Séptima parte La Tierra

XIX. ¿Radiactiva?

La Far Star despegó en silencio, elevándose en la atmósfera, dejando abajo la oscura isla. Los pocos puntos de luz que había debajo de ellos perdieron intensidad y se desvanecieron. Al hacerse la atmósfera más tenue con la altura, la nave aumentó su velocidad, y los puntos de luz que había en el cielo se hicieron más numerosos y brillantes.

Cuando miraron el planeta Alfa al cabo de un rato, sólo vieron como una media luna iluminada y cubierta, en gran parte, por las nubes.

—Supongo que no tienen una tecnología espacial activa —dijo Pelorat—. No pueden seguimos.

—No creo que esto me anime mucho —repuso Trevize, hosco el semblante y con voz afligida — Estoy contagiado.

—Pero el virus es inactivo —dijo Bliss.

—Sin embargo, puede ser activado. Ellos tienen un método. ¿Cuál será?

Bliss se encogió de hombros.

—Hiroko dijo que el virus, permaneciendo inactivo, acabaría muriendo en un cuerpo inadaptado a él…, un cuerpo como el tuyo.

—¿Sí? —dijo furiosamente Trevize—. ¿Cómo lo sabía? Y a propósito, ¿cómo sé yo que la declaración de Hiroko no fue una mentira para consolarse ella misma? ¿Y no es posible que el método de activación, sea cual fuere, se produzca de un modo natural? Por un producto químico particular, por un tipo de radiación, por…, ¿quién sabe qué? Puedo enfermar de pronto y, en tal caso, vosotros tres moriréis también. O si ocurre algo de eso después de que hayamos llegado a un mundo poblado, podemos dar origen a una temible pandemia que los refugiados llevarían a otros mundos. — Miró a Bliss—. ¿Puedes hacer algo a ese respecto?

Bliss movió la cabeza lentamente.

—No es fácil. Hay parásitos integrados en Gaia: microorganismos, gusanos. Son una parte benigna del equilibrio ecológico. Viven y contribuyen a la conciencia del mundo, pero nunca proliferan en exceso. Viven sin causar daños importantes. Lo malo es, Trevize, que el virus que te afecta a ti no forma parte de Gaia.

—Has dicho «no es fácil» — murmuró Trevize, arrugando la frente—. Dadas las circunstancias, ¿podrías tomarte el trabajo, aunque te resulte difícil, de localizar el virus que llevo dentro y destruirlo? Y si eso no es posible, ¿puedes, al menos, fortalecer mis defensas?

—¿Te das cuenta de lo que me pides, Trevize? Yo no conozco la flora microscópica de tu cuerpo. No me sería fácil distinguir un virus en las células de tu cuerpo de los genes normales que habitan en ellas. Y todavía me resultaría más difícil distinguir entre los virus a que tu cuerpo está acostumbrado de aquellos que Hiroko te contagió. Lo intentaré, Trevize, pero requerirá tiempo y quizá no lo consiga.

—Tómate todo el tiempo necesario —dijo Trevize—, pero inténtalo.

—Lo haré — prometió Bliss.

—Si Hiroko dijo la verdad — murmuró Pelorat—, quizá seas capaz de descubrir virus que parezcan estar perdiendo ya vitalidad y acelerar su muerte.

—Podría hacerlo —dijo Bliss—. Es una buena idea.

—¿No flaquearás? — inquirió Trevize—. Tendrás que destruir unas pequeñas vidas preciosas cuando mates esos virus, ¿sabes?

—Quieres mostrarte sarcástico, Trevize —dijo fríamente Bliss—, pero, con sarcasmo o sin él, estás planteando una verdadera dificultad. Sin embargo, no puedo dejar de preferirte a los virus. Los mataré si puedo, no temas. A fin de cuentas, aunque no te prefiriese a ti — y su boca se contrajo como si reprimiese una sonrisa—, Pelorat y Fallom están en peligro también, y tal vez confíes más en lo que siento por ellos que en lo que siento por ti. Y no olvides que también yo como peligro.

—No tengo fe en tu amor por ti misma — murmuró Trevize—. Estás dispuesta siempre a entregar tu vida por un motivo altruista. Pero aceptaré tu interés por Pelorat. — Después dijo—: No oigo la flauta de Fallom. ¿Se encuentra mal?

—No —repuso Bliss—. Está durmiendo. Un sueño perfectamente natural en el que nada tengo que ver. Y sugiero que, cuando hayas preparado el Salto a la estrella que creemos que es el sol de la Tierra, nosotros hagamos lo mismo. Yo me estoy cayendo de sueño y supongo que tú también, Trevize.

—Sí. ¿Sabes una cosa, Bliss? Tenias razón.

—¿ En qué, Trevize?

—En lo de los Aislados. La Nueva Tierra no es un paraíso, por mucho que lo parezca. Aquella hospitalidad, todas esas pruebas de amistad, eran para que nos confiásemos, a fin de poder contagiar a uno de nosotros con facilidad. Y las fiestas que celebraron después en nuestro honor iban encaminadas a retenernos allí hasta que regresase la flota pesquera y pudiese realizarse la activación. Así habría acabado todo, de no haber sido por Fallom y su música. Es posible que también en eso tengas razón.

—¿En lo tocante a Fallom?

—Sí. Yo no quería llevarla y nunca me encontré a gusto con ella a bordo. Gracias a ti, Bliss, la tenemos con nosotros, y fue ella quien, sin saberlo, nos salvó. Aunque, sin embargo…

—Y sin embargo, ¿qué?

—A pesar de todo, todavía me inquieta la presencia de Fallom. No sé por qué.

—Por si hace que te sientas mejor, Trevize, debo decirte que no creo que debamos otorgar todo el mérito a la niña. Hiroko aprovechó la música de Fallom como excusa para cometer lo que los otros alfanos considerarían, con toda seguridad, un acto de traición. Incluso es posible que ella lo creyese también, pero había algo más en su mente, algo que tal vez le avergonzaba que aflorase a su consciente. Tengo la impresión de que sentía afecto por ti y no quería verte morir, con independencia de Fallom y de su música.

—¿De veras lo crees así? —preguntó Trevize, sonriendo ligeramente por primera vez desde que habían salido de Alfa.

—Creo que sí. Debes tener cierta pericia en tu trato con las mujeres, persuadiste a la ministra Lizalor de que nos dejase embarcar y salir de Comporellon e influiste en Hiroko para que salvase nuestras vidas. Cada uno debe recibir el crédito que se merece.

Trevize sonrió más ampliamente.

—Bueno, si tú lo dices… Vayamos, pues; a la Tierra.

Desapareció en la cabina-piloto con un movimiento casi jactancioso.

Pelorat, que se había quedado atrás, dijo:

—A fin de cuentas, lo has amansado, ¿verdad, Bliss?

—No, Pelorat; nunca he tocado su mente.

—Lo has hecho cuando has halagado su vanidad de varón con tanto descaro.

—Indirectamente —dijo sonriendo Bliss.

—Aun así, te doy las gracias.

Después del Salto, la estrella que podía ser el sol de la Tierra estaba todavía a un décimo de pársec de distancia. Era, con mucho, el cuerpo más brillante del cielo, pero todavía seguía siendo sólo una estrella.

Trevize filtró la luz para verla mejor, y la estudió frunciendo el ceño.

—Parece indudable —dijo — que es la gemela virtual de Alfa, la estrella alrededor de la cual gira la Nueva Tierra. Sin embargo, Alfa está en el mapa del ordenador y esta estrella no aparece en él. No sabemos su nombre, no conocemos sus estadísticas, carecemos de toda información concerniente a su sistema planetario si es que lo tiene.

—¿No era eso lo que debíamos esperar, si la Tierra gira alrededor de ese sol? —dijo Pelorat—. Esta falta de información concordaría con el hecho de que toda información sobre la Tierra parece haber sido eliminada.

—Sí, pero también significaría que es un mundo Espacial que no fue incluido en la lista de la pared de aquel edificio de Melpomenia. No podemos estar seguros del todo de que aquella lista fuese completa.

O podría ser que esta estrella no tuviese planetas y que, por consiguiente, se hubiese creído que no merecía la pena incluirla en un mapa de ordenador empleado, sobre todo, con fines militares y comerciales. ¿Hay alguna leyenda, Janov, según la cual el sol de la Tierra esté a un pársec, más ó menos, de una estrella gemela?

Pelorat sacudió la cabeza.

—Lo siento, Golan, pero no recuerdo ninguna en ese sentido. Aunque pueda haberla, pues mi memoria no es infalible. La buscaré.

—No es importante. ¿Se da algún nombre al sol de la Tierra?

—Se le dan varios nombres diferentes. Me imagino que debe haber uno en cada idioma.

—Siempre me olvido de que había muchos idiomas en la Tierra.

—Debió de haberlos. Es lo único que da sentido a muchas de las leyendas.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Trevize con mal humor—. No podemos saber nada del sistema planetario desde lejos; tenemos que acercarnos. Quisiera ser prudente, pero a veces la precaución es excesiva e ilógica, y no veo indicios de un posible peligro. Probablemente, lo que es bastante poderoso para borrar de la galaxia toda información sobre la Tierra, debería serlo también para borrarnos a nosotros, incluso a esta distancia, si quisiera de veras que no fuese localizada; sin embargo, nada nos ha ocurrido. No sería racional quedarnos aquí eternamente, sólo por la mera posibilidad de que pueda ocurrirnos algo si nos acercamos más, ¿no crees?

—Esto me da a entender —dijo Bliss — que el ordenador no detecta nada que deba ser interpretado como peligroso.

—Cuando digo que no veo indicios de peligro, es porque confío en el ordenador. Desde luego, no puedo ver nada a simple vista. Ni lo esperaría tampoco.

—Entonces, deduzco que sólo estás buscando un apoyo para tomar lo que consideras una decisión arriesgada. Está bien, cuenta conmigo. No hemos llegado tan lejos para volvernos atrás sin un motivo sólido, ¿verdad?

—No —dijo Trevize—. ¿Qué opinas tú, Pelorat?

—Estoy dispuesto a seguir adelante —respondió Pelorat—, aunque sólo sea por curiosidad. Me resultaría insoportable volver sin saber si hemos encontrado la Tierra.

—Entonces —dijo Trevize—, todos estamos de acuerdo.

—No todos — observó Pelorat—. Queda Fallom.

Trevize pareció asombrado.

—¿Sugieres que consultemos a la niña? ¿Qué puede valer su opinión, suponiendo que la tenga? Además, lo único que ella querría sería volver a su mundo.

—¿Vas a censurada por eso? —dijo Bliss acaloradamente.

Y como el tema de su discusión era Fallom, Trevize se dio cuenta de que ella estaba tocando la flauta y de que aquello parecía un ritmo marcial bastante excitante.

—Escuchadla —dijo—. ¿Dónde habrá aprendido un ritmo marcial?

—Tal vez Jemby tocaba marchas para ella con la flauta.

Trevize sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Yo diría que más debió tocar piezas de baile…, o canciones de cuna. Mirad lo que os digo. Fallom me inquieta. Aprende demasiado aprisa.

—Yo la ayudo —dijo Bliss—. No lo olvides. Y ella es muy inteligente. Y ha sido muy estimulada desde que está con nosotros. Nuevas sensaciones han invadido su mente, Ha visto el espacio, mundos diferentes, mucha gente, y todo por primera vez.

La música de Fallom se hizo más furiosa, mucho más bárbara.

Trevize suspiró.

—Bueno —dijo—, está aquí e interpreta una música que parece rebosar optimismo, afán de aventuras. Lo interpreto como un voto a favor de que nos acerquemos más. Pero hagámoslo con prudencia y comprobemos el sistema planetario de este sol.

—Si es que lo tiene — le recordó Bliss.

Trevize sonrió débilmente.

—Hay un sistema planetario. Apuesto lo que quieras. Fija tú la suma.

—Has perdido —dijo, ensimismado, Trevize—. ¿Qué suma decidiste apostar?

—Ninguna. No acepté la apuesta —dijo Bliss.

—Lo mismo da. Sin embargo, me habría gustado embolsarme algún dinero.

Estaba a unos diez mil millones de kilómetros del Sol. Éste parecía una estrella todavía, pero era casi 1/4.000 tan brillante como lo habría sido un sol corriente visto desde la superficie de un planeta habitable.

—Ahora mismo podemos ver dos planetas, al ser ampliada la panorámica —dijo Trevize—. Por las medidas de sus diámetros y por el espectro de la luz reflejada, podemos afirmar que son gigantes gaseosos.

La nave se encontraba fuera del plano planetario, y Bliss y Pelorat, que miraban la pantalla por encima del hombro de Trevize, vieron dos medias luna s de una luz verdosa. La más pequeña estaba en una fase ligeramente más creciente que la otra.

—¡Janov! —dijo Trevize—. ¿ Es verdad que se supone que el sol de la Tierra tiene cuatro gigantes gaseosos?

—Según las leyendas, sí —respondió Pelorat.

—El más próximo al sol es el más grande, y el segundo tiene anillos, ¿verdad?

—Grandes anillos salientes, Golan. Sí. De todos modos, tienes que contar con las exageraciones inherentes a la repetición de las leyendas. Si no encontrásemos un planeta con un sistema extraordinario de anillos, no por ello deberíamos pensar necesariamente que ésta no es la estrella de la Tierra.

»Pero los dos que vemos podrían ser los más lejanos, y los dos más próximos podrían estar al otro lado del sol, demasiado lejos para ser localizados con facilidad sobre el telón de fondo estrellado. Tendremos que acercarnos más…, y pasar al otro lado del sol.

—¿Será posible hacerlo en presencia de la masa próxima de la estrella?

—Estoy seguro de que, tomando las debidas precauciones, el ordenador puede hacerlo. Si considera que el peligro es demasiado grande, se negará a llevarnos, y entonces avanzaremos más despacio y con mayor cuidado.

Su mente dirigía el ordenador, y el campo estrellado de la pantalla cambió. La estrella brilló con más fuerza y, al buscar el ordenador, siguiendo instrucciones, salió en la pantalla otro gigante gaseoso del cielo.

Y lo encontró.

