se volvió para hablar con ella, la mensajera adoptó una posición más erguida.
—Quiero oír el informe del teniente Benjamín personalmente. ¿Quieres transmitir mis saludos a la doctora Soo y pedirle que se reúna con nosotros en la cámara de operaciones?
—Sí… ser. —La pequeña chima saludó y se marchó corriendo.
—Robert —dijo Athaclena—, agradeceremos tu opinión.
—En seguida, Clennie —respondió mirándola con una expresión distante en el rostro—. Dentro de unos minutos apareceré en la sala de operaciones. Primero quiero reflexionar sobre algo.
—De acuerdo —asintió Athaclena—. Hasta ahora. Giró sobre sus talones y siguió a la mensajera por un pasillo tallado por el agua, iluminado con tenues luces incandescentes y salpicado de los reflejos de las estalactitas que goteaban.
Robert la siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista. Se puso a pensar rodeado de un silencio casi absoluto.
¿Por qué los gubru insisten en inundar de gas las montañas cuando ya no quedan humanos en ellas? Debe de suponerles un gasto terrible, aunque los robots gaseadores sólo ataquen cuando detectan una presencia terrestre.
¿Y cómo pueden detectar edificios, vehículos e incluso chimps aislados, por más ocultos que se hallen?
En estos momentos poco importa que se dediquen a lanzar gas sobre nuestros enclaves de la superficie. Los robots gastadores son sólo máquinas y no saben que estamos preparando un ejército en este valle. Lo único que hacen es captar «terrestres», llevar a cabo su trabajo y marcharse otra vez.
Pero, ¿qué ocurrirá cuando empecemos nuestras operaciones y atraigamos la atención de los propios gubru? Entonces no podremos permitir que nos detecten.
Existía otra razón sumamente básica para encontrar respuesta a esas preguntas.
Mientras esto continúe seguiré atrapado aquí.
Robert escuchaba el débil tintineo de las gotas de agua que se filtraban por la pared más próxima y pensaba en el enemigo.
En realidad, los problemas en Garth eran poco más que una escaramuza en comparación a las grandes batallas que conmovían a las Cinco Galaxias. Los gubru no podían inundar el planeta entero. Aquello les supondría un gasto demasiado grande en aquel pequeño y apartado teatro de operaciones.
Así que habían soltado a un enjambre de robots baratos y estúpidos, aunque eficientes, que se dirigían contra todo lo que no fuese nativo de Garth... contra todo lo que tuviera un aroma de la Tierra. En aquellos momentos estaban atacando sólo a chimps irritados y resentidos, inmunes al gas de coerción, y a los edificios vacíos de todo el planeta.
Era algo fastidioso, y también efectivo. Debían encontrar alguna manera de detenerlo.
Robert tomó una hoja de papel de un cuaderno que se hallaba en el extremo de la mesa. Escribió los principales sistemas que podían estar usando los robots gaseadores para detectar a los terrestres en un planeta alienígena.
IMÁGENES ÓPTICAS
INFRARROJOS DE CALOR CORPORAL
EXPLORACIÓN DE LA RESONANCIA
PSI
DISTORSIÓN DE LA REALIDAD
Robert lamentaba haber estudiado tantos cursos de administración pública y tan pocos de tecnologías galácticas. Estaba seguro de que los archivos de la Gran Biblioteca, con su antigüedad de gigaaños, contenían muchos más métodos de detección además de esos cinco. Por ejemplo, ¿y si los robots gaseadores persiguieran un olor terráqueo, localizando todo lo terrestre con el sentido del olfato?
No. Sacudió la cabeza. Había llegado a un punto en el que tenía que acortar la lista, dejando de lado cosas que obviamente eran ridículas, o al menos dejarlas como último recurso.
Los rebeldes disponían de una minisección de la Biblioteca, rescatada del desastre del centro Howletts. Las posibilidades de que contuviese información de aplicación militar eran bastante escasas. Se trataba de una sección muy diminuta que no contenía más que todos los libros escritos por la Humanidad en épocas previas al Contacto, y estaba especializada en Elevación e ingeniería genética.
Quizá podríamos accionar en Tanith, en la Biblioteca Central del Distrito. Robert sonrió ante lo irónico de tal pensamiento. Incluso a las personas encarceladas por el invasor se les suponía el derecho de consultar la Biblioteca galáctica cuando quisieran. Era parte del Código de los Progenitores.
¡Exacto!, rió entre dientes ante tal idea. Lo único que tenemos que hacer es dirigirnos al cuartel general de ocupación gubru y exigirles que transmitan nuestra petición a Tanith… ¡una solicitud de información sobre la tecnología del invasor!
Tal vez hasta se avendrían a ello. Después de todo, con la confusión que reina en las galaxias, la Biblioteca debe de estar saturada de peticiones como ésa. Con un poco de suerte, nos llegaría la respuesta durante el próximo siglo.
Examinó su lista. Al monos esos métodos los conocía o había oído hablar de ellos.
Primera posibilidad: podía haber un satélite sobre el planeta, con complejos medios de exploración óptica, que inspeccionase Garth palmo a palmo buscando formas regulares que significasen edificios o vehículos. Un satélite de aquellas características podía guiar a los robots gaseadores hacia sus objetivos.
Factible, pero ¿por qué lanzaban gas una y otra vez en los mismos lugares? ¿Ese satélite no podía recordarlo? ¿Y cómo podía un satélite enviar a los robots al ataque de grupos aislados de chimps que se movían bajo los árboles de la espesa jungla?
La lógica inversa era válida para el argumento de los rayos infrarrojos. Las máquinas no podían tener como objetivo el calor corporal. Los robots teledirigidos de los gubru seguían atacando, por ejemplo, edificios vacíos, fríos y abandonados desde hacía varias semanas.
Robert no poseía la experiencia suficiente para poder eliminar todas las posibilidades de la lista. No sabía nada acerca de las ondas psi ni de su extraña prima, la física de la realidad. Las semanas transcurridas con Athaclena habían empezado a abrirle algunas puertas, pero estaba lejos de ser algo más que un lego en unos temas que aún hacían estremecer de temor supersticioso a muchos humanos y chimps.
Bueno, ya que estoy aquí dentro sin poder moverme, debería aprovechar para ampliar mis conocimientos.
Empezó a ponerse de pie, con la idea de reunirse con Athaclena y Benjamín, pero se detuvo de repente. Mirando la lista de posibilidades advirtió que existía una más que había olvidado.
… Una forma para que los gubru puedan penetrar en nuestras defensas con tanta facilidad… Un modo que les permita encontrarnos una y otra vez, por más que nos escondamos. Un modo de inutilizar todos nuestros movimientos.
No quería hacerlo, pero se obligó honestamente a coger una vez más la pluma.
Escribió una sola palabra.
TRAICIÓN
Aquella tarde, Gailet llevó a Fiben a recorrer Puerto Helenia, o al menos las zonas que el invasor no había situado fuera de los límites de la población neochimpancé.
Las barcas de pesca todavía iban y venían de los muelles situados al extremo sur de la ciudad. Pero iban tripuladas sólo por marineros chimps. Y menos de la mitad del número habitual se dirigían mar adentro, dando grandes rodeos para evitar la nave fortaleza de los gubru que ocupaba la mitad de la boca de la Bahía de Aspinal.
En los mercados vieron algunos artículos en abundancia. El resto de las estanterías estaba prácticamente vacío debido a la escasez y al acaparamiento. El dinero colonial aún servía para ciertas cosas como el pescado y la cerveza. Pero para comprar carne o fruta fresca sólo se podían usar las bolitas de dinero galáctico. Los tenderos irritados habían empezado a comprender el significado de «inflación», un término arcaico.
Al parecer, la mitad de la población trabajaba para el invasor. Se estaban construyendo edificios almenados, al sur de la bahía, cerca del cosmodromo. Las excavaciones indicaban que pronto se alzarían estructuras más grandes.
Por toda la ciudad se veían carteles que representaban a sonrientes chimpancés, en los que se prometía de nuevo la abundancia tan pronto como fuera puesta en circulación la cantidad suficiente de dinero «digno». Un trabajo eficiente haría que ese día llegase antes, prometían también los anuncios.
—¿Qué? ¿Ya has visto bastante? —le preguntó Su guía.
—En absoluto —sonrió Fiben—. Apenas hemos arañado la superficie.
Gailet se encogió de hombros y dejó que él abriera la marcha.
Bien, pensó Fiben contemplando el insuficiente abastecimiento de los mercados, los especialistas en nutrición no dejan de decirnos que los neochimps comemos más carne de la que necesitamos, mucha más de la que podíamos conseguir en los viejos tiempos de vida salvaje. Tal vez esto nos haga algún bien.
Por último, su deambular los llevó a la torre del reloj, que dominaba la Escuela Universitaria de Puerto Helenia. El campus era más pequeño que el de la Universidad de la isla Cilmar, pero no hacía mucho tiempo que Fiben había asistido allí a conferencias de ecología, y conocía el lugar.
Al contemplar la escuela, algo le pareció muy extraño.
No era sólo el tanque flotante de los gubru, situado en lo alto de la colina, ni tampoco el nuevo y feo muro que rodeaba el extremo norte de los terrenos de la escuela. Era algo que afectaba a los estudiantes y al personal docente.
Lo que en realidad le sorprendía era verlos allí.
Todos eran chimps. Al llegar a Puerto Helenia, Fiben creyó que iban a encontrar ghettos y campos de concentración en los que se congregase la población humana del continente. Pero los últimos mases y fems habían sido trasladados a las islas pocos días antes. Su sitio había sido ocupado por miles de chimps de las afueras, incluyendo aquellos susceptibles al gas de coerción, aunque los invasores hubieran asegurado que era imposible que les afectase.
A todos ésos les habían suministrado el antídoto, más una pequeña y simbólica indemnización, y los habían puesto a trabajar en la ciudad.
Pero allí, en la escuela, todo parecía tranquilo y sorprendentemente próximo a la normalidad. Fiben y Gailet miraron desde lo alto de la torre del reloj. A sus pies, los chimps y las chimas paseaban entre clase y clase. Llevaban libros, hablaban entre sí en voz baja y sólo ocasionalmente lanzaban miradas furtivas a los cruceros alienígenas que surcaban el cielo sobre sus cabezas, aproximadamente cada hora.
Fiben meneó la cabeza, extrañado de que continuasen asistiendo a clase como si nada ocurriera.
Los humanos eran famosos por el liberalismo de sus reglas de Elevación, tratando a sus pupilos como a iguales frente a una tradición galáctica mucho menos generosa. Los clanes galácticos más antiguos podían fruncir el ceño con desaprobación, pero los chimps y los delfines deliberaban al lado de sus tutores en el Concejo de Terragens. A las razas pupilas se les habían encomendado incluso naves espaciales.
Pero, ¿era posible una escuela sin hombres?
Fiben se preguntó por qué el invasor daba tanta libertad a la población chimp, entrometiéndose sólo de un modo estúpido en unos pocos casos, como por ejemplo en «La Uva del Simio».
Entonces creyó entender por qué.
—¡Mimetismo! ¡Piensan que estamos imitando a los humanos! —murmuró a media voz.
—¿Qué has dicho? —Gailet lo miró. Habían hecho una pausa para poder terminar todo el trabajo, pero resultaba evidente que ella no compartía con su compañero la idea de perder todo el día dando vueltas.
—Dime qué ves ahí abajo. —Fiben señaló a los estudiantes.
Ella frunció el ceño y suspiró; luego se inclinó hacia adelante para observar mejor.
—Veo al profesor Jimmy Sung que sale de la sala de conferencias y que está explicando algo a sus alumnos —sonrió débilmente—. Lo más seguro es que se trate de Historia Galáctica intermedia… Fui su ayudante y recuerdo muy bien esa expresión de confusión de los alumnos.
—Bueno. Eso es lo que tu ves. Ahora contémplalo con ojos gubru.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, frunciendo el ceño.
—Recuerda —comentó Fiben señalando de nuevo a los estudiantes— que según la tradición galáctica, nosotros, los chimps, sólo somos una raza sapiente desde hace trescientos años, un poco más que los delfines... y que estamos sólo al principio de nuestro período de cien mil años de prueba que nos liga por contrato al Hombre.
«Recuerda también que muchos de los fanáticos ETs están muy ofendidos con los humanos. Y sin embargo a los humanos les fue concedido el rango de raza tutora y todos los privilegios que se derivan de ello. ¿Por qué? Porque habían elevado a los chimps y a los delfines antes del Contacto. Éste es el modo de conseguir un estatus en las Cinco Galaxias: tener pupilos y formar un clan.
—No sé dónde quieres ir a parar. —Gailet sacudió la cabeza—. ¿Por qué me explicas lo que es obvio? —Era evidente que no le gustaba recibir lecciones de un rústico chimp, uno que ni siquiera tenía el título de post-graduado.
—¡Piensa! ¿Cómo lograron los humanos su estatus? ¿Recuerdas cómo ocurrió, en el siglo xxii? Los fanáticos perdieron la votación cuando hubo que aceptar a los neochimps y a los neofines como sapientes. Fue un golpe promovido por los kanten, los tymbrimi y otros moderados antes incluso de que los humanos supieran cuál sería el resultado.
—Sí, claro, pero… —La expresión de Gailet era burlona, y Fiben recordó que la especialidad de ella era la sociología galáctica.
—Se convirtió en un fait accompli. Pero a los gubru, los soro y demás fanáticos no tenía por qué gustarles. Siguen pensando que sólo somos un poco más que animales. Eso es lo que tienen que creer, porque de otro modo los humanos se habrían ganado un lugar en la sociedad galáctica igual que el de la mayoría, y mejor que el de muchos.
—Sigo sin entender lo que…
—Mira ahí abajo. —Fiben señaló—. Míralo con ojos gubru y dime qué ves.
Gailet observó a Fiben con furia. Al final, suspiró y dijo:
—Bueno, si insistes. —Se volvió otra vez para mirar hacia el campus. Permaneció en silencio un buen rato—. No me gusta —dijo por fin.
Fiben apenas podía oírla, y se aproximó a ella.
—Dime qué ves. —Ella desvió la mirada, y fue él quien tuvo que decírselo—. Lo que ves son unos animales brillantes y bien preparados, unas criaturas que imitan el comportamiento de sus tutores, ¿verdad que sí? Si lo miras con los ojos de un galáctico ves unas inteligentes imitaciones de los profesores y alumnos humanos… réplicas de tiempos mejores, representadas de un modo supersticioso por leales…
—¡Calla! —gritó Gailet tapándose los oídos. Se volvió hacia Fiben con chispas en los ojos—. ¡Te odio!
Fiben se sorprendió. Eso era lo difícil de entender en ella. ¿Se estaba él simplemente resarciendo del daño y las humillaciones sufridas durante tres días en sus manos?
No. ¡Tenía que enseñarle cómo consideraba el enemigo a sus congéneres! ¿De qué otra forma podía aprender a luchar contra ellos?
Bueno, ya tenía la explicación. Y sin embargo, pensó Fiben, nunca es agradable ser odiado por una chica guapa.
Gailet Jones se apoyó en una de las columnas que sostenían el tejado de la torre del reloj.
—¡Por Ifni y toda la Bondad! —gritó con la cabeza entre las manos—. ¿Y si tienen razón? ¿Y si están en lo cierto?
El glifo parafrenll permaneció inmóvil sobre la muchacha dormida como una nube flotante de incertidumbre que vibraba en la oscura cámara.
Era uno de los Glifos del Destino. Mejor que cualquier criatura viviente podía predecir su propia suerte; el parafrenll sabía qué le deparaba el futuro… que era inevitable.
Y sin embargo, intentaba escapar. No podía hacer otra cosa. Aquélla era la simple, pura e ineluctable naturaleza del parafrenll.
