Cuarta Parte TRAIDORES

No acuses a la Naturaleza, ella ha hecho su parte.

Haz tú la tuya.

JOHN MILTON, El Paraíso Perdido

50. EL GOBIERNO EN EL EXILIO

El mensajero estaba sentado sobre un sofá, en un rincón de la Sala del Concejo, con una manta sobre los hombros y bebiendo una humeante taza de caldo. De vez en cuando, el joven chimp temblaba, pero más que nada parecía exhausto. Su pelo mojado seguía apelmazado, debido a las heladas aguas que había tenido que cruzar a nado en el último tramo de su peligroso viaje.

Es asombroso que haya conseguido llegar, pensó Megan Oneagle observándolo. Todos los espías y equipos de reconocimiento que hemos mandado a tierra con los mejores equipos nunca regresaron. En cambio, este pequeño chimp lo ha logrado a bordo de una pequeña balsa hecha con troncos de árbol y velas de hilado casero.

Con un mensaje de mi hijo.

Megan sintió los ojos húmedos al recordar las primeras palabras que le había dirigido el emisario, después de nadar la última parte del recorrido hasta su profundo reducto subterráneo bajo la isla.

—El capitán Oneagle le manda sus para… sus parabienes, señora.

Había sacado un paquete, impermeabilizado con savia de un árbol oli, y se lo había ofrecido, para dejarse caer luego en los brazos de los técnicos sanitarios.

Un mensaje de Robert, pensó maravillada. Está vivo, está libre. Ayuda a dirigir un ejército. No sabía si regocijarse o temblar ante tal idea.

Era algo de lo que debía enorgullecerse, por supuesto. Robert podría ser el único adulto humano libre en la superficie de Garth. Y si su «ejército» era algo más que una guerrilla de zarrapastrosos simios, bueno, al menos habían conseguido más que su cuidadosamente escondido remanente de la milicia planetaria oficial.

Bien es verdad que la había enorgullecido, pero también la había dejado asombrada. ¿Era el muchacho más sólido de lo que había pensado? ¿O tal vez había adquirido ese valor a fuerza de adversidad?

Tal vez. tenga más de su padre de lo que he querido ver.

Sam Tennace era un piloto espacial que se detenía en Garth cada cinco años aproximadamente, uno de los tres maridos astronautas de Megan. Ellos permanecían en casa unos pocos meses solamente, sin coincidir por lo general con los otros, para volver a marcharse después. Otras fems no hubieran sido capaces de salir airosas de aquella situación, pero lo que era apropiado para los astronautas también satisfacía sus necesidades como política y diplomática. De los tres, sólo Sam Tennace le había dado un hijo.

Y nunca quise que mi hijo fuese un héroe, advirtió. Con todo lo crítica que he llegado a ser con él, creo que nunca he deseado que se pareciese en absoluto a Sam.

Si Robert no hubiera tenido tantos recursos, ahora estaría a salvo, internado en las islas con el resto de la población humana, donde podría continuar sus aficiones de playboy entre sus amigos, en vez de estar comprometido en una desesperada e inútil batalla contra un omnipotente enemigo.

Bueno, se tranquilizó, en la carta tal vez exagera.

A su izquierda, e! gobierno en el exilio examinaba el mensaje, impreso sobre la corteza de un árbol con tinta casera, y sus murmullos de asombro iban en aumento.

—¡Hijos de puta! —oyó que renegaba el coronel Millchamp—. Así es como saben siempre dónde estamos y lo que pretendemos antes de que ni siquiera nos movamos.

—Por favor, resuma coronel. —Megan se acercó a la mesa.

Millchamp la miró. El corpulento oficial del ejército, con el rostro enrojecido, agitó varias hojas hasta que alguien lo agarró del brazo y se las quitó de la mano.

—¡Fibras ópticas! —gritó.

—¿Cómo dice? —le preguntó Megan, incrédula.

—¡Lo sintonizan! Todos los cables, hilos de teléfono, tubos de comunicaciones… casi todas las piezas electrónicas del planeta. Están todas ajustadas para resonar en una banda de probabilidad que los malditos pájaros pueden sintonizar… —La voz del coronel Millchamp se entrecortaba a causa del enojo. Giró sobre sus talones y se alejó.

Megan estaba perpleja.

—Tal vez yo pueda explicarlo, señora Coordinadora —intervino John Kylie, un hombre alto con la amarillenta tez del astronauta perpetuo. Durante los tiempos de paz, su ocupación era la de capitán de una nave de carga en el interior del sistema. Su carguero había participado en la parodia de batalla espacial y había sido uno de los pocos supervivientes, si es que éste era el término adecuado. Vencido y destrozado, finalmente había conseguido reducir a polvo los planetoides de lucha gubru con su láser y había logrado regresar con su nave, la Esperanza, a Puerto Helenia gracias a la lentitud con que actuaba el enemigo para consolidar el sistema de Gimelhai. El piloto se había convertido ahora en el asesor naval de Megan.

—Señora Coordinadora —Kylie tenía una expresión afligida—, ¿se acuerda de aquella excelente transacción que hicimos, oh, veinte años atrás con respecto a un control electrónico y una fábrica de fotones? Eran una obra de arte a pequeña escala, ideales para un diminuto mundo colonial como el nuestro.

—Tu tío era entonces el Coordinador —asintió Megan—. Me parece que tu primera misión en el carguero fue la de terminar las negociaciones y traer la fábrica a Garth.

—Uno de sus principales productos —asintió Kylie cabizbajo— eran las fibras ópticas. Algunos dijeron que el negocio que habíamos hecho con los kwackoo era demasiado bueno para ser verdad. Pero, ¿quién iba a imaginar que ya tenían algo así en la mente? ¿Con tantos años de anticipación? Sólo por la remota posibilidad de que algún día quisieran…

—¡Los kwackoo! —Megan ahogó un grito—. Son pupilos de…

—Los gubru —asintió Kylie—. Esos malditos pájaros ya debieron pensar entonces que algún día podía ocurrir algo así.

Megan recordó lo que Uthacalthing había intentado enseñarle, que los caminos de los galácticos son caminos largos y pacientes como los planetas en sus órbitas. Alguien más se aclaró la garganta. Era el mayor Prathachulthorn, el bajo y corpulento oficial de los marinos de Terragens. Él y su pequeño destacamento eran los únicos soldados oficiales que habían quedado después de la batalla espacial y del inútil gesto de desafío en el cosmodromo de Puerto Helenia. Junto con Kylie se encargaba de las misiones secretas.

—Esto es muy grave, señora Coordinadora —comentó Prathachulthorn—. Las fibras ópticas producidas por esa factoría han sido incorporadas a casi todos los componentes de equipamiento civil y militar manufacturados en el planeta. Están presentes en todos los edificios. ¿Podemos tener confianza en los descubrimientos de su hijo? Megan estuvo a punto de encogerse de hombros pero su instinto de diplomática la hizo detenerse a tiempo. ¿Cómo demonios puedo saberlo?, pensó. Ese chico es un desconocido para mí. Miró al pequeño chimp que casi había muerto para traerle el mensaje de Robert. Nunca hubiera imaginado que su hijo pudiera inspirar tanta lealtad.

Se preguntó si lo envidiaba.

—El informe está firmado también por la tymbrimi Athaclena —dijo la teniente Lydia McCue. La joven oficial frunció los labios—. Eso es una segunda fuente de verificación —sugirió.

—Con todos mis respetos, Lydia —intervino el mayor Prathachulthorn—. La tym es poco más que una niña.

—¡Es la hija del embajador Uthacalthing! —espetó Kylie—. Y los técnicos chimps ayudaron a realizar el experimento.

—Entonces no disponemos de testigos verdaderamente cualificados. —Prathachulthorn sacudió la cabeza.

Varios consejeros lo miraron boquiabiertos. El único miembro neochimpancé, la doctora Suzinn Benirshke, se sonrojó y bajó la mirada, pero Prathachulthorn ni siquiera advirtió que había dicho algo insultante. El mayor no destacaba por su tacto. Y además, es marino, pensó Megan. Su cuerpo era la élite de las fuerzas armadas de Terragens, con el menor número de miembros delfines y chimps. Por ello, los marinos prácticamente sólo reclutaban hombres: un último bastión del antiguo sexismo.

—Sin embargo, debe admitir, mayor, que la idea es razonable. —El comandante Kylie hojeaba las toscas páginas del informe de Robert—. Explicaría nuestros reveses y el fracaso total en establecer contacto, tanto con las islas como con el continente.

—Razonable, sí —admitió el mayor Prathachulthorn al cabo de unos instantes—. De todas formas, debemos realizar nuestras propias investigaciones antes de iniciar una actuación basándonos en la veracidad del informe.

—¿Qué pasa, mayor? —preguntó Kylie—. ¿No le gusta la idea de dejar de lado su rifle quemador y agarrar un arco y unas flechas?

—En absoluto, señor —la respuesta de Prathachulthorn fue sorprendentemente apacible—, siempre que el enemigo vaya equipado de una forma similar. El problema reside en el hecho de que no es así.

El silencio reinó unos instantes. Nadie parecía tener nada que decir. La pausa terminó cuando el coronel Millchamp regresó a la mesa. Dio un manotazo sobre ésta y espetó:

—De todos modos ¿qué ganamos con esperar?

—¿Qué quiere decir, coronel? —Megan frunció el ceño.

—Lo que quiero decir es ¿qué hacen de útil nuestras fuerzas aquí abajo? —preguntó—. Poco a poco nos estamos volviendo locos. Mientras, en este preciso instante, la Tierra tal vez esté luchando por su existencia.

En este preciso instante es algo que no existe en el espacio interestelar —comentó el comandante Kylie—. La simultaneidad es un mito. El concepto está arraigado en el ánglico y en otras lenguas terrestres pero…

—Oh, déjense de metafísica —gritó Millchamp—. Lo importante es que podamos dañar a los enemigos de la Tierra. —Tomó los pliegos de corteza de árbol—. Gracias a las guerrillas sabemos dónde han situado los gubru la mayoría de sus instalaciones en el planeta. No importa cuántos trucos divulgados por la Biblioteca hayan estudiado los gubru porque no pueden evitar que lancemos contra ellos nuestras naves de oscilación.

—Pero…

—Tenemos tres escondidas que no han intervenido en la batalla espacial y los gubru no conocen su existencia. Si esos misiles son lo bastante buenos para los tandu, malditos sean sus corazones de siete cámaras, ¡seguro que bastarán para los objetivos de superficie gubru!

.—Y eso ¿de qué servirá? —preguntó apaciblemente la teniente McCue.

—¡Podemos someter unos cuantos picos gubru! El embajador Uthacalthing nos dijo que los símbolos son importantes en la guerra galáctica. Ahora mismo imaginan que hemos abandonado toda lucha, pero un golpe simbólico mostraría a la totalidad de las Cinco Galaxias que no hemos sido vencidos.

—Siempre me ha parecido extraño —intervino Megan Oneagle arrugando la nariz y hablando con los ojos cerrados— que el concepto de ataque por sorpresa de mis ancestros amerindios pudiera encontrar su lugar en una galaxia hipertecnológica. —Abrió los ojos—. Aunque podemos intentarlo, desde luego, si no encontramos otra manera de ser efectivos. Pero recuerden que Uthacalthing también recomendó paciencia. —Sacudió la cabeza—. Siéntese, por favor, coronel Millchamp. Siéntense todos. No estoy dispuesta a desperdiciar nuestra fuerza con un gesto heroico hasta que no sepa que es lo único que podemos hacer contra el enemigo.

«Recuerden que casi todos los humanos del planeta están como rehenes en las islas y sus vidas dependen de las dosis del antídoto de los gubru. Y en el continente están los pobres chimps, prácticamente solos y abandonados.

Durante todo el parlamento, los oficiales habían permanecido cabizbajos. Están frustrados, pensó Megan. Y no puedo recriminárselo.

Cuando empezó la guerra, cuando planeaban las formas de resistir a una invasión, nadie sugirió siquiera una contingencia como ésta. Tal vez unas gentes con más experiencia en las complejidades de la Gran Biblioteca, en el arcano arte de la guerra que los galácticos, con su antigüedad de eones, conocían, hubieran estado mejor preparados. Pero el sistema de los gubru habían hecho añicos sus modestos planes de defensa.

No había añadido una razón final por la que desaprobaba un gesto heroico. Los humanos tenían fama de ser muy poco refinados en el juego del formulismo galáctico. Un golpe de honor podía ser equivocado y dar a los enemigos, en cambio, una excusa para perpetrar mayores horrores.

¡Oh, qué ironía! Si Uthacalthing estaba en lo cierto, era una pequeña nave terrestre, en medio de las Cinco Galaxias, la que había precipitado la crisis.

Realmente, los terrestres eran especialistas en buscarse problemas. Siempre habían tenido ese talento.


Megan miró al pequeño chimp del continente, el mensajero de Robert, que se aproximaba a la mesa llevando aún la manta. Sus oscuros ojos castaños mostraban su preocupación.

—¿Sí, Petri? —preguntó ella.

—Señora, el doctor quiere que me vaya a la cama —anunció el chimp después de inclinarse ante ella.

—Muy bien, Petri —asintió—. Estoy segura de que más tarde nos gustará que nos informes más …, hacerte algunas preguntas. Pero ahora debes descansar.

—Sí —se avino Petri—. Gracias, señora. Pero hay algo más. Algo que será mejor que le diga antes de que se me olvide.

—¿Sí? ¿Qué es?

El chimp parecía incómodo. Miró a los humanos que lo observaban y volvió a mirar a Megan.

—Es personal, señora. Algo que el capitán Oneagle me pidió que memorizase y le dijera.

—Oh, muy bien. —Megan sonrió—. ¿Me disculpan un momento, por favor?

Se fue con Petri al otro extremo de la sala y se sentó para tener los ojos a la altura de los del pequeño chimp.

—Cuéntame qué dijo Robert.

Petri hizo un gesto de asentimiento. Tenía los ojos extraviados.

—El capitán Oneagle me pidió que le dijera que la tymbrimi Athaclena es realmente la que está organizando el ejército. —Megan asintió. Ya lo había sospechado. Robert podía haber encontrado nuevos recursos, nuevas comprensiones, pero nunca había sido ni sería un líder nato—. El capitán Oneagle —prosiguió Petri— me dijo que le comunicara que era importante que la tymbrimi Athaclena tuviera legalmente el estatus de tutor sobre nuestros chimps.

—Muy listo. —Megan asintió de nuevo—. Podemos votarlo y ya le comunicaremos el resultado.

—Uf, señora. —El pequeño chimp sacudió la cabeza—. No podemos esperar. Así que, uf, se supone que debo decirle que el capitán Oneagle y la tymbrimi Athaclena han ratificado un… vínculo matrimonial… me parece que se llama así. Yo…

Se interrumpió bruscamente porque Megan se había puesto de pie.

Ella se volvió despacio hacia la pared y apoyó la frente en la fría piedra. Condenado chico estúpido, maldecía una parte de ella.

Era lo único que podían hacer, respondía otra parte.

Conque ahora soy suegra, añadía la voz más irónica de todas.

Bien era cierto que de aquella unión no habría descendencia. Los matrimonios entre individuos de especies distintas no eran para eso. Pero existían otras implicaciones.

A sus espaldas el concejo seguía el debate. Una y otra vez desechaban las opciones que iban surgiendo para acabar tan desprovistos de ideas como lo habían estado en los meses anteriores.

Oh, si Uthacalthing pudiese llegar hasta aquí, pensó Megan. Necesitamos su experiencia, su irónica sabiduría y su humor. Podríamos hablar, como solíamos hacerlo. Y tal vez podría aclararme esas cosas que hacen sentirse tan perdida a una madre.

Tuvo que reconocer que echaba de menos al embajador tymbrimi. Lo añoraba más que a cualquiera de sus tres maridos y más incluso, que Dios la ayudase, que a su desconocido hijo.

51. UTHACALTHING

Resultaba fascinante contemplar cómo Kault jugaba con una casi-ardilla, uno de los animales nativos de las llanuras meridionales. Atraía a la criatura tendiéndole unas nueces en sus enormes manos thenanias. Llevaba así una hora, mientras esperaban que declinase el fuerte sol del mediodía, resguardados bajo la sombra de un grupo de espinosas zarzas.

Uthacalthing se maravillaba ante semejante espectáculo. El universo nunca cesaba de sorprenderlo. Aunque era tosco y olvidadizo, el diáfano Kault era una fuente perpetua de asombro.

Temblando de nervios, la casi-ardilla hizo acopio de valor. Dio otro par de saltos hacia el inmenso thenanio y, alargando una de sus garras, le quitó una nuez.

Asombroso. ¿Cómo lo conseguía Kault?

Uthacalthing reposaba bajo la bochornosa sombra. No reconocía la vegetación de las tierras altas que dominaban el estuario donde su nave había caído, pero sintió que se estaba familiarizando con los aromas, los ritmos, el dolor latiente de la vida diaria que brotaba y fluía por todas partes en aquel claro engañosamente tranquilo.

Su corona le transmitió señales de pequeños predadores que esperaban el fin de la hora más calurosa para continuar su acecho de presas aun más diminutas. No había grandes animales, por supuesto, pero Uthacalthing captó un enjambre de insectoides que volaban a ras de suelo, afanándose en encontrar bocaditos para su reina entre la maleza.

La pequeña casi-ardilla estaba tensa. Dudaba entre la precaución y la glotonería a medida que se acercaba cada vez más para comer de la mano extendida de Kault.

Es raro que lo haga. Uthacalthing se preguntó por qué la ardilla confiaba en Kault, tan grande, tan intimidante y poderoso. La vida en Garth era agitada y paranoide a causa de la catástrofe bururalli, cuyo lienzo mortal todavía colgaba sobre las estepas al este y al sur de las Montañas de Mulun.

Kault no podía tranquilizar a la criatura como lo haría un tymbrimi, glifocantándole en suaves tonos de empatía. Los thenanios tenían tanto sentido psi como una piedra.

Pero Kault le hablaba en su propio y muy modulado dialecto galáctico. Uthacalthing escuchaba.

—¿Conoces —vista, sonido, imagen— la esencia del destino de los tuyos, pequeña? ¿Llevas —genes, esencia, destino— de surcadores de estrellas?

La casi-ardilla temblaba, con los carrillos llenos. El pequeño animal parecía hipnotizado. La cresta de Kault se ahuecó expandiéndose, mientras sus ranuras respiratorias gemían a cada húmeda exhalación. El thenanio no podía comunicarse con la criatura, al menos no como Uthacalthing podría, y, sin embargo, ésta parecía sentir el amor de Kault.

Qué irónico, pensó Uthacalthing. Los tymbrimi vivían la vida sumergidos en el eterno fluir de la música de la vida y, no obstante, él no se sentía personalmente identificado con el diminuto animal. Después de todo, era uno entre los cientos de millones. ¿Por qué tenía que importarle aquel ser en concreto?

Pero Kault amaba a la criatura. Sin sentido de empatía, sin ningún vínculo directo de ser-a-ser, la estimaba de modo totalmente abstracto. Amaba lo que esa pequeña cosa representaba, su potencial.

Muchos humanos siguen afirmando que es posible tener empatía sin sentido psi, pensó Uthacalthing. «Meterse en los zapatos de otro», rezaba la antigua metáfora. Siempre había creído que era una de esas pintorescas ideas previas al Contacto, pero ahora ya no estaba tan seguro. Tal vez los terrestres estaban a mitad de camino entre los thenanios y los tymbrimi en su capacidad de empalizar con los demás.

Los congéneres de Kault creían apasionadamente en la Elevación, en el potencial de las diferentes formas de vida que, a la larga, podían alcanzar la sapiencia. Los Progenitores de la cultura galáctica, desaparecidos desde hacía mucho tiempo, lo habían ordenado hacía miles de millones de años y los thenanios habían seguido el mandato al pie de la letra. Su fanatismo intransigente en este asunto distaba mucho de ser admirable. En tiempos como los presentes, con la galaxia conmocionada, los hacía terriblemente peligrosos.

Pero ahora, por irónico que pareciese, Uthacalthing contaba con aquel fanatismo: intentaba ponerlo en acción para sus propios designios.

La casi-ardilla cogió otra nuez de la mano que Kault le tendía y decidió que ya tenía bastante. Agitando su cola en forma de abanico se escabulló a toda prisa por la maleza. Kault se dio vuelta para mirar a Uthacalthing, con las ranuras respiratorias de su garganta aleteando al respirar.

—He estudiado informes genéticos compilados por los ecólogos terrestres —dijo el cónsul thenanio—. Este planeta tenía un potencial impresionante hace sólo unos milenios. Nunca se debió ceder a los bururalli. La pérdida de las formas más desarrolladas de vida en Garth ha sido una tragedia.

—Los nahalli fueron castigados por lo que hicieron sus pupilos ¿no? —preguntó Uthacalthing aunque ya sabía la respuesta.

—Claro. Fueron degradados al estatus de pupilos y puestos bajo el cuidado de un clan tutor más antiguo. El mío, de hecho. Es un caso muy triste.

—¿Por qué?

—Porque los nahalli son en realidad gentes muy maduras y educadas. Simplemente, no comprendieron los matices necesarios para elevar a carnívoros puros y fracasaron estrepitosamente con los bururalli. Pero el error no fue sólo suyo. El Instituto Galáctico de Elevación tendría que cargar con parte de la culpa.

Uthacalthing reprimió una sonrisa al estilo humano. En lugar de ello, su corona se enrolló en espiral para formar un débil glifo, invisible para Kault.

—¿Ayudarían las buenas noticias de aquí, de Garth, a los nahalli? —preguntó.

—Por supuesto. —Kault expresó el equivalente de un encogimiento de hombros con el movimiento de su cresta—. Nosotros, los thenanios, no estábamos en modo alguno comprometidos con los nahalli cuando sucedió la catástrofe, claro, pero eso cambió cuando fueron rebajados de categoría y puestos bajo nuestra tutela. Ahora, por adopción, mi clan comparte la responsabilidad de este lugar agraviado. Por eso se envió aquí un cónsul, para asegurarse de que los terrestres no dañaban más este afligido mundo.

—¿Y lo hacen?

—¿Si hacen qué? —Kault cerró los ojos y los abrió de nuevo.

—Si los terrestres están llevando a cabo una mala gestión.

—No. —La cresta de Kault se agitó de nuevo—. Nuestras especies, la de ellos y la mía, pueden estar en guerra, pero no he encontrado aquí nuevos agravios de que culparlos. Su programa de recuperación ecológica era ejemplar. En cambio voy a redactar un informe con respecto a las actividades de los gubru.

Uthacalthing creyó detectar cierta amargura en la voz de Kault. Habían visto ya signos de colapso en el esfuerzo terrestre de recuperación ambiental. Dos días antes habían pasado junto a una estación de mejora, ahora abandonada, con sus trampas de muestras y sus jaulas de tests oxidándose. Los recipientes para el almacenamiento de genes se habían estropeado al fallar la refrigeración.

Encontraron una dolorosa nota donde un ayudante ecólogo neochimpancé explicaba que había decidido abandonar su puesto para ayudar a un colega humano enfermo, y emprender el largo camino hasta la costa en espera de recibir el antídoto contra el gas de coerción.

Uthacalthing se preguntó si habrían logrado llegar. Estaba claro que el antídoto había sido dosificado. El puesto de civilización más cercano estaba muy lejos de allí, incluso para un coche flotador.

Era evidente que los gubru se alegraban de dejar la estación despoblada.

—Si esto continúa, deberé documentarlo —dijo Kault—. Me alegro de que me permitiera persuadirlo de regresar a través de regiones habitadas. Así podremos recoger más datos sobre estos delitos.

Esta vez Uthacalthing sonrió ante las palabras que había elegido Kault.

—Tal vez encontremos algo interesante —admitió.

Continuaron su recorrido cuando el sol, Gimelhai, descendió de su ardiente cénit.

Los llanos al sudeste de las Montañas de Mulun se extendían como las crestas ondulantes de las olas de un apacible mar, solidificadas sobre la tierra. A diferencia del Valle del Sind y de las tierras abiertas del otro lado de las montañas, aquí no había signos de vida vegetal o animal introducida por los ecólogos terrestres: sólo criaturas nativas de Garth.

Y agujeros vacíos.

Uthacalthing sintió la escasez de especies como una brecha vacía en el aura de aquella tierra. La metáfora que le vino a la mente fue la de un instrumento musical al que le faltaban la mitad de sus cuerdas.

Sí. Apta. Poéticamente aceptable. Esperaba que Athaclena siguiese su consejo y estudiara esta forma terrestre de contemplar el mundo.

En su interior profundo, a nivel de nahakieri, la pasada noche había soñado con su hija. El sueño la representaba con la corona desplegada, captando la teatral y aterrorizante belleza de una visita de tutsunucann. Uthacalthing se despertó temblando en contra de su voluntad, como si un instinto lo llevase a ahuyentar aquel glifo.

Sólo a través del tutsunucann, podría haberse enterado de más cosas referentes a su hija, de cómo viajaba y qué hacía, pero tutsunucann sólo destelló… la esencia de la expectación temerosa. Por ese centelleo supo que aún vivía. Nada más.

Por ahora me tendré que conformar con esto.

Kault llevaba casi todos los suministros. El gran thenanio caminaba a un paso regular, no demasiado difícil de seguir. Uthacalthing reprimió los cambios corporales que le hubieran facilitado la caminata por un breve período pero que, a la larga, le hubieran resultado costosos. Se permitió sin embargo aplastar sus fosas nasales y ensancharlas para que entrase más aire, a la vez que evitaba el omnipresente polvo.

Frente a ellos se alzaban unos pequeños cerros coronados por árboles y, algo alejado del camino que seguían hacia las distantes y rosadas montañas, el cauce de un arroyo. Uthacalthing consultó la brújula y se preguntó si las colinas serían conocidas. Lamentaba haber perdido su registrador inercial de dirección en el choque. Si pudiera estar seguro…

Ahí, parpadeó. ¿Había imaginado ese tenue destello azul?

—Kault.

El thenanio se detuvo y se dio media vuelta hacia Uthacalthing.

—¿Ha dicho algo, colega?

—Kault, creo que tenemos que tomar esa dirección. Podemos llegar a las colinas a tiempo de instalar el campamento y comer antes del anochecer.

—Hum, está un poco alejado de nuestro camino. —Kault jadeó—. Muy bien, le haré caso. —Y sin pensarlo más enfiló hacia las tres colinas cubiertas de vegetación.

Faltaba como una hora para la puesta de sol cuando llegaron al arroyo y empezaron a montar el campamento. Mientras Kault levantaba el refugio camuflado que llevaban, Uthacalthing analizó unos frutos rojos, oblongos y pulposos que colgaban de las ramas de unos árboles cercanos. Su medidor portátil los declaró nutritivos. Tenían un sabor dulce y penetrante.

En cambio, las semillas de su interior eran duras y fuertes. Era evidente que habían evolucionado para poder soportar los jugos gástricos, atravesar el sistema digestivo de un animal y esparcirse en la tierra con sus heces. Era una adaptación muy frecuente de los árboles frutales en una gran variedad de mundos.

Seguramente, algún gran omnívoro había dependido de esta fruta como fuente alimenticia y devolvía el favor al árbol dispersando sus semillas aquí y allá. Si tenía que encaramarse para procurarse el alimento lo más probable es que tuviera unas manos rudimentarias. Tal vez hasta poseía Potencial. Tales criaturas podrían haberse convertido en presensitivas, entrar en el ciclo de la Elevación y llegar a ser una refinada raza.

Pero todo eso había desaparecido con los bururalli. Y no sólo habían muerto los grandes animales. Los frutos del árbol estaban ahora demasiado próximos a los que les precedieron. Pocos embriones habían conseguido romper las semillas endurecidas tras pasar por los estómagos de los desaparecidos simbiontes. Pero esos árboles jóvenes que habían conseguido germinar, languidecían ahora como sombras de sus antecesores.

Allí tendría que haber habido un gran bosque en lugar de esos escasos y miserables árboles.

Me pregunto si éste es el lugar, pensó Uthacalthing. Había tan pocas señales en aquella sinuosa llanura… Miró a su alrededor pero no divisó más destellos azules.

Kault estaba sentado a la entrada de su refugio y silbaba graves y átonas melodías a través de sus ranuras respiratorias. Uthacalthing dejó caer delante de él un puñado de frutos y luego se dirigió hacia el rumoroso arroyo. La corriente discurría sobre un banco de piedras semitransparentes que reflejaban los rojos matices del ocaso.

Ahí fue donde Uthacalthing encontró el artefacto.

Se inclinó y lo recogió para examinarlo.

Cuarzo local, descantillado y pulido, con bordes cortantes y un extremo romo y redondeado para poder asirlo…

La corona de Uthacalthing se onduló. El lurrunanu tomó forma de nuevo, fluctuando entre sus zarcillos plateados. El glifo giró despacio al tiempo que Uthacalthing volvía en su mano el hacha de piedra para contemplar la primitiva herramienta.

El lurrunanu vigilaba a Kault que seguía silbando en la ladera del cerro. De pronto el glifo se tensó y se lanzó hacia el voluminoso thenanio.

Herramientas de piedra, uno de los distintivos de la presensitividad, pensó Uthacalthing. Le había pedido a Athaclena que estuviese atenta ya que existían rumores.… historias que hablaban de cosas que se habían visto en las zonas deshabitadas de Garth.

—¡Uthacalthing!

Se volvió, escondiendo el artefacto tras la espalda, y respondió al thenanio:

—¿Sí, Kault?

—Yo… —Kault parecía inseguro—. Metoh kanmi, b’twuü’ph… yo… —Kault sacudió la cabeza. Cerró los ojos y los abrió de nuevo—. Me pregunto si al analizar estas frutas ha considerado también si son adecuadas a mis necesidades.

Uthacalthing suspiró. ¿Qué le pasa? ¿Acaso los thenanios son curiosos?

Dejó caer el objeto de entre sus manos y éste fue a parar al barro del río, donde lo había encontrado.

—Claro, colega. Son nutritivos siempre y cuando no se olvide de tomar sus suplementos.

Regresó a reunirse con su compañero para una cena sin hoguera bajo el creciente brillo de las luces de las galaxias.

52. ATHACLENA

Los gorilas bajaban por las dos escarpadas márgenes del angosto cañón, sujetándose a las desgarradas enredaderas de la jungla. Se deslizaban con cautela junto a las humeantes grietas abiertas en el acantilado por las recientes explosiones. Los corrimientos de tierra aún eran un peligro, pero ellos avanzaban a toda prisa.

Al bajar pasaron a través de brillantes arcos iris. Su pelaje resplandecía bajo las diminutas gotas de agua.

Un terrible ruido acompañaba su descenso, resonando en las paredes del precipicio y no dejando oír sus jadeantes respiraciones. El estruendo había ocultado el sonido de la batalla y sofocado los bramidos de la muerte que había rugido allí hacía pocos minutos. La ruidosa catarata había tenido un competidor, aunque no por mucho tiempo.

El torrente que antes caía sobre brillantes y pulidas piedras lo hacía ahora sobre polímeros y trozos rotos de metal. Los peñascos desprendidos de las paredes del precipicio habían arrastrado esos residuos a los pies de la catarata, donde el agua se ocuparía de pulirlos.

—No queremos que averigüen cómo hemos manejado todo esto —le dijo Athaclena a Benjamín desde lo alto del cañón.

—El filamento que tendimos detrás de la catarata tenía un tratamiento previo para desintegrarse en seguida. Dentro de pocas horas ya no existirá. Cuando llegue el equipo de socorro del enemigo no podrá saber cómo nos las apañamos para atrapar a esta cuadrilla.

Vieron cómo los gorilas se unían a un grupo de luchadores chimps y se ponían a husmear entre los restos de los tres tanques flotadores de los gubru. Satisfechos de que todo hubiera terminado al fin, los chimps se colgaron los arcos a la espalda y empezaron a recoger fragmentos de las naves, mientras ordenaban a los gorilas que quitasen de en medio alguna piedra o algún pedazo de plancha acorazada.

El enemigo había llegado muy deprisa, siguiendo el olor de las presas escondidas. Sus instrumentos indicaban que había alguien oculto detrás de la cascada. Y, como escondrijo, resultaba un sitio perfectamente lógico, protegido por una barrera que dificultaba la penetración de sus detectores. Sólo sus escaners especiales de resonancia habían logrado detectar a los terrestres, que habían ocultado allí piezas de tecnología.

Para pescar por sorpresa a los que estaban escondidos, los tanques se habían situado justo encima del cañón, cubiertos en su parte superior por un enjambre de sondas de guerra de la mejor calidad, listas para el combate.

Pero no habían encontrado una batalla a la que hacer frente. De hecho, no había ningún terrestre detrás de la cascada; únicamente unos haces de fibra delgada como hilos de una telaraña.

Y un cable disparador.

Y, a lo largo de las paredes del acantilado, varios cientos de kilos de nitroglicerina de fabricación casera.

El agua, al caer, había dispersado el polvo, y las corrientes arremolinadas se habían llevado miríadas de fragmentos diminutos. Sin embargo, la mayor parte de la fuerza de choque gubru todavía se hallaba en el mismo sitio en que la había sorprendido la explosión que hizo temblar las paredes del cañón y llenó el cielo de una lluvia de oscura piedra volcánica.

Athaclena vio a un chimp salir de entre los restos de las naves. Dio un salto con un misil mortal en la mano. Pronto las mochilas de los gorilas estaban repletas de municiones alienígenas. Los grandes presensitivos empezaron otra vez a trepar a través de la cascada multicolor.

Athaclena escudriñó los pequeños retazos de cielo azul visibles entre la bóveda de follaje. En pocos minutos llegarían los refuerzos del invasor. Las fuerzas irregulares de la colonia tenían que marcharse de inmediato o correrían el mismo destino que los pobres chimps que habían organizado la insurrección en el Valle del Sind la semana anterior.

Después de aquel desastre, unos pocos fugitivos habían conseguido llegar a las montañas. Fiben no se encontraba con ellos y ningún mensajero se había presentado con las prometidas notas de Gailet Jones. Debido a la falta de información, el grupo de Athaclena sólo podía hacer suposiciones sobre lo que tardarían los gubru en responder a esta última emboscada.

—En marcha, Benjamín. —Athaclena dirigió una significativa mirada a su reloj.

—Voy a darles prisa, ser —asintió el ayudante. Se movió furtivamente hacia la chima encargada de las señales y ésta empezó a ondear sus banderas.

En el borde del acantilado aparecieron más chimps y gorilas, que corrían por la mojada y reluciente hierba. Cuando los chimps chatarreros llegaron a lo alto del abismo tallado por el agua, sonrieron a Athaclena y se marcharon a toda prisa, llevando a sus grandes primos en dirección a los caminos secretos de la jungla.

Ahora ella ya no necesitaba coaccionarlos o persuadirlos porque se había convertido en una terrestre honoraria. Incluso aquellos que antes se quejaban de recibir órdenes de una ET, ahora la obedecían con rapidez y alegría.

Era irónico. Al firmar los artículos que los convertían en consortes, ella y Robert lo habían dispuesto de tal modo que ahora se veían menos que nunca. Ella ya no necesitaba su autoridad como único humano adulto en libertad, así que él se había marchado a promover la insurrección en otra parte.

Desearía haber estudiado mejor esas cosas, meditó. Estaba insegura de lo que legalmente implicaba firmar un documento así en presencia de testigos. Los matrimonios entre individuos de distintas especies solían ser una conveniencia oficial más que otra cosa. Los compañeros asociados en cualquier empresa podían «casarse» aunque sus líneas genéticas fueran muy diferentes. Un reptiloide bigle podía casarse con una quitinosa f’ruthian. Nadie esperaba que de esas uniones naciera descendencia, pero se suponía que entre la pareja había un aprecio mutuo.

Toda aquella historia le parecía divertida. En cierto modo, ahora tenía «marido».

Y no estaba allí.

Lo mismo le ocurrió a Mathicluanna, durante todos esos largos y solitarios años, pensó acariciando el relicario que pendía de una cadena sobre su pecho. La hebra del mensaje de Uthacalthing también estaba allí ahora. Tal vez sus espíritus laylacllap’t estaban juntos, tal como lo habían estado en la vida.

Tal vez empiezo a comprender algo que nunca entendí acerca de ellos, reflexionó.

—¿Ser?… ¿Señora?

Athaclena parpadeó y levantó la vista. Benjamín se aproximaba a ella desde el camino, donde un grupo de las sempiternas enredaderas se agrupaba en torno a una pequeña charca de aguas rosadas. Una técnica chima estaba agachada junto a un claro entre las apretadas enredaderas, ajustando un delicado instrumento.

—¿Se ha sabido algo de Robert? —preguntó acercándose a ella.

—Sí… señora —respondió la chima—. Estoy detectando uno de los productos químicos que se llevó consigo.

—¿Cuál de ellos? —le preguntó nerviosa.

—El que tiene la espiral de adenina hacia la izquierda —sonrió la chima—. Es el que acordamos que significaba victoria.

Athaclena respiró tranquila. Así que el grupo de Robert también había tenido éxito. Su equipo se había dirigido a atacar un pequeño puesto de observación enemigo, al norte del paso Lorne, y debían de haber tomado contacto con el enemigo el día anterior. Dos pequeños éxitos en poco tiempo. A aquel ritmo podrían vencer a los gubru en un millón de años.

—Respóndele que también nosotros hemos conseguido nuestros objetivos.

Benjamín sonrió y le tendió a la encargada de señales una ampolla de un líquido claro que ella vertió en la charca. Al cabo de unas horas las moléculas serían detectables a muchas millas de distancia. Mañana, probablemente, el encargado de señales de Robert le comunicaría el mensaje.

E! sistema era lento, pero esperaba que los gubru no tuvieran la menor idea de ello, al menos de momento.

—Han terminado las tareas de recuperación, general. Será mejor que pongamos pies en polvorosa.

—Sí —asintió ella—. Es lo que hay que hacer, Benjamín.

Inmediatamente se pusieron en marcha por el verde sendero en dirección al paso y a casa.

Un poco más adelante, los árboles se bambolearon cuando un trueno sacudió los cielos. Se oía el repicar de estruendosas explosiones y, durante un tiempo, el rugido de la catarata se vio acallado por un frustrado grito de venganza.

Demasiado tarde. Athaclena miró con desdén a las naves de guerra enemigas.

Esta vez.

53. ROBERT

El enemigo había empezado a utilizar misiles teledirigidos. Esta vez aquel gasto extra los había librado de la aniquilación.

La vapuleada patrulla gubru se retiró a través de la espesa jungla, destrozando todo lo que encontraba a su paso, en un radio de doscientos metros. Los árboles caían abatidos y las sinuosas enredaderas se agitaban como gusanos torturados. Los tanques flotadores continuaron así hasta llegar a un claro lo bastante grande para que aterrizaran flotadores pesados. Allí los vehículos salvados de la destrucción permanecieron girando en círculos, sin cesar de disparar en todas direcciones.

Robert observó a un grupo de chimps que se acercaban demasiado con sus catapultas de mano y sus granadas químicas. Las explosiones los sorprendieron entre los árboles que caían en medio de una granizada de astillas de madera.

Robert hizo una señal con la mano para que la orden de retirada y dispersión se extendiera a todas las unidades. Con aquel convoy ya no se podía hacer nada más, pues el grueso de las fuerzas militares de los gubru estaban sin duda acercándose. Sus guardaespaldas agarraron los rifles sable que habían capturado al enemigo y empezaron a avanzar hacia las sombras del bosque, manteniéndose delante de él y a sus costados.

Robert detestaba el manto de protección que le tendían los chimps, prohibiéndole acercarse al lugar de las escaramuzas hasta que no hubiese ningún peligro. No podían evitarlo, y además, maldita sea, tenían razón.

Se suponía que los pupilos debían proteger a sus tutores como individuos y que la raza tutora, a su vez, debía proteger a los pupilos como especie.

Al parecer, Athaclena sabía desenvolverse mejor en esas circunstancias. Procedía de una cultura que, desde el principio, había asumido que las cosas tenían que ser así. Además, admitió él, el machismo no le preocupa. Uno de los problemas del muchacho es que rara vez tenía la oportunidad de ver o tocar al enemigo. Y deseaba tanto tocar a los gubru…

La retirada se realizó con éxito antes de que el cielo se llenase de naves de guerra alienígenas. Su compañía de soldados terrestres irregulares se dividió en pequeños grupos para dirigirse a los diversos campamentos por caminos distintos hasta que recibieran de nuevo la llamada a las armas a través de la red de enredaderas de la jungla. Sólo el pelotón de Robert se dirigió de regreso a las cuevas de las montañas, donde tenían su cuartel general.

Fue necesario dar un gran rodeo porque se encontraban en la zona este de la cordillera de Mulun y el enemigo había situado líneas avanzadas en los picos de algunas montañas, a las que abastecían fácilmente por aire y protegían con armamento flotante. Una de estas avanzadillas se encontraba justamente en el camino más directo a las cuevas, por lo que los chimps exploradores llevaron a Robert a través de un claro de la jungla, al norte del paso Lorne.

Las enredaderas de transferencia, tan parecidas a los cables, se encontraban en todas partes. Eran algo maravilloso, ciertamente, pero allí, al pie de las montañas, los obligaban a marchar más despacio. Robert tuvo todo el tiempo que quiso para pensar. Se preguntó, más que nada, por qué los gubru habían ido a las montañas.

Le alegraba que estuvieran allí, desde luego, ya que así le daban a la Resistencia la oportunidad de atacarlos.

Pero ¿por qué se preocupaban los gubru por el movimiento guerrillero de las Montañas de Mulun si tenían un completo dominio sobre el resto del planeta? ¿Había alguna razón simbólica, algo enraizado en la tradición galáctica, que hacía necesaria la eliminación de cualquier foco aislado de resistencia?

