Cuarta parte Solaria

X. Robots

Trevize parecía perdido en sus pensamientos durante la cena, y Bliss, concentrada en el alimento.

Pelorat, que era el único que daba muestras de tener ganas de hablar, observó que, si el mundo en que se hallaban era «Aurora» y éste era el primer planeta que había sido colonizado, tenía que hallarse bastante cerca de la Tierra.

—Tal vez sería conveniente registrar el vecindario estelar inmediato —dijo—. Sólo supondría pasar entre unos pocos cientos de estrellas como máximo.

Trevize murmuró que semejante búsqueda al azar debía ser el último recurso y que quería tener la mayor información posible acerca de la Tierra antes de intentar acercarse a ella aunque la encontrase. No dijo más, y Pelorat, claramente desilusionado, se sumió también en el silencio.

Después de la cena, y como Trevize continuase sin decir nada, Pelorat insinuó:

—¿Vamos a quedarnos aquí, Golan?

—Al menos esta noche —respondió Trevize—. Necesito pensar un poco más.

—¿Nos hallamos a salvo?

—A menos que haya algo peor que aquellos perros en el lugar —dijo Trevize—, estaremos completamente seguros en la nave.

—¿Cuánto tardaríamos en elevarnos, si hubiese algo peor que los perros? —preguntó Pelorat.

—El ordenador está en alerta de lanzamiento. Creo que podríamos levantar el vuelo en dos o tres minutos. Y si ocurriese algo inesperado, nos avisaría con toda seguridad. Por consiguiente, sugiero que durmamos un poco. Mañana por la mañana tomaré una decisión sobre nuestra próxima maniobra.

Esto era fácil de decir, pensó Trevize, contemplando la oscuridad.

Estaba acurrucado, a medio vestir, en el suelo del cuarto del ordenador.

Era incómodo, pero sabía que tampoco podría conciliar el sueño en su cama, y en aquel lugar podría actuar inmediatamente si el ordenador daba la señal de alarma. Entonces oyó pasos y se incorporó automáticamente, dando de cabeza contra el borde de la mesa; no lo bastante fuerte para lesionarse, pero sí para tener que frotarse el cuero cabelludo y hacer una mueca.

—¿Janov? —preguntó, con voz apagada.

—No. Soy Bliss.

Trevize alargó una mano sobre el borde de la mesa para establecer un contacto relativo con el ordenador, y una luz suave mostró a Bliss envuelta en una ligera bata de color de rosa.

—¿Qué pasa? —preguntó Trevize.

—Miré en tu habitación y no estabas allí. Tu actividad neurónica era, empero, inconfundible, y la seguí. Como estabas despierto, he entrado.

—Sí, pero, ¿ qué quieres?

Ella se sentó, apoyándose contra la pared, y dobló las rodillas para apoyar la barbilla en ellas.

—No tengas miedo —dijo ella—. No pienso atentar contra lo que queda de tu virginidad.

—Lo suponía —repuso Trevize sarcástico—. ¿Por qué no estás durmiendo? Lo necesitas más que nosotros.

—El episodio con los perros ha sido agotador, puedes creerlo —dijo ella, con voz baja y sincera.

—Lo creo.

—Pero tenía que hablar contigo a solas.

—¿Acerca de qué?

—Cuando Pel te habló del robot, dijiste que eso lo cambiaba todo. ¿Qué significa eso?

—¿No lo ves? — replicó Trevize—. Tenemos tres series de coordenadas; tres Mundos Prohibidos. Quiero visitar los tres para así entender lo máximo posible acerca de la Tierra antes de tratar de llegar a ella.

Se acercó un poco más a Bliss para poder hablar en voz más baja, pero después se apartó vivamente.

—Mira, no quiero que Janov venga y nos encuentre aquí. No sé lo que podría pensar —dijo.

—No es probable. Está durmiendo y he fomentado un poco su sueño.

Si se despierta, lo sabré. Prosigue. Has dicho que querías visitar los tres mundos. ¿Qué ha cambiado?

—No pensaba gastar tiempo innecesariamente en cualquier mundo.

Si éste, Aurora, no ha sido habitado por seres humanos en veinte mil años, es muy dudoso que se haya conservado alguna información valiosa. No quiero perder, semanas, o meses, escarbando inútilmente la superficie del planeta, luchando contra perros y gatos y toros y otros animales que se hayan vuelto salvajes y peligrosos, con la única esperanza de encontrar alguna pequeña referencia entre el polvo, la herrumbre y las minas. Podría ser que en uno o en los otros dos Mundos Prohibidos hubiese seres humanos y bibliotecas intactas. Por eso, mi intención era salir de este mundo enseguida. Ahora estaríamos en el espacio, durmiendo y a salvo.

—¿Pero…?

—Pero si en este planeta hay robots que todavía funcionan, pueden tener información importante que podamos utilizar. Serían más fáciles de manejar que los hombres, ya que, según he oído decir, tienen que acatar las órdenes que se les dan y no pueden dañar a los seres humanos.

—Por consiguiente, has cambiado de idea y ahora emplearás algún tiempo en este mundo buscando robots.

—No deseo hacerlo, Bliss. Me parece que los robots no pueden durar veinte mil años sin mantenimiento. Sin embargo, como vosotros visteis uno que conservaba un ápice de actividad, está claro que no puedo confiar en mis sensatas previsiones sobre los robots. No debo dejarme llevar por mi ignorancia. Los robots pueden ser más resistentes de lo que me imagino, o poseer cierta capacidad de autoconservación.

—Escúchame, Trevize, y considera, por favor, que esto es confidencial.

—¿Confidencial? —preguntó él, levantando sorprendido la voz—. ¿A quién hemos de ocultarlo?

—A Pel, por supuesto. Mira, no tienes que cambiar tus planes. Tenías razón. En este mundo no hay robots que funcionen aún. No detecto nada.

—Detectaste aquél, y uno vale por…

—No lo detecté. Estaba estropeado; no funcionaba desde hacía mucho tiempo.

—Pero tú dijiste…

—Sé lo que dije. Pel se imaginó que veía un movimiento y oía un sonido. Es un romántico. Se ha pasado toda su vida recogiendo datos, pero ésa es una manera muy difícil de destacar en el mundo de los eruditos. Le encantaría hacer un descubrimiento importante. El haber encontrado la palabra «Aurora» le produjo más satisfacción de lo que puedes imaginar. Quería encontrar algo más.

—¿Me estás diciendo que su afán de hacer un descubrimiento era tan fuerte que llegó a autoconvencerse de que había encontrado un robot que funcionaba, cuando no era así?

—Lo que encontró fue un montón de chatarra tan inconsciente como la piedra en que se apoyaba.

—Pero tú confirmaste su relato.

—No podía desilusionarle. Significa demasiado para mí.

Trevize la miró fijamente durante un minuto.

—¿Te importaría explicarme por qué significa tanto para ti? Quiero saberlo. De verdad, quiero saberlo. A ti debe parecerte un hombre viejo, sin nada romántico en su persona. Es un Aislado, y tú los desprecias. Eres joven y hermosa, y tiene que haber otras partes de Gaia que posean cuerpos de jóvenes vigorosos y bellos. Podrías mantener relaciones físicas con ellos que resonarían en toda Gaia y producirían arrebatos de éxtasis. ¿Qué ves en Janov?

Ella lo miró con aire solemne.

—¿Acaso tú no lo quieres?

Trevize se encogió de hombros.

—Le tengo aprecio. Supongo que podría decir que lo quiero, en un sentido no sexual, por supuesto.

—No hace mucho tiempo que lo conoces, Trevize. ¿Por qué sientes cariño por él, en ese sentido no sexual que dices?

Trevize sonrió sin darse cuenta.

—¡Es un tipo tan extraño! Creo, sinceramente, que no ha pensado en sí mismo en toda su vida. Le ordenaron que me acompañase, y lo hizo sin protestar. Quería que yo fuese a Trantor, pero cuando dije que quería ir a Gaia, no se opuso. Y ahora ha venido conmigo en esta búsqueda de la Tierra, aunque debe saber que es peligroso. Estoy absolutamente convencido de que, si tuviese que sacrificar su vida por mí…, o por cualquiera, lo haría de buen grado.

—¿Darías tú la vida por él, Trevize?

—Tal vez lo hiciese, si no tuviese tiempo de pensarlo. De lo contrario, vacilaría y quizá me rajaría. No soy tan bueno como él. Y precisamente por eso, tengo este terrible afán de protegerle y de cuidar que siga siendo bueno. No quiero que Galaxia le enseña a no ser bueno. ¿Lo comprendes? Y tengo que protegerle de ti en especial. No puedo soportar la idea de que le des de lado cuando las tonterías que ahora pueden servirle de diversión dejen de interesarte.

—Sí, ya me imaginaba que pensabas algo así. ¿No crees que puedo ver en Pel lo mismo que tú ves en él, e incluso más, ya que puedo establecer contacto directo con su mente? ¿Acaso actúo como si quisiera perjudicarle? ¿Habría confirmado su fantasía de ver un robot en funcionamiento si no pudiera soportar hacerle daño? Trevize estoy acostumbrada a lo que tu llamarías bondad, porque cualquier parte de Gaia esta dispuesta a sacrificarse por el todo. Nosotros no conocemos ni comprendemos otra forma de actuar. Pero no damos nada al hacerlo así, porque cada parte es el todo, aunque no espero que lo comprendas. Pel es algo diferente.

Bliss ya no miraba a Trevize era como si estuviese hablando consigo misma.

—El es un Aislado. No es desinteresado por formar parte de un conjunto mas grande, sino porque él es así ¿Me comprendes? Tiene todo que perder y nada que ganar, y, Sin embargo, es como es. Hace que me avergüence de mi forma de ser porque no tengo nada que perder mientras que él es como es, sin tener nada que ganar.

Se volvió a mirar a Trevize, solemnemente.

—Sabes que le comprendo mucho más de lo que tú podrías comprenderle. ¿Y crees que moriría hacerle el menor daño?

—Bliss, hoy me has dicho: «Seamos amigos», y yo te he dicho: «Como quieras.» Fue una descortesía de mi parte, pues estaba pensando en lo que podrías hacerle a Janov. Ahora, soy yo quien te dice: seamos amigos, Bliss. Podrás seguir pregonando las excelencias de Galaxia y yo podré seguir negándome a aceptar tus argumentos. Pero, aun así, y a pesar de todo, seamos amigos.

Y le tendió la mano..

—Desde luego, Trevize —dijo ella, y sellaron su acuerdo con un fuerte apretón de manos.

Trevize sonrió para sus adentros. Para sus adentros, pues sus labios permanecieron inmóviles.

Cuando había trabajado con el ordenador para encontrar el astro (Si existía) de la Primera serie de coordenadas, tanto Pelorat como Bliss habían observado con atención y le habían hecho preguntas. Ahora, permanecían en su habitación, durmiendo, o al menos descansando, y dejando todo el trabajo en manos de Trevize.

En cierto modo, resultaba halagador para él, pues parecía que habían aceptado el hecho de que Trevize sabía lo que estaba haciendo y no necesitaba que nadie supervisase o lo animase en su labor. Lo cierto era que Trevize había adquirido, con el primer episodio, experiencia suficiente para confiar más en el ordenador y pensar que éste no necesitaba supervisión alguna o, al menos, que le supervisasen tanto.

Entonces, apareció otra estrella luminosa y que no figuraba en el mapa galáctico. Esta segunda estrella era más brillante que aquélla alrededor de la cual giraba «Aurora», y lo más significativo era que aparecía registrada en el ordenador.

Trevize se asombró de las peculiaridades de la antigua tradición.

Siglos enteros podían ser expulsados o borrados por completo del pensamiento consciente; civilizaciones enteras ser relegadas al olvido. Sin embargo, de aquellos siglos, de todas aquellas civilizaciones podían quedar uno o dos hechos reales y que no habían sido deformados…, como esas coordenadas.

Había observado esto a Pelorat hacía algún tiempo, y éste le había dicho que eso era, precisamente, lo que hacía tan remunerador el estudio de los mitos y de las leyendas. «La cuestión está — había dicho Pelorat — en deducir o decidir qué elementos particulares de una leyenda representan una verdad plena subyacente. Esto no resulta fácil, y es probable que diferentes mitólogos escojan elementos diferentes, según, por lo general, lo que convenga a sus interpretaciones particulares.»

En todo caso, la estrella estaba donde las coordenadas de Deniador habían indicado. En ese momento, Trevize se habría jugado una considerable suma de dinero a que la tercera estrella se encontraría también en su sitio. Y de ser así, se hallaba dispuesto a presumir que la leyenda no se equivocaba cuando decía que había cincuenta Mundos Prohibidos (a pesar de que el número redondo resultara sospechoso) y se preguntaba dónde estarían los otros cuarenta y siete.

Un planeta habitable, un Mundo Prohibido, giraba alrededor de la estrella, y, esa vez, su presencia no sorprendió a Trevize en absoluto. Había estado completamente seguro de que se encontraría allí. Puso la Far Star en órbita lenta a su alrededor.

La capa de nubes era tan poco densa que permitía una vista bastante buena de la superficie desde el espacio. Era un planeta en el que el agua abundaba, como en casi todos los mundos habitables. Había un océano continuo tropical, y dos océanos polares. En la latitud media de un hemisferio, podía verse un continente más o menos sinuoso que circundaba el mundo, con bahías en ambos lados que producían ocasionales istmos estrechos. En el otro hemisferio, la superficie sólida estaba dividida en tres grandes partes, todas ellas más anchas de Norte a Sur que el otro continente.

Trevize hubiese querido saber algo más de climatología para poder predecir, por lo que veía, cuáles serían las temperaturas y las estaciones allí. Por un momento, acarició la idea de plantear el problema al ordenador. Pero no era el clima lo que interesaba ahora.

Importaba mucho más que el ordenador no detectara radiaciones que pudiesen ser de origen tecnológico. Su telescopio le decía que el planeta no estaba en decadencia y no vio señales de desiertos en él. El suelo mostraba diversos tonos de verde, pero no había indicios de zonas urbanas a la luz del día, ni luces en la mitad oscura.

¿Estaría ese planeta lleno de vida, pero no de vida humana?

Llamó a la puerta del otro dormitorio.

—¿Bliss? —dijo a media voz, y llamó de nuevo.

Oyó un ruido y la voz de Bliss que decía:

—¿Qué?

—¿Puedes venir? Necesito tu ayuda.

—Espera un momento; tengo que ponerme un poco presentable.

Cuando al fin apareció, se mostró tan presentable como Trevize la había visto en otras ocasiones. Sin embargo, él estaba un poco molesto por la espera, ya que su apariencia le importaba poco. Pero ahora eran amigos, y disimuló su irritación.

—¿En qué puedo servirte, Trevize? —preguntó ella, sonriendo, con expresión amable.

Trevize señaló la pantalla.

—Como puedes ver, estamos volando sobre la superficie de lo que parece un mundo perfectamente saludable, con una sólida capa de vegetación en las zonas terrestres. Pero no hay luces por la noche, ni radiación tecnológica. Por favor, escucha y dime si existe vida animal. Hubo un momento en que creí ver manadas de animales pastando, pero no estoy seguro. Tal vez sólo vi lo que tanto ansiaba ver.

Bliss «escuchó». Al cabo de un rato, su semblante se iluminó.

—¡Oh, sí! —exclamó—. Una rica vida animal.

—¿Mamíferos?

—Tienen que serlo.

—¿Humanos?

Ella pareció concentrarse más. Transcurrió un minuto; después, otro, y por fin se relajó.

—No puedo decirlo con certeza. De vez en cuando, me ha parecido detectar un soplo de inteligencia lo bastante intenso para ser considerado humano. Pero era tan débil y tan ocasional que tal vez también yo percibía únicamente lo que ansiaba percibir. Mira…

Se interrumpió, reflexionando, y Trevize la apremió:

—¿Qué?

—El caso es que me parece detectar algo más —dijo ella—. No es algo con lo que esté familiarizada, pero creo que sólo pueden ser…

Su semblante se puso tenso al empezar ella a «escuchar» de nuevo, todavía con mayor intensidad.

—¿Qué? — insistió Trevize.

Bliss se relajó.

—Creo que sólo pueden ser robots.

—¡Robots!

—Sí, y si los detecto, tendría que detectar también seres humanos. Pero no es así.

—¡Robots! — repitió Trevize, frunciendo el ceño.

—Sí —dijo Bliss—, y yo diría que son muy numerosos.

Pelorat dijo también «¡Robots!», casi en el mismo tono que Trevize, cuando se lo comunicaron. Después, sonrió ligeramente.