El glifo se elevó desde la bruma del sueño del irregular sopor de Athaclena, alzándose hasta que su borde nervioso casi tocó el techo de piedra. En ese instante, el glifo retrocedió ante la ardiente realidad de la roca mojada, volviendo a toda prisa al lugar donde había nacido.
Athaclena sacudió ligeramente la cabeza en la almohada y su respiración se aceleró. El parafrenll vaciló de miedo reprimido sobre ella.
El glifo del sueño sin forma empezó a definirse y su brillo amorfo comenzó a asumir los rasgos simétricos de una cara.
El parafrenll era una esencia… una destilación. Su significado era la resistencia a lo inevitable. Se retorció y tembló para demorar el cambio, y el rostro se desvaneció durante unos instantes.
Allí, por encima del Origen, su peligro era mayor. El parafrenll se precipitó hacia las cortinas de la salida para, de repente, detenerse en seco como si tirasen de él unos tensos hilos.
El glifo se hizo más delgado, debatiéndose por soltarse. Sobre la chica dormida los delgados zarcillos se ondulaban persiguiendo la desesperada cápsula de energía psíquica que se desdibujaba.
Athaclena suspiró trémulamente. Su pálida, casi traslúcida piel, palpitaba a medida que su cuerpo percibía algún tipo de emergencia y se preparaba para realizar los ajustes necesarios. Pero no recibió ninguna orden. Las hormonas y enzimas no tenían instrucciones que seguir.
Los zarcillos se extendieron hacia el parafrenll, apresándolo. Se reunieron alrededor del símbolo que se debatía como si fueran dedos que acariciasen arcilla dando forma a la firmeza a partir de la indecisión, creando algo ¿material a partir del terror puro.
Por fin se separaron mostrando en qué se había convertido el parafrenll… Un rostro que reía con regocijo. Sus ojos de gato brillaban, pero su sonrisa no era agradable.
Athaclena gimió.
Apareció una grieta y la cara se dividió por el medio, separándose sus dos mitades. ¡Eran dos!
Su respiración se agitó.
Las dos figuras se dividieron longitudinalmente y se convirtieron en cuatro. Ocurrió de nuevo, y ya eran ocho… de nuevo y… dieciséis. Las caras se multiplicaban riendo en silencio pero de un modo tumultuoso.
—¡Ah! —Athaclena abrió los ojos y éstos brillaron con una luz de miedo opalescente y química. Jadeando y tirando de las mantas, se sentó y contempló la pequeña cámara subterránea, anhelando la visión de las cosas reales… su mesa, la débil luz de la lámpara del vestíbulo que se colaba a través de las cortinas de la entrada. Aún podía sentir lo que había formado el parafrenll. Ahora que estaba despierta éste se estaba disipando, pero muy lentamente, demasiado lentamente. Su risa parecía seguir el ritmo de los latidos de su corazón, y Athaclena comprendió que no le serviría de nada taparse los oídos.
¿Era eso lo que los humanos llamaban terror nocturno? Una pesadilla. Pero Athaclena sabía que se trataba de siluetas pálidas, acontecimientos soñados y escenas tomadas de la vida diaria, que normalmente eran olvidadas al despertar.
Los objetos y sensaciones de la habitación cobraron una gradual solidez. Pero la risa no se desvaneció, vencida. Sabía que se había filtrado por las paredes, y esperaba para aparecer de nuevo.
—Tutsunucann —suspiró. El dialecto tymbrimi le parecía curioso y nasal después de varias semanas hablando sólo ánglico.
Tutsunucann, el glifo del hombre que reía, no iba a marcharse. No hasta que algo se alterara o hasta que alguna idea oculta se convirtiera en una resolución y ésta a su vez en una broma.
Y para un tymbrimi las bromas no siempre eran divertidas.
Athaclena permaneció inmóvil mientras los movimientos desgarrados que sentía bajo la piel se calmaban. Era la indeseada actividad gheer que se disipaba de un modo gradual. No os necesito, les dijo a las enzimas. No hay emergencia. Marchaos y dejadme tranquila.
Desde pequeña, los diminutos nodulos de cambio habían sido parte de su vida, a veces inconvenientes pero casi siempre indispensables. Era sólo desde su llegada a Garth cuando había empezado a representarse a esos pequeños órganos fluidos como criaturas minúsculas, parecidas a los ratones o a ajetreados gnomos que se apresuraban a realizar cambios en el interior de su cuerpo siempre que la acuciaba la necesidad.
Qué forma tan extraña de pensar en una función natural y orgánica. Muchos de los animales de los tymbrimi poseían la misma habilidad. Se había desarrollado en los bosques de su mundo natal desde mucho antes de que llegasen los caltmour y les dieran a sus ancestros el habla y la ley.
Era por eso, evidentemente… por lo que antes de ir a Garth nunca había comparado los nodulos con pequeñas y atareadas criaturas. Antes de la Elevación, sus ancestros presensitivos habían sido incapaces de hacer comparaciones barrocas. Y después de la Elevación, conocían la verdad científica.
Ah, pero los humanos… los lobeznos de la Tierra… habían llegado a la inteligencia sin que nadie los guiase. No se les proporcionaron respuestas, como a un niño al que el conocimiento le llega a través de sus padres y maestros. Habían pasado de la ignorancia a la sapiencia y anduvieron a ciegas muchos largos milenios.
Al necesitar explicaciones y no tener ninguna a su disposición, se habían habituado a inventarse las suyas propias. Athaclena recordó lo que se había divertido… en verdad divertido al leer algunas de ellas.
La enfermedad estaba causada por «vapores» o por un exceso de bilis o por la maldición de un enemigo… El sol se desplazaba en el cielo montado en un gran carro. El curso de la historia estaba determinado por la economía...
Athaclena tocó un nudo que palpitaba detrás de la mandíbula y se sobresaltó al ver que el pequeño bulto se escabullía como si de una diminuta y tímida criatura se tratase. Esa metáfora era una imagen aterrorizante, más que el tutsunucann, ya que invadía su cuerpo, su verdadero sentido del yo.
Athaclena gimió y hundió la cara entre las manos. ¡Terrestres dementes! ¿Qué me habéis hecho?
Recordó que su padre le había ordenado aprender todo lo que pudiera del comportamiento humano para vencer así sus desconfianzas hacia los habitantes de Sol III. Pero ¿qué había ocurrido? Descubrió que su destino estaba enlazado con el de los humanos y que ya no tenía poder para controlarlo.
—Padre —dijo en voz alta en galáctico-Siete—. Tengo miedo. Todo lo que poseía de él eran recuerdos. Ni siquiera podía gozar del rastro nahakieri tal como lo sintió mientras el centro Howletts estaba en llamas. Quizás había desaparecido. No pudo descender para contemplar las raíces de su padre junto a las suyas porque el tutsunucann se escondía allí, como una bestia subterránea que la esperara.
Más metáforas, advirtió. Mis pensamientos están llenos de ellas, mientras que mis propios glifos me aterrorizan.
Levantó la vista al oír un movimiento en el vestíbulo. Cuando alguien descorrió la cortina, un estrecho trapezoide de luz iluminó la habitación. Recortada contra la tenue iluminación vio la silueta de un chimp con las piernas ligeramente dobladas.
—Discúlpeme, señorita Athaclena, ser. Siento mucho molestarla en su período de descanso pero creímos que le gustaría saberlo.
—Di… —Athaclena tragó saliva, ahuyentando más ratones de su garganta. Se estremeció y se concentró en el ánglico—. Dime, ¿qué ocurre?
—Se trata del capitán Oneagle —dijo el chimp adelantándose hacia ella y tapando en parte la luz—. Me… me temo que no podemos encontrarlo en ningún sitio.
—¿Robert? —Athaclena parpadeó.
—Se ha marchado, ser —explicó el chimp—. ¡Se ha esfumado, sencillamente!
Los animales del bosque se detuvieron y escucharon, con todos los sentidos atentos. El creciente rumor de pasos los ponía nerviosos. Todos sin excepción corrieron a ocultarse y desde sus escondrijos observaron a la bestia alta que pasaba corriendo ante ellos, saltando desde un peñasco a un tronco y de allí al blando suelo del bosque.
Habían empezado a acostumbrarse a los bípedos más pequeños y a esa otra variedad mucho más grande que profería roncos sonidos y caminaba apoyado sobre tres miembros con la misma frecuencia que sobre dos. Esos, al menos, eran peludos y despedían un olor animal. Éste, en cambio, era diferente. Corría pero no cazaba. Lo perseguían pero no intentaba deshacerse de sus acosadores. Tenía la sangre caliente y, sin embargo, se tumbaba a descansar en los claros del bosque, bajo el sol del mediodía, algo que sólo un animal atacado de locura se aventuraría a hacer.
Las pequeñas criaturas no relacionaron a aquel ser que corría con los que volaban impregnados de un olor a metal y plástico, pues aquellos eran ruidosos y malolientes.
Éste, además, corría desnudo.
—¡Capitán, deténgase!
Robert se encaramó sobre un túmulo de rocas. Se apoyó contra una de ellas para recobrar el aliento y miró a su perseguidor.
—¿Cansado, Benjamín?
El oficial chimp jadeó, inclinándose hacia adelante con ambas manos sobre las rodillas. En la vertiente, más abajo, el resto de la expedición de búsqueda yacía sin aliento, algunos tumbados de espaldas, incapaces de moverse.
Robert sonrió. Debieron de pensar que sería fácil alcanzarlo. Después de todo, los chimps se sentían en la jungla como en casa y cualquiera de ellos, incluso una hembra, tenía fuerza suficiente para agarrarlo y dejarlo inmovilizado hasta que llegaran los demás para conducirlo a las cuevas.
Pero Robert lo había planeado todo. Se mantuvo en terrenos abiertos, aprovechándose de la longitud de sus pasos.
—Capitán Oneagle —lo llamó Benjamín de nuevo, una vez recobrado el aliento. Miró hacia arriba y se adelantó un paso—. Por favor, capitán, usted no se encuentra bien.
—Estoy bien —proclamó Robert, mintiendo sólo un poco. En realidad sus piernas temblaban con un incipiente calambre, los pulmones le quemaban y el brazo derecho le escocía en las zonas donde el yeso rozaba. Y además, andaba descalzo—. Actúa con lógica, Benjamín —agregó—. Demuéstrame que estoy enfermo y tal vez te acompañe de regreso a esas malolientes cuevas.
Benjamín lo miró sorprendido, y luego se encogió de hombros, dispuesto evidentemente a agarrarse a un clavo ardiendo. Robert había demostrado que no podían alcanzarlo. Tal vez la lógica funcionara.
—Bueno, ser. —Benjamín se lamió los labios—. En primer lugar va usted desnudo.
—Muy bien, me atacas por la vía directa —asintió Robert—. Por ahora voy a exponerte la explicación más simple y parca de mi desnudez: me he vuelto loco. Me reservo, sin embargo, el derecho de ofrecerte otra teoría. —El chimp tembló al ver la sonrisa de Robert. Éste no podía evitar sentir simpatía hacia Benjamín. Desde el punto de vista del chimp estaba ocurriendo una tragedia sin que él pudiera hacer nada para impedirla—. Continúa, por favor —le instó Robert.
—Muy bien —suspiró Benjamín—. Está usted huyendo de los chimps que están bajo su mando. Un tutor que se asusta de sus leales pupilos demuestra no tener un control total sobre sí mismo.
—¿Unos pupilos que cogerían a su tutor, le pondrían una camisa de fuerza y lo drogarían con el zumo de la felicidad a la primera ocasión que se les presentara? —preguntó Robert—. Eso no está bien, Ben. Si aceptas mi premisa de que tengo razones para actuar de esta forma, la conclusión que de ella se deriva es que debo intentar que no me arrastréis de nuevo a las cuevas.
—Hum… —Benjamín se acercó un paso más y Robert. como quien no quiere la cosa, se subió al siguiente peñasco—. Su razón puede ser falsa —aventuró Benjamín—. Una neurosis se defiende a sí misma aportando racionalizaciones que expliquen el comportamiento extraño. En realidad los enfermos creen que…
—Un buen punto —admitió Robert de buena gana—. Acepto, para una discusión posterior, la posibilidad de que mis «razones» sean racionalizaciones creadas por una mente trastornada. ¿Puedes tú a cambio contemplar la posibilidad de que sean válidas?
—¡Al estar aquí afuera está violando órdenes! —Benjamín torció los labios.
—¿Órdenes de una ET civil a un oficial de Terragens? —Robert suspiró—. Me sorprendes, chimp Benjamín. Admito que Athaclena deba organizar la resistencia ad hoc. Parece tener aptitudes para ello y la mayoría de chimps la adoran, pero yo he elegido actuar de un modo independiente. Sabes que tengo todo el derecho.
— ¡Pero aquí afuera está en peligro! —La frustración de Benjamín era patente. Se encontraba al borde de las lágrimas.
Al fin. Robert se había preguntado durante cuánto tiempo podría Benjamín mantener ese juego lógico mientras todas sus fibras debían de estar temblando por la seguridad del último humano libre. Bajo circunstancias similares, Robert dudaba que muchos humanos lo hubieran hecho mejor.
Estuvo a punto de decir algo a ese respecto pero Benjamín levantó la vista al cielo repentinamente. El chimp se puso una mano en la oreja y prestó atención a su pequeño receptor. Una expresión de alarma apareció en su cara.
Los otros chimps debieron de oír el mismo comunicado ya que se pusieron de pie y miraron a Robert presas de pánico.
—Capitán Oneagle. La central informa que hay señales acústicas en el noreste. ¡Robots gaseadores!
—¿Tiempo estimado de llegada?
—¡Dentro de cuatro minutos! Por favor, capitán ¿quiere venir?
—¿Venir adonde? —Robert se encogió de hombros—. No tenemos tiempo de regresar a las cuevas.
—Podemos esconderlo —pero el tono de miedo en la voz de Benjamín indicaba que sabía que aquello era por completo inútil.
—Tengo una idea mejor —dijo Robert negando con la cabeza—. Pero eso significa que debemos interrumpir en seguida nuestro pequeño debate. Debes aceptar que tengo una razón válida, chimp Benjamín. ¡Ahora mismo!
—No… no me queda otra alternativa —repuso el chimp Benjamín asintiendo con vacilación.
—Bien —dijo Robert—. Ahora quítate la ropa.
—¿S… ser?
—¡La ropa! Y también ese receptor sónico. Que todos los de tu grupo se desnuden. ¡Que se lo quiten todo! ¡Si es que amáis a vuestros tutores, quedaos sólo con la piel y el pelo y venid a reuniros conmigo en los árboles de ahí arriba!
Sin esperar a que el sorprendido chimp obedeciera aquella extraña orden, Robert empezó a subir por la vertiente cuidando el pie más maltratado por los guijarros y las ramas durante su carrera matutina.
¿Cuánto tiempo quedaba?, se preguntó. Aun en el caso de que estuviera en lo cierto, y que estaba corriendo un gran riesgo, tenía que llegar a la mayor altitud posible.
No pudo evitar levantar los ojos al cielo para ver si llegaban los anunciados robots gaseadores. La preocupación le hizo tropezar y caer de rodillas cuando llegaba a la cima. Éstas quedaron totalmente despellejadas después de arrastrarse dos metros sobre ellas hasta llegar a la sombra de un árbol enano. Según su teoría, no tenía demasiada importancia que se escondiese o no pero, aun así, Robert buscó un buen cobijo. Tal vez los vehículos gubru tenían un sencillo analizador óptico que complementaba su mecanismo teledirigido.
De abajo llegaban gritos; los chimps estaban enzarzados en una violenta discusión. Entonces se empezó a oír un débil y chirriante sonido que provenía del norte.
