Trevize miró fijamente a Pelorat durante un largo instante y con expresión de claro desagrado.
—¿Viste algo que yo no vi y de lo que no me hablaste? —preguntó.
—No —respondió Pelorat suavemente—. Tú lo viste lo mismo que yo. Traté de explicártelo, pero no estabas de humor para escucharme.
—Bueno, inténtalo de nuevo.
—No le atosigues, Trevize — pidió Bliss.
—No le atosigo. Le estoy pidiendo información. Y tú no le mimes tanto.
—Por favor —dijo Pelorat—, escuchadme y dejad de discutir. ¿Recuerdas, Golan, que hablamos de los primeros intentos de descubrir el origen de la especie humana? ¿Del proyecto de Yariff? Ya sabes, el intento de fijar los tiempos de colonización de los diversos mundos basándose en el supuesto de que los planetas habían sido colonizados desde el mundo de origen, en un orden progresivo hacia fuera y en todas direcciones. En tal caso, al pasar de planetas más nuevos a otros más viejos, nos acercaríamos al mundo de origen desde cualquier dirección.
Trevize asintió con un impaciente movimiento de cabeza.
—Recuerdo que eso no nos sirvió, porque las fechas de colonización no eran de fiar.
—Es verdad, viejo amigo. Pero los mundos que estudiaba Yariff formaban parte de la segunda expansión de la raza humana. Entonces, el viaje hiperespacial no estaba muy adelantado y las colonizaciones debieron hacerse de un modo muy irregular. Los saltos a grandes distancias eran muy sencillos y la colonización no se extendió, necesariamente, hacia fuera, en una simetría radial. Esto complicaba el problema de las fechas inciertas de colonización.
»Pero piensa un momento, Golan, en los mundos Espaciales. Éstos corresponden a la primera ola de colonización. Entonces, el viaje hiperespacial estaba menos adelantado, y es probable que se produjeran pocos o ningún Salto a larga distancia. Mientras se colonizaron millones de mundos, los, tal vez de un modo caótico, durante la segunda expansión, sólo cincuenta lo fueron en la primera, probablemente de un modo ordenado.
Mientras la colonización de los millones de mundos de la segunda expansión duró un período de veinte mil años, la de los cincuenta de la primera tardó unos pocos siglos, casi simultáneamente en comparación con aquéllos. Estos cincuenta, tomados en su conjunto, debieron hallarse en simetría casi esférica alrededor del mundo de origen.
»Tenemos las coordenadas de los cincuenta mundos. Tú las fotografiaste desde la estatua, ¿te acuerdas? Lo que sea que está destruyendo la información referente a la Tierra, o se olvidó de esas coordenadas o no pensó que podían darnos la información que necesitamos. Lo único que debes hacer, Golan, es ajustar las coordenadas a los movimientos estelares de los últimos veinte mil años, y encontrar después el centro de la esfera. Esto te llevará muy cerca del sol de la Tierra, o al menos de donde éste estaba hace veinte mil años.
Trevize había entreabierto la boca durante la disertación y tardó unos segundos en cerrarla cuando Pelorat hubo terminado.
—Ahora, ¿por qué no pensé yo en eso?
—Traté de decírtelo cuando todavía estábamos en Melpomenia.
—Sin duda lo hiciste. Te pido disculpas, Janov, por no querer escucharte. Lo cierto es que no se me ocurrió que…
Se interrumpió confuso. Pelorat rió entre dientes y terminó la frase por él:
—…, que yo pudiese tener algo tan importante que decir. Supongo que así habría sido en circunstancias normales, pero esto correspondía a mi especialidad, Estoy seguro de que, como regla general, estaba perfectamente justificado que no quisieras escucharme.
—No —dijo Trevize—, No es así, Janov. Me siento como un imbécil, y este sentimiento sí que está justificado. Te pido perdón de nuevo…, Y, ahora, debo ir al ordenador.
Él y Pelorat entraron en la cabina-piloto, y este último, como siempre, observó, con una mezcla de asombro e incredulidad, cómo Trevize ponía las manos sobre el tablero y se convertía en lo que casi era un único organismo hombre-ordenador.
—Tendré que hacer ciertas suposiciones, Janov —dijo Trevize que había palidecido bastante debido a la absorción del ordenador—. Tengo que dar por supuesto que el primer numero es una distancia en pársecs y que los otros dos son ángulos radiales, el primero de ellos de arriba abajo, por así decirlo, y el otro de derecha a izquierda. Y debo presumir que el empleo de los signos más y menos es, en el caso de los ángulos el galáctico corriente, y que la marca “cero-cero-cero” es el sol de Melpomenia.