Los tres observadores se pusieron en tensión y miraron fijamente, mientras la mente de Trevize, casi estupefacta, mandaba al ordenador que ampliase la imagen.

—Increíble — farfulló Bliss.

Delante tenían un gigante gaseoso, desde un ángulo en que podían verlo casi totalmente iluminado por el sol. A su alrededor, un ancho y brillante anillo de materia se desplegaba, inclinado de manera que captaba la luz del sol en el lado que ellos estaban mirando. Era más brillante que el planeta propiamente dicho, y a lo largo de él, a una tercera parte de la distancia hasta el planeta, había una estrecha línea divisoria.

Trevize ordenó la máxima ampliación, y el anillo se convirtió en varios más delgados estrechos y concéntricos, que brillaban bajo la luz del sol. Sólo una parte del sistema anular resultaba visible en la pantalla, y el propio planeta había salido de ésta. Otra orden de Trevize hizo que un ángulo de la pantalla se independizase del resto y mostrase una imagen reducida del planeta, con sus anillos menos ampliados.

—¿Es corriente eso? —preguntó Bliss atónita.

—No —respondió Trevize—. Casi todos los gigantes gaseosos tienen anillos de materias sobrantes, mas suelen ser pálidos y estrechos. Una vez vi uno cuyos anillos eran estrechos, pero brillantes. Sin embargo, jamás he visto nada como esto, ni he oído hablar de ello.

—En verdad se trata del gigante con anillos del cual hablan las leyendas —dijo Pelorat—. Si es realmente único…

—Realmente único — le interrumpió Trevize—, por lo que sabemos o por lo que el ordenador nos indica.

—Entonces, éste debe ser el sistema planetario del que la Tierra forma parte. Nadie podría inventarse un planeta semejante. Alguien tuvo que verlo para poder describirlo.

—Ahora estoy dispuesto a creer todo lo que dicen tus leyendas —dijo Trevize—. Si éste es el sexto planeta, ¿será la Tierra el tercero?

—Exacto, Golan.

—Entonces yo diría que estamos a menos de mil quinientos millones de kilómetros de la. Tierra, y nadie nos ha detenido. Gaia nos detuvo cuando nos acercamos a ella.

—Estabas más cerca de Gaia cuando te detuvieron —dijo Bliss.

—Sí pero yo considero que la Tierra es más poderosa que Gaia, y creo que esto es una buena señal. Si no somos detenidos, quizá signifique que la Tierra no se opone a nuestra llegada.

—O que la Tierra no existe —dijo Bliss.

—¿Quieres apostar algo esta vez? —preguntó Trevize con acritud.

—Lo que creo que Bliss quiere decir —terció Pelorat — es que la Tierra puede ser radiactiva, como todos parecen pensar, y que nadie nos detiene porque no hay vida en ella.

—No —repuso Trevize enérgicamente—. Estoy dispuesto a creer cualquier cosa que se diga de la Tierra, menos eso. Nos acercaremos lo bastante para verla. Y tengo la impresión de que nadie nos lo impedirá.

Los gigantes gaseosos quedaron muy atrás. Un cinturón de asteroides se hallaba en el lado interior del gigante gaseoso más próximo al sol. Era el más grande y con más masa de todos ellos, tal como las leyendas contaban.

Dentro del cinturón de asteroides había cuatro planetas.

Trevize los estudió con atención.

—El tercero es el más grande. Tiene las dimensiones adecuadas y está a la distancia precisa del sol. Podría ser habitable.

Pelorat captó lo que parecía un tono de incertidumbre en las palabras de Trevize.

—¿Tiene atmósfera? —preguntó.

—¡Oh, sí! —respondió Trevize—. El segundo, el tercero y el cuarto planetas tienen atmósfera. Y, como en el viejo cuento infantil, la del segundo es demasiado densa, la del cuarto no lo bastante densa, pero la del tercero está en el justo término medio.

—Entonces, ¿crees que puede ser la Tierra?

—¿Creerlo? —preguntó Trevize, casi con indignación—. No tengo que creer nada. Es la Tierra. Tiene el satélite gigante que tú decías.

—¿Lo tiene? —dijo Pelorat, y en su semblante se pintó la más amplia sonrisa que Trevize jamás había visto en él.

—Desde luego. Míralo aquí, ampliado al máximo.

Pelorat vio dos medias luna s, una de ellas mucho más grande y brillante que la otra.

—La más pequeña, ¿es su satélite? —preguntó.

—Sí. Está bastante más lejos del planeta de lo que cabría esperar, pero no hay duda de que gira alrededor de él. Tiene el tamaño de un pequeño planeta; en realidad, es más pequeño que cualquiera de los cuatro planetas interiores que giran alrededor del sol. Sin embargo, tiene demasiada masa para ser un satélite. Su diámetro es de dos mil kilómetros al menos o sea un tamaño parecido al de los grandes satélites que giran alrededor de los gigantes gaseosos.

—¿No es mayor? —dijo Pelorat, que pareció contrariado—. Entonces, ¿no es un satélite gigante?.

—Claro que si, un satélite con un diámetro de dos a tres mil kilómetros y que gira alrededor de un enorme gigante gaseoso es una cosa. Ese mismo satélite, girando alrededor te un pequeño y rocoso planeta habitable, es otra completamente distinta. Ese satélite tiene un diámetro equivalente a más de un cuarto del de la Tierra. ¿Cuándo oíste hablar de semejante proporción en el caso de un planeta habitable?

—Yo se muy poco de esas cosas — expuso Pelorat con timidez.

—Entonces, acepta mis palabras —dijo Trevize — Se trata de un caso único. Estamos viendo algo que es prácticamente un planeta doble, y hay pocos planetas habitables que tengan algo mas que unos guijarros girando en órbita a su alrededor. Si consideras, Janov, que el gigante gaseoso con su enorme sistema de anillos se halla en sexto lugar, y que este planeta con su enorme satélite se encuentra en el tercero, de acuerdo con lo que dicen sus leyendas y que nos parecía inverosímil antes de que lo viésemos, entonces, el mundo que estás mirando tiene que ser la Tierra. No puede ser otra cosa. La hemos encontrado, Janov, la hemos encontrado.

Hacia dos días que avanzaban lentamente en dirección a la Tierra, y Bliss bostezó mientras comían.

—Me parece que hemos pasado mucho tiempo acercándonos y alejándonos de planetas. En realidad hemos invertido semanas en ello.

—Eso se debe en parte —dijo Trevize — a que los saltos son demasiado peligrosos si se dan demasiado cerca de una estrella. Y en este caso, avanzamos con mucha lentitud porque no quiero exponerme a posibles peligros.

—Me parece que dijiste que tenías la impresión de que no seriamos detenidos.

—Y lo repito, pero no quiero apostarlo todo a una impresión — Trevize miro el contenido de su cuchara antes de llevársela a la boca y dijo: — ¿Sabéis una cosa? Añoro el pescado que nos dieron en Alfa.

Solo comimos allí tres veces.

—Una lástima — convino Pelorat.

—Bueno —dijo Bliss — Visitamos cinco mundos y tuvimos que salir con tanta precipitación de cada uno de ellos que no nos dio tiempo de abastecer nuestra despensa con alimentos variados. Incluso cuando los mundos podían ofrecernos comestibles, como Comporellon y Alfa, y quizás en…

No terminó la frase, pues Fallom levantó rápidamente la cabeza y la concluyó por ella.

—¿Solaria? ¿No pudisteis conseguir comida allí? La hay en abundancia. Tanto como en Alfa. Y de mejor calidad.

—Lo sé, Fallom —dijo Bliss—. Pero no tuvimos tiempo.

Fallom la miró con aire solemne.

—¿Volveré a ver a Jemby, Bliss? Dime la verdad.

—Es posible, si volvemos a Solaria —respondió ella.

—¿Lo haremos algún día?

Bliss vaciló.

—No lo sé.

—Ahora vamos a la Tierra, ¿verdad? ¿No es ése el planeta del que decís que todos procedemos?

—Donde tuvieron su origen nuestros antecesores —dijo Bliss.

—Ya sé decir «antepasados» — se encrespó Fallom.

—Sí, vamos a la Tierra.

—¿Por qué?

—¿Acaso no desearía cualquiera ver el mundo de sus antepasados? —dijo Bliss como sin concederle importancia.

—Creo que hay algo más. Todos parecéis muy preocupados.

—Es que nunca hemos estado allí. No sabemos lo que nos espera.

—Creo que todavía hay más.

Bliss sonrió.

—Ya has terminado de comer, querida Fallom; por consiguiente, ¿por qué no vas a la habitación y nos ofreces un pequeño concierto de flauta? Cada día la tocas mejor. Vamos, vamos.

Dio una palmada en el trasero a Fallom para que se diese prisa, y ésta salió, pero volviéndose antes para dirigir una profunda mirada a Trevize.

Él la siguió con la vista en la que reflejó un claro disgusto.

—¿Lee esa cosa las mentes?

—No la llames «cosa», Trevize —dijo vivamente Bliss.

—¿Lee las mentes? Tu deberías saberlo.

—No, no lo hace. Ni puede hacerlo Gaia, y tampoco los de la Segunda Fundación. Leer las mentes como quien oye una conversación o percibe ideas exactas es algo que no puede hacerse ahora, ni se hará en un futuro previsible. Podemos detectar, interpretar y, hasta cierto punto, manipular las emociones, pero esto es algo muy distinto.

—¿Cómo sabes que ella no es capaz de hacer lo que se supone no puede hacerse?

—Porque, como tú acabas de decir, yo debería saberlo.

—Tal vez te está manipulando para que sigas ignorando el hecho de que sí es capaz de hacerlo.

Bliss puso los ojos en blanco.

—Sé razonable, Trevize. Aunque ella tuviese facultades extraordinarias, no podría hacer nada conmigo, porque yo no soy Bliss, soy Gaia. Siempre lo olvidas. ¿Tienes idea de la inercia mental que representa todo un planeta? ¿Crees que un Aislado, por inteligente que sea, puede superarla?

—Tú no lo sabes todo, Bliss; por consiguiente, no te confíes demasiado —dijo hoscamente Trevize—. Esa co…, ella lleva poco tiempo con nosotros. Durante este período, yo sólo habría podido aprender los rudimentos de un idioma; ella, sin embargo, habla el galáctico a la perfección y posee un vocabulario virtualmente completo. Sí, ya sé que tú la has ayudado; pero quisiera que dejases de hacerlo.

—Te dije que la ayudaba, pero también te comenté que tiene una inteligencia extraordinaria. Lo suficientemente importante como para que yo desee que llegue a formar parte de Gaia. Si pudiésemos llevarla allí, si todavía fuese lo bastante joven, aprenderíamos mucho sobre los solarianos para poder absorber, en definitiva, todo su mundo. Nos resultaría muy útil.

—¿Has pensado que los solarianos son Aislados patológicos, incluso según mi criterio?

—No lo serían si formasen parte de Gaia.

—Creo que te equivocas, Bliss. Me parece que esa criatura solariana es peligrosa y deberíamos librarnos de ella.

—¿Cómo? ¿Arrojándola por la portezuela? ¿Matándola, troceándola e incorporándola a nuestra despensa?

—¡Oh, Bliss! —exclamó Pelorat.

—Eso es repugnante y completamente inoportuno —dijo Trevize. Después, escuchó un momento. La flauta sonaba sin un fallo ni la menor vacilación, y ellos habían estado hablando en voz baja—. Cuando todo esto termine, tenemos que devolverla a Solaria y asegurarnos de que aquel mundo permanezca separado de Galaxia para siempre. Mi propia impresión es que el planeta debería ser destruido. Desconfío de él y lo temo.

Bliss estuvo pensativa durante un rato.

—Trevize —dijo—, sé que tienes el don de tomar la decisión acertada, pero también sé que Fallom te ha resultado antipática desde el primer momento. Sospecho que esto pueda deberse a que te viste humillado en Solaria y, de resultas de ello, concebiste un odio violento contra el planeta y sus moradores. Como no debo jugar con tu mente, no puedo estar seguro de ello. Por favor, recuerda que si no hubiésemos traído a Fallom con nosotros, ahora estaríamos en Alfa…, muertos y, según presumo, enterrados.

—Ya lo sé, Bliss, pero aun así.

—Y su inteligencia tiene que ser admirada, no envidiada.

—Yo no la envidio. La temo.

—¿Su inteligencia?

Trevize se humedeció los labios, reflexivamente.

—No, no es eso.

—Entonces, ¿qué?

—No tengo idea. Si supiese lo que temo, Bliss, tal vez no me sentiría así. Es algo que no acabo de comprender. — Bajó la voz, como si hablase consigo mismo—. La galaxia parece estar llena de cosas que no comprendo. ¿Por qué escogí Gaia? ¿Por qué tengo que encontrar la Tierra? ¿Falta un eslabón en la psicohistoria? De ser así, ¿cuál? Y por encima de todo, ¿por qué me inquieta Fallom?

—Por desgracia —repuso Bliss—, no puedo contestar esas preguntas.

—Se levantó y salió de la habitación.

Pelorat la siguió con la mirada.

—Seguramente, el panorama no es tan negro, Golan —dijo—. Estamos acercándonos a la Tierra. Cuando lleguemos a ella, tal vez todos los misterios se resuelvan. Y hasta ahora nada parece querer impedir nuestra llegada.

Trevize miró a Pelorat.

—Quisiera que algo la impidiese — murmuró en voz baja.

—¿De veras? —preguntó Pelorat—. ¿Por qué habrías de quererlo?

—Con franqueza, me gustaría ver algún signo de vida.

Pelorat abrió mucho los ojos.

—¿Has descubierto que la Tierra es radiactiva a fin de cuentas?

—No. Pero está caliente. Mucho más de lo que yo esperaba.

—¿Y eso es malo?

—No necesariamente. El calor puede ser excesivo, pero esto no la hace inhabitable. La gruesa capa de nubes es de vapor de agua; esas nubes, junto con el agua copiosa del océano, podrían hacer posible la vida a pesar de la temperatura que hemos calculado gracias a la emisión de microondas. Todavía no puedo estar seguro. Pero…

—¿Qué Golan?

—Bueno, si la Tierra fuese radiactiva, eso explicaría que hiciese más calor de lo esperado en ella.