Robert se adentró más en los matorrales aunque las ramas punzantes le arañaban su delicada piel. El corazón le latía deprisa y tenía la boca seca. Si no estaba en lo cierto, o los chimps se negaban a seguir sus órdenes…
Si había cometido el más mínimo error, pronto estaría camino de Puerto Helenia, hacia el cautiverio, o tal vez muerto. En cualquier caso, tendría que dejar sola a Athaclena, la única representante de la raza tutora en la montaña, y pasaría los minutos o años que le quedasen de vida maldiciéndose a sí mismo por ser un idiota.
Tal vez mi madre tenía razón. Quizá no soy más que un inútil playboy. Pronto lo veremos.
Se produjo un estruendo de rocas que caían por la ladera. Cuando el chirrido llegó a su punto máximo, tres sombras marrones se precipitaron entre las matas. Los chimps se volvieron para mirar al cielo boquiabiertos. Una nave alienígena había entrado en el pequeño valle.
En su escondrijo, Robert se aclaró la garganta. Los chimps, evidentemente incómodos a causa de su desnudez, miraban tensos y sorprendidos.
—Chicos, es mejor que lo hayáis tirado todo, incluidos los micrófonos, porque si no, saldré de aquí y me marcharé sin vosotros.
—Estamos desnudos —dijo Benjamín con un bufido. Movió la cabeza en dirección al valle—. Harry y Frank no han querido y les he dicho que subieran a la otra pendiente y se mantuvieran alejados de nosotros.
Robert asintió. Junto con sus compañeros observó el recorrido de los robots gaseadores. Los otros ya habían presenciado este fenómeno pero él no se hallaba en condiciones de hacerlo cuando tuvo oportunidad de ello. Robert miraba con gran interés.
Tenía unos quince metros de largo, forma de lágrima y unos analizadores que giraban despacio en el extremo de la cola. El robot gaseador cruzó el valle de derecha a izquierda deteriorando el follaje bajo sus vibrantes gravíticos.
Mientras zigzagueaba a lo largo del cañón parecía estar husmeando antes de desaparecer momentáneamente tras una curva de las colinas colindantes.
El chirrido se detuvo pero no por mucho tiempo. pronto se oyó de nuevo y el vehículo regreso. Esta vez lo seguía una nube oscura y nociva, con turbulencias en su estela. El robot recorrió el valle y soltó la capa más gruesa de vapor aceitoso en el sitio donde los chimps habían dejado sus ropas y material.
—Habría jurado que esos miniordenadores no podían ser detectados —murmuró uno de los chimps desnudos.
—Tenemos que ir sin ningún tipo de aparatos electrónicos en el exterior —añadió otro chimp con tristeza, contemplando cómo el aparato desaparecía de nuevo de la vista. El fondo del valle estaba ya completamente oscurecido.
Benjamín miró a Robert. Ambos sabían que aún no había terminado.
El agudo chirrido volvió y el vehículo gubru cruzó de nuevo el valle, esta vez a mayor altura. Sus analizadores rastreaban los dos lados de las colinas.
El aparato se detuvo frente a ellos. Los chimps quedaron paralizados, como si mirasen a los ojos de un tigre gigantesco. Se detuvo unos momentos y luego empezó a moverse en ángulo recto con respecto a su recorrido anterior.
Se alejaba de ellos.
Al cabo de unos instantes, la colina opuesta estaba envuelta en una nube de humo negro. Desde el otro lado les llegaron las toses y los vituperios de los chimps que habían corrido hacia allí y que maldecían la idea gubru de una vida mejor gracias a la química.
El robot empezó a moverse en espiral ganando altura. Era evidente que el mecanismo de detección se posaría en seguida sobre los terrestres de aquel lado.
—¿Alguien lleva algo que no haya declarado en la aduana? —preguntó Robert con sequedad.
Benjamín se dirigió a uno de los chimps. Chasqueó los dedos y tendió la mano. El chimp más joven lo miró ceñudamente y abrió la suya. Se vio el brillo de un metal.
Benjamín agarró el medallón y la cadena y se incorporó para tirarlos. Los eslabones brillaron unos momentos antes de desaparecer en la oscura neblina de la ladera de las colinas.
—Tal vez eso no haya sido necesario —comentó Robert—. Tenemos que hacer experimentos, dejar distintos objetos en lugares diversos y ver sobre cuáles lanzan gase… —Hablaba no sólo para aumentar su moral sino la de los otros—. Estoy seguro de que se trata de algo simple, muy común, pero no originario de Garth, de tal forma que constituya un signo inequívoco de la presencia terrestre.
Benjamín y Robert intercambiaron una larga mirada. No se necesitaban palabras. Razón o racionalización. Los próximos diez segundos dirían si Robert estaba en lo cierto o terriblemente equivocado.
Puede ser que nos detecten a nosotros, pensó Robert. ¡Oh Ifni!, ¿y si son capaces de captar el ADN humano?
Los robots volaron sobre sus cabezas Se taparon los oídos y parpadearon cuando los campos repulsores estimularon sus terminaciones nerviosas. Robert sintió una oleada de deja vu, como si aquello fuese algo que él y los demás hubieran hecho muchas veces en incontables vidas anteriores. Tres de los chimps hundieron la cabeza entre los brazos y lloriquearon.
¿Se había detenido el aparato? Súbitamente Robert creyó que si, que estaba a punto de…
Pero el vehículo pasó sobre ellos, agitando las copas de los árboles a diez…, veinte…, cuarenta metros de distancia. La espiral de inspección se ensanchó y el chirriante motor del robot se fue perdiendo poco a poco a lo lejos. El aparato seguía avanzando, en busca de otros objetivos.
Robert miró a Benjamín y le guiñó un ojo.
El chimp soltó un bufido. Era obvio que opinaba que Robert no tenía por qué alardear de su acierto. En definitiva, era el deber de un tutor.
Pero el estilo también contaba. Y Benjamín pensó que Robert podría haber elegido una forma más digna de demostrar que tenía razón.
Robert regresaría por un camino distinto, evitando todo contacto con el gas de coerción todavía reciente. ¡ Los chimps esperaron aún un buen rato antes de recoger sus cosas y sacudirles el polvillo de hollín que tenían. Empaquetaron su material pero no volvieron a ponerse ¡ la ropa.
No se trataba sólo de repugnancia al hedor alienígena. Por primera vez, sus propios objetos eran sospechosos. Ropas y herramientas, los auténticos símbolos de la sapiencia, se habían convertido en traidores, en algo en lo que no se podía confiar.
Regresaron a casa desnudos.
La vida tardó un poco en volver al pequeño valle. Las nerviosas criaturas de Garth nunca habían resultado dañadas por la nueva y nociva niebla que últimamente llegaba a intervalos del rugiente cielo. Pero les agradaba tan poco como los ruidosos seres bípedos.
Con nerviosismo y timidez, los animales nativos regresaron a sus terrenos de caza.
Estas precauciones eran especialmente minuciosas entre los supervivientes del terror bururalli. Cerca del extremo norte del valle, las criaturas detuvieron su migración y escucharon, husmeando el aire con desconfianza.
De pronto, muchos retrocedieron. En la zona había entrado algo más y hasta que se fuera no volverían a casa.
Una figura oscura descendía la rocosa vertiente, abriéndose camino entre los peñascos donde el espeso residuo oleoso se había depositado. A medida que el crepúsculo se acercaba, iba agarrándose a las rocas sin temor, sin intentar ocultar sus movimientos pues allí nada podía dañarlo. Hizo una breve pausa, mirando a su alrededor como si buscase algo.
Un pequeño fulgor destelló al ser tocado por los rayos del sol poniente. La criatura se acercó arrastrando los pies hasta el objeto que relucía, una pequeña cadena con un medallón, medio escondido entre las rocas polvorientas, y lo recogió.
Se sentó a contemplar la joya durante unos instantes, suspirando suavemente como si meditase. Luego dejó caer la chuchería donde la había encontrado y se alejó.
Sólo después de que se hubiera marchado, las criaturas del bosque finalizaron su odisea de regreso, corriendo hacia rincones secretos y escondrijos. En pocos minutos todo el desorden se había olvidado.
De todos modos, los recuerdos eran estorbos inútiles. Los animales tenían cosas más importantes que hacer en lugar de ocuparse de lo ocurrido una hora antes. Se acercaba la noche y eso era un asunto serio. Cazar y ser cazado, comer y ser comido, vivir y morir.
—Tenemos que hallar un modo de dañarlos sin que puedan seguirnos la pista.
Gailet Jones estaba sentada en la alfombra, con las piernas cruzadas y de espaldas a las brasas del hogar. Tenía delante al comité de resistencia ad hoc y pidió la palabra levantando un dedo.
—Los humanos de Cilmar y de las otras islas están incapacitados para tomar cualquier represalia. Así que debemos hacerlo nosotros, los chimps de esta ciudad. Tenemos que empezar con mucha cautela y dedicarnos a reunir a los más inteligentes antes de intentar dar un golpe serio. Si los gubru advierten que se están enfrentando a una resistencia organizada, no quiero ni pensar en lo que pueden hacer.
Desde el rincón más oscuro de la habitación, Fiben observó cómo uno de los líderes de la nueva célula, un profesor de la escuela universitaria, alzaba su mano.
—Pero ¿cómo pueden amenazar a los rehenes bajo los Códigos Galácticos de Guerra? Me parece que he leído en algún sitio que…
—Doctor Wald —le interrumpió uno de los chimps más viejos—, no podemos contar con los Códigos Galácticos. No sabemos nada de sus cláusulas ni tenemos tiempo de aprenderlas.
—Podríamos consultarlas —sugirió el profesor—. La Biblioteca está abierta.
—Sí —repuso Gailet con desdén—. Con un gubru de bibliotecario ¿te imaginas lo que sería pedirle consultar un banco de datos sobre resistencia en caso de guerra?
—Bueno, se supone que…
—La discusión llevaba así un buen rato. Fiben carraspeó tapándose la boca con el puño. Todo el mundo levantó la vista. Era la primera vez que iba a hablar desde que había empezado aquella larga reunión.
—Es una cuestión discutible —dijo en voz baja—. Aun cuando supiéramos que los rehenes están a salvo. Hay otra razón más que apoya la idea de Gailet. —Ella le lanzó una mirada algo desconfiada y quizás hasta un poco resentida por su súbito apoyo. Es inteligente, pensó él. Pero ella y yo vamos a tener problemas—. Hemos de lograr —prosiguió Fiben— que nuestros primeros golpes parezcan menos importantes de lo que en realidad sean, porque el enemigo ahora está tranquilo, sin desconfiar y satisfecho de sí mismo. En este estado sólo lo encontraremos una vez. Debemos aprovecharnos de esta situación hasta tanto la resistencia esté coordinada y dispuesta. Eso significa que debemos mantener las cosas en un tono moderado hasta que tengamos noticias de la general.
Dedicó una sonrisa a Gailet y se apoyó contra la pared. Ella frunció el ceño pero guardó silencio. Habían tenido diferencias con respecto a poner la resistencia de Puerto Helenia al mando de una joven alienígena. Y las seguían teniendo.
Pero ella de momento lo necesitaba. Los malabarismos de Fiben en «La Uva del Simio» habían traído consigo el reclutamiento de docenas de chimps, galvanizando una parte de la comunidad que ya estaba harta de la dura propaganda gubru.
—Bien —dijo Gailet—. Vamos a empezar con algo sencillo. Algo de lo que puedas hablarle a tu general. —Sus ojos se encontraron unos instantes. Fiben le sostuvo la mirada mientras las otras voces se elevaban.
—¿Y si fuéramos a…?
—¿Qué os parece si voláramos…?
—¿Y una huelga general?
Fiben escuchó la oleada de ideas, los modos de incordiar y engañar a una antigua, experimentada, arrogante y muy poderosa raza galáctica, e imaginó lo que Gailet debía de estar pensando, lo que tenía que estar pensando después de esa desconcertante y reveladora visita a la Escuela Universitaria de Puerto Helenia.
¿Somos en realidad seres sapientes sin nuestros tutores? ¿Nos atrevemos a probar nuestras ideas más brillantes en contra de unos poderes que apenas podemos comprender?
Fiben asintió demostrando que estaba de acuerdo con Gailet Jones. Si, es mejor que hagamos algo sencillo.
Todo estaba saliendo cada vez más caro pero eso no era lo único que preocupaba al Suzerano de Costes y Prevención. Las nuevas fortificaciones antiaéreas, los continuos ataques con gas de coerción a todos y cada uno de los enclaves en los que se sospechaba presencia terrestre, ésas eran cosas que había defendido con ardor el Suzerano de Rayo y Garra, y con la ocupación recién iniciada resultaba difícil negarle al mando militar cualquier cosa que creyese necesaria.
Pero la administración no era la única tarea del Suzerano de Costes y Prevención. Su otro trabajo consistía en proteger a la raza gubru de las repercusiones de sus errores.
Habían surgido muchas razas viajeras del espacio desde que los Progenitores habían dado inicio a la gran cadena de Elevación hacía tres mil millones de años. Muchas habían florecido, habían llegado a grandes alturas, para caer luego aplastadas bajo algún error estúpido y evitable.
Existía otro motivo para que, entre los gubru, la autoridad se dividiera de aquel modo. Era importante el espíritu agresivo del Soldado de Garra, que se arriesgaba y buscaba oportunidades para la Percha. Era importante asimismo la supervisión por parte de la Idoneidad, para asegurarse de que todos se adherían al Camino Verdadero. Pero, además, tenía que existir Prevención: el grito de aviso, de aviso eterno de que la osadía podía llegar demasiado lejos y de que una idoneidad demasiado rígida podía hacer caer las perchas.
El Suzerano de Costes y Prevención recorría su oficina de un lado a otro. Detrás de los jardines que la rodeaban se encontraba la pequeña ciudad a la que los humanos llamaban Puerto Helenia. Por todo el edificio los burócratas gubru y kwackoo revisaban detalles, calculaban probabilidades y hacían planes.
Pronto tendría lugar un nuevo Cónclave de Mando con sus compañeros, los otros Suzeranos. El Suzerano de Costes y Prevención sabía que iba a encontrarse con nuevas exigencias.
Garra preguntaría por qué la mayor parte de la flota de guerra se dirigía a otros lugares. Y debería convencerlo de que los Maestros gubru del Nido necesitaban las grandes naves de guerra en otra parte, ahora que Garth parecía seguro.
Idoneidad volvería a quejarse de que la Biblioteca Planetaria de aquel mundo era lamentablemente inadecuada y de que, al parecer, había sido dañada de algún modo por el gobierno terrestre antes de su huida. ¿O quizás el saboteador había sido Uthacalthing, el tramposo tymbrimi? En cualquier caso, insistiría para que se trajera una biblioteca más completa con la mayor urgencia y a pesar del horrible gasto que eso supondría.
El Suzerano de Costes y Prevención ahuecó las plumas. Esta vez se sentía lleno de confianza. Les había dado a los otros la razón por un tiempo; pero ahora que las cosas estaban tranquilas, todo estaba en sus manos.
Los otros dos eran más jóvenes, con menos experiencia, inteligentes pero demasiado irreflexivos. Había llegado el momento de enseñarles cómo iban a ser las cosas, cómo tendrían que ser para que surgiese una política íntegra y sensata. ¡Este coloquio será efectivo! se aseguró a sí mismo el Suzerano de Costes y Prevención.
El Suzerano se frotó el pico y contempló la apacible tarde en el exterior. Aquellos jardines eran hermosos, con agradables céspedes y árboles importados de docenas de mundos. El anterior dueño de aquellos edificios ya no estaba allí pero su gusto se notaba aún en los alrededores.