Pero incluso eso no explicaba la abundante presencia de personal civil en los destacamentos de las montañas. Los gubru estaban llenando Mulun de científicos. Buscaban algo.

Robert reconoció la zona y dio la señal de alto.

—Vayamos a hacer una corta visita a los gorilas —dijo.

Su teniente, una chima con gafas de mediana edad llamada Elsie, frunció el ceño y lo miró llena de dudas.

—Los robots gaseadores del enemigo a veces inundan de gas una zona sin motivo. Ocurre raramente, pero nosotros, los chimps, no podemos descansar tranquilos hasta que usted se halle de nuevo bajo tierra, sano y salvo.

Robert no tenía demasiadas ganas de volver a las cavernas, en especial ahora que Athaclena no estaría de regreso de su misión hasta unos días más tarde. Consultó la brújula y el mapa.

—Vamos, el refugio está a pocos kilómetros de nuestro camino. Y además, por lo que sé de vosotros, chimps del centro Howletts, seguro que estáis escondiendo a los gorilas en un lugar más seguro aún que las cuevas.

No se equivocaba, y Elsie lo sabía. Se llevó los dedos a la boca y emitió un rápido silbido. Los exploradores se apresuraron a cambiar de ruta y se dirigieron hacia el sudeste, saltando por las ramas más altas de los árboles.

A pesar de lo escarpado del terreno, Robert hizo la mayor parte del camino por tierra. No podía desplazarse descuidadamente por las delgadas ramas, kilómetro tras kilómetro, como los chimps. Los humanos no estaban especializados en ese tipo de desplazamiento.

Escalaron la pared de otro cañón que era apenas una hendidura en un monumental baluarte de piedra. Al pie del angosto desfiladero flotaban tenues jirones de niebla irisada por las refracciones de la luz solar. Cuando el sol quedó a sus espaldas aparecieron repentinos arcos iris. Robert miró hacia abajo, hacia el banco de humedad flotante, y pudo ver su propia sombra rodeada de un halo de tres colores, como los que tenían los santos en la iconografía antigua.

Era la gloria… un término técnico inusualmente adecuado para designar un arco iris invertido de ciento ochenta grados, menos frecuente que sus primos terrestres que se arqueaban sobre cualquier paisaje mojado, elevando los corazones de los justos y los pecadores por igual.

Si no fuera tan racional, pensó. Si no supiera lo que es, podría haberlo tomado por una señal.

Suspiró. La aparición se disipó incluso antes de que se volviese para continuar la marcha.

Había ocasiones en las que Robert envidiaba a sus ancestros, que habían vivido en la oscura ignorancia hasta el siglo veintiuno y que parecían haber dedicado su vida a encontrar extrañas y barrocas explicaciones para llenar las grietas de su profunda ignorancia. En esas épocas uno podía creer en cualquier cosa.

Explicaciones simples y deliciosamente llenas de gracia de la conducta humana, cuya veracidad carecía de importancia, siempre que su sentido mágico fuese el adecuado. Abundaban las «ideologías de partido» y asombrosas teorías de conspiración. Uno podía incluso creer en su propia santidad, si lo deseaba. Nadie te demostraba con claras pruebas experimentales que no había respuesta fácil, ni alfombra mágica, ni piedra filosofal; sólo una sencilla y aburrida sensatez.

Vista retrospectivamente, qué corta parecía la Edad de Oro. No había transcurrido más que un siglo entre el final de la Oscuridad y el contacto con la sociedad galáctica. Durante casi cien años la guerra había sido un fenómeno desconocido en la Tierra.

Y míranos ahora, pensó Robert. Me pregunto si el universo conspira contra nosotros. Por fin hemos crecido, hemos hecho la paz con nosotros mismos… y emergido para encontrar que las estrellas estaban ya ocupadas por monstruos y dementes.

No, se corrigió. No todos eran monstruos. De hecho, la mayoría de clanes galácticos estaban formados por tipos bastante decentes, pero los fanáticos rara vez dejaban vivir en paz a las mayorías moderadas, ni en el pasado de la Tierra ni en el presente de las Cinco Galaxias.

Tal vez las edades de oro no están hechas para durar.

El sonido se propagaba de un modo extraño en aquellos confines estrechos y rocosos, entre la intrincada red de enredaderas nativas. Por un momento, mientras escalaban, le pareció que el mundo se había vuelto silencioso, como si las ondulantes franjas de niebla reluciente fueran copos de algodón que envolvieran y aislaran todos los sonidos. Pero al instante siguiente, Robert captó un retazo de conversación, unas pocas palabras, y supo que algún extraño juego de la acústica le llevaba el murmullo de dos de sus exploradores que se encontraban a cientos de metros.

Observó a los chimps. Esos soldados irregulares que unos meses atrás eran mineros, granjeros o trabajadores de estaciones ecológicas, todavía se mostraban nerviosos, pero cada día tenían más confianza, eran más duros y decididos.

Y más fieros, advirtió también Robert, viéndolos aparecer y desaparecer entre los árboles. Había algo fiero y salvaje en la manera en que se movían, con los ojos muy abiertos, al tiempo que saltaban de rama en rama. Rara vez necesitaban las palabras para expresarse. Un gruñido, un gesto rápido, una mueca eran a menudo más que suficientes.

Prescindiendo de los arcos, las flechas y la bolsa, hilada a mano, que utilizaban para guardar los proyectiles, los chimps iban desnudos. Los suaves atavíos de la civilización, como los zapatos y los tejidos de fabricación industrial, habían desaparecido, y con ellos algunas ilusiones.

Robert se miró a sí mismo, con las piernas desnudas, mocasines y mochila de soldado, arañado, mordido y endurecido día a día. Llevaba las uñas sucias. El pelo le había crecido tanto que no le permitía ver, de modo que simplemente lo había cortado por delante y se lo sujetaba por la nuca. La barba hacía ya tiempo que había dejado de picarle.

Algunos ETs piensan que los humanos precisamos más Elevación, que somos poco más que animales. Robert se colgó de una liana para pasar sobre unas plantas espinosas de aspecto siniestro, aterrizando con un hábil salto sobre un tronco caído. Es una creencia muy extendida entre los galácticos. ¿Y quién soy yo para decir que están equivocados?

En el grupo de cabeza se produjo un pequeño revuelo. Unas rápidas señas manuales se propagaron a través de los claros de los árboles, y sus acompañantes, los chimps directamente responsabilizados de su seguridad, le indicaron con gestos que se desviase hacia el lado oeste del cañón, resguardado del viento. Después de escalar unos cuantos metros más supo el porqué. En aquel húmedo ambiente, pudo distinguir el mohoso y dulzón olor del polvo de coerción, del metal corroído y de la muerte.

Pronto llegó a un punto desde el que se divisaba el pequeño valle y, al otro lado, una delgada cicatriz ya casi cubierta por nuevas capas de vegetación, que terminaba junto a un amasijo de maquinaria, en otro tiempo brillante, pero ahora totalmente chamuscada y rota.

Los chimps susurraron mientras los exploradores intercambiaban señales. Se aproximaron nerviosos y empezaron a examinar los restos mientras otros, con las armas en la mano, vigilaban el cielo. Robert creyó ver unos huesos blancos, ya pelados por la siempre hambrienta jungla, que destacaban entre los restos de los aparatos. Si hubiera intentado aproximarse, los chimps se lo hubieran impedido físicamente, así que decidió esperar a que volviera Elsie con información.

—Llevaban exceso de carga —dijo ella, señalando la caja negra de la nave. Era evidente que la emoción le impedía seguir hablando—. Intentaban llevar demasiados humanos a Puerto Helenia, al día siguiente de que usaran por primera vez el gas toma-rehenes. Algunos estaban muy enfermos y ése era el único transporte que poseían. El aparato no pudo salvar ese pico de ahí arriba —señaló unas montañas hacia el sur envueltas en un manto de bruma—. Tiene que haber golpeado contra las rocas una docena de veces por lo menos para ir a caer tan lejos. ¿Debemos… debemos dejar aquí un par de chimps? ¿Algún… algún detalle funerario?

—No. —Robert golpeó el suelo con el pie—. Que dejen una marca y lo señalen en el mapa. Ya le preguntaré a Athaclena si debemos fotografiarlo para usarlo como prueba. Mientras, dejemos que Garth tome de ellos lo que necesite. Yo…

Se dio vuelta. Los chimps no eran los únicos que no encontraban palabras adecuadas en aquel momento. Con un gesto de la cabeza ordenó al grupo proseguir la marcha. Mientras continuaban el ascenso, los pensamientos de Robert se llenaron de ira. Tenía que haber una forma mucho más efectiva de dañar al enemigo que las que habían utilizado hasta el momento.

Unos días atrás, en una oscura noche sin luna, había contemplado cómo un grupo de doce chimps seleccionados atacó un campamento gubru cabalgando sobre el viento en un planeador de fabricación casera. Allí habían dejado caer nitroglicerina y bombas de gas, y escapado luego bajo la luz de las estrellas antes de que el enemigo supiese siquiera qué ocurría.

Hubo ruido y humo, tumulto y gritos confusos, pero no lograron conocer el resultado de la incursión. Recordaba, empero, lo poco que le había gustado quedarse observando desde fuera. El era un piloto preparado y estaba más cualificado que cualquiera de aquellos chimps de las montañas para una misión de aquel tipo.

Pero Athaclena había dado severas instrucciones que los chimps habían cumplido al pie de la letra. La vida de Robert era sagrada.

Es culpa mía, pensó mientras cruzaba un espeso soto. Al convertir a Athaclena en su consorte formal le había dado el estatus que necesitaba para dirigir aquella pequeña insurrección… pero también cierto grado de autoridad sobre él. Ya no podía hacer lo que le viniese en gana.

En cierta manera, ella era ahora su esposa. Vaya matrimonio, pensó. Athaclena seguía modificando su físico para parecer más humana, pero eso sólo conseguía recordarle lo que no podía hacer, cosa que frustraba a Robert. No era de extrañar que los matrimonios entre especies distintas fuesen tan poco habituales.

Me presunto qué piensa Megan de estas noticias… ¿habrá conseguido nuestro mensajero llegar hasta ella?

—Pssst.

Miró hacia la derecha. Elsie colgaba de una rama y señalaba montaña arriba, donde una abertura en la niebla dejaba a la vista unas altas nubes que se deslizaban, como botes con fondo de cristal, sobre capas de presión invisibles en el cielo azul intenso. Bajo las nubes se divisaba la falda de una montaña cubierta de árboles. De ella se elevaban pequeñas espirales de humo.

—El monte Fossey —anunció Elsie sucintamente.

Y Robert supo de inmediato por qué los chimps creían que aquél podía ser un lugar seguro… lo bastante seguro para sus preciados gorilas.


Junto al mar de Cilmar existían sólo unos cuantos volcanes semiactivos. Y, sin embargo, en las Montañas de Mulun había lugares en los que la tierra temblaba y, muy de tarde en tarde, brotaba lava. La cordillera estaba aún desarrollándose.

El monte Fossey silbaba. El vapor se condensaba en formas hirsutas y ondulantes sobre orificios geotermales donde humeaban unos estanques de agua caliente y, de modo intermitente, se elevaban en espumosos geiseres. Las omnipresentes enredaderas de transferencia se reunían aquí procedentes de todas direcciones, retorciéndose como grandes cables mientras se encaramaban, serpenteantes, por los flancos del volcán medio dormido. Allí efectuaban sus intercambios, en oscuras y humeantes charcas donde los microelementos que se habían filtrado a través de los estrechos senderos de piedra caliente entraban a formar parte finalmente de la economía del bosque.

—Tendría que haberlo adivinado —rió Robert. Los gubru no podrían detectar nada en aquel lugar. Unos cuantos antropoides desnudos no destacarían en medio de todo aquel calor, espuma y mescolanza química. Si alguna vez los invasores se acercaban a investigar, los gorilas y sus guardianes podían esconderse en las junglas circundantes y volver después de que se marcharan los intrusos—. ¿De quién fue la idea? —preguntó mientras se acercaban, avanzando bajo el espeso follaje del bosque. El olor de azufre se hacía más intenso.

—Se le ocurrió a la general —respondió Elsie.

Comprendo. Robert no tenía resentimiento. Los tymbrimi en general eran astutos… pero Athaclena era muy brillante y él sabía que su propia inteligencia no estaba muy por encima de la media humana, si es que la rebasaba.

—¿Por qué no se me dijo nada de esto?

—Hummm… —Elsie parecía incómoda—. Nunca lo preguntó, ser. Andaba usted ocupado con otros experimentos, descubriendo lo de las fibras ópticas y los aparatos de detección del enemigo. Y…

Su voz se fue apagando.

—¿Y? —insistió él.

—Y no estábamos seguros —se encogió de hombros— de que tarde o temprano no fuera atacado por el gas de coerción. De ser así, lo llevarían a la ciudad para recibir el antídoto y le harían preguntas, tal vez lo psi-interrogarían.

Robert cerró los ojos y los volvió a abrir.

—De acuerdo —asintió—. Por un momento creí que no confiabas en mí.

—¡Ser!

—No tiene importancia. —Una vez más Athaclena había sido lógica, había tomado la decisión acertada. Quería pensar en ello lo menos posible.

—Vayamos a ver a los gorilas.


Estaban sentados en pequeños grupos familiares y se los podía distinguir a distancia: mayores, más oscuros y más peludos que sus primos neochimpancés. Sus enormes y cónicos rostros, negros como la obsidiana, tenían una expresión tranquila y concentrada mientras comían, se acicalaban unos a otros o se dedicaban a la principal tarea que se les había asignado, la de tejer ropa para la guerra.

Las lanzaderas corrían a través de los grandes telares de madera que sujetaban una trama hilada a mano, al ritmo de la grave canción que entonaban los enormes simios. El ruido de las lanzaderas y el bajo y átono gruñido, acompañaron a Robert y a su grupo hasta que llegaron al centro del refugio.

De vez en cuando, los tejedores soltaban la lanzadera para mover las manos a modo de conversación con un compañero. Robert conocía lo suficiente el lenguaje de las manos como para seguir parte de la charla, pero los gorilas parecían hablar un dialecto bastante distinto del que utilizaban los chimps pequeños. Era un lenguaje sencillo pero, a su modo, elegante, con un estilo totalmente propio.

Era evidente que no eran chimps aumentados de tamaño sino una raza completamente distinta, un camino diferente hacia la sapiencia.

Cada grupo de gorilas consistía en un cierto número de hembras adultas, sus pequeños, unos cuantos mozalbetes y un inmenso macho de espalda plateada. El patriarca siempre tenía el pelo gris sobre la columna vertebral y las costillas. La parte superior de la cabeza terminaba en pico y era imponente. La ingeniería de la Elevación había modificado el físico de los neogorilas, pero los enormes machos seguían usando al menos uno de los nudillos para caminar. El tórax y la cabeza eran demasiado pesados para que caminaran como bípedos.

En cambio, los gorilas cachorros se movían fácilmente en dos pies. Sus frentes eran lisas, redondeadas y sin esa pronunciada y huesuda pendiente que les conferiría más tarde ese aspecto engañosamente fiero. Robert encontraba interesante ver cómo se parecían los pequeños de las tres razas: gorilas, chimps y humanos. Sólo después aparecían esas notables diferencias hereditarias y de destino.

Neotenia, pensó Robert. Era una teoría clásica anterior al Contacto, que había resultado ser bastante cierta y que exponía que parte del secreto de la sapiencia residía en ser como niños el máximo de tiempo posible. Por ejemplo, los seres humanos conservaban la cara, la adaptabilidad y, cuando no se les obligaba a perderla, la insaciable curiosidad de los jóvenes antropoides hasta bien entrada la edad adulta.

¿Era este rasgo una casualidad? ¿Era lo que había permitido al presensitivo Homo habilis dar el salto, supuestamente imposible, de elevarse a sí mismo hasta alcanzar la inteligencia de los viajeros estelares por esfuerzo propio? ¿O se trataba de un regalo de esos seres misteriosos que algunos creían que habían manipulado los genes humanos, esos desaparecidos tutores de la Humanidad sobre los que tantas hipótesis se habían propuesto?

Todo aquello eran conjeturas, pero había una cosa clara. Otros mamíferos de la Tierra perdían después de la pubertad todo interés en aprender y en jugar, pero los humanos, los delfines y ahora, cada vez más a medida que se sucedían las generaciones, los neochimpancés, conservaban la fascinación que tenían de pequeños por el mundo.

Algún día los gorilas adultos compartirían tal vez ese rasgo. Esos miembros de una tribu modificada eran ya más brillantes y seguían siendo curiosos durante más tiempo que sus parientes terrestres en barbecho. Algún día sus descendientes serían jóvenes a lo largo de toda su vida.

Es decir, si los galácticos lo permitían.


Los gorilas pequeños se movían libremente, metiendo las narices en todas partes. Nunca se les pegaba o castigaba; si alguna vez molestaban, se les daba un suave empujón acompañado de una palmadita y una vocalización de afecto. Al pasar junto a uno de los grupos, Robert vio a un macho de lomo plateado que montaba a una de las hembras entre los matorrales. Tenía tres jovenzuelos encaramados a la espalda, pero él los ignoraba con los ojos cerrados, acurrucándose y cumpliendo su deber para con la especie.

De entre el follaje aparecieron más infantes que daban volteretas ante Robert. De sus bocas colgaban tiras de cierto material plástico que mascaban hasta reblandecerlo. Dos de los pequeños lo miraban con algo de temor pero el tercero, menos tímido que los demás, lo saludó con las manos, haciendo signos impacientes y poco elaborados. Robert sonrió y lo cogió en brazos.

En la falda de la montaña, más arriba, por encima de los manantiales calientes envueltos en brumas, Robert vio otras figuras oscuras que se movían entre los árboles.

—Son machos jóvenes —explicó Elsie—. Y los demás son demasiado viejos corno para ostentar el patriarcado. Antes de la invasión, los planificadores del centro Howletts intentaban decidir si debían intervenir o no en la estructura familiar. Es su sistema, de acuerdo, pero resulta tan duro para los pobres machos… Dos años de placer y gloria y el resto de su vida solos. —Sacudió la cabeza—. Cuando llegaron los gubru aún no lo teníamos claro. Ahora quizá ya no tengamos nunca la oportunidad.

Robert no hizo ningún comentario. Detestaba los tratamientos restrictivos y además no estaba muy de acuerdo con lo que habían hecho los colegas de Elsie en el centro Howletts. Tomar una decisión de ese tipo hubiera sido arrogante y no creía que los resultados hubieran podido ser afortunados.

A medida que se acercaban a las termas, vio a varios chimps ocupados en diversas tareas. Uno examinaba la boca de un gorila que era seis veces mayor que él, con una herramienta dental en la mano. Otro enseñaba pacientemente el lenguaje de las manos a un grupo de diez gorilas pequeños.

—¿Cuántos chimps se encargan del cuidado de los gorilas?

—La doctora de Shriver, del centro, una docena de técnicos que trabajaban con ella, más unos veinte guardas y voluntarios de los poblados cercanos. Depende de la cantidad de gorilas que nos llevamos para que ayuden en la guerra.

—Y ¿cómo los alimentan? —preguntó Robert mientras descendían hacia los bancos de una de las termas.

Algunos de los chimps de su grupo, que habían llegado un poco antes que él, estaban allí instalados bebiendo tazas de humeante caldo. En una cueva cercana habían instalado un almacén improvisado y de él salían trabajadores residentes vestidos con delantales, que llenaban más tazas con unos cucharones.

—Es un problema —asintió Elsie—. Los gorilas tienen digestiones muy delicadas y resulta difícil encontrarles una alimentación equilibrada. Incluso en las junglas reconstruidas de África, un gran «lomo plateado» necesita dos kilos y medio de vegetales, frutas e insectos al día. Los gorilas tienen que moverse mucho para conseguir esa cantidad de alimentos y eso nosotros no podemos permitírselo.

Robert descendió por las húmedas piedras y dejó al pequeño gorila en el suelo. Éste correteó hacia el borde del agua, mascando aún su chafada tira de plástico.

—Parece bastante complicado.

—Sí. El año pasado, por suerte, el doctor Schultz resolvió el problema. Me alegro de que tuviera esa satisfacción antes de morir.

Robert se quitó los mocasines. El agua parecía caliente. Metió las puntas de los dedos y las retiró en seguida.

—¡Ay! ¿Cómo lo hizo?

—Perdón, ¿cómo dice?

—¿Cuál fue la solución de Schultz?

—La microbiología, ser. —Levantó la vista de repente, con los ojos brillantes—. Ah, ahí vienen con nuestra sopa.

Robert aceptó la taza que le sirvió una chima, cuyo delantal parecía haber sido tejido en los telares de los gorilas. Andaba un poco coja y Robert se preguntó si habría resultado herida en algún enfrentamiento con el enemigo.

—Gracias —dijo apreciando el aroma. No se había dado cuenta del hambre que tenía—. Elsie, ¿qué quieres decir con microbiología?

—Bacterias intestinales. —Bebía con delicadeza—. Simbiontes. Todos los tenemos. Organismos diminutos que habitan en nuestras tripas y en nuestras bocas. La mayoría son compañeros inofensivos. Nos ayudan a digerir la comida a cambio de un viaje gratis.

—Ah. —Robert por supuesto sabía lo que eran los bio-simbiontes. Todos los niños en edad escolar lo sabían.

—El doctor Schultz se las ingenió para encontrar una serie de bichos que ayudan a los gorilas a comer y a disfrutar de una buena parte de la vegetación nativa de Garth. Esos animalillos…

Fue interrumpida por un grito muy agudo, del todo diferente a los tonos que los simios podían emitir.

—¡Robert! —exclamó la voz chillona.

—Abril. —Robert sonrió—. La pequeña Abril Wu. ¿Cómo estás, preciosa?

La pequeña estaba vestida como Sheena, la niña de la selva. Iba montada en el hombro izquierdo de un gorila macho adolescente cuyos oscuros ojos estaban llenos de ternura y paciencia. Abril se inclinó hacia adelante e hizo una serie de signos con las manos. El gorila le soltó las piernas y ella se puso de pie sobre sus hombros, sujetándose a la cabeza para mantener el equilibrio. Su guardián permanecía impasible.

—¡Cógeme, Robert!

El muchacho se apresuró a ponerse de pie. Antes de que midiera decir nada, ella saltó hacia adelante, un torbellino bronceado por el sol con una rubia cabellera, y él la agarró en el aire. Durante unos instantes, hasta que la tuvo asida firmemente, su corazón latió más deprisa que cuando luchaba contra el enemigo o escalaba montañas.

Sabía que la pequeña permanecía en las montañas con los gorilas. Para su pesar, advirtió lo atareado que había estado desde que se recuperó de su accidente. Tan atareado que no había pensado más en aquella niña, el otro humano libre que había en las montañas.

—Hola, calabacita, ¿cómo te va? ¿Cuidas de los gorilas?

Tengo que cuidar de loz rilas —asintió con seriedad—. Tenemoz que hacerlo, Robert, porque zólo eztamos nozotroz.

Robert la abrazó con fuerza. En aquel momento se sintió terrible y repentinamente solo. No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba compañía humana.

—Sí, aquí arriba sólo estamos tú y yo —le dijo en voz baja.

—Tú y yo y la tymbimi Athaclena —le recordó la niña.

—¿Obedeces en todo a la doctora de Shriver? —La miró a los ojos.

—La doctora de Shriver ez muy amable —asintió ella—. Dice que tal vez pronto pueda ir a ver a papá y mamá.

Robert se sobresaltó. Tendría que hablar con de Shriver acerca de la desilusión que se llevaría la niña. Seguramente no podía soportar decirle a la pequeña humana la verdad: que tendría que quedarse a su cuidado aún mucho tiempo más. Mandarla a Puerto Helenia significaría revelar el secreto de los gorilas, algo que incluso Athaclena estaba decidida a evitar.

—Déjame ahí, Robert —le pidió Abril con una dulce sonrisa.

Señalaba una roca plana donde el gorila pequeño hacía cabriolas. Los chimps del grupo de Robert reían indulgentemente de las payasadas del pequeño. El tono satisfecho y complacido de sus voces era algo que Robert comprendía muy bien. Era natural que una raza pupila muy joven se sintiera de ese modo con respecto a una raza aún más joven. Los chimps eran muy paternales con los gorilas.

Robert también se sentía como un padre, pero un padre que tiene una desagradable tarea por delante: la de comunicarles a sus hijos que el cachorro no se quedará mucho tiempo con ellos.

Llevó a la pequeña Abril al otro banco y la sentó. La temperatura del agua era allí mucho más soportable. En realidad, era muy placentera. Se quitó los mocasines, sumergió los pies y empezó a mover los dedos en aquella estimulante calidez.

Abril y el bebé gorila flanqueaban a Robert, con los codos apoyados sobre las rodillas. Elsie también se sentó junto a ellos. Fue una breve y apacible escena. Si por arte de magia hubiera aparecido un neodelfín en el agua, mirándolos de reojo con una amplia sonrisa, aquella imagen hubiera podido ser una buena foto familiar.

—¡Eh! ¿Qué tienes en la boca? —Alargó las manos para coger al pequeño gorila pero éste se puso en seguida fuera de su alcance. Lo miraba con ojos grandes y curiosos.

—¿Qué es eso que masca? —le preguntó a Elsie.

—Es como una tira de plástico. Pero… ¿de dónde ha salido? Se supone que no puede haber nada aquí que no esté manufacturado en Garth.

—No está hecho en Garth —dijo alguien, y todos levantaron la cabeza. Era la chima que les había servido la sopa. Sonrió y se secó las manos en el delantal antes de agacharse a coger al bebé gorila. Éste soltó el plástico sin protestar—. Todos los pequeños mascan estas tiras. Son inocuas y estamos completamente seguros de que no hay nada en ellas que grite «terráqueo» a los detectores gubru.

—¿Cómo podéis estar tan seguros? —Robert y Elsie intercambiaron una mirada de perplejidad—. ¿Qué material es ése?

Ella jugaba con el pequeño simio moviendo la tira ante su cara hasta que él se la quitó y volvió a metérsela en la boca.

—Sus padres trajeron fragmentos de eso cuando regresaron de nuestra primera emboscada con éxito, en el centro Howletts. Dicen que «huele bien» y ahora todos los crios se dedican a mascarlo. Es superfibra de plástico de los vehículos de guerra gubru —sonrió a Elsie y a Robert—. Ya saben, ese material que impide el paso de las balas.

Robert y Elsie estaban asombrados.

—Eh, Kongie, a ver qué te parece esto. —La chima acariciaba al pequeño gorila—. Tú, cosita inteligente, sí, tú. Ya que te gusta mascar planchas de blindaje, ¿qué te parecería enfrentarte la próxima vez con algo realmente sabroso? Digamos una ciudad, una cosa sencillita, como Nueva York, por ejemplo.

El bebé se quitó de la boca el desgarrado y mojado trozo de plástico y bostezó, mostrando una serie de afilados y brillantes dientes.

—¿Saben? —sonrió la chima—. Creo que a Kongie le ha gustado la idea.

54. FIBEN

—Ahora estáte quieta —le dijo Fiben a Gailet mientras le desenredaba el pelo con los dedos.

Las palabras sobraban porque, aunque Gailet estaba de espaldas a él, Fiben podía imaginar la momentánea expresión de regocijo beatífico de su rostro mientras él la acicalaba. Cuando estaba así, tranquila, relajada, feliz y disfrutando del sencillo placer táctil, su semblante austero se llenaba de un brillo que transformaba por completo sus rasgos un tanto vulgares.

Por desgracia, la paz no duró más que un minuto. Fiben vislumbró algo que se movía velozmente y se apresuró a cogerlo antes de que desapareciese entre su fino pelo.

—¡Ay! —gritó ella cuando Fiben le pellizcó la piel para asir al piojo que se retorcía. Sus cadenas tintinearon cuando golpeó el suelo con un pie—. ¿Qué haces?

—Estoy comiendo —murmuró al tiempo que aplastaba al bicho que trataba de escapar entre los dientes.

—Es mentira —dijo ella con un tono de voz poco convencido.

—¿Quieres que te lo enseñe?

—No importa —se estremeció—. Continúa con lo que estabas haciendo.

Escupió contrariado el piojo muerto porque, aunque sus capturadores ya los habían alimentado, probablemente podría haber sacado provecho de aquella proteína. En los cientos de veces que había practicado el acicalamiento mutuo con otros chimps —amigos, compañeros de clase, la familia Throop en la isla Cilmar— nunca había sido tan consciente de los objetivos originales de aquel ritual de librar a otro chimp de parásitos, heredado de la jungla hacía tanto tiempo. Esperaba que Gailet no fuera demasiado remilgada y se lo hiciera también a él. Después de dormir durante dos semanas en un colchón de paja empezaba a sentir horribles picores.

Le dolían los brazos. Para llegar a Gailet tenía que estirarse ya que estaban encadenados en dos puntos distintos de la habitación y apenas lograba acercarse lo suficiente.

—Bueno —dijo—. Ya casi he terminado, al menos con las partes que estás dispuesta a mostrarme. No puedo creer que la chima que me dijo rosa hace un par de meses sea tan púdica en lo que respecta a la desnudez.

Gailet hizo un gesto de desdén y ni siquiera se dignó contestar. El día anterior había mostrado gran alegría al verlo, cuando los chimps traidores lo habían trasladado desde su primitivo lugar de confinamiento. Tantos días de soledad en la cárcel habían hecho que se sintieran como dos hermanos que se reencontraban después de mucho tiempo.

Ahora, sin embargo, ella parecía volver a reprochar a Fiben todo lo que decía.

—Un poquito más —le instó ella—. Hacia la izquierda.

—Siempre quejándote —murmuró Fiben entre dientes, pero obedeciéndola.

Los chimps necesitaban tocar y ser tocados mucho más que los tutores humanos, que a veces se cogían en público de las manos, pero nada más. A Fiben le parecía agradable tener a alguien a quien acicalar después de tanto tiempo, y hacerlo era casi tan placentero como que se lo hicieran a uno.

En sus épocas de estudiante había leído que antiguamente los humanos limitaban las caricias de persona a persona a sus compañeros sexuales. En épocas oscuras había padres que incluso evitaban abrazar a sus hijos. Esos primitivos nunca se dedicaban a nada que se pareciese al acicalamiento mutuo: rascarse, peinarse o darse masajes uno al otro, sólo por el placer del contacto, sin ninguna implicación sexual.

Para su asombro, una breve visita a la Biblioteca había confirmado aquellos calumniosos rumores. Ninguna anécdota histórica había hecho comprender a Fiben tan bien la ignorancia y demencia que los pobres mases y fems humanos habían sufrido. En cierta manera, le ayudó a perdonarlos cuando más tarde vio fotos de zoológicos, circos y trofeos de «caza» de las viejas épocas.

El tintineo de unas llaves lo distrajo de sus pensamientos. La anticuada puerta de madera se abrió. Alguien dio un golpe y entró en la celda.

Era la chima que les había llevado la cena. Desde que lo habían trasladado a aquella celda, Fiben no le había preguntado aún cómo se llamaba, pero su rostro en forma de corazón era sorprendente y, en cierto modo, familiar.

Vestía un traje con cremallera como los de la banda de marginales que trabajaban para los gubru. El traje estaba sujeto por bandas elásticas a las muñecas y a los tobillos, y llevaba además un brazal con una holo-imagen de las garras de un pájaro que penetraban varios centímetros en el espacio.

—Va a venir alguien a veros a ambos —les dijo la hembra margi en voz baja y suave—. Pensé que os gustaría saberlo con tiempo para prepararos.

—Gracias —asintió Gailet con frialdad y casi sin mirar a la chima.

Pero Fiben, a pesar de las circunstancias, contempló el contoneo de su carcelera cuando ésta se dio vuelta y salió de la reída.

—¡Malditos traidores! —murmuró Gailet tirando de sus delgadas cadenas hasta hacerlas tintinear—. Oh, hay veces en que me gustaría ser un chimp. Yo… yo… —Fiben levantó la vista al techo y suspiró—. ¿Qué? —Gailet se volvió con esfuerzo para mirarlo—. ¿Tienes algo que decir?

—Sí. —Fiben se encogió de hombros—. Si fueras un chimp podrías romper esa fina cadenita. Pero claro, si fueras un chimp macho no hubieran utilizado algo así, ¿verdad?

Levantó los brazos todo lo que pudo, apenas lo suficiente para que ella pudiera verlos. Los eslabones rechinaron. Su muñeca herida acusó el rozamiento y dejó caer las manos.

—Supongo que hay otras razones por las que desearía ser un macho —apuntó una voz desde la puerta.

Fiben miró allí y vio al marginal llamado Puño de Hierro, el líder de los desertores. El chimp sonrió de modo teatral, curvando una de las puntas de su engominado bigote, una afectación de la que Fiben empezaba a estar harto. —Lo siento, tíos, no pude evitar oír lo último que dijisteis.

—¿Así que estabas escuchando? —Gailet frunció el labio superior con desdén—. No me extraña. Eso sólo significa que además de ser un traidor te dedicas a escuchar detrás de las puertas.

—Tal vez también me gustaría ser voyeur. —El musculoso chimp sonrió—. ¿Por qué no os encadeno juntos? Eso sería sumamente divertido, con lo mucho que os gustáis. —Gailet soltó un bufido y se alejó significativamente de Fiben, arrastrando los pies hacia el otro muro. Fiben se negó a darle a aquel tipo el placer de una respuesta, pero le sostuvo la mirada con firmeza—. En realidad —continuó el marginal en un tono abstraído—, es bastante comprensible que una chima como tú quiera ser un chimp. En especial, con ese carnet blanco que tienes. Demonios, un carnet blanco en una chica es casi un desperdicio. Lo que me parece difícil de entender —Puño de Hierro se dirigía ahora a Fiben—, es por qué vosotros dos habéis hecho lo que habéis hecho: corretear por ahí jugando a los soldados para ayudar a los humanos. Es difícil de entender. Tú con carnet azul, ella con carnet blanco… ¡Vaya! Cuando podríais hacerlo cada vez que ella estuviera rosa, sin pildoras, sin preguntar a los guardianes, sin el visto bueno del Cuadro de Elevación. Todos los niños que quisierais y cuando quisierais.

—Eres asqueroso. —Gailet le dedicó una gélida mirada.

Puño de Hierro se sonrojó, algo muy evidente en sus pálidas y afeitadas mejillas.

—¿Por qué? ¿Porque me fascina lo que me ha sido negado, lo que no puedo tener?

—Más bien lo que no puedes hacer —gruñó Fiben.

El rubor de su rostro se intensificó. Puño de Hierro sabía que sus sentimientos lo traicionaban. Se inclinó para que su cara estuviera al mismo nivel que la de Fiben.

—No cedas, amigo estudiante. Quién sabe lo que serás capaz de hacer después de que hayamos decidido tu destino —sonrió.

—¿Sabes? —Fiben arrugó la nariz—. En un chimp, el color del carnet no lo es todo. Tu, por ejemplo, podrías conseguir más chicas si te acostumbraras a lavarte los dientes de vez en…

Un puño le golpeó el abdomen y se dobló gruñendo. Tu te lo has buscado, se dijo Fiben al tiempo que su estómago se convulsionaba y luchaba por recobrar el aliento. Sin embargo, por el rostro del traidor supo que había dado en el blanco. La expresión de Puño de Hierro no dejaba lugar a dudas.

Fiben buscó los ojos de Gailet y vio la preocupación reflejada en ellos, pero en seguida se convirtió en enojo.

—¿Queréis parar? Sois como niños… como presensitivos…

—¿Y tu qué sabes de esto? ¿Eh? ¿Eres acaso una experta? ¿Miembro tal vez del maldito Cuadro de Elevación? ¿Ya has sido madre?

—Soy estudiante de sociología galáctica —dijo Gailet muy digna.

—Un título dado como recompensa a un mono inteligente. —Puño de Hierro rió con amargura—. ¡Debes de haber hecho maravillas en el gimnasio de la jungla para que te den tu diploma de pie! de cordero modelo, real como la vida misma! ¿Todavía no te has dado cuenta, señoritinga? —Se inclinó hacia ella—. Permíteme que lo diga por ti: ¡somos todos unos malditos presensitivos! ¡Adelante! Niégalo. Dime que estoy equivocado.

Esta vez le tocó a Gailet sonrojarse. Miró a Fiben y éste supo que ella estaba recordando la tarde en que pasearon por Puerto Helenia y desde lo alto de la torre del reloj divisaron el campus universitario desierto de humanos y ocupado por alumnos y personal docente chimp, que actuaban como si nada hubiera cambiado. Con seguridad recordaría lo amargo que había resultado contemplar aquella escena tal como lo habría hecho un galáctico.

—Soy un ser sapiente —murmuró, intentando que su voz reflejase convicción.

—Sí —se burló Puño de Hierro—. Lo que quieres decir es que estás un poco más cerca que el resto de nosotros de lo que el Cuadro de Elevación define como el ideal de los neochimps. Más cerca de lo que ellos creen que debemos estar. Pero, dime una cosa. ¿Y si te embarcas en un viaje espacial hacia la Tierra y resulta que el capitán da un giro equivocado en el nivel-D del hiperespacio y llegas dentro de doscientos años? ¿Qué crees que le iba a pasar entonces a tu precioso carnet blanco? Sic transit gloria mundi. —Puño de Hierro chasqueó los dedos y Gailet desvió la mirada—. Serías una reliquia, algo obsoleto, una fase superada mucho tiempo atrás en el avance implacable de la Elevación. —Rió y extendió las manos para tomarla de la barbilla y hacer que le mirara a los ojos—. Serías una marginal, muñeca.

Fiben se abalanzó hacia adelante pero las cadenas eran muy cortas y el fuerte tirón le lastimó la muñeca derecha, aunque apenas lo notó debido a su enojo. Estaba tan lleno de ira que no podía hablar. Mientras gruñía al otro chimp se dio cuenta de que a Gailet le ocurría lo mismo. Lo más exasperante de todo era que aquel bastardo tenía razón.

Puño de Hierro miró a Fiben a los ojos unos instantes antes de soltar a Gailet.

Hace cien años —prosiguió—, yo hubiese sido algo especial. Habrían perdonado e ignorado mis pequeñas «peculiaridades y desventajas». Me hubiesen dado un carnet blanco por mis habilidades y mi fuerza. Es el Tiempo el que decide, mis queridos chimp y chima. Todo depende de la generación en la que se ha nacido. ¿O no? —Puño de Hierro se puso de pie y sonrió—. Quizá dependa también de quiénes sean vuestros tutores. Si cambian las reglas, si cambia la imagen del futuro Pan sapiens ideal, bueno… —Separó las manos dejando sus conclusiones en el aire.

Gailet fue la primera en recobrar el habla.

—En realidad… esperas que… los gubru…

—Los tiempos están cambiando, queridos. —Puño de Hierro se encogió de hombros—. Es posible que llegue a tener más nietos que cualquiera de vosotros.

Fiben encontró finalmente el modo de dominar la rabia que lo incapacitaba y de recuperar la voz. Empezó a reírse a carcajadas.

—¿Sí? —le preguntó riendo—. Bueno, primero tendrás que solucionar el otro problema, chico. ¿Cómo quieres transmitir tus genes si ni siquiera se te levanta para…?

Esta vez fue el pie descalzo de Puño de Hierro el que le propinó una patada. Fiben estaba más prevenido y giró hacia un lado para recibir el puntapié de canto. Pero a éste le siguió una monótona lluvia de golpes.

Sin embargo, no hubo más palabras y una rápida mirada le indicó a Fiben que esta vez le tocaba a Puño de Hierro quedarse con la lengua trabada. De su boca repleta de espuma surgían graves sonidos. Por fin, invadido por la frustración, el chimp dejó de patear a Fiben, giró sobre sus talones y salió de estampida.

La chima de las llaves contempló cómo se iba. Permanecía junto a la puerta, sin saber muy bien qué hacer.

Fiben gruñó.

—Uf. —Dio un respingo al tiempo que se llevaba las manos a las costillas. No parecía tener ninguna rota—. Al menos Simón Legree no fue capaz de salir de escena de una manera graciosa. Yo casi esperaba que dijese: «Esperadme, que volveré» o algo igualmente original.

—¿Qué ganas con incordiarlo? —preguntó Gailet.

—Tengo mis motivos. —Fiben se encogió de hombros.

Se sentó apoyando con cuidado la espalda en la pared. La chima del llamativo traje con cremallera lo observaba pero, cuando sus miradas se encontraron, parpadeó y salió a toda prisa, cerrando la puerta a sus espaldas.

Fiben alzó la cabeza e inhaló profundamente por la nariz repetidas veces.

—Y ahora ¿qué haces? —dijo Gailet.

—Nada. —Sacudió la cabeza—. Sólo pasar el tiempo.

Cuando volvió a mirarla, Gailet se había vuelto de espaldas. Parecía llorar.

Vaya sorpresa, pensó Fiben. Seguro que para ella no era tan divertido estar prisionera como lo había sido encabezar la rebelión. Por lo que los dos sabían, la Resistencia estaba vencida, terminada, kaput. Y no tenían motivos para pensar que en las montañas hubiera ido mejor. Athaclena, Robert y Benjamín tal vez habrían muerto o estarían prisioneros. Puerto Helenia seguía bajo el mando de los pájaros y los traidores.

—No te preocupes —le dijo, intentando animarla—. ¿Sabes qué dicen acerca del test de sapiencia más auténtico? ¿Nunca has oído hablar de él? Es el que superan los chimps cuando están abatidos.

Gailet se secó las lágrimas y volvió la cabeza para mirarlo.

—Oh, cállate —le dijo.

Vale, admitió para sí Fiben. Es un chiste viejo pero merecía la pena intentarlo.

Ella le hizo una seña para que se pusiera de espaldas.