—Tenías razón, Golan, e hice mal en dudar de ti.

—No recuerdo que hayas dudado de mí, Janov.

—.Bueno, viejo amigo, pensé que no tenía que expresarlo. Pero, en el fondo de mi corazón, creí que era un error abandonar «Aurora» mientras hubiese una posibilidad de interrogar a un robot superviviente. Pero está claro que tú sabías que aquí habría una reserva más rica de Robots.

—.No lo creas, Janov. Yo no lo sabía. Ha sido una casualidad. Bliss me dice que los campos mentales de los robots parecen implicar que están en pleno funcionamiento, y a mí me parece que eso no podría ocurrir sin seres humanos que cuidasen de su mantenimiento. Sin embargo, ella no detecta ningún ser humano; por eso seguimos observando. Pelorat estudió, pensativo, la pantalla.

—Parece que todo son bosques, ¿verdad?

—Casi todo. Pero hay manchas más claras que bien podrían ser prados. La cuestión es que no veo ciudades, ni luces por la noche, ni se percibe ninguna radiación que no sea térmica.

—Por consiguiente, no hay seres humanos, ¿eh?

—Es lo que yo me pregunto. Bliss está en la cocina, tratando de concentrarse. Yo he montado un primer meridiano arbitrario para el planeta, lo cual significa que ahora está dividido en longitud y latitud en el ordenador. Bliss tiene un pequeño aparato en el que pulsa un botón cuando descubre lo que parece una concentración desacostumbrada de actividad mental robótica (supongo que no se puede decir «actividad neurónica» en relación con los robots) o cualquier vibración de pensamiento humano. El aparato está conectado con el ordenador, y éste registra entonces todas las latitudes y longitudes, y nosotros dejaremos que elija entre ellas y nos señale un buen lugar para aterrizar.

Pélorat pareció inquieto.

—¿ Es prudente dejar la elección al ordenador?

—¿Por qué no, Janov? Es un ordenador muy competente. Además, cuando no se tiene ninguna base para considerar la propia elección, ¿qué hay de malo en que la haga el ordenador?

El semblante de Pelorat se iluminó.

—Hay algo especial en lo que acabas de decir, Golan. Algunas de las leyendas más antiguas hablan de gente que para hacer una elección echaba unos pequeños cubos al suelo.

—¿Sí? ¿Y cómo lo hacían?

—Cada cara del cubo tenía escrita una palabra: sí, no, tal vez, espera, etcétera. La cara que quedaba arriba al ser arrojado el cubo daba el consejo que se debía seguir. Otras veces, hacían rodar una bola alrededor de un disco dividido en compartimentos en los que constaba las diferentes opciones. Había que tomar la decisión escrita en el compartimento donde la bola caía. Algunos mitólogos creen que estas actividades representaban juegos de azar más que loterías, pero, en mi opinión, ambas cosas son casi iguales.

—En cierto modo —dijo Trevize—, nosotros estamos jugando a un juego de azar para elegir nuestro lugar de aterrizaje.

Bliss salió de la cocina a tiempo para oír el último comentario.

—No se trata de ningún juego de azar. Yo he presionado varios «tal vez» y después un «sí» seguro, y aterrizaremos en el «sí».

—¿Qué te hizo decir «sí»? —preguntó Trevize.

—Capté una ráfaga de pensamiento humano. Definitivo. Inconfundible.

Había estado lloviendo, pues la hierba aparecía mojada. En el cielo, las nubes se desplazaban y daban muestras de abrir claros.

La Far Star había aterrizado con suavidad cerca de una pequeña arboleda (para el caso de que hubiese perros salvajes, pensó Trevize, medio en serio). Todos los alrededores parecían tierras de pastos, y cuando habían descendido a un nivel donde la panorámica era mejor, Trevize pudo observar lo que parecían huertos y campos de cereales y, esta vez, un inconfundible rebaño de animales, que pastaban.

En cambio, no había edificios. Nada artificial, salvo que la regularidad de los árboles del huerto y los rectos linderos que separaban los campos eran por sí solos tan artificiales como lo habría sido una estación receptora de microondas.

Pero, ¿podían todas estas cosas artificiales haber sido producidas por robots, sin ayuda de seres humanos?.

Trevize se estaba sujetando las fundas de sus armas. En esta ocasión sabía que ambas funcionaban y que estaban cargadas. Por un momento, captó la mirada de Bliss y se detuvo.

—Adelante —dijo ella—. No creo que necesites usarlas, pero lo mismo pensé la otra vez, ¿verdad?

—¿No preferirías ir armado, Janov? —preguntó Trevize.

Pelorat se estremeció.

—No, gracias. Con tus defensas físicas y las defensas psíquicas de Bliss, me siento completamente a salvo. Supongo que es cobardía por mi parte esconderme en vuestras sombras protectoras, pero no puedo sentirme realmente avergonzado cuando mi sentimiento dominante es el de gratitud por no hallarme en una situación que pueda obligarme a emplear la fuerza.

—Lo comprendo —dijo Trevize—. Pero no te alejes de nosotros. Si Bliss y yo nos separamos, quédate con uno de los dos y no te separes espoleado por tu curiosidad.

—No te preocupes, Trevize — indicó Bliss—. Yo cuidaré de esto.

Trevize fue el primero en salir de la nave. El viento era fuerte y un poco frío después de la lluvia, pero se alegró de ello. Probablemente había sido incómodamente cálido y húmedo antes de llover.

Aspiró el aire, sorprendido. El olor del planeta era delicioso. Sabía que cada mundo tenía su olor característico, un olor siempre extraño y, por lo general, desagradable, tal vez debido a que era extraño. ¿Podía lo extraño resultar agradable también? ¿O sólo se debía a la casualidad de haber llegado al planeta precisamente después de la lluvia y en una estación particular del año? De cualquier forma…

—Vamos — gritó—. Esto es muy agradable.

Pelorat salió.

—Agradable es realmente la palabra adecuada. ¿Crees que siempre olerá así?

—Eso no importa. Dentro de una hora, nos habremos acostumbrado al aroma, y nuestros receptores nasales estarán ya tan saturados que no oleremos nada.

—¡Una lástima! —exclamó Pelorat.

—La hierba está mojada —dijo Bliss, en tono de ligera desaprobación.

—¿Por qué no? A fin de cuentas, ¡también llueve en Gaia! —dijo Trevize.

Y mientras hablaba un rayo de sol amarillo cayó momentáneamente sobre ellos a través de una pequeña abertura de las nubes. Pronto recibirían más.

—Si — reconoció Bliss—, pero nosotros sabemos cuándo va a llover y nos preparamos para ello.

—Una lástima —dijo Trevize—, pues así os perdéis la emoción de lo inesperado.

—Tienes razón, Trataré de no comportarme como una provinciana.

Pelorat miró a su alrededor.

—Parece que aquí no hay nada — murmuró, contrariado.

—Sólo lo parece —dijo Bliss—. Se están acercando desde detrás de aquella elevación. — Miró a Trevize—. ¿Crees que deberíamos salir a su encuentro?.

Él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Hemos recorrido muchos pársecs para encontramos con ellos.

Deja que hagan el resto del camino. Los esperaremos aquí.

Sólo Bliss pudo percibir aquel acercamiento hasta que una figura apareció en lo alto del montículo. Después, una segunda y una tercera hicieron su aparición.

—Creo que esto es todo, de momento —dijo Bliss.

Trevize observó con curiosidad. Aunque nunca había visto robots, no dudó un instante de que lo eran. Tenían la forma esquemática e impresionista de seres humanos, pero no un aspecto metálico visible. La superficie robótica era opaca y daba la impresión de blandura, como si estuviese cubierta de felpa.

Pero, ¿cómo podía saber si aquella suavidad era ilusoria? Trevize sintió el súbito deseo de tocar aquellas figuras que se acercaban, impasibles. Si ése era realmente un Mundo Prohibido y las naves espaciales nunca se acercaban a él (lo cual debía, ser el caso, ya que su sol no figuraba en el mapa galáctico), entonces, la Far Star y sus tripulantes debían representar algo que los robots no habían experimentado jamás.

Sin embargo, reaccionaban con firme decisión, como si realizasen un ejercicio rutinario.

—Aquí podemos obtener una información que no conseguiríamos en ningún otro lugar de la Galaxia —dijo Trevize en voz baja—. Les preguntaremos sobre la situación de la Tierra en relación con este planeta y, si la conocen, nos lo dirán. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevan funcionando esos ingenios mecánicos! Es posible que nos contesten a base de sus recuerdos personales.

—También es posible que su fabricación sea reciente y no sepan nada — indicó Bliss.

—O bien que lo sepan, pero no quieran comunicárnosla —dijo Pelorat.

—Supongo que no pueden negarse, a menos que hayan recibido órdenes de que no nos lo digan — observó Trevize—, ¿y por qué habían de darles esta orden, si nadie de este planeta podía esperar nuestra llegada?

Los robots se detuvieron a una distancia de unos tres metros. No dijeron nada y permanecieron inmóviles.

Trevize, con la mano en su blaster, dijo a Bliss, sin apartar los ojos de los robots:

—¿Puedes saber si son hostiles?

—Tienes que darte cuenta, Trevize, que no tengo la menor experiencia de sus procesos mentales; pero no detecto nada que parezca reflejar hostilidad.

Trevize soltó la culata de su arma, pero mantuvo la mano cerca de ella. Después, levantó la otra mano, con la palma vuelta hacia los robots, en lo que esperaba que fuese reconocido como un ademán de paz.

—Os saludo —dijo, hablando muy despacio—. Venimos a este mundo como amigos.

El robot del centro inclinó la cabeza en una especie de saludo incompleto que también podía ser tomado como signo de paz por un optimista, y replicó.

Trevize se quedó boquiabierto por el asombro. En un mundo de comunicación galáctica, no se pensaba que algo pudiese fallar en una necesidad tan fundamental. Pero se daba el caso de que el robot no hablaba el idioma galáctico ni nada que se le pareciese. De hecho, Trevize no comprendió una sola palabra.

La sorpresa de Pelorat fue tan grande como la de Trevize, pero en ella había un evidente matiz de satisfacción.

—¿No es extraño? —preguntó.

Trevize se volvió hacia él.

—No es extraño, es un galimatías — replicó con cierta aspereza.

—No se trata de ningún galimatías —dijo Pelorat—. Está hablando en galáctico, pero muy antiguo. He captado unas pocas palabras. Probablemente lo comprendería con más facilidad si lo viese escrito. Es la pronunciación la que lo enreda todo.

—Bueno, ¿qué ha dicho?

—Me parece que ha dicho que no te había comprendido.

—Yo no sé lo que ha dicho —dijo Bliss—, pero percibo una perplejidad en él que concuerda con lo que dice Pel. Eso, si puedo confiar en mi análisis de la emoción robótica, si es que ésta existe.

Hablando muy despacio y con dificultad, Pelorat dijo algo, y los tres robots agacharon la cabeza al unísono.

—¿Qué significa esto? —dijo Trevize.

—Les he dicho que no sabía hablar bien, pero que lo intentaría —respondió Pelorat—. Les he pedido un poco de tiempo. Viejo amigo, esto es terriblemente interesante.

—Terriblemente fastidioso — murmuró Trevize.

—Mira —dijo Pelorat—, todos los planetas habitables de la Galaxia elaboran su propia variedad de galáctico, de manera que hay millones de dialectos que a veces resultan casi incomprensibles, pero todos consiguen entenderse gracias al conocimiento del galáctico común. Presumiendo que este mundo ha estado aislado durante veinte mil años, es natural que la lengua se haya ido diferenciando de las del resto de la Galaxia hasta llegar a convertirse en un idioma completamente distinto.

Esto puede ser debido a que el planeta tiene un sistema social que depende de robots que sólo pueden comprender el lenguaje para el que fueron programados. En vez de reprogramarse, el lenguaje ha permanecido inmutable, y ahora nos encontramos con lo que no es más que una forma arcaica de galáctico.

—Ésta es una muestra de cómo una sociedad robotizada puede permanecer estática e ir degenerando después —dijo Trevize.

—Pero, mi querido amigo — protestó Pelorat—, el hecho de conservar un lenguaje casi sin cambios no implica degeneración. Tiene sus ventajas. Documentos conservados durante siglos y milenios retienen su significado y dan mayor longevidad y autoridad a los datos históricos. En el resto de la galaxia, el lenguaje empleado en los edictos imperiales del tiempo de Hari Seldon empieza a parecer extraño.

—¿Y conoces tú este galáctico arcaico?

—No digas si lo conozco, Golan. El caso es que, al estudiar los mitos y leyendas antiguos, he comprendido el truco. El vocabulario no es del todo diferente, pero se declina y conjuga de un modo distinto, y hay expresiones idiomáticas que nosotros no usamos ya. Además, como ya he dicho, la pronunciación ha cambiado totalmente. Puedo actuar como intérprete, aunque no como intérprete excelente.

Trevize lanzó un trémulo suspiro.

—Un poco de suerte es mejor que ninguna. Adelante, Janov Pelorat se volvió a los robots, esperó un momento y después miró de nuevo a Trevize.

—¿Qué quieres que les diga?

—Vayamos al grano. Pregúntales dónde está la Tierra.

Pelorat pronunció las palabras muy despacio, acompañadas de exagerados ademanes.

Los robots se miraron y emitieron algunos sonidos. Después, el de en medio habló a Pelorat, el cual replicó y separó las manos como si estuviese estirando una cinta de goma. El robot respondió separando sus palabras con el mismo cuidado con que Pelorat lo había hecho.

—Me parece que no consigo hacerles comprender lo que quiero decir con la palabra «Tierra». Sospecho que piensan que me refiero a alguna región de su planeta y dicen que no saben que tal región exista.

—¿Han dicho el nombre de este planeta, Janov?

—Por lo que he creído entender, el nombre que le dan es «Solaría».

—¿Lo habías encontrado alguna vez en tus leyendas?

—No; como tampoco el de «Aurora».

—Bueno, pregúntales si hay algún lugar llamado Tierra en el cielo, entre las estrellas. Señala hacia arriba.

Hubo otro intercambio de palabras y, por último, Pelorat se volvió y dijo:

—Lo único que puedo sacarles, Golan, es que no hay lugares en el cielo.

—Pregunta a esos robots la edad que tienen; o mejor, cuánto tiempo llevan funcionando —dijo Bliss.

—No sé cómo decir «funcionando» — se apenó Pelorat, meneando la cabeza—. En realidad, no sé si sabré decir «qué edad». No soy un buen intérprete.

—Haz todo lo que puedas, querido Pel —dijo Bliss.

—Llevan veintiséis años funcionando —dijo Pelorat, después de intercambiar algunas frases.

—Veintiséis años — murmuró Trevize, contrariado—. Apenas son más viejos que tú, Bliss.

Bliss replicó, con súbito orgullo:

—Se da el caso de que…

—Ya lo sé. Tú eres Gaia, que tiene miles de años. Sea como fuere, estos robots no pueden hablar de la Tierra por experiencia personal, y es natural que en sus bancos de memoria no haya nada que no necesiten para su funcionamiento. Por consiguiente, no saben nada de astronomía.

—Tal vez puede haber robots más antiguos en otros lugares del planeta —dijo Pelorat.

—Lo dudo —repuso Trevize—, pero pregúntaselo, si es que puedes encontrar palabras para ello, Janov.

Esta vez, la conversación fue más extensa, y Pelorat la interrumpió al fin, con el rostro enrojecido y un claro aire de frustración.

—Golan —dijo—, no comprendo parte de lo que tratan de comunicarme, pero deduzco que los robots más viejos son empleados en labores manuales y tampoco saben nada. Si este robot fuese humano, diría que ha hablado de los más viejos con desprecio. Estos tres, según dicen, pertenecen al grupo de robots domésticos, y no se les permite envejecer antes de ser sustituidos. Son los únicos que realmente saben cosas… Esto lo dicen ellos, no yo.

—No sabe mucho — gruñó Trevize—. Al menos de las cosas que nos interesan.

—Ahora lamento que nos marchásemos tan deprisa de «Aurora» —dijo Pelorat—. Si hubiésemos encontrado allí un robot superviviente, lo cual es casi seguro, pues el primero que hallé tenía una chispa de vida todavía, habría sabido de la Tierra por recuerdo personal.

—Siempre que su memoria estuviese intacta, Janov —dijo Trevize—. Pero podemos volver allí cuando queramos y, si hemos de hacerlo, lo haremos, con perros o sin ellos. Ahora bien, si estos robots tienen veinte y pico de años nada más, deben existir quienes los fabrican, y supongo que éstos tienen que ser humanos. — se volvió a Bliss—. ¿Estás Segura de haber percibido…?