¡Qué triste era que tan pocos gubru comprendieran o se preocuparan por la estética de otras razas! Había una palabra que se usaba para la comprensión de lo ajeno. En ánglico se llamaba empatía. Algunos sofontes llevaban el asunto demasiado lejos. Los thenanios y los tymbrimi, cada uno según su estilo, se habían convertido en algo absurdo, arruinando toda la nitidez de su singularidad. Entre los Maestros de la Percha había algunas facciones que creían, sin embargo, que una pequeña dosis de comprensión de los demás podía resultar muy útil en los años futuros.
Más que considerarlo útil, la prevención parecía ahora exigirlo.
El Suzerano había hecho sus planes. Las ideas inteligentes de sus compañeros se unirían bajo su liderazgo. Los perfiles de una nueva política estaban ya clarificándose.
La vida es un asunto serio, meditó el Suzerano de Costes y Prevención. Y, sin embargo, de tanto en tanto parece realmente agradable.
Por una vez cantó para sí mismo lleno de satisfacción.
— Todo está preparado.
El chimp grande se secó las manos en su traje de faena. Max llevaba mangas largas para no mancharse el pelo de grasa pero la medida no había resultado del todo satisfactoria. Dejó a un lado su equipo de herramientas, se agachó junto a Fiben y, con un palito, dibujó un esbozo en la arena.
—Por aquí entran los tubos de hidrógeno del gas-ciudad en los terrenos de la embajada y por aquí pasan bajo la cancillería. Mi compañero y yo hemos hecho un empalme más allá de esos álamos. Cuando la doctora Jones dé la señal, meteremos cincuenta kilos de D-17. Eso tiene que surtir efecto.
—Parece excelente, Max —asintió Fiben mientras el otro chimp borraba el dibujo.
Era un buen plan, sencillo y, lo más importante, su origen, extremadamente difícil de averiguar, tanto si tenía éxito como si no. Al menos, eso era lo que esperaban.
Se preguntó qué pensaría Athaclena de aquella idea. La noción que Fiben tenía de la personalidad tymbrimi la había adquirido, como la mayoría de chimps, gracias a los videodramas y a los discursos del embajador. De aquellas impresiones se deducía que a los principales aliados de la Tierra les encantaba la ironía.
Así lo espero, reflexionó. Ella va a necesitar un verdadero sentido del humor para apreciar lo que estamos a punto de hacer en la embajada tymbrimi.
Se sentía extraño, allí sentado al aire libre a menos de cien metros de los terrenos de la embajada, donde las onduladas colinas del parque del Farallón dominaban el Mar de Cilmar. En las películas de guerra antiguas, los hombres siempre realizaban por la noche las misiones como aquélla, con las caras ennegrecidas.
Pero eso era en las épocas oscuras antes de los tiempos de la alta tecnología y los localizadores de infrarrojo. Lo único que conseguirían con una actividad nocturna sería llamar la atención de los invasores. Así, pues, los saboteadores se movían a la luz del día, disimulando sus actividades entre la rutina diaria de limpieza del parque.
Max sacó un bocadillo de su holgado traje de faena y se lo comió a grandes mordiscos mientras esperaban. El gran chimp tenía un aspecto tan impresionante, allí sentado con las piernas cruzadas, como cuando se habían conocido aquella noche en «La Uva del Simio». Con sus anchas espaldas y sus prominentes colmillos, uno podía pensar que se trataba de un individuo regresivo, un desecho genético. Pero el Cuadro de Elevación se preocupaba mucho menos de tales rasgos estéticos que de la tranquilidad y la naturaleza inalterable del pupilo. Se le había concedido ya una paternidad y otra de las chimas de su grupo de esposas iba a darle un segundo hijo.
Max había trabajado para la familia de Gailet desde que ésta era pequeña y la había cuidado cuando regresó después de su etapa de instrucción en la Tierra. Su devoción hacia ella era evidente.
Muy pocos chimps con carnet amarillo, como Max, formaban parte de la resistencia urbana clandestina. La insistencia de Gailet con respecto a reclutar sólo carnets azules y verdes había incomodado a Fiben y, sin embargo, había visto que tenía razón. Dado que algunos chimps estaban colaborando con el enemigo, sería mejor empezar creando una red de células con aquellos que tuvieran más que perder bajo el dominio de los gubru.
No obstante, a Fiben no le gustaba la discriminación.
—¿Te sientes mejor?
—¿Hummm? —Fiben levantó la vista.
—Los músculos —señaló Max—. ¿Te duelen menos?
Fiben tuvo que sonreír. Max se había disculpado varias veces, primero por no hacer nada cuando los marginales habían empezado a molestarlo en «La Uva del Simio», y después por haberle disparado el anestésico siguiendo las órdenes de Gailet. Por supuesto, vistas retrospectivamente, ambas acciones resultaban comprensibles. Ni él ni Gailet sabían qué hacer con Fiben y por eso habían decidido pecar de cautelosos.
—Sí, mucho mejor, sólo una punzada de vez en cuando. Gracias.
—Mmmm, bien. Me alegro —asintió Max satisfecho.
Fiben cayó en la cuenta de que no había oído ni una sola disculpa de boca de Gailet por lo que le habían hecho pasar. Apretó otro perno en la cuidadora de césped que había estado arreglando. La avería era verdadera, naturalmente, por si acaso se acercaba una patrulla gubru. Pero de momento la suerte había estado de su parte y, además, la mayoría de los invasores parecían estar en el extremo sur de la Bahía de Aspinal, supervisando otro de sus misteriosos proyectos de construcción.
Sacó un monocular de su cinturón y enfocó la embajada. El terreno estaba circundado por una valla baja de plástico con brillantes alambres en la parte superior y tachonada a intervalos por diminutas boyas giratorias de vigilancia. Los pequeños discos tenían un aspecto decorativo pero Fiben no se dejó engañar. Los aparatos de protección hacían imposible cualquier ataque directo por parte de fuerzas irregulares.
En el interior del recinto había cinco edificios. El más grande, la cancillería, estaba equipado con una antena de radio, ondas psi y ondas quantum, una razón evidente de por qué los gubru se habían instalado allí después de que los anteriores ocupantes se marcharan.
Antes de la invasión, el personal de la embajada estaba compuesto principalmente por humanos y chimps contratados. Los únicos tymbrimi asignados a aquella pequeña delegación eran el embajador, su ayudante y piloto y su hija.
Los invasores no habían seguido su ejemplo. El lugar estaba lleno de formas pajariles. Sólo un pequeño edificio, en la cima de la colina más alejada, delante de Fiben, parecía ajeno a las constantes idas y venidas de los gubru y los kwackoo. La estructura piramidal, sin ventanas, parecía más un hito de piedras que una casa, y ninguno de los alienígenas se acercaba a más de doscientos metros de ella.
Fiben recordó algo que la general le había dicho antes de partir de las montañas.
—Fiben, si tienes ocasión, inspecciona, por favor, la Reserva Diplomática de la embajada. Si por ventura los gubru la han dejado intacta, tal vez haya allí un mensaje de mi padre.
La corona de Athaclena se había dilatado momentáneamente.
—Y si los gubru han violado la reserva, yo también debería conocer su contenido. Se trata de una información que nosotros podemos usar.
Parecía poco probable que tuviera la oportunidad de hacerlo, tanto si los alienígenas habían respetado los Códigos como si no. La general tendría que contentarse con un informe de la inspección visual realizada desde lejos.
—¿Qué has visto? —preguntó Max. Masticaba con toda tranquilidad el bocadillo como si organizar un sabotaje fuera cosa de todos los días.
—Un minuto. —Fiben incrementó el aumento. Le hubiera gustado tener una lente mejor. Pero por lo que le parecía, el hito en lo alto de la colina no había sido violado. En la parte superior de la pequeña estructura brillaba una diminuta luz azul. Se preguntó si la habrían puesto allí los gubru—. No estoy seguro —añadió—. Pero creo que…
Sonó el teléfono que llevaba en el cinturón… otro retazo de vida cotidiana que quizá terminara cuando empezaran los combates. La red comercial todavía funcionaba, aunque a buen seguro estaba intervenida por los ordenadores de lenguaje de los gubru.
—¿Eres tú, cariño? —respondió al teléfono—. Tengo hambre, espero que me hayas preparado el almuerzo.
Se produjo una pausa. Cuando Gailet Jones habló, había ansiedad en su voz.
—Sí, querido. —Utilizaba el código que habían acordado con anterioridad, pero obviamente no era de su agrado—. El grupo de matrimonio de Pele tiene hoy vacaciones, así que los he invitado a que vengan de excursión con nosotros.
—Muy bien, amor mío. —Fiben no pudo evitar bromear un poco, sólo para que todo pareciera verosímil, naturalmente—. Tal vez tú y yo podamos encontrar un momento para desaparecer entre los árboles y ya sabes, uk, uk. Nos veremos dentro de un ratito, cariño. —Se despidió antes de que ella pudiera hacer algo más que suspirar.
Colgó el teléfono y vio que Max lo miraba, con una bola de comida en el carrillo. Fiben arqueó las cejas y Max se limitó a encogerse de hombros como si dijera: «no es asunto mío».
—Es mejor que vaya a ver si Dwayne está bien —dijo Max. Se puso de pie y se sacudió el polvo de su traje de faena—. Arriba el ánimo, Fiben.
—Arriba los filtros, Max.
El enorme chimp asintió y empezó a bajar la colina, paseando como si la vida fuese por completo normal.
Fiben cerró la tapa del motor y puso en marcha la cortadora. El motor silbó con el suave chirrido de la catálisis de hidrógeno. Se montó en ella y empezó a dirigirse lentamente colina abajo.
En el parque había mucha gente para tratarse de un día laborable. Eso formaba parte del plan: acostumbrar a los pájaros al comportamiento inusual de los chimps. Éstos habían frecuentado la zona en forma creciente durante la última semana.
Aquello había sido idea de Athaclena. Fiben no estaba muy seguro de si le gustaba, pero, por extraño que pareciese, era una sugerencia tymbrimi que Gailet había aceptado de buena gana. Una estratagema de antropólogo. Fiben arrugó la nariz con desdén.
Se dirigió hacia un pequeño bosque de sauces junto a un arroyo, no lejos de los terrenos de la embajada y cerca de la valla con los pequeños vigilantes giratorios. Paró el motor y se bajó de la máquina. Dio unas cuantas zancadas por la orilla del arroyo y saltó de pronto al tronco de un árbol. Se encaramó a una rama apropiada desde la que podía divisar todo el recinto. Sacó una bolsa de cacahuetes y empezó a descascarillados uno a uno.
El disco de vigilancia más próximo pareció detenerse unos instantes. Sin duda alguna ya lo había chequeado con toda clase de sistemas, desde los rayos X al radar. Pero lo había encontrado desarmado e inofensivo. Cada día, desde hacía una semana, un chimp distinto había comido su almuerzo en aquel mismo lugar, aproximadamente a la misma hora del día.
Fiben recordó la velada en «La Uva del Simio». Quizás Athaclena y Gailet tuvieran razón. Si los pájaros intentan condicionarnos, ¿por qué no cambiamos los papeles y los condicionamos a ellos?
Su teléfono sonó de nuevo.
—¿Sí?
—Uf, parece que Donald tiene una pequeña indisposición y me temo que no podrá venir a la excursión.
—Oh, qué pena —murmuró. Colgó el teléfono. Hasta entonces todo iba bien. Descascarilló otro cacahuete. El D-17 había sido colocado en los tubos que suministraban hidrógeno a la embajada. Pasarían aún unos minutos antes de que sucediera alguna cosa.
Era una idea muy simple, si bien él tenía sus dudas. Se suponía que el sabotaje debía parecer un accidente y tenía que ser cronometrado de tal forma que el contingente no armado de Gailet estuviera en su lugar. Esta incursión no pretendía tanto hacer daño como causar un revuelo. Gailet y Athaclena querían información sobre los sistemas de emergencia de los gubru.
Fiben debía ser los ojos y oídos de la general.
En el interior del recinto, vio a los seres pajariles que entraban y salían de la cancillería y de los otros edificios. La pequeña luz azul en lo alto de la Reserva Diplomática centelleaba sobre las brillantes nubes del mar. Un vehículo flotador gubru pasó zumbando por el cielo y empezó a descender hacia el gran jardín de la embajada. Fiben observaba con interés, esperando que empezara la diversión.
El D-17 era un poderoso corrosivo si se dejaba un cierto tiempo en contacto con el hidrógeno del gas-ciudad. Pronto empezaría a comerse las conducciones. Y, además, si se dejaba expuesto al aire, tenía otro efecto. Tenía un olor de mil diablos.
No necesitaría esperar mucho tiempo.
Cuando empezaron a surgir de la cancillería los primeros gritos de consternación, Fiben sonrió. En pocos momentos, las puertas y ventanas se abrieron con fuertes explosiones mientras los alienígenas salían del edificio gorjeando de pánico o de asco. Fiben no estaba seguro de cuál era la causa de los gorjeos, pero no le importaba. Estaba demasiado ocupado riendo a carcajadas.
Esa parte había sido idea suya. Rompió un cacahuete y lo lanzó al aire para cogerlo con la boca. Aquello era mejor que el béisbol.
Los gubru se dispersaban en todas direcciones, saltando desde los balcones aun sin llevar el equipo antigravedad. Algunos se retorcían de dolor con los miembros rotos.
Tanto mejor. Naturalmente aquello no estaba resultando demasiado perjudicial para el enemigo y sólo podría hacerse una vez. El auténtico objetivo era observar cómo se enfrentaban los gubru a una emergencia.
Las sirenas empezaron a aullar. Fiben consultó su reloj. Habían pasado dos minutos desde las primeras señales de la conmoción. Eso significaba que la alarma se accionaba de modo manual Los tan vanagloriados ordenadores de defensa galácticos no eran, pues, omniscientes. No estaban equipados para reaccionar a un mal olor.
Todas las boyas de vigilancia se alzaron al mismo tiempo sobre la valla, soltando un amenazador gemido y girando con gran rapidez. Fiben se sacudió las cascaras de cacahuete del regazo y se sentó lentamente, observando con cautela aquellos dispositivos mortales. Si estaban programados para extender automáticamente el perímetro de defensa ante una emergencia, podía encontrarse en peligro.
Pero se limitaron a girar, brillando por el incremento de la vigilancia. Pasaron tres minutos más, según el reloj de Fiben, hasta que una triple explosión sónica anunció la llegada de una nave de combate con bruñidas flechas que parecían gavilanes al pasar velozmente sobre el ya vacío edificio de la cancillería. Los gubru del jardín parecían demasiado nerviosos para animarse mucho con su llegada. Saltaban y chillaban mientras las explosiones sónicas sacudían los árboles y sus plumas a la vez.
Un oficial gubru se movía pavoneándose por el jardín, gorjeando tranquilizadoramente para calmar a sus subordinados. Fiben no se atrevió a utilizar su monocular ya que las sondas de vigilancia estaban en un estado de alerta especial, pero esforzó la vista para distinguir mejor a aquella criatura pajaril que estaba al mando. Ciertos rasgos de aquel gubru eran extraños. Su blanco plumaje, por ejemplo, parecía más luminoso y brillante que el de los demás. Llevaba también una cinta de tejido negro alrededor del cuello.
Pocos minutos más tarde llegó una nave de servicio público que no se posó en el jardín hasta que las charlatanas aves se hubieron hecho a un lado, dejándole sitio para aterrizar. Del aparato salieron un par de invasores que llevaban máscaras de oxígeno llenas de adornos y penachos. Hicieron una reverencia al oficial y luego subieron las escaleras del edificio a grandes pasos y entraron en él.
Era obvio que el oficial gubru sabía que el tufo de los conductos de gas corroídos no suponía amenaza alguna. El ruido y la conmoción estaban haciendo más daño a los empleados y proyectistas a su mando que el mal olor. Era indudable que estaba trastornado porque se había perdido una jornada de trabajo.