—Vamos, ahora te toca a ti… Tal vez… —sonrió débilmente, como si no estuviera segura de contar ella también un chiste—, tal vez yo también encuentre algo que comer.

Fiben sonrió y, arrastrando los pies, tiró de las cadenas hasta que su espalda estuvo lo más cerca posible de ella, sin importarle el dolor que le producían sus heridas. Sintió las manos de Gailet recorriendo su enmarañado pelo y puso los ojos en blanco.

—Ah, ah —suspiró.


* * *

Un carcelero distinto les llevó el almuerzo: una aguada sopa y dos rebanadas de pan. Este macho margi no poseía en absoluto la labia de Puño de Hierro. Es más, parecía tener problemas con las frases más simples y soltó un bufido cuando Fiben trató de alejarlo. Su mejilla izquierda estaba en continuo movimiento por culpa de un tic nervioso, y Gailet le susurró a Fiben que no le gustaba el brillo fiero de los ojos del chimp.

—Cuéntame cosas de la Tierra. —Fiben intentaba distraerla—. ¿Cómo es?

—¿Qué quieres que te cuente? —Gailet mojaba una corteza de pan en los últimos restos de sopa—. Todo el mundo sabe cómo es la Tierra.

—Sí, por los vídeos y cubo-libros de viajes, claro, pero no por experiencias personales. Tú fuiste de pequeña con tus padres, ¿verdad? ¿Es allí dónde hiciste el doctorado?

—Sí —asintió—. En la Universidad de Yakarta.

—Y después ¿qué?

—Después solicité un puesto en el Centro Terragens de Estudios Galácticos en La Paz. —Su mirada era distante.

Fiben había oído hablar de aquel sitio. Muchos de los diplomados, emisarios y agentes de la Tierra se preparaban allí, aprendiendo cómo pensaban y actuaban las antiguas culturas de las Cinco Galaxias. Era algo crucial para que los líderes pudiesen planear la irrupción de las tres razas terrestres en un universo peligroso. Buena parte del destino del clan lobezno dependía de los graduados en el CEG.

—Me impresiona el solo hecho de que hicieras la solicitud —dijo él—. ¿Te… quiero decir, aprobaste?

—Yo… estuve a punto. Me califiqué. Si hubiese tenido una puntuación un poco mejor no hubiesen tenido reparos en aceptarme. —Era obvio que los recuerdos le resultaban dolorosos. Parecía molesta, como si quisiera cambiar de tema. Gailet sacudió la cabeza—. Entonces me dijeron que ellos preferían que regresase aquí, a Garth. Que debía dedicarme a la enseñanza. Dijeron que resultaría más útil aquí.

—¿Ellos? ¿De qué «ellos» me hablas?

Gailet pellizcó nerviosamente la piel que tenía entre los dedos. En seguida se dio cuenta de lo que hacía y puso ambas manos en su regazo.

—El Cuadro de Elevación —respondió en voz baja —Pero ¿qué tienen que decir sobre dedicarse a la enseñanza y otras profesiones de influencia?

—Tienen mucho que decir, Fiben —lo miró—, porque creen que el progreso genético de un neochimp o un neodelfín es muy comprometido. Pueden evitar, por ejemplo, que te conviertas en un astronauta ya que temen que tu precioso plasma pueda sufrir radiaciones. O pueden prohibirte que te conviertas en químico por temor a que se produzcan en ti mutaciones inesperadas. —Cogió un pedazo de paja y lo retorció despacio entre los dedos—. Sí, tenemos más derechos que las otras jóvenes razas pupilas, eso ya lo sé. Lo tengo constantemente presente.

—Pero decidieron que tus genes eran necesarios en Garth —aventuró Fiben en voz baja.

—Es el sistema de puntuaciones —asintió ella—. Si hubiera tenido mejores notas en el examen del CEG no habría habido problema. Unos pocos chimps consiguen entrar. Pero yo estaba en el límite y me dieron ese maldito carnet blanco, como si fuera un premio de consolación, y me mandaron de regreso a mi planeta nativo, al pobre y viejo Garth. Parece que mi razón de ser son los niños que tendré. Todo lo demás es incidental. Demonios, he estado transgrediendo la ley los últimos meses, arriesgando mi vida y mis entrañas en esta rebelión. Incluso aunque hubiéramos ganado, una remota posibilidad, habría recibido una gran medalla de la TAASF y hasta quizá grandes honores militares, pero eso no habría tenido ninguna importancia. Cuando hubiese terminado toda la fanfarria, el Cuadro de Elevación me habría encarcelado.

—Oh —suspiró Fiben—. Pero todavía no has tenido… no has…?

—Procreado ¿quieres decir? Buena observación. Una de las pocas ventajas de ser una hembra con carnet blanco es que puedes escoger para padre a quien quieras con carnet azul o con una categoría superior, y elegir también el momento de tener el hijo, siempre y cuando tengas al menos tres descendientes antes de cumplir treinta años. ¡Ni siquiera necesito criarlos! —Volvió a sonreír con amargura—. La mitad de los grupos familiares de chimps de Garth se afeitarían todo el pelo para poder adoptar a uno de mis hijos.

Presenta la situación como si fuera horrible, pensó Fiben. y sin embargo, no debe de haber ni veinte chimps en Garth que estén tan bien considerados por el Cuadro de Elevación. Para un miembro de una raza pupila es el más alto honor.

No obstante, creía comprenderla. Había regresado a Garth sabiendo una cosa: que no importaba lo brillante que fuera su carrera, lo grandes que fuesen sus logros; lo más valioso seguirían siendo sus ovarios, sus dolorosas y agresivas visitas al banco de Plasma serían cada vez más frecuentes, y sólo le ocasionaría más presiones para llevar a término un embarazo en sus propias entrañas.

Las invitaciones para entrar a formar parte de un grupo familiar debían de surgirle de un modo automático, muy fácil. Demasiado fácil. Nunca tendría modo de saber si la querían por sí misma. Los pretendientes solitarios la desearían por el estatus derivado de ser el padre de su hijo.

Y además, estaban los celos. Los chimps no eran muy sutiles a la hora de esconder sus sentimientos, sobre todo la envidia. Muchos debían de ser muy mezquinos.

—Puño de Hierro tenía razón —dijo Gailet—. Para un chimp tiene que ser diferente. Para un chimp macho un carnet blanco puede ser divertido, evidentemente. Pero ¿para una chima? ¿Para una que tenga ambición de ser algo por sí misma?

—Yo… —Fiben intentaba encontrar algo que decir, pero de momento todo lo que podía hacer era permanecer allí sentado, con la mente embotada y sintiéndose estúpido. Tal vez, algún día, sus requetetataranietos serían lo suficiente listos como para utilizar las palabras adecuadas, para saber cómo confortar a alguien que ha llegado a un punto de amargura tal que ya no quiere ni que lo consuelen.

Ese neochimp elevado de un modo más completo, después de unas cuantas generaciones más en la cadena de Elevación, quizá sería lo bastante inteligente, pero Fiben sabía eme él no lo era. Era sólo un simio.

—Hummm —se aclaró la garganta—. Recuerdo una vez, en la isla Cilmar…, debió de ser antes de que volvieras a Garth. Veamos ¿fue hace diez años? Por Ifni, creo que yo estaba en primero… —suspiró—. Bueno, es igual. Aquel año toda la isla se conmocionó con la llegada de Igor Patterson, que vino para dar una conferencia y actuar.

—¿Igor Patterson? ¿El percusionista? —Gailet levantó un poco la cabeza.

—Claro —asintió Fiben—. ¿Has oído hablar de él?

—¿Y quién no? —sonrió con presunción—. Es… —Gailet separó las manos y las dejó caer con las palmas hacia arriba—. Es maravilloso.

Eso lo resumía perfectamente, ya que Igor Patterson era el mejor.

La danza del trueno era sólo uno de los aspectos del romance amoroso de los neochimpancés con el ritmo. La percusión era una de sus formas de música favoritas, desde los exóticos terrenos de cultivo en Kermes hasta las refinadas torres de la Tierra. Incluso en las primeras épocas, cuando los chimps se veían obligados a llevar pantallas con teclados colgadas del pecho para poder hablar, ya eran unos fanáticos del ritmo.

Y, sin embargo, todos los grandes percusionistas de la Tierra y las colonias eran humanos. Hasta que surgió Igor Patterson.

Fue el primero, el primer chimp con una magnífica coordinación de los dedos, un delicado sentido del ritmo y un total atrevimiento que lo equiparaba con los mejores. Escuchar a Patterson tocar «El destello del choque cerámico» no era únicamente una experiencia placentera: los chimps se sentían invadidos por el orgullo. Para muchos, su mera existencia significaba que los chimps no sólo estaban alcanzando lo que el Cuadro de Elevación quería de ellos sino que además estaban logrando lo que ellos querían ser.

—La Fundación Cárter lo mandó de gira por las colonias —prosiguió Fiben—. En parte fue un gesto de buena voluntad hacia todas las comunidades alejadas de chimps. Y, por supuesto, también fue para repartir un poco de esperanza.

Gailet soltó un bufido ante lo obvio de las palabras del chimp. Patterson tenía carnet blanco, por supuesto.

Los chimps miembros del Cuadro de Elevación debían de haber insistido, aunque no se hubiera tratado del espécimen de neochimp más encantador, inteligente y atractivo que alguien desease conocer.

Fiben supuso en qué otra cosa estaban pensando Gailet. Para un macho, la posesión del carnet blanco no era un problema, era una fiesta.

—Claro —dijo ella, y Fiben creyó advertir algo de envidia en su tono de voz.

—Bueno, tendrías que haber estado allí cuando apareció para dar el concierto. Yo fui uno de los afortunados. Mi asiento era lateral y más bien alejado, y esa noche tenía un catarro terrible. Fue una gran suerte.

—¿Qué? —le preguntó Gailet cejijunta—. ¿Qué tiene eso que ver con…? ¡Oh! —lo miró con gesto altivo—. Comprendo.

—Supongo que sí. El aire acondicionado estaba muy fuerte, pero me dijeron que aun así el olor era irresistible. Tuve que permanecer allí sentado, temblando bajo los acondicionadores de aire. Casi me muero.

—¿Quieres no divagar más? —Los labios de Gailet eran una delgada línea.

—Bueno, como sin duda habrás adivinado, casi todas las chimas con carnet verde o azul de la isla que estaban en celo parecía que habían conseguido localidades para el concierto. Ninguna de ellas llevaba desodorante. En general, asistían al espectáculo con el total beneplácito de los maridos de su grupo, con los labios pintados en llamativos tonos rosados sólo por si se pre sentaba la remota posibilidad…

—Me imagino la escena —dijo Gailet, y durante un instante Fiben se preguntó si no reprimía una débil sonrisa. De ser así, era apenas un destello momentáneo en su seria expresión—. Y entonces ¿qué ocurrió?

—¿Qué esperabas que ocurriese? —Fiben bostezó y se desperezó—. Un gran alboroto, por supuesto.

—¿En serio? ¿En la Universidad? —Lo miraba boquiabierta.

—Tan cierto como que estoy aquí sentado.

—Pero…

—Bueno, al principio todo iba bien. El viejo Igor estaba haciendo honor a su fama, en verdad. El público estaba cada vez más excitado. Incluso la banda que lo acompañaba parecía notarlo. Y luego las cosas se descontrolaron.

—Pero…

—¿Te acuerdas del profesor Olvfing, del Departamento de Tradiciones Terragens? Ya sabes, ese chimp ya mayor que usaba monóculo y que en sus ratos libres solía cabildear para conseguir una ley de monogamia para los chimps ante la legislatura.

—Sí, lo conozco —asintió con los ojos como platos.

Fiben hizo un gesto con las dos manos.

—¡No! ¿En público? ¿El profesor Olvfing?

—Ante el decano de la escuela de Nutrición, ni más ni menos.

Gailet soltó un agudo sonido. Se dio media vuelta con las manos en el pecho. Parecía sufrir un repentino ataque de hipo.

—Naturalmente, la esposa de Olvfing después lo perdonó. Si no lo hacía se lo arrebataba un grupo de diez chima s, las cuales habían afirmado que estaban encantadas con su estilo.

Gailet se golpeaba el pecho, tosiendo. Se alejó un poco más de Fiben, sacudiendo la cabeza con energía.

—Pobre Igor Patterson —prosiguió Fiben—. Él también tuvo sus problemas. Algunos de los chicos del equipo de fútbol habían sido contratados como servicio de orden. Cuando todo empezó a embarullarse, utilizaron los extintores de incendios. Las cosas no se calmaron demasiado: sólo se hicieron más resbaladizas.

—Fiben... —Gailet tosía cada vez más fuerte.

—Fue terrible, de verdad —comentó abstraído—. Igor estaba consiguiendo una gran interpretación de blues, golpeando realmente aquellas pieles, envolviéndolas con una percusión que no puedes ni imaginar. Yo estaba transportado, y de pronto… una chima de cuarenta años, desnuda y resbaladiza como un delfín, se abalanzó sobre él desde las vigas.

Gailet se doblaba, con las manos sobre el estómago. Levantó una mano pidiendo piedad.

—Para, por favor —susurró débilmente.

—Gracias al cielo, cayó sobre el tambor y quedó atrapada en él. Tardó lo suficiente para que el pobre Igor pudiera escapar por la salida trasera, justo un momento antes de que lo alcanzase la multitud.

Ella cayó de lado. Durante unos instantes, Fiben se preocupó al ver su rostro tan enrojecido. Gailet saltaba golpeando el suelo y de sus ojos brotaban lágrimas. Luego rodó sobre su espalda, sacudida por las carcajadas.

—Y todo eso ocurrió sólo durante el primer número —Fiben se encogió de hombros—, ¡la versión especial de Patterson del maldito himno nacional! Qué pena. No pude llegar a escuchar su interpretación de «Inagadda da vita». Pero ahora que lo pienso —suspiró de nuevo—, tal vez haya sido mejor así.


A las ocho de la noche, con el toque de queda, se cortaba el suministro eléctrico, y las prisiones no eran una excepción. Antes del atardecer se había levantado viento, y pronto los postigos de su pequeña ventana empezaron a golpear. El viento procedía del océano y transportaba un fuerte olor a sal. En la distancia podían oírse los débiles retumbos de una tormenta de verano.

Dormían acurrucados bajo las mantas, tan cerca el uno del otro como les permitían las cadenas, cabeza con cabeza para así poder oír la respiración del otro en la oscuridad. En su descanso inhalaban el sabor de la piedra y la humedad de la paja, y exhalaban los suaves murmullos de sus sueños.

Las manos de Gailet se agitaban con pequeñas contracciones, como si intentara seguir el ritmo de alguna fuga ilusoria. Sus cadenas crujían débilmente.

Fiben yacía inmóvil pero, de vez en cuando, parpadeaba y sus ojos se abrían y cerraban sin que la luz de la conciencia brillara en ellos. A veces, contenía el aliento unos momentos para exhalar finalmente el aire.

No advirtieron los sordos murmullos que se acercaban por el pasillo ni la luz que penetraba en la celda a través de las rendijas de la puerta de madera. Se oían pies que se arrastraban y garras golpeando las baldosas.

Cuando las llaves tintinearon en la cerradura, Fiben se sobresaltó, rodó hacia un lado y se sentó. Se frotó los ojos con los nudillos al tiempo que las bisagras chirriaban. Gailet alzó la cabeza y se protegió con la mano de Ja brillante luz de dos linternas sujetas en lo alto de unos postes.

El olor a lavanda y plumas hizo estornudar a Fiben. Unos chimps con trajes de cremallera los pusieron de pie, y Fiben reconoció la desagradable voz de Puño de Hierro, el jefe de sus capturadores.

—Será mejor que os comportéis bien. Tenéis visitas importantes.

Fiben parpadeó, tratando de acostumbrarse a la luz. Al fin distinguió un pequeño grupo de cuadrúpedos con plumas, semejantes a grandes bolas de pelusa blanca adornadas con cintas y lazos. Dos de ellos sostenían unas estacas de las que colgaban las dos brillantes linternas. El resto gorjeaba alrededor de lo que parecía una vara corta terminada en una estrecha plataforma. En esa percha descansaba un pájaro de aspecto extremadamente singular.

También éste llevaba cintas de colores intensos. El grande y bípedo gubru se apoyaba alternativamente sobre una y otra pata, con nerviosismo. Podía tratarse del efecto de la luz sobre el plumaje del alienígena, pero su coloración parecía más rica y más luminosa que los normales tonos blanquecinos. A Fiben le recordaba algo, como si hubiera visto antes a ese invasor o a otro parecido en algún sitio.

¿Que demonios está haciendo ese bicho moviéndose por la noche?, se preguntó Fiben. Creía que no les gustaba nada.

—Rendid el respeto adecuado a los antiguos miembros del alto clan gooksyu-gubru —dijo Puño de Hierro con voz áspera dando codazos a Fiben.

—Ya verá esa cosa el respeto que le rindo. —Fiben hizo un grosero ruido con la garganta y adoptó una expresión flemática.

—¡No! —gritó Gailet. Lo agarró por el brazo y le susurró—: No, Fiben, por favor, hazlo por mí. Actúa exactamente como yo.

Sus ojos castaños eran suplicantes. Fiben tragó saliva.

—Maldita sea, Gailet. —Ella se situó ante el gubru y cruzó las manos sobre el pecho. Fiben la imitó, aunque sin inclinarse tanto.

El galáctico los miró, primero con un gran ojo sin párpado y luego con el otro. Se movió hacia uno de los extremos de la percha obligando a los que la sujetaban a corregir el equilibrio de ésta. Finalmente empezó a emitir una serie de agudos y entrecortados chillidos.

De los cuadrúpedos allí presentes surgió un extraño y rápido acompañamiento, que aumentaba y disminuía y sonaba algo así como «Zoooon».

Uno de los sirvientes kwackoo se adelantó unos pasos. Llevaba una cadena alrededor del cuello, de la que colgaba un brillante medallón. El vodor comenzó a emitir una grave y espasmódica traducción al ánglico:

«Ha sido juzgado… juzgado en honor

juzgado en idoneidad…

Que no habéis transgredido…

no habéis roto…

Las normas de conducta… las normas de guerra.

Zooooon.

»Juzgamos que es correcto… adecuado…

reunirse para reconocer el estatus de párvulos…

Con un tolerante crédito… asunción…

de que vuestras luchas han sido por el bien de

vuestros tutores.

Zoooooon.

»Hemos sabido… percibido…

conocido que vuestro estatus es

Como líderes de vuestro flujo genético…

del flujo de la raza…

especies en este momento y lugar.

Zooooooon.

»Por lo tanto os ofrecemos… regalamos…

os concedemos el honor

Con una invitación… una bendición…

una oportunidad para ganar el beneficio de una

representación.

Zooooooon.

»Es un honor… un beneficio…

una gloria ser elegidos

Para descubrir… penetrar en…

crear el futuro de vuestra raza.

¡Zoon!

Y entonces terminó con tanta brusquedad como había comenzado.

—¡Haz la reverencia de nuevo! —le instó Gailet en un susurro.

Fiben se inclinó con los brazos cruzados, tal como ella había hecho. Cuando alzó de nuevo la mirada, el pequeño grupo de pájaros alienígenas había girado y se dirigía hacia la puerta. Habían bajado la percha, pero así y todo el alto gubru tuvo que agacharse para poder pasar, con los emplumados brazos abiertos para mantener el equilibrio. La mirada que les dirigió el marginal antes de marcharse fue de total aborrecimiento.

A Fiben le estallaba la cabeza. Después de la primera frase había abandonado todo intento de comprender el extraño dialecto formal de galáctico-Tres que utilizaba el pájaro. Incluso la traducción al ánglico había resultado poco menos que incomprensible.

La brillante luz se fue disipando a medida que la procesión avanzaba por el pasillo, en medio de una chachara de cloqueos. En la penumbra, Fiben y Gailet se miraron el uno al otro.

—¿Qué demonios era eso? —preguntó él.

—Era un Suzerano. —Gailet frunció el ceño—. Uno de sus tres líderes. Tal vez esté equivocada, lo cual no sería raro, pero creo que se trataba del Suzerano de la Idoneidad.

—Eso lo aclara todo. Por la rueda de Ifni, ¿qué es un Suzerano de la Idoneidad?

Gailet le indicó con un ademán que no iba a contestarle. Su frente estaba arrugada en profunda concentración.

—¿Por qué ha venido él a vernos en vez de ordenar que nos llevaran ante él? —se preguntó en voz alta, aunque era obvio que no le pedía su opinión—. ¿Y por qué ha venido de noche? ¿Has visto que ni siquiera se ha quedado para saber si aceptábamos su oferta? Probablemente se sentía obligado por la idoneidad a venir personalmente y nuestra respuesta podrán recogerla más tarde sus ayudantes.

—¿Respuesta a qué? ¿Qué oferta? Gailet, no pude ni siquiera…

—Ahora no. —Ella hizo un ademán nervioso con ambas manos—. Tengo que pensar, Fiben. Concédeme unos minutos. —Se acercó al muro y se sentó en la paja, de cara a la piedra. Fiben sospechó que iba a tomarle más tiempo de lo que ella había dicho.

Es algo que uno no puede elegir, pensó él. Sí te enamoras de un genio, encuentras lo que te mereces. Parpadeó y sacudió la cabeza. ¿Qué puedo decir yo?

Pero un movimiento en el pasillo lo distrajo de sus inesperados pensamientos. Un chimp entró con un montón de paja y unas cuantas telas de color marrón oscuro, que le ocultaban el rostro. Sólo al dejar su bulto en el suelo Fiben advirtió que se trataba de la chima que antes lo había mirado, aquella que le parecía tan extrañamente familiar.

—Os he traído paja fresca y algunas mantas más. Estas noches son muy frías.

—Gracias —asintió Fiben.

Ella no le miró a los ojos. Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta moviéndose con una gracia que no podía ocultar ni siquiera su llamativo traje de cremallera.

—¡Espera! —dijo él de pronto.

Ella se detuvo de cara a la puerta. Fiben caminó hacia ella tanto como se lo permitieron sus cadenas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja, pues no quería molestar a Gailet que meditaba en su rincón.

—Yo… —agachó la cabeza y continuó sin mirarlo. Hablaba en voz muy queda—. Algunos me llaman Sylvie.

Se dirigió a toda prisa hacia la puerta moviéndose como una bailarina. Se oyó un tintineo de llaves y después unos pasos apresurados que se perdían por el corredor.

—Bueno, yo seré el nieto de un mono —dijo Fiben ante la puerta ya cerrada.

Se volvió y regresó a la pared donde Gailet seguía sentada, murmurando para sí, y se inclinó sobre ella para echarle una manta por los hombros. Después regresó a su rincón y se dejó caer en un montón de paja de fragante olor.

55. UTHACALTHING

Unas esponjosas algas espumaban en los bajíos donde unos pequeños pájaros nativos de rígidas patas picoteaban esporádicamente en busca de insectos. Unas espesas matas se arracimaban en grupos, delimitando las estepas circundantes.

Unas huellas de pisadas partían desde los bancos del pequeño lago y se dirigían hacia las laderas de las colinas cubiertas de maleza. Con sólo mirar las lodosas pisadas, Uthacalthing supo que su autor había caminado con precaución, pero parecía que usara tres patas.

Cuando un destello azul brilló en el rabillo de su ojo, levantó la mirada: era el mismo resplandor que lo había llevado a aquel lugar. Intentó enfocar el débil centelleo pero éste desapareció antes de que pudiera localizarlo.

Se arrodilló para examinar las marcas en el barro. Mientras las medía con la mano se dibujó una sonrisa en su rostro. ¡Qué huellas tan hermosas! El tercer pie no estaba centrado con respecto a los otros dos y su huella era mucho más pequeña que las otras, como si una criatura bípeda hubiera caminado desde el lago hasta los matorrales apoyándose en un bastón de punta roma.

Uthacalthing recoció una rama caída pero titubeó antes de borrar las huellas.

¿Debo dejarlas?, se preguntó. ¿Es realmente necesario que las borre? Sacudió la cabeza. No. Como dicen los humanos: no cambies las reglas de juego a media partida.

Las huellas desaparecieron cuando movió la rama sobre ellas hacia adelante y hacia atrás. Acababa de terminar, cuando oyó unas fuertes pisadas y el crujir de unas ramas que se rompían a sus espaldas. Al volverse vio a Kault que doblaba un recodo del diminuto sendero que conducía al pequeño llano del lago. El glifo, lurrunanu, flotaba sobre la cresta del enorme thenanio, como un insecto parásito que zumbase a su alrededor buscando sin éxito un lugar adecuado donde posarse.

A Uthacalthing le dolía la corona como un músculo que hubiera realizado un esfuerzo excesivo. Dejó que lurrunanu golpease contra la solidez de roca de Kault durante un minuto más antes de admitir la derrota. Replegó el vencido glifo y dejó caer la rama al suelo.

De todas formas, el thenanio no miraba al suelo; estaba concentrado en un pequeño instrumento que tenía en la palma de la mano.

—Amigo mío —dijo al llegar junto a Uthacalthing—, me estoy volviendo desconfiado.

El tymbrimi notó la afluencia sanguínea en las arterias de la nuca. ¿Por fin?, se preguntó.

—¿Desconfiado de qué, querido colega?

Kault cerró el instrumento y lo guardó en uno de sus múltiples bolsillos.

—Hay señales. —Su cresta oscilaba—. He escuchado las transmisiones no cifradas de los gubru y parece que está ocurriendo algo muy extraño.

Uthacalthing suspiró. No, la mente unidireccional de Kault estaba concentrada en un asunto completamente distinto. No había razón para intentar apartarlo de él con pistas sutiles.

—¿Qué pretenden ahora los invasores? —le preguntó.

—Bueno, en primer lugar, capto mucho menos tráfico aéreo militar. De repente, parecen menos dedicados a las pequeñas escaramuzas de las montañas de lo que lo estaban hace días o semanas. Recuerde que nos preguntábamos por qué malgastaban tantos esfuerzos para controlar lo que aparentemente no era más que una insignificante resistencia partisana.

En realidad, Uthacalthing estaba bastante seguro de comprender el porqué de aquella frenética actividad por parte de los gubru. Por lo que ambos habían llegado a deducir, parecía que los invasores estaban muy ansiosos por encontrar algo en las Montañas de Mulun. Habían enviado soldados y científicos al escarpado macizo con una temeraria energía, y al parecer estaban pagando muy caro el precio de tal esfuerzo.

—¿Se le ocurre a usted alguna razón de por qué las luchas han disminuido? —le preguntó a Kault.

—Por lo que he podido descifrar, no estoy muy seguro. Una posibilidad es que los gubru hayan encontrado y capturado lo que buscaban de modo tan desesperado…

No lo creo, pensó Uthacalthing con convicción. Es imposible enjaular a un fantasma.

—O tal vez hayan abandonado esa búsqueda…

Más probable, admitió Uthacalthing. Era inevitable que los seres pajariles advirtieran, tarde o temprano, que habían sido engañados y abandonaran la quimérica empresa.

—O tal vez —concluyó Kault—, los gubru han terminado con toda la oposición y han eliminado a todos sus integrantes.

Uthacalthing rogaba que esta última posibilidad no fuese cierta. Era, por supuesto, uno de los riesgos que había corrido cuando dispuso incordiar al enemigo con tal frenesí. Únicamente esperaba que su hija y el hijo de Megan Oneagle no hubiesen pagado el precio más alto al fomentar sus propios trucos complicados contra los malignos pájaros.

—Hummm —comentó—. ¿Ha dicho que le había sorprendido algo más?

—Sí, esto —prosiguió Kault—. Que después de cinco docenas de días planetarios, durante los cuales los gubru no han hecho nada por el bien de este planeta, ahora de pronto se dediquen a emitir comunicados que prometen amnistía y empleo a todos los antiguos miembros del Servicio de Recuperación Ecológica.

—¿Sí? Bueno, tal vez eso sólo signifique que ya han completado su consolidación y que ahora pueden escatimar un poco de atención a sus responsabilidades.

Kault hizo un gesto de incredulidad.

—Quizá, pero los gubru son contables. Contadores de créditos. Carecen de sentido del humor. Son fanáticamente escrupulosos con los aspectos de la tradición galáctica que les interesan, pero apenas parecen preocuparse de preservar los planetas como viveros, sólo les interesa el estatus a corto plazo de su clan.

Aunque Uthacalthing estaba de acuerdo con esa afirmación, consideraba que Kault era un observador muy poco imparcial. Y el thenanio no era precisamente el más indicado para acusar a los demás de falta de sentido del humor.

De todas formas, una cosa estaba clara. Mientras Kault se distrajera de aquel modo, pensando en los gubru, sería inútil atraer su atención hacia pistas sutiles y pisadas en el suelo.

Notó cierto movimiento en la pradera que lo rodeaba. Los pequeños carnívoros y sus presas se refugiaban en pequeños agujeros o madrigueras para esperar que pasase el mediodía. A esa hora, el feroz calor del verano pegaba de lleno y tanto perseguir como huir de la persecución suponía demasiado esfuerzo. Con respecto al calor, los galácticos grandes no eran una excepción.

—Vamos —dijo Uthacalthing—. El sol está alto. Debemos encontrar un sitio sombreado para descansar. Al otro lado del agua veo algunos árboles.

Kault le siguió sin comentarios. Parecía indiferente ante las pequeñas desviaciones de la ruta siempre y cuando las distantes montañas se vieran cada día un poco más cerca. Los picos nevados eran ya algo más que una difusa línea que se recortaba en el horizonte. Podría tomarles semanas llegar hasta ellas y un tiempo aún más largo encontrar una ruta hacia el Sind, cruzando desconocidos pasos. Pero cuando convenía a sus intereses los thenanios eran pacientes.

No se veían destellos azules cuando Uthacalthing encontró cobijo bajo un grupo muy espeso de árboles enanos, pero se mantenía atento. No obstante, le pareció captar con la corona un amago de fiera alegría que procedía de alguna mente oculta en la estepa; de alguien grande, inteligente y familiar.

—En cierto modo, soy un experto en asuntos terrestres —decía Kault un poco más tarde mientras conversaban bajo las nudosas ramas. Unos pequeños insectos zumbaban en torno a las ranuras respiratorias del thenanio y salían despedidos cada vez que se acercaban demasiado—. Eso, y mi experiencia ecológica, fueron decisivos para conseguir mi nombramiento como embajador en este planeta.

—No olvide su sentido del humor —añadió Uthacalthing con una sonrisa.

—Sí. —La cresta de Kault se hinchó en el equivalente thenanio a un asentimiento—. En mi planeta me consideraban una especie de diablo, la persona ideal para tratar con los lobeznos y los traviesos tymbrimi. —Terminó la frase con una grave y rápida serie de roncas respiraciones. Era evidente que se trataba de una afectación premeditada, ya que los thenanios no tenían un gesto de risa como tal.

No importa, pensó Uthacalthing, como muestra del humor thenanio está muy bien.

—¿Ha tenido mucha experiencia directa con los terrestres?

—Oh, sí —dijo Kault—. He estado en la Tierra, he tenido el placer de pasear por sus húmedos bosques y contemplar las diversas y extrañas formas de vida que allí existen. He conocido neodelfines y ballenas. Mientras que mis congéneres creen que los humanos nunca deberían haber sido declarados completamente elevados, que les sería mucho más provechoso pasar aún unos cuantos años de perfeccionamiento bajo unos guías adecuados, a mí me parece que su mundo es muy hermoso y sus pupilos muy prometedores.

Una de las razones que habían llevado a los thenanios a implicarse en aquella guerra era su esperanza de poder apropiarse de las tres razas terrestres y de que su clan las adoptase por la fuerza, «por el bien de los terrestres», naturalmente. No obstante, para ser justos, también era evidente que entre los propios thenanios había desavenencias a aquel respecto. El partido de Kault, por ejemplo, prefería una campaña de persuasión de diez mil años para conseguir una adopción voluntaria de los terrestres a base de «amor».

Pero el partido de Kault no era mayoritario en el gobierno actual.

—Y además, he conocido a unos cuantos terrestres en el curso de unas sesiones del Instituto Galáctico de Migración, en una expedición que se realizó para negociar con los fah’fah’nfah.

La corona de Uthacalthing se desplegó en un torbellino de hebras doradas; una exhibición de franca sorpresa. Sabía que incluso Kault podría leer su expresión de asombro, pero no le importaba.

—¿Así que usted conoce a los respiradores de hidrógeno? —Ni siquiera intentó pronunciar el nombre hiperalienígena que no formaba parte de ninguna lengua galáctica autorizada.

Kault lo había sorprendido una vez más.

—Los jah’fah’nfah. —Las ranuras respiratorias de Kault latían de nuevo imitando la risa, pero esta vez sonaba mucho más auténtica—. Las negociaciones se sostuvieron en el subcuadrante Poul-Kren, no muy lejos de lo que los humanos llaman el sector Orion.

—Eso está muy cerca de las colonias terrestres de Canaan.

—Si, ésa es una de las razones por las que se les invitó a participar. Aunque se considera que esos infrecuentes encuentros entre las civilizaciones que respiran oxígeno y las que respiran hidrógeno son los más críticos y delicados de todas las eras, se creyó adecuado que algunos terrestres asistieran a ellos y presenciaran las sutilezas de la diplomacia de alto nivel.

Quizá se debía a su estado de confundida sorpresa, pero en aquel momento a Uthacalthing le pareció captar algo que Kault emanaba… un amago de algo profundo y preocupante para el thenanio. No me lo está contando todo, advirtió Uthacalthing. Había otras razones que justificaban la presencia humana.

Durante miles de millones de años, se había mantenido una precaria paz entre dos culturas paralelas y completamente separadas. En realidad, era como si las Cinco Galaxias fuesen diez pues había prácticamente tantos mundos estables con atmósferas de hidrógeno como planetas del tipo Garth, la Tierra o Tymbrimi. Los dos ramales de vida, cada uno con un vasto número de especies y formas vitales, no tenían nada en común. Los mundos de los fah’fah’nfah eran demasiado fríos, vastos e inhóspitos para que los galácticos pudieran siquiera codiciarlos.

Y también parecían operar con distintos niveles o lapsos de tiempo. Los respiradores de hidrógeno preferían las rutas lentas a través del nivel-D del hiperespacio, e incluso las del espacio normal entre las estrellas, en las que regía la relatividad, y dejaban las vías más rápidas para los herederos de los míticos Progenitores, de vida breve.

A veces estallaban conflictos y morían sistemas y clanes enteros, pero no había leyes que regulasen tales guerras.

Otras veces se comerciaba con ellos: metales a cambio de gases, o maquinaria a cambio de objetos tan extraños que ni siquiera constaban en los registros de la Gran Biblioteca.

Había períodos en los que una u otra civilización abandonaba por completo los brazos de la espiral. El Instituto Galáctico de Migración organizaba tales movimientos entre los respiradores de oxígeno una vez cada cien millones de años aproximadamente. La razón oficial era la de permitir que grandes regiones de estrellas «volvieran al barbecho» durante una era y que sus planetas tuvieran tiempo de desarrollar nuevas formas presensitivas. Sin embargo, el otro objetivo era ampliamente conocido… poner espacio de por medio entre las formas de vida oxigénicas e hidrogénicas cuando llegaban a un punto crítico en que ya no podían ignorarse mutuamente.

¿Y Kault le estaba diciendo que había tenido lugar una negociación reciente en el sector Poul-Kren? ¿Y que los humanos habían estado presentes?

¿Por qué no he oído nada de esto hasta ahora?, se preguntó Uthacalthing.

Quería seguir hablando de aquel tema pero no tuvo ocasión. Era evidente que Kault no deseaba hacerlo, pues retomó el hilo anterior de la conversación.

—Sigo creyendo, Uthacalthing, que hay algo anómalo en las transmisiones gubru. De sus partes, se desprende que están peinando tanto Puerto Helenia como las islas, para buscar a los ecólogos terrestres, y a los expertos en Elevación.

Uthacalthing decidió que su curiosidad podía esperar; una decisión muy dura para un tymbrimi.

—Bueno, como ya he sugerido antes, tal vez los gubru quieran por fin cumplir con sus deberes en Garth.

—Si ése fuera el caso —Kault gorgoriteó de un modo que Uthacalthing sabía que significaba duda—, necesitarían ecólogos, pero ¿por qué especialistas en Elevación? Intuyo que está ocurriendo algo extraño —concluyó Kault—. Los gubru han estado muy agitados durante varios megasegundos.

Incluso sin el pequeño receptor o sin ninguna noticia procedente de las ondas aéreas, Uthacalthing lo hubiese sabido igualmente. Estaba implícito en la intermitente luz azul que venía observando desde hacía semanas. El centelleante brillo significaba que la Reserva Diplomática tymbrimi había sido violada. El cebo que había colocado dentro del hito, junto con algunas otras pruebas e indicios, sólo podían llevar a una raza sapiente a una única conclusión.

Era evidente que la broma que les había gastado a los gubru les estaba costando muy cara.

No obstante, hasta las cosas buenas tienen un final. En aquellos momentos los gubru ya debían de saber que todo había sido un truco tymbrimi. Los pájaros no eran totalmente estúpidos. Tarde o temprano tenían que descubrir que no existía nada parecido a un «garthiano».

Los sabios dicen que puede ser un error llevar una broma demasiado lejos. ¿Cometo ese error al gastarle a Kault la misma broma?

Ah, pero en este caso, el procedimiento era por completo distinto. Engañar a Kault se estaba convirtiendo en una tarea mucho más lenta, difícil y personal.

Y además, ¿qué otra cosa puedo hacer para pasar el rato?

—Cuénteme más cosas acerca de sus sospechas —dijo Uthacalthing a su compañero—. Estoy muy, muy interesado.

56. GALÁCTICOS

Contra todo pronóstico, el nuevo Suzerano de Costes y Prevención estaba ganando puntos. Su plumaje apenas empezaba a mostrar los matices reales de la candidatura pero ya destacaba respecto a sus compañeros de competición. Cuando danzaba, los otros Suzeranos se sentían obligados a observarlo de cerca y prestar atención a sus bien analizados argumentos.

—Este esfuerzo ha sido incorrecto, oneroso, imprudente —gorjeaba y danzaba con delicado ritmo—. Hemos malgastado riquezas, tiempo y honor buscando, persiguiendo, acosando una quimera.

El nuevo jefe de la burocracia poseía varias ventajas. Había sido preparado por su predecesor, el impresionante Suzerano de Costes y Prevención ya fallecido. Y, además, había presentado un número igualmente impresionante de hechos acusatorios ante el cónclave. En el suelo aparecían diseminados unos cubos de datos. La presentación por parte del jefe de los funcionarios había sido, en realidad, muy abrumadora.

—No hay ningún modo, ninguna probabilidad, ninguna posibilidad de que este mundo haya podido esconder a un presensitivo, superviviente de la matanza de los bururalli. Ha sido un fraude, un truco, un diabólico plan terrestre-tymbrimi para lograr que malgastemos, derrochemos, dilapidemos nuestra riqueza.

Para el Suzerano de la Idoneidad aquello había sido completamente humillante; de hecho, casi una catástrofe.

Durante el vacío de poder, mientras se elegía el nuevo candidato burócrata, el sacerdote y el almirante habían reinado a sus anchas, sin ningún tipo de control. Bien sabían que actuar de aquel modo, sin la voz de un tercero para frenarlos, no era inteligente pero ¿qué ser continuaba actuando con sabiduría cuando la oportunidad llama seductoramente?

El almirante había salido en misiones de búsqueda y destrucción de los partisanos de las montañas para acrecentar así su honor personal. Por su parte, el sacerdote había ordenado nuevas y costosas construcciones y había precipitado el envío de una nueva sección de la Biblioteca Planetaria.

Había sido un agradable interregno con un consenso bilateral. El Suzerano de Rayo y Garra aprobaba todos los gastos y el Suzerano de la Idoneidad bendecía todas las incursiones de los soldados de Garra. Se enviaron incesantes expediciones a la montaña, mientras los científicos, fuertemente protegidos, buscaban con impaciencia un tesoro que no tenía precio.

Se cometieron muchos errores. Los lobeznos resultaron ser diabólicos y escurridizos como animales en sus emboscadas. Y sin embargo, no habría habido críticas a los gastos si se hubiese encontrado lo que se buscaba. Habría valido la pena si al menos…

Pero nos han mentido, engañado, confundido, pensó el sacerdote con amargura. El tesoro había sido un fraude. Y ahora el nuevo Suzerano de Costes y Prevención les echaba en cara lo que había costado. El burócrata ejecutaba una brillante danza de castigo por el exceso. Y ya había logrado varios puntos de consenso; por ejemplo, que no habría más persecuciones inútiles en las montañas hasta que se encontrara una forma más barata de eliminar a los partisanos de la Resistencia.

El plumaje del Suzerano de Rayo y Garra estaba tristemente caído. El sacerdote sabía lo mucho que aquello debía vejar al almirante. Pero ambos estaban hipnotizados por la virtuosa corrección de la Danza de Castigo. Dos no podían vencer en la votación contra uno cuando este uno tenía toda la razón.

Entonces, el burócrata acometió una nueva cadencia. Propuso abandonar los nuevos proyectos de construcciones. No tenían nada que ver con la defensa del poder gubru en ese planeta. Se habían iniciado en la suposición de que encontrarían esas criaturas garthianas. Ahora resultaba absolutamente inútil seguir construyendo una derivación hiperespacial y un montículo ceremonial.

La danza era poderosa, convincente, respaldada con cuadros, estadísticas y tablas de cifras. El Suzerano de la Idoneidad se percató de que tenía que hacerse algo y pronto, o aquel advenedizo terminaría la jornada en la posición más alta. Era impensable que pudiera producirse una alteración tan repentina del orden, justo en el momento en que sus cuerpos empezaban a sentir las punzadas previas a la Muda.