Pero ella levantó una mano para interrumpirle, y una expresión tensa y concentrada se pintó en su semblante.

—Ahora viene —dijo, en voz baja.

Trevize volvió la cabeza hacia el montículo y vio, saliendo de detrás de él y avanzando después en dirección a ellos, la inconfundible figura de un ser humano. Su tez era pálida, y los cabellos rubios y largos estaban ligeramente erizados en los lados de la cabeza. Su rostro, aunque grave, parecía pertenecer a alguien muy joven en apariencia. Los brazos y las piernas desnudos no se veían particularmente musculosos.

Los robots se apartaron para permitirle el paso y él avanzó hasta colocarse en medio de ellos.

Después, habló con voz clara y agradable, y sus palabras, aunque pronunciadas en tono arcaico, correspondían al galáctico común y fueron de fácil comprensión.

—Os saludo, viajeros del espacio —dijo—, ¿qué queréis de mis robots?

Trevize no se cubrió de gloria.

—¿Hablas galáctico? —preguntó tontamente.

—¿ Por qué no había de hacerlo, si no soy mudo? —dijo el solariano, con una agria sonrisa.

—Pero ésos… — Y Trevize señaló a los robots.

—Éstos son robots. Hablan nuestra lengua, lo mismo que yo. Pero yo soy de «Solaria» y oigo las comunicaciones hiperespaciales de los mundos lejanos; por eso he aprendido vuestra manera de hablar, como la aprendieron mis antepasados. Ellos dejaron descripciones del lenguaje, pero yo escucho constantemente palabras nuevas y expresiones que cambian con los años, como si vosotros, los colonizadores, pudieseis estabilizar los mundos pero no las palabras. ¿Por qué te ha sorprendido que comprendiese tu lenguaje?

—No hubiese debido ocurrir así —repuso Trevize—. Te pido disculpas. Pero, después de hablar con los robots, no pensé que oiría galáctico en este planeta.

Estudió al solariano. Vestía una fina bata blanca recogida holgadamente sobre el hombro, con grandes aberturas para los brazos. Iba abierta por delante, dejando al descubierto el pecho desnudo y un taparrabos. Salvo por un par de ligeras sandalias, no llevaba nada más.

Trevize pensó que no podía estar seguro de si el solariano era varón o hembra. El pecho parecía varonil pero carecía en absoluto de vello, y el fino taparrabo no mostraba ninguna protuberancia.

—Podría ser otro robot, pero muy parecido a un ser humano… —dijo en voz baja, volviéndose a Bliss.

—Su mente es la de un ser humano, no la de un robot —respondió Bliss, sin mover apenas los labios.

—Todavía no has respondido a mi pregunta —dijo el solariano—. Disculpo tu impertinencia y la atribuyo a tu sorpresa. Ahora, te preguntaré de nuevo, y procura no fallar por segunda vez. ¿Qué queréis de mis robots?

—Somos viajeros y buscamos información para llegar a nuestro destino — explicó Trevize—. Pedimos información que nos fuese de utilidad a tus robots, pero ellos no sabían nada.

—¿Cuál es la información que buscáis? Tal vez yo pueda ayudaros.

—Queremos saber la situación de la Tierra. ¿Podrías decirnos cuál es? El solariano arqueó las cejas.

—Yo había pensado que el primer objeto de vuestra curiosidad habría sido yo mismo. Os informaré de esto aunque no me lo hayáis pedido. Soy Sarton Bander, y os halláis en la finca de Bander que se extiende en todas direcciones hasta donde podéis alcanzar con la mirada y mucho más allá. No puedo decir que seáis bien venidos aquí, pues, al entrar, habéis cometido un abuso de confianza. Sois los primeros colonizadores que aterrizan en «Solaria» en muchos miles de años, y ahora resulta que sólo lo habéis hecho para preguntar cuál es el mejor camino para llegar a otro planeta. En los viejos tiempos, vosotros y vuestra nave habríais sido destruidos sin previo aviso.

—Seria un tratamiento bárbaro hacia una gente que no trae malas intenciones y no ofrece el menor peligro —dijo prudentemente Trevize.

—De acuerdo, pero cuando unos miembros de una sociedad en expansión llegan a otra que es inofensiva y estática, el mero contacto supone un peligro en potencia. Mientras temíamos que nos causasen daño, estábamos dispuesto a destruir inmediatamente a los que llegasen. Como ya no tenemos motivos para temer a nadie, nos hallamos, como podéis ver, dispuestos a hablar.

—Agradezco la información que nos has ofrecido con tanta liberalidad; sin embargo, no has contestado la pregunta que te hice. La repetiré. ¿Puedes decirnos la situación del planeta Tierra?

—Supongo que con la palabra Tierra quieres designar el mundo en que tuvieron su origen la especie humana y las diferentes especies de plantas y animales. — E hizo un gracioso ademán, como abarcando todo lo que les rodeaba.

—Sí, así es, señor.

Una rara expresión de contrariedad apareció en el semblante del solariano.

—Por favor, llámame Bander si quieres usar una forma de tratamiento. No me designes con ninguna palabra que tenga un sentido de género. Yo no soy varón ni hembra. Soy un todo.

Trevize asintió con la cabeza (él había acertado).

—Como quieras, Bander. Entonces, ¿cuál es la situación de la Tierra, del planeta de origen de todos nosotros?

—No lo sé —dijo Bander—. Ni me interesa tampoco. Si lo supiese, o si pudiese averiguarlo, no os serviría de nada, pues la Tierra ya no existe como mundo. ¡Ah…! — prosiguió, estirando los brazos—. Se está bien al sol. Subo muy pocas veces a la superficie, y nunca cuando el sol no brilla. Envié a mis robots a recibiros cuando el sol se ocultaba todavía detrás de las nubes. Sólo los seguí cuando el cielo se despejó.

—¿Por qué dejó la Tierra de existir como mundo? — insistió Trevize, apercibiéndose para escuchar una vez más el cuento de la radiactividad.

Sin embargo, Bander hizo caso omiso de la pregunta o, más bien, la desdeñó tranquilamente.

—La historia es demasiado larga —dijo—. Me habéis dicho que no veníais con malas intenciones.

—Es cierto.

—Entonces, ¿por qué llevas armas?

—Por simple precaución. No sabía lo que podríamos encontrar aquí.

—No importa. Tus pequeñas armas no representan ningún peligro para mí. Sin embargo, siento curiosidad. Desde luego, he oído hablar mucho de vuestras armas, y vuestra Historia bárbara parece haber dependido de ellas por entero. Aun así, nunca he visto ninguna. ¿Puedo ver las tuyas?

Trevize dio un paso atrás.

—Siento decirte que no, Bander.

Bander pareció divertido.

—Sólo te lo he preguntado por cortesía. No tenía necesidad de hacerlo.

Alargó una mano y el blaster emergió de la funda derecha, mientras el látigo neurónico lo hacía de la izquierda. Trevize fue a agarrar sus armas, pero sintió que sus brazos eran retenidos hacia atrás como por fuertes lazos elásticos. Tanto Pelorat como Bliss se dispusieron a avanzar, pero fueron retenidos de manera parecida.

—No tratéis de intervenir —dijo Bander—. No podéis hacerlo. — Las armas volaron hacia sus manos y él las observó con atención—. Ésta —dijo, refiriéndose al blaster — parece ser una emisora de rayos de microondas que producen calor, haciendo estallar cualquier cuerpo que contenga fluidos. La otra es más sutil, y debo confesar que, a primera vista, no veo para qué puede servir. Sin embargo, como no traéis malas intenciones, no necesitáis las armas. Puedo descargar, y es lo que haré, el contenido energético de las unidades de ambas armas. Así, se volverán inofensivas, a menos que se usen como cachiporras, y servirían de poco usadas con ese fin.

El solariano soltó las armas que, volando de nuevo por el aire, volvieron hacia Trevize y se introdujeron en sus respectivas fundas.

Trevize, dueño ya de sus movimientos, sacó el blaster, pero vio que sería inútil emplearlo. El contacto se había aflojado y estaba claro que la unidad energética había sido descargada. Lo propio podía decirse del látigo neurónico.

Miró a Bander, el cual dijo, sonriendo:

—Nada puedes hacer, forastero. Si quisiera, podría destruir vuestra nave y, desde luego, a vosotros.

XI. Bajo tierra

Trevize quedó como petrificado. Tratando de respirar con normalidad, se volvió para mirar a Bliss.

Ésta rodeaba la cintura de Pelorat con un brazo protector y, a juzgar por su aspecto, estaba completamente tranquila. Sonrió un poco y asintió con la cabeza.

Trevize se volvió a Bander de nuevo. Habiendo interpretado las acciones de Bliss como muestras de confianza, y esperando ansiosamente no equivocarse, dijo:

—¿Cómo has hecho eso, Bander?

Éste sonrió, con visible buen humor.

—Decidme, forasteritos, ¿creéis en la brujería? ¿En la magia?

—No, no creemos en ella, solarianito — saltó Trevize.

Bliss le tiró de la manga y murmuró:

—No le irrites. Es peligroso.

—Ya lo veo —dijo Trevize, haciendo un gran esfuerzo para no levantar la voz—. Haz algo.

—Todavía no —respondió Bliss, con voz casi inaudible—. Si se siente seguro, será menos peligroso.

Bander no prestó atención a los breves murmullos entre los dos forasteros. Se apartó descuidadamente de ellos y los dos robots le abrieron paso. Después, miró hacia atrás y dobló un dedo lánguidamente.

—Venid, seguidme. Los tres. os contaré una historia que tal vez no os interese, pero que me interesa a mi.

Y siguió andando con toda tranquilidad.

Trevize permaneció un momento en el mismo sitio, sin saber qué hacer. Pero Bliss echó a andar y la presión de su brazo obligó a Pelorat a seguirle. En definitiva, Trevize hizo lo propio; la única alternativa habría sido quedarse a solas con los robots.

—Si Bander es tan amable de contarnos la historia que tal vez no nos interese… — comento Bliss ligeramente.

Bander se volvió y la miró con fijeza, como si reparase en ella por primera vez.

—Tú eres la mitad humana femenina, ¿no? —dijo—. La mitad inferior.

—La mitad más pequeña, Bander. Si.

—Entonces, esos dos son mitades masculinas, ¿eh?

—En efecto.

—¿Has tenido ya tu hijo, hembra?.

—Me llamo Bliss, Bander. Todavía no he tenido un hijo. Éste se llama Trevize. Y éste, Pel.

—¿Y cuál de los dos masculinos te ayudará cuando llegue tu hora? ¿Lo harán los dos? ¿O ninguno de ellos?

—Pel me ayudará, Bander.

Bander miró a Pelorat.

—Veo que tienes los cabellos blancos.

—Si —dijo Pelorat.

—¿Los has tenido siempre de este color?

—No, Bander; se volvieron así con la edad.

—¿Y cuál es la tuya?

—Cincuenta y dos años, Bander —respondió Pelorat, y añadió rápidamente—: Quiero decir años según el patrón galáctico.

Bander siguió andando (en dirección a una mansión lejana, pensó Trevize, pero más despacio.

—No sé cuál es la duración del año según el patrón galáctico, pero puede ser muy diferente de la del nuestro. ¿Y cuántos tendrás cuando mueras, Pel?

—No lo sé. Puedo vivir treinta más.

de ochenta y dos. Una vida corta, y dividida en mitades. Increíble. Sin embargo, mis remotos antepasados eran como vosotros y vivieron en la Tierra. Pero algunos de ellos la abandonaron para fundar nuevos mundos alrededor de otras estrellas, mundos maravillosos, muchos y bien organizados.

—No muchos. Cincuenta —dijo Trevize en voz alta.

Bander lo miró con altivez. Su buen humor parecía haber menguado.

—Trevize. Ése es tu nombre, ¿no?

—Golan Trevize es mi nombre completo. Digo que eran cincuenta mundos Espaciales. Los nuestros se cuentan por millones.

—Entonces, ¿conoces la historia que quiero contaros? —dijo Bander con suavidad.

—Si ibas a decimos que antaño hubo cincuenta mundos Espaciales, ya lo sabemos.

—Pero nosotros no contamos sólo en números, pequeño medio-humano —dijo Bander—. También contamos la calidad. Fueron cincuenta, pero todos vuestros millones no valdrían lo que uno sólo de ellos. Y Solaria fue el quincuagésimo y, por tanto, el mejor. Solaria estuvo muy por encima de los otros mundos Espaciales, como estaban todos éstos por encima de la Tierra.

»Sólo los de Solaria aprendimos cómo había que vivir la vida. No lo hicimos en manadas. o rebollos, como en la Tierra y en otros planetas, incluso en los mundos Espaciales. Vivimos cada uno a solas, con robots para ayudarnos, viéndonos electrónicamente siempre que lo deseábamos, pero sólo raras veces de un modo natural. Hace muchos años que no he mirado a seres humanos como os estoy mirando ahora, aunque sois sólo medio humanos y, por consiguiente, vuestra presencia no limita mi libertad más de lo que la limitarían una vaca o un robot.

»Sin embargo, hubo un tiempo en que también nosotros fuimos medio-humanos. No importa cómo perfeccionamos nuestra libertad, ni cómo nos convertimos en amos solitarios de innumerables robots, la libertad nunca fue absoluta. Para producir pequeños, se necesitaba la colaboración de dos individuos. Desde luego, se podían aportar espermatozoides y óvulos, emplear procedimientos de fertilización y provocar artificialmente el crecimiento embriónico de manera automática. Era posible que un niño viviese de forma adecuada bajo el cuidado de los robots. Podía hacerse todo eso, pero los medio-humanos no querían renunciar al placer inherente a la fecundación biológica. Como consecuencia de ello, se establecerían lazos emocionales perversos y se perdería la libertad. ¿Comprendéis ahora que todo esto debía cambiar?

—No, Bander —dijo Trevize—, ya que nosotros no medimos la libertad por vuestro patrón.

—Porque no sabéis lo que es la libertad. Siempre habéis vivido en enjambres y no conocéis otro estilo de vida que el de sentiros obligados constantemente, incluso en las cosas más pequeñas, a doblegar vuestra voluntad a la de otros, lo que es igualmente vil, a pasaros la vida luchando por doblegar la voluntad de los otros a la vuestra. ¿Es eso libertad? ¡La libertad deja de serlo si uno no puede vivir como quiera ¡Exactamente como quiera!

»Entonces, llegó el tiempo en que los terrícolas empezaron a emigrar una vez más, y sus pegajosas multitudes se lanzaron de nuevo a través del espacio. Los otros Espaciales, que no eran tan gregarios como los terrícolas, sino en un grado menor, trataron de competir.

»Nosotros, los solarianos, no lo hicimos. Previmos el inevitable fracaso de aquel hervidero. Nos metimos bajo tierra y rompimos todo contacto con el resto de la galaxia. Estábamos resueltos a seguir siendo lo que éramos, a toda costa. Inventamos robots eficientes y armas para proteger nuestra superficie, aparentemente vacía, y actuaron de un modo admirable. Vinieron naves, fueron destruidas y dejaron de venir. El planeta fue considerado desierto y todos lo olvidaron, tal como nosotros queríamos.

»Y, mientras tanto, bajo tierra, trabajamos para resolver nuestros problemas. Reformamos cuidadosa y delicadamente nuestros genes. Sufrimos fracasos, pero también conseguimos algunos éxitos, y sacamos provecho de éstos. Tardamos muchos siglos, pero al fin nos convertimos en seres humanos totales, aunando en un cuerpo los principios masculino y femenino, obteniendo así un placer completo a voluntad y produciendo, cuando lo deseamos, óvulos fecundados para su desarrollo bajo un cuidado robótico especializado.

—¿Hermafroditas? —preguntó Pelorat.

—¿Es así como se llama en vuestro lenguaje? —preguntó Bander, con indiferencia—. Nunca había oído esa palabra.

—El hermafroditismo detiene la evolución en seco —dijo Trevize—. Cada hijo es la copia genética de su padre hermafrodita.

—Vamos —dijo Bander—, vosotros consideráis la evolución como un juego de azar. Nosotros podemos proyectar nuestros hijos, cuando queramos, y cambiar y ajustar los genes, algo que a veces lo hacemos. Pero casi hemos llegado a mi morada. Entremos. Se está haciendo tarde.