Pasaron más minutos. Fiben vio que llegaba un convoy de vehículos de superficie y sus sirenas aullantes alborotaban de nuevo a los funcionarios. El oficial gubru batió los brazos hasta que el griterío se acalló. Luego dirigió un escueto gesto a los guerreros supersónicos que flotaban en el cielo.
La nave giró sobre su eje y se marchó tan rápidamente como había venido. Las ondas de choque hicieron traquetear las ventanas y chillar al personal de la cancillería.
—Muy excitables ¿no? —observó Fiben. Sin duda los soldados gubru estaban mejor preparados para ese tipo de cosas.
Fiben se puso de pie sobre la rama y miró hacia otras zonas del parque. A lo largo de la valla se congregaban muchos chimps y otros seguían llegando, procedentes de la ciudad. Guardaban una prudente distancia con los guardianes de la barrera, pero seguían acercándose, parloteando excitados entre sí.
Diseminados entre ellos se hallaban los observadores de Gailet Jones, consultando sus relojes y apuntando todas las reacciones de los alienígenas.
—La primera cosa que conocerán los gubru cuando estudien las cintas de la Biblioteca sobre tu especie —le había dicho Athaclena—, será el llamado «realejo símico»… esa tendencia que tenéis vosotros los antropoides de correr hacia el alboroto llevados por la curiosidad. —Después había sonreído—. Los vamos a acostumbrar a ese tipo de comportamiento hasta que encuentren normal que esos extraños pupilos de los terrestres corran siempre hacia los alborotos… sólo vara mirar. Aprenderán a no teneros miedo, pero deberán… hablar como un mono a otro.
Fiben había comprendido lo que Athaclena quería decir: que los tymbrimi eran en ese aspecto como los humanos y los chimps. Le había infundido confianza, pero luego había fruncido repentinamente el ceño y hablado para sí misma, con rapidez y en voz baja, olvidando al parecer eme él entendía el galáctico-Siete.
—Monos… un mono con otro… ¡Sumbaturalli! ¿Tengo que pensar constantemente utilizando metáforas?
Fiben había quedado sorprendido. Por suerte, no tenía que comprender a Athaclena; sólo saber que ella podía pedirle cualquier cosa y él la haría sin pensarlo dos veces.
Al cabo de un rato llegaron más vehículos de superficie con empleados de mantenimiento y limpieza, entre ellos unos cuantos chimps con el uniforme de la Compañía de Gas de la ciudad. Éstos entraron en la cancillería y los burócratas gubru del jardín se sentaron a la sombra, gorjeando irritados por el todavía intenso mal olor.
Fiben podía comprenderlo. El viento había soplado hacia él y la nariz se le había arrugado de asco.
Bueno, eso es. Les hemos hecho perder una tarde de trabajo y quizá nosotros aprendamos algo de ello. Es hora de volver a casa y evaluar los resultados.
No esperaba con interés la reunión con Gailet Jones. Aunque era una chima bonita e inteligente, tenía la tendencia de ser demasiado oficiosa. Y era obvio que sentía cierto rencor contra él, como si él le hubiese dado un anestésico y la hubiera metido en un saco para llevársela.
Oh, bueno. Aquella noche se marcharía, regresaría a las montañas con Tyco, llevando un informe a la general. Fiben era un chico de ciudad pero había llegado a preferir los pájaros del campo a los que infestaban últimamente Puerto Helenia.
Se volvió, se agarró al tronco con ambos brazos empezó a bajar. Fue entonces cuando, de repente, algo que parecía una gran mano plana le golpeó con fuerza en la espalda dejándolo sin aliento.
Fiben clavó las uñas en el tronco. La cabeza le giraba y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se las apañó como pudo para mantenerse agarrado a la áspera corteza mientras las ramas se agitaban y las hojas salían volando en una repentina oleada de sonido casi palpable. Se sujetó con fuerza al tiempo que todo el árbol vibraba como si intentase tirarlo abajo.
Cuando pasó la terrible oleada de presión, sus oídos se destaparon con un ruido sordo. La corriente de aire acelerado disminuyó y se convirtió en un mero estruendo. Finalmente, aún agarrado a la corteza, acumuló el valor suficiente para volverse y mirar.
Una alta columna de humo ocupaba el centro del jardín de la embajada, donde antes había estado la cancillería. Las llamas lamían las destrozadas paredes y unos regueros de hollín mostraban los puntos en los que el gas sobrecalentado había explotado en todas direcciones.
Fiben se quedó asombrado.
—Pollo caliente con bizcocho —murmuró sin avergonzarse en absoluto del primer pensamiento que le pasó por la cabeza. Allí había suficiente pollo frito como para alimentar a medio Puerto Helenia. Era una carne un poco rara, por supuesto. Había algunos trozos que aún se movían.
Aunque tenía la boca completamente seca, chasqueó los labios alegremente.
—¡Salsa de barbacoa! —suspiró—. Todo esto, y que no haya a la vista un camión cargado de salsa de barbacoa.
Volvió a trepar hasta la rama cubierta ahora de hojas desgarradas y consultó su reloj. Pasó casi un minuto antes de que las sirenas empezasen a aullar de nuevo. Y otro más para que el vehículo flotador despegase, tambaleándose como si luchara con la bullente convección del aire sobrecalentado a causa del fuego.
Quiso saber qué habían hecho los chimps que estaban junto a la valla y miró hacia allí. A través de la nube de humo que avanzaba, Fiben vio que la multitud no había huido. En todo caso, había aumentado. De los edificios cercanos salían chimps para contemplar lo que ocurría. Gritaban y ululaban, con los ojos brillantes de excitación.
Gruñó de alegría. Todo iba bien. Nadie había hecho ningún movimiento amenazante.
Entonces advirtió algo más. Con un estremecimiento eléctrico descubrió que los discos de vigilancia habían caído. A lo largo de la valla, las boyas giratorias se habían desplomado.
—¡Vaya tipos! —murmuró—. Esos bobalicones pretendían ahorrar dinero en rebotica inteligente. Los mecanismos de defensa funcionaban todos por control remoto.
Cuando la cancillería explotó, sea cual fuere el nefasto motivo que la llevó a hacerlo, debió de explotar con ella el control central. Si alguien tuviese la serenidad de coger algunas de esas boyas…
Vio a Max, a unos cien metros a su izquierda, que se movía a hurtadillas hacia uno de los discos caídos y lo levantaba con un bastón.
Buen chico, pensó Fiben, pero en seguida se olvidó de ello. Se puso de pie, apoyado contra el tronco del árbol, y se quitó las sandalias. Flexionó las piernas comprobando el aguante de la rama. Aquí no pasa nada, suspiró.
Se puso en marcha a toda velocidad, corriendo por la delgada rama. En el último momento tomó impulso en el extremo oscilante, como si fuera un trampolín, y saltó por los aires.
La valla estaba situada a un paso del arroyo. Fiben rozó con uno de sus pies los alambres de ésta y aterrizó con una difícil voltereta en el jardín.
—Uf —se quejó. Por fortuna no se había golpeado el tobillo aún resentido. Pero le dolían las costillas mientras avanzaba jadeando, envuelto por una nube de humo procedente del fuego que se extendía. Tosiendo, se sacó un pañuelo del bolsillo de su traje de faena, se lo puso sobre la nariz y corrió hacia las ruinas.
Los invasores muertos yacían diseminados sobre lo que había sido un prístino césped. Tropezó con el cadáver cuadrúpedo y cubierto de hollín de un kwackoo y se zambulló en una espesa nube de humo. Apenas pudo evitar el encontronazo con un gubru que seguía vivo. La criatura huyó dando chillidos.
Los burócratas invasores estaban totalmente desorganizados, aleteando y corriendo de un lado a otro en completo caos. El ruido que hacían era abrumador.
En el cielo, las explosiones sónicas anunciaban el regreso de los soldados. Fiben reprimió un ataque de tos y bendijo el humo. Desde lo alto, nadie podría localizarlo y los gubru del suelo no estaban en condiciones de darse cuenta de muchas cosas. Saltó sobre las aves chamuscadas. El hedor de la carne quemada mantenía a raya incluso sus apetitos más atávicos.
De hecho, temía estar enfermo.
Fue una cuestión de suerte que pudiera pasar corriendo junto a la cancillería en llamas. El edificio estaba completamente invadido por el fuego. El pelo de su brazo izquierdo se chamuscó debido al calor. Se precipitó entre un grupo de seres pajariles que se habían apiñado a la sombra de un edificio cercano. Se habían congregado con un coro de lamentos junto a un determinado cadáver, cuyo plumaje, antes brillante, estaba ahora manchado y estropeado. Al aparecer Fiben de una forma tan repentina, los gubru se dispersaron, piando de consternación.
¿Me habré perdido? Había humo en todas partes. Dio una vuelta en redondo buscando una señal que le indicase la dirección correcta.
¡Allí! Fiben vislumbró un pequeño resplandor azul a través de la negra confusión. Salió disparado a toda velocidad aunque los pulmones le quemaban. Cuando se adentró en el pequeño bosque que se alzaba en lo alto del farallón, lo peor del ruido y del humo había quedado atrás.
Calculó mal la distancia y casi cayó, para llegar patinando a detenerse frente a la Reserva Diplomática tymbrimi. Se inclinó hacia adelante para recobrar el aliento.
En seguida se dio cuenta de que había hecho bien en detenerse. De pronto, el globo azul de la cima del hito parecía menos amigable. Brilló ante él, emitiendo rápidos destellos.
Hasta entonces Fiben había actuado impensadamente. La explosión había sido una oportunidad que no esperaba. Tenía que aprovecharla.
Muy bien, aquí estoy. Y ahora ¿qué? El globo azul podía ser parte del equipo original de los tymbrimi, pero también podía haberlo puesto el invasor.
A sus espaldas, las sirenas aullaban mientras los vehículos flotadores empezaban a llegar con un continuo y oscilante gemido. El humo ondulaba ante él, sacudido por las caóticas idas y venidas de los grandes aparatos. Fiben esperaba que los observadores de Gailet, apostados en los tejados de los edificios cercanos, estuviesen tomando nota de todo aquello. Si conocía bien a sus congéneres, la mayoría de ellos debían de estar contemplándolo todo boquiabiertos o dando brincos de excitación. Con todo, podían aprender mucho de la buena suerte casual de aquella tarde.
Avanzó hacia el hito. El globo azul centelleaba ante él. Levantó el pie izquierdo.
Un haz de brillante luz golpeó la tierra en el lugar que estaba a punto de pisar.
Fiben dio un salto de casi un metro en el aire. Apenas había tocado tierra cuando el rayo volvió a caer a unos milímetros de su pie derecho. Unas ramas ardieron y el humo fue a sumarse al denso manto que se desprendía de la cancillería en llamas.
Intentó retroceder a toda prisa ¡pero el condenado globo no se lo permitía! Un relámpago azul chisporroteó en el suelo a sus espaldas y tuvo que saltar hacia un lado. Luego se encontró con que tenía que saltar hacia el otro.
¡Salto, zap! ¡Brinco, maldición, otra vez zap!
El rayo era demasiado preciso para que aquello fuese accidental. El globo no intentaba matarlo, pero al parecer tampoco estaba interesado en dejarlo marchar.
Entre relámpago y relámpago, Fiben intentaba pensar una forma para escapar de aquella trampa.… de aquella infernal broma pesada…
Chasqueó los dedos mientras saltaba de otro lugar que ardía. ¡Claro!
Los gubru no habían entrado en la Reserva tymbrimi. El globo azul no actuaba como un aparato de los seres pajariles. ¡Era exactamente el tipo de cosa que Uthacalthing habría dejado instalado antes de marchar!
Fiben soltó una maldición cuando un rayo particularmente cercano le chamuscó un dedo del pie. ¡Malditos ETs! ¡Incluso los buenos eran mucho más de lo que cualquiera podía soportar! Apretó los dientes y se obligó a dar un solo paso adelante.
.El rayo azul rebanó una piedra que había junto a su pie cortándola exactamente por la mitad. Todos los instintos de Fiben chillaban para que saltara de nuevo pero se concentró en dejar el pie en su sitio y dar otro paso con más tranquilidad.
Normalmente, uno podría pensar que un dispositivo de defensa como aquél estaba programado para poner sobre aviso a quien se aproximara a una cierta distancia y empezar a freírlo con ahínco si intentaba acercarse más. Según esa lógica, todo lo que él estaba haciendo era completamente estúpido.
El globo azul destelló de modo amenazante y lanzó uno de sus relámpagos. El humo se levantó exactamente en el pequeño punto libre entre el pulgar de su pie izquierdo y los restantes dedos.
Levantó el pie derecho.
Primero un aviso, luego el toque de verdad. Así funcionaría un robot de defensa terrestre. Pero ¿cómo programaría un tymbrimi el suyo? No estaba seguro de poder arriesgarse tanto por una suposición disparatada. Se suponía que un sofonte pupilo no estaba capacitado para llevar a cabo profundos análisis en medio del fuego y el humo, y mucho menos mientras le disparaban.
Llámalo presentimiento, pensó.
Puso el pie derecho en tierra y curvó los dedos alrededor de una rama de roble. El globo azul pareció considerar su persistencia y luego disparó otra vez el rayo, un metro delante de él. Una estela de humo chisporroteante se movió en un lento zigzag, con el creciente crujido de la hierba en llamas a medida que se acercaba.
Fiben intentó tragar saliva.
¡No está diseñado para matar!, se decía una y otra vez. ¿Por qué estará ahí? Los gubru podrían haberlo reventado desde lejos hace ya tiempo.
No, su objeto era estar presente como gesto. Una declaración de derechos bajo las intrincadas reglas del Protocolo Galáctico, más antiguas y ornamentadas que el ritual de la corte imperial del Japón.
Y estaba diseñado para retorcerles el pico a los gubru.
Fiben se mantuvo en el terreno que había ganado. Otra cadena de explosiones sónicas hizo temblar los árboles, y el calor de la conflagración a sus espaldas pareció intensificarse. El estruendo hacía más difícil aún su autocontrol.
Los gubru son guerreros poderosos, recordó. Pero son impresionables…
El haz azul se aproximó. Las fosas nasales de Fiben se ensancharon.
La única manera de apartar la vista de aquel mortal aparato era cerrando los ojos.
Si estoy en lo cierto se trata de otro maldito dispositivo tymbrimi…
Abrió los ojos. El rayo se acercaba a su pie derecho desde el costado. Los dedos se curvaron luchando contra el profundo deseo de saltar. La boca de Fiben se llenó de bilis mientras contemplaba cómo el abrasador cuchillo cortaba un guijarro a cinco centímetros de distancia y seguía adelante.
¡Para golpearle el pie y partírselo!
Fiben se ahogaba y reprimió la necesidad de chillar. ¡Algo iba mal! Vio que el rayo cruzaba por encima de su pie y se retiraba dejando una humeante estela bajo sus piernas separadas.
Se miró el pie con incredulidad. Había pensado que el rayo se detendría en el último instante, pero no había sucedido así.
Y sin embargo, su pie seguía allí, sano y salvo.
El haz quemó una rama seca y luego avanzó para encaramarse a su pie izquierdo.
Sintió un leve cosquilleo que sabía que era psicosomático. En cuanto lo tocaba, el rayo se transformaba en un simple haz de luz.
Pocos centímetros más allá de su pie, la hierba seguía ardiendo.
Con el corazón todavía acelerado y la boca demasiado seca para hablar, Fiben miró el globo azul y soltó una maldición.
—Muy divertido —susurró luego.
Tenía que haber un pequeño emisor psi en el hito pues había percibido algo parecido a una sonrisa extendido en el aire frente a él…, una pequeña y cínica sonrisa alienígena, como si, después de todo, la broma hubiese sido una cosa sin importancia que no merecía siquiera una carcajada.