Dejando incluso aparte la cuestión del orden de Muda, había que considerar también el mensaje de los Maestros de la Percha. Las reinas y príncipes, en el planeta de origen, se consumían en preguntas. ¿Habían logrado ya los Tres de Garth estructurar una nueva y audaz política? Los cálculos indicaban la importancia de que surgiese pronto algo original e imaginativo, o de otro modo la iniciativa pasaría a ser para siempre de otro clan.

Era intimidante saber que el destino de la raza estaba en sus manos.

Y a pesar de toda su innegable finura y su acicalado aspecto, una cosa resultaba clara en el reciente jefe de la burocracia: el nuevo Suzerano de Costes y Prevención carecía de la profundidad y la claridad de visión de su fallecido antecesor. El Suzerano de la Idoneidad sabía que de un insignificante y tacaño corto de vista no se podía esperar que saliera una gran política.

¡Tenía que nacerse algo y de inmediato! El sacerdote extendió sus brillantes brazos alados en una postura de presagio. Con cortesía, tal vez con indulgencia, el burócrata interrumpió prematuramente su danza e inclinó el pico concediéndole tiempo.

El Suzerano de la Idoneidad empezó despacio, arrastrando las patas en pequeños pasos sobre la percha. El sacerdote adoptó la misma cadencia que había utilizado su adversario.

—Aunque es probable que no existan garthianos, queda la posibilidad, la ocasión, la oportunidad de usar el enclave ceremonial que hemos

planeado,

construido,

dedicado

tan alto coste.

«Existe una idea, un esquema, un plan que puede aún conseguir

gloria,

honor,

idoneidad,

para nuestro clan.

»En el núcleo, el centro, la esencia de este plan, debemos

examinar,

inspeccionar,

investigar,

a los pupilos de los lobeznos.

Al otro lado de la cámara, el Suzerano de Rayo y Garra levantó la cabeza. Una luz esperanzada apareció en el abatido ojo del almirante y el sacerdote comprendió que podría conseguir una victoria temporal, o al menos una tregua.

En los días por venir, muchas, muchas cosas dependerían de descubrir si aquella idea era viable.

57. ATHACLENA

—¿Ves? —le gritó desde arriba—. ¡Se ha movido durante la noche!

Athaclena tuvo que protegerse los ojos con una mano para mirar a su amigo humano que estaba encaramado en una rama a más de diez metros del suelo. Tiraba de un verde cable vegetal que se extendía hacia él en un ángulo de cuarenta y cinco grados desde su anclaje aún más alto.

—¿Estás seguro de que es la misma enredadera que cortaste ayer? —gritó ella.

—¡Claro que sí! Subí y eché un litro de agua rica en cromo, la sustancia que abunda en esta enredadera en particular, en la horcadura de esa rama, más arriba de donde ahora estoy. Y ahora puedes ver que se ha insertado en ese preciso punto.

Athaclena asintió. Notaba una orden de verdad rodeando sus palabras.

—Ya lo veo, Robert. Y ahora lo creo.

No pudo reprimir una sonrisa. A veces Robert actuaba de una forma tan parecida a la de un macho tymbrimi… tan rápido, tan impulsivo, tan travieso. En cierto modo le resultaba un poco desconcertante. Se suponía que los alienígenas se comportaban de manera rara e inescrutable, no como…, bueno, como todos los chicos.

Pero Robert no es un alienígena, se dijo, es mi consorte. Y además, llevaba tanto tiempo viviendo entre terrestres que se preguntaba si no había empezado a pensar como ellos.

Cuando regrese a casa, si es que alguna vez lo consigo, ¿voy a desconcertar a todos los que me rodean, asustándolos y sorprendiéndolos con metáforas? ¿Con extrañas actitudes lobeznos? ¿Me atrae tal perspectiva?

En la guerra había una calma pasajera. Los gubru habían cesado de enviar expediciones desprotegidas a las montañas. Sus puestos avanzados permanecían tranquilos. Hasta el incesante paso de los robots gaseadores había desaparecido de los altos valles desde hacía más de una semana, para gran alivio de los chimps granjeros y campesinos.

Ahora que disponían de un poco de tiempo, Robert y ella decidieron tomarse un día de descanso y aprovecharlo para conocerse mejor el uno al otro. Después de todo, quién sabe cuándo iba a continuar la guerra. ¿Se les presentaría otra oportunidad como aquélla?

Y además, ambos necesitaban distraerse. Aún no había respuesta de la madre de Robert, y el destino del embajador Uthacalthing seguía siendo incierto, a pesar de la pequeña visión que ella había tenido sobre los proyectos de su padre. Todo lo que podía hacer era intentar representar su papel lo mejor posible y esperar que su padre siguiera vivo y capaz de representar el suyo.

—¡Muy bien! —le gritó a Robert—. Lo acepto. En cierto modo, se puede guiar el crecimiento de las enredaderas. Y ahora baja, tu punto de apoyo parece precario.

—Bajaré —Robert sonrió—, pero cuando tenga ganas. Ya me conoces, Clennie, no puedo dejar escapar una oportunidad como ésta.

Athaclena se puso en tensión. Ahí estaba otra vez, esa extravagancia en los extremos del aura emocional de su amigo. No era distinto de syulff-kuonn, la comprensión coronal que rodeaba a un joven tymbrimi cuando saboreaba por anticipado una broma.

Robert tiró con fuerza de la enredadera. Inhaló, expandiendo su caja torácica de un modo que ningún tymbrimi podía igualar, y luego se golpeó el pecho con rapidez, mientras soltaba un largo y ululante grito que resonó por los corredores de la jungla.

Athaclena suspiró. Oh, claro, debe rendir tributo a Tarzán, su lobezno, deidad.

Con la enredadera bien asida entre ambas manos, Robert saltó desde la rama. Pasó volando con las piernas juntas y extendidas en un ligero arco y atravesó el claro del bosque, rozando casi los arbustos bajos, sin dejar de gritar.

Se trataba, por supuesto, de ese tipo de cosas que los humanos debieron de inventar durante los oscuros siglos transcurridos entre el advenimiento de la inteligencia y el descubrimiento de la ciencia. Ninguna de las razas galácticas, educadas según los principios de la Biblioteca, hubiese inventado una forma de transporte como aquélla.

El movimiento pendular llevó a Robert de nuevo hacia arriba, hacia una densa masa de hojas y ramas que rodeaba a media altura a un gigante de la jungla. El grito de Robert se interrumpió súbitamente al tiempo que caía entre el follaje y desaparecía con un ruido de astillas.

El silencio sólo fue interrumpido por una débil pero incesante lluvia de fragmentos pequeños,. Athaclena titubeó unos instantes y luego gritó:

—¿Robert?

De las tupidas alturas no surgió respuesta ni movimiento alguno.

—Robert, ¿estás bien? ¡Contéstame! —Las palabras en anglico se espesaban en su boca.

intentó localizarlo con la corona y tensó hacia adelante las pequeñas fibras que poseía sobre las orejas. Él estaba allí. Se encontraba bien pero quizá un poco dolorido.

Atravesó el claro a toda prisa, saltando sobre los pequeños obstáculos, mientras las transformaciones gheer entraban en acción. Sus fosas nasales se ensancharon automáticamente para permitir la entrada de una mayor cantidad de aire y la velocidad de los latidos de su corazón se triplicó. Cuando llegó al árbol, los dedos de las manos y los pies habían empezado a endurecérsele. Se quitó los zapatos y comenzó a encaramarse a él. Rápidamente encontró huecos donde apoyarse en la áspera corteza y alcanzó la primera rama del tronco gigante.

En aquel punto se arracimaban las sempiternas enredaderas y serpenteaban en ángulo hacia la maraña vegetal que se había tragado a Robert. Examinó uno de los correosos cables y lo utilizó para seguir trepando hasta el siguiente nivel.

Athaclena sabía que debía tomárselo con calma porque, a pesar de la velocidad y adaptabilidad tymbrimi, su musculatura no era tan fuerte como la de los humanos y la radiación de su corona no disipaba el calor de un modo tan efectivo como las glándulas sudoríparas de los terrestres. Sin embargo, no podía disminuir la velocidad debido a la emergencia.

Aquel escondrijo de hojas en que Robert había caído estaba oscuro, era sombrío y recóndito. Al entrar en la oscuridad, Athaclena parpadeó y husmeó. Los olores le recordaron que aquél era un mundo salvaje y que ella no era un lobezno que se siente en casa en una jungla salvaje. Tuvo que replegar sus zarcillos para que no se enredasen en los matorrales. A eso se debió que fuera sorprendida por algo que salió de las sombras y la agarró con fuerza.

Sus hormonas se precipitaron. Ahogó un grito y se giró para librarse de su asaltante. Pero en seguida reconoció el aura de Robert, sintió su olor masculino y sus fuertes brazos que la estrechaban. Cuando la reacción gheer empezó a remitir con dificultad, Athaclena experimentó una momentánea oleada de vértigo.

En ese estado de aturdimiento, aún inmovilizada por el rigor de las modificaciones, su sorpresa se redobló cuando Robert empezó a rozarle la boca con la suya. Al principio sus acciones parecían dementes, insensatas, pero luego, cuando su corona se desplegó, nuevamente pudo captar sus sentimientos… y de pronto recordó escenas de videos humanos, escenas sobre el aparejamiento y el juego sexual.

La tempestad de emociones que se apoderó de Athaclena era tan poderosamente contradictoria que la dejó inmóvil unos instantes. Tal vez se debía en parte a la fuerza de los brazos de Robert, pero cuando éste por fin la soltó, ella se separó de él a toda prisa y se apoyó contra el tronco del árbol gigante, con la respiración entrecortada.

¡AnAn-thwillathbielna! ¡aha… ¡Eres… eres un… blenchuql ¿Cómo te atreves… Cleth-tnub? —Se quedó sin aliento y tuvo que interrumpir sus políglotas maldiciones, jadeando. Y además, no parecían alterar la plácida y alegre expresión de Robert.

—Uf, no lo entendí todo, Athaclena. Mi dominio del gal-Siete es todavía bastante escaso, aunque últimamente lo haya estado practicando. Dime ¿qué es un blenchuq?

Athaclena hizo un gesto, una sacudida de cabeza que equivalía en tymbrimi a un irritado encogerse de hombros.

—Eso ahora no importa. Ante todo dime si estás herido. Y en segundo lugar, si no es así ¿por qué hiciste lo que hiciste? Tercero, ¿no crees que debo castigarte por engañarme y atacarme de ese modo?

—Oh, yo no me lo tomaría tan en serio, Clennie. —Los ojos de Robert se abrieron más—. Me gustó la forma en que viniste a toda prisa a rescatarme. Supongo que aún estaba un poco aturdido y, al verte, me puse tan contento que perdí el control.

Las fosas nasales de Athaclena temblaban y sus zarcillos se ondulaban sin saber qué glifo cáustico preparar. Robert lo percibió con claridad y alzó una mano.

—Muy bien, muy bien. Vayamos por orden. No estoy herido, sólo un poco arañado. En realidad fue divertido.

Al ver la expresión de la chica reprimió una sonrisa.

—Y en lo que respecta a la segunda pregunta, te he recibido de ese modo porque es un ritual amoroso común entre los humanos y me sentí fuertemente motivado a realizarlo contigo, aunque admito que tal vez no lo hayas comprendido.

Athaclena frunció el ceño y sus zarcillos se curvaron confusos.

—Y finalmente —suspiró Robert—, no veo que haya razón alguna por la que no debas castigar mi atrevimiento. Estás en todo tu derecho, al igual que las hembras humanas pueden romperme el brazo si las estrecho sin su permiso. No dudo de que tú también podrías hacerlo. Todo lo que puedo decir en mi defensa es que un brazo roto, para un joven mase humano, es una suerte en ocasiones. La mitad de las veces el galanteo no puede empezar a menos que el individuo actúe de modo impulsivo. Si lee las señales correctamente, a la mujer le gusta y no le amorata un ojo. Pero si se equivoca, paga su error.

Athaclena vio que la expresión de Robert se volvía taciturna.

—¿Sabes? —prosiguió—. Nunca lo había considerado de esa forma, pero es verdad. Muchos humanos son unos locos cleth íh-tnubs a ese respecto.

Athaclena parpadeó. La tensión había empezado a disminuir, escapando por los extremos de su corona mientras su cuerpo volvía a la normalidad. Bajo su piel., los nodulos de cambio latían para reabsorber el fluido gheer.

Como pequeños ratones, recordó ella, pero esta vez no tembló tanto.

De hecho, se descubrió sonriendo. La extraña confesión de Robert, había puesto las cosas, casi irrisoriamente, en un nivel lógico.

—Sorprendente —dijo ella—. Y como ocurre a menudo, existen paralelos con la metodología tymbrimi. Nuestros machos también tienen que arriesgarse. Pero estilísticamente —prosiguió tras una pausa, con el ceño fruncido—, esta técnica vuestra es muy imperfecta. El índice de errores debe de ser muy alto ya que carecéis de corona para saber lo que siente la hembra. Aparte de vuestro rudimentario sentido de empatía, sólo podéis basaros en indicios, coqueterías e indicaciones corporales. Me sorprende que lleguéis a reproduciros sin que intenten asesinaros.

El rostro de Robert se oscureció y ella advirtió que había logrado ruborizarlo.

—Oh, bueno, supongo que he exagerado un poco.

Athaclena no pudo evitar sonreír de nuevo, no sólo con un sutil gesto de la boca sino con un auténtico y completo ensanchamiento de la separación entre sus ojos.

—Eso ya me lo imaginaba, Robert.

Los rasgos del humano se enrojecieron todavía más. Se miraba las manos y permanecía en silencio. Athaclena sintió un aguijonazo en su interior y captó el sensoglifo kiniwullun… el chico al que han pillado haciendo lo que inevitablemente hacen los chicos. Ahí sentado, con su aura de avergonzada sinceridad, parecía ocultar sus rasgos alienígenas de ojos fijos y nariz grande y se volvía más familiar para ella de lo que ninguno de sus compañeros de clase lo había sido.

Finalmente Athaclena salió del polvoriento rincón en el que se había metido para defenderse.

—Muy bien, Robert —suspiró—. Voy a permitirte que me expliques por qué estabas tan «fuertemente motivado» para llevar a cabo ese ritual amoroso con un miembro de otra especie, o sea, conmigo. Supongo que es porque hemos firmado un contrato que nos convierte en esposos. ¿Crees que debes consumarlo en nombre del honor para satisfacer así la tradición humana?

—No. —Se encogió de hombros y desvió la mirada—. No puedo utilizar eso como excusa. Ya sé que los matrimonios entre individuos de distintas especies tienen fines prácticos. Creo que, bueno, que ha sido porque tú eres bonita e inteligente y yo me siento solo y… creo que estoy un poco enamorado de ti.

El corazón de la muchacha se aceleró y esta vez no a causa de los procesos gheer. Sus zarcillos se alzaron por voluntad propia pero no formaron ningún glifo. En cambio, ella advirtió que se extendían hacia él, siguiendo unas líneas sutiles y fuertes, como los campos de una antena de onda media.

—Creo… creo que te comprendo, Robert. Quiero que sepas que yo… —Resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas. Ni siquiera estaba segura de lo que pensaba en aquellos momentos. Sacudió la cabeza—. ¿Robert? ¿Me harías un favor?

—El que quieras, Clennie, cualquier cosa que me pidas. —Sus ojos estaban abiertos como platos.

—Bueno, pues con cuidado de no perder el control, tal vez podrías continuar explicándome y demostrándome lo que hacías cuando me tocaste de esa forma… los diversos aspectos físicos implicados. Sólo por esta vez, pero con cuidado ¿de acuerdo?


Al día siguiente regresaron a las cuevas andando lentamente.

Robert y ella paseaban con calma y se detenían para contemplar cómo los rayos de sol penetraban en los claros o se paraban junto a las pequeñas charcas de agua coloreada, preguntándose en voz alta qué microelementos acumulaban aquí o allá las abundantes enredaderas de transferencia, pero en realidad la respuesta no les importaba. A veces se limitaban a cogerse de las manos mientras escuchaban los apacibles sonidos de la vida selvática del planeta Garth.

De vez en cuando se sentaban y experimentaban, suavemente, con las sensaciones que les producían las caricias.

Athaclena se sorprendió cuando descubrió que tenía en su sitio casi todos los caminos nerviosos necesarios. No requería una profunda autosugestión, sino sólo un ligero cambio de algunos capilares y receptores de presión, para conseguir que el experimento fuese factible. Al parecer, los tymbrimi se habían dedicado antiguamente a ese rito amoroso de los besos. Al menos, tenían capacidad para ello.

Cuando volviera a adoptar su antigua forma, podría conservar algunas de esas adaptaciones en los labios, la nuca y las orejas. Mientras caminaban, la brisa les hacía sentirse a gusto; era como un empatoglifo muy agradable que le hacía cosquillas en los extremos de la corona. Y los besos, ese cálido placer, le provocaban intensas aunque primitivas sensaciones.

Todo aquello, por supuesto, no hubiera sido posible si los humanos y los tymbrimi no fuesen ya muy similares. Entre gentes inexpertas de ambas razas habían circulado unas estúpidas teorías que intentaban explicar la coincidencia, como por ejemplo, la de que seguramente tenían un ancestro común.

Aquella idea era ridícula, desde luego. Con todo, ella sabía que su caso no era el primero. Durante varios siglos, las estrechas asociaciones habían dado lugar a unos cuantos galanteos entre miembros de las dos especies, algunos de ellos abiertamente confesados. No era la primera en realizar aquellos descubrimientos.

Pero no había sido consciente de ello y, al hacerse mayor, había considerado que aquellos eran cuentos desagradables. Athaclena se dio cuenta de que sus amigos de Tymbrimi debieron creer que era una mojigata. Y allí estaba ahora, comportándose de un modo que hubiera rechazado la mayoría de ellos.

No estaba segura todavía de que al volver a casa, si alguna vez lo conseguía, le fuera a gustar que la gente creyera que su matrimonio con Robert era algo más que una conveniencia. Seguramente, Uthacalthing se reiría.

No importa, se dijo con firmeza. Debo vivir el presente. El experimento no sólo les ayudaba a pasar el tiempo, sino que tenía sus aspectos placenteros. Y además, Robert era un maestro entusiasta.

Pero, desde luego, iba a tener que poner ciertos límites. Estaba dispuesta, por ejemplo, a modificar la distribución de los tejidos grasos de sus pechos. Pero con respecto a lo fundamental, tendría que ser inflexible. No tenía la intención de cambiar ninguno de sus mecanismos básicos… por los de un ser humano.


En su viaje de regreso se detuvieron para inspeccionar algunos puestos rebeldes y hablar con los pequeños grupos de luchadores chimps. La moral era alta. Los veteranos de tres meses de duras batallas preguntaban cuándo sus líderes encontrarían un modo de atraer más gubru hacia las montañas. Athaclena y Robert rieron y les prometieron hacer lo que estuviera en sus manos para solucionar esa carencia de objetivos.

No obstante, ellos se sentían algo pobres de ideas. ¿Cómo se podía invitar a alguien a quien se había herido repetidas veces? Tal vez era el momento de llevar la guerra al enemigo en lugar de esperar su regreso.

Otro problema era la falta de información fiable sobre lo que ocurría en el Sind y en Puerto Helenia. Habían llegado unos cuantos supervivientes de la insurrección urbana e informado de que su organización estaba hecha añicos. Desde aquel desgraciado día. nadie había vuelto a ver a Gailet Jones ni a Fiben Bolger. Se había recuperado el contacto con unos cuantos individuos aislados de la ciudad, pero de una forma muy fragmentaria e irregular.

Sopesaron la posibilidad de enviar más espías. Una buena oportunidad podía ser el ofrecimiento, anunciado públicamente por los gubru, de lucrativos empleos a los ecólogos y expertos en Elevación. Pero, con seguridad, los pájaros ya habrían afinado su aparato de interrogación y estarían utilizando buenos detectores de mentiras para chimps.

En cualquier caso, Athaclena y Robert decidieron no correr el riesgo, al menos de momento.

Cuando regresaban a casa por un estrecho y poco frecuentado valle, encontraron una loma, situada al sur, cubierta en su parte baja por una vegetación peculiar. Permanecieron unos instantes en silencio, contemplando el verde campo de tazas invertidas.

—Nunca te he preparado un plato de raíces de hiedra en placas al horno —comentó por fin Robert con sequedad.

Athaclena frunció la nariz, apreciando su ironía. El lugar donde ocurrió el accidente estaba lejos de allí y, sin embargo, la falda de aquella colina llena de protuberancias les trajo vividos recuerdos de la horrible tarde en la que empezaron todas sus «aventuras».

—¿Están enfermas esas plantas? ¿Les pasa algo malo? —La muchacha señaló el campo de placas superpuestas unas a otras como las escamas de un dragón dormido. Las capas superiores no eran lisas, brillantes y pulidas, como las que ella recordaba. Las de esta colonia parecían mucho menos gruesas y lozanas.

—Hummm… —Robert se agachó para examinarlas de cerca—. El verano terminará pronto y el calor ha secado las placas superiores. Hacia mitad de otoño, cuando empiecen a soplar los vientos del este desde el macizo de Mulun, las placas serán tan delgadas y ligeras como una oblea. ¿No te dije que se reproducían por dispersión de vainas de semillas? Los vientos las recogen y las dispersan por el cielo como si fueran una nube de mariposas.

—Ah, sí, recuerdo que lo mencionaste —asintió Athaclena meditabunda—. Pero ¿no dijiste también que…?

Un fuerte grito la interrumpió.

—¡General! ¡Capitán Oneagle!

Apareció un grupo de chimps, resollando por el estrecho camino de la jungla. Dos eran miembros de la escuadra de escolta pero el tercero era Benjamín. Parecía exhausto. Era evidente que venía corriendo desde las cuevas para encontrarlos.

Athaclena notó que Robert se ponía tenso, invadido por una repentina preocupación. Pero gracias a su corona, ella ya sabía que Ben no traía malas noticias. No se trataba de una emergencia ni de un ataque enemigo.

Y sin embargo, su ayudante chimp estaba claramente confuso y perturbado.

—¿Qué pasa, Benjamín? —preguntó ella.

El chimp se secó la frente con un pañuelo de hilado artesanal. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño cubo negro.

—Sers, nuestro correo, el joven Petri, ha regresado por fin.

—¿Ha conseguido llegar al refugio? —preguntó Robert aproximándose a él.

—Sí, lo consiguió —asintió Benjamín—, y trae un mensaje del Concejo. Aquí está. —Le tendió el cubo.

—¿Un mensaje de Megan? —preguntó Robert estupefacto al tiempo que miraba la grabación.

—Sí… señor. Petri dice que está bien y que le manda saludos.

—Pero… ¡pero eso es maravilloso! —gritó Robert—. ¡Volvemos a estar en contacto! ¡Ya no estamos solos!

—Sí… señor. Del todo cierto… De hecho… —Athaclena observaba cómo se debatía Benjamín para encontrar las palabras adecuadas—. De hecho, Petri ha traído algo más que un mensaje. En la curva hay cinco personas que los esperan.

Tanto Robert como Athaclena se quedaron asombrados.

—¿Cinco humanos?

Benjamín asintió, pero su expresión mostraba que no estaba totalmente seguro de si aquel término era el más aplicable.

—Marines de Terragens, ser.

—Oh —exclamó Robert, y Athaclena se limitó a mantenerse en silencio, captando con su corona más que escuchando.

—Profesionales, ser —agregó Benjamín—. Cinco humanos. Es increíble lo que se siente después de tanto tiempo sin… Bueno, sólo con ustedes dos, quiero decir. Los chimps se han puesto muy contentos. Creo que sería mejor que ambos regresaran lo más rápidamente posible.

Robert y Athaclena respondieron casi al unísono. …

—Por supuesto.

—Sí, vayamos pues.

De un modo casi imperceptible, la intimidad que Robert y Athaclena habían alcanzado se alteró. Cuando Benjamín llegó corriendo estaban cogidos de la mano, pero ahora, mientras marchaban por el angosto sendero, les parecía inadecuado hacerlo. Un nuevo factor desconocido se había interpuesto entre ellos. No necesitaban mirarse para saber lo que pensaba el otro.

Para mejor o para peor, las cosas habían cambiado.

58. ROBERT

El mayor Prathachulthorn examinaba los informes del ordenador que, como hojas secas, se esparcían sobre la mesa. El caos era sólo aparente, advirtió Robert mientras observaba al pequeño y oscuro hombre que nunca tenía que buscar lo que necesitaba, ya que para encontrarlo le bastaba con un simple revoloteo de sus ojos y un rápido movimiento de sus callosas manos.

De vez en cuando, el oficial del ejército contemplaba un holotanque y murmuraba casi inaudiblemente en el micrófono que llevaba colgado del cuello. Los datos se arremolinaban en el tanque, girando y tomando nuevas formas bajo sus órdenes.

Robert esperaba, en posición de descanso, frente a la mesa construida con troncos toscamente cortados. Era la cuarta vez que Prathachulthorn lo convocaba para que respondiera sucintamente a las preguntas que le formulaba. Robert estaba cada vez más admirado por la evidente precisión y destreza de aquel hombre.

Estaba claro que el mayor Prathachulthorn era un profesional. En un solo día, él y su pequeño equipo no sólo habían puesto orden en los improvisados programas de tácticas de los partisanos, sino que habían dispuesto los datos de modo distinto y seleccionado posibilidades, esquemas e indicios que los insurgentes aficionados ni siquiera habían captado.

Prathachulthorn era todo lo que el movimiento necesitaba. Era exactamente lo que llevaban tanto tiempo pidiendo al cielo que les concediese.

A ese respecto, no había ninguna duda. Sin embargo, Robert odiaba la actitud de aquel hombre e intentaba saber por qué.

Aparte del hecho de que me tenga aquí de pie, esperando hasta que le parezca bien, quiero decir. Robert sabía que era un simple truco para indicar quién era el jefe. Por ende, si tenía eso en cuenta, podía tomárselo con mejor humor.

El mayor parecía, de pies a cabeza, un soldado de Terragens, aunque el único adorno militar que llevaba era una insignia de rango en el hombro izquierdo. Ni con el uniforme completo Robert parecería nunca tan soldado como Prathachulthorn en aquellos momentos, vestido con esas ropas que tan mal le caían, hiladas por los gorilas bajo un volcán sulfuroso.

El terrestre se pasó un buen rato haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa. Los repetitivos golpes le recordaron a Robert la jaqueca que estaba tratando de combatir con bioretroacción desde hacía más de una hora. Por alguna razón, esa técnica no funcionaba esta vez. Se sentía encerrado, claustrofóbico, como si le faltara el aliento, y la sensación empeoraba momento a momento.

Por fin, Prathachulthorn levantó la vista. Para sorpresa de Robert, su primer comentario podía interpretarse como algo ligeramente análogo a un cumplido.

—Bien, capitán Oneagle —dijo Prathachulthorn—, le confesaré que temía encontrarme con que las cosas estuvieran mucho, mucho peor de lo que están en realidad.

—Me alivia oírselo decir, señor.

Los ojos de Prathachulthorn se estrecharon como si sospechara un ligero tinte de sarcasmo en las palabras de Robert.

—Para ser preciso —prosiguió—, temía que hubiese usted mentido en su informe al Concejo en el exilio y que me viera obligado a ejecutarlo.

Robert reprimió un impulso de tragar saliva y se ingenió para mantener una expresión de impasibilidad.

—Me alegro de que no haya resultado necesario, señor.

—Yo también, porque estoy seguro de que a su madre no le habría gustado. Y teniendo en cuenta que la suya ha sido una empresa dirigida por un aficionado, estoy dispuesto a reconocer que aquí ha llevado a cabo un gran esfuerzo. No —Prathachulthorn sacudió la cabeza—, demasiado lacónico para ser justo. Lo diré de otra forma. Si yo hubiera estado aquí, muchas cosas las hubiese hecho de un modo diferente. Pero si lo comparamos con la pobre actuación de las fuerzas oficiales, usted y sus chimps lo han hecho realmente muy bien.

—Estoy seguro de que los chimps se alegrarán mucho de saberlo, señor. —La sensación de vacío en el pecho de Robert empezaba a disminuir—. Pero quiero señalar que yo no he sido el único líder. La tymbrimi Athaclena corrió con buena parte de esa responsabilidad.

El mayor Prathachulthorn parecía molesto. Robert no estaba seguro de si era debido a que Athaclena era una galáctica o al hecho de que él, como oficial del ejército, debería haber asumido toda la autoridad.

—Ah, sí, la «general». —Su sonrisa indulgente era, en último término, una condescendencia—. En mi informe mencionaré su ayuda. Es evidente que la hija del embajador Uthacalthing es una joven alienígena muy ingeniosa. Espero que esté dispuesta a seguir ayudándonos.

—Los chimps la adoran, señor —puntualizó Robert.

El mayor Prathachulthorn asintió. Desvió la mirada hacia la pared y su voz adquirió un tono meditativo.

—La mística tymbrimi, ya lo sé. A veces me pregunto si los medios de comunicación saben lo que hacen al difundir tales ideas. Con aliados o sin ellos, nuestras gentes tienen que entender que el clan de los terrestres estará siempre fundamentalmente solo. Nunca podremos confiar por completo en algo galáctico.

Entonces, como si creyera que había hablado demasiado, Prathachulthorn sacudió la cabeza y cambió de tema.

—Y ahora, por lo que hace referencia a las futuras operaciones contra el enemigo….

—Hemos estado pensando en ello, señor. Su misteriosa oleada de actividad en las montañas parece haber terminado, aunque no sabemos por cuánto tiempo. No obstante, hemos estado discutiendo mucho algunas ideas. Cosas que podríamos usar en su contra si regresaran.

—Bien —aprobó Prathachulthorn—. Pero debe comprender que, de ahora en adelante, tendremos que coordinar todas las acciones en las montañas con otras fuerzas planetarias. Los irregulares no son capaces de hacer daño al enemigo en sus propias posesiones, como quedó demostrado cuando los chimps insurgentes fueron totalmente barridos al intentar atacar las baterías espaciales cercanas a Puerto Helenia.

—Sí, señor. —Robert comprendía las razones de Prathachulthorn—. Sin embargo, desde entonces nos hemos apoderado de algunas municiones que podríamos utilizar.

—Unos pocos misiles, sí. Pueden sernos útiles si descubrimos cómo hacerlos funcionar. Y en especial si tenemos la información adecuada de adonde dispararlos. De momento ya tenemos unos cuantos datos —prosiguió el mayor—. Quiero reunir más e informar al Concejo. Después de ello, nuestra tarea será la de prepararnos para apoyar cualquier acción que se decida llevar a cabo.

Finalmente, Robert formuló la pregunta que llevaba posponiendo desde que había regresado a las cuevas para encontrarse con que Prathachulthorn y su pequeño grupo de oficiales humanos las ponían patas arriba y metían la nariz en todos lados.

—¿Qué va a pasar con nuestra organización, señor? Athaclena y yo hemos concedido a algunos chimps el estatus operativo de oficiales, pero, salvo yo, aquí no hay nadie con un verdadero nombramiento colonial.

—Bueno, capitán —Prathachulthorn frunció los labios—, usted es el caso más sencillo. Se merece un descanso. Puede escoltar a la hija del embajador Uthacalthing al refugio del Concejo, junto con mi informe y una recomendación para que sea ascendido y condecorado. Sé que a la Coordinadora le gustará. Podrá informarles con detalle acerca de su excelente descubrimiento sobre las técnicas de rastreo mediante resonancias utilizadas por los gubru. —El tono de voz del mayor dejaba muy claro lo que pensaría de Robert si éste aceptaba su oferta—. Por otro lado, me gustaría mucho que se uniese a mi equipo, con la graduación honoraria de teniente de marines, además del rango que ostenta en la milicia. Su experiencia puede sernos útil.

—Gracias, señor. Creo que me quedaré aquí, si a usted no le importa.

—Bien, entonces tendremos que asignar a otra persona para que la escolte.

—Estoy seguro de que Athaclena también querrá quedarse —se apresuró a añadir Robert.

—Hummm, bueno, sí. Estoy seguro de que ella podrá ayudarnos durante un tiempo. Le diré una cosa. Voy a plantear el caso al Concejo en mi próxima carta. Pero tenemos que dejar algo claro. Ella no tiene ningún rango militar. Los chimps tienen que dejar de llamarla «general». ¿Ha comprendido?

—Sí, señor, perfectamente. —Robert se preguntaba cómo podía alguien dar una orden así a unos neochimpancés civiles que tenían tendencia a llamar a cualquier persona o cosa como les diera la gana.

—Bueno, y ahora, en lo que respecta a los chimps que estaban bajo su mando… he traído conmigo unos cuantos nombramientos coloniales en blanco que podemos asignar a quienes hayan demostrado una especial iniciativa. No dudo de que usted podrá recomendarme algunos nombres.

—Por supuesto, señor —asintió.

Recordó entonces que, aparte de él, otro miembro de su «ejército» había estado en la milicia. Pensar en Fiben, que seguramente llevaba ya tiempo muerto, hizo que se sintiera repentinamente deprimido. ¡Malditas cuevas! Me están volviendo loco. Cada vez se me hace más duro soportar el tiempo que debo pasar aquí dentro.

El mayor Prathachulthorn era un soldado disciplinado y había estado meses en el refugio subacuático del Concejo, pero Robert no tenía esa firmeza de carácter. ¡Tengo que salir de aquí!

—Señor —se apresuró a decir—, quiero pedirle permiso para dejar el campamento base durante unos días para hacer una inspección cerca del paso Lorne… en las ruinas del centro Howletts.

—¿El lugar donde los gorilas fueron manipulados genéticamente de forma ilegal? —Prathachulthorn frunció el ceño.

—El lugar donde ganamos nuestra primera batalla —le recordó a! oficia!— y obligarnos a los gubru a que parlamentaran con nosotros.

—Hummm —gruñó el mayor—, ¿y qué espera encontrar allí?

Robert reprimió el impulso de encogerse de hombros. En su claustrofobia repentinamente acrecentada, en su necesidad de encontrar una excusa para salir de allí, había utilizado una idea que hasta entonces sólo era una pequeña lucecita en un rincón de su mente.

—Una posible arma, señor. Algo que, si funciona, puede sernos muy útil.

—¿De qué arma se trata? —Aquello había despertado la curiosidad de Prathachulthorn.

—Preferiría no ser muy específico ahora, señor. No hasta que tenga la oportunidad de verificar unas cuantas cosas. Sólo estaré fuera tres o cuatro días; se lo prometo.

—Hummm, bueno —Prathachulthorn frunció los labios—. Es el tiempo que nos tomará poner en orden estos sistemas de datos. Mientras lo hagamos, su presencia aquí no será más que un estorbo, pero después lo voy a necesitar. Tenemos que preparar un informe para el Concejo.

—Sí, señor, me apresuraré en regresar.

—Muy bien. Llévese a la teniente McCue. Quiero que uno de mis hombres conozca ese sector. Enseñe a McCue cómo consiguieron su pequeña victoria, preséntele a los líderes de las bandas de chimps partisanos más importantes de la zona y regrese sin dilación. Puede retirarse.

Robert se cuadró. Me parece que ya sé por qué lo odio, pensó Robert mientras lo saludaba, daba media vuelta y desaparecía tras la manta colgada que hacía las veces de puerta de la oficina subterránea.

Desde que había regresado a la cueva y encontrado a Prathachulthorn y sus ayudantes actuando como si fuesen los dueños, tratando a los chimps con paternalismo y calibrando lo que habían hecho entre todos, Robert no había podido evitar sentirse como un niño al que, hasta aquel momento, se le ha permitido interpretar un maravilloso papel dramático, un juego realmente divertido. Pero ahora el niño tenía que soportar palmaditas en la cabeza, caricias que quemaban a pesar de que pretendían ser elogios.

Era una analogía muy molesta aunque sabía que en cierto modo era la verdad, después de todo.

Robert suspiró silenciosamente y se apresuró a alejarse de la oficina que había compartido con Athaclena pero que había sido completamente tomada por los adultos.


Sólo cuando estuvo de nuevo bajo la alta bóveda de la jungla sintió que podía respirar otra vez con libertad. Los aromas familiares de los árboles parecían limpiarle los pulmones del olor a moho de las cuevas. Conocía bien a los chimps que marchaban ante él y a sus flancos. Eran rápidos, leales y de aspecto feroz con sus ballestas y sus caras ennegrecidas. Mis chimps, se dijo, sintiéndose un poco culpable por pensar en aquellos términos. Pero el sentido de propiedad estaba allí. Era como en los viejos tiempos, como hasta anteayer, cuando se sentía importante y necesario.

Pero la ilusión se desvaneció en el momento en que la teniente McCue le dirigió la palabra.

—Estas junglas de montaña son muy hermosas —dijo—. Me gustaría haberlas visitado antes de que estallara la guerra. —La oficial terrestre se detuvo al borde del sendero para tocar una flor con nervaduras azules, pero ésta se cerró entre sus dedos y se retrajo hacia la maleza—. He oído hablar de estas cosas pero es la primera vez que tengo la oportunidad de verlas al natural.

Robert gruñó evasivamente. Pensaba ser cortés y contestar a todas las preguntas que le hiciera, pero no estaba interesado en dar conversación a la segunda del mayor Prathachulthorn.

Lydia McCue era una joven atlética, con facciones oscuras y pronunciadas. Sus movimientos, ágiles como los de un soldado de comando o los de un asesino, estaban, por su misma naturaleza, llenos de gracia. Vestida con una falda y una blusa de confección casera, podía ser confundida con una campesina, si no hubiera llevado la ballesta.

En las cartucheras había suficientes dardos para convertir en añicos a la mitad de los gubru que estuvieran en un radio de cien kilómetros. Los cuchillos enfundados de sus muñecas y sus tobillos eran algo más que adornos.

Parecía no tener demasiados problemas en seguir el rápido paso de Robert a través de la maraña de enredaderas de la jungla. Eso estaba bien ya que él no tenía ninguna intención de caminar más despacio. De un modo inconsciente, Robert sabía que estaba siendo injusto. Ella debía de ser, a su manera, una persona encantadora, para tratarse de una militar profesional, pero, por alguna extraña razón, todo lo que ella tenía de admirable parecía irritarle todavía más.

Robert deseaba que Athaclena lo hubiera acompañado, pero ella había insistido en quedarse en el claro cercano a las cuevas experimentando con las enredaderas cultivadas y formando extraños y barrocos glifos, demasiado sutiles para ser captados por los insignificantes poderes del muchacho. Robert se sintió herido y encolerizado y durante los primeros kilómetros de la marcha casi superó en velocidad a sus escoltas.

—Hay tanta vida… —La mujer terrestre mantenía el paso tras él e inhalaba los penetrantes aromas—. Éste es un lugar muy apacible.

Te has equivocado en ambas cosas, pensó Robert, con un cierto desdén por la torpe y humana insensibilidad de ella para comprender la verdad de Garth, una verdad que él sentía en todo el entorno. Gracias a las enseñanzas de Athaclena, había empezado a comprender y localizar, si bien de un modo vacilante y poco diestro, las ondas vitales que fluían en aquella tranquila jungla.

—Ésta es una tierra desgraciada —respondió simplemente, pero no dio más explicaciones aunque ella lo miró con ojos intrigados. Su primitivo sentido de empatía se replegó para ignorar la confusión de la mujer.

Caminaron en silencio durante un rato. La mañana se aproximaba a su fin. Una vez, los escoltas silbaron y ellos se pusieron a cubierto bajo unas espesas ramas porque unos grandes cruceros aparecieron en el cielo. Cuando se hubieron alejado, Robert volvió de nuevo al camino sin pronunciar una sola palabra.

—Ese lugar al que nos dirigimos —habló por fin Lidia McCue—, el centro Howletts, ¿podría informarme acerca de él?

Era una petición muy directa y no pudo rehuirla, puesto que Prathachulthorn había hecho que lo acompañara para que recibiera información. Pero mientras le hablaba, evitaba sus ojos negros. Intentó mostrarse indiferente, pero la emoción se traslucía en su voz. Robert le explicó la triste, incorrecta, pero brillante labor de los científicos desertores. Su madre no tenía conocimiento alguno de lo que allí estaba ocurriendo, por supuesto, y él se había enterado por casualidad un año antes de la invasión y decidió guardar silencio.

El osado experimento ya había terminado. Se necesitaría algo más que un milagro para salvar a los gorilas de la esterilización ahora que personas como el mayor Prathachulthorn conocían el secreto.

Prathachulthorn podía odiar a la civilización galáctica con una pasión que rozaba el fanatismo, pero sabía lo esencial que era que los terrestres no rompieran los pactos que tenían con los grandes Institutos. En aquel momento, la única esperanza de la Tierra se hallaba en los viejos códigos de los Progenitores. Para conseguir la protección de dichos códigos, los clanes débiles tenían que ser como la mujer del César, es decir, estar por encima de todo reproche.

Lydia McCue escuchaba con atención. Tenía los pómulos prominentes y unos ojos que quemaban con su oscuridad. A Robert le hacía daño mirarlos. En cierto modo, aquellos ojos parecían estar situados demasiado juntos, demasiado quietos. El muchacho se concentró en el serpenteante camino que discurría ante él.

Pero la joven oficial con voz dulce, le hizo volver su atención hacia ella. Robert se encontró hablando de Fiben Bolger, de cómo habían escapado por poco del feudo de los Mendoza cuando aparecieron los robots gaseadores, y del primer viaje de su amigo al Sind.

Y de] segundo, del cual nunca regresó.

Alcanzaron una cima cubierta de misteriosas piedras-aguijón y llegaron a un punto desde donde se dominaba un angosto valle, justo al oeste del paso Lorne, Señaló los demolidos perfiles de unos edificios quemados.

—El centro Howletts —dijo enfáticamente.