—Parece bastante lógico —dijo Pelorat.
—¿Si? Hay seis maneras posibles de combinar los números, cuatro maneras posibles de ordenar los signos; las distancias pueden medirse en años luz y no en pársecs y los ángulos en grados y no en radios. Sólo aquí tenemos 96 variaciones. Añade a esto que, si las distancias se representan en anos luz, no se de cierto la duración del año que se empleo. Y añade también el hecho de que desconozco las verdaderas convenciones empleadas para medir los ángulos, supongo que desde el ecuador melpomeniano en un caso; pero, ¿cuál es su meridiano cero?
Pelorat frunció el entrecejo.
—Esto suena a empresa sin esperanza.
No, Aurora y Solaria están incluidas en la lista, y yo sé dónde se hallan situadas en el espacio. Usare las coordenadas e intentaré localizar los dos planetas. Si obtengo una situación errónea, ajustaré las coordenadas hasta que me den la localización justa, y esto me dirá cuales son los supuestos equivocados de los que he partido en lo tocante a las reglas que rigen las coordenadas. En cuanto los haya corregido, podré buscar el centro de la esfera.
—Con todas las posibilidades de cambio ¿no será difícil decidir lo que hay que hacer?
—¿Como? —dijo Trevize. Estaba cada vez más absorto. Después, al repetir Pelorat su pregunta dijo — Bueno, lo más probable es que las coordenadas sigan el sistema galáctico y ajustarlas a un meridiano cero desconocido no será difícil. Los sistemas para localizar puntos en el espacio fueron inventados hace muchísimo tiempo y la mayoría de los astrónomos están casi seguros de que se usaron incluso antes del viaje interestelar. Los seres humanos son muy conservadores en algunos asuntos y virtualmente nunca cambian las convenciones numéricas cuando se han acostumbrado a ellas. Creo que incluso las confunden con las leyes naturales. Lo cual me parece perfecto pues si todos los mundos tuviesen patrones propios de medición y los cambiasen cada siglo creo, con sinceridad, que la labor científica se estancaría de modo permanente.
Saltaba a la vista que estaba trabajando mientras hablaba, pues sus frases eran entrecortadas.
—Ahora no digas nada — murmuró.
Después, arrugó el entrecejo Y se concentró, hasta que, tras varios minutos, se incorporó y lanzó un largo suspiro.
—Las convenciones se mantienen —dijo a media voz—. He localizado Aurora. Es indiscutible. ¿Lo ves?
Pelorat miró el campo de estrellas, en particular una que brillaba cerca del centro.
—¿Estás seguro?
—Mi opinión no importa —dijo Trevize—. El ordenador lo está. Nosotros hemos visitado Aurora. Tenemos sus características: diámetro, masa, luminosidad, temperatura, detalles espectrales, por no hablar de la situación de los astros vecinos. El ordenador dice que es Aurora.
—Entonces, supongo que debemos aceptar su palabra.
—Tenemos que hacerlo. Voy a reajustar la pantalla y el ordenador pondrá manos a la obra. Tiene las cincuenta series de coordenadas y las empleará una a una. Trevize se movía ante la pantalla mientras hablaba. El ordenador trabajaba por rutina en las cuatro dimensiones del espacio-tiempo, pero, para la inspección humana, raras veces se necesitaban más de dos dimensiones en la pantalla. Ahora, ésta pareció desplegarse en un oscuro volumen tan profundo como alto y ancho. Trevize apagó las luces de la cabina casi del todo para facilitar la observación del campo estrellado.
—Ahora empezará — murmuró.
Un momento más tarde, un astro apareció; después, otro; después, otro. La vista de la pantalla cambiaba con cada adición de modo que pudiese incluirse todo en ella. Era como si el espacio se moviese hacia atrás para tomar una panorámica más y más amplia. Y eso, combinado con movimientos hacia arriba o hacia abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda…
Por fin, aparecieron cinco puntos de luz, flotando en el espacio tridimensional.
—Me habría gustado encontrar una bella ordenación esférica, pero eso se parece a la silueta de una bola de nieve demasiado dura y quebradiza a la que se hubiese intentado dar forma precipitadamente.
—¿Crees que es un obstáculo insalvable?