—Pero el argumento no puede invertirse, ¿verdad? Si hace en ella más calor de lo esperado, no significa que deba ser radiactiva.

—No. Tienes razón. — Trevize sonrió forzadamente—. Es inútil que demos vueltas al problema. Dentro de un día o dos, podré decir algo más acerca de todo esto y lo sabremos con seguridad.

Fallom se hallaba sentada en la litera, sumida en hondos pensamientos, cuando Bliss entró en la habitación. Fallom la miró un instante y bajó la mirada de nuevo.

—¿Qué te pasa, Fallom? —preguntó Bliss a media voz.

—¿Por qué me tiene Trevize tanta antipatía, Bliss?

—¿Por qué piensas eso?

—Me mira con impaciencia… ¿Es ésta la palabra?

—Puede serlo.

—Me mira con impaciencia cuando estoy cerca de él. Siempre pone mala cara.

—Son tiempos difíciles para Trevize, Fallom.

—¿Porque está buscando la Tierra?

—Sí.

Fallom pensó durante un rato.

—Sobre todo se impacienta cuando muevo algo con el pensamiento —dijo al cabo de unos instantes.

Bliss apretó los labios.

—Bueno, Fallom, ¿no te dije que no debías hacerlo, y en especial en presencia de Trevize?

—Fue ayer, en esta habitación; él se hallaba en la puerta y yo no me había dado cuenta. No sabía que me estaba mirando. De todos modos, sólo intentaba que uno de los libros de películas de Pel se mantuviese sobre una punta. No hacía ningún daño.

—Pero eso le pone nervioso, Fallom, y no quiero que lo hagas, tanto si él está presente como si no.

—¿Se pone nervioso porque él es incapaz de hacerlo?

—Tal vez.

—¿Puedes hacerlo tú?

Bliss sacudió lentamente la cabeza.

—No.

—Pero tú no te pones nerviosa cuando yo lo hago. Y tampoco le ocurre a Pel.

—Todas las personas no son iguales.

—Lo sé —dijo Fallom, con una súbita dureza que sorprendió a Bliss y le hizo fruncir el ceño.

—¿Qué es lo que sabes, Fallom?

—Que yo soy diferente.

—Desde luego, acabo de decírtelo. Todas las personas no son iguales.

—Mi cuerpo es distinto. Y puedo. mover cosas.

—Tienes razón.

—Yo debo mover cosas —dijo Fallom con una sombra de rebeldía—. Trevize no debería enfadarse conmigo por eso, y tú no tendrías que prohibírmelo.

—Pero, ¿por qué debes mover cosas?

—Es una práctica, Un excecisio. ¿Se dice así?

—No del todo. Ejercicio.

—Sí, Jemby decía siempre que yo debía adiestrar mis…, mis…

—¿Lóbulos transductores?

—Sí, Y fortalecerlos. Así, cuando sea mayor, daré energía a todos los robots. Incluso a Jemby.

—Fallom, ¿quién daba energía a todos los robots, si no lo hacías tú?

—Bander —respondió ella con toda naturalidad.

—¿Conocías a Bander?

—Claro. Lo vi muchas veces. Yo había de ser el próximo jefe de la finca. La finca Bander se convertiría en la finca Fallom. Así me lo dijo Jemby.

—¿Quieres decir que Bander iba a tu…?

La impresión hizo que la boca de Fallom se abriese en una O perfecta. Luego, habló con voz entrecortada:

—Bander nunca venía a…, — La criatura se quedó sin aliento y jadeó un poco. Después dijo—: Yo veía la imagen de Bander.

—¿Cómo te trataba Bander? —preguntó Bliss con una cierta vacilación.

Fallom la miró, ligeramente confusa.

—Bander me preguntaba si necesitaba algo, si estaba cómoda. Pero Jemby permanecía cerca de mí a todas horas, de modo que nunca necesitaba nada y siempre me sentía cómoda.

Agachó la cabeza y miró el suelo fijamente, Después, se tapó los ojos, con las manos.

—Pero Jemby se quedó parado, Creo que fue porque Bander… se paró también.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Bliss.

—He estado pensando en ello, Bander daba energía a todos los robots, Si Jemby se paró, y con él todos los demás, debió ser porque Bander se detuvo. ¿No es así?

Bliss no respondió.

—Pero cuando me llevéis de nuevo a Salaria — prosiguió Fallom—, yo daré energía a Jemby y a todos los demás robots, y volveré a ser feliz.

Estaba sollozando.

—¿No eres feliz con nosotros, Fallom? ¿Al menos un poco? ¿Alguna vez?

Fallom levantó la cara surcada de lágrimas y le tembló la voz cuando sacudió la cabeza y respondió:

—Quiero a Jemby.

Bliss, angustiada y compasiva, abrazó a la criatura.

—¡Oh, Fallom, cuánto me gustaría que pudieses reunirte de nuevo con Jemby!

De pronto, se dio cuenta de que también ella estaba llorando.

Pelorat entró y, al encontrarlas en aquella actitud, se detuvo en seco.

—¿Qué sucede?

Bliss se desprendió del abrazo de Fallom y buscó un pañolito para enjugarse los ojos. Después, movió la cabeza.

—Pero, ¿qué sucede? — repitió Pelorat con expresión preocupada.

—Descansa un poco, Fallom —dijo Bliss—. Ya pensaré algo para que te sientas mejor. Recuerda que… te quiero tanto como Jemby.

Agarró a Pelorat de un codo y lo arrastró consigo al cuarto de estar mientras decía:

—No es nada, Pel. Nada.

—Se trata de Fallom, ¿verdad? Todavía añora a Jemby.

—Terriblemente. Y nada podemos hacer para remediarlo. Yo puedo decirle que la quiero…, y es verdad. ¿Cómo se puede dejar de querer a una criatura tan inteligente y amable? Porque es terriblemente inteligente. Trevize piensa que demasiado. Ella vio a Bander, ¿sabes?, o mejor dicho, vio su imagen ológrafa. Sin embargo, su recuerdo no la conmueve; es muy fría a ese respecto, y yo comprendo la razón. Lo único que les unía era el hecho de que Bander fuese el dueño de la finca y Fallom le sucedería. No había ninguna otra relación.

—¿Comprende Fallom que Bander era su padre?

—Su madre. Si hemos convenido en que Fallom debe ser considerada femenina, también debe serlo Bander.

—Sea como fuere, querida Bliss, ¿es Fallom consciente de esa relación de parentesco?

—No sé si comprendería lo que significa. Desde luego, puede que lo sepa, pero no me lo ha dado a entender. Sin embargo, Pel, ha deducido mediante la lógica que Bander murió, pues comprendió que la desactivación de Jemby debía ser el resultado de la pérdida de energía, y como Bander era quien la suministraba… Eso me espanta.

—¿Por qué, Bliss? —dijo pensativamente Pelorat—. A fin de cuentas, no es más que una inferencia lógica.

—Pero puede sacar otra deducción lógica de aquella muerte. Con unos moradores tan aislados y longevos, las muertes deben ser pocas y muy distantes las unas de las otras en Solaria. La experiencia de la muerte natural tiene que ser muy limitada para cualquiera de ellos y quizá nula para los niños solarianos de la edad de Fallom. Si ésta sigue pensando en el final de Bander, empezará a preguntarse por qué murió, y el hecho de que su muerte se produjera cuando había unos forasteros en el planeta, esto la llevará a establecer la obvia relación de causa y efecto.

—¿Que nosotros matamos a Bander?

—Nosotros no fuimos quienes lo matamos, Pel. Fui yo.

—Ella no podría adivinarlo.

—Pero yo tendría que decírselo. Está resentida contra Trevize, y éste es claramente el jefe de la expedición. Ella daría por descontado que él es el responsable de la muerte de Bander, ¿y cómo iba yo a permitir que Trevize fuese culpado injustamente?

—¿Y qué importancia tendría, Bliss? La niña no siente nada por su pa…, por su madre. Sólo por Jemby, su robot.

—Pero la muerte de la madre significó también la de su robot. A punto estuve de reconocer mi responsabilidad. Sentí la fuerte tentación de hacerlo.

—¿Por qué?

—Quería explicárselo a mi manera. Para conseguir apaciguarla, anticipándome a que ella descubriese el hecho mediante un proceso lógico que la llevaría a la conclusión de que aquella acción no estuvo justificada.

—Pero lo estuvo. Fue en defensa propia. Si tú no hubieses actuado, todos habríamos muerto casi instantáneamente.

—Esto es lo que yo le habría dicho, pero no tuve valor para explicárselo. Temí que no me creyese.

Pelorat sacudió la cabeza.

—¿Crees que habría sido mejor que no la hubiésemos traído con nosotros? —preguntó suspirando—. Esta situación hace que te sientas desgraciada.

—No —dijo Bliss irritada—, no digas eso. Habría sido muchísimo más desgraciada si hubiese tenido que recordar ahora que habíamos permitido que una criatura inocente fuese despiadadamente asesinada a causa de lo que nosotros habíamos hecho.

—El mundo de Fallom es así.

—Bueno, Pel, no caigas en la manera de pensar de Trevize. Los Aislados son capaces de aceptar estas cosas y no pensar más en ellas. En cambio, el objetivo de Gaia es salvar vidas, no destruirlas…, ni permanecer impávida mientras otros lo hacen. Todos sabemos que toda vida debe tener un fin, para que otra vida pueda perdurar, pero nunca de una manera inútil, jamás sin una finalidad. La muerte de Bander, aunque inevitable, es una carga muy dura de soportar; la de Fallom habría sido totalmente insoportable.

—Bueno —dijo Pelorat—, supongo que tienes razón. Y en todo caso, no he venido a verte por el problema de Fallom. Se trata de Trevize.

—¿Qué le ocurre?

—Me siento preocupado por él, Bliss. Está esperando determinar cómo es la Tierra realmente, y dudo mucho que pueda aguantar esa tensión.

—Yo no temo por él. Supongo que posee una mente firme y estable.

—Todos tenemos un límite. Escucha: el planeta Tierra es más cálido de lo que él esperaba; así me lo dijo. Supongo que piensa que no puede haber vida con tanto calor, aunque trata de convencerse de lo contrario.

—Tal vez tiene razón. Quizá la Tierra no es demasiado cálida para que pueda haber vida en ella.

—También confiesa que es posible que el calor se deba a una corteza radiactiva, pero también se niega a creerlo. Dentro de un día o dos estaremos lo bastante cerca para que sepamos, de manera indiscutible, lo que hay de verdad en todo el asunto. ¿Y qué pasará si la Tierra es radiactiva?

—Tendremos que aceptarlo como un hecho.

—Pero…, no sé cómo decirlo, cómo expresarlo en términos mentales. ¿Qué pasará si su mente…? — Se interrumpió torciendo el gesto.

Bliss esperaba. Después acabó el pensamiento de Pelorat.

—¿Si su mente se desbarata?

—Sí. Podría ocurrirle. ¿Y no deberías hacer algo para fortalecerle? ¿Para mantenerle sereno y bajo control, por decirlo así?

—No, Pel. No puedo creer que sea tan frágil; además, existe una firme decisión gaiana de no intervenir en su mente.

—Pero ahí está la cuestión precisamente. Él tiene ese poco corriente «acierto», o como quieras llamarlo. La impresión causada por el fracaso de su proyecto en el momento en que parece que va a realizarlo tal vez no destruya su cerebro, pero sí su «don de acertar». Es un don extraordinario. ¿No puede ser, al mismo tiempo, extraordinariamente frágil?

Bliss reflexionó durante un momento. Después, se encogió de hombros.

—Bueno, quizá sea mejor que no lo pierda de vista.

Durante las treinta y seis horas siguientes, Trevize se dio cuenta vagamente de que Bliss, y Pelorat con menos insistencia, tendían a seguirle los pasos. Sin embargo, aquello no resultaba extraño en una nave tan reducida como la suya; además, tenía otras cosas en las que pensar.

Ahora, sentado ante el ordenador, advirtió que ellos estaban en la puerta. Los miró, con expresión vacía.

—¿Y bien? —preguntó, sin levantar la voz.

Pelorat respondió, bastante torpemente:

—¿Cómo estás, Golan?

—Pregúntaselo a Bliss —dijo Trevize—. Me ha estado mirando durante horas. Debe de estar escrutando mi mente. ¿No es cierto, Bliss?

—No, no lo es —respondió ella serenamente—, pero si crees que puedes necesitarme, trataré de prestarte ayuda.

—No. ¿Por qué habría de necesitarla? Y ahora, dejadme en paz. Los dos.

—Por favor, dinos lo que pasa — pidió Pelorat.

—¡Adivínalo!

—Se trata de la Tierra…

—Sí. Lo que todos se empeñaban en decirnos era la pura verdad. Trevize señaló la pantalla, donde la Tierra presentaba su lado oscuro y estaba eclipsando el sol. Era un círculo compacto y negro contra el cielo estrellado, con su circunferencia marcada por una quebrada curva anaranjada.

—Ese color anaranjado, ¿es el de la radiactividad? —preguntó Pelorat.

—No. Sólo es la luz del sol refractada a través de la atmósfera. Si la atmósfera no fuese tan nubosa, verías un círculo compacto de color naranja. No podemos ver la radiactividad. Las diversas radiaciones, incluso los rayos gamma, son absorbidas por la atmósfera. Sin embargo, producen radiaciones secundarias, relativamente débiles, pero que el ordenador puede detectar. Son invisibles a simple vista, pero el ordenador puede producir un fotón de luz visible por cada partícula u onda de radiación que recibe y dar a la Tierra un falso color. Mira.

Y el círculo negro adquirió un débil y borroso tono azul.

—¿Cuánta radiactividad hay allí? —preguntó Bliss en voz baja—. ¿La suficiente para que no pueda existir vida humana?

—Ni de ninguna otra clase —dijo Trevize — El planeta es inhabitable. La última bacteria, el último virus, desaparecieron hace tiempo.

—¿Podemos explorarlo? —preguntó Pelorat—. Con trajes espaciales quiero decir.

—Durante unas pocas horas. antes de que caigamos irremediablemente enfermos a causa de la radiación.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Golan?