—Ahí es donde obligaron a los gubru a recibir a los chimps combatientes y a darles su palabra de honor ¿verdad? —preguntó Lydia McCue. Robert notó respeto en la voz de la teniente y se giró para mirarla. Ella le devolvió la mirada con una sonrisa y Robert sintió e! rostro acalorado.

Se volvió apresuradamente y señaló la colina más cercana al centro mientras describía cómo habían tendido la trampa y cómo había saltado él usando una enredadera como trapecio para abatir al centinela gubru. Pero su papel, de todas formas, no había sido el más importante. Esa mañana el elemento decisivo habían sido los chimps; y quería que los soldados terrestres lo supieran.

Estaba terminando su relato cuando se acercó Elsie. La chima hizo un saludo militar, algo que nunca había parecido necesario antes de la llegada de los militares.

—No tengo muy claro lo de bajar ahí, ser —dijo ella con seriedad—. El enemigo ya ha demostrado interés en ese lugar y podría regresar en cualquier momento.

—Cuando Benjamín parlamentó con los enemigos supervivientes —dijo Robert tras negar con la cabeza—, una de las condiciones que aceptaron fue la de mantenerse alejados de este valle. ¿Hay algún indicio de que hayan faltado a su palabra?

—No, pero… —Elsie dudó. Tenía los labios apretados como si intentara abstenerse de hacer comentarios sobre lo inteligente que era confiar en las promesas de los ETs.

—Bueno, vamos. —Robert sonrió—. Si nos apresuramos, podremos salir de allí a la caída de la tarde.

Elsie se encogió de hombros e hizo una rápida serie de señales con las manos. Varios chimps se precipitaron desde las piedras-aguijón y se adentraron en la jungla. Al cabo de unos instantes, llegó un silbido que indicaba que no había peligro y el resto de la expedición se puso en marcha a toda prisa.

—Son muy buenos —dijo Lydia McCue en voz baja cuando volvieron a hallarse entre los árboles.

Robert asintió y se dio cuenta de que ella no había añadido a su comentario un «para tratarse de aficionados», como habría hecho Prathachulthorn. Le estaba agradecido, pero a la vez deseaba que no fuese tan amable.

Pronto estaban abriéndose camino hacia los derruidos edificios, buscando con atención signos que denotasen que alguien había estado allí después de la batalla, ocurrida meses atrás. No parecía haber ninguno, pero eso no hizo que disminuyera la intensa vigilancia de los chimps.

Robert intentó captar, utilizar la Red para descubrir intrusos, pero sus complicados sentimientos eran un estorbo. Deseaba que Athaclena estuviese allí.

El estado ruinoso del centro Howletts era aún mayor de lo que parecía desde la colina. Los edificios ennegrecidos por el fuego sufrían ya la invasión de la vegetación salvaje de la jungla que crecía rampante en los antes cuidados jardines. Los vehículos gubru, despojados hacía tiempo de todo lo que pudiera ser útil, estaban ya cubiertos de unas espesas matas que llegaban a la altura de la cintura.

No, está claro que nadie ha venido por aquí, pensó. Robert dio unos puntapiés a los restos de las naves sin encontrar nada de interés. ¿Por qué he insistido en venir?, se preguntó. Sabía que su corazonada, diera o no resultados, había sido poco más que una excusa para salir de las cuevas…, para huir de Prathachulthorn.

Para huir de incómodas visiones de sí mismo.

Tal vez había escogido aquel lugar porque allí había tenido su único y breve momento de contacto, mano a mano, con el enemigo.

O tal vez porque esperaba recrear las sensaciones de unos días antes, cuando había recorrido la selva, sin trabas, sin ser juzgado. Deseaba haber ido con una compañía femenina distinta a la mujer que ahora lo seguía, moviendo rápidamente los ojos a izquierda y derecha y observándolo todo con mirada profesional.

Robert dejó de lado sus tristes cavilaciones y se dirigió hacia los restos de los tanques flotadores alienígenas. Hincó la rodilla en el suelo y apartó las altas y espesas hierbas.

Maquinaria gubru, las tripas de los vehículos acorazados, los equipamientos, los propulsores, los gravíticos.

Algunas de las piezas estaban cubiertas por una fina pátina amarilla. En muchos lugares, la brillante plastimezcla se había descolorido y adelgazado, o incluso roto.

Tiró de un fragmento pequeño que se soltó y se le rompió en la mano.

Voy a convertirme en una ardilla pretenciosa. Yo tenía razón. Mi corazonada era cierta.

—¿Qué en eso? —preguntó la teniente McCue a sus espaldas.

—Aún no estoy seguro —respondió—. Pero hay algo que parece estar comiéndose esas piezas.

—¿Puedo verlo?

Robert le tendió el fragmento corroído.

—¿Por eso quiso venir? ¿Eran éstas sus sospechas?

—En buena parte, sí. —No veía motivos para contarle las complejas razones, las personales—. Pensé que tal vez aquí podía haber un arma. Al evacuar el centro quemaron el equipamiento y los archivos, pero no pudieron erradicar todos los microbios desarrollados en el laboratorio del doctor Schultz.

No añadió que poseía un frasco de saliva de gorila en la mochila. Si al llegar allí no hubiese encontrado los acorazados gubru en ese estado, tenía pensado realizar sus propios experimentos.

—Hummm… —Lydia McCue rompió el material en sus manos. Se agachó y empezó a deslizarse bajo el aparato para observar qué partes habían resultado afectadas. Salió por fin y se sentó junto a Robert—. Puede resultar útil, pero habría que solucionar el problema de la distribución. No podemos arriesgarnos a salir de las montañas para llenar de pequeños bichos el equipamiento de los gubru en Puerto Helenia. Y además, las armas de sabotaje biológico tienen un plazo de efectividad muy corto. Han de usarse a la vez por sorpresa, ya que las medidas que se toman contra ellas suelen ser muy rápidas y eficaces. Al cabo de pocas semanas los microbios serían neutralizados químicamente, con revestimiento o creando mediante clonismo otros bichos que se comieran a los nuestros.

»Y sin embargo —dio la vuelta a otro fragmento y alzó la vista para mirar a Robert—., esto está muy bien. Lo que hicieron antes en este lugar y ahora esto… Son formas correctas de enfocar la guerra de guerrillas. Encontraremos algún modo de utilizarlo.

Su sonrisa era tan franca y amistosa que Robert no pudo evitar corresponder. Y en aquel momento compartido sintió un estremecimiento que llevaba todo el día reprimido.

Maldita sea, es atractiva, advirtió con tristeza. Su cuerpo le estaba mandando señales más potentes de las que nunca había sentido en compañía de Athaclena. ¡Y eso que apenas conocía a aquella mujer! No la amaba ni tenía con ella ningún vínculo como el que poseía con su esposa tymbrimi.

Y, no obstante, mientras aquella hembra humana de ojos estrechos, fina nariz y amplia frente lo miraba, notaba la boca seca y los latidos del corazón acelerados.

—Será mejor que regresemos a casa, teniente —se apresuró a decir—. Vaya delante y tome algunas muestras. Cuando lleguemos a la base las analizaremos.

Ignoró la larga mirada que ella le dedicó mientras se ponía en pie, y llamó a Elsie con señas. En seguida, con las muestras almacenadas en las mochilas, empezaron a ascender de nuevo hacia las piedras-aguijón. Los atentos vigilantes sintieron un evidente alivio al cargarse las ballestas a la espalda y saltar otra vez entre los árboles.

Robert seguía a sus escoltas prestando poca atención al sendero. Intentaba no pensar en el otro miembro de su raza que caminaba junto a él. Frunció el ceño y se escudó tras la brumosa nube de sus pensamientos.

59. FIBEN

Fiben y Gailet estaban sentados uno junto al otro ante la impasible mirada de los enmascarados técnicos gubru, que enfocaban sus instrumentos en los dos chimps con una desapasionada y clínica precisión. De todas partes colgaban globos de lentes múltiples y una serie de planchas planas que apuntaban hacia ellos desde lo alto. La cámara de experimentación era una jungla de tubos brillantes y aparatos de aspecto reluciente, todos ellos antisépticos y estériles.

Y, sin embargo, el lugar apestaba a pájaros alienígenas. Fiben arrugó la nariz y una vez más se obligó a sí mismo a reprimir los pensamientos hostiles hacia los gubru. A buen seguro, algunas de aquellas imponentes máquinas eran detectores psi. Y aunque no estaba del todo claro que en realidad «pudiesen leer la mente», era muy probable que los galácticos pudieran, al menos, analizar sus actitudes superficiales.

Fiben intentó pensar en otra cosa. Se inclinó hacia la izquierda y le dijo a Gailet:

—Hummm, esta mañana, antes de que vinieran a buscarnos, he hablado con Sylvie. Me ha dicho que no ha regresado a «La Uva del Simio» desde la noche en que llegué a Puerto Helenia.

Gailet se volvió para mirar a Fiben. Su expresión era tensa y desaprobadora.

—¿Y eso? Juegos como ese striptease suyo tal vez ahora ya sean obsoletos, pero estoy segura de que los gubru han encontrado otras maneras de aprovechar su talento especial.

—Desde entonces se ha negado a hacer nada de ese estilo. Sinceramente, Gailet, no entiendo por qué eres tan hostil con ella.

—Y a mí me resulta difícil entender cómo puedes ser tan amigo de uno de nuestros carceleros —le espetó Gailet—. Es una marginal y una colaboradora.

—En realidad, Sylvie no es en absoluto una marginal —comentó Fiben—. No tiene repro-carnet gris o amarillo. El suyo es verde. Si se unió a ellos es porque…

—Me importan un pito sus razones. Oh, puedo imaginar la historia tan triste que te ha contado mientras pestañeaba y te ablandaba para…

—Jóvenes sofontes neochimpancés —decía una de las máquinas cercanas—. Permaneced quietos, quietos, jóvenes pupilos.

Gailet se volvió para mirar al frente, con la boca cerrada.

Fiben parpadeó. Me gustaría comprenderla mejor, pensó. La mitad de las veces no podía imaginar cómo reaccionaría Gailet.

A causa del estado taciturno de Gailet empezó a hablar con Sylvie, más que nada porque necesitaba compañía. Quiso explicárselo a Gailet, pero decidió que eso no arreglaría las cosas. Mejor esperar. Ya se le pasaría el mal humor. Siempre ocurría igual.

Hacía sólo una hora que habían estado riendo y dándose codazos, cuando se ingeniaban para resolver un complicado rompecabezas mecánico. Durante unos minutos fueron capaces de olvidarse de las miradas de las máquinas y de los ojos alienígenas mientras trabajaban en equipo eligiendo las piezas y ordenándolas. En el momento en que se reclinaron en las sillas y contemplaron la torre que habían construido, ambos supieron que habían sorprendido a los que tomaban notas. En aquel instante de satisfacción, la mano de Gailet se había deslizado, con inocencia y cariño, entre las suyas.

El encarcelamiento era así. Algunas veces, Fiben sentía que la experiencia era provechosa. Era la primera vez en su vida, por ejemplo, que tenía tiempo para pensar. Sus carceleros les permitían tener libros y se estaba poniendo al día con algunos volúmenes que siempre había deseado leer. Las conversaciones con Gailet le habían descubierto el arcano mundo de la alienología. Él, a su vez, le hablaba de l a gran tarea que se estaba llevando a cabo en Garth: la de devolver la salud a un ecosistema agonizante.

Pero a veces, demasiado a menudo, había largos y oscuros intervalos en los cuales las horas se prolongaban tediosamente. En aquellas ocasiones colgaba sobre ellos un lienzo mortuorio. Las paredes parecían demasiado juntas y las conversaciones derivaban siempre hacia la guerra, los recuerdos de su fracasada insurrección, los amigos muertos y lúgubres especulaciones sobre el destino de la Tierra.

En aquellos momentos, Fiben habría estado dispuesto a cambiar toda esperanza de una vida larga por una simple hora para correr libremente bajo los árboles y el nítido cielo.

Con todo, aquella nueva rutina de ser analizados por los gubru había llegado a suponerles un alivio. Al menos, era una distracción.

Sin previo aviso, las máquinas se apartaron repentinamente, dejando un pasillo frente al banco donde estaban sentados.

Hemos terminado, terminado… Lo habéis hecho bien, hecho bien, hecho… Ahora seguid el globo, seguidlo hacia el transporte.

Mientras Fiben y Gailet se ponían de pie, una proyección oscura y octogonal tomó forma frente a ellos. Sin mirarse entre sí ambos siguieron el holograma y pasaron junto a los silenciosos y meditabundos técnicos pajaroides, para salir de la cámara de experimentación y enfilar por el largo pasadizo.

Los robots de servicio pasaban junto a ellos con un suave murmullo de maquinaria bien ajustada. Un técnico kwackoo salió de una oficina, los miró y volvió a meterse en ella. Finalmente, Fiben y Gailet cruzaron una siseante puerta y se encontraron bajo el brillante sol. Fiben tuvo que protegerse los ojos con la mano. El día era bueno pero con una pequeña brisa que indicaba que el corto verano estaba a punto de terminar. Los chimps que podía ver en la calle, al otro lado del recinto gubru, llevaban jerseis ligeros y zapatos de lona, otra señal segura de que el otoño estaba cerca.

Ninguno de los chimps miraba hacia ellos y la distancia era demasiado grande para poder ver de qué humor estaban o para tener la esperanza de que alguno los reconociera, a él o a Gailet.

—No regresaremos en el mismo coche —susurró Gailet, señalando hacia un largo parapeto situado más abajo, junto a la rampa de aterrizaje. El camión militar que los había llevado había sido sustituido por un vehículo flotador sin techo. Tras el puesto del piloto, sobre la cubierta, había un adornado pedestal donde dos sirvientes kwackoo estaban instalando una sombrilla para evitar que los potentes rayos de Gimelhai cayesen sobre el pico y la cresta de su amo.

Reconocieron al gran gubru. Su abundante y luminoso plumaje estaba más desgreñado que la otra vez que se había presentado ante ellos, en la furtiva oscuridad de la prisión suburbana. Aquel detalle hacía que pareciera muy diferente de los funcionarios mediocres que habían visto. En algunos puntos, las blancas plumas se veían deshilachadas y raídas. El aristocrático pájaro llevaba la gola desarreglada y paseaba con impaciencia de un extremo a otro de su percha.

—Bueno, bueno —murmuró Fiben—. Es nuestro viejo amigo, el Nosequé del Buen Gobierno.

—Se llama Suzerano de la Idoneidad —le recordó Gailet—. La gola a rayas significa que es el líder de la casta de los sacerdotes. Y ahora, pórtate bien. No te rasque:. demasiado y mira lo que yo hago.

—Imitaré todos sus pasos con la máxima precisión, señorita.

Gailet ignoró su sarcasmo y siguió al oscuro holograma que los guiaba a lo largo de la rampa, en dirección al vehículo de brillantes colores. Fiben la seguía a poca distancia.

El holo-guía se desvaneció cuando llegaron a la pista de aterrizaje. Un kwackoo con la cresta de plumas teñida de un rosa chillón los recibió con una leve reverencia.

—Tenéis el honor… honor… de que nuestro tutor… noble tutor se digne mostraros… a vosotros, seres semi-formados…, la gracia de vuestro destino.

El kwackoo hablaba sin ayuda del vodor. Esto, en sí, no era ningún milagro, ya que la criatura tenía unos órganos del habla altamente especializados. De hecho, pronunciaba las palabras en ánglico con bastante claridad, aunque las pausas indebidas lo hacían parecer nervioso y expectante.

Era poco probable que el Suzerano de la Idoneidad fuese el jefe para quien resultara más fácil trabajar en todo el universo. Fiben imitó la reverencia de Gailet y permaneció en silencio mientras ésta decía:

—Nos sentimos honrados por la atención que tu amo, el gran tutor de un insigne clan, se digna ofrecernos. —Hablaba despacio, pronunciando con cuidado las palabras en galáctico-Siete—. Sin embargo, en nombre de nuestros tutores, nos reservamos el derecho a desaprobar sus acciones.

Hasta Fiben se quedó boquiabierto. Los kwackoo presentes piaron enojados y ahuecaron las plumas con aire amenazante.

Tres gorjeos agudos interrumpieron de pronto su cólera. El jefe de los kwackoo se volvió e inclinó ante el Suzerano que había avanzado a toda prisa hasta el extremo de la percha más cercana a los chimps. El gubru abrió el pico al tiempo que se agachaba para mirar a Gailet, primero con un ojo y luego con el otro. Fiben sudaba tinta.

Finalmente, el alienígena se enderezó y gritó un manifiesto en su versión del galáctico-Tres entrecortada y llena de inflexiones. Sólo Fiben alcanzó a ver e! estremecimiento de alivio que recorrió la columna vertebral de Gailet. No podía comprender la prosa ampulosa del Suzerano pero un vodor próximo empezó a de inmediato la traducción.

—Bien dicho — dicho bien… hablado bien para ser soldados pupilos y prisioneros de un clan-enemigo de la Tierra… Venid, pues… venid y ved…, venid y ved y oíd la oferta, no la desaprobaréis… ni siquiera en nombre de vuestros tutores.

Gailet y Fiben se miraron el uno al otro, al tiempo que, ambos, se inclinaban ante el gubru.


El aire del mediodía era claro y el débil olor de ozono probablemente no presagiaba lluvia, aunque aquellas señales antiguas no servían de nada en presencia de la alta tecnología.

El vehículo enfiló en dirección sur pasando sobre los muelles de Puerto Helenia y se dirigió al otro lado de la bahía. Fue la primera ocasión que tuvo Fiben de ver cómo había cambiado el pequeño golfo desde la llegada de los alienígenas.

Por un lado, la flota pesquera estaba inutilizada. Sólo una de cada cuatro traineras no estaba varada en la playa o en el dique seco. El puerto comercial también parecía prácticamente muerto. Un grupo de buques de pasajeros de triste aspecto estaba amarrado, con claras muestras de no haberse movido en meses. Fiben vio una de las traineras que aún estaban en funcionamiento entrar por el recodo de la bahía. Seguramente volvía más temprano debido a una fortuita captura o tal vez a un fallo mecánico que los chimps no eran capaces de solucionar sin volver a tierra. El bote, con su fondo en forma de tonel, subía y bajaba al atravesar la zona de oleaje donde se encontraba la bahía con el mar abierto. La tripulación tenía que hacer grandes esfuerzos pues el pasaje era más estrecho de lo que había sido en tiempos de paz. La mitad del estrecho estaba ahora ocupada por la curvada cara de una superficie rocosa: una gran fortaleza alienígena.

Un buque de guerra gubru parecía brillar en medio de una difusa bruma. En los márgenes de sus pantallas de defensa se condensaban gotas de agua que daban lugar a relucientes arcos iris, mientras una suave llovizna caía sobre la trainera que se debatía por cruzar ante la lengua septentrional de tierra. Cuando el vehículo del Suzerano pasó sobre ellos, Fiben no pudo reconocer a ninguno de los chimps de la tripulación pero vio que las figuras de largos brazos descansaban aliviadas cuando finalmente entraron en las aguas tranquilas del pequeño golfo.

Desde Point Borealis, el brazo septentrional, la bahía se extendía varios kilómetros al norte y al este en dirección a Puerto Helenia. Aquellos escarpados farallones no estaban poblados, a excepción de un pequeño faro de la navegación. Las ramas de los pinos del acantilado se agitaban suavemente con la brisa marina.

Hacia el sur, sin embargo, al otro lado del angosto pasadizo, las cosas eran bastante distintas. Más allá del varado buque de guerra, el terreno había sido transformado. La vegetación había sido arrancada y los contornos de los acantilados alterados. De un lugar que el cabo ocultaba, se levantaba polvo. Un enjambre de flotadores y vehículos pesados iba y venía zumbando en aquella dirección.

Mucho más al sur, cerca del cosmodromo, se habían construido nuevos domos que formaban parte de la red de defensa gubru: unas instalaciones que las guerrillas urbanas sólo habían inutilizado parcialmente en su abortada insurrección. Pero el vehículo no parecía dirigirse hacia allí. En cambio viró hacia la nueva construcción que se asentaba en las estrechas vertientes rocosas entre la. Bahía de Aspinal y e] mar de Cilmar.

Fiben sabía que era inútil preguntar a sus anfitriones qué estaba ocurriendo. Los sirvientes y técnicos kwackoo eran amables, pero su cortesía era muy formal. Seguramente habían recibido órdenes al respecto y no les brindaban demasiada información.

Gailet se unió a él junto a la barandilla y le tocó el codo.

—Mira —le dijo casi en un susurro.

Juntos contemplaron cómo el vehículo ganaba altura sobre los acantilados.

Cerca del océano, la cima de una colina había sido aplanada. En su base se arracimaban edificios que Fiben reconoció como plantas de energía protónica, y de los cuales salían unos cables que se dirigían hacia arriba por las laderas. En lo alto había una estructura hemisférica que brillaba como un bol de mármol invertido bajo los rayos del sol.

—¿Qué es eso? ¿Un proyector de campos de fuerza? ¿Algún tipo de arma?

Fiben asintió, luego sacudió la cabeza negativamente y finalmente se encogió de hombros.

—Me doy por vencido. No parece militar, pero sea lo que sea, necesita mucho jugo para alimentarse. Mira esas plantas de energía. ¡Oh, Ifni!

Sobre ellos se deslizó una sombra, no con la algodonosa y deshilachada frescura de una nube que pasa ante el sol, sino con el repentino y penetrante frío de algo sólido y enorme que retumbaba sobre sus cabezas. Fiben tembló, y no sólo por el descenso de temperatura. Gailet y él no pudieron evitar agacharse cuando el gigantesco transporte aéreo pasó apenas unos cientos de metros más arriba. Sus anfitriones, los pájaros, no parecían alterados. El Suzerano permaneció en su percha, ignorando plácidamente los ruidosos campos magnéticos que habían hecho temblar a los chimps.

No les gustan las sorpresas, pensó Fiben, pero cuando saben lo que está pasando, se quedan impasibles.

El vehículo en el que viajaban inició un largo, lento y perezoso recorrido alrededor del perímetro del lugar de las obras. Fiben estaba examinando el blanco bol cuando el kwackoo de la cresta roja se le acercó inclinando levemente la cabeza.

—El Más Grande se digna… os concede la gracia… y quiere sugerir cooperación… complementariedad de objetivos y aspiraciones.

En el otro extremo del vehículo, el Suzerano de la Idoneidad estaba posado majestuosamente en su percha. A Fiben le hubiera gustado poder leer la expresión del rostro del gubru. ¿Qué tendrá en mente el pajarraco?, se preguntó, aunque no estaba del todo seguro de querer saberlo.

Gailet le devolvió al kwackoo la leve inclinación.

—Por favor, dile a tu honorable tutor que escucharemos su oferta con toda humildad.


El galáctico-Tres del Suzerano era ampuloso y formal, adornado con melindrosos y elegantes pasos de danza. La traducción del vodor no era de mucha ayuda para Fiben y decidió mirar a Gailet en lugar de al alienígena mientras intentaba adivinar de qué demonios estaban hablando.

—… una aceptable revisión del Ritual de Elección del Asesor de Elevación… que puede ser llevada a cabo durante épocas de tensión, por los principales representantes de los pupilos… si se realiza verdaderamente según los intereses de su raza tutora…

Gailet estaba visiblemente agitada. Sus labios eran una fina línea y sus dedos entrecruzados estaban blancos por la presión. Cuando el Suzerano dejó de piar, el vodor continuó unos instantes más y luego el silencio se cernió sobre ellos. No quedó más que el silbido del aire y el débil zumbido de los motores del vehículo.

Gailet tragó saliva y se inclinó ante el alienígena. Parecía tener problemas en encontrar las palabras adecuadas.

Tu puedes hacerlo, la instó Fiben en silencio. El bloqueo del habla era algo que podía ocurrirle a cualquier chimp, en especial ante una presión como aquélla, pero él no osaba hacer nada para ayudarla.

Gailet tosió, tragó saliva de nuevo y consiguió recobrar la voz.

—Honor… honorable señor, no podemos hablar en nombre de nuestros tutores, y tampoco en nombre de todos los chimps de Garth. Lo que usted nos pide es… es…

El Suzerano tomó de nuevo la palabra, como si la chima hubiese acabado su respuesta. O quizá simplemente no se consideraba descortés que un tutor interrumpiese a un pupilo.

—No tenéis necesidad, no necesitáis… responder ahora —tradujo el vodor mientras el Suzerano piaba y se movía en su percha—. Estudiad, analizad, considerad…

el material que os será dado. Esta oportunidad constituirá una ventaja para vosotros.

Los gorgeos cesaron otra vez, seguidos por el zumbante vodor. Entonces el Suzerano pareció darles permiso para que se retirasen con un sencillo cerrar de ojos.

Como si obedeciese a alguna señal invisible para Fiben, el piloto se alejó de la frenética actividad que tenía lugar en la cima de la allanada colina y entiló el aparato hacia el norte, cruzando la bahía en dirección a Puerto Helenia. Pronto el buque de guerra de la ensenada, gigantesco e imperturbable, quedó atrás entre su espiral de brumas y arcos iris.

Fiben y Gailet siguieron a un kwackoo hasta los asientos traseros del vehículo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Fiben a Gailet entre susurros—. ¿Qué decía esa maldita cosa sobre cierto tipo de ceremonia? ¿Qué quiere de nosotros?

—¡Sssh! —Gailet le hizo una seña para que se callara—. Te lo explicaré después, Fiben. Ahora, por favor, déjame pensar.

Gailet se instaló en un rincón, rodeándose las rodillas con los brazos. Con expresión ausente, comenzó a rascarse la pierna izquierda. Sus ojos no miraban a ningún sitio y cuando Fiben le hizo una seña para ofrecerse a rascarla, ella ni siquiera reaccionó. Tenía los ojos puestos en el horizonte, como si su mente estuviera muy lejos.


Al regresar a la celda, se dieron cuenta de que se habían producido muchos cambios.

—Supongo que hemos superado todos esos tests —dijo Fiben mirando las transformaciones de su aposento.

Poco después de la primera visita del Suzerano, aquella oscura noche, hacía pocas semanas, habían quitado las cadenas. También habían cambiado la paja del suelo por unos colchones y se les había permitido tener libros en la celda.

Ahora, durante su ausencia, habían añadido una lujosa alfombra y cubierto casi por completo una de las paredes con un holo-tapiz. Encontraron además comodidades tales como camas, sillas, un escritorio y hasta un equipo de música.

—Un soborno —murmuró Fiben mientras seleccionaba algunos cubos de grabación—. Maldita sea, hay algo que quieren de nosotros. Tal vez la Resistencia no esté del todo vencida. Quizá Athaclena y Robert los están aguijoneando y quieren que nosotros…

—Esto no tiene nada que ver con tu general, Fiben —comentó Gailet en voz baja, casi en un susurro—. O al menos, no demasiado. Es algo mucho más importante que eso. —Su expresión era tensa. Durante todo el camino de regreso había estado nerviosa y callada. A veces Fiben creía poder oír ruedas que giraban en el interior de la cabeza de la chima.

Gailet le hizo una seña para que la acompañase hasta la nueva holo-pared. En aquel momento estaba programada para representar una escena tridimensional de formas y diseños abstractos; una visión aparentemente interminable de cubos, esferas y brillantes pirámides que se extendían en la distancia infinita. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas y se entretenía con el mando.

—Es un aparato muy caro —dijo un poco más alto de lo necesario—. Vamos a divertirnos un rato y ver qué podemos hacer con él.

Cuando Fiben se sentó a su lado, las formas euclidianas se emborronaron y desaparecieron. El mando chasqueó bajo los dedos de Gailet y de repente apareció una nueva escena. La pared parecía ahora abrirse ante una vasta y arenosa playa. Las nubes, preñadas de tormenta, se arracimaban en el bajo y grisáceo horizonte. Las olas rompían a menos de veinte metros de distancia, de un modo tan realista que las fosas nasales de Fiben se ensancharon como si quisiera oler la sal del mar.

Gailet estaba concentrada en el mando y Fiben la oyó murmurar:

—Éste debe de ser el cebo. —El casi perfecto paisaje marítimo fluctuó y en su lugar apareció de pronto un muro de verdor vegetal, una escena de jungla, tan cercana y tan real que Fiben sintió que casi podía saltar y escapar entre sus verdes brumas, como si fuera uno de esos míticos «aparatos de teletransporte» que aparecían en las novelas, y no un holo-tapiz de calidad.

Contempló la escena que había escogido Gailet. Fiben comprendió de inmediato que no era una jungla de Garth.

La densa foresta tropical formaba una viva, vibrante y ruidosa escena, llena de color y variedad. Los pájaros graznaban y los monos gritaban.

Entonces es la Tierra, pensó él, y se preguntó si la Galaxia le permitiría alguna vez ver cumplido su sueño de visitar su planeta natal. Totalmente improbable, tal como van las cosas.

La voz de Gailet lo distrajo de sus cavilaciones.

—Déjame que ajuste aquí la imagen, sólo para hacerla más real.

El volumen del sonido aumentó. El ruido de la jungla los envolvía. ¿Qué está tratando de hacer Gailet?, se preguntó Fiben.

De pronto notó algo. Mientras la chima manipulaba el control del volumen, su mano izquierda se movió de una forma brusca pero elocuente. Fiben parpadeó. Era un lenguaje infantil, el lenguaje manual que utilizan todos los chimps hasta cumplir los cuatro años, en que empiezan a expresarse con palabras.

Mayores escuchando, expresó.

Los sonidos de la jungla parecían llenar la habitación mientras rebotaban contra las otras paredes.

—Así —dijo ella en voz baja—. Ahora no pueden escucharnos y podemos hablar abiertamente.

—Pero… —empezó a objetar Fiben, mas vio el signo de nuevo: mayores escuchando…

Una vez más creció su respeto hacia la inteligencia de Gailet. Ella sabía, por supuesto, que aquel sencillo método no impediría que los entrometidos escucharan todas sus palabras. Pero los gubru y sus agentes podían imaginar que los chimps se dejaban engañar y pensarían que así era. Si ambos actuaban como si lo creyesen, estarían a salvo de escuchas clandestinas…

Vaya tela más complicada que estamos tejiendo, pensó Fiben. Aquello era un auténtico rollo de espías. Incluso divertido, en cierto modo.

Pero sabía que también era extremadamente arriesgado.

—El Suzerano de la Idoneidad tiene un problema —dijo Gailet en voz alta. Sus manos permanecían inmóviles sobre su regazo.

—¿Eso te dijo? Pero si los gubru están en apuros ¿por qué….?

—Yo no he dicho los gubru, aunque creo que también lo están. Yo me refería al Suzerano de la Idoneidad. Tiene problemas con sus compañeros. El sacerdote cometió un serio error en determinado asunto, hace un tiempo, y ahora parece que tiene que pagar las consecuencias.

Fiben permaneció callado, asombrado de que el altivo señor alienígena se hubiera dignado contar tales cosas a un gusano de pupilo terrestre. No se sentía cómodo con la idea. Tales confidencias podían resultar peligrosas.

—¿De qué error se trata? —preguntó al fin.

—Bueno, resulta que hace unos meses —prosiguió Gailet rascándose la rodilla—, insistió para que enviaran a muchos grupos de soldados de Garra y de científicos a las montañas.

—¿Para qué?

—Buscaban garthianos. —El rostro de Gailet adoptó una expresión de impasibilidad total.

—Buscaban ¿qué? —Fiben parpadeó y luego se echó a reír, pero se interrumpió bruscamente al ver el movimiento de aviso de sus ojos. La mano con que se rascaba la rodilla se dobló e hizo un gesto que significaba cuidado.

Garthianos —repitió ella.

¡Qué superstición absurda!, pensó Fiben. Los chimps ignorantes de carnet amarillo narran cuentos de garthianos para asustar a sus niños. Resultaba divertido pensar que los refinados gubru habían caído en aquellas increíbles patrañas.

Pero no parecía que Gailet encontrase la idea divertida.

—Puedes imaginar lo excitado que debía de estar el Suzerano cuando tenía razones para pensar que los garthianos existían. Imagina qué golpe tan fantástico para un clan que reinvindicara derechos de adopción de una raza presensitiva superviviente del holocausto de los bururalli. La anulación inmediata de los derechos de inquilinato de la Tierra habría sido la más pequeña de las consecuencias.

—Pero… pero, ¿qué le hizo pensar por primera vez que…?

—Al parecer, Uthacalthing, nuestro embajador tymbrimi, fue en gran parte responsable de la idea del Suzerano. ¿Te acuerdas, Fiben, del día que explotó la cancillería, cuando intentaste entrar en la Reserva Diplomática Tymbrimi?

Fiben abrió la boca y volvió a cerrarla. Intentó pensar. ¿Qué clase de juego jugaba ahora Gailet?

Era obvio que el Suzerano de Ja Idoneidad sabía que Fiben era el chimp que habían visto escapar, entre el humo y el hedor de oficinistas gubru a la plancha, el día de la explosión de la antigua embajada tymbrimi. Sabía que había sido Fiben quien jugara un frustrado juego del escondite con el guardián de la Reserva y que, más tarde, escapara por la pared del acantilado ante los mismísimos picos de un pelotón de soldados de Garra.

¿Lo sabía porque Gailet se lo había dicho? Si era así, ¿le había contado ella también el asunto del mensaje secreto que Fiben había encontrado en la parte trasera de la Reserva y que había entregado a Athaclena?

No le pudo preguntar todo aquello. Los ojos de la chima le instaban, con su expresión de aviso, a permanecer en silencio. Espero que sepa lo que está haciendo, deseó con fervor. Fiben sentía húmedas las axilas. Se secó una gota de sudor de la frente.

—Sigue —le dijo con voz seca.

—Tu visita invalidó la inmunidad diplomática y dio a los gubru la excusa que necesitaban para violar la Reserva. Entonces los gubru creyeron tener un auténtico golpe de suerte pues el mecanismo de autodestrucción falló parcialmente. Dentro había pruebas, Fiben, pruebas pertenecientes a las investigaciones privadas llevadas a cabo por el embajador tymbrimi sobre la cuestión de los garthianos.

—¿Por Uthacalthing? Pero… —entonces Fiben comprendió. Miró a Gailet aturdido, y luego se dobló hacia adelante y se puso a toser para disimular las carcajadas. La risa parecía un torrente de agua que le brotaba en el pecho, una fuerza con movimiento propio, apenas contenible. Un repentino y breve intervalo de afasia fue en realidad como una bendición pues le libró de la reprimenda de Gailet. Tosió un poco más y se golpeó el pecho.

—Perdona —dijo en voz baja.

—Los gubru creen ahora que las pruebas eran falsas, una inteligente artimaña —prosiguió ella.

No me extraña, pensó Fiben en silencio.

—Además de las informaciones falsas, Uthacalthing también se las ingenió para que desaparecieran de la Biblioteca Planetaria los archivos referentes a la Elevación, para hacerle creer al Suzerano que había algo que ocultar. A los gubru les costó mucho darse cuenta de que Uthacalthing los había engañado. Hicieron traer, por ejemplo, una Biblioteca Planetaria de investigación. Y antes de conocer la verdad, perdieron muchos soldados y científicos en las montañas.

—¿Los perdieron? —Fiben se echó a hacia adelante—. ¿Cómo los perdieron?

—Tropas irregulares de chimps —respondió Gailet sucintamente. Y de nuevo había en sus ojos una mirada de advertencia. Vamos, Gailet, pensó. No soy tan idiota. Sabía que de ningún modo debía hablar de Robert o Athaclena. Ni siquiera quería pensar en ellos.

Y, sin embargo, apenas pudo reprimir una sonrisa. ¡Por eso los kwackoo eran tan amables! Si los chimps estaban llevando a cabo una guerra inteligente sin contravenir las normas oficiales, entonces todos los chimps tenían que ser tratados con un mínimo grado de respeto.

—Los chimps de la montaña sobrevivieron esa primera vez. ¡Seguro que han estado hostigando al enemigo y siguen haciéndolo! —Sabía que tenía libertad para mostrar cierta exaltación, puesto que ésta formaba parte de su carácter.

Gailet tenía una leve sonrisa dibujada en el rostro. Esas noticias debieron causarle una mezcla de sentimientos contradictorios, porque, después de todo, el grupo insurgente del que ella formaba parte había tenido mucha peor suerte.

Así que, pensó Fiben, la elaborada artimaña de Uthacalthing convenció a los gubru de que en el planeta había algo al menos tan importante como tomar a los humanos de la colonia como rehenes: ¡los garthianos! ¡Imagínate! Se fueron a las montañas a la caza de un mito. Y de algún modo, la general encontró la forma de golpearlos en cuanto estuvieron a su alcance.

Oh, siento mucho haber pensado esas cosas de su viejo. ¡Qué broma tan magnífica, Uthacalthing!

Pero ahora los invasores ya saben la verdad. Me pregunto si…

Fiben levantó la vista y vio que Gailet lo estaba mirando en forma penetrante, como si leyera sus pensamientos. Finalmente Fiben comprendió una de las razones que le impedían ser totalmente franca y abierta con él.

Tenemos que tomar una decisión, pensó. ¿Hemos de intentar mentir a los gubru?

Gailet y él podían tratar de prolongar durante cierto tiempo la broma pesada de Uthacalthing. Tal vez consiguieran convencer al Suzerano para que saliera una vez más a la caza de los míticos oriundos de Garth. Con que un solo grupo de enemigos se pusiera a tiro de los rebeldes de las montañas, el esfuerzo ya habría merecido la pena.

Pero ¿tenían Gailet y él la sutileza necesaria para llevar a cabo una patraña como aquélla? ¿Cómo lo harían? Apenas podía imaginarlo. Oh, si, mi señor, los garthianos existen; sí, mi jefe. Puede confiar en un chimp, sí, señor. O alternativamente adoptar la postura psicológica opuesta. ¡No, a través de mí no sabrán…!

Pero eso no se parecía en nada al proceder de Uthacalthing, por supuesto. El tramposo tymbrimi había actuado sutil y astutamente con pistas falsas. Fiben ni siquiera se planteaba la posibilidad de actuar a un nivel tan refinado.

Y además, si a Gailet y a él los descubrían tratando de engañar a los gubru, podían quedar descalificados para el estatus especial, cualquiera que fuera, que el Suzerano parecía haberles ofrecido aquella tarde. Fiben no tenía ni idea de lo que aquella criatura quería de ellos, pero podía significar una oportunidad para descubrir qué estaban construyendo los invasores junto al mar de Cilmar. Aquella información podía resultar vital.

No, no merece la pena correr el riesgo, decidió Fiben.

Tenía además que enfrentarse a otro problema: cómo comunicar a Gailet aquellos pensamientos.

—Hasta la raza de sofontes más refinada puede cometer errores —dijo despacio y con una cuidada pronunciación—. En especial cuando se encuentran en un medio desconocido. —Fingió que se buscaba una pulga e hizo un signo que significaba: ¿ha terminado ya el juego?

—El error ya se ha superado —asintió Gailet—, Ya no tienen dudas de que los garthianos son un mito. Los gubru están convencidos de que sólo era una trampa tymbrimi. Y de todas formas, tengo la impresión de que los otros Suzeranos, los que comparten el mando con el sumo sacerdote, no van a permitir más incursiones inútiles en las montañas donde pueden ser atacados por las guerrillas.

Fiben levantó bruscamente la cabeza y sintió que su corazón se aceleraba durante unos breves instantes. Entonces entendió lo que Gailet había querido decir…, cómo había pronunciado la última palabra con la intención de que captara su ambigüedad.[4] Los homónimos eran uno de los muchos inconvenientes que el ánglico moderno había heredado del inglés, el chino y el japonés de las antiguas épocas. Mientras que las lenguas galácticas habían sido estructuradas para comunicar la máxima información y eliminar las ambigüedades, las lenguas lobeznas habían evolucionado de forma chapucera y disparatada, con grandes complicaciones, tales como palabras con idéntico sonido y diferente significado.

Fiben advirtió que tenía los puños apretados y se obligó a relajarse. Guerrillas, no gorilas. Ella no sabe nada sobre el proyecto de Elevación clandestina en las montañas y no tiene ni idea de lo irónico que ha resultado su comentario.

Una razón más para terminar, de una vez por todas, con la «broma» de Uthacalthing. El tymbrimi ignoraba lo que ocurría en el centro Howletts tanto como su hija. Si hubiera conocido el trabajo secreto que se estaba llevando a cabo allí, Uthacalthing hubiera elegido una artimaña distinta y no habría enviado a los gubru precisamente a aquellas montañas.

Los gubru no deben regresar a las Montañas de Mulun. Es sólo cuestión de suerte que no hayan descubierto todavía a los gorilas.

—Pájaros cretinos —murmuró, siguiendo la corriente a Gailet—. ¡Mira que creerse un estúpido cuento popular de los lobeznos! Después de los garthianos ¿a quién irán a buscar? ¿A Peter Pan?

—Tienes que intentar ser más respetuoso. —Por fuera su expresión era de reprobación, pero Fiben sabía que por dentro ella sentía una intensa corriente de simpatía. Tal vez sus razones eran diferentes, pero en aquello estaban de acuerdo. La broma de Uthacalthing había terminado.

—Nosotros somos su próximo objetivo, Fiben.

—¿Nosotros? —preguntó asombrado.

—Me parece —prosiguió ella tras asentir— que a los gubru no les está yendo muy bien en la guerra. No han encontrado la nave de los delfines que todo el mundo anda buscando en el otro extremo de la Galaxia. Y el hecho de tomar Garth como rehén no parece que haya afectado demasiado a la Tierra ni a los tymbrimi. Lo único que han conseguido es que se endurezca la Resistencia y que algunos clanes, antes neutrales, muestren su simpatía hacia la Tierra.