El sol empieza a dar poco calor y dentro estaremos más cómodos. Cruzaron una puerta que no tenía ninguna cerradura, pero que se abrió al acercarse ellos y volvió a cerrarse cuando hubieron pasado. No había ventanas, pero, al penetrar ellos en la cavernosa estancia, las paredes se iluminaron y brillaron. El suelo parecía desnudo, pero era blando y elástico al tacto. Había un robot inmóvil en cada uno de los cuatro rincones de la habitación.

—Esa pared —dijo Bander, señalando la que estaba frente a la puerta (una pared que no parecía en modo alguno diferente de las otras tres) — es mi pantalla visual. El mundo se despliega ante mí a través de esa pantalla, pero en modo alguno coarta mi libertad, puesto que no puedo ser obligado a usarla.

—Ni puedes obligar a que la use, si quieres verle a través de esa pantalla y él no lo desea —dijo Trevize.

—¿Obligar? —preguntó Bander con altivez—. Que lo otro haga lo que quiera, si acepta que yo haga lo que me plazca. Por favor, observa que empleamos el género neutro cuando nos referimos los unos a los otros.

Había un sillón en la estancia, delante de la pantalla, y Bander se sentó en él.

Trevize miró a su alrededor, como si esperase que otros sillones brotasen del suelo.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó.

—Como queráis —respondió Bander.

Bliss se sentó en el suelo, sonriendo, y Pelorat lo hizo a su lado.

Trevize continuó en pie con expresión terca.

—Dime, Bander —preguntó Bliss—, ¿cuántos seres humanos viven en este planeta?

—No lo sé de fijo. No nos contamos. Tal vez mil doscientos.

—¿Sólo mil doscientos en todo el planeta?

—Más o menos. Pero vosotros contáis por números, mientras que nosotros lo hacemos por calidad. Tampoco entendéis la libertad. Si existe otro solariano que pueda disputarme mi absoluto dominio sobre cualquier trozo de mi tierra, sobre cualquier robot o cosa viviente u objeto, mi libertad queda limitada. Y como existen otros solarianos, la limitación de la libertad debe ser eliminada todo lo posible separándoles hasta el punto de que el contacto sea virtualmente inexistente. Solaría puede tener mil doscientos solarianos en condiciones próximas al ideal. Añadió más, y la libertad quedará palpablemente limitada y el resultado será insoportable.

—Eso significa que los nacimientos deben equilibrar las defunciones —dijo Pelorat de pronto.

—Cierto. Debe ser así en cualquier mundo con una población estable…, tal vez incluso en el vuestro.

—Y como es probable que haya pocas defunciones, tiene que haber pocos niños.

—Así es.

Pelorat asintió con la cabeza y, guardó silencio.

—Lo que yo quisiera saber es cómo hiciste volar mis armas por el aire —dijo Trevize—. No lo has explicado.

—Os propuse la brujería o la magia como explicación. ¿Te niegas a aceptarlas?

—Claro que me niego. ¿Por quién me has tomado?

—Entonces, ¿crees en la conservación de la energía y en el necesario aumento de la entropía?

—Sí. Lo que no puedo creer es que, incluso en veinte mil años, hayáis cambiado estas leyes o las hayáis modificado un milímetro.

—Y no lo hemos hecho, media-persona. Pero, ahora, considera esto. Fuera, hay luz del sol —dijo, haciendo un extraño y gracioso ademán, como señalando aquella luz a su alrededor—. Y aquí hay sombra. Hace más calor bajo la luz del sol que a la sombra, y el calor fluye espontáneamente de la zona soleada a la que está en sombras.

—Eso ya lo sabía —dijo Trevize.

—Pero tal vez lo sabes tan bien que no piensas en ello. Por la noche, la superficie de Solaria está más caliente que los objetos situados más allá de su atmósfera, de manera que el calor fluye espontáneamente de la superficie del planeta al espacio exterior.

—Esto también lo sé.

—Y, sea de día o de noche, el exterior del planeta está más caliente que su superficie. Por consiguiente, el calor fluye espontáneamente del interior a la superficie. Supongo que también sabes esto.

—¿Adónde quieres ir a parar, Bander?

—El flujo de calor de lo más caliente a lo más frío, que debe cumplirse por la segunda ley de la termodinámica, puede utilizarse para hacer un trabajo.

—En teoría, sí, pero la luz del sol es diluida, el calor de la superficie del planeta lo es todavía más, y el grado en que el calor escapa del interior hace que éste sea el más diluido de todos. La cantidad de calor aprovechable no bastaría, probablemente, ni para levantar un guijarro.

—Depende del aparato que emplees para ese fin —dijo Bander—. El instrumento usado por nosotros fue desarrollado en un período de miles de años, y es nada menos que una parte de nuestro cerebro.

Bander levantó los cabellos de ambos lados de su cabeza, descubriendo la porción de cráneo de detrás de las orejas. Volvió la cabeza a un lado y a otro, y detrás de cada oreja se podía percibir un bulto del tamaño y la forma del extremo más ancho de un huevo de gallina.

—Esta porción de mi cerebro y tu carencia de ella es lo que marca la diferencia entre un solariano y tú.

Trevize miraba de vez en cuando la cara de Bliss, cuya atención parecía concentrada por entero en Bander. Trevize estaba seguro ahora de saber a qué venía todo aquello..

Bander, a pesar de su canto a la libertad, encontraba irresistible esa oportunidad única. No podía conversar con los robots sobre una base de igualdad intelectual, y, por supuesto, tampoco con los animales. Hablar a sus compañeros solarianos le resultaría desagradable, y cualquier comunicación que estableciese con ellos sería forzada y nunca espontánea.

En cuanto a Trevize, Bliss y Pelorat, podían ser medio humanos, para Bander y tan inofensivos para su libertad como un robot o una cabra; pero, intelectualmente, eran sus iguales (o casi iguales), y la oportunidad de hablarles era un lujo único del que nunca había disfrutado hasta ahora.

No era de extrañar, pensó Trevize, que se divirtiese de aquella manera. Y Bliss (Trevize estaba doblemente seguro de ello) le animaba, incitando a la mente de Bander con delicadeza para que hiciese precisamente lo que tanto deseaba.

Tal vez, Bliss partía de la suposición de que, si Bander seguía hablando, podía decirles algo de utilidad concerniente a la Tierra. Era tan lógico para Trevize que, aunque no hubiese sentido tanta curiosidad por el tema en discusión, se habría esforzado en continuar la conversación.

—¿Qué hacen esos lóbulos cerebrales? —preguntó.

—Son transductores — explicó Bander—. Se activan merced al flujo de calor y convierten éste en energía mecánica.

—No puedo creerlo. El flujo de calor es insuficiente.

—Tú no piensas, pequeño medio-humano. Si hubiese aquí muchos solarianos juntos, cada uno de ellos tratando de utilizar el flujo de calor, entonces, sí, la cantidad de éste resultaría insuficiente. Sin embargo, yo tengo más de cuarenta mil kilómetros cuadrados que son míos, sólo míos. Puedo recoger el flujo del calor de cualquier número de esos kilómetros cuadrados, sin que nadie me lo dispute, y, gracias a ello, la cantidad es suficiente. ¿Comprendes?

—¿Tan sencillo es recoger el flujo de calor de una zona extensa? El mero acto de la concentración requiere muchísima energía.

—Tal vez sí, pero yo no me doy cuenta. Mis lóbulos transductores están concentrando calor constantemente, de modo que éste actúa en el momento en que debe hacerlo. Cuando te arrebaté las armas, un volumen particular de la atmósfera iluminada por el sol perdió parte de su exceso de calor en favor de un volumen de la zona en sombra, de manera que utilicé energía solar para aquel fin. Sin embargo, en vez de utilizar ingenios mecánicos o electrónicos para llevarlo a cabo, empleé un aparato neurónico. — Tocó suavemente uno de los lóbulos transductores—. Actúa con rapidez, eficacia, constantemente…, y sin esfuerzo.

—Increíble — murmuró Pelorat.

—En absoluto —dijo Bander—. Considera la complejidad del ojo y del oído, y cómo pueden convertir pequeñas cantidades de fotones y de vibraciones del aire en información. Esto parecería increíble a quien lo experimentase por primera vez. Los lóbulos transductores no son más increíbles y no os lo parecerían si fuesen familiares para vosotros.

—¿Y qué hacéis con esos lóbulos transductores operando constantemente? —preguntó Trevize.

—Regimos nuestro mundo —respondió Bander—. Cada robot de esta vasta finca obtiene su energía de mí, o, mejor dicho, del flujo de calor natural. Cuando un robot establece un contacto, o tala un árbol, la energía es derivada de la transducción mental, de mi transducción mental.

—¿Y si estás dormido?

—El proceso de transducción persiste tanto si estás despierto como durmiendo, pequeño medio-humano —dijo Bander—. ¿Acaso dejas tú de respirar cuando duermes? ¿Deja de latir tu corazón? Por la noche, mis robots siguen trabajando a costa de enfriar un poco el interior de Solaria. El cambio es incalculablemente pequeño a escala global y nosotros sólo somos mil doscientos, de manera que toda la energía que empleamos no abrevia sensiblemente la vida de nuestro sol ni agota el calor interno de nuestro mundo.

—¿Se te ha ocurrido pensar que podrías utilizarlo como arma?

Bander miró a Trevize con fijeza, como si éste fuese algo singularmente incomprensible.

—¿Quieres decir con esto que Solaría podría enfrentarse con otros mundos con armas energéticas fundadas en la transducción? ¿Por qué tendríamos que hacerlo? Aunque consiguiésemos triunfar de sus armas energéticas basadas en otros principios, lo cual es casi seguro, ¿qué ganaríamos con ello? ¿El control de otros planetas? ¿Y qué nos importan los demás, si tenemos el nuestro que es ideal? ¿Por qué habríamos de querer establecer nuestro dominio sobre los medio-humanos y emplearlos en trabajos forzados, si poseemos nuestros robots que son mucho mejores que vosotros para este fin? Lo tenemos todo. No queremos nada, salvo que nos dejen en paz. Mira, te contaré otra historia.

—Adelante —dijo Trevize.

—Hace veinte mil años, cuando las medio-criaturas de la Tierra empezaron a invadir el espacio y nosotros nos retiramos bajo tierra, los otros mundos Espaciales resolvieron oponerse a los nuevos colonizadores terrícolas. Para ello, atacaron la Tierra.

—¡La Tierra! —exclamó Trevize, tratando de disimular su satisfacción por el hecho de que por fin se hubiese suscitado el tema.

—Si, el centro. Una maniobra lógica, en cierto modo. Si se desea matar a una persona, no se la hiere en un dedo o en un talón, sino en el corazón. Y nuestros compañeros Espaciales, no muy diferentes de los propios seres humanos en pasiones, consiguieron inflamar de radiactividad la superficie de la Tierra, de modo que gran parte de aquel mundo se volvió inhabitable.

—¡Conque eso fue lo que ocurrió! —dijo Pelorat, cerrando un puño y moviéndolo rápidamente, como para fijar una tesis—. Sabía que no podía tratarse de un fenómeno natural. ¿Cómo lo consiguieron?

—No lo sé —respondió, indiferente, Bander—; además, en todo caso, les sirvió de poco a los Espaciales. Ésta es la moraleja de la historia. Los colonizadores continuaron proliferando y los Espaciales… murieron. Habían tratado de competir y desaparecieron. Nosotros, los solarianos, nos retiramos, renunciando a competir, y aquí estamos todavía.

—También están los Colonizadores —dijo Trevize, frunciendo el ceño.

—Si, pero no para siempre. Los invasores tienen que luchar, que competir y, en definitiva, que morir. Esto quizá tarde decenas de millares de años en ocurrir, pero nosotros podemos esperar. Y cuando suceda, los solarianos, enteros, solitarios, liberados, poseeremos la galaxia. Entonces, podremos utilizar, o no, cualquier mundo fue deseemos además del nuestro.

—Pero hablando de la Tierra — insistió Pelorat, chascando los dedos con impaciencia—, ¿es leyenda o historia lo que nos has contado?

—¿Y cómo saber la diferencia que hay, medio-Pelorat —dijo Bander—. Toda la Historia es leyenda, más o menos.

—Pero, ¿qué indican vuestros documentos? ¿Podría ver los que tratan de este tema, Bander? Debes comprender que los mitos, la leyendas y la Historia primitiva son mi especialidad. Soy un erudito que estudia estas materias, y en particular las que se refieren a la Tierra.

—Yo sólo repito lo que he oído contar — replicó Bander—. No hay documentos sobre el tema. Los que tenemos tratan únicamente de los asuntos de Solaría, y sólo mencionan otros mundos cuando ésos chocan con nosotros.

—Desde luego, pero la Tierra os amenazó —dijo Pelorat.

—Es posible, pero, en tal caso, ocurrió hace mucho, muchísimo tiempo, y la Tierra es, entre todos los mundos, el que más nos repugna. Si alguna vez tuvimos documentos sobre ella, estoy seguro de que fueron destruidos por pura repulsión.

Trevize apretó los dientes, desolado.

—¿Los destruisteis vosotros mismos? —preguntó.

Bander volvió su atención hacia él.

—No había nadie más que pudiese hacerlo.

Pelorat no estaba dispuesto a abandonar el asunto.

—¿Qué, más oíste decir referente a la Tierra?

Bander pensó un rato y dijo:

—Cuando era joven, un robot me contó la historia de un terrícola que visitó Solaria, en una ocasión, y conoció a una mujer solariana que se fugó con él, convirtiéndose en un personaje importante de la Galaxia. Sin embargo, en mi opinión, es un cuento inventado.

Pelorat se mordió el labio.

—¿Estás seguro?

—¿Cómo se puede estar seguro de algo en estas cuestiones? —dijo Bander—. Sin embargo, parece inverosímil que un terrícola se atreviese a venir a Solaria, o que Solaria le permitiese la entrada. Y todavía es más improbable que una mujer solariana (aunque entonces éramos todavía medio-humanos) abandonase voluntariamente este mundo. Pero venid, os mostraré mi casa.

—¿Tu casa? —preguntó Bliss, mirando a su alrededor—. ¿No estamos en ella?

—No —dijo Bander—. Esto es una antesala. Una especie de Salón de proyección. En él veo a mis compañeros solarianos cuando surge necesidad de ello. Sus imágenes aparecen en aquella pared o, tridimensionalmente, en el espacio de delante de la pared. Por consiguiente, esta habitación es, en cierto modo, lugar de reunión y no parte de mi hogar.

Venid conmigo.

Echó a andar sin volverse para ver si le seguíamos. Los cuatro robots salieron de sus rincones y Trevize comprendió que, si él y sus compañeros no seguían a Bander de manera espontánea, los robots les obligarían amablemente a hacerlo.

Los otros dos se pusieron en pie y Trevize murmuró al oído de Bliss:

—¿Has sido tú quien ha conseguido que no parase de hablar?

Bliss le apretó la mano y asintió con la cabeza.

—De todos modos, quisiera saber cuáles son sus intenciones —dijo ella, con un tono de inquietud en — su voz.

Siguieron a Bander. Los robots se mantuvieron a cortés distancia, pero su presencia era sentida como una constante amenaza mientras andaban por un pasillo.

Trevize murmuró con desaliento:

—En este planeta no hallaremos nada útil sobre la Tierra. Estoy seguro de ello. Sólo otra variación sobre el tema de la radiactividad — murmuró Trevize con desaliento y encogiéndose después de hombros—. Tendremos que pasar a la tercera serie de coordenadas.

Una puerta se abrió ante ellos, revelando una pequeña habitación.

—Venid, medio-humanos —dijo Bander—, quiero mostraros cómo vivirnos.

—Disfruta como un niño con esta exhibición — comento Trevize en voz baja—. Me gustarla hundirlo.

—No quieras competir en infantilismo con él —dijo Bliss.

Bander les hizo pasar a los tres a la habitación. Uno de los robots los siguió también. Bander contuvo a los otros con un ademán y entró a su vez. La puerta se cerró a su espalda.

—Es un ascensor —exclamó Pelorat, satisfecho de su descubrimiento.

—Cierto —dijo Bander—. Desde que nos sumergimos bajo tierra, nunca volvimos a emerger en realidad. Ni tuvimos deseos de hacerlo, aunque a mí me agrada sentir, en ocasiones, la luz del sol. En cambio, aborrezco las nubes o la noche al aire libre. Todo esto da la sensación de encontrarse bajo tierra sin estarlo en realidad, si entendéis lo que quiero decir. Es, en cierto modo, una disonancia cognoscitiva, y la encuentro muy desagradable.

—La Tierra construyó en sus entrañas —dijo Pelorat—. Llamaban Cavernas de Acero a sus ciudades. Y Trantor lo hizo también en el subsuelo e incluso más extensamente en los viejos tiempos imperiales.