—¿Hacer? — Trevize miró a Pelorat con la misma cara inexpresiva—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Llevaros a ti y a Bliss…, y a la chiquilla, a Gaia, y deiaros allí para siempre. Después, volvería a Terminus a devolver la nave. Luego, me gustaría dimitir del Consejo, lo cual haría muy dichosa a la alcaldesa Branno. Una vez hecho todo eso, me gustaría vivir de mi pensión y dejar que Galaxia se apañase. Me tendrían sin cuidado el «Plan Seldon», la Fundación, la Segunda Fundación y Gaia.

Que elija Galaxia su camino. Durará mientras yo viva, y lo que ocurra después me importa un comino.

—Estoy seguro de que no piensas lo que dices, Golan —dijo ansiosamente Pelorat.

Trevize le miró con fijeza durante unos instantes y luego lanzó un largo suspiro.

—No, no lo pienso, pero ¡cuánto me gustaría hacer lo que acabo de decirte!

—Olvídalo. ¿Qué harás?

—Mantener la nave en órbita alrededor de la Tierra, descansar, superar la mala impresión que todo esto me ha causado y pensar lo que voy a hacer a continuación. Salvo que…

—¿Qué?

—¿Qué es lo que podré hacer a continuación? — estalló Trevize—. ¿Qué más hay que pueda buscar? ¿Qué más hay que pueda encontrar?

XX. El mundo próximo

Durante cuatro comidas sucesivas, Pelorat y Bliss habían visto a Trevize sólo en aquellas ocasiones. El tiempo restante, había permanecido en la cabina-piloto o en su habitación. Mientras comían, él guardaba silencio. Mantenía apretados los labios y comía poco.

Sin embargo, mientras hacían la cuarta comida, parecióle a Pelorat que Trevize había perdido parte de su desacostumbrada gravedad. Pelorat carraspeó dos veces, como si se dispusiese a decir algo pero desistiese de ello.

—Por último, Trevize lo miró.

—¿Y bien? —dijo.

—¿Lo… lo has pensado ya, Golan?

—¿Por qué lo preguntas?

—Pareces menos malhumorado.

—Pues no es así, pero he estado pensando. Y mucho.

—¿Podemos saber qué? —preguntó Pelorat.

Trevize miró unos instantes en la dirección de Bliss. Ésta mantenía la mirada fija en el plato y guardaba un prudente silencio, como si estuviese segura de que Pelorat podría llegar más lejos que ella en un momento tan crucial.

—¿No sientes tú curiosidad también, Bliss? —preguntó Trevize.

Ella levantó los ojos un momento.

—Claro que sí.

Fallom dio un golpe con el pie a la pata de la mesa.

—¿Hemos encontrado la Tierra? —dijo.

Bliss le apretó un hombro y Trevize no le prestó atención.

—Debemos partir de un hecho fundamental. Toda la información referente a la Tierra ha sido eliminada en varios mundos. Esto nos lleva, indefectiblemente, a una conclusión: se está ocultando algo acerca de la Tierra. Sin embargo, sabemos, por propia observación, que la Tierra es letal por su radiactividad, por lo que todo lo que pueda haber en ella ha quedado automáticamente escondido. Nadie puede aterrizar en ella y, desde esta distancia, cuando estamos muy cerca del borde exterior de la magnetósfera y no deberíamos arriesgarnos a acercarnos más, nada podemos encontrar.

—¿Estás seguro de ello? —preguntó suavemente Bliss.

—He pasado mucho tiempo con el ordenador, analizando la Tierra todo lo que he podido. No hay nada. Más aún, siento que no hay nada. Entonces, ¿por qué han sido destruidos los datos referentes a ella? Seguramente, lo que debe permanecer oculto lo está con mucha más eficacia ahora que nadie puede sospechar de qué se trata, y es inútil cuanto puedan pensar los humanos sobre este tesoro particular.

—Es posible —dijo Pelorat — que hubiese algo oculto en la Tierra cuando aún no era lo bastante radiactiva para impedir la llegada de visitantes. Los moradores de la Tierra pudieron temer que alguien aterrizase en ella y descubriese…, lo que sea. Fue entonces cuando la Tierra trató de destruir toda información a su respecto. Lo que tenemos ahora no es más que un vestigio de aquellos inseguros tiempos.

—No, no lo creo —dijo Trevize—. La eliminación de la información que había en la Biblioteca Imperial de Trantor parece que se realizó recientemente. — Se volvió de pronto a Bliss—. ¿No tengo razón?

—«Yo-nosotros-Gaia» dedujimos esto de la turbada mente de Gendibai, de la segunda Fundación, cuando él, tú y yo nos reunimos con la alcaldesa de Terminus.

—Por consiguiente —dijo Trevize—, lo que había que ocultar, porque había la posibilidad de que fuese encontrado, tiene que continuar oculto ahora, y debe existir el peligro de que se encontrase ahora, a pesar de que la Tierra sea radiactiva.

—¿Cómo es posible? —preguntó Pelorat ansiosamente.

—Piénsalo bien —dijo Trevize—. ¿Y si lo que había en la Tierra no permaneciese ya en ella, sino que hubiese sido trasladado a otro sitio al aumentar el peligro de la radiactividad? Aunque el secreto ya no este en la Tierra, podría ser que, al descubrir ésta, fuésemos capaces de deducir el lugar al que fue llevado aquél. De ser así, habría que seguir ocultando los alrededores de la Tierra.

La voz de Fallom se dejó oír de nuevo:

—Porque si podemos encontrar la Tierra, dice Bliss que me llevaréis junto a Jemby.

Trevize se volvió a Fallom, mirándola airadamente, y Bliss le habló en voz baja.

—Te dije que podríamos hacerlo, Fallom. Más tarde hablaremos de esto. Ahora ve a tu habitación y lee, o toca la flauta, o haz lo que quieras. Vete, vete..

Fallom se levantó de la mesa, malhumorada.

—Pero, ¿cómo puedes decir esto, Golan? —dijo Pelorat—. Estamos aquí. Hemos localizado la Tierra. ¿Podemos deducir ahora dónde se encuentra lo que se escondía, si no está en la Tierra?

Trevize tardó un momento en superar la irritación que Fallom le había producido.

—¿Por qué no? Imagínate que la radiactividad de la corteza de la Tierra hubiese ido en aumento. La población habría decrecido con la muerte y la emigración, y el secreto, fuese el que fuese, habría estado en peligro. ¿Quién se iba a quedar para guardarlo? En definitiva, habría que trasladarlo a otro mundo, o la utilidad de…, de lo que fuese…, se perdería para siempre.

»Sospecho que debió haber una resistencia a trasladarlo, y es probable que se llevase a cabo en el último momento. Ahora bien, Janov, ¿recuerdas el viejo de la Nueva Tierra que te llenó la cabeza con su versión de la Historia de la Tierra?

—¿Monolee?

—Si. ¿No dijo, con referencia a la fundación de la Nueva Tierra, que lo que quedaba de la población de la Tierra fue trasladado a aquel planeta?

—¿Quieres decir, viejo amigo, que lo que estamos buscando se encuentra ahora en la Nueva Tierra? —preguntó Pelorat—. ¿Llevado allí por los últimos que salieron de la Tierra?

—¿No podría ser así? —dijo Trevize—. La Nueva Tierra apenas si es más conocida que la Tierra en la Galaxia, y sus moradores muestran un sospechoso afán por mantener alejados a todos los forasteros.

—Nosotros estuvimos allí —dijo Bliss—, y no encontramos nada. — sólo buscábamos algo que nos indicase la situación de la Tierra.

—Pero nosotros estamos buscando algo que presupone una alta tecnología —dijo Pelorat desconcertado—; algo que puede eliminar la información ante las narices de la Segunda Fundación, e incluso ante las narices, discúlpame, Bliss, de Gaia. La gente de la Nueva Tierra puede ser capaz de controlar su tiempo atmosférico y dominar algunas técnicas de biotecnología, pero creo que estaréis de acuerdo en que su nivel tecnológico es, en su conjunto, bastante bajo.

Bliss asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo con Pel.

—Este juicio tiene una base poco sólida —dijo Trevize—. No vimos a los hombres de la flota pesquera. Sólo vimos la pequeña parte de la isla donde aterrizamos. ¿Qué hubiésemos encontrado caso de haber explorado más a fondo? A fin de cuentas, no reconocimos las lámparas fluorescentes hasta que las vimos funcionar, y si nos pareció, repito, nos pareció que la tecnología era mínima, yo diría…

—¿Qué? —preguntó Bliss, con clara incredulidad.

—Que aquello podía ser parte del velo tendido para ocultar la verdad.

—¡Imposible! —exclamó Bliss.

—¿Imposible? Fuiste tú quien me dijo en Gaia que, en Trantor, la civilización estaba siendo deliberadamente mantenida a un bajo nivel de tecnología con el fin de ocultar el pequeño núcleo de los de la Segunda Fundación. ¿No podría emplear la Nueva Tierra una estrategia semejante?

—¿Sugieres, pues, que volvamos a la Nueva Tierra y nos expongamos nuevamente al contagio, que esta vez sería activado? La relación sexual es, indudablemente, un agradable sistema de contagio, pero quizá no sea el único.

Trevize se encogió de hombros.

—No estoy ansioso por volver a la Nueva Tierra, pero tal vez deberemos hacerlo.

—¿Tal vez?

—¡Tal vez! Después de todo, hay otra posibilidad.

—¿Y es?

—La Nueva Tierra gira alrededor de la estrella llamada Alfa. Pero Alfa es parte de un sistema binario. ¿No podría haber un planeta habitable que girase alrededor de la compañera de Alfa?

—Demasiado opaca, diría yo — observó Bliss, sacudiendo la cabeza—. La compañera es cuatro veces menos brillante que Alfa.

—Opaca, pero no demasiado. Si hay un planeta lo bastante cerca de la estrella, podría bastar.

—¿Dice algo el ordenador sobre planetas de la compañera? —preguntó Pelorat.

Trevize sonrió tristemente.

—Ya lo he comprobado. Hay cinco planetas de modestas dimensiones. Ningún gigante gaseoso.

—¿Y es habitable alguno de los cinco planetas?

—El ordenador no da información sobre los planetas, salvo que son cinco y que no son grandes.

—¡Oh! —dijo, desanimado, Pelorat.

—Eso no debe preocuparnos — continuó Trevize—. Ninguno de los mundos Espaciales puede ser encontrado en el ordenador. La información sobre la propia Alfa es mínima. Estas cosas son ocultadas deliberadamente y, si se sabe poquísimo acerca de la compañera de Alfa, casi podría considerarse como una buena señal.

—Entonces —dijo Bliss; yendo a lo práctico—, te propones visitar la compañera y, de no dar resultado, volver a la propia Alfa.

—Sí. Y esta vez, cuando lleguemos a la isla de la Nueva Tierra, iremos preparados. Examinaremos toda la isla con meticulosidad antes de aterrizar, y espero, Bliss, que emplees tus facultades mentales para escudar…

En aquel momento, la Far Star dio ligeros bandazos, como si tuviese hipo, y Trevize gritó, entre irritado y perplejo:

—¿Quién está en los controles?

No hacía falta que lo preguntase, pues lo sabía muy bien.

Fallom se hallaba completamente absorta ante el ordenador. Tenía abiertas las manitas de largos dedos para que coincidiesen con las marcas débilmente resplandecientes del tablero. Las manos de Fallom parecían hundirse en el material de aquél, aunque estaba claro que era duro y resbaladizo.

Había observado a Trevize cuando colocaba las manos allí en numerosas ocasiones y, aunque no le había visto hacer nada más, era evidente que con ello controlaba la nave.

Una vez, Trevize cerró los ojos, y ella hizo ahora lo mismo. A los pocos momentos, le pareció oír una voz débil y lejana, muy lejana, pero que resonaba en su propia cabeza a través (percibió vagamente) de sus lóbulos transductores. Éstos eran aún más importantes que sus manos. Aguzó la atención para distinguir las palabras.

Instrucciones — decía aquella voz, en tono casi suplicante—. ¿Cuáles son tus instrucciones?

Fallom no dijo nada. Nunca había visto que Trevize dijese algo al ordenador; pero sabía qué era lo que deseaba de todo corazón. Quería volver a Solaria, a la consoladora inmensidad de la mansión, a Jemby… Jemby… Jemby…

Quería ir allí y, al pensar en el mundo que amaba, lo imaginó visible en la pantalla, como había visto otros mundos a su pesar. Abrió los ojos y miró aquélla fijamente, queriendo que apareciese en ella otro mundo que no fuese la odiosa Tierra, e imaginándose que lo que tenía delante era Solaria. Aborrecía la Galaxia vacía en la que había sido introducida contra su voluntad. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y la nave tembló.

Fallom sintió aquel temblor y respondió balanceándose a su vez ligeramente.

Y entonces oyó unas fuertes pisadas en el pasillo. Cuando abrió los ojos, la cara torcida de Trevize llenó todo su campo visual, bloqueando la pantalla que contenía todo lo que ella deseaba. Él gritaba algo, pero ello no le prestó atención. Era él quien la había arrancado de Solaria después de matar a Bander, y era él quien le impedía volver allí, pues sólo pensaba en la Tierra; por consiguiente, no le escucharía.

Llevaría la nave a Solaria, y la nave tembló una vez más con la intensidad de su resolución.

Bliss agarró el brazo de Trevize con fuerza.

—¡No! ¡No!

Permaneció aferrada a él, reteniéndole, mientras Pelorat quedaba en segundo término, confuso y petrificado.

—¡Quita las manos del ordenador! — gritó Trevize—. No te interpongas, Bliss. No quiero hacerte daño.

—No seas violento con la niña —dijo Bliss, en un tono casi de agotamiento—. Sería yo quien tuviese que dañarte a ti…, contra todas las instrucciones.

Trevize miró ahora furiosamente a Bliss y dijo:

—Entonces, llévatela de aquí, Bliss. ¡Ahora!

Bliss lo apartó con fuerza sorprendente (tal vez sacándola de Gaia, pensó Trevize más tarde).

—Fallom —dijo—, levanta las manos.

—¡No! — chilló Fallom—. Quiero que la nave vaya a Solaría. Quiero que vaya allí. Allí.