—Plantea algunas dificultades, pero supongo que eso no se podía evitar, Las propias estrellas no están uniformemente repartidas, y los planetas habitables tampoco lo están; por consiguiente, tiene que haber desigualdades en la colonización de nuevos mundos. El ordenador ajustará cada uno de esos puntos a su posición actual, teniendo en cuenta sus movimientos probables en los últimos veinte mil años (ni siquiera este período de tiempo requerirá mucho reajuste) y después los fijará todos en la «esfera mejor». Dicho en otras palabras, encontrará una superficie esférica a la mínima distancia de todos los puntos. Entonces, buscaremos el centro de la esfera, y la Tierra tendría que estar bastante cerca de aquel centro. Al menos, así lo espero. No será cuestión de mucho tiempo.
Y no lo fue. Trevize, que estaba acostumbrado a aceptar milagros del ordenador, esta vez se sorprendió de su rapidez.
Le había ordenado que emitiese un sonido suave y vibrante al decidir las coordenadas del centro mejor. No había motivo para ello, salvo la satisfacción de oírlo y de saber que tal vez la búsqueda había terminado.
Aquel sonido se produjo a los pocos minutos, y fue como el débil tañido de un gong melodioso. Aumentó el volumen, hasta que pudieron sentir la vibración físicamente después, se extinguió poco a poco.
Bliss apareció casi en la puerta de inmediato.
—¿Qué ha sido eso? —pregunto, abriendo mucho los ojos—. ¿Una emergencia?
—En absoluto —respondió Trevize.
—Hemos localizado la Tierra, Bliss — añadió Pelorat ansiosamente—. Así nos lo ha comunicado el ordenador con ese sonido.
Ella entró en la cabina.
—Podíais haberme avisado.
—Lo siento, Bliss —dijo Trevize—. No creía que sonase tan pronto.
Fallom había seguido a Bliss, y preguntó:
—¿Qué ha sido ese ruido, Bliss?
—Veo que también es curiosa —dijo Trevize.
Se echó hacia atrás, sintiéndose agotado. El paso siguiente sería probar el descubrimiento en la Galaxia real, enfocar las coordenadas del centro de los mundos Espaciales y ver si realmente estaba presente un astro de tipo G, Una vez más, se sentía reacio a dar el paso definitivo, incapaz de poner a prueba, realmente, la posible solución.
—Sí —dijo Bliss—. ¿Por qué no había de serlo? Es tan humana como nosotros.
—Su padre no lo habría creído así —dijo Trevize abstraído—. Me preocupa esta criatura. Es de mal augurio.
—¿En qué lo ha demostrado? —preguntó Bliss.
Trevize extendió los brazos.
—No es más que una impresión.
Bliss le dirigió una mirada desdeñosa y se volvió a Fallom.
—Estamos tratando de localizar la Tierra, Fallom.
—¿Qué es la Tierra?
—Otro mundo, pero muy especial. Es el planeta del que nuestros antepasados vinieron. ¿Sabes lo que significa la palabra «antepasados» Fallom?
—Significa… — Y dijo una palabra que no era de galáctico.
—Ése es un término arcaico equivalente a «antepasados», Bliss —dijo Pelorat—. Nuestra palabra «ascendientes» se le parece más.
—Muy bien —dijo Bliss, con una súbita y brillante sonrisa—. La Tierra es el mundo del que nuestros ascendientes salieron, Fallom. Los tuyos, los míos, los de Pel y los de Trevize.
—¿Los tuyos, Bliss, y también los míos? —preguntó Fallom, que parecía confusa—. ¿Los dos?
—Sólo hay unos antepasados —dijo Bliss—. Todos nosotros tuvimos los mismos.
—A mi me parece que la niña sabe muy bien que es diferente de nosotros —dijo Trevize.
—No digas eso — murmuró Bliss a Trevize en voz baja—. Debemos hacerle ver que no lo es; no en lo esencial.
—Yo diría que el hermafroditismo es esencial.
—Estoy hablando de la mente.
—Los lóbulos transductores son esenciales también.
—No compliques las cosas, Trevize. Ella es inteligente y humana con independencia de los detalles.
Se volvió a Fallom y levantó la voz a su nivel normal.
—Piensa con tranquilidad en esto, Fallom, y ve lo que significa para ti. Tus ascendientes y los míos fueron los mismos. Todos los habitantes de todos los mundos, de los muchos, muchísimos mundos, tuvieron los mismos ascendientes, los cuales, al principio, vivieron en el mundo llamado Tierra. Eso significa que todos somos parientes, ¿no? Ahora, vuelve a nuestra habitación y piensa sobre ello.