Fiben frunció el ceño. Hacía tanto tiempo que no pensaba en aquellas repercusiones más amplias, en la confusión que reinaba a lo largo y ancho de las Cinco Galaxias, en el Streaker, en el asedio a la Tierra… ¿Cuánto sabia Gailet en realidad y cuánto era mera especulación?

En la pantalla apareció un gran pájaro negro con un inmenso pico de brillantes colores, que se posó con un susurro muy cerca de la alfombra donde Fiben y Gailet estaban sentados. Dio un paso hacia adelante mientras parecía mirar a Fiben, primero con un ojo y luego con el otro. El tucán le recordaba tanto al Suzerano de la Idoneidad que le provocó un estremecimiento.

—Además —continuó Gailet—, esta empresa de Garth parece implicar un gasto excesivo y las finanzas gubru no pueden permitírselo, en especial si regresa la paz a la Sociedad Galáctica y el Instituto para la Guerra Civilizada los obliga a devolver el planeta dentro de pocas décadas. Me figuro que están buscando con mucho ahínco una forma de sacar provecho de todo esto.

—Toda esa construcción al sur de la bahía forma parte de ello ¿no? —preguntó Fiben en un arranque de inspiración—. ¿Es un plan del Suzerano para resarcirse de su error?

—Supongo que sí. —Gailet frunció los labios—. ¿Has pensado qué es ese edificio?

El pájaro de múltiples colores graznó agudamente y dio la impresión de estar riéndose de Fiben. Pero cuando éste lo miró, había vuelto su atención al serio asunto de picotear entre los imaginarios detritos del suelo de la jungla.

—Dímelo tú. —Fiben volvió a mirar a Gailet.

—No estoy segura de recordar bien todo lo que dijo el Suzerano y traducirlo. Acuérdate de que estaba muy nerviosa. —Cerró los ojos unos instantes—. ¿Significaba algo para ti una derivación hiperespacial?

El pájaro de la pared levantó vuelo entre una explosión de plumas y hojas cuando Fiben se puso en pie de un salto. Miró a Gailet con incredulidad.

—Una ¿qué? Pero…, pero eso es una locura. ¿Construyen una derivación en la superficie de un planeta? Eso no…

Entonces se interrumpió al recordar el gran bol de mármol y las monumentales plantas de energía. Sintió que le temblaban los labios y juntó las manos apretando entre sí ambos pulgares. Así Fiben recordó que oficialmente era casi igual a un hombre y que tenía que ser capaz de pensar como uno de ellos al enfrentarse con tan increíble probabilidad.

—Pero, ¿para…? —susurró, lamiéndose los labios e intentando concentrarse en las palabras—… ¿para qué?

—Eso no lo tengo claro —respondió Gailet. Apenas podía oírla debido a los sonidos de la jungla imaginaria. La chima hizo con el dedo una señal en la alfombra, una señal que significaba confusión—. Creo que originariamente estaba destinado a alguna ceremonia, en caso de que hubieran encontrado garthianos y reivindicado sus derechos sobre ellos. Ahora el Suzerano tiene que buscar algo que justifique su inversión, encontrar otro uso para la derivación.

—Si entendí bien al líder gubru, quiere utilizar la derivación con nosotros.

Fiben se sentó de nuevo. Durante un buen rato permanecieron sin mirarse. Sólo se percibían los sonidos amplificados de la jungla, los colores de una luminiscente niebla que se deslizaba entre las hojas de la holográfica jungla tropical, y el inaudible murmullo de su incierto temor. El facsímil de un brillante pájaro los miró un rato más desde la réplica de una elevada rama, pero, cuando la fantasmagórica niebla se convirtió en lluvia, desplegó finalmente sus ficticias alas y levantó vuelo.

60. UTHALCALTHING

El thenanio era obstinado. Parecía no haber forma de poder comunicar con él.

Kault era casi como un estereotipo, una caricatura de su raza: brusco, franco, excesivamente pundonoroso y tan confiado que amenazaba con provocar en Uthacalthing ataques de frustración. El glifo, teev’nus, era incapaz de expresar el desconcierto del tymbrimi. Durante los últimos días, algo más fuerte había empezado a tomar forma en los zarcillos de su corona; algo punzante y evocador de las metáforas humanas.

Uthacalthing se dio cuenta de que empezaba a estar «resentido».

¿Qué se necesitaba para despertar las sospechas de Kault? Uthacalthing se preguntó si tendría que fingir que hablaba en sueños para dejar escapar espantosos indicios y confesiones. ¿Había algo que picase la curiosidad de la dura cabeza del thenanio? ¿O debía tal vez abandonar toda sutileza, escribir toda la trama y dejar las páginas a la vista para que Kault las encontrara?

Uthacalthing sabía que entre individuos de la misma especie podían darse grandes diferencias. Y Kault era un individuo anómalo, incluso para ser thenanio. Seguramente nunca se le ocurriría espiar a su compañero tymbrimi. Era difícil concebir cómo había llegado Kault tan lejos en la carrera diplomática, aun sin tener en cuenta la raza a que pertenecía.

Por fortuna, los aspectos más negros de la naturaleza thenania no estaban acentuados en él. Al parecer, los miembros de la facción de Kault no eran tan relamidamente mojigatos ni estaban tan convencidos de tener siempre razón como los encargados de la política del clan. Y lo malo era que, si la broma planeada por Uthacalthing llegaba a tener éxito, debilitaría aún más a esa facción moderada.

Lamentable. Pero, de todas formas, se necesitaría un milagro para que el grupo de Kault tuviera acceso al poder, se consoló Uthacalthing.

Además, dada la dirección que estaban tomando las cosas, iba a ser liberado de la obligación moral de preocuparse por las consecuencias de su pesada broma. Por el momento no había conseguido nada. Hasta entonces, había sido un viaje de lo más frustrante. Su única compensación era que, al menos, no se hallaba en una prisión gubru.

Se encontraban en una baja y ondulante campiña que ascendía inexorablemente hacia las vertientes meridionales de las Montañas de Mulun. El ecosistema de los llanos, de famélicas especies, iba dando paso gradualmente a un escenario algo menos monótono: árboles achaparrados y erosionadas terrazas cuyas rojizas y ocres capas de sedimento brillaban bajo la luz matutina, como si centellearan con el conocimiento secreto de días muy lejanos.

Mientras que la fatigosa caminata los acercaba cada vez más a las montañas, Uthacalthing siguió corrigiendo el rumbo, guiándose por un cierto destello azul en el horizonte: un brillo tan débil que muchas veces sus ojos no podían captarlo. Sabía a ciencia cierta que el aparato visual de Kault no detectaba aquella luz en absoluto. Así había sido planeado.

Uthacalthing abría la marcha, siempre en pos del intermitente destello, mientras vigilaba la aparición de las pistas falsas. Cada vez que localizaba una, la examinaba con atención y luego, si se trataba de pisadas, las borraba a toda prisa; si era una herramienta de piedra, la tiraba lejos del camino. Al mismo tiempo, tomaba furtivas notas y las escondía cuando veía aparecer a su compañero tras el recodo del camino.

A aquellas alturas, cualquier otro habría estado muriéndose de curiosidad. Pero Kault no. Él no.

Precisamente aquella mañana le tocó a Kault abrir la marcha. El camino los llevó a lo largo del borde de un lodoso llano, todavía húmedo por el reciente inicio de las lluvias de otoño. Allí, a plena vista, cruzando el sendero, había unas huellas que no tenían más de unas horas, dejadas por alguien que obviamente caminaba sobre dos piernas y un nudillo. Pero Kault pasó sobre ellas, husmeando el aire con esas grandes ranuras respiratorias que tenía y comentando con su atronadora voz lo fresco que era el día.

Uthacalthing se consoló pensando que aquella parte de su plan siempre había sido una conjetura aventurada. Tal vez nunca daría resultado.

Quizá no soy lo bastante inteligente. Quizá tanto la raza de Kault como la mía asignaron a sus dos tipos más obtusos como embajadores en este remoto e insignificante planeta.

Incluso entre los humanos, los había capaces de idear algo mejor. Uno de esos legendarios agentes del Concejo de Terragens, por ejemplo.

Pero cuando se desató la crisis, no había en Garth otros tymbrimi más imaginativos; así que tuvo que arreglárselas él solo con el mejor plan que se le ocurrió.

Uthacalthing se preguntó por la otra mitad de su broma. Estaba claro que los gubru habían caído en su trampa. Pero ¿hasta qué profundidad? ¿Cuántos problemas y gastos les había ocasionado? Y, lo que era más importante desde el punto de vista de un diplomático galáctico, ¿hasta qué punto habían sido avergonzados?

Si los gubru resultaban ser tan estúpidos y lentos como Kault….

Pero no, los gubru son dignos de confianza, se tranquilizó. Al menos, son diestros para los embustes y la hipocresía. Eso los convertía en enemigos más fáciles que los thenanios.

Se protegió los ojos con la mano para contemplar cómo había avanzado la mañana. El aire era cada vez más cálido. Oyó un chasquido y el crujir del follaje al romperse. Kault apareció ante sus ojos, unos cuantos metros más atrás, cantando una grave canción de marcha y con un bastón en la mano para abrirse paso entre los arbustos. Si nuestros pueblos están oficialmente en guerra, ¿por qué le resulta tan difícil a Kault notar que le estoy ocultando algo?, se preguntó Uthacalthing, —Hummm —gruñó el thenanio mientras se acercaba—. ¿Por qué nos hemos detenido, colega?

Hablaba en anglico. Últimamente habían decidido, como distracción, practicar cada día una lengua diferente.

—Es casi mediodía. —Uthacalthing señaló el cielo—. Será mejor que busquemos un sitio que nos permita salir del sol.

—¿Salir del sol? —La correosa cresta de Kault se hinchó—. Pero si no estamos en… oh, ja, ja, ja. Una figura lobezna de lenguaje. Muy gracioso. Sí, Uthacalthing. Cuando Gimelhai alcanza el cénit, puede hacer que nos sintamos como si estuviéramos asándonos sobre su corteza exterior. Busquemos refugio.

No lejos de allí había un pequeño grupo de árboles zarzosos en un altozano. Kault abrió la marcha moviendo su improvisado bastón para apartar del camino la alta y verde vegetación.

A aquellas alturas ya se habían acostumbrado por completo a su rutina. A Kault le correspondía el duro trabajo de cavar un agujero cómodo, donde la tierra estaba más fresca. Las ágiles manos de Uthacalthing ataban la capa del thenanio en el lugar adecuado para que les proporcionase sombra. Descansaban apoyados en sus mochilas hasta que pasaba el calor del mediodía.

Mientras Uthacalthing sesteaba, Kault pasaba el tiempo introduciendo información en su pequeño ordenador. Recogía ramitas, bayas, fragmentos de cortezas y lo reducía todo a polvo entre sus grandes y fuertes dedos. Luego se lo acercaba a las ranuras olfativas antes de examinarlo con la pequeña colección de instrumentos que pudo salvar de la colisión de la nave.

La diligente labor del thenanio resultaba completamente frustrante para Uthacalthing. Sus concienzudas investigaciones sobre el ecosistema local habían pasado por alto todas las pistas que él había puesto en su camino. Tal vez sea porque fueron puestas en su camino, pensó Uthacalthing. El thenanio era un tipo sistemático. Quizá su visión del mundo le impedía descubrir aquello que no encajaba en el esquema que sus atentos estudios revelaban.

Una idea interesante. La corona de Uthacalthing formó un glifo de agradecida sorpresa, y de pronto comprendió que el enfoque del thenanio no debía de ser tan difícil de manejar como él había pensado. Había asumido que era la estupidez lo que hacía a Kault impermeable a sus pistas fabricadas, pero…

Después de todo, las pistas son ’falsas. Mi cómplice deja pistas para que yo las «encuentre» y las «esconda». Si Kault las ignora ¿puede deberse a que su obstinada visión del mundo sea en realidad superior? En definitiva, ha demostrado que es imposible engañarlo.

Verdadera o no, aquélla era una idea interesante. Syrtunu empezó a tomar forma y a tratar de elevarse, pero la corona de Uthacalthing estaba fláccida, demasiado perezosa para sostener al glifo.

En lugar de eso, sus pensamientos derivaron hacia Athaclena.

Sabía que su hija seguía con vida. Si intentaba conocer más detalles, podía incitar la detección de los aparatos psi del enemigo. Y sin embargo, había algo en aquellos indicios, en aquellas vibrantes tendencias latentes que se producían en los niveles de sensación nahakieri, que le indicaban que, si alguna vez se encontraba de nuevo con su hija en este mundo, ella tendría muchas novedades que comunicarle.

A fin de cuentas, hay un límite para la guía que los padres pueden ejercer sobre los hijos, parecía decirle una suave voz mientras él flotaba medio dormido. Más allá de esa guía, los hijos tienen su propio destino.

¿Y qué hay de los extraños que entren en sus vidas?, preguntó Uthalcalthing a la brillante figura de su esposa, fallecida hacía tanto tiempo, que parecía flotar ante él, más allá de sus párpados cerrados.

¿Y los maridos? Ellos también la influirán, como ocurrirá a la inversa. Pero nuestro tiempo está declinando.

Su rostro era tan claro… Se trataba de un sueño, semejante a los humanos, pero extraño entre los tymbrimi. Era visual y el significado se transmitía por palabras y no por glifos. Un flujo de emoción le estremeció las puntas de los dedos.

Los ojos de Mathicluanna se separaron y su sonrisa le recordó aquel día en la capital cuando sus coronas se habían tocado por primera vez… deteniéndolo, dejándolo asombrado e inmóvil en medio de una calle abarrotada. Medio cegado por un glifo sin nombre, había buscado el rastro de ella por los callejones, había cruzado puentes y pasado ante oscuros cafés, buscándola con una desesperación que iba en aumento, hasta que por fin la encontró aguardándolo en un banco, a no más de doce sistaars de donde la había captado por primera vez.

¿Ifes?, preguntó ella con la voz de muchacha que tuvo hacía tanto tiempo. Nos hemos influido, hemos cambiado, pero lo que una vez fuimos siempre permanece.

Uthacalthing se movió. La imagen de su esposa se agitó y luego desapareció entre oleadas de luz ondulante. En el lugar que ella había ocupado flotaba el glifo syullf-tha, que significaba la alegría de un misterio aún no resuelto.

Se sentó suspirando.

Por algún motivo, Uthacalthing creyó que el glifo se dispensaría en la brillante luz diurna. Pero en aquellos momentos syullf-tha era mucho más que un simple sueño. Sin ningún acto volitivo por su parte, el glifo se levantó y se alejó de Uthacalthing en dirección a su compañero, el enorme thenanio.

Kault estaba sentado de espaldas a Uthacalthing, todavía enfrascado en sus estudios, y completamente ajeno a la transformación de syullf-tha, que había cambiado sutilmente para convertirse en syulff-kuonn. Empezó a descender despacio hacia la cresta de Kault, se posó en ella y desapareció. Uthacalthing miraba, asombrado, cuando de pronto Kault gruñó y alzó la cabeza. Las ranuras respiratorias del thenanio silbaron al tiempo que dejaba a un lado sus instrumentos y volvía el rostro hacia Uthacalthing.

—Aquí hay algo muy extraño, colega. Algo que soy completamente incapaz de explicar.

Uthacalthing se humedeció los labios antes de hablarle.

—Dígame qué le preocupa, estimado embajador.

—Parece existir una criatura… —la voz de Kault era un grave retumbo—, una criatura que ha estado comiendo en estos campos de bayas hace poco tiempo. Ya llevo días viendo las huellas de sus incursiones alimenticias. Es una criatura grande.…, muy grande para ser nativa de Garth.

Uthacalthing estaba todavía acostumbrándose a la idea de que syulff-kuonn hubiera penetrado donde habían fracasado muchos otros glifos, más sutiles y poderosos, —¿Sí? ¿Y eso es importante?

Kault hizo una pausa como si no estuviera seguro de la conveniencia de seguir hablando. Por último el thenanio suspiró.

—Amigo mío, es muy extraño. Pero debo decir que, después del holocausto bururalli, no puede haber ningún animal capaz de llegar a esos arbustos tan altos. Y su manera de alimentarse es absolutamente extraordinaria.

—Extraordinaria ¿en qué sentido?

—Le pido que no se ría de mí, colega. —La cresta de Kault se inflamó, en cortas oleadas de evidente confusión.

—¿Reírme de usted? ¡Eso nunca! —mintió Uthacalthing.

—Entonces se lo diré. Ahora ya estoy convencido de que esa criatura tiene manos, Uthacalthing, estoy seguro de ello.

—Humm —comentó Uthacalthing evasivamente.

—Aquí hay un misterio, querido colega. —La voz de Kault se hizo aún más grave—. En Garth pasa algo muy extraño.

Uthacalthing controló su corona y anuló toda expresión facial. En ese preciso momento se dio cuenta de por qué había sido syulff-kuonn, el glifo de anticipación de una broma pesada, el que penetró donde ninguno de los otros había podido.

¡La broma era para mí!

Uthalcalthing miró más allá del borde de la zona sombreada, donde la brillante tarde había empezado a colorearse por una capa de nubes que se había formado sobre las montañas.

Su cómplice había estado dejando pistas entre los matorrales desde hacía semanas, desde que la nave tymbrimi cayó en el lugar que Uthacalthing había elegido de antemano, al borde de las marismas, muy al sudeste de las montañas. El pequeño Jo-Jo, el atávico chimp que ni siquiera podía hablar excepto con las manos, caminaba por delante de Uthacalthing, desnudo como un animal, y dejaba misteriosas huellas y herramientas de piedra en el camino, manteniendo un tenue contacto con Uthacalthing a través del globo guardián de color azul.

Todo formaba parte de un elaborado plan para hacer creer a Kault que en Garth existía vida presensitiva. Pero el thenanio no había visto ninguna de las pistas, ninguno de los indicios preparados especialmente para él.

No, lo que Kault había notado finalmente, era al propio Jo-Jo… los rastros que el pequeño chimp había dejado al forrajear y vivir.

Uthacalthing comprendió que syulff-kuonn tenía toda la razón. Bromear con uno mismo era en verdad divertido.

Creyó poder oír de nuevo la voz de Mathicluanna.

Nunca se sabe… —parecía decirle.

—Sorprendente —le dijo al thenanio—. Francamente sorprendente.

61. ATHACLENA

De vez en cuando se sentía preocupada por estar acostumbrándose demasiado a los cambios. La nueva disposición de las terminaciones nerviosas, la redistribución de los tejidos adiposos, la divertida protuberancia de su nariz, tan humanoide ya… Ésas eran cosas ya tan habituales que a veces se preguntaba si podría volver alguna vez a la morfología estándar de los tymbrimi.

Tal pensamiento aterrorizaba a Athaclena.

Hasta ese momento había tenido buenos motivos para mantener aquellas alteraciones humaniformes. Mientras dirigía un ejército de pupilos lobeznos medio elevados, parecerse a una hembra humana había sido algo más que una buena política. Había sido como una especie de vínculo que la había unido con los chimps y los gorilas.

Y con Robert, naturalmente, reconoció.

Athaclena se preguntó si alguna vez volverían a disfrutar del placer semiprohibido de las caricias entre individuos de distinta especie. En aquellos momentos parecía poco probable. Su matrimonio se había reducido a un par de firmas en un trozo de corteza de árbol: una útil maniobra política. Nada era igual que antes.

Bajó la vista y vio su reflejo en las turbias aguas que tenía ante ella.

—Ni carne ni pescado —susurró en ánglico, sin recordar dónde había leído u oído aquella frase pero comprendiendo su significado metafórico. Un joven macho tymbrimi que la viera en su forma actual no podría contener las carcajadas. Y, por lo que se refería a Robert, bueno, hacía menos de un mes que se había sentido muy cerca de él. La creciente atracción del muchacho hacia ella, el rudo y hambriento aspecto lobezno de esa atracción, la había adulado y complacido de una forma un tanto arriesgada.

Ahora, empero, él está otra vez entre los suyos y yo estoy sola.

Athaclena sacudió la cabeza y decidió alejar aquellos pensamientos. Tomó un frasco y vertió un poco de agua clara en la charca para disolver así su reflejo. Cerca de la orilla se movieron unas partículas de barro y oscurecieron la delicada trama de zarcillos de las enredaderas colgantes, que se entrelazaban dentro de la charca.

Aquélla era la última de una cadena de pequeñas hoyas, a pocos kilómetros de las cuevas. Athaclena trabajaba concentrándose y tomando notas, pues sabía que no era una auténtica científica y tenía que compensar aquel hecho con una extremada meticulosidad. No obstante, sus simples experimentos habían empezado a dar resultados prometedores. Si sus ayudantes regresaban del siguiente valle a tiempo, con los datos que les había pedido, tal vez tuviera algo importante que enseñar al mayor Prathachulthorn.

Puede que parezca un monstruo, pero aún soy tymbrimi. Tengo que demostrar mi utilidad, a pesar de que los terrestres no me consideren una guerrera.

Su concentración era tan intensa, tan silenciosa la apacible jungla, que las repentinas palabras fueron como tronidos.

—¡Así que estás aquí, Clennie! Te he buscado por todas partes.

Athaclena se dio vuelta con tal brusquedad que estuvo a punto de derramar un frasco de un líquido color ocre. Las enredaderas que la rodeaban cayeron repentinamente, como una red que tratase de atraparla. Su pulso se aceleró durante la fracción de segundo que necesitó para reconocer a Robert, quien la miraba desde lo alto de la arqueada raíz de un casi-roble gigante.

Llevaba mocasines, una camisa sin mangas de suave gamuza y pantalones hasta la rodilla. El arco y el carcaj que se mecían a su espalda lo hacían parecer el héroe de un romance lobezno de la vieja época. Mathicluanna solía leerle esas historias cuando era niña. Le costó más tiempo del que le hubiera gustado recobrar la compostura.

—Robert, me has dado un susto.

—Lo siento, no era mi intención. —El muchacho se sonrojó.

Ella sabía que eso no era totalmente cierto. La protección psi de Robert había mejorado, y se hacía evidente que estaba orgulloso de poder acercarse sin ser detectado. Una sencilla pero nítida versión de kiniwullun se movía como un duendecillo sobre la cabeza de Robert. Si entrecerraba los ojos, podía casi imaginar que allí había un joven macho tymbrimi.

Athaclena tembló. Ya había decidido que no debía permitirse tales pensamientos.

—Ven y siéntate, Robert. Cuéntame qué has estado haciendo.

Agarrándose a una enredadera, Robert se columpió ágilmente sobre la marga salpicada de hojas y pasó sobre el lugar donde ella experimentaba para aterrizar pasada la hoya. Luego se quitó el arco y el carcaj y se sentó junto a ella con las piernas cruzadas.

—He estado buscando algún modo de ser útil. —Se encogió de hombros—. Phathachulthorn ha terminado de sonsacarme información. Ahora quiere utilizarme para que me ocupe de la moral de los chimps. «Tenemos que mantener a esos pequeños individuos —la voz de Robert subió un cuarto de octava al imitar el acento sudasiático del mayor del ejército de Terragens— con la moral muy alta, Oneagle. Hágales sentir que son muy importantes para la Resistencia.»

Athaclena asintió, comprendiendo el significado no explícito de las palabras de Robert. A pesar de los pasados éxitos de los partisanos, era obvio que Prathachulthorn consideraba superfluos a los chimps…, a lo sumo útiles como soldados rasos o en las maniobras de diversión. La misión de relacionarse con unos pupilos que eran como niños parecía la mejor tarea que podía asignar al joven hijo de la Coordinadora Planetaria, un muchacho poco preparado y presumiblemente blando.

—Creí que a Prathachulthorn le había gustado tu idea de utilizar bacterias de digestión contra los gubru —dijo Athaclena.

En el rostro de Robert se dibujó un gesto desdeñoso. Cogió una ramita y la hizo girar distraídamente entre sus dedos.

—Oh, comentó que era muy interesante que las bacterias intestinales de los gorilas disolvieran los blindajes de los gubru. Decidió asignar a Benjamín y a otros técnicos chimps a mi proyecto.

Athaclena intentó rastrear en el oscuro esquema de los sentimientos del muchacho.

—¿La teniente McCue no te ayudó a persuadirlo?

Robert desvió la vista ante la simple mención de la joven humana y, al mismo tiempo, se puso en guardia, lo que contribuyó a confirmar algunas de las sospechas de Athaclena.

—Sí, Lydia me ayudó, pero Prathachulthorn dice que sería casi imposible enviar suficientes bacterias a las instalaciones gubru más importantes antes de que puedan detectarlas y neutralizarlas. Sigo teniendo la impresión de que Prathachulthorn lo considera una cuestión secundaria que quizá tenga alguna utilidad dentro de su plan principal.

—¿Sabes qué tiene en mente?

—Se limita a sonreír y a decir que les romperá el pico a esos pájaros. Se ha sabido que los gubru están construyendo una importante instalación al sur de Puerto Helenia y ése sería un buen objetivo, pero no quiere dar más detalles al respecto. Después de todo, la táctica y la estrategia son para los profesionales, ya sabes.

»De todas maneras, no he venido a hablar de Prathachulthorn. He traído una cosa que quiero mostrarte. —Robert se quitó la mochila y metió la mano en ella para sacar un objeto envuelto en tela. Apartó la cobertura y se lo tendió—. ¿Te parece familiar?

A primera vista parecía un montón de trapos con unas cuerdas anudadas que colgaban de sus extremos. Mirándolo de cerca, le recordó a cierto tipo de hongo seco. Robert agarró la parte más gruesa, en la que concurrían todas las delgadas fibras, y extendió las hebras hasta que el membranoso tejido se desplegó por completo bajo la suave brisa.

—Sí…, sí que me recuerda algo, Robert. Yo diría que es como un pequeño paracaídas, pero evidentemente es natural, como si procediese de algún tipo de plantas. —Sacudió la cabeza.

—Caliente, caliente. Intenta recordar un día un tanto traumático de hace unos cuantos meses, Clennie. Un día que no creo que ninguno de los dos podamos olvidar nunca.

Sus palabras eran misteriosas, pero unos centelleos de empatía hicieron nacer sus recuerdos.

—¿Esto? —preguntó Athaclena señalando el blando y casi traslúcido material—. ¿Esto es de la hiedra en placas?

—Exacto —asintió Robert—. En primavera, las capas superiores están lozanas, elásticas, y tan rígidas que puedes arrancarlas y montarte en ellas como si fueran un trineo…

—Eso si tienes la suficiente coordinación —se burló Athaclena.

—Bueno, sí. Cuando se acerca el otoño, las placas superiores se marchitan hasta convertirse en esto —dobló la flexible placa en forma de paracaídas agarrándola por sus fibrosas hebras—. Dentro de pocas semanas, serán aún más ligeras.

—Recuerdo que me explicaste el motivo —observó Athaclena—. Es para la reproducción ¿verdad?

—Exacto. Esta pequeña vaina de esporas —abrió la mano para mostrar una diminuta cápsula en el punto donde se unían las hebras— es transportada hacia arriba por el paracaídas empujado por los vientos de final de otoño. El aire se llena de cosas de éstas, y durante algún tiempo la navegación aérea se vuelve peligrosa. En la ciudad provocan una gran confusión.

»Por fortuna, supongo, las antiguas criaturas que polinizaban a la hiedra en placas se extinguieron durante el fiasco de los bururalli, y ahora casi todas las vainas son estériles. Si no lo fueran, creo que la mitad del Sind estaría cubierta de hiedra en placas. Todo lo que solía alimentarse de esto también lleva muerto mucho tiempo.

—Fascinante. —Athaclena percibió un temblor en el aura de Robert—. Y tienes pensado emplear estas cosas para algo ¿verdad?

—Sí —guardó el transportador de esporas—. Tengo una idea, aunque no creo que Prathachulthorn quiera escucharme. Me tiene demasiado bien etiquetado, gracias a mi madre.

Megan Oneagle era en parte responsable de la opinión que el oficial terrestre tenía de su hijo. ¿Como puede una madre comprender tan poco a su hijo?, se preguntó Athaclena. Los humanos podían haber recorrido un largo camino desde sus siglos oscuros, pero ella compadecía aún a los k’chu-non, los pobres lobeznos. Todavía tenían mucho que aprender.

—Tal vez Prathachulthorn no te escuche directamente, Robert, pero la teniente McCue merece toda su confianza. Estoy segura de que ella te escuchará, y después puede transmitir tu idea al mayor.

—No lo sé. —Robert hizo un gesto dubitativo.

—¿Por qué no? —preguntó Athaclena—. Sé que a esa joven terrestre le gustas. De hecho, estoy casi convencida de haber detectado en su aura…

—No debes hacer eso, Clennie —le espetó Robert—. No tienes que meter las narices en los sentimientos de los demás. No…, no es asunto tuyo.

—Quizá tengas razón. —Ella bajó la mirada—. Pero tú eres mi amigo y esposo, Robert. Si tú estás tenso y frustrado eso es malo para ambos ¿no?

—Supongo que sí —respondió él sin mirarla.

—¿Sientes, pues, una atracción sexual hacia esa Lydia McCue? —le preguntó Athaclena—. ¿La quieres?

—No veo por qué tienes que preguntar….

—¡Porque no puedo captarte, Robert! —lo interrumpió Athaclena, algo irritada—. Ya no eres sincero conmigo. Si tienes esos sentimientos tienes que compartirlos conmigo. Tal vez yo pueda ayudarte.

¿Ayudarme? —Ahora sí que la miraba, con el rostro ruborizado.

—Claro. Tú eres mi esposo y amigo. Si deseas a esa mujer de tu especie, ¿no debo ser yo tu colaboradora? ¿No debo ayudarte a que consigas la felicidad?

Robert se limitó a parpadear, pero ahora Athaclena encontró grietas en su poderosa coraza. Sintió que sus zarcillos flotaban sobre las orejas, rastreaban los bordes de esos puntos débiles y formaban un glifo nuevo y delicado.

—¿Te sientes culpable por tener tales sentimientos, Robert? ¿Crees que en cierto modo estás siendo desleal conmigo? —Athaclena rió—. ¡Pero si los esposos de distintas especies pueden tener amantes y esposas de su propia raza! ¡Eso tú lo sabes! ¿Qué puedo darte yo si no, Robert? Sabes que no puedo darte hijos, y si pudiera, ¡imagínate qué híbridos serían!

Esta vez Robert sonrió y desvió la mirada. En el espacio que había entre ambos el glifo de la muchacha adoptó una forma más poderosa.

—Y en lo que respecta al placer del sexo, sabes que no estoy equipada más que para dejarte insatisfecho, ¡a ti, superdotado/infradotado hombre-mono de cuerpo inadecuado! ¿Por qué no debo alegrarme si encuentras una mujer con la que puedas compartir esas cosas?

—No… no es tan sencillo como parece, Clennie. Yo…

Ella levantó una mano y sonrió, instándole a la vez a callarse y olvidarse de lo que iba a decir.

—Estoy contigo —dijo con dulzura.

La confusión del joven era como un incierto potencial cuántico, vacilando entre dos situaciones. Sus ojos se movieron rápidamente hacia arriba tratando de mirar la nada que ella había creado. Luego recordó lo que había aprendido y desvió de nuevo la mirada, permitiendo que fuera el sentido de la captación el que lo abriera al glifo que ella le había regalado.

La’thsthoon flotaba y bailaba, llamándolo por señas. Robert suspiró. Luego sus ojos se abrieron sorprendidos al notar que su propia aura se abría sin la intervención consciente de su voluntad, como una flor que se desplegaba. Algo gemelo del la’thsthoon surgió de él, resonando y amplificándose contra la corona de Athaclena.

Dos jirones de nada, uno humano y otro tymbrimi, se tocaron, se separaron juguetones y volvieron a reunirse.

—No temas perder lo que tienes conmigo, Robert —susurró Athaclena—. Después de todo, ¿le sería posible a una amante humana hacer esto contigo?

Ante aquello, él sonrió y ambos compartieron la risa. Sobre sus cabezas los dos la’thsthoon manifestaban la intimidad que se consigue en pareja.


Sólo más tarde, después de que Robert se marchara, aflojó Athaclena la fuerte coraza con la que había rodeado sus sentimientos más profundos. Sólo cuando él se hubo marchado, se permitió reconocer los celos que sentía.

Ha ido a verla.

Lo que Athaclena había hecho estaba bien según las normas que ella conocía: había hecho lo correcto.

Y, sin embargo, ¡era tan injusto!

Soy un monstruo. Ya lo era antes de venir a este planeta, pero ahora soy algo totalmente ir reconocible.

Robert podía tener una amante humana, pero en ese terreno ella estaba completamente sola. Athaclena no podía buscar tal desahogo con uno de los suyos.

Que me acariciara, que me abrazara, para que sus zarcillos se mezclaran con los míos y mi cuerpo se fusionara con el suyo. Que me hiciera sentirme en llamas.

Athaclena advirtió con cierta sorpresa que era la primera vez que pensaba en aquellas cosas…, en aquel anhelo de estar con un hombre de su propia raza; no con un amigo o un compañero de clase, sino con un amante, tal vez con una pareja sexual.

Mathicluanna y Uthacalthing le habían dicho que eso ocurriría algún día…, que cada chica tenía su ritmo propio. Pero en aquellos momentos, el sentimiento era sólo amargo. Hacía que se sintiera más sola. Una parte de ella maldecía a Robert por las limitaciones de su especie. ¡Si al menos él hubiera podido cambiar también su cuerpo! ¡Si hubiesen podido encontrarse a medio camino!

Pero la tymbrimi era ella, un miembro de los «maestros de la adaptabilidad». Cuan lejos había llegado aquella maleabilidad se hizo evidente cuando Athaclena notó sus mejillas mojadas. Sintiéndose muy desgraciada, se secó las saladas lágrimas: las primeras de su vida.

Así la encontraron sus ayudantes horas después, cuando regresaron de las gestiones que ella les había encomendado: sentada al borde de una pequeña y lodosa charca, mientras los vientos de otoño soplaban entre las copas de los árboles y enviaban grávidas nubes en dirección este, hacia las grises montañas.

62. GALÁCTICOS

El Suzerano de Costes y Prevención estaba preocupado. Todos los signos indicaban un cambio, pero la aparente dirección de las cosas no era de su agrado.

Al otro extremo del pabellón, el Suzerano de Rayo y Garra paseaba nervioso ante sus ayudantes, más erguido y majestuoso que nunca. Bajo sus desarregladas plumas externas se veía un difuso brillo rojizo. A ninguno de los gubru presentes podía pasarle inadvertida la presencia de aquel color. Pronto, tal vez dentro de un ciclo de doce días, el proceso habría progresado más allá del punto sin retorno.

Las fuerzas de ocupación tendrían una nueva reina.

El Suzerano de Costes y Prevención reflexionaba sobre la injusticia de todo aquello mientras se arreglaba las plumas. Las suyas también habían empezado a secarse, pero todavía no presentaban signos discernibles de color.

Primero había sido elevado al puesto de candidato y jefe de la burocracia, tras la muerte de su predecesor. Siempre había soñado con un destino así, ¡pero no con formar parte de un Triunvirato ya maduro! Cuando eso sucedió, encontró a sus compañeros en camino hacia la sexualidad y él se vio forzado a ponerse velozmente a su altura.

Al principio eso pareció difícil pero luego, para sorpresa de todos, logró ganar muchos puntos. Descubrir la estupidez en que habían caído los otros dos durante el interregno permitió al Suzerano de Costes y Prevención efectuar unos importantes saltos hacia adelante.

Entonces se alcanzó un nuevo equilibrio. El almirante y el sacerdote habían resultado ser unos brillantes defensores de sus posiciones políticas.

Pero se suponía que la Muda tenía que decidirse a partir de la corrección de la política. Se suponía que el premio tenía que ser para el líder cuyos conocimientos demostraran ser los más adecuados. ¡Ésa era la forma!

No obstante, el Suzerano sabía que aquellas cuestiones se decidían a menudo por circunstancias fortuitas o por peculiaridades del metabolismo.

O por alianza de dos en contra del tercero, reflexionó. El Suzerano de Costes y Prevención se preguntó si había sido inteligente apoyar al militar contra el sacerdote durante las últimas semanas, dando al almirante una ventaja casi insuperable.

¡Pero no existía otra opción! Tenía que enfrentarse al sacerdote ya que el Suzerano de la Idoneidad parecía haber perdido todo control.

Al principio había surgido ese absurdo acerca de los garthianos. Si el anterior burócrata permaneciera vivo, tal vez hubiera podido evitar aquella extravagancia. Pero tal como había ocurrido todo, se habían dilapidado grandes cantidades: se había mandado traer una nueva sección de la Biblioteca Planetaria, se habían enviado peligrosas expediciones a las montañas y se había empezado a construir una derivación hiperespacial para una Ceremonia de Adopción, antes de tener confirmación de que existía algo que adoptar.

Luego estaba el tema de la recuperación ecológica. El Suzerano de la Idoneidad insistía en que era esencial poner de nuevo en marcha sobre Garth el programa de los terrestres, al menos a un mínimo nivel. Pero el Suzerano de Rayo y Garra se negaba obstinadamente a que ningún humano saliese de las islas. Así que, a un precio muy elevado, se había conseguido ayuda desde fuera del planeta. Una nave llena de jardineros unten, neutrales en la actual crisis, estaba en camino. ¡Pero sólo el Gran Huevo sabía cómo les iba a pagar!

Ahora que la derivación hiperespacial estaba casi terminada, tanto el Suzerano de Rayo y Garra como el Suzerano de la Idoneidad estaban dispuestos a admitir que los rumores sobre los garthianos no eran más que un engaño tymbrimi. Pero, ¿iban a permitir que se parasen las obras de construcción?

No, al parecer cada uno tenía sus razones para querer que se terminasen. Si el burócrata hubiera estado de acuerdo, eso habría supuesto un consenso, un paso hacia la política que tanto deseaban los Maestros de la Percha. Pero ¿cómo iba a estar de acuerdo con tal estupidez?

El Suzerano de Costes y Prevención pió desalentado. El Suzerano de la Idoneidad había llegado tarde a otro coloquio. Su pasión por la rectitud no se extendía, al parecer, a la cortesía para con sus compañeros.

En esta etapa, la inicial competitividad entre los candidatos, tendría que haber empezado a transformarse en respeto, y luego en cariño, para llegar finalmente al verdadero acoplamiento. Pero ahí estaban, al borde de la Muda, y ejecutando aún la danza de la mutua aversión.

El Suzerano de Costes y Prevención no se sentía feliz por el modo en que se estaban desarrollando las cosas, pero al menos estaría satisfecho si todo continuaba en la misma dirección que hasta ahora y si finalmente el Suzerano de la Idoneidad se veía obligado a bajar de su altiva percha.

Un ayudante se aproximó al jefe de la burocracia y éste tomó la plancha de mensajes que le tendía. Tras enterarse de su contenido, permaneció pensativo.

Fuera había una conmoción…, sin duda el tercer compañero llegaba por fin. Pero el Suzerano de Costes y Prevención aún consideró durante unos instantes el mensaje que había recibido de sus espías.

Pronto, sí, pronto. Pronto comprenderemos los planes secretos, planes que tal vez no sean una buena política. Quizás entonces veamos un cambio, un cambio en la sexualidad… pronto.

63. FIBEN

Le dolía la cabeza.

En sus tiempos de estudiante en la Universidad, también se había visto obligado a estudiar hora tras hora durante muchos días, para preparar los exámenes. Fiben nunca se había considerado un chimp inteligente y los exámenes solían ponerlo enfermo aun antes de enfrentarse a ellos.

Pero en aquella época, al menos, había también actividades adicionales, viajes a casa y «momentos de respiro», en los que un chimp podía descansar y divertirse.

Y, en la Universidad, algunos de los profesores le gustaban. Pero en aquel momento, ya no podía aguantar a Gailet Jones ni un minuto más.

—¿Así que crees que la Sociología Galáctica es pesada y aburrida? —le recriminaba Gailet después de que él hubiera tirado los libros al suelo enojado y se dedicara a pasear nervioso por el otro extremo de la celda—. Bueno, lo siento, pero la asignatura no es Ecología Planetaria. De ser así, tú podrías ser el profesor y yo la alumna.

—Gracias por reconocer tal posibilidad —bufó Fiben—. Empezaba creer que lo sabías todo.

—Eso no es justo. —Gailet dejó a un lado el pesado tomo que tenía sobre las rodillas—. Sabes que faltan pocas semanas para la ceremonia. En tales circunstancias, puede ser que tú y yo tengamos que hacer de portavoces de toda nuestra raza. ¿No debemos intentar prepararnos lo mejor posible?

—¿Y cómo estás tan segura de saber qué conocimientos se considerarán importantes? ¿Quién puede decir si la Ecología Planetaria no será entonces un tema crucial?

—Podría serlo perfectamente. —Gailet se encogió de hombros.

—O la mecánica, o la navegación espacial, o… el beber cerveza a grandes tragos, o la aptitud sexual.

—En ese caso nuestra raza tendrá la suerte de que tú seas su representante ¿no? —le espetó ella. Se miraron en silencio unos instantes. Finalmente Gailet alzó una mano—. Lo siento, Fiben. Sé que todo esto te resulta fastidioso, pero yo tampoco he pedido que me pusieran en esta situación.

No, pero eso no importa, pensó Fiben. Tu has sido designada para ello. Los neochimps nunca encontrarían a una chima más racional, sosegada y autocontrolada, cuando la ocasión lo requiere.

—Y, por lo que respecta a la Sociología Galáctica, Fiben, tú ya sabes que hay muchas razones por las que se considera el tópico esencial.

Ahí estaba otra vez, esa mirada en los ojos de Gailet. Fiben sabía que eso significaba que en sus palabras había diversos niveles.

Superficialmente, ella quería decir que los dos representantes de los chimps tenían que conocer el protocolo adecuado y pasar un buen número de rigurosas pruebas, durante los Rituales de Aceptación, o los oficiales del Instituto de Elevación declararían nulas las ceremonias.