Y señaló la pantalla con la cabeza, resistiéndose incluso a aflojar la presión de una de sus manos sobre el tablero.

Pero Bliss asió los hombros de la niña y, al contacto de sus manos, Fallom empezó a temblar. Bliss suavizó el tono de su voz.

—Ahora, Fallom, dile al ordenador que vuelva donde estaba, y tú ven conmigo. Ven conmigo.

Sacudió a la niña, que rompió a llorar, angustiada. Las manos de Fallom se apartaron del tablero, y Bliss, sujetando a la niña por las axilas, la levantó y la puso en pie. Después, la estrechó con fuerza sobre su pecho y dejo que la niña desfogase su llanto.

—Apártate Trevize — ordeno Bliss a éste que se hallaba plantado en el umbral—, y no nos toques al pasar.

Trevize se hizo rápidamente a un lado. Bliss se detuvo un momento ante él.

—He tenido que introducirme un instante en su mente —dijo en voz muy baja—. Si le he causado algún daño, no te lo perdonaré fácilmente.

Trevize sintió deseos de decirle que le importaba un comino la mente de Fallom; que sólo temía lo que pudiese ocurrirle al ordenador. Pero la mirada concentrada de Gaia (si sólo hubiese sido la de Bliss, no habría sentido aquel terror) le obligó a guardar silencio.

Permaneció callado durante un rato, y también inmóvil, después de que Bliss y Fallom se hubiesen metido en su habitación. En realidad, permaneció así hasta que Pelorat se dirigió a él.

—¿Estás bien, Golan? —preguntó a media voz—. No te habrá hecho daño, ¿verdad?

Trevize sacudió vigorosamente la cabeza, como para librarse de la momentánea parálisis que había sufrido.

—Estoy bien. Lo que realmente importa es si eso está bien. Se sentó ante el ordenador y apoyó las manos en las dos marcas sobre las que habían descansado recientemente las de Fallom.

—¿Qué? —preguntó ansiosamente Pelorat.

Trevize se encogió de hombros.

—Parece que responde con normalidad. Es posible que más tarde encuentre algún defecto, pero ahora todo da la impresión de estar en orden. — Después, dijo con renovada irritación—: El ordenador no debería responder con eficacia a otras manos que no fuesen las mías, pero en el caso de ese hermafrodita, no sólo eran sus manos. Estoy seguro de que los lóbulos transductores…

—Pero, ¿qué hizo temblar la nave? No debería ser aquello, ¿verdad? — No, Es una nave gravítica y no debería sufrir estos efectos de la inercia. Pero ese monstruo… — Y se interrumpió, furioso de nuevo.

—¿Si?

—Sospecho que dio dos instrucciones contradictorias al ordenador, y ambas con tal fuerza que éste no tuvo más remedio que intentar cumplir ambas a la vez. Al tratar de hacer lo imposible, debió de aflojar momentáneamente lo que mantiene a la nave a salvo de la inercia. Al menos, esto es lo que pienso que ocurrió. Y entonces, se suavizó la expresión de su semblante.

—Todo esto también podría ser favorable, pues ahora se me ocurre pensar que toda mi charla sobre Alfa de Centauro y su compañera fue una tontería. Ahora sé dónde debió trasladar la Tierra su secreto.

Pelorat lo miró fijamente; después, hizo caso omiso de la última observación y volvió a un enigma anterior:

—¿Cómo pudo pedir Fallom dos cosas contradictorias?

—Bueno, dijo que quería que la nave fuese a Solaría.

—Sí. Desde luego, eso quería.

—Pero, ¿qué entendía ella por Solaria? No puede reconocer Solaria desde el espacio. Nunca la ha visto realmente desde arriba. Cuando salimos de aquel mundo con tanta precipitación, ella estaba durmiendo.

Y a pesar de sus lecturas en tu biblioteca y de todo lo que Bliss le haya contado, me imagino que no puede captar la verdad de una galaxia que tiene cientos de miles de millones de estrellas y millones de planetas habitados. Habiéndose criado sola, y bajo tierra, sólo podrá captar el concepto elemental de que hay mundos diferentes; pero, ¿cuántos? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? Para ella, cada mundo que ve es probable que sea Solaria y, dada la fuerza de su voluntarioso pensamiento, es Solaria. Y como presumo que Bliss trató de tranquilizarla diciéndole que, si no encontrábamos la Tierra, la llevaríamos de regreso a Solaria, debió concebir la idea de que ésta se halla cerca de la Tierra.

—Pero, ¿cómo puedes decir eso, Golan? ¿Qué te hace pensar que sea así?

—Ella casi nos lo dijo, Janov, cuando la sorprendimos. Gritó que quería ir a Solaria y después añadió «allí…, allí», señalando la pantalla con la cabeza. ¿Y qué había en la pantalla? El satélite de la Tierra. No estaba allí cuando yo dejé la máquina antes de cenar; se veía la Tierra.

Pero Fallom debió imaginarse el satélite cuando pidió ir a Solaria, y el ordenador, como respuesta, enfocó ese satélite. Créeme, Janov, yo sé cómo funciona este ordenador. ¿Quién podrá saberlo mejor?

Pelorat miró el grueso arco de luz de la pantalla.

—Se llamaba «moon» en al menos uno de los idiomas de la Tierra, y «Luna», en otro —dijo pensativo—. Probablemente, tenía otros muchos nombres. Imagínate, viejo amigo, la confusión que debía reinar en un mundo con numerosos idiomas; los equívocos, las complicaciones, los…

—¿Luna? Bueno, una palabra bastante sencilla. Ahora que lo pienso, es posible que la niña tratase instintivamente de manejar la nave por medio de sus lóbulos transductores, empleando la propia fuente de energía de aquélla, y esto pudo contribuir a producir la momentánea confusión de la inercia. Pero nada de eso importa ya, Janov. Lo que sí importa es que todo esto ha traído a esta Luna (sí, me gusta el nombre) a la pantalla, ampliándola, y aquí continúa todavía. Ahora la estoy mirando, y me asombra.

—¿Qué es lo que te asombra, Golan?

—Su tamaño. Nosotros tendemos a prescindir de los satélites, Janov. cuando existen, son muy pequeños. Pero éste es diferente. Es un mundo. Tiene un diámetro de unos tres mil quinientos kilómetros.

—¿Un mundo? No puedes afirmar que lo sea. Tiene que ser inhabitable. Incluso un diámetro de tres mil quinientos kilómetros es demasiado corto. No tiene atmósfera. Basta con mirarlo para saberlo. Ni nubes. La curva circular exterior está bien definida, y también la curva interior que delimita el hemisferio iluminado y el oscuro.

Trevize asintió con la cabeza.

—Te estás convirtiendo en un experto viajero espacial, Janov. Tienes razón. No hay aire. No hay agua. Todo eso significa que la Luna no es habitable en su indefensa superficie. Pero, ¿y debajo de ésta?

—¿Bajo tierra? —dijo Pelorat con acento de duda.

—Sí. Bajo tierra. ¿Por qué no? Tú mismo me dijiste que las ciudades de la Tierra eran subterráneas. Sabemos que Trantor estaba bajo tierra. Comporellon tiene bajo tierra una buena parte de su capital. Las mansiones solarianas eran casi subterráneas casi por entero. Es algo muy corriente.

—Pero, Golan, en todos esos casos, la gente vivía en un planeta habitable. La superficie también lo era, con una atmósfera y un océano. ¿Es posible vivir bajo tierra cuando la superficie es inhabitable?

—Vamos, Janov, ¡piensa un poco! ¿Dónde vivimos nosotros ahora? La Far Star es un mundo diminuto que tiene una superficie inhabitable. No hay aire ni agua en el exterior. Sin embargo vivimos cómodamente dentro de ella. La Galaxia está llena de estaciones espaciales y de instalaciones espaciales muchísimo más variadas, por no hablar de las naves espaciales, y todas son inhabitables salvo en su interior. Considera la Luna como una gigantesca nave espacial.

—¿Con una tripulación en su interior?

—Sí. Millones de personas, por lo que sabemos, y plantas, y animales, y una avanzada tecnología. ¿No parece lógico, Janov? Si la Tierra, en sus últimos días, pudo enviar un grupo de colonizadores a un planeta de Alfa de Centauro, y si, posiblemente con la ayuda imperial, pudieron intentar transformarlo, poblar sus mares, construir tierra firme donde no había ninguna, ¿no pudo la Tierra enviar también una expedición a su satélite y transformar su interior?

—Supongo que sí — reconoció Pelorat de mala gana.

—Debieron de hacerlo. Si la Tierra tenía algo que ocultar, ¿por qué enviarlo a más de un pársec de distancia, pudiendo ocultarlo en un mundo a menos de la cienmillonésima parte de distancia de Alfa? Y la Luna sería un escondite más eficaz desde el punto de vista psicológico. Nadie pensaría relacionar la vida con un satélite. Yo no lo pensé, dicho sea de paso. Con la Luna a unos centímetros de mi nariz, mi pensamiento seguía volando hacia Alfa. De no haber sido por Fallom… — Apretó los labios y sacudió la cabeza—. Supongo que tendré que reconocerle este mérito. Seguramente lo hará Bliss, si yo no lo hago.

—Pero mira, viejo, si hay algo escondido bajo la superficie de la Luna, ¿cómo lo encontraremos? La superficie debe tener millones de kilómetros cuadrados.

—Cuarenta millones, más o menos.

—Y tendremos que explorarlos todos ellos, buscando, ¿qué? ¿Una abertura? ¿Una especie de puerta?

—Planteado así el asunto, parece una tarea bastante difícil; pero nosotros no buscamos simplemente objetos, sino vida, y vida inteligente. Y tenemos a Bliss, que posee unas dotes especiales para detectar la inteligencia, ¿no?

Bliss miró a Trevize con expresión acusadora.

—Por fin he conseguido que se duerma. Me ha costado mucho. Ella estaba furiosa. Afortunadamente, creo que no le he causado ningún daño.

Trevize dijo fríamente:

—Deberías tratar de anular su fijación en Jemby, ¿sabes?, ya que yo no tengo la menor intención de volver a Solaria.

—Anular su fijación, ¿eh? ¿Qué sabes tú de estas cosas, Trevize?

Nunca has penetrado en una mente. No tienes idea de su complejidad.

Si conocieses algo al respecto, no hablarías de anular una fijación como si fuese la cosa más sencilla del mundo.

—Bueno, al menos debilítala.

—Podría debilitarla un poco, después de un mes de cuidadoso deshilado.

—¿Qué quieres decir con lo del deshilado?

—Como eres lego en la materia, no podría explicártelo.

—Entonces, ¿qué vas a hacer con la niña?

—Todavía no lo sé; tendré que reflexionar mucho sobre ello.

—En tal caso —dijo Trevize—, deja que te diga lo que vamos a hacer con la nave.

—Sé lo que vas a hacer. Volver a la Nueva Tierra y darle otro tiento a la adorable Hiroko si te promete no contagiarte esta vez.

Trevize conservó su semblante inexpresivo.

—No —dijo—. En realidad, he cambiado de idea. Vamos a ir a la Luna, que, según Janov, es el nombre del satélite.

—¿ El satélite? ¿Porque es el mundo más próximo? No había pensado en esto.

—Ni yo. Ni nadie lo habría pensado. En ninguna parte de la Galaxia hay un satélite que merezca la pena pensar en él, pero éste es único por su tamaño. Más aún, el anonimato de la Tierra se extiende también a él. Quien no pueda encontrar la Tierra, tampoco podrá encontrar la Luna.

—¿Es habitable?

—No en la superficie; pero no es radiactiva y, por ende, no es absolutamente inhabitable. Puede haber vida; estar rebosante de ella, debajo de la superficie. Y, naturalmente, tú podrás decir si es así cuando nos acerquemos lo bastante.

Bliss se encogió de hombros.

—Lo intentaré. Pero, ¿qué te ha sugerido la idea de explorar el satélite?

—Algo que hizo Fallom cuando estaba en los controles —respondió Trevize pausadamente.

Bliss esperó, como aguardando que él dijese algo más, y se encogió de hombros otra vez.

—Fuese lo que fuere, sospecho que no habrías tenido esa inspiración si hubieses cedido a tus impulsos y la hubieses matado.

—Nunca tuve intención de matarla, Bliss.

Bliss agitó una mano.

—Está bien, dejémoslo. ¿Nos dirigimos ahora hacia la Luna?

—Sí. Por mera precaución, no acelero demasiado; pero si todo marcha bien, estaremos cerca de ella dentro de treinta horas.

La Luna era un desierto. Trevize observó la zona brillante iluminada por el sol que se deslizaba debajo de ellos. Era un panorama monótono de cráteres y sectores montañosos, y de negras sombras en contraste con la luz. Había sutiles cambios de color en el suelo y ocasionales extensiones llanas, salpicadas de pequeños cráteres.

Cuando se acercaron al lado oscuro, las sombras se hicieron más largas y, por último, se fundieron en una sola. Durante un rato, los picachos brillaron detrás de ellos bajo el sol, como gordas estrellas que resplandecían mucho más que sus hermanas celestes. Después, desaparecieron y sólo quedó en el cielo el débil resplandor de la luz de la Tierra, que era una gran esfera de un blanco azulado en más de un cuarto creciente. La nave pasó también más allá de la Tierra, la cual se hundió en el horizonte de manera que sólo quedó negrura absoluta debajo de ellos y, en lo alto, un cielo débilmente salpicado de estrellas que, para Trevize, que se había criado en el mundo sin estrellas de Terminus, resultaba, todavía, bastante milagroso.

Después, aparecieron nuevas estrellas brillantes ante ellos; primero, sólo una o dos, y después otras, agrandándose, espesándose y fundiéndose al fin. Y al momento cruzaron el terminador y pasaron al lado iluminado. El sol se elevó con esplendor infernal, mientras la pantalla lo esquivaba y enfocaba una panorámica del suelo del satélite.

Trevize comprendió inmediatamente que era inútil tratar de encontrar una entrada del interior habitado (si existía) con la mera inspección ocular de aquel mundo enorme.

Se volvió a mirar a Bliss, que estaba sentada a su lado. Ella no miraba la pantalla, sino que mantenía los ojos cerrados. Más que sentarse en la silla, parecía haberse derrumbado en ella.