—Muy inteligente, Uthacalthing. —Fiben hizo una mueca al tiempo que obligaba a sus temblorosas piernas a obedecerle y a llevarlo tambaleándose hacia el hito—. Muy inteligente. No me gustaría en absoluto ver qué te provoca un ataque de risa. —Costaba creer que Athaclena procediera de la misma estirpe que el autor de aquella exhibición de humor.
Pero, al mismo tiempo, reconoció que le habría gustado estar presente cuando el primer gubru se acercó a la Reserva Diplomática para inspeccionarla.
El globo azul todavía destellaba pero había dejado de lanzar los delgados rayos de irritación. Fiben se aproximó al hito examinándolo, y comenzó a rodearlo. Cuando ya había recorrido la mitad del perímetro, en el punto en que el acantilado se alzaba sólo veinte metros sobre el mar, encontró una compuerta. Fiben parpadeó ante la serie de cerraduras, candados, discos de combinación y aldabas que la cerraban.
Bueno, se dijo, es una reserva para secretos diplomáticos y cosas por el estilo.
Pero todos esos cierres significaban que no tenía ninguna posibilidad de entrar y encontrar el mensaje de Uthacalthing. Athaclena le había dado unas cuantas palabras-código para que, si tenía oportunidad, las probase, pero aquello era otra historia.
Los bomberos ya habían llegado. A través del humo Fiben pudo ver chimps del servicio de vigilancia de la ciudad que tropezaban con los delgaduchos alienígenas y desenrollaban sus mangueras. No pasaría mucho tiempo hasta que alguien impusiera orden en aquel caos. Si su misión allí era en realidad improductiva, sería mejor que se marchase antes de que la salida fuera más difícil. Podía tomar el camino que seguía el acantilado, sobre el Mar de Cilmar. Así evitaría al enemigo y llegaría cerca de una parada de autobús.
Fiben se inclinó hacia adelante y miró de nuevo la compuerta. ¡Puf! En aquella puerta blindada había más de dos docenas de cerraduras. Una pequeña cinta de seda roja habría sido igualmente útil para mantener alejado al enemigo… se respetasen o no los pactos. ¿Para qué demonios servían entonces todos aquellos candados?
De pronto lo comprendió y soltó un gruñido. Se trataba de otra broma tymbrimi, claro. Sólo los gubru fracasarían al intentar entrar, por más inteligentes que fuesen. Había ocasiones en que la personalidad contaba más que la inteligencia.
Tal vez esto signifique que…
Siguiendo un presentimiento, Fiben corrió hacia el otro lado del hito. Tenía los ojos llenos de lágrimas debido al humo y, mientras buscaba la pared opuesta a la compuerta, se secó la nariz con el pañuelo.
—Maldito y estúpido juego de adivinanzas —refunfuñó mientras se encaramaba entre las lisas piedras—. Un tymbrimi que inventa un truco como éste… y un pupilo chimp idiota, semievolucionado y con el cerebro lisiado como yo…
Una piedra suelta se movió ligeramente bajo su mano derecha. Fiben metió los dedos en la separación, recordando con envidia los de los tymbrimi, delgados y flexibles. Se rompió una uña y soltó una maldición.
Por fin la piedra se soltó y Fiben parpadeó.
Su intuición había sido correcta: existía un escondrijo secreto tras ella. ¡Pero el condenado agujero estaba vacío!
.Esta vez Fiben no pudo contenerse. Gritó de frustración. Era demasiado. La piedra que tapaba el agujero cayó entre la maleza y él permaneció allí, en la empinada faz del hito, lanzando maldiciones con el mismo tono expresivo e indignado que sus ancestros habían usado antes de la Elevación cuando vituperaban la ascendencia y los hábitos personales de los mandriles.
El ataque de ira sólo duró unos momentos pero logró que Fiben se sintiera mejor. Estaba ronco y le dolían las palmas de las manos de tanto golpear la piedra, pero al menos había dado rienda suelta a su rabia.
En realidad había llegado el momento de marcharse de allí. Por detrás de una espesa capa de humo, Fiben vio cómo aterrizaba un gran vehículo. De él descendió una rampa por la que bajó una tropa armada de soldados gubru que corrieron hacia el chamuscado jardín, cada uno con un par de diminutos globos flotantes. Hey, es hora de largarse.
Estaba a punto de iniciar su descenso cuando miró una vez más al interior del pequeño escondite tymbrimi. En ese preciso momento la brisa aumentó y dispersó brevemente el humo difuso. Los rayos del sol irrumpieron en el acantilado.
Sus ojos distinguieron un pequeño destello de luz plateada. Metió la mano en el escondite y sacó un delgado hilo, fino y delicado como la seda, que cubría una grieta.
En aquel momento oyó un chillido amplificado. Fiben se dio vuelta y vio un escuadrón de soldados de Garra gubru que se dirigían hacia él. Un oficial manipulaba el vodor que llevaba en la garganta tecleando las distintas opciones de autotraducción.
…Cathtoo-psh’v’chim’ph…
…Kah-koo-kee, ¡k’keee! ¡EeeEeEE! k…
…Hisss-s-ss pop *grieta*…
…Puna bliv’t mannennering…
…¿qué estás haciendo aquí? ¡Los buenos pupilos no juegan con las cosas que no comprenden!
Entonces el oficial vio la trampilla abierta y cómo Fiben se metía algo en el bolsillo.
—¡Alto! Muéstranos lo que…
Fiben no esperó a que el soldado terminase de formular la orden. Empezó a trepar por el hito. El globo azul destelló a su paso y su mente dejó rápidamente de lado el terror para dar paso a una poderosa y ronca risa, al tiempo que alcanzaba la cima y se escurría por el otro lado. Unos rayos láser hirvieron sobre su cabeza, descantillando fragmentos de la estructura de piedra, mientras él saltaba al suelo.
Maldito sentido del humor tymbrimi, fue su único pensamiento al ponerse de pie y precipitarse en la única dirección posible, bajo la protectora sombra del hito: derecho hacia el abrupto acantilado.
Max echó un montón de inutilizados discos de vigilancia gubru a los pies de Gailet Jones.
—Les hemos arrancado de un tirón los receptores —informó—. No obstante, tendremos que ser extremadamente cuidadosos con ellos.
Cerca, el profesor Oakes accionó su cronómetro. El chimp más viejo gruñía de satisfacción.
—Han retirado de nuevo la ayuda aérea. Al parecer han decidido que fue un accidente.
Seguían llegando informes. Gailet paseaba nerviosamente de un lado a otro de la azotea, mirando de vez en cuando por encima de la baranda para ver la conflagración y el caos en el parque del Farallón. ¡No habíamos planeado nada de esto! Puede ser una gran suerte. Hemos aprendido mucho.
O puede ser un desastre. Aún es pronto para decirlo.
Mientras que el enemigo no nos lo atribuya…
Un joven chimp, de nomás de doce años, bajó sus binoculares y se dirigió a Gailet.
—El señalizador informa que todos excepto uno de nuestros observadores de vanguardia han regresado, señora. Y no se sabe nada de él.
—¿De quién se trata? —preguntó Gailet.
—Uf, es ese oficial de milicia de las montañas. Fiben Bolger, señora.
—¡Tendría que haberlo supuesto! —murmuró Gailet.
Max levantó la vista de su botín alienígena, con una mueca de consternación en el rostro.
—Yo lo vi. Cuando la valla cayó, saltó por encima y fue corriendo hacia el fuego. Hum, supongo que tendría que haber ido con él para controlarlo.
—No, Max, no tendrías que haberlo hecho. Obraste bien. ¡Por todos los diablos! —suspiró—. Debía imaginar que haría algo así. Si lo han capturado y nos delata… —Se detuvo. No había ninguna razón para alarmar a los otros más de lo necesario.
De todos modos, pensó sintiéndose un poco culpable, lo más probable es que hayan matado a ese chimp arrogante.
No obstante se mordió el labio y se acercó a la barandilla para mirar en dirección al sol de la tarde.
Detrás de Fiben sonaba el familiar zip zip del globo azul incendiando de nuevo. Los gubru chillaron menos de lo que podía esperarse: al fin de cuentas eran soldados. Aun así, armaron un buen alboroto, manteniendo ocupada su atención. Si el defensor de la Reserva estaba actuando para cubrir su retirada o si simplemente se dedicaba a incordiar a los invasores, basándose en sus principios generales, era algo que Fiben no podía dilucidar. En aquellos momentos tenía demasiados problemas para pensar en ello.
Una mirada sobre el borde del acantilado bastó para entrecortar su respiración. No se trataba de una superficie de cristal pero tampoco era la clase de camino que tomaría un excursionista para llegar a las brillantes arenas que se extendían a sus pies.
Los gubru disparaban en esos momentos al globo azul, pero aquello no podía durar demasiado. Fiben contempló el profundo desnivel. Hubiera preferido más vivir una vida larga y tranquila como ecólogo de campo, donar su esperma cuando se lo pidieran y tal vez unirse a un grupo de matrimonio verdaderamente divertido.
—¡Uy! —exclamó en dialecto humano y franqueó el borde cubierto de hierba.
Con seguridad, era un trabajo para hacer a cuatro manos. Agarrándose a un saliente con los dedos vestigiales y el pulgar del pie izquierdo se balanceó hasta encontrar un segundo punto de agarre y se las arregló para descender hasta otro reborde. Durante un corto trecho le pareció fácil pero luego comprendió que necesitaría todo el poder de agarre de sus cuatro extremidades. Por suerte, la bendita Elevación había dejado a sus congéneres esa habilidad. Si hubiera tenido unos pies como los de los humanos, ya se habría caído.
Fiben sudaba, buscando a tientas un lugar donde apoyar el pie, un lugar que tenía que estar ahí, cuando de repente el acantilado pareció dar una fuerte sacudida, golpeándolo. Las vibraciones de una explosión atravesaron la roca. La cara de Fiben se hundió en la arenosa superficie mientras luchaba por salvarse, con los pies agitándose en el vacío.
¡Malditos…! Tosió y escupió bajo una nube de polvo que se desprendió del borde del acantilado. Con el rabillo del ojo alcanzó a distinguir unos fragmentos brillantes de piedra incandescente que volaban por el cielo, girando y cayendo a la siseante tumba del mar.
¡Debían de haber volado el hito.!
Entonces algo pasó muy deprisa junto a su cabeza. La agachó pero pudo vislumbrar un destello de color azul y oír, en el interior de su cerebro, el resonar de una risa alienígena. Cuando la hilaridad alcanzó su clímax algo pareció rozarle la parte posterior de la cabeza y desvanecerse luego mientras la luz azul se alejaba a toda prisa saltando en dirección sur, por encima de las olas.
Fiben jadeó y buscó frenéticamente un lugar donde apoyar el pie. Al fin lo encontró y pudo descender hasta el siguiente lugar de reposo que le pareció seguro. Se introdujo en una estrecha grieta que no podía verse desde lo alto del acantilado, y sólo entonces utilizó energía extra para maldecir.
Vaya día, Uthacalthing, vaya día.
Fiben se limpió el polvo de los ojos y miró hacia abajo.
Ya había recorrido aproximadamente la mitad del camino hasta la playa. Si alguna vez llegaba a ella, la distancia hasta el parque de recreo al noroeste de la Bahía de Aspinal sería sólo un simple paseo. Y desde allí iba a serle fácil desaparecer por callejones secundarios y calles laterales.
En los próximos minutos se vería. Los supervivientes de la patrulla gubru debían de suponer que había muerto en la explosión y que había caído al mar junto con los fragmentos de la Reserva. O tal vez se imaginaban que había huido por otro camino. Después de todo, sólo un idiota intentaría bajar por aquel precipicio sin ir equipado.
Fiben esperaba estar en lo cierto, ya que si bajaban a buscarlo su suerte sería tan negra como esos pájaros chamuscados de la cancillería.
Frente a él, el sol empezaba a descender hacia el horizonte oeste. El humo de la conflagración de aquella tarde había contribuido a crear unos tonos escarlatas y ocres en el inminente atardecer. En el agua vio, aquí y allá, unos botes. Dos embarcaciones de carga navegaban lentamente, con unas figuras oscuras apenas visibles en cubierta, en dirección a las islas distantes, llevando sin duda alimentos a los rehenes humanos.
Era una pena que algunas de las sales del agua marina de Garth fueran tóxicas para los delfines. Si la tercera raza de Terragens se hubiese podido establecer allí, los enemigos hubieran tenido mucha más dificultad para aislar a los habitantes del archipiélago de un modo tan efectivo. Además, los fines tenían su propia forma de pensar. Tal vez se les habrían ocurrido un par de ideas que los congéneres de Fiben habían pasado por alto.
Los promontorios del sur le ocultaban la visión del puerto. Pero pudo ver amagos de destellos plateados, naves de guerra gubru o transbordadores que participaban en la construcción de defensas espaciales.
Bueno, pensó Fiben, de momento nadie ha venido a buscarme. Es mejor que me lo tome con calma y recobre el aliento antes de acometer el resto del camino.
Hasta entonces había hecho la parte más fácil.
Fiben metió la mano en el bolsillo y sacó el hilo reluciente que había encontrado en el agujero. Podía tratarse perfectamente de una tela de araña o de algo igualmente insignificante. Pero era lo único que tenía para enseñar de su pequeña aventura. No sabía cómo le diría a Athaclena que ése era el único resultado de su esfuerzo. Bueno, no el único. Estaba también la destrucción de la Reserva Diplomática tymbrimi. Eso era otra cosa que tendría que explicar.
Sacó su monocular y quitó la tapa de la lente. Metió con cuidado el hilo dentro y, tras volver a colocar la tapa en su sitio, guardó el aparato.
Sí, iba a ser una puesta de sol en verdad hermosa. Las brasas del fuego brillaban, arremolinadas en nubes giratorias que el paso de las aullantes ambulancias gubru levantaba de un lado a otro de las colinas. Fiben pensó en meter la mano en el bolsillo y comerse los cacahuetes restantes mientras esperaba, pero en aquellos momentos tenía más sed que hambre. Y, de todos modos, los chimps modernos consumían demasiadas proteínas.
La vida es dura, pensó, intentando encontrar una posición cómoda en la estrecha grieta. Pero ¿es que ha sido fácil alguna vez para un ser de la clase pupila?
Ahí estás, ocupado en tus asuntos en alguna jungla pluvial, perfectamente adaptado a tu agujero ecológico, y de pronto ¡bang! Un tipo autoritario con ínfulas de dios se sienta sobre tu pecho y te mete a la fuerza en la boca el fruto del Árbol de la Ciencia. A partir de entonces eres un inadaptado, porque te miden según los puntos ¿e vista más «elevados» de tu tutor; no tienes libertad, no puedes tener los hijos que te plazca y te ves cargado de «responsabilidades»… ¿quién oyó alguna vez hablar de responsabilidades en la jungla?… responsabilidades para con tus tutores, para con tus descendientes…
Un asunto muy duro. Pero en las Cinco Galaxias sólo había una alternativa: la exterminación. Los anteriores inquilinos de Garth, habían sido la prueba de ello.
Fiben se lamió el sudor salado de los labios, comprendiendo que era una reacción nerviosa lo que le había ocasionado aquella momentánea oleada de amargura. Y, además, no había motivo para recriminaciones. Si fuera un representante de su raza, uno de esos pocos chimps que hablan en nombre de todos los neochimpancés ante el Concejo de Terragens y los grandes Institutos Galácticos, valdría la pena reflexionar sobre aquellos puntos. Pero tal como estaban las cosas, Fiben advirtió que lo único que hacía era retrasar lo que tenía por delante.
Supongo que, después de todo, se han olvidado de mí, pensó asombrándose de su suerte.
La puesta de sol alcanzó su punto máximo en un esplendor de colores y textura, lanzando chorros de luz de intensos rojos y anaranjados sobre las aguas poco profundas de Garth.