El Suzerano de la Idoneidad había dejado muy claro que si eso ocurría, las consecuencias serían terriblemente desagradables.

Pero había otra razón por la que Gailet quería que él supiera tanto como le fuera posible. Pronto estaremos en una situación desde donde no habrá retorno… cuando ya no podamos echarnos atrás en nuestra decisión de cooperar con el Suzerano. Gailet y yo no podemos discutirlo abiertamente porque los gubru pueden estar escuchando todo el tiempo. Tendremos que actuar de mutuo acuerdo, y eso para ella significa que tengo que estudiar mucho.

¿O era simplemente que Gailet no quería cargar con todo el peso de la decisión cuando llegase el momento?

Fiben sabía mucho más sobre civilización galáctica que antes de su captura, tal vez mucho más de lo que nunca había querido saber. Los embrollos de una cultura de tres mil millones de años de antigüedad, formada por mil clanes pendencieros de tutores y pupilos, vagamente unidos por una red de arcaicos institutos y tradiciones, eran algo que le hacía sentir vértigos. La mitad de las veces acababa hastiado y cínicamente convencido de que los galácticos eran poco más que poderosos mozuelos mal criados que combinaban las peores cualidades de las viejas naciones-estado de la Tierra antes de la madurez de la Humanidad.

Pero entonces aparecía algo y Gailet le explicaba alguna tradición o principio que demostraba su extraña sutileza y su bien ganada sabiduría, desarrollada durante cientos de millones de años.

—Estaba llegando a un punto en que ya no sabía que pensar.

—Necesito que me dé el aire —le dijo—. Me voy a dar un paseo. —Fue hacia el perchero y cogió su abrigo—. Volveré más o menos dentro de una hora.

Dio unos golpecitos a la puerta y ésta se abrió. La cruzó y volvió a cerrarla a sus espaldas sin mirar atrás.

—¿Necesitas escolta, Fiben?

La chima Sylvie introducía datos en un ordenador. Llevaba un sencillo vestido de manga larga que le llegaba hasta los tobillos. Al verla así, resultaba difícil imaginársela sobre el montículo de la danza en «La Uva del Simio», llevando a una multitud de chimps al borde de la violencia. Su sonrisa era titubeante, casi tímida, y aquella noche parecía más nerviosa que de costumbre.

—¿Y si te digo que no? —le preguntó. Pero antes de que Sylvie pudiera alarmarse, sonrió y continuó—. Era una broma. Claro, Sylvie. Asígname a Rover Doce. Es un viejo globo muy simpático y no asusta demasiado a los nativos.

—Robot de vigilancia RVG-12, registrado como escolta de Fiben Bolger en su salida al exterior —dijo ella ante el ordenador.

A sus espaldas se abrió una puerta, en el extremo del pasillo, y apareció flotando un globo de vigilancia remota, una sencilla versión de los robots de batalla, cuya única misión consistía en acompañar a un prisionero y vigilar para que no se escapara.

—Que tengas un paseo agradable, Fiben.

—¿Es que pueden ser de otra clase para un prisionero? —guiñó el ojo a Sylvie, y fingió una actitud dura.

El último paseo, se dijo. El que te lleva a la horca.

—Vamos, Rover —lo llamó con una amistosa seña. La puerta silbó al tiempo que se deslizaba para dejarlo salir a una desapacible tarde de otoño.

Desde su captura habían cambiado muchas cosas. Las condiciones de su encarcelamiento se habían ido suavizando a medida que Gailet y él parecían ir cobrando importancia para el inescrutable plan del Suzerano de la Idoneidad. Sigo odiando este sitio, pensaba Fiben mientras bajaba las escaleras de cemento y se dirigía hacia la puerta exterior atravesando un descuidado jardín. En los ángulos de la alta pared giraban unos complejos robots de vigilancia. Cerca de la puerta, Fiben se encontró con los chimps guardianes.

Por fortuna, Puño de Hierro no se hallaba presente, pero ]os otros marginales que estaban allí no eran mucho más amables. Aunque los gubru aún pagaban sus servicios, parecía que sus jefes habían desertado recientemente. El programa de Elevación en Garth no había sido alterado y tampoco se había invertido la pirámide eugenésica. El Suzerano ha intentado encontrar fallos en el sistema de Elevación de los neochimps, pensó Fiben. Pero no lo debe de haber logrado. De otro modo, ¿por qué está preparando a un carnet azul y a un carnet blanco, como nosotros, para su ceremonia?

De hecho, al utilizar marginales como ayudantes, a los invasores les había salido el tiro por la culata: la población chimp se sentía ofendida.

Entre Fiben y los guardianes de los trajes con cremallera nunca se intercambiaban palabras. El ritual estaba bien determinado. Él los ignoraba y ellos le provocaban, pero sin atreverse a llegar tan lejos como para que él pudiera quejarse. En cierta ocasión, cuando el que tenía que abrirle se demoró demasiado con las llaves, Fiben se limitó a dar media vuelta y volver a entrar en el edificio. Ni siquiera comentó nada con Sylvie. Pero en su siguiente salida aquellos guardias no estaban, y ya no volvió a verlos más.

Esta vez, obedeciendo a un impulso, Fiben rompió la tradición y les habló.

—Qué tiempo tan agradable ¿no?

El más alto de los dos marginales lo miró con sorpresa. Ese chimp tenía algo que a Fiben le parecía familiar, aunque estaba seguro de que nunca lo había visto antes.

—Tú bromeas ¿no? —El guardián levantó la vista hacia unos amenazadores cumulonimbos. Se acercaba un frente frío y la lluvia no tardaría en caer.

—Sí, bromeo —sonrió Fiben—. En realidad, hay demasiado sol para mi gusto.

El guardián lo miró con acritud y se hizo a un lado. La puerta se abrió con un chirrido y Fiben salió a un callejón lateral, con muros cubiertos de hiedra. Ni Gailet ni él habían visto nunca a sus vecinos. Los chimps locales preferían mantenerse alejados del grupo de Puño de Hierro y de los robots de vigilancia alienígenas.

Silbaba mientras caminaba hacia la bahía, intentando ignorar el flotante globo y vigilante que lo seguía a un metro de distancia. La primera vez que le habían permitido salir de esta forma, evitó las zonas más concurridas de Puerto Helenia y se limitó a caminar por callejones y por el sector industrial, ahora casi totalmente abandonado. Esta vez tampoco se acercó al centro comercial, pues allí los chimps se pararían a mirarlo, pero ya no sentía necesidad de evitar por completo a la gente.

En otras ocasiones había visto chimps que también iban acompañados por globos de vigilancia. Primero creyó que eran prisioneros como él. Los chimps y las chimas con ropas de trabajo se apartaban para dejarles paso y evitar su proximidad.

Después empezó a notar diferencias. Esos otros chimps escoltados, vestían finas ropas y caminaban con porte majestuoso. Los ojos facetados y las armas de los globos de vigilancia apuntaban hacia afuera, en lugar de apuntar a quienes escoltaban. Traidores, había pensado Fiben. Sintió una gran satisfacción al ver las miradas que muchos ciudadanos chimps lanzaban a esos colaboradores de alto nivel después de que hubieran pasado: miradas de sombrío y mal disimulado desdén.

Tras aquello, cuando regresó a la celda, estampó orgullosamente las letras P-R-I-S-I-O-N-E-R-O en la espalda de su abrigo. Desde entonces, las miradas que recibía eran mucho menos frías. Eran miradas de curiosidad y quizá de respeto.

El globo estaba programado para no dejarlo hablar con la gente. Una vez, una chima tiró un papel doblado en su camino. Fiben quiso probar la tolerancia de la máquina y se agachó a recogerlo…

Cuando recobró la conciencia, el globo lo había agarrado y lo llevaba de vuelta a la celda. Pasaron varios días hasta que se le permitió salir de nuevo.

No tenía importancia. Mereció la pena. La noticia había corrido por toda la ciudad y, a partir de entonces, los chimps y chimas lo saludaban con la cabeza cuando pasaba junto a ellos en los mercados y en las largas colas del racionamiento. Algunos incluso le enviaban pequeños mensajes de ánimo en el lenguaje manual.

No nos han cambiado, pensó Fiben con orgullo. Unos cuantos traidores no eran importantes; lo que contaba era el comportamiento de la gente en su conjunto. Fiben recordó haber leído que durante la más horrible de las guerras mundiales en la Tierra, antes del Contacto, los ciudadanos de la pequeña nación de Dinamarca habían resistido todos los esfuerzos hechos por los conquistadores nazis para deshumanizarlos y se habían comportado con una asombrosa unidad y decencia. Era una historia que merecía la pena emular.

Resistiremos, les respondía con el lenguaje de las manos. La Tierra no olvida y vendrá a ayudarnos.

Se agarraba a aquella esperanza, por duras que se pusieran las cosas. Mientras aprendía de Gailet la sutileza de las leyes galácticas, había comprendido que, aunque volviera la paz a los brazos de la espiral, eso no bastaría para expulsar a los invasores. Había muchos trucos que un clan tan antiguo como el de los gubru conocía, modos de invalidar el arrendamiento de un clan más débil sobre un planeta como Garth. Era evidente que una facción de aquellos enemigos pajariles quería terminar con la presencia de la Tierra en el planeta y apoderarse de éste.

Fiben sabía que el Suzerano de la Idoneidad había buscado en vano pruebas cíe una mala actuación terrestre en la recuperación ecológica de Garth. Pero ahora, después de la forma en que las fuerzas de ocupación habían destruido décadas de dura labor, ya no se atrevían a plantear aquel asunto.

El Suzerano también había pasado muchos meses persiguiendo a los escurridizos garthianos. Si esos misteriosos presensitivos hubiesen existido, la reivindicación sobre ellos hubiera justificado hasta el último céntimo gastado. Por fin habían comprendido que se trataba de una broma pesada de Uthacalthing, pero eso no había puesto fin a sus esfuerzos.

Desde el comienzo de la invasión, los gubru habían tratado de encontrar fallos en la forma en que eran elevados los neochimpancés, y el hecho de que, al parecer, aceptaran, la existencia de chimps maduros, como Gailet, no significaba que hubieran abandonado su empeño.

Estaba, además, la historia de esa maldita Ceremonia de Aceptación, cuyas implicaciones aún se le escapaban, por más que Gailet intentara explicárselas.

Mientras caminaba por las calles dando puntapiés a las hojas arrastradas por el viento, apenas si veía a los chimps que pasaban junto a él, debido a que algunos fragmentos de las lecciones de Gailet ocupaban su mente.

—… los pupilos pasan por fases, cada una de las cuales está marcada por las ceremonias impuestas por el Instituto Galáctico de Elevación… Esas ceremonias son caras y pueden ser bloqueadas mediante maniobras políticas. Que los gubru se ofrezcan a financiar y apoyar una ceremonia para los pupilos de los lobeznos humanos es un hecho sin precedentes… Y el Suzerano se ofrece también a conminar a los suyos a una nueva política que lleve, al cese de las hostilidades con la Tierra…

…Hay, por supuesto, una trampa…

Oh. Fiben ya se imaginaba que habría una trampa!

Sacudió la cabeza como para alejar de ella todas aquellas palabras. Había algo anormal en Gailet. La Elevación estaba muy bien y ella podía ser un ejemplo inigualable dentro de los neochimps, pero no era natural pensar y hablar tanto sin darle al cerebro alguna tregua.

Finalmente, llegó a una zona de los muelles donde estaban amarrados los botes de pesca para resguardarlos de la tormenta que se aproximaba. Los pájaros marinos piaban y se sumergían, intentando pescar el último bocado de comida antes de que las aguas estuviesen demasiado picadas. Uno de ellos se acercó a Fiben demasiado y fue recompensado por «Rover», el robot vigilante, con un toque de aviso. El pájaro, que no tenía más relación biológica que el propio Fiben con las aves invasoras, graznó furioso y se alejó hacia el oeste.

Fiben tomó asiento en el borde del muelle y sacó del bolsillo medio bocadillo que había guardado durante el día. Comenzó a masticar en silencio, contemplando las nubes y el agua. Por unos instantes, al menos, pudo dejar de pensar y de preocuparse. Y en el interior de su cabeza no resonaban palabras.

En esos momentos le habría bastado con un plátano, una cerveza y libertad para ser totalmente feliz.


Aproximadamente una hora más tarde, «Rover»» empezó a zumbar con insistencia. El robot de vigilancia maniobró hasta una posición en que se interponía entre él y el agua, sin dejar de moverse.

Fiben se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa. Recorrió el muelle en dirección inversa y se dirigió hacia su prisión urbana entre remolinos de hojas secas. Con aquel viento, quedaban ya muy pocos chimps en las calles.

Cuando llegó ante la puerta, el guardia de rostro familiar frunció el ceño pero se apresuró a dejarlo entrar. Siempre resulta más fácil entrar en la cárcel que salir, pensó Fiben.

Sylvie seguía en su escritorio.

—¿Has tenido un buen paseo, Fiben?

—Hum. Deberías venir alguna vez. Podríamos pararnos en el parque y te haría mi imitación de Chita. —Le hizo un guiño amistoso.

—Ya la he visto, ¿no te acuerdas? No me impresionó mucho, la verdad. —El tono de Sylvie no estaba muy de acuerdo con la broma. Parecía tensa—. Vamos, Fiben, voy a guardar a «Rover».

—De acuerdo. —La puerta silbó al abrirse—. Buenas noches, Sylvie.

Gailet estaba sentada en la alfombra frente a la holo-pared, que en aquel momento mostraba la escena de una calurosa sabana cubierta de calina. Levantó la vista del libro que tenía en su regazo y se quitó las gafas.

—Hola. ¿Te sientes mejor?

—Sí. Discúlpame por lo de antes. Supongo que estaba cansado de estas cuatro paredes. Ahora me pondré otra vez a estudiar.

—No hace falta, por hoy ya hemos terminado. —Dio unos golpecitos en la alfombra—. ¿Por qué no te sientas aquí y me rascas la espalda? Luego te la rascaré yo.

No tuvo que pedírselo dos veces. Tenía que reconocer que Gailet era una compañera perfecta para esos juegos. Se quitó el abrigo y se sentó tras ella. La chima apoyó indolentemente la mano en la rodilla de Fiben mientras éste empezaba a recorrerle el pelo con los dedos. Gailet cerró los ojos en seguida y comenzó a respirar con suaves y casi inaudibles suspiros.

Resultaba frustrante tratar de definir la relación que tenía con ella. No eran amantes. Para las chimas esto sólo era posible durante ciertos momentos de sus ciclos corporales, y Gailet había dejado claro que tenía un sentido muy privado de la sexualidad, como las hembras humanas. Fiben lo había comprendido y nunca la había presionado.

El problema está que no podía quitársela de la cabeza.

Se dijo a sí mismo que no tenía que confundir su impulso sexual con otras cosas. Tal vez esté obsesionado con ella, pero no loco por ella. Hacer el amor con aquella chima implicaba un nivel de sometimiento que no estaba seguro de querer aceptar.

Mientras le masajeaba la espalda encontró muchos nudos de tensión.

—Oye, estás muy tensa. ¿Qué te pasa? ¿Es que los malditos gu… —Gailet le propinó un fuerte pellizco en la rodilla sin cambiar siquiera de postura, y Fiben cambió rápidamente lo que iba a decir— …guardianes te han molestado? ¿Se han propasado contigo esos marginales?

—¿Y qué si lo hubieran hecho? ¿Qué podrías hacer tú? ¿Salir ahí fuera y defender mi honor? —Rió, y Fiben notó que todo su cuerpo se relajaba.

Pero ocurría algo. Nunca había visto a Gailet tan tensa.

De pronto, mientras le rascaba la espalda, sus dedos tocaron un objeto incrustado en el pelo… algo redondo, delgado, como un disco.

—Me parece que eso es un nudo de pelo —se apresuró a decir Gailet cuando él intentó quitarlo—. Ten cuidado, Fiben.

—De acuerdo —se inclinó más—. Sí, tienes razón. Es un nudo. Voy a tener que desenredarlo con los dientes.

Cuando acercó la cara vio cómo la espalda de ella se estremecía y se sintió inundado por su dulce aroma. ¡Justo lo que pensaba, una cápsula de mensajes! Al aproximar el ojo, el pequeño proyector holo se iluminó. El haz de luz penetró en su iris y se ajustó automáticamente para enfocar su retina.

Se trataba sólo de unas cuantas líneas de texto. Pero lo que leyó le hizo pestañear de sorpresa. ¡Era un documento escrito en su propio nombre!


DECLARACIÓN DE POR QUÉ ESTOY HACIENDO ESTO. REGISTRADA POR EL TENIENTE FIBEN BOLGES, NEOCHIMPANCÉ.

AUNQUE ESIDO TRATADO BIEN DESDE QUE ME CAPTURARON Y APRECIO EL TIPO DE ATENCIÓN QUE SE MEA DADO, ME TEMO QUE TENGO QUE SALIR DE AQUÍ. LA GUERRA CONTINÚA Y ES MI DEBER ESCAPAR SI PUEDO.

MI INTENTO DE FUGA NO SIGNIFICA NINGÚN INSULTO AL SUZERANO DE LA IDONEIDAD O AL CLAN DE LOS GUBRU. ES SÓLO QUE MI LEALTAD A LOS HUMANOS Y A MI CLAN ME EMPUJAN HA HACER ESTO.


Bajo el texto había un punto que centelleaba en color rojo, como esperando. Fiben parpadeó. Se apartó un poco, y el mensaje desapareció.

Por supuesto él conocía aquella clase de grabaciones. Todo lo que tenía que hacer era mirar al punto rojo intensamente y el disco registraría su declaración, junto con el diseño de su retina. El documento lo ligaría tanto como un papel firmado.

¡Escapar! El solo pensamiento hizo que se le acelerase el corazón. Pero… ¿cómo?

No había dejado de advertir que en el registro sólo constaba su nombre. Si Gailet hubiese querido ir con él, sin duda habría incluido el suyo.

Y aun en el caso de que fuera posible, ¿sería correcto hacerlo? Al parecer el Suzerano de la Idoneidad le había elegido como compañero de Gailet en la empresa más compleja y posiblemente más arriesgada de la historia de su raza. ¿Cómo iba Fiben a desertar en una ocasión como aquélla?

Acercó de nuevo el ojo y leyó el mensaje otra vez, pensando rabiosamente.

¿Cuándo había tenido Gailet la oportunidad de escribir algo así? ¿Estaba de algún modo en contacto con miembros de la Resistencia?

Había además otra cosa que sorprendió a Fiben negativamente. No eran sólo las faltas de ortografía y una sintaxis muy poco erudita. A la primera ojeada, Fiben comprendió que el texto necesitaba unas cuantas correcciones para ser aceptable.

Era evidente que lo había escrito otra persona, y Gailet se limitaba a pasárselo para que lo leyera.

—Hace un rato entró Sylvie —dijo Gailet—. Nos rascamos la una a la otra y tuvo problemas con el mismo nudo.

¡Sylvie! Por eso la chima estaba tan nerviosa cuando la encontró.

Fiben lo consideró atentamente, como si intentase ensamblar un rompecabezas. Sylvie había puesto el disco en la piel de Gailet… No, seguramente lo llevaría puesto ella, se lo dejaría leer a Gailet y luego, con su permiso, lo colocaría en su espalda.

—Tal vez estaba equivocada respecto a Sylvie —prosiguió Gailet—. Después de todo, creo que es una chima muy simpática. No estoy segura de hasta qué punto es fiable, pero me parece bastante sólida y profunda.

¿Y ahora qué le estaba diciendo Gailet? ¿Que aquélla no era en absoluto la idea que tenía de Sylvie? Seguramente Gailet había tenido que considerar la propuesta de la otra chima sin poder hablar en voz alta, y tampoco podría darle a él ningún consejo. Al menos, sincero.

—Es un nudo muy difícil —dijo Fiben—. Lo intentaré de nuevo dentro de un minuto.

—De acuerdo. Tómate tu tiempo. Estoy segura de que lo desenredarás.

Le alisó el pelo en otra zona, cerca del hombro derecho, pero los pensamientos de Fiben estaban muy lejos de allí.

Vamos, piensa, se conminó a sí mismo.

Pero todo le parecía terriblemente oscuro. Los extravagantes equipos de pruebas del Suzerano debieron de cometer un desliz cuando lo seleccionaron como a un neo-chimp «adelantado». En aquel momento, Fiben se sentía lejos de considerarse un verdadero ejemplo de ser sapiente.

Muy bien, se concentró. Se me ofrece la oportunidad de escapar. Ante todo, ¿es válida esa oportunidad?

Por un lado, Sylvie podría ser un reclamo y su oferta una trampa. ¡Pero aquello era absurdo! Por otro, Fiben nunca había dado su palabra, nunca había prometido no escapar si se le presentaba la ocasión. De hecho, como oficial de Terragens, era su deber intentarlo, en especial si podía hacerlo cortésmente, de una forma que satisficiera el puntillo galáctico.

En realidad, aceptar la oferta podía ser la respuesta correcta. Si aquello era otro de los tests de los gubru, la respuesta adecuada era decir que sí. Podía satisfacer a los inescrutables ETs y demostrarles que conocía bien las obligaciones de un pupilo.

Entonces, la oferta podía ser real. Fiben recordó lo agitada que estaba Sylvie hacía un rato. Había sido muy amable con él durante las últimas semanas y cualquier chimp odiaría pensar que todo había sido una comedia.

De acuerdo, pero si es real, ¿cómo se propone llevar a cabo la fuga?

Sólo había una forma de saberlo y era preguntárselo a ella. Cualquier intento de fuga implicaría engañar al servicio de vigilancia. Quizás existía una forma de hacerlo, pero Sylvie sólo podría utilizarla una vez. Cuando Gailet y él empezaran a hacerle preguntas en voz alta, la decisión ya tendría que estar tomada.

Así que lo que debo decidir es si le digo a Sylvie: «De acuerdo, vamos a oír tu plan.» Si lo hago, tengo que estar ya dispuesto a irme.

Sí, pero ir ¿adonde?

Sólo había una respuesta, por descontado. A las montañas, a informar a Athaclena y a Robert de todo lo que sabía. Aquello significaba que, además de salir de aquella cárcel, tendría que hacerlo de Puerto Helenia.

—Los soro cuentan una historia —dijo Gailet en voz baja. Tenía los ojos cerrados y parecía casi totalmente relajada mientras él le rascaba el hombro—. Cuentan que cierto guerrero paha, en la época en que los paha estaban en el camino de la Elevación… ¿quieres oírla?

—Claro, que sí, cuéntamela, Gailet —asintió Fiben intrigado.

—Bueno. Seguro que has oído hablar de los paha. Son unos bravos guerreros y muy leales a sus tutores, los soro. En aquella época salían muy airosos de las pruebas a que eran sometidos por el Instituto de Elevación. Así que, un día, los soro decidieron darles alguna responsabilidad y mandaron a varios de ellos a proteger a un emisario que se dirigía al Clan de las Siete Rotaciones.

—Las Siete Rotaciones… son una civilización mecánica, ¿verdad?

—Sí, pero no están proscritos. Son una de las culturas mecánicas que entraron a formar parte de la sociedad galáctica como miembros honorarios. Dentro del brazo de la espiral ocupan casi siempre zonas de alta densidad que no son apropiadas para las razas respiradoras de oxígeno ni para las de nitrógeno.

¿Adonde quiere ir a parar?, se preguntó Fiben.

—Bueno, pues el embajador soro estaba negociando con los desastrados dirigentes de las Siete Rotaciones cuando, de pronto, nuestro escolta paha detectó algo fuera, en el límite del sistema local y fue a investigar.

»Bien, quiso la suerte que saliera para encontrar a una nave de carga de las Siete Rotaciones bajo el ataque de varias máquinas vagabundas.

—¿Guerreros invulnerables? ¿Destructores de planetas?

—Lees demasiada ciencia ficción, Fiben —se estremeció Gailet—. No, sólo unos cuantos robots proscritos que querían adueñarse de un botín. El escolta paha llamó pidiendo instrucciones y, como no recibió respuesta, decidió tomar la iniciativa y se lanzó sobre ellos disparando los cañones.

—Déjame adivinarlo. Salvó la nave de carga.

—Sí —asintió ella—. Hizo pedazos a los piratas. Los de las Siete Rotaciones quedaron muy agradecidos y así, un negocio que no era cuestionable, se convirtió en algo provechoso para los soro.

—Y él se convirtió en héroe.

—No —Gailet sacudió la cabeza—. Regresó a casa en la ignominia, por haber actuado por su cuenta sin ningún tipo de guía.

—Los ETs están locos —murmuró Fiben.

—No, Fiben. —Le tocó la rodilla—. Es una cuestión importante. Alentar la iniciativa en una nueva raza de pupilos está bien, pero no durante unas delicadas negociaciones a nivel galáctico. ¿Pondrías en manos de un niño inteligente una planta de energía termonuclear?

Fiben entendió adonde quería ir a parar Gailet. A ambos se les había ofrecido un trato que parecía muy generoso para la Tierra, al menos en apariencia. El Suzerano de la Idoneidad se había ofrecido a financiar una importante Ceremonia de Aceptación para los neochimps. Los gubru iban a dejar de lado su política de obstaculizar la tutoría de los humanos e iban a poner fin a sus hostilidades con la Tierra. Lo único que el Suzerano quería a cambio era que Fiben y Gailet, mediante desviación hiperespacial, contasen a las Cinco Galaxias lo buenos que eran los gubru.

Para el Suzerano era un gesto destinado a guardar las apariencias, y para la Tierra podía significar un importante golpe maestro.

Pero Fiben se preguntaba si Gailet y él tenían derecho a tomar tal decisión. ¿Habría otras ramificaciones más allá de lo que ellos alcanzaban a ver? ¿Unas ramificaciones potencialmente mortales?

El Suzerano de la Idoneidad les había dicho que tenía sus razones para no permitirles consultar con los humanos internados en las prisiones insulares. Su rivalidad con los otros Suzeranos estaba llegando a una fase crítica, era posible que éstos no apoyaran sus planes. El Suzerano de la Idoneidad necesitaba de la sorpresa para vencerlos presentando un hecho consumado.

Fiben encontraba algo falso en esa explicación. Pero los alienígenas son tan extraños como su nombre indica. No podía imaginar ninguna sociedad con base en la Tierra que funcionara de aquel modo.

¿Gailet le estaba diciendo que tenían que retirarse de la ceremonia? ¡Bien! Que lo decidiera ella. En definitiva, no tenían más que decir que no.… respetuosamente, desde luego.

—La historia no termina aquí —dijo Gailet.

—¿Hay más?

—Oh, sí. Unos años más tarde, los clanes de las Siete Rotaciones aportaron pruebas de que el guerrero paha había hecho todos los esfuerzos posibles para pedir instrucciones antes de intervenir, pero que las condiciones del subespacio no habían permitido que pudiera establecer la comunicación.

—¿Y entonces?

—Entonces los soro lo vieron de otro modo. Primero habían considerado que él había asumido una responsabilidad que no le correspondía. Luego decidieron que había obrado lo mejor que pudo. El escolta fue exonerado de culpa a título póstumo y a sus herederos se les concedieron derechos especiales de Elevación.

Se produjo un largo silencio. Ninguno de los dos habló mientras Fiben reflexionaba. De repente lo vio todo claro.

Es el esfuerzo lo que cuenta. Eso es lo que ella ha querido decirme. Sería imperdonable que cooperáramos con el Suzerano sin intentar antes consultar a nuestros tutores. Tal vez fracase, seguramente fracasaré, pero debo intentarlo.

—Vamos a ver qué pasa con ese nudo. —Se inclinó sobre su espalda y acercó el ojo a la cápsula de mensaje. Aparecieron de nuevo las líneas de texto y el punto rojo centelleante. Miró directamente a la expectante gota roja y se concentró con todas sus fuerzas.

Estoy de acuerdo con esto.

El punto cambió de color de inmediato. ¿Y ahora qué?, se preguntó Fiben al tiempo que se apartaba de la cápsula.


La respuesta le llegó un momento más tarde cuando la puerta se abrió sin ruido. Entró Sylvie, con el mismo vestido largo hasta los tobillos, y se sentó frente a ellos.

—El sistema de vigilancia está desconectado. Le he puesto a las cámaras una cinta de circuito cerrado. Podemos contar con una hora antes de que el ordenador empiece a sospechar algo.

Fiben arrancó el disco del pelo de Gailet y ella extendió la mano.

—Déjamelo un minuto —dijo, y se apresuró a meter la cápsula en su ordenador personal—. No quiero ofenderte, Sylvie, pero el texto necesita una corrección. Después Fiben puede firmarlo.

—No me ofendo. Ya sabía que tendríais que cambiarlo. Lo único que pretendí es que fuera lo suficientemente claro para que pudierais entender lo que yo ofrecía.

Había ocurrido todo tan deprisa… y sin embargo Fiben ya notaba la adrenalina zumbar en sus venas.

—Así que me voy.

Nos vamos —corrigió Sylvie—. Tú y yo. Ya he preparado las provisiones, los disfraces y una forma de salir de la ciudad.

—¿Estás, pues, con los rebeldes?

—Me gustaría, sí, pero esto es una iniciativa personal mía. Lo voy a hacer a cambio de algo.

—¿Qué es lo que pides?

Sylvie movió la cabeza indicando que esperaría a que Gailet atendiese.

—Si los dos estáis de acuerdo con correr el riesgo, saldré al exterior y llamaré al guardián. Lo he elegido cuidadosamente y he tenido que hacer muchos esfuerzos para conseguir que Puño de Hierro lo pusiera en el turno de esta noche.

—¿Y qué tiene ese tipo de especial?

—No sé si te has dado cuenta, Fiben, pero ese marginal se parece bastante a ti, y su constitución también es similar. Lo suficiente como para engañar a los ordenadores de vigilancia durante un buen rato, espero.

¡Por eso el chimp de la puerta le había parecido tan familiar!

—Podemos drogarlo y dejarlo aquí con Gailet mientras yo me pongo sus ropas y utilizo su pase —especuló Fiben concisamente.

—Es mucho más complicado, créeme. —Sylvie parecía nerviosa, cansada—. Pero la idea general es ésa. Él y yo terminamos nuestro turno dentro de veinte minutos, así que tendremos que hacerlo antes.

Gailet se volvió y le tendió la cánsula a Fiben. Éste se la acercó al ojo y leyó atentamente el texto revisado, no porque pensara juzgar el trabajo de Gailet sino porque así podría recitarlo de memoria si conseguía llegar junto a Athaclena y Robert.

Gailet había redactado de nuevo todo el mensaje.


DECLARACIÓN DE PROPÓSITOS: REGISTRADA POR FIBER BOLGER, A-CHIMP-AB-HUMANO, PUPILO CIUDADANO DE LA FEDERACIÓN DE TERRAGENS Y TENIENTE DE LA RESERVA DE LAS FUERZAS DE DEFENSA COLONIALES DE GARTH. AGRADEZCO LA CORTESÍA DE QUE HE SIDO OBJETO DURANTE MI ENCARCELAMIENTO, Y RECONOZCO LAS AMABLES ATENCIONES QUE ME HAN DISPENSADO LOS ELEVADOS Y RESPETADOS SUZERANOS DEL CLAN DE LOS GUBRU. CONSIDERO SIN EMBARGO QUE MI DEBER COMO COMBATIENTE EN LA GUERRA ACTUAL ENTRE MI RAZA Y LA DE LOS GUBRU ME OBLIGA A RECHAZAR RESPETUOSAMENTE MI CONFINAMIENTO, POR CORTÉS QUE ÉSTE SEA. AL INTENTAR ESCAPAR, NO PRETENDO EN MODO ALGUNO MENOSPRECIAR EL HONOR QUE ME HA CONCEDIDO EL ELEVADO SUZERANO AL CONSIDERARME COMO REPRESENTANTE DE MI RAZA. AL CONTINUAR LA HONORABLE RESISTENCIA CONTRA LA OCUPACIÓN GUBRU DE GARTH ESPERO ESTAR COMPORTÁNDOME COMO HA DE HACER TODO PUPILO-SOFONTE, CON LA ADECUADA OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE MIS TUTORES.

ACTÚO AHORA SEGÚN LAS TRADICIONES DE LA SOCIEDAD GALÁCTICA, COMO MEJOR ME HAN SIDO DADAS A ENTENDER.


Sí. Fiben había aprendido lo bastante, bajo la tutela de Gailet, para darse cuenta de que esta versión era mucho mejor. Registró de nuevo su asentimiento y una vez más el punto cambió de color. Devolvió la cápsula a Gailet.

Lo importante es que lo intentemos, se dijo, sabiendo lo desesperanzada que era en realidad su aventura.

—Ahora —dijo Gailet dirigiéndose a Sylvie—, ¿cuál es el precio del que has hablado? ¿Qué es lo que quieres?

Sylvie se mordió el labio. Miraba a Gailet pero señalaba a Fiben.

—Él —se apresuró a decir—. Quiero que lo compartas conmigo.

¿Qué? —Fiben empezó a ponerse de pie pero Gailet lo hizo callar con un gesto.

—Explícate —le pidió ésta a Sylvie.

—No estoy segura del tipo de contrato matrimonial que tenéis. —Sylvie se encogió de hombros.

—¡No tenemos ninguno! —dijo Fiben furioso—. Y ¿qué es todo ese…?

—Cállate, Fiben —le dijo Gailet suavemente—. Es cierto, no tenemos ningún contrato, ni monógamo ni de grupo. ¿Qué es toda esta historia? ¿Qué quieres de él?

—¿No está claro? —Sylvie lanzó una mirada a Fiben—… Cualquiera que fuera antes su rango de Elevación, ahora ya es un carnet blanco. Mira su increíble historial en la guerra y el modo en que derrotó a los ETs, no una sino dos veces, en Puerto Helenia. Cualquiera de esas cosas le hará superar el rango de azul.

»Y ahora el Suzerano le ha propuesto que sea representante de su raza. Ese tipo de distinción no se olvida. Permanecerá, gane quien gane la guerra, tú ya sabes cómo es esto, doctora Jones.

»Él es un carnet blanco y yo lo tengo verde. Y además me gusta su estilo. Así de sencillo —resumió Sylvie.

¿yo, un maldito carnet blanco? Fiben estalló en carcajadas ante lo absurdo de la situación. Empezaba a comprender lo que Sylvie pretendía.

—Gane quien gane la guerra —repitió Sylvie, ignorando tranquilamente a Fiben—, tanto si son los terrestres como los gubru, quiero que mi hijo esté en la cresta de la ola de la Elevación y sea protegido por el Cuadro. Mi hijo tendrá un destino, yo tendré nietos y un lugar en el mañana.

Era evidente que Sylvie se tomaba muy en serio todo aquello. Pero Fiben no estaba de humor para mostrarse simpático. ¡Por toda música celestial metafísica!, pensó. Y ni siquiera hablaba con él. Lo hacía con Gailet, ¡se lo pedía a ella!

—Eh, ¿y yo no tengo nada que decir en todo esto? —protestó.

—Claro que no, tonto —replicó Gailet, sacudiendo la cabeza—. Tú eres un chimp. Un chimp macho tendría relaciones sexuales con una cabra o con una hoja, si no encontrara otra cosa más a mano.

Era una exageración, pero también un ejemplo lo suficientemente verdadero para hacer sonrojar a Fiben.

—Pero…

—Sylvie es atractiva y pronto estará rosa. ¿Qué crees que vas a hacer cuando estés en libertad, si todos hemos decidido por anticipado que tus obligaciones coinciden con tus placeres? No, esta decisión no tienes que tomarla tú. Y ahora, Fiben, te lo digo por última vez, cállate.

Gailet se volvió hacia Sylvie para hacerle una nueva pregunta, pero Fiben ya no podía siquiera oír las palabras. El rugido en el interior de sus orejas ahogaba cualquier otro sonido. En aquel momento sólo fue capaz de recordar al pobre percusionista, a Igor Patterson. No. Oh, Goodall, protégeme.

—… los machos funcionan de ese modo.

—Sí, claro. Pero yo pensaba que entre vosotros había un vínculo, formal o no. La teoría es una cosa, pero puede ser que él tenga un sentido del honor de un kilómetro de largo y que se niegue hasta saber que tú estás de acuerdo.

¿Eso es lo que piensan las hembras de nosotros, en el fondo?, pensó Fiben. Recordaba las clases de «higiene» en la escuela secundaria, cuando los jóvenes chimps machos tenían que asistir a conferencias sobre los derechos de procreación y ver películas sobre enfermedades venéreas. Como los demás chicos, se había preguntado qué aprendían las chimas en aquellos años. ¿Son las escuelas las que les enseñan esta lógica tan fría? ¿O lo aprenden de nosotros a fuerza de problemas?

—Yo no soy su propietaria. —Gailet se encogió de hombros—. Y si tu suposición es cierta, nadie tendrá nunca ese tipo de derecho sobre él, excepto el Cuadro de Elevación. —Frunció el ceño—. Todo lo que te pido es que logres que llegue sano y salvo a las montañas. Él no te tocará hasta entonces, ¿comprendido? Tú recibirás el pago cuando esté a salvo con las guerrillas.

Un macho humano no lo toleraría, pensó Fiben con amargura. Pero claro, los machos humanos no eran criaturas inacabadas, con estatus de pupilos, que «tendrían relaciones sexuales con una cabra o una hoja, si no había otra cosa a mano».

Sylvie asintió en señal de acuerdo. Tendió la mano y Gailet se la estrechó. Permanecieron así unos momentos, mirándose a los ojos, y luego se soltaron.

—Llamaré antes de entrar —dijo Sylvie y se puso en Pie—. Dentro de unos diez minutos. —Al mirar a Fiben lo hizo con expresión satisfecha como si acabase de cerrar con total éxito una transacción comercial—. Para entonces, debes estar preparado —le dijo antes de marcharse.

Cuando hubo salido, Fiben recuperó por fin el habla.

—Presumes demasiado con todas esas teorías y con tanta verborrea, Gailet. ¿Cómo demonios estás tan segura de que…?

—¡No estoy segura de nada! —le espetó, y la confusa y dolida mirada que había en su rostro asombró a Fiben más que cualquier otra cosa de las que habían ocurrido aquella noche.

—Lo siento, Fiben. —Gailet se pasó una mano ante los ojos—. Haz lo que creas más conveniente; pero, por favor, no te ofendas. En estos momentos no estamos en condiciones de ser orgullosos. Y además, Sylvie no pide demasiado, tal como están las cosas, ¿verdad?

Fiben leyó una tensión reprimida en los ojos de Gailet. Su enojo se desvaneció y fue sustituido por la preocupación.

—¿De veras estarás bien?

—Supongo que sí. —Se encogió de hombros—. Probablemente el Suzerano me buscará un nuevo compañero. Y haré todo lo que esté en mis manos para retrasar las cosas el máximo de tiempo posible.

—Tendrás noticias de los humanos, te lo prometo. —Fiben se mordió el labio.

La expresión de Gailet le indicaba que tenía muy pocas esperanzas. Pero sonreía.

—Consíguelo, Fiben. —Alargó la mano y le acarició la cara con dulzura—. Te echaré mucho de menos, ¿sabes?

El momento pasó. Ella retiró la mano y se puso seria de nuevo.

—Es mejor que reúnas todo lo que quieras llevarte. Mientras tanto, hay unas cuantas cosas que te sugiero que comuniques a tu general. ¿Intentarás recordarlas, Fiben?

—Claro. —Pero por unos instantes se entristeció, preguntándose si volvería a ver alguna vez la dulzura que había brillado brevemente en sus ojos. De nuevo recubierta de eficiencia, lo seguía por toda la habitación mientras él preparaba ropa y comida para llevarse. Ella aún continuaba hablando cuando, unos minutos más tarde, llamaron a la puerta.

64. GAILET

Después de que se hubieron marchado, permaneció sentada en la oscuridad con una manta cubriéndole la cabeza, abrazándose las rodillas y balanceándose despacio al ritmo de su soledad.

Su oscuridad no era por completo solitaria. De hecho, hubiera preferido que lo fuera. Gailet oía al chimp que dormía junto a ella, envuelto en las mantas de Fiben, y que respiraba exhalando los débiles vapores de la droga que lo había dejado inconsciente. El guardia margi no se despertaría en muchas horas. Gailet suponía que aquella tranquilidad no duraría tanto como su sueño.

No, no estaba completamente sola, pero Gailet Jones nunca se había sentido tan mutilada, tan aislada.

¡Pobre Fiben! pensó. Tal vez Sylvie tenga razón respecto a él. En realidad, es uno de los mejores chimps que he conocido. Y, sin embargo… sacudió la cabeza. Y sin embargo, él sólo pudo ver una parte de este plan. Y yo no pude contarle el resto, sin revelar lo que sé a los escuchas ocultos.

No estaba segura de si Sylvie era sincera o no. Gailet nunca había sabido juzgar a las personas. Pero apuesto gametos contra zigotos a que Sylvie nunca burló la vigilancia gubru.

Gailet hizo una mueca de desdén ante tal idea: la de que una pequeña chima hubiera podido bloquear los monitores de los ETs sin que éstos lo hubiesen advertido al instante. No, habría sido demasiado fácil. Estaba todo preparado de antemano.

¿Por quién? ¿Por qué? ¿Importaba realmente?

No hemos contado con otra alternativa. Fiben ha tenido que aceptar la oferta.

Gailet se preguntó si volvería a verlo. Si aquello era sólo otra prueba de inteligencia ordenada por el Suzerano, Fiben podría estar de regreso al día siguiente. En ese caso, se le reconocería una «respuesta apropiada»… apropiada para tratarse de un neochimpancé especialmente adelantado, en la vanguardia de su raza pupila.