Trevize, preguntándose si se había dormido, dijo a media voz: — ¿Detectas algo más?

Bliss sacudió ligeramente la cabeza.

—No — murmuró—. Sólo fue una ligera impresión. Será mejor que volvamos allí. ¿Recuerdas dónde estaba aquella región?

—El ordenador lo sabe.

Fue como apuntar a un blanco, oscilando a un lado y otro hasta encontrarlo. La zona en cuestión se hallaba en el hemisferio oscuro del satélite y, excepto por el débil resplandor de la Tierra que envolvía la superficie en una fantástica penumbra gris, no se distinguía nada, ni siquiera cuando las luces de la cabina-piloto se apagaron para poder ver mejor.

Pelorat se había acercado y plantado ansiosamente en el umbral.

—¿Hemos encontrado algo? —preguntó, en un ronco murmullo.

Trevize levantó una mano imponiéndole silencio. Estaba observando a Bliss. Sabía que pasarían días antes de que la luz del sol volviese a iluminar aquel lugar de la Luna, pero también sabía que, para lo que Bliss trataba de percibir, la luz carecía de importancia.

—Está allí —dijo ella.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Y es el único lugar?

—Es el único lugar en que lo he detectado. ¿Hemos estado sobre todas las partes de la superficie de la Luna?

—Sobre la mayor parte de ella.

—Entonces, es todo lo que he detectado en esa mayor parte. Ahora, la impresión es más fuerte, como si aquello nos hubiese detectado a nosotros. Y no parece peligroso. Tengo la sensación de que nos da la bienvenida.

—¿Estás segura?

—Es la impresión que tengo.

—¿Podría estar fingiendo buenos sentimientos?

Bliss respondió, con un deje de altivez:

—Si fuesen simulados, lo detectaría.

Trevize murmuró algo sobre el exceso de confianza Y después dijo: — Espero que lo que detectas sea inteligencia.

—Detecto una fuerte inteligencia. Pero… — añadió en un tono extraño.

—Pero, ¿qué?

—Silencio. No me distraigáis. Dejad que me concentre.

La ultima palabra no fue mas que un movimiento de los labios. Después dijo con sorpresa débilmente regocijada.

—No es humana.

—No es humana — exclamo Trevize mas asombrado que ella. ¿ Tendremos que habérnoslas con robot? ¿Cómo en Solaria?

—No —dijo Bliss sonriendo—. Tampoco es típicamente robótica.

—Tiene que ser una de las dos.

—Ninguna de ellas —dijo Bliss entre dientes—. No es humana; sin embargo, no se parece a la de cualquier robot que yo haya detectado antes de ahora.

—Me gustaría ver eso —dijo Pelorat, asintiendo vigorosamente con la cabeza y abriendo mucho los ojos—. Seria emocionante. Algo nuevo.

—Algo nuevo — murmuro Trevize, animado de pronto.

Un inesperado destello de luz pareció iluminar el interior de su cráneo.

Descendieron hacia la superficie de la Luna en un estado de ánimo casi jubiloso. Incluso Fallom se había unido a ellos y, con el abandono de la juventud, se dejaba llevar por la alegría, como si estuviese volviendo realmente a Solaria.

En cuanto a Trevize, un resto de cordura le decía que era extraño que la Tierra (o lo que hubiese de la Tierra en la Luna), que tanto se había esforzado en mantener alejados a todos los demás, procurase atraerles a ellos ahora. ¿Sería ésa su intención? Ya que no había podido evitarles, ¿les atraía para destruirles? ¿No sería, en ambos casos, inviolable su secreto?

Pero tal idea se desvaneció de su mente en aquella oleada de gozo que aumentaba continuamente al acercarse la nave a la superficie luna r. Sin embargo, por encima y más allá de eso, consiguió aferrarse al momento de inspiración que había alcanzado justo antes de empezar el descenso a la superficie del satélite de la Tierra.

Parecía saber el lugar al que iba la nave. Ahora estaba sobre las cimas de unos montes ondulados, y Trevize, frente al ordenador, sentía que no tenía que hacer nada. Era como si el ordenador y él fuesen guiados por otro, y sólo sentía la inmensa euforia de verse descargado de toda responsabilidad.

Se deslizaba paralelamente al suelo, en dirección a un risco de amenazadora altura que se alzaba como una barrera ante ellos; una barrera que brillaba débilmente bajo la luz de la Tierra y del faro de la Far Star. La inminencia de la colisión pareció no significar nada para Trevize, el cual no se sorprendió cuando advirtió que la escarpadura, que ya no era tal sino un pasillo resplandeciente de luz artificial, se había abierto ante ellos.

La nave redujo la velocidad, aparentemente por su propia iniciativa, y entró, deslizándose limpiamente por la abertura. Ésta se cerró detrás de aquélla, y entonces se abrió otra. La nave la cruzó y entró en una gigantesca sala que parecía excavada en el interior de una montaña.

La nave se detuvo y todos los que iban a bordo corrieron, ansiosos, a la puerta de salida. A ninguno de ellos, ni siquiera a Trevize, se les ocurrió comprobar si en el exterior había una atmósfera respirable…, o si había atmósfera siquiera.

Pero había aire. Un aire respirable y agradable. Miraron a su alrededor con la expresión satisfecha propia de las personas que vuelven a casa, y sólo al cabo de un rato se dieron cuenta de la presencia de un hombre que esperaba cortésmente a que se acercasen.

Era alto, y su expresión grave. Llevaba cortos los cabellos de color de bronce. Sus pómulos eran anchos; sus ojos, brillantes, y su indumentaria bastante parecida a la que se veía en los antiguos libros de Historia. Aunque parecía corpulento y vigoroso, tenía, empero, un aire de cansancio, no visible, sino más bien perceptible por algo que no eran los sentidos.

Fue Fallom la primera en reaccionar. Con fuertes y sibilantes chillidos, corrió hacia el hombre, agitando los brazos y gritando desaforadamente:

—¡Jemby! ¡Jemby!

Siguió corriendo y, cuando llegó junto al hombre, éste se agachó y la levantó en el aire. Fallom se abrazó a su cuello, sollozando y sin dejar de gritar «¡Jemby!».

Los otros se acercaron más despacio y Trevize dijo, pausada y claramente (¿entendería aquel hombre el galáctico?)

—Le pedimos disculpas, señor. Esta niña ha perdido a su protector y lo está buscando con verdadera desesperación. Lo que no comprendemos es por qué ha corrido hacia usted, ya que lo que busca es un robot; un aparato mecánico…

El hombre habló por primera vez. Su voz era más práctica que musical y tenía un ligero acento arcaico, pero hablaba el galáctico con fluidez.

—Les saludo amigablemente a todos —dijo, y pareció que así era, aunque la expresión de gravedad permaneció fija en su semblante—. En cuanto a esta niña — prosiguió—, da muestras de una percepción más aguda de lo que vosotros creéis, pues soy un robot. Me llamo Daneel Olivaw.

XXl. Termina la búsqueda

Trevize no podía creer lo que estaba viendo. Se había recobrado de la extraña euforia sentida antes y después de aterrizar en la Luna, una euforia, sospechaba, que le había sido impuesta por el singular robot plantado ahora ante él.

Trevize seguía mirándole con atención y en su mente, ahora perfectamente cuerda, permanecía sumido en el asombro. Había hablado atónito, conversado atónito, casi sin saber lo que decía ni lo que oía, mientras buscaba algo en la apariencia de aquel hombre aparente, en su comportamiento, en su manera de hablar, que correspondiese a un robot.

No resultaba extraño, pensó Trevize, que Bliss hubiese detectado algo que no era humano ni robótico, sino «algo nuevo», según había dicho Pelorat. Desde luego, no era mala cosa, pues había llevado el pensamiento de Trevize por otro camino más iluminador, aunque éste permanecía aún en su subconsciente.

Bliss y Fallom se habían apartado para explorar el lugar. Lo habían hecho a sugerencia de Bliss, pero a Trevize le pareció que sólo había sido después de un rapidísimo cambio de miradas entre ella y Daneel.

Cuando Fallom se resistió y quiso quedarse con el ser a quien se empeñaba en llamar Jemby, una palabra grave de Daneel y un movimiento de uno de sus dedos fueron suficientes para que se alejase a toda prisa.

Trevize y Pelorat se quedaron donde estaban.

—Ellas no son de la Fundación, señores —dijo el robot, como si eso lo explicase todo—. Una es Gaia y la otra es una Espacial.

Trevize guardó silencio mientras eran conducidos a unas sencillas sillas al pie de un árbol. Se sentaron, al invitarles a hacerlo el robot con un ademán, y cuando éste se sentó a su vez, con un movimiento perfectamente humano, Trevize preguntó:

—¿Es usted un robot realmente?

—Así es, señor —dijo Daneel..

El semblante de Pelorat resplandeció de alegría.

—En las viejas leyendas, se alude a un robot llamado Daneel. ¿Le pusieron a usted ese nombre en su honor?

—Yo soy aquel robot —dijo Daneel—. No es una leyenda.

—¡Oh, no! —exclamó Pelorat—. Si fuese usted aquel robot, debería tener miles de años.

—Veinte mil —repuso Daneel con aplomo.

Pelorat pareció desconcertado al oírle y miró a Trevize, el cual dijo, con un deje de irritación:

—Si usted es un robot, le ordeno que diga la verdad.

—No necesito que me ordenen que diga la verdad, señor. Tengo que hacerlo. Usted, señor, dispone de tres alternativas: soy un hombre que miente; un robot que ha sido programado para creer que tiene veinte mil años de edad, pero que en realidad no los tiene; o un robot que tiene veinte mil años. Usted debe decidir cuál de ellas acepta.

—Se resolverá por sí solo si seguimos conversando —repuso secamente Trevize—. A propósito, es difícil creer que esto sea el interior de la Luna. Ni la luz — y miró hacia arriba al decir esto, pues parecía una suave y difusa luz de sol, aunque no hubiese sol en el cielo y éste tampoco fuese claramente visible — ni la gravedad parecen creíbles. Este mundo debería tener en la superficie una gravedad de menos de 0,2 g.

—En realidad, la gravedad normal en la superficie debería ser de 0,16 g, señor. Sin embargo, es aumentada por las mismas fuerzas que le dan a usted, en su nave, la sensación de una gravedad normal, incluso cuando aquélla descienda en caída libre o bajo aceleración. Otras necesidades energéticas, incluida la luz, son también satisfechas gravíticamente, aunque empleamos la energía solar cuando ésta es la adecuada.

Todas las necesidades materiales que tenemos nos son suministradas por el suelo de la Luna, salvo los elementos ligeros, hidrógeno, carbono y nitrógeno, que la Luna no posee. Los obtenemos capturando algún cometa ocasional. Una de estas capturas cada siglo es más que suficiente para satisfacer nuestras necesidades.

—De ello deduzco que la Tierra es inútil como fuente de abastecimiento.

—Desgraciadamente, así es, señor. Nuestros cerebros positrónicos son tan sensibles a la radiactividad como las proteínas humanas.

—Emplea usted el plural, y esta mansión parece grande, hermosa y perfecta, al menos vista desde fuera. Existen, pues, otros seres en la Luna. ¿Humanos? ¿Robots?

—Sí, señor. Tenemos una ecología completa en la Luna, y una vasta y compleja oquedad en la que existe dicha ecología. Sin embargo, todos los seres inteligentes son robots, más o menos como yo. Pero ustedes no verán ninguno de ellos. En cuanto a esta mansión, sólo es utilizada por mí y fue modelada exactamente igual que aquella en la que viví hace veinte mil años.

—Y que recuerda con detalle, ¿no?

—Perfectamente, señor. Yo fui fabricado y existí durante un tiempo (¡qué breve me parece ahora!) en el mundo espacial de Aurora.

—¿ El de los…?

Trevize se interrumpió.

—Sí, señor. El de los perros.

—¿Está enterado de eso?

—Sí, señor.

—¿Y cómo vino a parar aquí, si al principio vivió en Aurora?

—Si vine aquí, señor, en los mismos comienzos de la colonización de la galaxia, fue para impedir la creación de una Tierra radiactiva.

Conmigo vino otro robot, Giskard, que podía penetrar las mentes e influenciar en ellas.

—¿Cómo puede hacer Bliss?

—Sí, señor. Fracasamos, en cierto modo, y Giskard dejó de funcionar. Sin embargo, antes de esto, me transmitió su talento y dejó que yo cuidase de la Galaxia; de la Tierra, en particular.

—¿Por qué de la Tierra en particular?

—En parte a causa de un hombre llamado Elijah Baley, un terrícola.

Pelorat intervino, con excitación:

—Es el héroe cultural que te mencioné hace algún tiempo, Golan.

—¿Un héroe cultural, señor?

—El doctor Pelorat quiere decir que es alguien a quien le fueron atribuyendo muchas cosas — explicó Trevize—, y que pudo ser una amalgama de muchos personajes históricos o una persona totalmente inventada.

Daneel consideró esto durante un momento y después habló, pausadamente:

—No fue así, señores. Eliiah Baley fue un hombre real y único. Yo no sé lo que dicen sus leyendas de él, pero, según la verdadera Historia, la galaxia nunca hubiese sido colonizada sin él. Yo hice cuanto pude, en su honor, para salvar lo más posible de la Tierra cuando ésta empezó a volverse radiactiva. Mis compañeros robots fueron distribuidos en toda la Galaxia en un esfuerzo de influir en diferentes personas. Una vez traté de iniciar el reciclado del suelo de la Tierra. Otra vez, mucho más tarde, procuré empezar la reforma, a semejanza de la Tierra, de un mundo que giraba alrededor de la estrella vecina, la llamada Alfa ahora. En ninguno de ambos casos tuve verdadero éxito. No pude ajustar nunca las mentes humanas como yo quería, pues siempre había la posibilidad de que pudiese dañar a los diversos humanos que fuesen ajustados. Yo estaba ligado, y lo sigo estando, por las Leyes de la Robótica.

—¿Sí?

No se necesitaba tener el poder mental de Daneel para detectar incertidumbre en aquel monosílabo.