Demonios, después de un día como aquél, ¿qué sería bajar ese abrupto acantilado a oscuras? Sería el anticlímax, nada más.
—¿Dónde demonios has estado? —Gailet Jones se enfrentó a Fiben cuando éste entró por la puerta dando traspiés, y se acercó a él con el ceño fruncido.
—Oh, profesora —suspiró—. No me regañes. He tenido un día muy duro. —Pasó de largo y avanzó por la biblioteca llena de papeles y mapas arrastrando los pies. Saltó por encima de un mapa desplegado en el suelo, ajeno a dos de los observadores de Gailet que gritaban indignados, y que se hicieron a un lado cuando él se dirigió hacia ellos en. línea recta.
—Hemos terminado con los informes hace horas —dijo Gailet mientras lo seguía—. Max se las arregló para robarles algunos discos de vigilancia…
—Ya lo sé. Lo vi —comentó mientras se metía en la pequeña habitación que le había sido asignada. Empezó a desnudarse allí mismo—. ¿Tienes algo de comer? —preguntó.
—¿Comer? —Gailet parecía incrédula—. Tienes que darnos tus informes para que podamos llenar nuestros huecos en el mapa de operaciones gubru. La explosión fue una suerte inesperada y no teníamos preparados suficientes observadores. Y la mitad de los que teníamos se limitaron a quedarse boquiabiertos cuando empezó la diversión.
El traje de faena de Fiben cayó al suelo con un «clonk». Se lo quitó del todo.
—La comida puede esperar —masculló—. Necesito un trago.
—Podrías tener la amabilidad de no rascarte. —Gailet Jones se había sonrojado y se había vuelto de espaldas.
Fiben regresaba de servirse un buen vaso de brandy color naranja y la miró con curiosidad. ¿Era en realidad la misma chima que lo había abordado con la palabra «rosa» hacía dos o tres noches? Se golpeó el tórax sacudiéndose el polvo. Gailet parecía disgustada.
—Esperaba con ansia un baño, pero ahora me parece que voy a prescindir de él. Tengo demasiado sueño. Me voy a dormir. Mañana regreso a casa.
—¿A las montañas? —Gailet se quedó perpleja.
—Sí —asintió Fiben—. Voy a buscar a Tyco y me pondré en marcha para ir a informar a la general. —Sonrió con cansancio—. No te preocupes. Le diré que estás haciendo un buen trabajo. Un magnífico trabajo.
—¡Te has pasado la tarde revoleándote en el polvo y emborrachándote! —La chima hizo una mueca de desprecio—. ¡Un oficial del ejército! ¡Y yo que creí que eras un científico! Bueno, la próxima vez que tu maravillosa general quiera comunicarse con nuestro movimiento aquí en la ciudad, asegúrate de que envía a otro ¿me oyes?
Giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.
¿Qué podía decirle? Fiben permaneció con la vista clavada en la puerta. Sabía que podría haberlo hecho mejor. Pero estaba tan cansado… Le dolía el cuerpo, desde los dedos chamuscados de los pies hasta los pulmones abrasados. Apenas notó la cama cuando se dejó caer en ella.
En sus sueños, una luz azul giraba y destellaba. De ella emanaba un débil algo que podía asociarse con una distante sonrisa.
Divertido, parecía decir. Divertido pero no tanto como para soltar una carcajada.
Más bien un aperitivo para lo que tiene que venir.
Fiben gimió suavemente. Entonces se le apareció otra imagen: un pequeño neochimpancé, un evidente caso de atavismo, con los ojos muy hundidos y unos largos brazos apoyados en el teclado de una pantalla que llevaba colgada sobre el tórax. El chimp regresivo no podía hablar pero cuando sonrió, Fiben sintió un estremecimiento.
Luego vino una fase de descanso más reposada y por fin, para su alivio, otros sueños.
El Suzerano de la Idoneidad no podía poner los pies en un suelo no consagrado. Por eso se movía posado sobre una vara dorada, conducido por un séquito de aturdidos ayudantes kwackoo. El incesante arrullo de éstos era más tranquilizante que los graves gorjeos de sus tutores gubru. Aunque la Elevación había llevado a los kwackoo a contemplar el mundo según la óptica gubru, seguían siendo por naturaleza menos solemnes y majestuosos que aquellos.
El Suzerano de la Idoneidad intentaba ser tolerante con tales diferencias mientras el cloqueante enjambre de emplumados y regordetes pupilos transportaba la percha antigravedad. Podía ser poco elegante, pero ellos ya murmuraban en voz baja acerca de quién sería elegido como sustituto. ¿Quién sería el nuevo Suzerano de Costes y Prevención?
Tendría que hacerse pronto. Ya se habían enviado mensajes a los Maestros de la Percha en el planeta de origen, pero, si era necesario, un burócrata experimentado podía ser elevado a tal designación. Había que preservar la continuidad.
En vez de sentirse ofendido, el Suzerano de la Idoneidad encontraba a los kwackoo tranquilizadores; necesitaba sus sencillas canciones por la distracción que le procuraban. Los días y meses por venir iban a ser muy agitados. El luto formal era sólo una de las muchas tareas que tenía por delante. De algún modo debía instaurarse el impulso hacia la nueva política. Y, naturalmente, había que considerar los efectos que esta tragedia podía tener en la Muda.
Los investigadores esperaban la llegada de la percha junto a un grupo de árboles caídos cerca de la todavía humeante cancillería. Cuando el Suzerano les hizo la seña de que empezaran, iniciaron una danza de presentación, en parte gesticulada y en parte audiovisual, que describía lo que habían decidido con respecto al origen de la explosión y el fuego. Mientras los investigadores gorjeaban sus descubrimientos en una canción sincopada, el Suzerano hacía un esfuerzo por concentrarse. Después de todo, aquél era un delicado asunto.
Según las normas, los gubru podían ocupar una embajada enemiga pero serían responsables de cualquier percance que le ocurriera si la falta era suya.
—Sí, sí, ha ocurrido, ocurrió —informaban los investigadores—. El edificio se ha convertido en una ruina vacía. No, no, no se ha localizado una actividad dirigida concretamente a que ocurrieran estos acontecimientos. No hay señales de que el transcurso de estos hechos estuviera elegido de antemano por nuestros enemigos y se nos impusiera en contra de nuestra voluntad. Incluso en caso de que el embajador tymbrimi saboteara sus propios edificios ¿qué nos importa? Si no somos los causantes no tendremos que pagar, no tendremos que indemnizar.
El Suzerano gorjeó una breve corrección. Los investigadores no podían decidir sobre la idoneidad, sólo evaluar el hecho. Y, además, los asuntos de gastos eran del dominio de los oficiales del nuevo Suzerano de Costes y Prevención, después de que se recuperaran de la catástrofe que su aparato burocrático había sufrido.
Los investigadores danzaron arrepentidas disculpas.
Los pensamientos del Suzerano continuaban revoloteando en torno a la duda de cuáles iban a ser las consecuencias. Este acontecimiento, que en otras circunstancias hubiese sido de poca importancia, había alterado el delicado equilibrio del Triunvirato justo antes de un Cónclave de Mando y se producirían repercusiones incluso después de que fuera designado un tercer Suzerano nuevo.
A corto plazo, aquello beneficiaría a los dos supervivientes. El de Rayo y Garra gozaría de la posibilidad de perseguir a los pocos humanos que quedaban en libertad, fuera cual fuese el precio de ello. Y el de la Idoneidad podría dedicarse a la investigación sin las constantes quejas acerca de lo caro que resultaba.
Y, además, había que considerar la lucha por la primacía. En los últimos días había empezado a quedar claro lo impresionante que podía ser el viejo Suzerano de Costes y Prevención. Cada vez más, en contra de todo pronóstico, había sido el que organizara los debates, sacando a la luz sus mejores ideas, forzando compromisos y llevándolos hacia el consenso.
El Suzerano de la Idoneidad era ambicioso. Al sacerdote no le gustaba el curso que habían tomado las cosas. Tampoco le resultaba agradable ver cómo sus planes más inteligentes eran modificados, alterados y amañados para complacer a un burócrata. ¡Y en especial a uno que tenía extrañas ideas sobre la empatía de los alienígenas!
No, aquello no era lo peor que podía haber ocurrido. En absoluto. Una nueva terna sería mucho más aceptable. Más viable. Y en el nuevo equilibrio, el sustituto empezaría con desventaja.
Entonces ¿por qué? ¿Por qué causa, por qué motivo tengo miedo?, se preguntó el sumo sacerdote.
Con un escalofrío, el Suzerano de la Idoneidad ahuecó su plumaje y se concentró, fijando sus pensamientos en el presente, en los informes de los investigadores. Parecían indicar que la explosión y el fuego pertenecían a esa amplia categoría de acontecimientos que los humanos llamaban accidentes.
A instancias de su antiguo colega, el Suzerano había empezado en los últimos tiempos a aprender ánglico, esa extraña lengua no galáctica de los lobeznos. Era un esfuerzo difícil y frustrante, y de una cuestionable utilidad, puesto que los ordenadores de lenguaje eran una buena solución.
No obstante, el jefe de la burocracia había insistido y, para su sorpresa, el sacerdote había descubierto que había cosas que aprender incluso en una colección tan elemental de gruñidos y gemidos; por ejemplo, cosas tales como los significados ocultos que subyacían en el término accidente.
Era obvio que la palabra hacía referencia a lo que decían los investigadores que había ocurrido allí: un número de factores sin fundamentos combinados con una considerable incompetencia por parte de la compañía de gas después de haber cesado la supervisión humana. Y sin embargo, el modo con que los humanos catalogaban algo de accidente era erróneo por definición. ¡En ánglico el término no tenía en realidad un significado preciso!
Hasta los humanos tenían un axioma: «Los accidentes no existen.»
Y entonces ¿por qué tenían una palabra para algo inexistente?
Accidente… servía para abarcar desde la causalidad no percibida a una tormenta de nivel siete de probabilidad, pasando por el auténtico azar. En cualquier caso, los resultados eran accidentales.
¿Cómo una especie así podía estar viajando por el espacio y ser considerada dentro del alto rango de tutora de un clan, si poseía un modo de ver el universo tan dependiente, tan incierto y oscuro? Comparados con los terrestres, hasta los diabólicos y tramposos tymbrimi eran claros y transparentes como el mismísimo éter.
Este tipo de discurso racional tan incómodo era lo que el sacerdote más había odiado en el burócrata. Era uno de los atributos más irritantes del Suzerano fallecido.
Era también una de las cosas más apreciadas y valiosas. Iba a añorarlas.
Tales eran las confusiones que se producían cuando el consenso se rompía, cuando el apareamiento se hacía añicos a medio empezar.
Con firmeza, el Suzerano gorjeó un encadenamiento de palabras de definición. La introspección lo abrumaba, y había que tomar una decisión respecto a lo que allí había ocurrido.
En un futuro potencial, los gubru tendrían que pagar daños a los tymbrimi, e incluso a los terrestres, por la destrucción acontecida en aquella meseta. Era una consideración poco agradable pero podía evitarse si el magnífico plan de los gubru se cumplía.
Los acontecimientos en los otros lugares de las Cinco Galaxias lo determinarían. Este planeta era una pequeña, aunque importante, nuez que descascarillar con una rápida y eficiente acometida. Además, era trabajo del Suzerano de Costes y Prevención vigilar que los gastos se mantuvieran controlados.
Conseguir que la alianza gubru, la verdadera herencia de los ancestros, no fracasara en idoneidad cuando regresaran los Progenitores era asunto del sacerdote.
Que los vientos traigan ese día, rezó.
—El juicio aplazado, diferido, suspendido por ahora —declaró en voz alta el Suzerano. Y los investigadores cerraron sus carpetas.
Una vez terminado el tema del incendio de la cancillería, la siguiente parada sería en lo alto de la colina donde había otras cosas que debían evaluarse.
La multitud de kwackoo se arracimó arrullando y se movió en bloque, llevando con ellos la Percha de Cálculo. Una enorme bola de pupilos emplumados que se desplazaba plácidamente entre sus excitables, saltarines y pajariles tutores.
La Reserva Diplomática aún humeaba debido a los acontecimientos del día anterior. El Suzerano escuchó con atención los informes de los investigadores que cantaban a veces de uno en uno, a veces al unísono y luego en contrapunto. A partir de aquel alboroto, el Suzerano se formó una imagen de los hechos que habían conducido a aquel desenlace.
Habían encontrado a un neochimpancé local husmeando alrededor de la Reserva sin haber pedido antes permiso formal al poder constituido para pasar, en una clara violación del protocolo en tiempo de guerra. Nadie sabía por qué ese estúpido semianimal estaba allí. Tal vez lo arrastrase el «complejo símico», esa irritante e incomprensible necesidad que llevaba a los terrestres a buscar la conmoción en vez de evitarla.
Un destacamento armado se había topado con el neochimpancé curioso mientras efectuaba una ronda rutinaria por la zona del desastre. El comandante se había dirigido a toda prisa al peludo pupilo-de-los-humanos, instando a la criatura terrestre a que desistiera de su conducta y mostrara una adecuada obediencia. Tal como era costumbre entre los nativos terrestres, el neochimp había adoptado una actitud obstinada. En vez de comportarse de una manera civilizada, había huido. Cuando intentaban detenerlo, entró en funcionamiento un dispositivo de defensa del hito. El hito resultó dañado por los disparos subsiguientes.
Esta vez el Suzerano decidió que el resultado era más satisfactorio. Subpupilo o no, el chimpancé era una aliado de los condenados tymbrimi, y al actuar de aquel modo había destruido la inmunidad de la Reserva. Los soldados habían actuado correctamente al abrir fuego tanto contra el chimp como contra el globo de defensa. No se había producido violación de la idoneidad, declaró el Suzerano.
Los investigadores interpretaron una danza de consuelo. Por supuesto, seguía fielmente los antiguos procedimientos, el plumaje más brillante sería el plumaje de los gubru cuando volvieran los Progenitores.
Que los vientos aceleren la llegada de ese día.
—Abran, entren, intérnense en la Reserva —ordenó el sacerdote—. Entren e investiguen los secretos de su interior.
Seguramente las cajas de seguridad programadas para un caso de emergencia debían de haber destruido casi todos sus contenidos, pero tal vez quedase alguna información por descifrar.
Los candados más sencillos saltaron rápidamente y se usaron aparatos especiales para quitar la puerta blindada. Todo eso llevó algún tiempo. El sacerdote se mantuvo ocupado oficiando un servicio religioso para los soldados de Garra, alentándolos a reforzar su fe en los antiguos valores. Era importante no permitir que perdieran su vehemencia con cosas tan apacibles, por tanto el Suzerano les recordó que en los últimos dos días habían desaparecido en las montañas, al sudeste de esa misma ciudad, pequeños grupos de guerreros. Aquél era un momento adecuado para recordarles que sus vidas pertenecían al Nido. El Nido y el Honor eran lo único que importaba.
Por fin se resolvió el rompecabezas que era el último candado. Para tratarse de bromistas tymbrimi, no parecían tan inteligentes. Los robots de desciframiento de combinaciones de los gubru habían resuelto el problema. La puerta se levantó en brazos de un transportador teledirigido. Los investigadores entraron en el hito con los instrumentos en la mano.
Momentos después, seguida de una serie de gorjeos sorprendidos, una figura pajaril se precipitó desde dentro con un objeto negro y cristalino en el pico. Casi de inmediato fue seguida por otra. Los pies de los investigadores eran una danza confusa de excitación mientras dejaban los objetos en el suelo, ante la percha flotante del Suzerano.
¡Intacto! bailaban. Habían encontrado intactos dos almacenes de datos que se habían salvado de las explosiones autodestructoras, gracias a una prematura caída de piedras.