Fallom, después de dirigir una pensativa mirada a Trevize, dio media vuelta y echó a correr, espoleada por una afectuosa palmada de Bliss en el trasero.
Bliss se volvió a Trevize.
—Por favor, Trevize, prométeme que, cuando ella pueda oírlo, no harás comentarios que le induzcan a pensar que es diferente de nosotros.
—Lo prometo —dijo Trevize—. No quiero impedir ni trastornar su sistema educativo, pero ella es diferente de nosotros, ¿Sabes?
—En ciertas cosas. Como yo soy diferente de ti y también de Pel.
—Rezumas ingenuidad, Bliss. Las diferencias se agrandan en el caso de Fallom.
—Sólo un poco. Las similitudes importan mucho más. Ella y su pueblo serán parte de Galaxia algún día, y una parte muy útil, estoy convencida de ello.
—Está bien, No discutamos —dijo él, volviéndose de mala gana hacia el ordenador—. Mientras tanto, me temo que debo comprobar la presunta situación de la Tierra en el espacio real.
—¿Tienes miedo?
—Bueno —respondió Trevize haciendo un encogimiento de hombros en lo que esperaba que fuese un ademán medio humorístico—, ¿qué pasará si no hay ninguna estrella adecuada cerca del lugar?
—Entonces, no la habrá —dijo Bliss.
—Me estoy preguntando si merece la pena comprobarlo ahora. No estaremos en condiciones de dar el Salto hasta dentro de varios días.
—Y pasarás todo el tiempo angustiándote sobre las posibilidades.
Averígualo ahora. La espera no cambiará las cosas.
Trevize permaneció sentado, y con los labios apretados, durante un momento.
—Tienes razón. Está bien…, vamos allá.
Se volvió hacia el ordenador, puso las manos sobre las marcas del tablero y la pantalla se oscureció.
—Te dejo —dijo Bliss—. Te pondría nervioso si me quedase.
Agitó una mano y se marchó.
—La cuestión es — murmuró él — que si comprobamos el mapa galáctico del ordenador en primer lugar y, aunque el sol de la Tierra esté en la posición calculada, el mapa podría no incluirlo. Pero entonces…
El asombro hizo que su voz se extinguiese al aparecer un telón de fondo estrellado en la pantalla. Los astros eran numerosos y opacos, con alguno ocasionalmente más brillante aquí y allá, bien repartidos sobre la cara de la pantalla. Pero, muy cerca del centro, había una estrella más brillante que todas las demás.
—¡La tenemos! —exclamó, entusiasmado, Pelorat—. La tenemos, viejo amigo. Mira cómo brilla.
—Cualquier estrella en coordenadas centradas parecería brillante —dijo Trevize, tratando claramente de evitar un júbilo inicial que pudiese resultar infundado—. A fin de cuentas, la vista es ofrecida desde la distancia de un pársec de las coordenadas centradas. Sin embargo, la estrella centrada no es una enana roja, ni una gigante roja, ni una azul-blanca en ignición. Esperemos la información; el ordenador está comprobando en sus bancos de datos.
—Clase espectral G-2 —dijo Trevize, después de unos segundos de silencio—; diámetro, 1,4 millones de kilómetros; masa, 1,02 veces la del sol de Terminus; temperatura en la superficie, 6.000 grados absolutos; rotación lenta, de un poco menos de treinta días; ninguna actividad o irregularidad desacostumbradas.
—¿No es eso típico de la clase de estrellas alrededor de las cuales pueden encontrarse planetas habitables? —preguntó Pelorat.
—Típico —dijo Trevize, asintiendo con la cabeza en la penumbra—. Y, por consiguiente, como esperamos que sea el sol de la Tierra. Si la vida surgió en ella, su sol debió marcar la pauta original.
—Entonces, existe una probabilidad razonable de que haya un planeta habitable girando a su alrededor.
—No tenemos que especular sobre eso —dijo Trevize, que, empero, parecía muy intrigado—. El mapa galáctico la incluye como una estrella poseedora de un planeta con vida humana…, pero con un interrogante.
El entusiasmo de Pelorat se hizo más intenso.
—Esto es exactamente lo que debíamos esperar, Golan. El planeta portador de vida está allí, pero el intento de ocultar ese hecho oscurece los datos concernientes a él y hace que los que realizaron el mapa que el ordenador emplea se muestren inseguros.