Gailet se estremeció. Hasta aquella noche no había considerado las implicaciones, pero Sylvie se lo había hecho ver claro. Aunque volvieran a estar juntos, para ellos las cosas ya no serían igual. Si hasta entonces su carnet blanco había sido una barrera entre los dos, el de Fiben sería sin duda un insalvable abismo.

Además, Gailet había empezado a pensar que aquello no era otra prueba preparada por el Suzerano de la Idoneidad, y si no lo era, otra facción de los gubru tenía que ser la responsable de la evasión. Tal vez uno de los otros Suzeranos o…

Gailet hizo un gesto de impotencia. No sabía lo bastante ni para conjeturar. Aquellos datos no eran suficientes. O quizás ella era demasiado estúpida o ciega para ver el entramado.

Alrededor de ellos se desplegaba un juego y cada etapa de éste parecía carecer de posibilidad de retroceso. Fiben tuvo que marcharse aquella noche, independientemente de que la evasión fuera o no una trampa. Ella había tenido que quedarse y luchar contra extravagancias que estaban más allá de su comprensión. Ése era el destino escrito para ella.

Para Gailet era algo familiar esa sensación de ser manipulada, de no tener un poder real sobre su propio destino, pero Fiben apenas estaba empezando a acostumbrarse a eso. Ella había tenido esa sensación como compañera toda su vida.

Algunas religiones de las épocas antiguas de la Tierra habían desarrollado el concepto de predeterminación, la creencia de que todos los acontecimientos estaban ordenados de antemano desde el acto de la creación y que el llamado libre albedrío no era más que una ilusión.

Poco después del Contacto, hacía dos siglos, los filósofos humanos habían preguntado a los primeros galácticos que conocieron qué pensaban de aquella y de otras ideas. Los sabios alienígenas habían respondido de forma paternalista: «Son cuestiones que sólo pueden plantearse en el ilógico lenguaje de los lobeznos.» «No existen las paradojas», habían afirmado.

Y tampoco quedaban misterios por resolver, al menos ninguno que pudiera ser planteado por los terrestres.

La predestinación no era, en realidad, algo tan difícil de entender para los galácticos. Y más cuando el clan de los lobeznos estaba predestinado a una breve y triste historia.

Gailet empezó a recordar de repente su época de estancia en la Tierra y cómo allí había conocido a un neodelfín, un anciano poeta jubilado, que le contaba anécdotas de cuando él nadaba tras la estela de las grandes ballenas y escuchaba, durante interminables horas, sus tristes canciones sobre los antiguos dioses cetáceos. Cuando el anciano fin compuso un poema especialmente para ella se sintió sorprendida y fascinada.

¿Adonde va una bola de fuego

que atraviesa el brillante medio día?

¡Alcánzala con el hocico!

Gailet imaginaba que el haiku debía de ser más agudo en ternario, la lengua híbrida que los delfines usaban normalmente para su poesía. No sabía ternario, por supuesto, pero la pequeña alegoría en ánglico la había impresionado.

Pensando en eso, Gailet se dio cuenta gradualmente de que estaba sonriendo.

¡Alcánzala con el hocico, claro!

El bulto que dormía junto a ella roncaba suavemente. Gailet apoyó la lengua contra los dientes frontales e imaginó que estaba escuchando el ritmo de los tambores.


Unas horas más tarde, ella seguía sentada, pensando, cuando la puerta se abrió violentamente y penetró la luz del pasillo. Aparecieron varios pájaros cuadrúpedos, los kwackoo. A la cabeza de ellos Gailet reconoció al ayudante del Suzerano de la Idoneidad, que tenía las plumas teñidas en tonos pastel. Ella se puso en pie, pero su leve reverencia no obtuvo respuesta.

El kwackoo la miraba. Luego señaló el bulto bajo las mantas.

—Tu compañero no se levanta. Eso no es correcto.

Estaba claro que, sin gubru a la vista, el sirviente no se sentía obligado a mostrarse cortés.

—Tal vez está indispuesto. —Gailet miraba al techo.

—¿Necesita asistencia médica?

—Supongo que se recuperará sin ella.

—Voy a ser franco. —El kwackoo movía irritadamente sus pies de tres dedos—. Queremos inspeccionar a tu compañero para asegurarnos de su identidad.

—¿Y quién crees que puede ser? —Gailet levantó una ceja, aunque sabía que ese gesto resultaba inútil ante aquella criatura—. ¿El abuelo Bonzo? ¿Es que los kwackoo no vigiláis a vuestros prisioneros?

—Esta zona de confinamiento ha sido puesta bajo la autoridad de auxiliares neochimps. —La agitación del pájaro iba en aumento—. Si se ha producido algún fallo se debe a su incompetencia animal, a su negligencia de seres no sapientes.

—Mentira —rió Gailet. El kwackoo cesó su danza de irritación y escuchó su traductor portátil—. No puedes echarnos la culpa de eso, kwackoo —continuó Gailet—. Tanto tú como yo sabemos que poner de encargados a chimps marginales fue una simulación. Si se ha abierto una brecha en la seguridad, ha sido dentro de vuestro propio campo.

El pico del sirviente se abrió unos cuantos grados y su lengua osciló en rápidos movimientos, un gesto que Gailet ya sabía que significaba verdadero odio. El alienígena hizo una seña y dos robots en forma de globo avanzaron. Con suavidad pero con firmeza utilizaron campos gravíticos para coger al neochimp dormido sin tocar siquiera las mantas. Ya que los kwackoo no se habían molestado en mirar qué había bajo éstas, era evidente que sabían lo que iban a encontrar.

—Se abrirá una investigación —prometió. Dio media vuelta y se marchó. Pocos minutos después estaría leyendo la «nota de despedida» de Fiben que había sido colocada en el chimp dormido. Gailet intentó ayudar a Fiben con un retraso más.

—Bien —dijo—. Tengo que formular una petición.…, mejor dicho, una exigencia.

El ayudante iba camino de la puerta, a la cabeza de su séquito de aleteantes kwackoo, pero al oír sus palabras se detuvo, provocando un pequeño colapso de tráfico. Sus seguidores piaron enfadados al tiempo que chocaban unos contra otros y agitaban sus lenguas ante Gailet. El líder de la cresta rosa se volvió y se encaró con ella.

—No puedes exigir nada.

—Lo hago en nombre de la tradición galáctica —insistió Gailet—. No me obligues a mandar mi petición directamente a su eminencia, el Suzerano de la Idoneidad.

Se produjo un largo silencio durante el cual el kwackoo pareció reflexionar sobre los riesgos que aquello implicaba. Por último preguntó:

—¿Cuál es tu estúpida exigencia?

Pero entonces Gailet permaneció callada.

Al fin, el servidor, con evidente desgana, le hizo una reverencia, inclinándose tan poco que apenas se notó. Gailet le devolvió el gesto, también con la mínima inclinación.

—Quiero ir a la Biblioteca —dijo en perfecto gal-Siete—. Acogiéndome a mis derechos como ciudadana galáctica, insisto en ello.

65. FIBEN

Fue absurdamente simple salir con la ropa del chimp drogado, una vez que Sylvie le hubo enseñado una sencilla frase en código para decírsela a los robots que flotaban sobre la puerta. El único chimp de guardia masticaba un bocadillo y los saludó casi sin mirarlos.

—¿Dónde me llevas? —preguntó Fiben cuando la oscura pared tapizada de hiedra de la prisión quedó a sus espaldas.

—A los muelles —respondió Sylvie por encima del hombro.

Caminaba con paso rápido por las húmedas aceras llenas de hojas arrastradas por el viento, ante los tenebrosos bloques de vacíos edificios que habían habitado los humanos. Más adelante, cruzaron un barrio de chimps de casas grandes e irregulares, ocupadas por grupos de matrimonios y pintadas de brillantes colores, con ventanas tan amplias como puertas y fuertes enrejados para que los niños pudieran encaramarse a ellos. De vez en cuando, Fiben vislumbraba siluetas recortadas contra las cortinas corridas de las ventanas.

—¿Y por qué a los muelles?

—Porque allí están los botes —replicó Sylvie concisamente.

Sus ojos se movían hacia uno y otro lado. Giró el anillo-cronómetro que llevaba en la mano izquierda y volvió a mirar por encima del hombro, como si temiese que los estuvieran siguiendo.

Que pareciera nerviosa era natural. Y, sin embargo, Fiben había llegado al límite. La cogió por el brazo y la hizo detenerse.

—Escucha, Sylvie. Agradezco lo que has hecho por mí hasta ahora, pero ¿no crees que ya ha llegado el momento de que me cuentes cuáles son tus planes?

—Sí, supongo que sí —suspiró ella.

Su sonrisa ansiosa le recordó la noche en «La Uva del Simio». Lo que entonces creyó que era lujuria animal, debía de haber sido algo parecido a esto: miedo disimulado bajo una bien aplicada capa de jactancia.

—A excepción de las puertas de la valla, la única salida de la ciudad es por barco. Mi plan es colarnos a bordo de uno de los botes de pesca. Los pescadores suelen salir de noche —miró el reloj que llevaba en el dedo—, oh, dentro de una hora.

—Y luego ¿qué? —preguntó Fiben.

—Luego saltaremos del bote cuando éste salga de la Bahía de Aspinal y nos dirigiremos a nado hasta el parque del Punto Septentrional. Desde allí nos espera una dura caminata por la playa, pero podremos llegar a las primeras colinas al amanecer.

Fiben asintió. Parecía un buen plan. Le gustaba que hubiese varios puntos a lo largo de la ruta donde podrían cambiar de planes si se presentaban problemas u oportunidades mejores. Por ejemplo, les sería factible dirigirse al punto meridional de la bahía. El enemigo nunca pensaría que los dos fugitivos se encontraran cerca de su nueva instalación hiperespacial. Allí debía de haber almacenado mucho equipamiento para las obras. La idea de robarles un barco a los gubru le parecía muy tentadora. Si lograba hacer algo por el estilo, tal vez conseguiría por fin el carnet blanco.

Se apresuró a dejar de lado ese pensamiento porque le recordaba a Gailet. Maldita sea, ya la echaba de menos.

—Parece un plan muy bien pensado, Sylvie.

—Gracias, Fiben. —Sonrió cautelosamente—. Y ahora ¿podemos irnos?

Le indicó con un gesto que fuera delante. Pronto comenzaron a pasar frente a tiendas y puestos de comida cerrados. Las nubes eran bajas y siniestras, y la noche olía a la tormenta que estaba por llegar. Soplaba viento del sudoeste en ráfagas fuertes pero irregulares que arremolinaban hojas y trozos de papel alrededor de sus tobillos mientras caminaban.

Cuando empezó a lloviznar, Sylvie se subió la capucha del abrigo. Fiben no la imitó. Le preocupaba mucho más poder ver y oír bien que mojarse el pelo.

Lejos, hacia el mar, vio un centelleo en el cielo, seguido por un distante y lúgubre retumbo. Caramba, se dijo Fiben, ¿en qué demonios estoy pensando?

—Nadie va salir al mar con el tiempo que hace, Sylvie. —Agarró de nuevo a su compañera por el brazo.

—El capitán de este bote, , Fiben. No debería decírtelo, pero… —sacudió la cabeza— es un contrabandista. Lo era ya antes de la guerra. Su nave está hecha para afrontar el mal tiempo y puede sumergirse parcialmente.

—¿Y a qué clase de contrabando se dedica ahora?

—Al contrabando de chimps, algunas veces —miró a izquierda y derecha—. Desde la isla Cilmar y hasta ella.

—¡Cilmar! ¿Podría llevarnos allí?

—He prometido a Gailet —frunció el ceño— acompañarte a las montañas, Fiben. Y además, no estoy segura de poder confiar tanto en él.

La mente de Fiben era un torbellino. La mitad de los humanos del planeta estaban recluidos en la isla Cilmar. ¿Por qué encaminarse hacia Robert y Athaclena que, en definitiva, apenas eran poco más que unos chiquillos, si podía plantear las dudas de Gailet a los expertos de la Universidad?

—Actuaremos según las circunstancias —dijo evasivamente, aunque ya había decidido juzgar por sí mismo al capitán contrabandista.

Bajo la cobertura de la tormenta aquello quizá podría hacerse. Fiben siguió pensando mientras continuaban su recorrido.

En seguida se hallaron próximos a los muelles; cerca, de hecho, del lugar en el que Fiben había pasado parte de la tarde contemplando las gaviotas. En aquellos momentos la lluvia caía en ráfagas súbitas e impredecibles. Tras cada una de ellas, el aire quedaba asombrosamente nítido y todos los olores se intensificaban, desde el del pescado en descomposición al tufo de cerveza que llegaba desde el otro lado de la calle, de una taberna de pescadores donde brillaban unas pocas luces y desde la cual se filtraba en la noche una música sosegada y triste.

Las fosas nasales de Fiben se ensancharon y husmeó intentando localizar algo que surgía y se desvanecía con la veleidosa lluvia. Todos sus sentidos alimentaban su imaginación con un cúmulo de posibilidades sobre las que debía reflexionar.

Siguiendo a su compañera, Fiben dobló una esquina y ante él aparecieron tres embarcaderos. Varias oscuras y grandes sombras se extendían en sus proximidades. Una de ellas era, sin duda, la barca del contrabandista. Fiben detuvo de nuevo a Sylvie tomándola del brazo.

—Es mejor que nos apresuremos —le instó ella.

—No debemos llegar demasiado pronto —replicó él—. Seguro que en el bote hay mucha humedad y huele mal. Volvamos allí. Hay algo que tal vez no tengamos ocasión de hacer durante algún tiempo.

Ella lo miró con expresión intrigada mientras él la llevaba al otro lado de la esquina, en la penumbra. Cuando la rodeó con los brazos, ella se puso tensa pero luego se relajó y levantó la cara.

Fiben la besó y ella correspondió del mismo modo.

Cuando empezó a mordisquearla desde la oreja izquierda hasta el cuello, siguiendo la línea de su mandíbula, Sylvie suspiró.

—Oh, Fiben, si tuviéramos tiempo…, si supieras lo mucho…

—Shh —le dijo mientras la soltaba. Con un gesto ampuloso se quitó el abrigo y lo tendió en el suelo.

—¿Qué…? —empezó a preguntar ella, pero ya Fiben la forzaba a sentarse sobre él y se situaba a sus espaldas.

La tensión de la chima disminuyó un poco cuando empezó a recorrerle el pelo con los dedos y acariciarla.

—Buf —musitó Sylvie—. Por un momento creí que…

—¿Quién, yo? Tendrías que conocerme mejor, muñeca. Soy de los que les gusta ir despacio. Nada de precipitaciones. Podemos tomarnos nuestro tiempo.

—Me alegro. —Volvió la cabeza para mirarlo—. De todas formas, no estaré rosa hasta dentro de una semana, aunque con eso no quiero decir que tengamos que esperar tanto. Sólo que…

Sus palabras se interrumpieron bruscamente cuando el brazo izquierdo de Fiben se apretó con fuerza alrededor de su garganta. Rápido como una centella buscó una navaja de un bolsillo del abrigo de Sylvie y la abrió. Los ojos de la chima se desorbitaron cuando él apoyó el cortante filo sobre su arteria carótida.

—Un solo grito —le susurró al oído—, un solo ruido y esta noche serás comida para las gaviotas. ¿Has comprendido?

Ella asintió convulsivamente. Fiben notaba cómo le latía el pulso, pues el filo de la navaja le transmitía su vibración. Su propio corazón mantenía un ritmo parecido.

—Articula las palabras —le dijo con brusquedad—. Yo las leeré en tus labios. Y ahora, dime: ¿dónde está colocado el dispositivo mediante el cual nos siguen la pista?

—¿Qué…? —exclamó Sylvie casi gritando. Fue todo lo que dijo pues calló al instante, en cuanto él intensificó la presión.

—Inténtalo otra vez —susurró él.

Entonces formó las palabras con los labios sin llegarlas a pronunciar.

—¿De… qué… me hablas, Fiben?

—Nos están esperando ahí, ¿verdad, cielo? Y no me refiero a esos contrabandistas de chimps de historieta. Hablo de los gubru. Me estás llevando de cabeza a sus hermosas garras emplumadas.

—Fiben… yo… ¡no! Fiben, no.

—Huelo a pájaro —susurró—. Están por ahí, lo sé. Tan pronto como capté ese olor, lo comprendí todo.

Sylvie permanecía en silencio. Sus ojos eran de por sí bastante elocuentes.

—Oh, Gailet va a creer que soy un completo idiota. Ahora que pienso en ello, ¡claro que la fuga estaba organizada! De hecho, la fecha debía de estar elegida con cierta antelación y tú no tuviste en cuenta que la tormenta obligaría a los botes a quedarse en puerto. Ese cuento sobre el capitán contrabandista fue una ingeniosa improvisación para alejar mis sospechas, ¿no te parece, Sylvie?

—Fiben…

—Calla. Oh, , la idea de unos chimps lo bastante listos como para ir y venir de Cilmar ante los mismísimos picos del enemigo resultaba atractiva, de acuerdo. La vanidad casi venció, Sylvie. Pero recuerda que he sido piloto de naves de reconocimiento. Empecé a pensar lo difícil que resultaría largarnos, incluso con un tiempo como éste.

Husmeó el aire y allí estaba otra vez, ese peculiar olor a moho.

En aquellos momentos advirtió que en ninguna de las pruebas a que habían sido sometidos Gailet y él durante las últimas semanas intervenía el sentido del olfato. Por supuesto que no, los galácticos piensan que es poco más que un atavismo propio de animales.

Notó la mano mojada aunque en aquel instante no llovía. Sylvie estaba llorando.

—No… no sufrirás… ningún daño, Fiben —sacudió la cabeza—. El Suz… el Suzerano quiere sólo hacerte unas preguntas. Y luego te soltarán. ¡Así lo prometió!

Así que, después de todo, aquello no era más que otra prueba. Fiben casi se reía de sí mismo por haber llegado a creer en algún momento que la fuga era posible. Me parece que veré a Gailet de nuevo mucho más pronto de lo que pensaba.

Empezaba a sentirse avergonzado del modo en que había aterrorizado a Sylvie. En definitiva, aquello había sido únicamente un «juego». Un examen más. En aquellas condiciones, sería inútil tomarse las cosas demasiado en serio. Además, ella sólo hacía su trabajo.

Comenzó a relajarse, aflojando un poco la presión en la garganta de la chima, cuando de repente reparó en algo que ella había dicho.

—¿El Suzerano dijo que me soltaría? —susurró—.. Eso significa que me mandarían de nuevo a la cárcel, ¿verdad?

—No-no —articuló—. Nos dejará en las montañas, tal como yo os dije al hacer el trato con Gailet y contigo. El Suzerano prometió que si contestabas a sus preguntas...

—Espera un momento —espetó Fiben—, No estás hablando del Suzerano de la Idoneidad, ¿no es verdad?

—El Suzerano de Costes y… de Costes y Prevención —susurró ella.

Fiben cerró los ojos ante la espantosa comprensión de lo que aquello significaba. Después de todo, no era un «juego» ni una prueba. ¡Oh, Goodall!, pensó. Tenía que preocuparse por salvar la propia piel.

Si se hubiera tratado del Suzerano de Rayo y Garra, Fiben habría tirado la toalla allí mismo y en ese momento, porque, en aquel caso, todos los recursos de la máquina militar de los gubru estarían dispuestos contra él. Tal como estaban las cosas, las oportunidades eran pocas, pero se le empezaban a ocurrir algunas ideas.

Contables. Agentes de seguros. Burócratas. Ésos eran los integrantes del ejército del Suzerano de Costes y Prevención. Quizás, pensó Fiben. Sólo quizás.

Antes de cualquier otra cosa, tenía que hacer un trato con Sylvie. No podía atarla y dejarla simplemente allí. Y tampoco era un asesino sanguinario. Sólo le quedaba una opción: tenía que ganar su cooperación y lo más velozmente posible.

Podía intentar explicarle cuan seguro estaba de que el Suzerano de Costes y Prevención no era ni remotamente tan escrupuloso con la verdad como el Suzerano de la Idoneidad. Era la palabra del pájaro contra la de la chima. ¿Por qué tenía el Suzerano que mantener la promesa de liberarlos?

De hecho, la maniobra de aquella noche contra su igual podía ser considerada hasta ilegal según los criterios de los invasores, en cuyo caso sería estúpido dejar libres a dos chimps que conocieran lo sucedido. Conociendo a los gubru, Fiben se imaginaba que el Suzerano de Costes y Prevención los soltaría, sí… en una esclusa de aire en dirección al espacio profundo.

¿Me creerá Sylvie, si se lo digo?

No podía arriesgarse, pero pensó que conocía otra manera de atraer toda la atención de la chima.

—Quiero que me escuches con cuidado —le dijo—. No voy a ir a ver a tu Suzerano. No voy a ir por una razón muy simple. Si voy, sabiendo lo que sé, tú y yo ya podemos despedirnos de mi carnet blanco.

Lo miró fijamente y un temblor le recorrió la columna vertebral.

—Ya ves, muñeca —continuó—. Tengo que actuar como un ejemplo superlativo para los chimps a fin de ser merecedor de tal encomio. ¿Y qué superchimp va y se mete en algo que sabe de antemano que es una trampa? ¿Eh?

»No, Sylvie. Lo más probable es que nos pesquen de todos modos, pero tienen que hacerlo mientras utilizamos todos nuestros recursos para escapar. O esto no tendrá ningún valor. ¿Entiendes qué quiero decir?

Ella parpadeó unas cuantas veces y por fin asintió.

—¡Venga! —le susurró de modo amistoso—. ¡Anímate! Deberías estar contenta de que yo haya visto el montaje. Eso sólo significa que nuestro hijo será un pequeño bastardo muy inteligente. Seguramente encontrará un modo de explosionar su jardín de infancia.

Ella volvió a parpadear.

—Sí —dijo en voz baja—. Supongo que eso es lo correcto.

Fiben guardó el cuchillo y la soltó. Se puso de pie. Aquél era el momento de la verdad. Todo lo que ella tenía que hacer era chillar y los seguidores del Suzerano de Costes y Prevención caerían sobre ellos de inmediato.

En cambio, se quitó el anillo-reloj y se lo tendió a Fiben. El dispositivo localizador.

Él hizo un gesto de asentimiento y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Sylvie se irguió dando un traspié, temblando todavía por la impresión. Fiben la tomó del hombro y volvieron sobre sus pasos en dirección sur.

Y ahora, sólo hace falta que esta idea funcione, pensó.


El palomar se encontraba en el lugar donde lo recordaba, tras un grupo de casas deterioradas en el barrio cercano al puerto. Al parecer todo el mundo dormía. No obstante, Fiben procuró controlar los nervios y se movía con precaución mientras cortaba unos cuantos alambres y se metía en el corral.

Estaba húmedo y con un terrible tufo a pájaro. El suave arrullo de las palomas le hizo pensar en los kwackoo.

—Vamos, chicas —les susurró—. Esta noche vais a ayudarme a engañar a vuestros primos.

Había reconocido aquel lugar gracias a uno de sus muros. La proximidad era más que provechosa; seguramente esencial. Él y Sylvie no se atrevían a abandonar la zona del puerto sin haberse desecho del localizador.

Los pichones huían de Fiben. Mientras Sylvie vigilaba, él arrinconó y agarró a uno de ellos que parecía bastante fuerte. Con un trozo de cuerda le ató el anillo a una de las patas.

—Una agradable noche para un largo vuelo, ¿no crees? —le susurró antes de lanzarlo al aire. Repitió el proceso con su propio reloj, por precaución.

Dejó la puerta abierta. Si los pájaros regresaban pronto, los gubru podían seguir la señal del localizador hasta allí. Pero el ruido que siempre acompañaba a sus traslados haría que las palomas escaparan y así empezaría otra alocada persecución.

Fiben se felicitó a sí mismo por su sagacidad, mientras corrían hacia el este alejándose de la zona portuaria. En seguida se encontraron en una desmantelada zona industrial. Fiben conocía el lugar. Había estado antes ahí, acompañado por el plácido caballo Tyco en su primera visita a la ciudad después de la invasión. Un poco antes de llegar al muro, Fiben le indicó a Sylvie por señas que se detuviera. Tenía que recobrar el aliento, aunque ella no parecía cansada en absoluto.

Bueno, en definitiva es una bailarina, pensó Fiben.

—Bien, y ahora tenemos que desnudarnos —le dijo.

Para su asombro, ella ni siquiera pestañeó. Por lógica era inevitable. El reloj no debía de ser el único localizador implantado en su cuerpo. Se apresuró a desnudarse y terminó antes que él. Cuando toda la ropa estuvo amontonada en el suelo, Fiben le dedicó un silbido breve y lleno de admiración.

—¿Y ahora, qué? —Sylvie se había sonrojado.

—Ahora vamos hacia el muro —respondió él.

—¿El muro? Pero, Fiben…

—Vamos. De todas formas, hacía tiempo que quería verlo de cerca.

Apenas unos cientos de metros más allá, se encontraron con la ancha faja de terreno que los alienígenas habían allanado en torno a Puerto Helenia. Sylvie temblaba a medida que se acercaban a la alta barrera, que destellaba a causa de la humedad bajo las potentes luces de los globos de vigilancia situados a intervalos a lo largo de ella.

—Fiben —dijo Sylvie cuando él se apresuró hacia la franja de terreno—. No podremos salir de ahí.

—¿Por qué no? —Se detuvo y se volvió a mirarla—. ¿Conoces a alguien que lo haya intentado?

—¿Quién querría hacerlo? —Sacudió la cabeza—. ¡Es una locura! ¡Mira todos esos globos de vigilancia…

—Sí —comentó Fiben con tono ausente—. Me pregunto cuántos de ellos son necesarios para cubrir todo el perímetro de la valla. ¿Diez mil? ¿Veinte mil? ¿Treinta mil?

Se acordaba de las sondas de vigilancia que coronaban el perímetro mucho más pequeño y vulnerable de la antigua embajada tymbrimi el día que explotó la cancillería y él recibió una lección sobre el carácter de los ETs. Aquellos aparatos, comparados con «Rover» o con los robots de batalla que utilizaban los soldados de Garra gubru, eran poco impresionantes.

Me pregunto cómo funcionarán, pensó Fiben y se aproximó un paso más hacia ellos.

—¡Fiben! —Sylvie parecía al borde del pánico—. Vamos a probar por la puerta. Podemos decir a los centinelas… podemos decirles que nos han robado. Que somos unos granjeros de las montañas de turismo en la ciudad y que nos han robado la ropa y los documentos de identidad. Si nos hacemos los paletos, tal vez lo crean.

Sí, seguro. Fiben se acercó un poco más. En aquellos momentos se encontraba a menos de seis metros de la valla. Vio que estaba formada por una serie de listones estrechos unidos por arriba y por abajo mediante alambre. Eligió un punto entre dos de los globos de vigilancia, lo más cerca posible de la mitad. Aun así, sentía una intensa sensación de que lo estaban observando.

Aquella seguridad llenó a Fiben de resignación. En ese preciso instante los soldados gubru debían de estar sobre su pista. Podían llegar en cualquier momento. Lo mejor era dar media vuelta. ¡Correr!

Miró a Sylvie. Seguía inmóvil donde él la había dejado. Era fácil darse cuenta de que ella hubiera preferido estar en cualquier sitio que no fuera aquél. En realidad no comprendía bien por qué ella se había quedado allí.

Fiben se cogió la muñeca izquierda con la mano derecha. Su pulso era veloz e irregular y tenía la boca seca como la arena. Temblando y con un gran esfuerzo de voluntad, dio un paso más hacia la valla.

Un miedo casi palpable parecía rodearlo, como el que lo aprisionó cuando oyó el lejano lamento de la muerte de Simón Levi durante aquella inútil y estúpida batalla espacial. Se sintió invadido por un oscuro presentimiento de inminente fatalidad. La muerte lo presionaba, mostrándole la futilidad de la vida.

Se volvió despacio para mirar a Sylvie.

Sonrió.

—¡Malditos pájaros! —gruñó—. No son globos de vigilancia. ¡Son inofensivos radiadores psi!

Silvie abrió la boca y volvió a cerrarla. Finalmente preguntó, incrédula:

—¿Estás seguro?

—Ven y lo verás —la instó—. Ahí donde estás puedes creer que te vigilan y que todos los soldados de Garra van a caer sobre ti.

Sylvie tragó saliva. Apretó los puños y se acercó a la valla. Fiben observaba su avance. Debía confiar en Sylvie. Una chima menos atrevida hubiese gritado y huido antes de llegar a aquella situación.

En la frente de Sylvie se agolpaban gotas de sudor, uniéndose a las de la intermitente lluvia.

Una parte de él, alejada de su secreción adrenalínica, admiraba su cuerpo desnudo. Le ayudaba a distraer la mente. Así que es cierto que ha tenido hijos. Muy a menudo las chimas disimulaban las señales de embarazo y de lactancia que quedaban en su cuerpo a fin de parecer más atractivas. Pero en este caso estaba claro que Sylvie había tenido un hijo. Me gustaría conocer su historia.

Cuando llegó junto a él, con los ojos cerrados, le susurró:

—¿Qué… qué me está ocurriendo a mí precisamente ahora?

Fiben oyó a sus propios sentimientos. Pensó en Gailet, y se acordó de la gran aflicción que ella había sentido por Max, ese enorme chimp que era su amigo y protector. Pensó en todos los chimps que había visto despedazados por las poderosísimas armas del enemigo.

Se acordó de Simón.

—Te sientes como si tu mejor amigo del mundo acabase de morir —le dijo con dulzura, tomándola de la mano. Ella la apretó con fuerza, pero en su rostro había una evidente expresión de alivio.

—Emisores psi. ¿Esoeso es todo? —Abrió los ojos—. ¿Por qué… por qué ese material de pacotilla?

Fiben se reía a carcajadas y ella poco a poco empezó a sonreír. Con la mano libre se tapaba el rostro.

Rieron ambos, bajo la lluvia y en medio de un cauce de dolor. Rieron y, cuando por fin las lágrimas cedieron gradualmente, siguieron caminando juntos sin soltarse de la mano.


—Ahora cuando diga adelante… ¡empuja!

—Lista, Fiben. —Sylvie estaba agachada bajo él, con los pies bien asegurados, los hombros apoyados en uno de los altos listones, agarrándose al muro cercano a la valla.

Sobre ella, Fiben adoptó una postura similar y colocó los pies en el barro. Inhaló profundamente unas cuantas veces.

—Vale, empuja.

Ambos levantaron la alambrada. Los listones ya estaban algo separados, pero a medida que se esforzaban el espacio entre ellos se ensanchaba. La Evolución no ha sido en balde, pensó Fiben al tiempo que empujaba con todas sus fuerzas.

Hacía un millón de años que los humanos habían pasado por todos los tormentos de la autoelevación, y desarrollado aquello que los galácticos consideraban que sólo podía ser otorgado: la sapiencia, la habilidad de pensar y codiciar las estrellas.

Pero mientras tanto, los ancestros de Fiben no habían estado inactivos. ¡Cada vez somos más fuertes! Fiben se concentraba en ese pensamiento mientras sentía la frente bañada en sudor y el crujido de los listones recubiertos de plástico. Gruñó mientras notaba los desesperados esfuerzos de Sylvie bajo sus piernas, que se manifestaban en los temblores de su espalda.

—¡Ay! —Sylvie perdió pie y cayó hacia atrás. El retroceso balanceó a Fiben, y los listones elásticos le hicieron rebotar lanzándolo encima de Sylvie.

Permanecieron así en el suelo un par de minutos con la respiración entrecortada. Al fin Sylvie dijo:

—Por favor, cariño… esta noche no. Tengo jaqueca.

Fiben rió. Rodó sobre su espalda tosiendo y ella salió de debajo. Tenían necesidad del humor. Era su mejor defensa contra el martilleo constante de los globos psi. El pánico se mantenía, incipiente, agazapado en un rincón de sus mentes. La risa lo mantendría bajo control.

Se ayudaron mutuamente a levantarse e inspeccionaron lo que habían conseguido hasta entonces. La ranura ya era mucho mayor. Debía de medir unos diez centímetros, pero aún le faltaba mucho para tener la anchura suficiente. Y Fiben advirtió que se les estaba haciendo tarde. Necesitarían al menos tres horas para poder llegar a las colinas antes del amanecer.

Si conseguían pasar tendrían la tormenta a favor. Mientras volvían a colocarse ante la alambrada los alcanzó otra ráfaga de lluvia. En la última media hora los relámpagos se habían acercado y los truenos sacudían los árboles y los postigos mal cerrados.

Es una bendición contradictoria, pensó Fiben, porque si bien la lluvia seguramente entorpecía las sondas de los gubru, al mismo tiempo hacía más difícil agarrarse al resbaladizo material de la valla. El barro era un agobio.

—¿Lista? —le preguntó.

—Sí, si te las arreglas para no ponerme más esa cosa tuya delante de la cara. Me distrae, ¿sabes?

—Es lo que le dijiste a Gailet que querías compartir, muñeca. Y además, ya la habías visto antes, en el Túmulo del Trueno.

—Sí —sonrió ella—, pero no es igual.

—Cállate y empuja —gruñó Fiben.

Juntos empujaron de nuevo, poniendo todas sus fuerzas en el empeño.

¡Acaba! ¡Acaba ya! Oía la respiración entrecortada de Sylvie y los tirones de sus propios músculos al tiempo que el material de la valla crujía, cedía ligeramente y volvía a crujir.

Esta vez fue Fiben quien resbaló y, al soltar la valla, ésta rebotó y ambos volvieron a caer jadeantes en el barro.

La lluvia ya era constante. Fiben se secó un riachuelo de la frente y sus ojos se fijaron de nuevo en la valla. Tal vez ya tiene doce centímetros. ¡Por Ifni!, aún falta mucho.

Notaba la cautivante energía de los globos psi que transmitían su pesimismo a la mente. Sabía que el mensaje debilitaba sus fuerzas y los inclinaba a ambos hacia la resignación. Cuando se puso en pie de nuevo y se apoyó contra la tenaz valla se sintió terriblemente pesado.

Lo hemos intentado, maldita sea. Y casi lo hemos conseguido. Si no fuera por…

—¡No! —gritó de pronto—. ¡No te dejaré!

Se metió encogido por la abertura intentando hacer pasar su cuerpo a través de ella, al tiempo que se retorcía y serpenteaba contra la recalcitrante abertura. Un rayo cayó en algún lugar, en el oscuro escenario del otro lado, iluminando un espacio de campo abierto con huertas y bosques y, tras ellos, las tentadoras estribaciones del macizo de Mulun.

Los truenos retumbaban con fragor haciendo que la valla basculara. Fiben quedó de pronto aprisionado entre los listones y aulló de dolor. Cuando consiguió soltarse cayó al suelo, entumecido por el dolor, a los pies de Sylvie. Otra descarga eléctrica iluminó las fulgurantes nubes. Fiben comenzó a gritarle al cielo, a golpear la tierra. Cogió un puñado de barro y piedras y lo lanzó al aire, y una ráfaga de viento lo volvió contra su rostro.

Ya no había nada que decir, no había palabras. La parte de él que conocía tales cosas estaba bajo los efectos del choque y, como reacción, otras partes más antiguas y tenaces habían tomado el control.

Sólo existía la tormenta. El viento y la lluvia, el relámpago y el trueno. Se golpeó el pecho mientras doblaba los labios hacia atrás mostrando los dientes a la insistente lluvia. La tormenta cantaba para Fiben, resonando en el suelo y en el aire vibrante. Él respondió con un aullido.

No era una música melindrosa, humana. Tampoco era poética, como la de los fantasmas del sueño cetáceo de los delfines. No, esta música la podía sentir hasta en el interior de los huesos. Lo balanceaba, le hacía dar tumbos, lo levantaba como una muñeca de trapo y lo lanzaba contra el barro. Volvía a levantarse escupiendo y chillando.

Notó la mirada de Sylvie sobre él. La chima estaba palmeando excitada la tierra, mirándole con los ojos dilatados. Eso sólo consiguió que se golpeara el pecho con más fuerza y gritase más. No iba a desanimarse. Sabía que al lanzar guijarros al aire lo que hacía era desafiar a la tormenta, llamar a los relámpagos para que vinieran y lo atrapasen.

Éstos llegaron, servicialmente. Un brillo llenó el espacio y erizó el pelo de Fiben, haciéndolo centellear. Un bramido silencioso lo lanzó hacia atrás, como si del cielo hubiera bajado una mano de gigante para empujarlo violentamente contra la valla.

Al chocar con los listones gritó y, antes de perder la conciencia, percibió el inconfundible olor a pelo quemado.

66. GAILET

Abrió los ojos en la oscuridad y sintió el ruido de la lluvia que golpeaba las tejas. Se puso de pie, con la manta sobre los hombros, y se acercó a la ventana.

Fuera, una tormenta barría todo Puerto Helenia, anunciando la llegada inminente del otoño. Las nubes caliginosas retumbaban enojadas, de un modo amenazador.

Desde allí no se veía en dirección este, pero Gailet apoyó la mejilla en el frío cristal y miró hacia ese punto.

Aunque la habitación estaba confortablemente caldeada, cerró los ojos y se estremeció contra el helado vidrio.

67. FIBEN

Ojos… ojos… había ojos en todas partes. Se arremolinaban y danzaban en la oscuridad, burlándose de él.

Apareció un elefante, abriéndose paso violentamente en la jungla y berreando con los ojos inflamados de rojo. Él quiso huir pero lo cogió, lo puso sobre su tronco y se lo llevó dando tumbos, traqueteando y golpeándole las costillas.

Quería decirle a la bestia que se lo comiera de una vez o que lo pisara… sólo para acabar con aquel martirio. Pero al cabo de un rato, se había acostumbrado a aquello. El dolor disminuyó para convertirse en intermitentes punzadas y el recorrido adquirió un ritmo más uniforme.


Al despertarse, la primera cosa que advirtió fue que la lluvia ya no golpeaba su rostro.

Estaba tumbado de espaldas en algo que parecía hierba. A su alrededor vibraban los sonidos de la tormenta, que apenas había disminuido. Sentía el diluvio sobre las piernas y el torso. Y, sin embargo, ni la más pequeña gota caía en su nariz y boca.

Abrió los ojos para mirar y ver…, para averiguar cómo era posible que continuase vivo.

Una silueta le impedía ver la débil luminosidad de las nubes. Se produjo un relámpago no lejos de allí e iluminó la cara que se inclinaba sobre él. Sylvie lo miraba preocupada, sujetándole la cabeza en su regazo.

—¿Dónde…? —Fiben intentó hablar pero sus palabras semejaban el croar de una rana. Parecía haber perdido la voz. Recordó levemente un momento en el que había estado chillando, aullándole al cielo. Por eso debía de dolerle tanto la garganta.

—Estamos fuera —le dijo Sylvie en un susurro que apenas se oía entre el ruido de la lluvia.

Fiben parpadeó. ¿Fuera?

Con un gesto de dolor levantó la cabeza lo suficiente para ver dónde se encontraban. Resultaba difícil distinguir nada tras el tormentoso telón de fondo que tenía ante sí, pero fue capaz de vislumbrar las veladas siluetas de los árboles y las bajas y ondulantes colinas. El contorno de Puerto Helenia era inconfundible, sobre todo la curvada senda de diminutas luces que seguían el curso de la valla de los gubru.

—Pero…, pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

—Yo te he traído —dijo ella sin darle importancia—. No estabas en condiciones de andar después de haber derribado la alambrada.

—¿Derribado?

Asintió. En los ojos de Sylvie había una chispa brillante.

—He visto hasta ahora muchas danzas del trueno, Fiben Bolger, pero ésta las superó a todas, te lo juro. Si llego a los noventa y tengo un centenar de nietos respetuosos, no creo que sea capaz de contárselo y lograr que me crean.

Ahora recordaba vagamente. Recordaba la ira, la rabia por haber llegado tan cerca, y estar aún tan lejos, de la libertad. Le avergonzaba haber cedido de ese modo a la frustración, a la parte animal que había en él.

¡Vaya carnet blanco! Fiben resopló al darse cuenta de lo estúpido que tenía que ser el Suzerano de la Idoneidad para escoger a un chimp como él para tal papel.

—Debo de haber perdido el control durante un rato.

Sylvie le tocó el hombro izquierdo. Se encogió de dolor y vio que tenía una fea quemadura. Por extraño que fuese no parecía dolerle tanto como la multitud de contusiones y pequeños golpes recibidos.

—Te burlaste de la tormenta, Fiben. La retaste a que bajara a atraparte. Y cuando lo hizola obligaste a obedecerte.

Fiben cerró los ojos. Oh, Dios. ¡Cuántas supersticiones estúpidas y sin sentido!

Sin embargo, en el fondo, parte de él estaba satisfecha. Era como si esa parte creyese que hubo causa y efecto y que él había actuado tal como Sylvie había descrito.

—Ayúdame a incorporarme ¿quieres? —murmuró con un estremecimiento.

Por unos momentos se sintió desorientado porque el horizonte se inclinaba y su visión era borrosa. Al fin, cuando ella lo hubo sentado y el mundo ya no dio vueltas alrededor, le pidió con un gesto que le ayudara a ponerse de pie.

—Deberías descansar, Fiben.

—Cuando lleguemos a Mulun —le dijo—. No puede faltar demasiado para el alba y la tormenta no va a durar siempre. Vamos, me apoyaré en ti.

Ella le tomó el brazo bueno y se lo puso sobre su hombro, y entre los dos consiguieron que él volviese a tenerse en pie.

—¿Sabes? —comentó—. Eres una chimita muy fuerte. ¡Mira que traerme hasta aquí! —Ella asintió mirándolo con el mismo brillo en los ojos—. Muy bien —sonrió Fiben—. Pero que muy bien.

Juntos emprendieron el camino, cojeando hacia los montéenlos oscuros y de aspecto hosco que se alzaban hacia el este.

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