La alegría se extendió entre los investigadores, y de allí a los soldados y civiles que esperaban más atrás. Hasta los kwackoo cantaban con regocijo, porque hasta ellos comprendían que aquello podía considerarse un golpe al menos de cuarta magnitud. Un pupilo terrestre había destruido la inmunidad de la Reserva mediante un comportamiento obviamente irreverente… señal de una Elevación defectuosa. Y el resultado había sido un acceso completamente autorizado a los secretos del enemigo.
Los tymbrimi y los humanos se avergonzarían y los gubru podrían aprender muchas cosas.
La celebración fue gubru-frenética. Pero el propio Suzerano bailó sólo unos segundos. En una raza de gentes preocupadas, su papel era doblemente importante. Había demasiadas cosas en el universo que eran sospechosas. Demasiadas cosas que mejor estarían muertas para evitar que por algún motivo amenazaran algún día la seguridad del Nido.
El Suzerano inclinó la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro. Miró los cubos de datos, negros y brillantes sobre el chamuscado suelo. Algo extraño parecía extenderse sobre los cristales de información recuperados; un sentimiento que casi, pero no del todo, se traducía en un incubado sentimiento de terror.
No era un psi-sentido reconocible ni tampoco otra forma de premonición científica. Si lo hubiese sido, el Suzerano hubiera ordenado que los cubos fueran reducidos a polvo allí mismo y en aquel momento.
Y sin embargo... era muy extraño.
Durante un breve instante, se estremeció bajo la impresión de que los cristales eran ojos, los brillantes ojos negros como el espacio de una serpiente grande y muy peligrosa.
Corría llevando en la mano un arco de madera nuevo. Un carcaj sencillo de fabricación casera se balanceaba ligeramente en su espalda, mientras jadeaba por el sendero de montaña. Su sombrero de paja había sido tejido con juncos del río y su taparrabos y los mocasines que calzaba habían sido confeccionados con cabritilla del lugar.
Al correr, el joven protegía un poco su pierna izquierda. Un vendaje le cubría una herida superficial. El dolor de la quemadura era incluso una especie de consuelo puesto que le recordaba cuánto mejor es un disparo que te roza, que un disparo que te alcanza.
Imagen de un pájaro alto que miraba con incredulidad la flecha que le había atravesado el esternón, mientras su rifle láser se desprendía de sus garras entumecidas por la muerte y caía al suelo de la jungla.
La colina estaba silenciosa. El único sonido era su respiración uniforme y el suave rascar de los mocasines sobre las piedras. Los pinchazos de la transpiración desaparecían rápidamente cuando la brisa ponía su bálsamo al tocarle los brazos y las piernas.
El toque de viento era más fresco a medida que ascendía. Lo empinado del camino iba disminuyendo y Robert se encontró por fin más arriba de los árboles, entre las altas colinas-aguijón de la cumbre de la cresta.
Agradeció la repentina calidez del sol, ahora que su piel se había oscurecido y adquirido el tono de la madera de nogal. También se había endurecido, de modo que las espinas y las ortigas ya no le molestaban tanto.
Debo empezar a parecer un indio de las viejas épocas, pensó divertido. Saltó por encima de un tronco caído y tomó una desviación a la izquierda del sendero.
De pequeño había sacado buen provecho de su apellido. El niño Robert Oneagle nunca tuvo que representar el papel de malo cuando jugaba con los otros niños al nacimiento de la Confederación. Siempre era un guerrero cherokee o mohawk, alborotando en su traje espacial de juguete y pintado para la guerra según la costumbre de ciertas tribus, y abatiendo a los soldados del dictador durante la guerra del Poder Satélite.
Cuando todo esto termine, tengo que descubrir más cosas acerca de la historia genética de la familia. Me pregunto cuánta parte de ella es en realidad herencia indio-americana.
Unos estratos blancos y esponjosos se deslizaban junto a un cerro del lado norte y parecían mantener su mismo paso mientras corría por las cimas de las colinas, cruzando los cerros que lo llevarían a casa.
A casa.
La frase surgía con facilidad ahora que tenía un trabajo que realizar bajo los árboles y al aire libre. Ahora ya podía considerar su casa a aquellas cavernas porque habían pasado a ser un refugio en aquellos tiempos inciertos.
Y Athaclena estaba allí.
Había permanecido fuera más de lo que esperaba, el viaje lo había llevado a lo alto de las montañas, hasta llegar al Valle de la Primavera, reclutando en el camino voluntarios, estableciendo comunicaciones y, en definitiva, haciendo correr la voz.
Y, naturalmente, él y sus compañeros partisanos habían tenido un par de escaramuzas con el enemigo. Robert sabía que habían sido cosas sin importancia: una pequeña patrulla gubru atrapada de vez en cuando y la aniquilación de hasta el último alienígena. La Resistencia sólo atacaba cuando la victoria parecía factible. No podían dejar supervivientes que informasen a los mandos gubru que los terrestres habían aprendido a volverse invisibles.
Si bien pequeñas, aquellas victorias habían obrado maravillas sobre la moral. Sin embargo, aunque se dedicaban a dificultar las cosas a los gubru en las montañas, ¿cuál era la utilidad de ello si el enemigo se mantenía fuera de su alcance?
Durante la mayor parte de su viaje, se había ocupado de cosas apenas relacionadas con la Resistencia. En todos los lugares que había recorrido se había visto rodeado de chimps que proferían hurras y parloteaban regocijados ante la presencia del único humano que quedaba en libertad. Para su frustración, parecían totalmente felices convirtiéndolo en juez oficioso, arbitro y padrino de los recién nacidos. Nunca antes había sentido de un modo tan pesado las cargas que la Elevación suponía para la raza tutora.
Desde luego, no podía culpar a los chimps por ello. Robert dudaba de que alguna vez en la breve vida de su especie, tantos chimps hubiesen estado un tiempo tan largo privados del contacto con los humanos.
A todas partes donde fue hizo saber que el único humano de las montañas no visitaría ninguno de los edificios construidos antes de la invasión y que tampoco quería ver a nadie que llevase ropas o artefactos no originarios de Garth. Cuando se corrió la voz de cómo los robots gaseadores localizaban sus objetivos, los chimps empezaron a trasladar comunidades enteras. Comenzaron a proliferar los talleres caseros, resucitando artes que se habían perdido, como el hilado, el tejido y la marroquimería.
En realidad, los chimps de las montañas lo estaban haciendo muy bien. La comida era abundante y los jóvenes seguían yendo a clase. Aquí y allá, unos pocos tipos responsables habían reorganizado el Proyecto de Recuperación Ecológica de Garth, manteniendo en marcha los programas más urgentes e improvisando para sustituir a los expertos humanos que se habían perdido.
Tal vez no nos necesiten para nada, pensó Robert.
Su propia especie había estado a punto de convertir el planeta Tierra en un infierno ecológico durante los años que precedieron al despertar de la cordura en la Humanidad. Se evitó una horrible catástrofe por el mínimo margen. Sabiendo eso, resultaba humillante ver que los llamados pupilos se comportaban más racionalmente que los hombres un siglo antes del Contacto.
¿Tenemos algún derecho de representar el papel de dioses ante esta gente? Tal vez cuando esto termine tendríamos que marcharnos y dejar que decidieran por sí solos su futuro.
Una idea romántica. Había un obstáculo, por supuesto. Los galácticos nunca nos lo permitirían.
Así pues, permitió que los chimps se le acercaran, le pidieran consejo y pusieran su nombre a los bebés. Luego, cuando hubo hecho todo lo que podía por el momento, enfiló por el sendero hacia casa. Solo, ya que, por ahora, ningún chimp podía seguirle.
Agradeció la soledad de aquel último día. Le dio tiempo para pensar. Había aprendido muchas cosas sobre sí mismo en aquellas últimas semanas y meses, desde aquella horrible tarde en que su mente se había encogido bajo los puñetazos del dolor y Athaclena había entrado en ella para rescatarlo. Extrañamente, las bestias y monstruos de su neurosis no habían resultado ser lo más importante. Pudo manejarlos con facilidad una vez que se enfrentó a ellos y reconoció qué eran. Además, no debían de ser peores que las cargas de problemas del pasado sin resolver que afectaban a otras personas.
No, lo más importante fue darse cuenta de que era un hombre. Era una exploración recién comenzada y a Robert le gustaba la dirección que había tomado.
Rodeó una curva en el sendero de montaña y salió de la sombra de la colina, con el sol a sus espaldas. Al frente, hacia el sur, se hallaban las escarpadas formaciones de piedra caliza del Valle de las Cuevas.
Robert se detuvo súbitamente al vislumbrar un brillo metálico. Algo destellaba sobre las prominencias más allá del valle, tal vez a unos veinte kilómetros de distancia.
Robots gaseadores, pensó. En aquella zona, los técnicos de Benjamín habían empezado a dejar muestras de cualquier cosa, desde aparatos electrónicos a metales, pasando por vestidos, en un esfuerzo para descubrir qué era lo que detectaban los robots gubru. Robert esperaba que hubieran hecho algún progreso mientras él había estado fuera.
Y sin embargo, en otro sentido, apenas le importaba. Se sentía a gusto con el nuevo arco en la mano. Los chimps de las montañas preferían las potentes ballestas de fabricación casera que requerían menos coordinación pero una mayor fuerza símica para dispararlas. Pero con los dos tipos de arma el resultado había sido el mismo… pájaros muertos. La utilización de las antiguas habilidades y las herramientas arcaicas se habían convertido en un tema galvanizador que contactaba con los mitos del Clan de los Lobeznos.
Antes, cuando había visto cómo los chimps arrancaban las armas de los cuerpos de los gubru derrotados y se los llevaban, notó que algunos de los chimps lo miraban furtivamente, tal vez con culpabilidad. Aquella noche observó desde una ladera oscura las siluetas de largos brazos que danzaban en torno al fuego, bajo las estrellas. Sobre las llamas se asaba algo y el viento transportaba un dulce y ahumado aroma.
Robert tuvo la impresión de que era una de esas cosas que los chimps no querían que viesen sus tutores. Se adentró en las sombras y regresó al campamento principal, dejándolos con su ritual.
Las imágenes aún centelleaban en su mente como salvajes y fieras fantasías. Robert nunca preguntó qué se había hecho de los cuerpos de los galácticos muertos, pero desde entonces no podía pensar en el enemigo sin recordar aquel aroma.
Si hubiese una forma de hacerlos venir a las montañas en mayor número…, reflexionó. Únicamente parecía posible dañar al enemigo bajo la protección de los árboles.
La tarde envejecía. Era tiempo de terminar con el largo camino hasta casa. Robert se volvió y estaba a punto de empezar a descender hacia el valle cuando se detuvo repentinamente. Parpadeó. En el aire había una mancha. Algo que parecía aletear en el extremo de su visión, como si la falsa polilla estuviera bailando en el interior del punto ciego de la retina. Parecía imposible de mirar.
¡Oh!, pensó Robert.
Desistió en su intento de enfocarla y miró hacia otro lado, dejando que la extraña no-cosa lo persiguiera a él. Su roce le abrió los pétalos de la mente, como una flor desplegándose al sol. La entidad aleteaba, danzaba con timidez y le guiñaba un ojo… un sencillo glifo de afecto y apacible diversión… lo bastante simple para que lo comprendiera incluso un humano de músculos fuertes, con brazos vellosos, piel enrojecida y bronceada y cubierto de sudor.
—Muy divertido, Clennie —murmuró Robert. Pero la flor se abrió aún más y captó calidez. Sin que tuvieran que indicárselo, sabía qué camino tomar. Dejó el sendero principal y se metió por una senda estrecha.
A mitad de camino de la cima, se encontró con una figura marrón holgazaneando a la sombra de una mata de espinos. El chimp levantó la vista de la novela que estaba leyendo y lo saludó perezosamente.
—Hola, Robert. Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi.
—¡Fiben! —Robert sonrió—. ¿Cuándo has regresado?
—Oh, hace cosa de una hora. —El chimp reprimió un cansado bostezo—. Los chicos de las cuevas me enviaron aquí arriba para esperar a su señoría. A ella le he traído algo de la ciudad. Lo siento, pero para ti no hay nada.
—¿Tuviste problemas en Puerto Helenia?
—Hummm, bueno, algunos. He bailado un poco, me he rascado un poco y he ululado un poco más.
Robert sonrió. El «acento» de Fiben era más marcado cuando tenía grandes noticias que comunicar, y así escenificaba mejor su historia. Si le permitía despacharse a gusto, los tendría sin dormir toda la noche.
—Uf, Fiben…
—Sí, sí. Está ahí arriba, en lo alto de la loma. Y si me preguntas, te diré que de un humor muy excéntrico. Pero no me preguntes, yo sólo soy un chimpancé. Te veré más tarde, Robert. —Cogió de nuevo el libro.
No era exactamente un modelo de pupilo reverente. Robert sonrió.
—Gracias, Fiben. Hasta luego. —Se apresuró sendero arriba.
Athaclena no se preocupó en volverse cuando él se acercó porque ya se habían dicho hola. Permaneció en la cumbre de la colina mirando hacia el oeste con las manos extendidas frente a sí.
Robert sintió de inmediato otro glifo que flotaba sobre Athaclena, por encima de los ondulantes zarcillos de su corona. Y era algo impresionante. Comparándolo con su pequeño saludo anterior, aquél era como estar recitando una quintilla picaresca junto a «Xanadu». No podía verlo ni tampoco empezar a captar su complejidad, pero estaba ahí, casi palpable para su acrecentado sentido empático.
Robert advirtió también que ella tenía algo entre las manos… como un hilo delgado de fuego invisible, intuido más que visto, que formaba un arco de una mano a otra.
—Athaclena, ¿qué…?
Se interrumpió al llegar junto a ella y ver su cara. Muchos de los rasgos humanos que había adoptado durante su exilio seguían allí, pero algo que éstos habían desplazado también estaba presente, al menos en aquel momento. Tenía un brillo alienígena en sus ojos punteados de oro y parecía bailar a contrapunto con los latidos del glifo que él percibía a medias.
Los sentidos de Robert se habían agudizado. Miró de nuevo el hilo de sus manos y sintió un temblor de reconocimiento.
—Tu padre…
—¡W’ith-tanna Uthacalthing hellinarri-t’hoo, haoorí nda! —Los dientes de Athaclena emitieron un blanco destello.
Respiró profundamente por sus fosas nasales completamente dilatadas. Sus ojos, separados al máximo posible, parecían centellear.
—¡Robert. está vivo!
Él parpadeó con la mente desbordada de preguntas.
—¡Es estupendo! Pero… pero ¿dónde? ¿Sabes algo de mi madre? ¿Y del gobierno? ¿Qué dice?
No respondió de inmediato. Athaclena sostenía el hilo. La luz del sol parecía recorrerlo de arriba abajo. Robert hubiera jurado que oía un sonido, un sonido real que emitía la fibra.
—¡W’ith-tanna Uthacalthing! —Athaclena parecía mirar de frente al sol.
Reía; ya no era la chica seria que él había conocido. Reía entre dientes al estilo tymbrimi y Robert se alegró de no ser él el objeto de esa hilaridad. El humor tymbrimi a menudo significaba que los demás no se divertían en absoluto.
El joven siguió la mirada de Athaclena sobre el Valle del Sind, donde una comitiva de habituales vehículos gubru gemía débilmente al cruzar el cielo. Incapaz de comprender más que los contornos de su glifo, la mente de Robert buscó y halló algo semejante dentro del estilo humano. En su mente representó una metáfora.
De pronto, la sonrisa de Athaclena se convirtió en algo salvaje, casi gatuno. Y aquellas naves de guerra, reflejadas en sus ojos, parecieron tomar el aspecto de ratones confiados e inofensivos.