Y Comporellon construye en la actualidad bajo tierra. Pensándolo bien, es una tendencia común.

—Los medio-humanos proliferando bajo tierra y nosotros viviendo de igual manera, pero en aislado esplendor, son dos cosas muy diferentes —dijo Bander.

—En Terminus, las viviendas están en la superficie — indicó Trevize.

—Expuestas a las inclemencias del tiempo — se horrorizó Bander—. Muy primitivos.

El ascensor, después de la impresión inicial de una menor gravedad advertida por Pelorat, pareció no moverse en absoluto. Trevize se estaba preguntando a qué profundidad irían a bajar cuando hubo una breve sensación de aumento de gravedad y la puerta se abrió.

Ante ojos apareció una habitación grande y amueblada con sumo cuidado. Estaba muy poco iluminada, aunque no se veía de dónde procedía la luz. Daba la sensación de que el aire era ligeramente luminoso.

Bander señaló con un dedo y la luz se hizo un poco más intensa en el Sitio que había indicado. Señaló a otra parte y ocurrió lo mismo. Después, puso la mano izquierda sobre una vara nudosa que había junto a la puerta:mientras hacía un amplio ademán circular con la derecha, y toda la estancia se iluminó como si fuese luz solar la que les alumbraba, aunque Sin sensación de calor.

—Ese hombre es un charlatán —dijo Trevize a media voz.

—No «Ese hombre», sino «ese solariano» — le corrigió Bander airado—. No estoy seguro de lo que significa la palabra «charlatán», pero, si el tono de la voz no me ha engañado, encierra una ofensa.

—Se le aplica a una persona que no es sincera — explicó Trevize—, que dispone los efectos de lo que hace de manera que parezca más imponente de lo que es en realidad.

—Confieso que me gusta lo espectacular, pero lo que acabo de mostraros no es un efecto. Se trata de algo real.

Dio una palmadita a la vara sobre la que apoyaba la mano izquierda.

—Esta vara conductora de calor se extiende varios kilómetros hacia abajo, Y hay otras similares a ella en muchos lugares estratégicos de mi finca. Sé que también las tienen en otras propiedades, ya que aumentan la intensidad del calor que sube a la superficie de las regiones inferiores de Solaria y facilita su conversión en trabajo. Yo no necesito hacer ademanes con la mano para producir la luz, pero hace que la acción tenga un aire más espectacular, o tal vez, como tú observaste, un ligero toque de Artificio; pero yo disfruto con ello.

—Dispones de muchas ocasiones para experimentar el placer de estos toques de espectacularidad? —preguntó Bliss.

—No — reconoció Bander, moviendo la cabeza—. Estas cosas no impresionarían a mis robots, ni a mis compañeros solarianos. La oportunidad, desacostumbrada, de conocer a medio-humanos y actuar para ellos es sumamente… divertida.

—La luz de esta habitación era débil cuando entramos —dijo Pelorat—. ¿Está siempre tan baja?

—Sí, un pequeño gasto de energía…, como el de mantener los robots en funcionamiento. Toda mi finca la produce, y aquellas partes en que no se realiza un trabajo activo es desperdiciada.

—¿Y suministras tú la energía constantemente a toda esta vasta hacienda?

—El sol y el núcleo del planeta suministran la energía. Yo sólo hago de conductor. Y no toda la finca es productiva. Conservo la mayor parte de ella en estado salvaje, albergando una gran variedad de animales; en primer lugar, porque protegen mis linderos, y, en segundo, porque encuentro en ellos un valor estético. En realidad, mis campos y mis fábricas son pequeños. Sólo tienen que cubrir mis propias necesidades, aparte de producir algunas especialidades para trocarlas por las de otros. Por ejemplo, yo tengo robots que pueden fabricar e instalar las varas conductoras de calor a quienes las necesiten. Muchos solarianos dependen de mí a este respecto.

—¿Y tu casa? —preguntó Trevize—. ¿Cuáles son sus dimensiones?

Tuvo que ser la pregunta más adecuada, pues Bander resplandeció de orgullo.

—Es muy grande. Creo que una de las más grandes del planeta. Se extiende durante kilómetros en todas direcciones. Tengo tantos robots cuidando de mi casa subterránea como trabajando en los miles de kilómetros cuadrados de la superficie.

—Seguro que lo empleas toda para vivir —dijo Pelorat.

—Es posible que haya cámaras en las que no he entrado nunca, pero, ¿qué importa eso? —dijo Bander—. Los robots mantienen todas las habitaciones limpias, bien aireadas y en orden. Pero venid, salgamos por aquí.

Atravesaron una puerta, distinta de aquella por la que habían entrado y se encontraron en otro pasillo. Ante ellos, había un pequeño vehículo descubierto que se desplazaba sobre carriles.

Bander les indicó que subiesen a él, y lo hicieron de uno en uno.

No había bastante espacio para ellos cuatro y el robot, pero Pelorat y Bliss se apretujaron a fin de que Trevize pudiese subir. Bander se sentó delante, con un aire de cómoda naturalidad y el robot lo hizo a su lado.

El vehículo arrancó sin dar más señales de manipulación de controles que unos suaves movimientos de la mano de Bander.

—En realidad, es un robot en forma de vehículo —dijo Bander, con negligente indiferencia.

Avanzaron a marcha regular, cruzando puertas que se abrían al acercarse ellos y se cerraban a su espalda. Los adornos de cada una de ellas eran exclusivos, diferentes de los de las demás, como si se hubiese ordenado a los robots inventa. combinaciones al azar.

Tanto delante como detrás de ellos, el pasillo permanecía a oscuras.

Sin embargo, dondequiera que se encontrasen, les iluminaba algo parecido a una fría luz solar, también en las habitaciones se hacía la claridad al abrirse las puerta… Y cada vez, Bander movía las manos, lenta y delicadamente.

Aquel viaje parecía no tener fin. De vez en cuando, describían curvas que ponían de manifiesto que la mansión subterránea se extendía en dos dimensiones. «No, en tres», pensó Trevize, al llegar a un punto en que descendieron por un suave declive.

En todas partes había robots, a docenas, a veintenas, a cientos, realizando un lento trabajo cuya naturaleza Trevize no podía adivinar.

Cruzaron la pueda abierta de una gran estancia donde hileras de robots se encontraban inclinados en silencio sobre sendos pupitres.

—¿Qué están haciendo! —preguntó Pelorat.

—Teneduría de libros —repuso Bander—. Estadísticas, cuentas financieras y otras mil cosas que, celebro poder decirlo, no me preocupan en absoluto. Ésta no es una finca improductiva. Casi una cuarta parte de su zona de cultivo está dedicada a huertos. Una décima parte corresponde a campos de cereales, pero los huertos son mi mayor orgullo.

Producimos las mejores frutas del planeta, en el mayor número de variedades. Un «melocotón Bander» es el melocotón de Solaría. Casi nadie se preocupa de plantar melocotoneros. También cultivamos veintisiete variedades de manzanas. Los robots pueden daros plena información de todo esto.

—¿Y qué haces con la fruta? —preguntó Trevize—. No puedes comerla toda tú solo.

—Ni soñarlo. Además, la fruta no me gusta mucho. Hacemos trueques con otras firmas.

—¿A cambio de qué?

—De minerales sobre todo. En mis tierras no tengo minas dignas de mención. Además, cambio la fruta por otras cosas que necesito para mantener un buen equilibrio ecológico. Tengo una gran variedad de plantas y animales en mi hacienda.

—Supongo que los robots cuidan de todo ello —dijo Trevize.

—Lo hacen, y muy bien por cierto.

—Todo para un solariano.

—Todo para la finca y sus niveles ecológicos. Resulta que soy el único solariano que visita las diversas partes de su hacienda…, cuando me viene en gana… Pero esto es parte de mi absoluta libertad.

—Supongo que los otros…, los otros solarianos… —dijo Pelorat—, también mantienen un equilibrio ecológico local y tal vez posean marismas o zonas montañosas o fincas en la orilla del mar.

—Supongo que si —repuso Bander—. Tratamos de estas cosas en las conferencias que los asuntos de nuestro mundo nos exigen a veces.

—¿Con qué frecuencia os reunís? —preguntó Trevize.

Ahora, rodaban por un pasadizo bastante estrecho, muy largo, sin habitaciones en ninguno de los lados. Trevize presumió que podía haber sido construido a través de un sector que no permitía una mayor anchura, y que debía servir de enlace entre dos alas capaces de extenderse mucho más.

—Demasiado a menudo —respondió Bander—. Es raro el mes que no me libro de pasar algún tiempo reunido en conferencia con uno de los comités de que soy miembro. Volviendo a lo que os decía, aunque puede no haber montañas ni marismas en mi finca, mis huertos, mis estanques con peces y mis jardines botánicos son los mejores del mundo.

—Pero, mi querido amigo… —dijo Pelorat—, quiero decir, Bander…, yo suponía que nunca salías de tu finca para visitar las de los demás…

—Claro que no —respondió Bander, con aire ofendido.

—He dicho que lo suponía — le corrigió Pelorat suavemente—. Pero, en este caso, ¿cómo puedes estar seguro de que la tuya es la mejor, si nunca has visitado, ni siquiera visto, las otras?

—Lo sé por la demanda de mis productos en el comercio entre las fincas — aseguró Bander.

—¿Y qué me dices de la manufacturación? —preguntó Trevize.

—Hay propiedades donde fabrican herramientas y maquinaria. Como ya he dicho, en la mía hacemos varas conductoras de calor, pero éstas son bastante sencillas.

—¿Y robots?

—Ellos son fabricados en muchos lugares. A lo largo de toda la Historia, Solaria ha ido a la cabeza de toda la Galaxia en el diseño más sutil e inteligente de los robots.

—Supongo que también hoy —dijo Trevize, cuidando muy bien de conseguir el tono de una afirmación y no el de una pregunta en su observación.

—¿Hoy? —preguntó Bander—. ¿Con quién podríamos competir? Solaria es la única que construye robots en la actualidad. Vuestros mundos no los construyen, si interpreto correctamente lo que oigo por la hiperonda.

—¿Y los otros mundos Espaciales?

—Ya te lo he dicho. Dejaron de existir.

—¿Por completo?

—No creo que exista un Espacial viviente, si no es en Solaria.

—Entonces, ¿no hay nadie que sepa la situación de la Tierra?

—¿Por qué habría alguien que quisiera hacerlo?

—Yo quiero saberlo —terció Pelorat—. Es mi campo de estudio.

—Entonces —dijo Bander—, tendrás que estudiar otra cosa. Yo no sé nada sobre la situación de la Tierra, ni he oído de nadie que la conozca, ni me importa una viruta de robot.

El Vehículo se detuvo y, por un instante, Trevize pensó que el solariano se había ofendido. Pero el frenazo fue suave, y Bander, al apearse, pareció tan divertido como de costumbre al indicar a los otros que se apeasen también.

La iluminación de la habitación en la que entraron era muy tenue, a pesar de que Bander la había aumentado con un ademán. Daba a un corredor lateral, en ambos lados del cual había otras habitaciones más pequeñas. En cada una de ellas aparecía una vasija adornada, a veces flanqueada de unos objetos que podían haber sido proyectores de película.

—¿Qué es esto, Bander? —preguntó Trevize.

—Cámaras funerarias de los antepasados, Trevize —dijo Bander.

Pelorat miró a su alrededor con interés.

—Supongo que tienes las cenizas de tus antepasados enterradas aquí, ¿verdad?

—Sí por «enterradas; quieres decir sepultadas en el suelo, no estás enteramente en lo cierto —dijo Bander—. Podemos estar bajo tierra, Pero esto es mi mansión. Y las cenizas están en ella, como nosotros estamos ahora. En nuestro idioma decimos que las cenizas están «guardadas en casa». — Vaciló un momento y añadió—: «Casa» es una palabra arcaica que quiere decir «mansión».

Trevize lanzó una ligera mirada a su alrededor.

—¿Y son éstos todos sus antepasados? ¿Cuántos?

—Casi cien —respondió, sin disimular el tono orgulloso de su voz—. Noventa y cuatro, para ser exacto. Desde luego, los primeros no son verdaderos solarianos…, en el sentido actual de la palabra, Fueron medias-personas, varones y hembras. A estos medio-antepasados, sus descendientes inmediatos los colocaron en urnas contiguas. Yo no entro en esas habitaciones, desde luego. Es bastante «vergoncifero». Al menos, éste es el vocablo que se emplea en Solaria; pero no conozco su equivalente galáctico. Tal vez no lo tengáis.

—¿Y las películas? —preguntó Bliss—. Yo diría que ésos son proyectores.

—Diarios —dijo Bander—, la historia de sus vidas. Escenas de ellos mismos en sus lugares predilectos de la finca. Quiere decir que no mueren en todos los sentidos. Parte de ellos permanece, y mi libertad me permite acompañarles cuando quiera; puedo ver cualquier trozo de película cuando me plazca.

—Pero no los «vergonciferos».

Bander desvió la mirada.

—No — contestó—, aunque todos tenemos que considerarlos como parte de nuestro linaje. Es una desgracia común.

—¿Común? ¿También tienen los otros solaríamos estas cámaras de la muerte? —preguntó Trevize.

—Oh, sí; todos las tenemos, pero las mías son las mejores, las más adornadas, las mejor conservadas.

—¿Tienes preparada tu cámara mortuoria ya? —dijo Trevize.

—Por supuesto. Está totalmente construida y dispuesta. Fue lo primero que hice al heredar la propiedad. Y cuando sea reducido a cenizas, para emplear un lenguaje poético, mi sucesor construirá la suya como su primer deber.

—¿Tienes un sucesor?

—Lo tendré cuando llegue el momento. Todavía me queda mucho tiempo de vida. Cuando tenga que irme, habrá un sucesor adulto, lo bastante maduro para gozar de la finca y bien preparado para la transducción energética.

—Supongo que será hijo tuyo.

—¡Oh, sí!

—Pero, ¿y si ocurre alguna adversidad? —dijo Trevize—. Supongo que, incluso en Solaria, se producen accidentes y desgracias. ¿Qué pasa sí un solaríano es reducido prematuramente a cenizas y no tiene un sucesor que ocupe su lugar, o que no esté lo bastante maduro para disfrutar de la propiedad?

—Eso no suele ocurrir. Entre mis antepasados, sólo sucedió una vez, pero si se da el caso, uno tiene que recordar que hay otros sucesores esperando para ser dueños de otras fincas. Algunos de ellos son lo bastante mayores para heredar y tienen padres, jóvenes todavía, que pueden producir un segundo descendiente y vivir hasta que éste sea lo bastante maduro para la sucesión. A uno de estos sucesores viejos-jóvenes, como son llamados, lo designarían como heredero de la hacienda.

—¿Quién hace la designación?.

—Tenemos una junta de gobierno entre cuyas pocas funciones está la de designar el sucesor en caso de fallecimiento prematuro. Desde luego, todo se hace por holovisión.

—Pero, si los solarianos nunca se ven los unos a los otros —dijo Pelorat—, ¿cómo pueden saber que un solariano ha sido reducido a cenizas inesperadamente…, o aunque se esperase?

—Cuando uno de nosotros es reducido a cenizas —dijo Bander—, toda energía cesa en su finca. Si ningún sucesor se hace cargo de ésta enseguida, la situación anormal es advertida de inmediato y se toman las medidas pertinentes. Os aseguro que nuestro sistema social funciona a la perfección.

—¿Podríamos ver alguna de las películas que tienes aquí? —preguntó Trevize.

Bander frunció el ceño.

—Sólo tu ignorancia te disculpa —dijo—. Lo que has preguntado es crudo, obsceno.

—Te pido perdón por ello. No quisiera mostrarme impertinente, peroya te hemos dicho que estamos muy interesados en obtener información sobre la Tierra. Y he pensado que las películas más antiguas que tienes deben remontarse a un tiempo en que ese planeta no era radiactivo todavía. Por consiguiente, podría ser mencionado. O quizás hubiese detalles sobre él. No queremos violar tu intimidad pero, ¿no sería posible que tú mismo examinases esas películas, o las hicieses examinar por un robot, y después nos dieses la información que pudiese interesarnos? Desde luego, si aprecias nuestros motivos y comprendes que haremos a nuestra vez todo lo que esté en nuestra mano para respetar tus sentimientos, quizá permitas que nosotros mismos veamos las películas.

—Supongo que no puedes darte cuenta de que cada vez eres más ofensivo —repuso Bander con frialdad—. Sin embargo, es inútil que insistas en ese tema: ninguna película acompaña a mis antepasados medio-humanos.