—La Primera Ley —dijo — es ésta, señor: «Un robot no puede dañar a un ser humano o, con su inactividad, permitir que un ser humano sufra daño.» Segunda Ley: «Un robot tiene que obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, salvo cuando tales órdenes vulneren la Primera Ley.» La Tercera Ley: «Un robot debe proteger su propia existencia, siempre que esta protección no vulnere la Primera o la Segunda Ley.» Naturalmente, he enumerado las leyes traduciéndolas en un lenguaje aproximado. En realidad, representan complicadas configuraciones matemáticas de nuestros canales cerebrales positrónicos.

—¿Le resulta difícil actuar de acuerdo con estas Leyes?

—A la fuerza, señor. La Primera es tan absoluta que casi me prohibe ejercitar mis facultades mentales. Tratándose de la Galaxia, no es probable que cualquier curso de acción evite el daño por completo. Siempre algunas personas, tal vez muchas, sufrirán hasta el punto de que el robot tendrá que elegir el mal menor. Sin embargo, la complejidad de posibilidades es tal que se requiere tiempo para tomar la decisión, e incluso entonces, nunca se está seguro de acertar.

—Lo comprendo —dijo Trevize.

—A lo largo de toda la Historia galáctica — prosiguió Daneel—, he tratado de mitigar los peores aspectos de la lucha y los desastres que perpetuamente se producían en la Galaxia. En ocasiones, pude conseguirlo hasta cierto punto, pero, si conoce usted la Historia galáctica, sabrá que no triunfé a menudo, ni con mucho.

—Lo sé —repuso Trevize, con una sonrisa forzada.

—Justo antes de morir, Giskard concibió una ley robótica que derogaba incluso la primera. La llamamos la «Ley Cero», porque no pudimos pensar otro nombre que tuviese sentido. Es la siguiente: «Un robot no puede perjudicar a la Humanidad ni, por omisión, permitir que la Humanidad sufra daño.» Esto significaba automáticamente que la Primera Ley tenía que ser modificada así: «Un robot no debe perjudicar a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daño, salvo cuando esto vulnere la Ley Cero.» Y parecidas modificaciones tuvieron que hacerse en la Segunda y la Tercera Leyes.

Trevize frunció el ceño.

—¿Cómo deciden lo que es o no es perjudicial para la Humanidad en su conjunto?

—Ahí estriba el problema, señor —dijo Daneel—. En teoría, la Ley Cero era la solución de nuestras dudas. En la práctica, nunca podíamos decidir. El ser humano es un objeto concreto. Los daños a una persona pueden ser calculados y juzgados. Pero la Humanidad es una abstracción. ¿Cómo resolver esta dificultad?

—No lo sé —respondió Trevize.

—Un momento —dijo Pelorat—. Se podría convertir la Humanidad en un solo organismo. Gaia.

—Eso fue lo que traté de hacer, señor. Yo concebí la fundación de Gaia. Si la Humanidad podía convertirse en un solo organismo, sería un objeto concreto y no habría problema. Sin embargo, no era fácil crear un superorganismo como yo había esperado. En primer lugar, no podía hacerse a menos que los seres humanos diesen más valor al superorganismo que a su individualidad, y para ello tenía que encontrar un modelo mental adecuado. Pasó mucho tiempo antes de que yo pensara en las Leyes de la Robótica.

—¡Ah! Entonces, los gaianos son robots. Lo sospeché desde el principio.

—En ese caso, fue una sospecha errónea, señor. Son seres humanos, pero tienen firmemente inculcado en el cerebro el equivalente de las Leyes de la Robótica. Tienen que dar valor a la vida, darle realmente Valor, incluso después de que esto se hubo conseguido, un grave defecto persistió. Un superorganismo compuesto únicamente de seres humanos tiene que ser inestable. No puede sostenerse. Había que añadir los otros animales; después, las plantas, y por último, el mundo inorgánico. El superorganismo más pequeño que puede ser realmente estable es todo un mundo, y un mundo lo bastante grande y complejo para tener una ecología estable. Se necesitó mucho tiempo para comprender esto, y sólo en este ultimo siglo quedó Gaia plenamente establecida Y dispuesta a expandirse en la Galaxia…, algo que también requerirá mucho tiempo. Tal vez no tanto como el que se ha necesitado hasta ahora, pues conocemos las reglas.

—Pero necesitaban que yo tomase la decisión, ¿no es cierto Daneel?

—Sí, señor. Las Leyes de la Robótica no me permitían, ni tampoco permitían a Gaia, tomar la decisión y exponernos a dañar a la Humanidad. Y mientras tanto, hace cinco siglos, cuando parecía que nunca encontraría métodos para salvar todas las dificultades que se oponían al establecimiento de Gaia, busqué otra manera de salir del paso Y contribuí al desarrollo de la ciencia de la psicohistoria.

—Hubiese tenido que adivinarlo — murmuró Trevize—. ¿Sabe una cosa, Daneel? Empiezo a creer que realmente tiene veinte mil años.

—Gracias, señor.

—Un momento —dijo Pelorat—. Creo que veo algo. ¿Es usted parte de Gaia, Daneel? ¿Fue por esto que sabía lo de los perros de Aurora? ¿A través de Bliss?

—En cierto modo —respondió Daneel—, usted tiene razón. Estoy asociado a Gaia, aunque no formo parte de ella.

Trevize arqueó las cejas.

—Se parece un poco a Comporellon, el mundo que visitamos inmediatamente después de salir de Gaia. Insiste en que no forma parte de la Confederación de la Fundación, pero que está asociado a ella.

Daneel asintió lentamente con la cabeza.

—Supongo que la analogía es correcta, señor. Como asociado de Gaia, puedo saber lo que Gaia sabe, por ejemplo en la persona de esa mujer, de Bliss. En cambio, Gaia no puede saber lo que yo sé, de modo que conservo mi libertad de acción. Ésta es necesaria hasta que Galaxia quede bien establecida.

Trevize miró fijamente al robot durante un momento y después dijo:

—¿Y empleó su conocimiento a través de Bliss para intervenir en sucesos de nuestro viaje, con el fin de amoldarlos a su conveniencia?

Daneel suspiró de una manera curiosamente humana.

—No podía hacer mucho, señor. Las Leyes de la Robótica me lo impedían. Y sin embargo, aligeré la carga que pesaba sobre la mente de Bliss, asumiendo una pequeña parte de la responsabilidad para que pudiese enfrentarse con los lobos de Aurora y el espacial de Solaria con más rapidez y menos peligro para ella. Además, influí en la mujer de Comporellon y en la de la Nueva Tierra, a través de Bliss, para que le apreciasen a usted y pudiese continuar su viaje.

Trevize sonrió, casi con tristeza.

—Hubiese tenido que saber que el mérito no era mío.

Daneel escuchó, pero sin aceptar su tono pesaroso.

—Al contrario, señor —dijo—; usted tuvo el mérito mayor. Ambas mujeres lo miraron con simpatía desde el principio. Yo sólo fortalecí un impulso que ya estaba presente, que es casi lo único que uno puede hacer si se tiene en cuenta la rigidez de las Leyes de la Robótica. Debido a esta rigidez, y también a otras razones, tuve gran dificultad para traerle hasta aquí, y sólo podía hacerlo de forma indirecta. En varios momentos, corrí gran peligro de perderle.

—Y ahora que estoy aquí —dijo Trevize—, ¿qué es lo que quiere de mí? ¿Confirmar mi decisión en favor de Galaxia?

El semblante de Daneel, siempre inexpresivo, consiguió, de algún modo, parecer desesperado.

—No, señor. La simple decisión ya no es bastante. Le traje aquí, lo mejor que pude en mi condición presente, por algo mucho más apremiante. Me estoy muriendo.

Tal vez fue por la naturalidad con que Daneel lo dijo, o porque una vida de veinte mil años hacía que la muerte no pareciese una tragedia al que estaba condenado a vivir menos de un medio por ciento de aquel período; pero, en todo caso, Trevize no sintió la menor compasión.

—¿Morir? ¿Puede una máquina morir?

—Puedo dejar de existir, señor. Llámelo como prefiera. Soy viejo. Ni un solo ser sensible de los que vivían en la Galaxia cuando yo fui consciente por primera vez sigue con vida en la actualidad; nada orgánico; nada robótico. Incluso yo mismo carezco de continuidad.

—¿En qué sentido?

—No hay una parte física de mi cuerpo, señor, que no haya sido sustituida, no una sino muchas veces. Incluso mi cerebro positrónico ha sido reemplazado en cinco ocasiones diferentes. Cada una de ellas, el contenido de mi cerebro anterior fue grabado en el nuevo hasta el último positrón. Cada una de ellas, el nuevo cerebro tenía más capacidad y complejidad que el anterior, de modo que había sitio para más recuerdos y para acciones y decisiones más rápidas. Pero…

—¿Pero?

—Cuánto más avanzado y complejo es el cerebro, más inestable se vuelve, se deteriora con más rapidez. Mi cerebro actual es cien mil veces más sensible que el primero, y tiene una capacidad diez millones de veces mayor; pero así como mi primer cerebro duró más de diez mil años, el actual tiene seiscientos y está, indudablemente, en plena senectud. Con los recuerdos de veinte mil años grabados, y con un mecanismo de recuerdo en perfecto funcionamiento, el cerebro queda lleno. Entonces, se produce una rápida decadencia de la capacidad de tomar decisiones, y una decadencia todavía más rápida de la facultad de sondear y de influir en las mentes a distancias hiperespaciales. Ni puedo concebir un sexto cerebro. Toda ulterior miniaturización chocaría contra el muro del principio de incertidumbre, y toda ulterior complejidad provocaría la ruina casi inmediata.

Pelorat pareció sumamente turbado.

—Pero seguramente, Daneel —dijo—, Gaia puede seguir adelante sin usted. Ahora que Trevize ha juzgado y elegido Galaxia…

—El proceso requirió demasiado tiempo, señor —dijo Daneel, siempre sin revelar la menor emoción—. Tuve que esperar a que Gaia estuviese firmemente establecida, a pesar de las imprevistas dificultades que surgieron. Cuando fue localizado un ser humano capaz de tomar la decisión clave, o sea el señor Trevize, era demasiado tarde. Sin embargo, no piensen que no puse los medios para prolongar mi vida. Poco a poco, fui reduciendo mi actividad, con el fin de conservar lo más posible para las emergencias. Cuando ya no pude confiar en medidas activas para preservar el aislamiento del sistema Tierra-Luna, adopté otras pasivas.

Durante un período de años, los robots antropomorfos que habían estado trabajando conmigo, fueron llamados uno a uno a casa. Sus últimas tareas fueron remover de los archivos planetarios todas las referencias a la Tierra. Y sin mí y mis compañeros robots en pleno funcionamiento, Gaia carecerá de los instrumentos esenciales para realizar el desarrollo de Galaxia en menos de un desmesurado período de tiempo.

—¿Y sabía usted esto cuando yo tomé mi decisión? —preguntó Trevize.

—Mucho antes, señor —respondió Daneel—. Desde luego, Gaia no lo sabía.

—Entonces —dijo furiosamente Trevize—, ¿con qué objeto ha seguido este juego adelante? ¿De qué ha servido? Desde que tomé mi decisión, he explorado la galaxia, buscando la Tierra y lo que yo creía que era su «secreto» (sin saber que el secreto era usted), con el fin de poder confirmar la decisión. Bueno, ya la he confirmado. Ahora sé que Galaxia es absolutamente esencial… y que todo habrá sido para nada. ¿Por qué no pudo dejar la Galaxia a su merced, y a mí a la mía?

—Porque, señor —dijo Daneel—, he estado buscando una salida y he llevado las cosas adelante con la esperanza de encontrarla. Ahora creo que la he encontrado. En vez de sustituir mi cerebro por otro positrónico, lo cual no sería práctico, podría fundirlo con un cerebro humano, con un cerebro humano que no se verá afectado por las Tres Leyes y que no solamente añadirá capacidad al mío, sino que le brindará nuevas facultades. Por eso le he traído aquí.

Trevize pareció horrorizado.

—¿Quiere decir que proyecta fundir un cerebro humano con el suyo? ¿Hacer que el cerebro humano pierda su individualidad para que pueda usted lograr una Gaia de cerebro doble?

—Sí, señor. Eso no me haría inmortal, pero podría permitirme vivir lo bastante para establecer Galaxia.

—¿Y me ha traído a mí aquí para esto? ¿Quiere que mi independencia de las Tres Leyes y mi buen juicio se incorporen a usted a costa de mi individualidad? ¡No!

—Sin embargo —dijo Daneel—, usted ha afirmado hace un momento que Galaxia es esencial para el bien de la Humani…

—Aun así, se necesitaría mucho tiempo para establecerla, y yo quiero seguir siendo un ser individual durante toda mi vida. Por otra parte, si se estableciese con rapidez, habría una pérdida galáctica de individualidad, y mi propia pérdida sería parte de un todo inconcebiblemente mayor. En todo caso, yo no consentiría nunca en perder mi individualidad y que el resto de la Galaxia conservase la suya.

—Entonces —dijo Daneel—, es lo que yo pensaba, su cerebro no se mezclaría bien y, en todo caso, sería mejor que usted conservase una capacidad de juicio independiente.

—¿Cuándo ha cambiado de idea? Dijo que me había traído aquí para realizar esa fusión.

—Sí, y sólo lo he conseguido utilizando hasta el máximo mis ya tan mermadas facultades. Pero, cuando dije que había traído a usted aquí, recuerde que en galáctico corriente la palabra «usted» significa tanto el singular como el plural. Me refería a todos ustedes.

Pelorat se irguió en su asiento.

—¿De veras? Entonces dígame, Daneel, un cerebro humano que se fundiese con el suyo, ¿compartiría todos sus recuerdos, sus veinte mil años de recuerdos, hasta los tiempos legendarios?

—Ciertamente, señor.

Pelorat respiró hondo.

—Esto culminaría el trabajo de toda una vida, y con gusto renunciaría a mi individualidad por ello. — Por favor, otórgueme el privilegio de compartir su cerebro.

—¿Y Bliss? —preguntó Trevize en voz baja—. ¿Qué será de ella?

Pelorat sólo vaciló un instante.

—Bliss lo comprenderá —dijo—. Y en todo caso, estará mejor sin mí…, dentro de un tiempo.