—¿Ninguna? —preguntó Trevize, con sincero desaliento.

—Hubo un tiempo en que existieron. Pero incluso vosotros podéis imaginar lo que contenían. Dos medio-humanos mostrando recíproco interés, o incluso… — Bander carraspeó y terminó la frase haciendo un esfuerzo, interactuando. Naturalmente, todas las películas de los medio-humanos fueron destruidas hace muchas generaciones.

—¿Y qué me dices de las películas de otros solarianos?

—Todas fueron destruidas.

—¿Estás seguro?

—Habría sido una locura no hacerlo.

—Podría ocurrir que algunos solarianos estuviesen locos o fuesen sentimentales y olvidadizos. Esperamos que no te opongas a que investiguemos en las haciendas vecinas.

Bander miró a Trevize, sorprendido.

—¿Presumes que otros serán tolerantes con vosotros como lo he sido yo?

—¿Por qué no, Bander?

—Vosotros mismos lo veréis.

—Es un riesgo que no tenemos más remedio que correr.

—No, Trevize. No debéis hacerlo. Escuchadme.

Había robots en segundo término, y Bander tenía el entrecejo fruncido.

—¿ De qué se trata? —preguntó Trevize, súbitamente inquieto.

—Me ha gustado mucho hablar con todos vosotros y observaros en toda vuestra…, digamos, rareza. Ha sido una experiencia única que me ha encantado, pero que no puedo registrar en mi Diario ni grabar en una película.

—¿Por qué?

—Hablaros, escucharos, traeros a mi mansión, mostraros las cámaras de la muerte ancestrales, han sido otros tantos actos «vergoncíferos».

—Nosotros no somos solarianos. Te importarnos menos que esos robots, ¿no es cierto?

—Esa es la excusa que trato de darme a mí mismo. Pero puede que los otros no la aceptasen como tal.

—¿Y qué te importa? Tienes absoluta libertad para hacer lo que te plazca, ¿no?

—Incluso siendo como somos, la libertad no es realmente absoluta. Si yo fuese el único solariano en el mundo, podría hacer incluso cosas vergonzosas con absoluta libertad. Pero hay otros solarianos en el planeta y, debido a ello, la libertad ideal no se ha alcanzado del todo, aunque nos hemos acercado bastante. Hay mil doscientos solarianos en el planeta que me despreciarían si supiesen lo que he hecho.

—No tienen por qué saberlo.

—Eso es cierto. He estado pensándolo desde que llegasteis. Me he dado cuenta de algo durante todo el tiempo que me divertía con vosotros: los otros no deben saberlo.

—Si esto significa que temes complicaciones como resultado de nuestras visitas a otras haciendas en busca de información sobre la Tierra —dijo Pelorat—, naturalmente, no diremos que te hemos visitado a ti primero. La cosa está clara.

Bander sacudió la cabeza.

—Ya me he arriesgado bastante. Y, como es lógico, no hablaré de ello. Mis robots tampoco lo harán, e incluso se les ordenará olvidarlo. Vuestra nave será traída bajo tierra y explorada para sacar de ella toda la información posible…

—Espera —dijo Trevize—, ¿cuánto tiempo crees que podemos esperar aquí mientras inspeccionas nuestra nave? Eso no es posible.

—Claro que sí, porque nada podréis hacer para evitarlo. Lo siento. Me gustaría seguir hablando con vosotros y discutir sobre otras muchas cosas, pero ya veis que la situación se hace cada vez más peligrosa.

—No, no es así —dijo Trevize enfáticamente.

—Sí, pequeño medio-humano. Lamento que haya llegado el momento en que tengo que cumplir lo que mis antepasados habrían hecho enseguida. Debo mataros a los tres.

XII. A la superficie

Trevize volvió la cabeza al punto para mirar a Bliss. Su semblante permanecía inexpresivo pero tenso, y miraba a Bander con tal intensidad que hacía que pareciese estar ajena a todo lo demás.

Pelorat tenía los ojos muy abiertos, con expresión de incredulidad. Trevize, no sabiendo lo que Bliss querría (o podría) hacer, se esforzó en dominar su abrumadora impresión de fracaso (no tanto por la idea de la muerte, como por la de morir sin saber dónde estaba la Tierra, sin saber por qué había elegido Gaia como futuro de la Humanidad). Tenía que ganar tiempo.

Esforzándose en conservar firme la voz y pronunciar las palabras con claridad, dijo:

—Has demostrado ser un solariano amable y cortés, Bander, sin enojarte por nuestra intrusión en vuestro mundo. Has tenido la amabilidad de mostrarnos tu finca y tu mansión mientras contestabas nuestras preguntas. Sería más propio de tu carácter que ahora nos dejases marchar. Nadie sabría que hemos estado en este planeta y nosotros no tendríamos motivos para volver. Llegamos con las mejores intenciones, buscando información solamente.

—Lo creo —repuso Bander—, y hasta ahora he respetado vuestras vidas, que estuvieron condenadas desde el instante mismo en que entrasteis en nuestra atmósfera. Lo que yo podía y debía hacer, al establecer contacto con vosotros, era mataros en el acto. Entonces, habría ordenado al robot adecuado que disecase vuestros cuerpos en busca de la información que pudieran darme los forasteros.

»No lo hice. Satisfice mi curiosidad y cedí a mi propio carácter tolerante, pero eso se acabó. No puedo continuar haciéndolo. En realidad, ya he comprometido la seguridad de Solaria, pues si, por debilidad, me dejase convencer y permitiese que abandonaseis este planeta, otros de vuestra clase vendrían más adelante, aunque me prometieseis que no sería así.

»Sin embargo, puedo aseguraros una cosa al menos: vuestra muerte será indolora. Sólo calentaré vuestros cerebros suavemente y los desactivaré. No experimentaréis dolor. Sencillamente, dejaréis de vivir. Por último, terminados la disección y el estudio, os convertiré en cenizas con un fuerte chorro de calor y todo habrá acabado.

—Si debemos morir así —dijo Trevize—, nada puedo oponer a una muerte rápida e indolora; pero, ¿por qué tenemos que morir, si no hemos cometido ningún delito?

—Vuestra llegada lo fue.

—No lógicamente, puesto que no podíamos saber que nuestra acción era delictiva.

—La sociedad define lo que constituye delito. Para vosotros, esto puede parecer irracional y arbitrario, pero no lo es para nosotros, y éste es nuestro mundo, en el que tenemos pleno derecho a decir que lo que habéis hecho está mal y merece la muerte.

Bander sonrió, como si aquello fuese una agradable conversación, y prosiguió:

—Y vosotros no tenéis derecho a quejaros, en nombre de vuestra superior virtud. Tú mismo llevas un blaster que emplea un rayo de microondas para producir un intenso calor letal. Hace lo mismo que yo pretendo hacer, pero estoy seguro que de un modo mucho más brutal y doloroso. Tú no vacilarías en emplearlo contra mí en este instante si yo no hubiese descargado su energía y si fuese lo bastante estúpido para permitirte libertad de movimientos, serías capaz de sacar el arma de su funda.

Trevize dijo desesperadamente, temeroso de mirar de nuevo a Bliss y de que la atención de Bander se volviese a ella:

—Te pido, como un acto de misericordia, que no hagas esto.

—Ante todo —dijo Bander, súbitamente hosco—, debo ser misericordioso conmigo y con mi mundo, y, por consiguiente, tenéis que morir.

Levantó la mano y la oscuridad descendió al instante sobre Trevize.

Por un momento, Trevize sintió que la oscuridad le ahogaba, y pensó furiosamente: ¿Es esto la muerte?

Y como si sus pensamientos hubiesen provocado un eco, oyó un murmullo que decía:

—¿Es esto la muerte?

Era la voz de Pelorat. Trevize trató de murmurar y vio que podía hacerlo.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, sintiendo un enorme alivio—. El mero hecho de que puedas hacerlo demuestra que no estás muerto.

—Hay antiguas leyendas según las cuales hay vida después de la muerte.

—Tonterías — murmuró Trevize—. ¿Bliss? ¿Estás aquí, Bliss?

No hubo respuesta.

—Bliss. Bliss — repitió de nuevo Pelorat—. ¿Qué ha sucedido, Golan?

—Bander debe de estar muerto —dijo Trevize—. Por eso no ha podido seguir suministrando energía y las luces se han apagado.

—Pero, ¿cómo…? ¿Quieres decir que lo ha hecho Bliss?

—Supongo que sí, Espero que no le haya ocurrido nada malo durante su acción.

Se arrastró a gatas en la oscuridad total del subterráneo, a excepción del destello ocasional y casi invisible de un átomo radiactivo desintegrándose al chocar contra la pared.

Entonces, su mano tocó algo cálido y suave. Siguió palpando y, al reconocer una pierna, la agarró. Desde luego, era demasiado pequeña para pertenecer a Bander.

—¿Bliss?

La pierna dio una sacudida, obligando a Trevize a soltarla.

—¿Bliss? ¡Di algo!

—Estoy viva —repuso la voz de Bliss, curiosamente alterada.

—Pero, ¿estás bien? —dijo Trevize.

—No.

Y entonces volvió a hacerse la luz, aunque muy tenue. Las paredes brillaron débilmente, aumentando y disminuyendo, a desordenados intervalos, la intensidad de la luz.

Bander yacía acurrucado en un bulto oscuro. Bliss estaba a su lado, sosteniéndole la cabeza.

La joven miró a Trevize y a Pelorat.

—El solariano ha muerto —dijo, y la débil luz permitió ver un brillo de lágrimas en sus mejillas.

Trevize se quedó estupefacto.

—¿Por qué estás llorando?

—¿Cómo no voy a hacerlo después de haber matado a un ser vivo e inteligente? Ésa no era mi intención.

Trevize se inclinó para ayudarla a ponerse en pie, pero ella lo apartó de un empellón.

Pelorat se arrodilló a su vez.

—Por favor, Bliss —dijo con suavidad—, ni siquiera tú puedes devolverle la vida. Dinos lo que ha ocurrido.

Ella dejó que Pelorat la pusiese en pie, y dijo lentamente:

—Gaia puede hacer lo que Bander podía hacer. Gaia puede utilizar la energía desigualmente distribuida del universo y transferirla a una acción determinada sólo por la fuerza mental…

—Eso ya lo sabia — la interrumpió Trevize, pretendiendo mostrarse apaciguador pero sin saber muy bien cómo hacerlo—. Recuerdo muy bien nuestro encuentro en él espacio, cuando tú, o mejor dicho, Gaia, retuvo cautiva nuestra nave espacial. Pensé en ello mientras Bander me mantenía sujeto después de apoderarse de mis armas. También te sujetó a ti, pero yo confiaba en que podías liberarte si querías.

—No. Si lo hubiese intentado, habría fracasado. Cuando tu nave fue apresada por «mí-nosotros-Gaia» —dijo con tristeza—, Gaia y yo éramos realmente una. Ahora hay una separación hiperespacial que limita «mi-nuestra-de Gaia» eficacia. Además, lo que Gaia hace es por el mero poder de la masa de cerebros. Pero, aun así, todos aquellos cerebros juntos carecen de los lóbulos transductores que poseía este solariano individual. Nosotros no podemos emplear la energía tan delicada, eficiente e incansablemente como él hacía. Como puedes ver, me resulta imposible hacer que esas luces brillen más, y no sé cuánto tiempo podré conseguir que sigan brillando antes de cansarme. Él era capaz de suministrar energía a toda su vasta finca, incluso cuando estaba durmiendo.

—Pero tú la interrumpiste —dijo Trevize.

—Porque él no sospechaba mis poderes —dijo Bliss — y porque no hice nada que pudiese revelárselos. Por consiguiente, no sospechó de mí y no me prestó atención. La centró enteramente en ti, Trevize, tú eras quien tenía las armas (también hiciste bien esta vez en ir armado), y yo tenía que esperar la ocasión de frenar a Bander con un rápido e inesperado golpe. Cuando Bander estaba a punto de matarnos, cuando toda su mente la tenía concentrada en su propósito y en ti, pude descargar mi golpe.

—Y con magníficos resultados.

—¿Cómo puedes decir una cosa tan cruel, Trevize? Yo sólo tenía la intención de frenarlo. Deseaba impedir que usase su transductor. En un momento de sorpresa, cuando tratase de fulminarnos y viese que no podía hacerlo, sino que la iluminación menguaba hasta convertirse en oscuridad total, yo apretaría mi presa y lo sumiría en un sueño normal y soltaría el transductor. Entonces, la energía permanecería podríamos salir de esta mansión, ir a nuestra nave y abandonar el planeta. También esperaba arreglar las cosas de manera que, cuando Bander despertase al fin, hubiese olvidado todo lo ocurrido desde el instante en que nos había visto. Gaia no quiere matar para realizar lo que pudiera hacerse sin causar la muerte a nadie.

—¿Qué fue lo que falló, Bliss? —preguntó Pelorat con cariño.

—Nunca me había encontrado con algo parecido a esos lóbulos transductores y no tenía tiempo le estudiarlo. Me limité a realizar la maniobra de bloqueo, y por lo visto la cosa no funcionó como debía. No bloquee la entrada de energía en sus lóbulos, sino la salida. La energía pasa siempre a raudales en sus lóbulos, pero, por lo general, el cerebro se protege expulsando esa energía con la misma rapidez. En cambio, cuando yo hube bloqueado la salida, la energía se acumuló enseguida dentro de los lóbulos y, en una pequeña fracción de segundo, la temperatura se elevo hasta el punto en que las proteínas del cerebro se desactivaron fatalmente y murió. Las luces se apagaron y yo anule mi bloque inmediatamente, pero, desde luego, ya era demasiado tarde.

—No veo que hubieses podido hacer nada diferente de lo que hiciste, querida —dijo Pelorat.

—Eso no me sirve de consuelo, considerando que he matado.

—Bander estaba a punto de matarnos a nosotros —dijo Trevize.

—Ese era un motivo para impedírselo, no para matarlo.

Trevize vacilo. No quería mostrar la impaciencia que sentía, pues, no deseaba ofender ni trastornar mas a Bliss, la cual, a final de cuentas, era la única defensa de que disponía contra un mundo terriblemente hostil.

—Bliss —dijo — es hora de que pensemos en cosas distintas de la Bander, como ha muerto, toda la energía de la finca se habrá Extinguido. Esto será advertido, más pronto o más tarde, probablemente pronto por otros solarianos, los cuales se verán obligados a investigar. No creo que tu fuesen capaz de rechazar el ataque combinado de varios de ellos. Y, como tu misma has confesado, no podrías emplear la limitada energía de que dispones ahora por mucho tiempo. Por consiguiente, es necesario que volvamos a la superficie, y a nuestra nave lo antes posible.

—Pero Golan —dijo Pelorat—, ¿cómo lo haremos? Hemos recorrido muchos kilómetros por un camino ondulado. Me imagino que debe ser un laberinto, y, por lo que a mi atañe, no tengo la menor idea de por donde debemos ir para alcanzar la superficie. Mi sentido de la orientación ha sido malo siempre.

Trevize miró a su alrededor y, vio que Pelorat tenía razón.

—Supongo —dijo — que hay muchas salidas a la superficie y no hace falta que encontremos la misma por la que entramos.

—Pero no sabemos dónde se encuentra ninguna de ellas. ¿Cómo vamos a encontrarlas?

Trevize se volvió hacia Bliss de nuevo.

—¿Puedes detectar mentalmente algo que nos ayude a salir?

—Todos los robots de esta finca están inactivos —dijo Bliss—. Detecto un débil murmullo de vida subinteligente por encima de nosotros, pero lo único que esto me dice es que la superficie se encuentra allá arriba, algo que ya sabemos.

—Entonces —dijo Trevize—, sólo nos queda buscar alguna abertura.

—¡Un juego del escondite! —exclamó, horrorizado, Pelorat—. Jamás lo conseguiremos.

—Tal vez sí, Janov — le tranquilizó Trevize—. Si buscamos, tendremos una posibilidad, por pequeña que sea. La única alternativa que nos queda es permanecer aquí, y si lo hacemos, nunca lograremos nuestro objetivo. Vamos, una mínima posibilidad es mejor que ninguna.

—Esperad —dijo Bliss—. Percibo algo.

—¿Qué? —dijo Trevize.

—Una mente.

—¿Una inteligencia?

—Sí, pero limitada, según creo. Sin embargo, lo que percibo con más claridad es otra cosa.

—¿Qué? —preguntó Trevize, luchando con su impaciencia una vez más.

—¡Miedo! ¡Un miedo terrible! —dijo Bliss, en voz baja.

Trevize miró a su alrededor con tristeza. Sabía por dónde habían entrado, pero no se hacía ilusiones sobre su capacidad de regresar por el mismo camino. A fin de cuentas, había prestado poca atención a sus vueltas y revueltas. ¿Quién hubiese pensado que se verían obligados a volver solos, sin ninguna ayuda, y con sólo una débil y vacilante luz para guiarles?

—¿Podrás activar el vehículo, Bliss? —preguntó.

—Estoy segura de que sí, Trevize —respondió Bliss—, lo cual no significa que sepa conducirlo.

—Creo que Bander lo hacía mentalmente —dijo Pelorat—. No vi que tocase nada cuando estaba en marcha.

—Así era, Pel—asintió Bliss—, pero, ¿cómo? Podrías decir que lo hizo usando los controles. Cierto, pero, si yo no conozco los detalles del manejo de los controles, eso no nos sirve de gran cosa, ¿verdad?

—Podrías intentarlo —dijo Trevize.

—Lo haré. Tendré que concentrar toda mi mente en ello aunque, si lo hago, dudo de que pueda mantener las luces encendidas. El vehículo nos servirá de poco en la oscuridad, a pesar de que consiga conducirlo.

—Entonces, supongo que tendremos que ir a pie.

—Temo que sí.

Trevize atisbó la espesa y amenazadora oscuridad que se extendía más allá del lugar débilmente iluminado en que se hallaban.

—Bliss, ¿sientes todavía esa mente asustada? —preguntó.

—Sí.

—¿Sabes dónde se halla? ¿Puedes guiarnos hasta ella?

—El sentido mental forma una línea recta. No es refractado por la materia ordinaria; por consiguiente, puedo decir que viene de aquella dirección —dijo, señalando un punto en la pared oscura—. Pero no podemos atravesar la pared para llegar hasta ella. Lo que haremos será seguir los pasillos y tratar de orientamos en la dirección en que la sensación se haga más fuerte. En una palabra, tendremos que jugar a frío y caliente.

—Entonces, empecemos enseguida.

Pelorat se echó atrás.

—Espera, Golan. ¿Seguro que deseamos encontrar esa cosa, sea lo que fuere? Si está asustada, puede que nosotros tengamos motivos para asustarnos también.

Trevize sacudió la cabeza con impaciencia.

—No hay otra alternativa, Janov. Es una mente, asustada o no, y puede que esté dispuesta, o que la obliguemos a estarlo, a guiarnos a la superficie.

—¿Y dejaremos a Bander tirado aquí? —preguntó Pelorat, con inquietud.

Trevize le agarró de un codo.

—Vamos, Janov. Tampoco en esto podemos elegir. Seguro que algún solariano reactivará el lugar y que un robot encontrará a Bander. Espero que eso no ocurra antes de que estemos a salvo lejos de aquí.

Dejó que Bliss marchase en cabeza. La luz era siempre más fuerte cerca de ella, y Bliss se detenía ante cada puerta y en cada encrucijada, tratando de captar la dirección de la que procedía aquel miedo. A veces, cruzaba una puerta o doblaba un recodo, y volvía atrás para seguir otro pasillo, mientras Trevize la observaba desesperadamente.

Cada vez que Bliss tomaba una decisión y avanzaba con resolución en una dirección determinada, se encendía la luz delante de ella. Trevize advirtió que ésta era un poco más brillante ahora, fuese porque sus ojos se iban adaptando a la oscuridad o porque Bliss aprendía a manejar la transducción con más eficacia. En una ocasión, al pasar cerca de una de las varas metálicas insertas en el suelo, Bliss apoyó una mano en ella y la luz aumentó de forma considerable, y ella asintió con la cabeza, como satisfecha de sí misma.

Nada les resultaba conocido; parecía seguro que andaban por lugares de la mansión subterránea por los que no habían pasado al entrar.

Trevize observaba sin descanso los pasillos que ascendían bruscamente y estudiaba los techos por si, en ellos, había señal de alguna trampilla. Pero no encontraba nada de eso, y aquella mente asustada seguía siendo su única oportunidad de salir de aquel lugar.

Siguieron avanzando en silencio, turbado, únicamente, por sus propios pasos; en medio de una oscuridad que sólo interrumpía aquella luz débil a su alrededor; a través de un mundo muerto, salvo por sus propias vidas. De vez en cuando, distinguían el bulto oscuro de un robot, sentado o de pie, en la penumbra, inmóvil por completo. En una ocasión, vieron a uno de ellos tumbado de costado, con las piernas y los brazos en extraña posición, como petrificado. Trevize pensó que la interrupción de la energía le habría pillado desequilibrado, y se había caído. Bander, vivo o muerto, no podía contrarrestar la fuerza de la gravedad.

Tal vez en toda su vasta hacienda, había robots en pie o yaciendo inactivos, y esa situación sería advertida rápidamente en los linderos.

O tal vez no, pensó de pronto. Los solarianos debían saber cuándo uno de ellos se estaba muriendo de viejo o de decadencia física. Y todo el mundo estaría alerta para cuando el óbito se produjese. Pero Bander había muerto de repente, en la flor de su existencia, sin que nadie hubiese podido preverlo. ¿Quién iba a saberlo? ¿Quién esperaría algo así? ¿Quién estaría observando, por si la desactivación se producía?

Pero no (y Trevize rechazó su optimismo como un señuelo peligroso que podía conducirles a un exceso de confianza), los solarianos observarían el cese de toda actividad en la finca de Bander y actuarían de inmediato. Todos tenían demasiado interés en las herencias para olvidarse de la muerte.

—La ventilación ha dejado de funcionar — murmuró Pelorat desalentado—. Un lugar como éste, bajo tierra, tiene que estar ventilado, y Bander suministraba la energía. Ahora no hay ventilación.

—No importa, Janov —dijo Trevize—. Tenemos suficiente aire en este lugar subterráneo vacío para que podamos respirar durante años.

—Es igual. Su efecto psicológico es muy malo.

—Por favor, Janov, domina tu claustrofobia. ¿Nos hemos acercado, Bliss?

—Mucho, Trevize —respondió ella—. La sensación ha aumentado y ahora percibo su dirección con más claridad.

Andaba segura, vacilando menos cuando tenía que elegir un camino.

—¡Allí! ¡Allí! —exclamó—. Puedo percibirlo intensamente.

—Ahora, incluso yo puedo oírlo —dijo Trevize secamente.

Los tres se pararon y contuvieron el aliento. Percibieron un débil gimoteo, entrecortado de sollozos.

Entraron en una amplia habitación y, al encenderse las luces, vieron que, a diferencia de las que había visto hasta entonces, estaba rica y alegremente amueblada.

En el centro de la estancia se hallaba un robot, algo inclinado, con los brazos extendidos en una actitud casi afectuosa, y desde luego, completamente inmóvil.

Unas ropas se agitaron detrás del robot. Un ojo redondo y asustado asomó junto a un lado de aquél, y siguieron oyéndose aquellos sollozos de desconsuelo.

Trevize pasó al lado del robot y, entonces, una pequeña criatura salió corriendo y chillando. Tropezó, cayó al suelo y se quedó tumbada allí, tapándose los ojos, pataleando en todas direcciones, como defendiéndose sin saber de dónde vendría la amenaza, y chillando sin parar…

—¡Es un niño! —exclamó Bliss innecesariamente.

Trevize dio un paso atrás, asombrado. ¿Qué hacia un niño allí? Bander se había jactado de su absoluta soledad, insistiendo en ello incluso.

Pelorat, menos apto para seguir un razonamiento sólido ante un suceso oscuro, encontró al punto la solución.

—Supongo que estamos ante el sucesor —dijo.

—El retoño de Bander — convino Bliss—, pero creo que es demasiado pequeño para sucederlo. Los solarianos tendrán que buscarlo en otra parte.

Estaba contemplando al niño, no con la mirada fija, sino de una manera suave e hipnotizadora, y, poco a poco, el ruido que aquél estaba haciendo menguó. Después, el pequeño abrió los ojos y miró a Bliss a su vez. El llanto se redujo a algún gemido ocasional.

También Bliss emitió algunos sonidos, apaciguadores, palabras inconexas que no significaban gran cosa, pero que tenían por objeto aumentar el efecto calmante de sus pensamientos. Era como si tratase de escudriñar la mente desconocida del niño y de tranquilizar sus excitadas emociones.

Muy despacio, sin apartar nunca la mirada de Bliss, el chiquillo se puso en pie, se tambaleó un momento y corrió hacia el silencioso e inmóvil robot, abrazándose a la gruesa pierna robótica, como buscando ávidamente la seguridad de su contacto.

—Supongo —dijo Trevize — que este robot es su ama…, o su niñera. Creo que un solariano no puede cuidar de otro solariano, ni tratándose de padre e hijo.

—Y yo supongo que el niño es hermafrodita —dijo Pelorat.

—Tendría que serlo — convino Trevize.

Bliss, todavía preocupada por aquella criatura, se acercó a ella lentamente, levantando un poco las manos pero con las palmas vueltas tracia dentro, como para demostrarle que no tenía intención de sujetarle. Ahora, el chiquillo se había callado, viéndole acercarse y agarrándose al robot con más fuerza.

—Aquí, pequeño… —dijo Bliss—, calor, pequeño…, blando, caliente, cómodo, seguro, pequeño…, seguro, seguro. — Se interrumpió y, sin volver la cabeza, dijo en voz baja—: Háblale en su lenguaje, Pel. Dile que somos robots que hemos venido para cuidar de él, ya que ha fallado la energía.

—¡Robots! —exclamó, escandalizado, Pelorat.

—Debemos presentarnos a él como robots. No les tiene miedo. Y nunca ha visto un ser humano; tal vez no puede siquiera imaginárselos.

—No sé si podré dar con la expresión adecuada —dijo Pelorat—. No conozco ninguna palabra arcaica que designe un robot.

—Di «robot», Pel. Si no lo entiende, di «cosa de hierro». Di lo que te parezca mejor.

Poco a poco, deletreando las palabras, Pelorat habló en lengua arcaica. El chiquillo le miró, frunciendo intensamente el ceño, como tratando de comprender.

—Sería mejor que le preguntases cómo salir de aquí, ya que estás en ello — le aconsejó Trevize.

—No —dijo Bliss—. Todavía no. Primero, la confianza. Después, la información.

La criatura, mirando ahora a Pelorat, soltó despacio al robot y habló, con voz aguda y musical.

—Habla demasiado aprisa para mí —dijo ansiosamente Pelorat.

—Pídele que lo repita más despacio. Yo hago todo lo posible por calmarlo y quitarle el miedo.

Pelorat escuchó al niño de nuevo.

—Creo que pregunta por qué se ha parado Jemby. Jemby debe de ser el robot.

—Asegúrate de ello, Pel.

Pelorat habló, escuchó y dijo:

—Sí, Jemby es el robot. El niño se llama Fallom.

—¡Bravo! —exclamó Bliss. Después, miró al pequeño y, con una sonrisa feliz y luminosa, lo señaló con un dedo—. Fallom. Fallom bueno.

Fallom valiente. — Luego se puso una mano sobre el pecho y añadió—: Bliss.

El chiquillo sonrió. Parecía muy atractivo al sonreír.

—Bliss — murmuró, pronunciando mal la «ese».

—Bliss —dijo Trevize—, si puedes activar el robot Jemby, quizás éste nos indicase lo que queremos saber. Pelorat podría hablarle tan fácilmente como al niño.

—No — replicó Bliss—. Eso constituiría un error. El primer deber del robot es proteger al niño. Si lo activamos, y se da cuenta de nuestra presencia, de la presencia de seres humanos extraños, puede atacarnos al instante. Si entonces me veo obligada a desactivarlo, no podrá darnos información, y el chiquillo, al hallarse con una segunda desactivación del único padre que conoce… Bueno, no quiero hacerlo.

—Pero nos dijeron que los robots no pueden dañar a los seres humanos — intervino Pelorat con voz suave.

—Es verdad — admitió Bliss—, pero no nos dijeron qué clase de robots han inventado los solarianos. Y aunque éste hubiese sido instruido para no hacer daño, tendría que elegir entre el pequeño, que es casi como un hijo para él, y tres intrusos a los que tal vez no reconocería siquiera como seres humanos. Como es natural, elegiría al niño y nos atacaría. — Se volvió de nuevo al chiquillo—. Fallom —dijo Bliss., señalando luego a los otros—. Pel, Trev.

—Pel. Trev —dijo, obediente, el niño.

Ella se le acercó más y alargó despacio las manos. Él la observó y dio un paso atrás.

—Calma, Fallom — susurró Bliss—. Fallom bueno. Toca, Fallom. Sé bueno, Fallom.

Éste dio un paso en su dirección y Bliss suspiró.

—Fallom bueno..

Tocó el brazo desnudo de Fallom, que, lo mismo que su padre, sólo llevaba una bata larga, abierta por delante y con un taparrabo — debajo.

El contacto fue muy suave. Después, ella retiró el brazo, esperó e hizo un nuevo contacto, acariciando suavemente al pequeño.

Él entornó los párpados bajo el fuerte efecto calmante de la mente de Bliss.

Ésta movió las manos hacia arriba muy despacio, con suavidad, sin tocar apenas los hombros, el cuello y las orejas del niño, y después las deslizó debajo de los cabellos castaños hasta un punto situado exactamente encima y detrás de las orejas.

Por fin las apartó y dijo:

—Los lóbulos transductores son pequeños todavía. El hueso craneano no se ha desarrollado aún. Allí no hay más que una gruesa capa de piel, que con el tiempo crecerá hacia fuera y será cercada con hueso cuando los lóbulos se hayan desarrollado. Esto quiere decir que, de momento, no puede controlar la finca, ni siquiera activar su propio robot personal.

Pregúntale cuántos años tiene, Pel.

—Tiene catorce años, si no he entendido mal —dijo Pelorat después de una breve conversación.

—Más bien parece que tenga once — opinó Trevize.

—La duración de los años en este mundo puede no corresponder exactamente a la de los años galácticos — les recordó Bliss—. Además, se supone que los Espaciales tienen la vida muy larga y, si los solarianos se parecen a los otros Espaciales en esto, pueden tener también períodos de desarrollo más dilatados. No debemos guiarnos por los años.

Trevíze chascó la lengua con impaciencia.

—Basta de antropología —dijo—. Tenemos que salir a la superficie y, como estamos tratando con un niño, es posible que perdamos el tiempo inútilmente. Tal vez no sepa el camino. Quizá no ha estado nunca arriba.

—¡Pel! —dijo Bliss.

Pelorat comprendió lo que ella le pedía y entabló ahora una larga conversación con Fallom.

—El niño sabe lo que es el sol — explicó después—. Dice que lo ha visto. Yo creo que ha visto árboles. He fingido no estar seguro de lo que aquel nombre quería decir, o al menos de lo que la palabra que empleé significaba.

—Sí, Janov — le interrumpió Trevize—, pero vayamos al grano.

—He dicho a Fallom que, si podía llevarnos a la superficie, nosotros quizás activásemos su robot. En realidad, le he prometido que lo activaríamos. ¿Creéis que podríamos hacerlo?

—Más tarde nos ocuparemos de ello —dijo Trevize—. ¿Ha dicho que nos guiaría?

—Sí. Pensé que lo haría de más buena gana si yo le prometía eso.

Aunque supongo que corremos el riesgo de defraudarle…

—Vamos — ordenó Trevize—, pongámonos en marcha. Todo esto será una discusión académica si nos pillan bajo tierra.

Pelorat dijo algo al niño, el cual echó a andar, se detuvo y se volvió a mirar a Bliss.

Ésta alargó un brazo, y los dos caminaron asidos de la mano.

—Soy el nuevo robot —dijo ella, sonriendo ligeramente.

—Y parece que le gustas —repuso Trevize.

Fallom siguió andando y Trevize se preguntó si estaría contento solamente porque Bliss había conseguido causarle esa impresión, o si, además, se debía a la excitación de visitar la superficie, tener tres nuevos robots y la idea de que recuperaría a Jemby, su padre adoptivo. Aunque aquello importaba poco, con tal de que el niño les guiase.

Éste parecía avanzar sin la menor vacilación. Ni siquiera se detenía cuando tenía que elegir entre dos caminos. ¿Sabía realmente adónde iba o sólo era cuestión de indiferencia infantil? ¿Jugaba simplemente a un juego, sin saber el resultado con claridad?

Pero Trevize se daba cuenta, por la ligera dificultad de su marcha, de que estaban caminando cuesta arriba, y el niño, que seguía avanzando con aires de importancia, señalaba hacia delante y no paraba de charlar.