Daneel sacudió la cabeza.

—Su ofrecimiento, doctor Pelorat, es muy generoso, pero no puedo aceptarlo. Su cerebro es viejo y no puede sobrevivir más de dos o tres decenios en el mejor de los casos, incluso mezclado con el mío. Necesito otra cosa. ¡Mire! — indicó, señalando con un dedo—, la llamé para que volviese.

Bliss llegaba en aquel momento, caminando satisfecha y con pasos saltarines.

Pelorat se puso en pie de un salto.

—¡Bliss! ¡Oh, no!

—No se alarme, doctor Pelorat —dijo Daneel—. Ella no me sirve. Me fundiría con Gaia, y yo debo permanecer independiente de Gaia, según ya les he explicado.

—Pero, en ese caso —dijo Pelorat—, ¿quién…?

Y Trevize, mirando la delgada figura que corría detrás de Bliss, dijo:

—El robot ha querido a Fallom desde el principio, Janov.

Bliss regresó sonriendo, visiblemente satisfecha.

—No pudimos ir más allá de los límites de la finca —dijo—, pero todo me ha recordado mucho Solaria. Desde luego, Fallom está convencida de que es Solaria. Yo le pregunté si no creía que Daneel tenía un aspecto diferente del de Jemby (a fin de cuentas, Jemby era metálico) y Fallom me dijo: «En realidad, no.» No sé lo que quiso decir con esto.

Miró al lugar no muy alejado donde Fallom se encontraba tocando la flauta para un grave Daneel, que marcaba el compás con la cabeza.

El sonido llegaba hasta ellos claro, delicado y delicioso.

—¿Sabíais que traía consigo la flauta cuando desembarcamos? —preguntó Bliss—. Sospecho que no podremos apartarla de Daneel en mucho rato.

La observación fue recibida con un silencio absoluto, y Bliss miró a los dos hombres con súbita alarma.

—¿Qué sucede?

Trevize señaló en dirección a Pelorat. Con ello pareció indicar que era éste quien debía contestar a la pregunta.

Pelorat carraspeó y dijo:

—Lo cierto es, Bliss, que creo que Fallom se quedará para siempre con Daneel.

—¿De veras?

Bliss frunció el ceño e inició un movimiento para ir al encuentro de Daneel, pero Pelorat la agarró de un brazo.

—Querida Bliss, no puedes hacer nada. Él es ahora más poderoso que Gaia, y Fallom debe quedarse con él si Galaxia tiene que existir.

Deja que te lo explique, y tú, Golan, corrígeme si me equivoco.

Bliss escuchó el relato, con expresión casi desesperada.

—Ya lo ves, Bliss —dijo Trevize en un intento de razonar fríamente—. La niña es una Espacial y Daneel fue diseñado y montado por espaciales. La niña fue criada por un robot y no sabía más que lo que éste le enseñó en una finca tan vacía como ésta. La pequeña tiene poderes transductores que Daneel necesitará, y vivirá tres o cuatro siglos, que son posiblemente los que se requerirán para la construcción de Galaxia.

Bliss tenía las mejillas enrojecidas y los ojos húmedos.

—Supongo —dijo — que el robot dirigió nuestro viaje hacia la Tierra de manera que pasáramos por Solaria y recogiésemos la criatura que él necesitaba.

Trevize se encogió de hombros.

—Tal vez sólo ha aprovechado la oportunidad. No creo que sus poderes sean ahora lo bastante fuertes para convertirnos en marionetas a distancias hiperespaciales.

—No, se trató de una acción deliberada. Él se aseguró de que me sintiese tan atraída por la niña que me la llevase en vez de abandonarla a su suerte; de que la protegiese incluso contra ti cuando te mostrases tan resentido y enojado por su presencia.

—Eso pudo ser también fruto de tu ética galana —dijo Trevize—, aunque supongo que Daneel debió reforzarla un poco. Bueno, Bliss, no tienes que preocuparte. Supón que pudieses llevarte a Fallom. ¿Podrías trasladarla a algún sitio donde se sintiese tan feliz como aquí? ¿La llevarías a Solaria de nuevo, donde la matarían despiadadamente, o a algún mundo superpoblado donde enfermaría y moriría, o a Gaia, donde se le destrozaría el corazón añorando a Jemby, o en un viaje interminable a través de la Galaxia durante el cual pensaría que cada mundo que encontrásemos era su Solaria? ¿Y encontrarías un sustituto para que Daneel pudiese usarlo para la construcción de Galaxia?

Bliss guardó un triste silencio.

Pelorat le tendió una mano, con cierta timidez.

—Bliss —dijo—, yo me ofrecí voluntario para que mi cerebro se fundiese con el de Daneel. Pero él no lo aceptó, porque dijo que yo era demasiado viejo. Ojalá lo hubiese aceptado, si con esto hubieses podido conservar a Fallom.

Y ahora Daneel, como si hubiese advertido que el asunto estaba resuelto, se aproximó a ellos con Fallom brincando a su lado.

Entonces, la niña corrió y fue la primera en llegar a su lado.

—Gracias, Bliss —dijo—, por llevarme de nuevo a Jemby y cuidar de mí mientras estuvimos en la nave. Siempre te recordaré.

Se lanzó sobre Bliss y las dos se abrazaron con fuerza.

—Espero que seas siempre feliz —dijo Bliss—. Yo también te recordaré, querida Fallom — añadió, soltándola de mala gana.

Fallom se volvió a Pelorat.

También a ti te doy las gracias, Pel, por dejarme leer tus libros de películas.

Luego, sin añadir palabra y después de una breve vacilación, tendió su mano infantil a Trevize. Éste la estrechó un momento y la soltó.

—Te deseo suerte, Fallom — murmuró.

—Les doy las gracias a todos, señora y señores, por lo que han hecho, cada cual a su manera —dijo Daneel—. Ahora, pueden marcharse cuando quieran, pues su búsqueda ha terminado. En cuanto a mi propio trabajo, terminará también muy pronto y ahora con éxito…

Pero Bliss le interrumpió.

—Espere, todavía no hemos terminado del todo. No sabemos si Trevize sigue pensando que el futuro de la Humanidad está en Galaxia como opuesta al vasto conglomerado de aislados.

—Hace un rato, señora, que todo eso ha quedado muy claro. Se ha decidido en favor de Galaxia.

Bliss apretó los labios.

—Quisiera que me lo dijese él, ¿Qué es lo que quieres, Trevize?

Trevize respondió pausadamente:

—¿Qué es lo que tú quieres, Bliss? Si decidiese contra Galaxia, podrías recobrar a Fallom.

—Yo soy Gaia —repuso Bliss—. Debo saber tu decisión y tus razones, sólo por mor de la verdad.

—Dígaselo, señor —dijo Daneel—. Su mente, como Gaia sabe, sigue intacta.

Y Trevize dijo:

—Mi decisión es por Galaxia. Ya no hay dudas en mi mente sobre ello.

Bliss permaneció inmóvil un tiempo durante el cual se habría podido contar despacio hasta cincuenta, como si dejase que la información llegase a todas las partes de Gaia, y después dijo:

—¿Por qué?

—Escúchame —dijo Trevize—. Supe desde el principio que había dos futuros posibles para la Humanidad: Galaxia, o el Segundo Imperio del «Plan Seldon». Y me pareció que estos dos futuros posibles se excluían mutuamente. No podíamos tener Galaxia a menos que, por alguna razón, el «Plan Seldon» tuviese algún defecto fundamental.

»Por desgracia, yo no sabía nada del «Plan Seldon», salvo los dos axiomas en que se funda: primero, que se requiere un gran número de seres humanos para que la Humanidad pueda ser tratada estadísticamente como un grupo de individuos interactuando al azar; y segundo, que la Humanidad no puede saber los resultados de las conclusiones psicohistóricas antes de que aquéllos se hayan alcanzado.

»Como yo me había decidido ya en favor de Galaxia, pensé que tenía que haber advertido de modo subconsciente los fallos del «Plan Seldon» y que estos fallos sólo podían estar en los axiomas, que era lo único que yo sabía del plan. Sin embargo, no podía hallar nada equivocado en ellos. Luché, pues, por encontrar la Tierra, pensando que ésta no podía haberse ocultado de un modo tan completo sin ninguna finalidad. Debía descubrir cuál era ésta.

»No tenía verdaderas razones para esperar que encontraría la solución en cuanto hallase la Tierra, pero estaba desesperado y no se me ocurría nada más. Y tal vez el deseo de Daneel de tener una criatura solariana contribuyó a reforzar mi impulso.

»En todo caso, al fin llegamos a la Tierra y después a la Luna, y Bliss detectó la mente de Daneel con la ayuda deliberada de éste. Ella describió aquella mente como la de algo no del todo humano ni del todo robótico. Después, los hechos han demostrado su acierto, pues el cerebro de Daneel es mucho más perfecto que el de cualquier otro robot que haya existido jamás, y no podía ser percibido como una simple mente robótica. Pero tampoco podía ser percibido como humano. Pelorat lo mencionó como «algo nuevo» y esto provocó «algo nuevo» en mí, una nueva idea.

»Así como, hace mucho tiempo, Daneel y su colega elaboraron una cuarta ley de robótica más fundamental que las otras tres, pude yo ver de pronto un tercer axioma básico de psicohistoria que era más fundamental que los otros dos; un tercer axioma tan fundamental que a nadie se le había ocurrido mencionarlo.

»Me explicaré. Los dos axiomas conocidos se refieren a seres humanos y se fundan en el axioma tácito de que los seres humanos son la única especie inteligente de la galaxia y, por consiguiente, los únicos organismos cuyas acciones son significativas para el desarrollo de la sociedad y de la Historia. Éste es el axioma no declarado: que sólo hay una especie de inteligencia en la galaxia y que ésta es el Homo sapiens.

De existir «algo nuevo», si hubiese otras clases de inteligencia de naturaleza muy diferente, su comportamiento no sería exactamente descrito por las matemáticas de la psicohistoria, y el «Plan Seldon» no significaría nada. ¿Lo veis?

Trevize casi temblaba por su afanoso deseo de hacerse comprender.

—¿Lo veis? — repitió.

—Sí, lo veo —dijo Pelorat—, pero como abogado del diablo, viejo amigo…

—¿Qué? Prosigue.

—Los seres humanos son las únicas inteligencias en la Galaxia.

—¿Y los robots? —preguntó Bliss—. ¿Y Gaia?

Pelorat pensó durante un rato y después respondió, vacilando:

—Los robots no han representado ningún papel significativo en la Historia de la humanidad desde la desaparición de los espaciales. Gaia tampoco lo ha hecho hasta muy recientemente. Los robots son una creación de los seres humanos, y Gaia es una creación de los robots, y tanto éstos como aquélla, al estar ligados por las Tres Leyes, no tienen más remedio que someterse a la voluntad humana. A pesar de los veinte mil años de trabajo de Daneel y del gran desarrollo de Gaia, una sola palabra de Golan Trevize, ser humano, pondría fin a ese trabajo y a este desarrollo. De ello se desprende, pues, que la Humanidad es la única forma importante de inteligencia en la galaxia, y que la psicohistoria sigue siendo válida.

—La única forma importante de inteligencia en la galaxia — repitió Trevize lentamente—. Estoy de acuerdo. Sin embargo, hablamos tanto y tan a menudo de la galaxia que nos es casi imposible ver que ésta no es bastante, que no es el Universo. Hay otras galaxias.

Pelorat y Bliss se agitaron inquietos. Daneel escuchó con benévola gravedad, acariciando con la mano los cabellos de Fallom.

—Escuchadme de nuevo. Precisamente fuera de la galaxia están las Nubes de Magallanes, donde ninguna nave humana ha penetrado jamás.

Más allá, se encuentran otras pequeñas galaxias y, no muy lejos, se halla la gigantesca galaxia Andrómeda, que es más grande que la nuestra. Y más allá aún hay miles de millones de galaxias.

»Nuestra propia galaxia ha desarrollado solamente una especie lo bastante inteligente para crear una sociedad tecnológica, pero, ¿qué sabemos de las demás galaxias? Quizá la nuestra sea atípica. En algunas de las otras, tal vez incluso en todas ellas, puede haber muchas especies inteligentes compitiendo, luchando entre ellas, y todas incomprensibles para nosotros. Puede que sólo estén preocupadas por sus luchas, pero, ¿qué pasaría si, en alguna galaxia, una especie llegase a dominar a todas las demás y entonces tuviese tiempo de considerar la posibilidad de invadir otras galaxias?

»Desde el punto de vista hiperespacial, la galaxia es un punto, y lo propio es todo el Universo. Nosotros no hemos visitado ninguna otra galaxia y, que sepamos, ninguna especie inteligente de otra galaxia nos ha visitado; pero este estado de cosas puede terminar algún día. Y si llegan los invasores, sin duda encontrarán diversas maneras de enfrentar a algunos seres humanos contra otros. Hemos estado tanto tiempo sin que hubiese nadie contra quien luchar que estamos acostumbrados a las luchas intestinas. Un invasor que nos encontrase divididos nos dominaría a todos o nos destruiría. La única defensa eficaz es crear Galaxia, que no podrá volverse contra sí misma y sí enfrentarse a los invasores con su máximo poder.

—El cuadro que describes es espantoso —dijo Bliss—. ¿Tendremos tiempo de constituir Galaxia?

Trevize miró hacia arriba, como para atravesar la gruesa capa de roca que les separaba de la superficie de la Luna y del espacio; como si quisiese ver aquellas lejanas galaxias, moviéndose lentamente a través de inimaginables panoramas del espacio.

—En toda la Historia humana, ninguna otra inteligencia nos ha amenazado, que nosotros sepamos. Bastaría con que esto continuase durante unos pocos siglos, tal vez poco más de una milésima del tiempo que llevamos de civilización, para que estuviésemos a salvo. A fin de cuentas — y aquí sintió Trevize una súbita aprensión que se obligó a pasar por alto no es como si ya tuviésemos al enemigo entre nosotros.

Y no bajó la mirada para no encontrarse con los ojos reflexivos de Fallom (hermafrodita, transductora, diferente) que le estaban mirando, fijos, insondables.

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