Trevize miró a Pelorat, el cual carraspeó y tradujo.

—Creo que está hablando de una «puerta».

—Ojalá sea verdad —dijo Trevize.

El niño se desprendió de Bliss y corrió. Señaló una parte del suelo que parecía más oscura que lo que la rodeaba. El pequeño se puso sobre ella, saltó varias veces y, después, se volvió con clara expresión de desaliento y habló con estridente locuacidad.

—Tendré que suministrar la energía —dijo Bliss, con una mueca—. Esto me está agotando.

Su cara enrojeció un poco y las luces palidecieron, pero se abrió una puerta exactamente delante de Fallom, el cual se echó a reír, regocijado.

El niño salió corriendo por el hueco y los dos hombres le siguieron.

Bliss fue la última en hacerlo y miró atrás al apagarse las luces del interior y cerrarse la puerta. Entonces, se detuvo para recobrar aliento, pareciendo bastante fatigada.

—Bueno —dijo Pelorat—, ya hemos salido. ¿Dónde está la nave?

Se detuvieron todos bajo la luz del crepúsculo.

—Me parece que debe encontrarse en aquella dirección — murmuró Trevize.

—También a mí me da esa sensación —dijo Bliss—. Vayamos allá.

—Y tendió la mano a Fallom.

No se oía ningún ruido, salvo el producido por el viento y por los movimientos y llamadas de algunos animales. Pasaron por delante de un robot que permanecía inmóvil, en pie, cerca del tronco de un árbol, sosteniendo algún objeto de uso incierto.

Pelorat dio un paso en su dirección, llevado por su curiosidad, pero Trevize lo atajó.

—Eso no nos importa, Janov. Sigue andando.

Después, vieron otro robot que había caído al suelo.

—Supongo que esto está lleno de robots en muchos kilómetros a la redonda —dijo Trevize. Y después, con voz triunfal—: ¡Allí está la nave!

Aceleraron el paso, pero se detuvieron de pronto. Fallom alzó la voz y chilló muy excitado.

En el suelo, cerca de la nave, estaba lo que parecía ser un buque aéreo de modelo primitivo, con un rotor que parecía requerir mucha energía y ser frágil además. Cerca del mismo, y entre el grupito de forasteros y su nave hallábanse plantadas cuatro figuras humanas.

—Demasiado tarde —dijo Trevize—. Hemos perdido mucho tiempo. ¿Qué hacemos ahora?.

—¿Cuatro solarianos? —preguntó Pelorat con incertidumbre—. No puede ser. No pueden haberse puesto en contacto físico de esta manera. ¿pensáis que son holoimágenes?

—Son materiales —dijo Bliss—. Estoy segura de ello. Tampoco son solarianos. Las mentes de éstos resultan inconfundibles. Son robots.

—Bueno —dijo Trevize con aire de cansancio—, ¡adelante!

Reanudó su marcha hacia la nave con paso tranquilo, y los otros le siguieron.

—¿Qué pretendes saber? —preguntó Pelorat, jadeando un poco.

—Si son robots, tienen que obedecer las órdenes.

Los robots les estaban esperando, y Trevize los observó fijamente al acercarse a ellos.

Sí, tenían que ser robots. Sus caras, que parecían hechas de piel sobre carne, no reflejaban expresión alguna, y, además, llevaban unos uniformes que no dejaban al descubierto ni un centímetro cuadrado de piel, aparte de la de la cara. Incluso las manos iban cubiertas con finos guantes opacos.

Trevize hizo un ademán que equivalía inconfundiblemente a una severa orden de que se apartasen a un lado.

Los robots no se movieron..

Trevize dijo en voz baja a Pelorat:

—Díselo con palabras, Janov. Muéstrate enérgico.

Pelorat carraspeó y, adoptando un desacostumbrado tono de barítono, habló lentamente y reprodujo el ademán de Trevize. Entonces, uno de los robots, que tal vez era un poco más alto que los demás, dijo algo con voz fría y cortante.

Pelorat se volvió a Trevize.

—Creo que ha dicho que somos forasteros.

—Comunícale que somos seres humanos y que deben obedecernos.

Entonces, el robot habló en un galáctico peculiar, pero comprensible.

—Te he entendido, forastero. Yo hablo galáctico. Nosotros somos robots guardianes.

—Entonces, sabes que he dicho que somos seres humanos y que tenéis que obedecernos.

—Nosotros estamos programados para obedecer únicamente a los gobernantes, forasteros. Vosotros no sois gobernantes ni solarianos. El jefe Bander no ha respondido en el momento del contacto normal y por eso hemos venido a investigar. Es nuestro deber hacerlo. Y nos encontramos aquí con una nave espacial no fabricada en Solaria, varios forasteros presentes y todos los robots desactivados. ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize sacudió la cabeza y dijo, pausada y claramente:

—No sabemos de qué estás hablando. El ordenador de nuestra nave no funciona bien. Nos encontrábamos cerca de este planeta extraño contra nuestra voluntad. Aterrizamos para averiguar nuestra situación.

Vimos que todos los robots estaban desactivados. Ni sabemos qué puede haber pasado.

—Tu relato es inverosímil. Si todos los robots de la finca están desactivados y toda la energía se ha cortado, el jefe Bander tiene que estar muerto. No es lógico suponer que muriese por pura coincidencia, en el momento de aterrizar vosotros. Tiene que haber alguna relación causal.

Entonces, Trevize habló, sin más objetivo que el de embrollar el problema aún más e indicar su ignorancia de extranjero, y, por tanto su inocencia.

—Pero la energía no ha sido cortada. Tú y lo otros permanecéis activos.

—Somos robots guardianes — repitió el robot—. No dependemos de ningún gobernante. Pertenecemos a todo el planeta. No somos controlados por ningún gobernante, sino que nuestra energía es nuclear. Pregunto de nuevo: ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize miró a su alrededor. Pelorat parecía ansioso, Bliss callaba, pero permanecía tranquila. Fallom temblaba, mas a mano de, Bliss, le tocó el hombro y el niño se irguió un poco y perdió su expresión facial. (¿Lo estaba calmando Bliss?)

—Repito, por última vez: ¿Dónde está el jefe Bander? —dijo el robot.

—No lo sé —respondió Trevize con acritud.

El robot movió la cabeza y dos de sus compañeros se alejaron rápidamente.

—Mis compañeros guardianes registrarán la mansión. Mientras tanto, quedaréis detenidos para ser interrogados. Dame esos objetos que llevas en tu costado.

Trevize dio un paso atrás.

—Son inofensivos.

—No vuelvas a moverte. Yo no pregunto su naturaleza, si son peligrosos o inofensivos. Digo que me los entregues.

—No.

El robot dio un rápido paso al frente y su brazo se alargo con demasiada rapidez para que Trevize se diese cuenta de lo que sucedía. Sintió la mano del robot sobre su hombro y como apretaba fuerte y hacia abajo. Trevize cayó de rodillas.

—Esos objetos — ordenó el robot, y alargó la otra mano.

—No — jadeó Trevize.

Bliss se acercó de un salto, sacó el blaster de su funda antes de que Trevize, sujeto por el robot, pudiese impedírselo, y la tendió al robot.

—Tom a, guardián —dijo—, y si me das un poco de tiempo,…aquí esta la otra. Ahora, suelta a mi compañero.

El robot, sosteniendo las dos armas, retrocedió, y Trevize se levantó lentamente, frotándose el hombro izquierdo con fuerza y haciendo muecas de dolor.

Fallom lloriqueó en voz baja y Pelorat lo levantó para distraerle y le sostuvo contra él.

—¿Por qué quieres luchar contra él? —dijo Bliss a Trevize, murmurando furiosa—. Podría matarte con dos dedos.

—¿Por qué no lo controlas tú? —preguntó Trevize entre dientes.

—Estoy tratando de hacerlo, pero necesito tiempo. Su mente está cerrada, intensamente programada, y no hay por donde entrar. Tengo que estudiarle. Procura ganar tiempo.

—No estudies su mente. Destrúyela — gruñó Trevize, con voz casi inaudible.

Bliss miró hacia el robot rápidamente. Estaba estudiando las armas, mientras los otros dos vigilaban a los forasteros. Ninguno de ellos parecía interesado en la conversación en voz baja entre Trevize y Bliss.

—No. Nada de destrucción —dijo ella—. Matamos un perro e hicimos daño a otro en el primer mundo. Sabes lo que ha ocurrido en éste.

—Otra rápida mirada a los robots guardianes—. Gaia no quita la vida o la inteligencia de forma innecesaria. Necesito tiempo para resolver el problema de un modo pacifico.

Se echó atrás y miró fijamente al robot.

—Esto son armas —dijo el androide.

—No — negó Trevize, energía.

—Sí —dijo Bliss—, pero no sirven. Están descargadas de energía.

—¿De veras? ¿Por qué llevaríais armas descargadas? Tal vez no lo están. — El robot empuñó una de las armas y apoyó el dedo pulgar en el lugar preciso—. ¿Es así como se activa?

—Sí —respondió Bliss—; si haces presión, se activa, siempre que contenga energía. Pero ésa no la contiene.

—¿Seguro? —dijo el robot apuntando a Trevize con el arma—. ¿Sigues diciendo que, si la activase ahora, no funcionaria?

—No funcionaría — aseguró Bliss.

Trevize estaba como petrificado e incapaz de articular una palabra.

Había probado el blaster después de descargarlo Bander y era totalmente inoperante; pero el robot empuñaba el látigo neurónico, y Trevize no lo había comprobado.

Si el látigo contenía un pequeño residuo de energía, sería suficiente para la estimulación de los nervios, y lo que Trevize sentiría haría que la presa de la mano del robot pareciese una caricia.

Cuando estuvo en la Academia Naval, había tenido que recibir, como todos los cadetes, un ligero latigazo neurónico, para conocer sus efectos.

Ahora, pensaba que no necesitaba perfeccionar su conocimiento.

El robot activó el arma y, por un instante, Trevize se puso dolorosamente rígido; después, se relajó poco a poco. También el látigo estaba descargado.

El robot miró a Trevize fijamente y, después, arrojó ambas armas a un lado.

—¿Cómo han sido descargadas de energía? —preguntó—. Si son inútiles, ¿por qué las llevan?

—Estoy acostumbrado a su peso y nunca me las quito aunque estén descargadas — explicó Trevize.

—Eso es absurdo —dijo el robot—. Todos estáis bajo custodia. Seguiréis detenidos para un interrogatorio ulterior y, si los gobernantes lo deciden, os desactivaremos. ¿Cómo se abre esta nave? Tenemos que registrarla.

—No os serviría de nada —dijo Trevize—. No la comprenderíais.

—Si no nosotros, los gobernantes la comprenderán.

—Tampoco ellos.

—Entonces, tú se lo explicarás para que lo entiendan.

—No lo haré.

—Serás desactivado.

—Mi desactivación no os dará ninguna explicación, y creo que seré desactivado aunque me explique.

—Continúa — murmuró Bliss—. Estoy empezando a descubrir el funcionamiento de su cerebro.

El robot hacía caso omiso de Bliss. ¿Sería obra de ella?, Pensó Trevize y esperó furiosamente que fuese así.

Fijando siempre su atención en Trevize, el, robot continuó:

—Si creas dificultades, te desactivaremos en parte. Te haremos daño y, entonces, nos dirás lo que deseemos saber.

—¡Espera, no puedes hacer eso! — gritó Pelorat de pronto con voz entrecortada—. ¡No puedes hacer eso, guardián!

—Sigo instrucciones detalladas — replicó pausadamente el robot—. Puedo hacerlo. Desde luego, procuraré dañaros lo menos posible para obtener la información.

—Pero no puedes. En absoluto. Yo soy un forastero, y también lo son mis dos compañeros. Pero este niño —y Pelorat miró a Fallom, al cual todavía tenía en brazos— es un solariano. El os dirá lo que tenéis que hacer, y debéis obedecerle.

Fallom miró a Pelorat con unos ojos que estaban abiertos pero parecían vacíos.

Bliss sacudió vivamente la cabeza, pero Pelorat la miró sin dar señales de comprenderla.

El robot miró a Fallom unos instantes.

—El niño no tiene importancia. No posee lóbulos transductores.

—Todavía no los ha desarrollado del todo —dijo Pelorat jadeando — pero los tendrá con el tiempo. Es un solariano.

—Un niño, pero si no tiene desarrollados los lóbulos transductores del todo, no es solariano. No estoy obligado a cumplir sus ordenes, ni a librarle de todo mal.

—Pero se trata del hijo del jefe Bander.

—¿Cómo lo sabes?

Pelorat tartamudeó, como hacía a veces cuando estaba sobreexcitado:

—¿Qué… qué otra cosa po… podría ser en esta propiedad?

—¿Cómo sabes que no hay una docena?

—¿Has visto tú otros?

—Yo hago las preguntas.

En aquel momento, el robot desvió su atención al tocarle el brazo uno de sus acompañantes. Los dos que había enviado a la mansión regresaban corriendo, pero con zancadas un poco irregulares.

Hubo un silencio hasta que ambos llegaron y uno de ellos habló en lengua solariana. Los otros cuatro parecieron perder su elasticidad y, por un momento, dio la impresión de que se debilitaban, casi como si se estuviesen deshinchando.

—Han encontrado a Bander —dijo Pelorat antes de que Trevize pudiese imponerles silencio.

El robot se volvió lentamente.

—El jefe Bander ha muerto. — La voz del robot sonó estropajosa—. Por la observación que acabáis de hacer, habéis demostrado que conocíais el suceso. ¿Cómo lo supisteis?

—¿Cómo podíamos saberlo? —pregunto Trevize, desafiante.

—Sabíais que estaba muerto. Sabíais que lo encontraríamos. ¿Cómo ibais a saberlo, a menos que hubieseis estado allí; a menos que fueseis vosotros los que pusisteis fin a su vida?

La pronunciación del robot estaba mejorando. Había soportado y estaba dominando la impresión.

Entonces dijo Trevize:

—¿Cómo hubiésemos podido matar a Bander? Con sus lóbulos transductores podría habernos destruido en un instante.

—¿Cómo es posible que sepáis lo que pueden o no pueden hacer los lóbulos transductores?

—Tú los has mencionado hace un momento.

—Sólo los mencioné; no describí sus propiedades ni sus poderes.

—Tuvimos ese conocimiento en sueños.

—No es una respuesta plausible.

—Tampoco lo es el que nosotros causásemos la muerte de Bander.

—Y en todo caso — añadió Pelorat—, si el jefe Bander ha muerto, el jefe Fallom gobierna en su finca ahora. Éste es el jefe, y tenéis que obedecerle.

—Ya he dicho que un niño con los lóbulos transductores subdesarrollados no es un solariano — replicó el robot—. Por consiguiente, no puede ser sucesor. Otro sucesor, de la edad adecuada, será enviado tan pronto como informemos de la triste noticia.

—¿Qué será del jefe Fallom?

—No hay ningún jefe Fallom. Éste no es más que un niño, y tenemos exceso de niños. Será destruido.

—¡No os atreveréis! —dijo Bliss enérgicamente—. ¡Es un niño!

—No soy yo —repuso el robot — quien lo hará necesariamente, y tampoco tomaré esa decisión. Esto corresponde al consenso de los gobernantes. Sin embargo, como la época tiene exceso de niños, sé muy bien qué decisión tomarán.

—No. No puede ser.

—La muerte será indolora. Pero otra nave está llegando. Es importante que entremos en la que fue mansión de Bander y montemos un consejo holovisado que designará un sucesor y decidirá lo que hay que hacer con vosotros. Dadme el niño.

Bliss arrancó el semicomatoso cuerpo de Fallom de los brazos de Pelorat. Sujetándolo con fuerza y tratando de equilibrar su peso sobre el hombro, dijo:

—No toquéis a este niño.

Una vez más, el robot extendió rápidamente un brazo y avanzó para agarrar a Fallom. Bliss se apartó a un lado, iniciando su movimiento mucho antes de que el robot empezase el suyo. Sin embargo, el robot continuó andando, como si Bliss estuviese todavía delante de él. Después, doblándose con rigidez hacia delante sobre las puntas de los pies, cayó de bruces. Los otros tres permanecieron inmóviles, con la mirada desenfocada.

Bliss estaba sollozando, en parte de rabia.

—Casi había alcanzado el método adecuado de control, pero él no me dio tiempo. No tuve más remedio que atacar, y ahora los cuatro están desactivados. Subamos a la nave antes de que la otra aterrice. Me encuentro demasiado débil para enfrentarme a otros robots en estos momentos.

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