—No, y me preocupa —dijo Trevize—. No debíamos esperar eso. Había que esperar mucho más. Considerando la eficacia con que han sido borrados los datos concernientes a la Tierra, los que confeccionaron el mapa hubiesen debido ignorar que existe vida en el sistema, y más vida humana. Ni siquiera hubiesen debido saber que existe el sol de la Tierra. Los mundos Espaciales no se hallan en el mapa. ¿Por qué había de estar el sol de la Tierra precisamente?
—Bueno, la cuestión es que se encuentra allí. ¿Para qué vamos a discutir sobre ello? ¿Y qué otra información nos da sobre la estrella?
—Un nombre.
—¡Oh! ¿Cuál es?
—Alfa.
Hubo una breve pausa y Pelorat dijo ansiosamente:
—Claro, viejo. Es la prueba que nos faltaba. Considera el significado.
—¿Tiene un significado? —preguntó Trevize—. Para mí no es más que un nombre, y extraño por cierto. No parece galáctico.
—No es galáctico. Corresponde a una lengua prehistórica de la Tierra, la misma que nos dio Gaia como nombre del planeta de Bliss.
—¿Y qué significa?
—Alfa es la primera letra del alfabeto de aquella lengua antigua. Y una de las cosas que con mayor certidumbre sabemos de ella. En los tiempos antiguos, «alfa» era a veces empleada para significar lo primero de algo. Llamar «Alfa» a un sol, implica que es el primero. ¿Y no sería el primer sol aquél alrededor del cual girase el primer planeta donde hubiese vida humana…, la Tierra?
—¿Estás seguro?
—Por completo —dijo Pelorat.
—¿Hay algo en las leyendas primitivas (tú debes saberlo, ya que eres mitólogo) que dé al sol de la Tierra algún atributo desacostumbrado?
—No, ¿por qué habría de tenerlo? Por definición, ha de ser normal, y las características que nos ha dado el ordenador son, supongo, absolutamente normales. ¿Verdad?
—Presumo que el sol de la Tierra es una sola estrella, ¿no?
—¡Por supuesto! —exclamó Pelorat—. Que yo sepa, todos los mundos habitados giran alrededor de una sola estrella.
—Lo que yo suponía —dijo Trevize—. Resulta que la estrella que aparece en el centro de la pantalla no es una estrella individual, sino una binaria. La más grande de las dos que componen la binaria aparece normal, y a ella se refieren los datos que el ordenador nos dio. Sin embargo, otra estrella de una masa equivalente a cuatro quintos de la más brillante gira alrededor de ésta, en un tiempo aproximado de ochenta años. No podemos ver las dos estrellas separadas a simple vista, pero, si ampliásemos la imagen, estoy seguro de que sería posible contemplarlas.
—¿De verdad estás seguro, Golan? —preguntó, estupefacto, Pelorat.
—Es lo que el ordenador me dice. Y si hemos estado mirando una estrella binaria, no se trata del sol de la Tierra. No puede serlo.
Trevize rompió el contacto con el ordenador y se encendieron las luces.
Por lo visto, fue la señal para que Bliss volviese, seguida de Fallom.
—Bueno, ¿qué resultados hay? —preguntó.
—Bastante desalentadores —respondió Trevize, con voz apagada—. Donde esperaba encontrar el sol de la Tierra, ha aparecido una estrella binaria. El sol de la Tierra es una sola estrella; por consiguiente, no lo hemos encontrado..
—¿Y ahora qué, Golan? —dijo Pelorat.
Trevize se encogió de hombros.
—En realidad, no esperaba ver centrado el sol de la Tierra. Ni siquiera las Espaciales habrían colonizado mundos que formasen una esfera perfecta. Además, Aurora, que es el mundo Espacial más viejo, pudo enviar colonizadores por su cuenta y, de este modo, deformar la esfera. También es posible que el sol de la Tierra no se haya movido exactamente a la velocidad media de los mundo Espaciales.
—Así, ¿quieres significar que la Tierra puede estar en cualquier parte? —dijo Pelorat..
—No. No precisamente en «cualquier parte». Todas aquellas posibles causas de error no tienen por qué significar gran cosa. El sol de la Tierra puede estar cerca de las coordenadas. La estrella que encontramos casi en las coordenadas exactas debe ser una vecina del sol de la Tierra. Es sorprendente que haya una vecina que se parezca tanto al sol de la Tierra, aparte de ser binaria, mas éste tiene que ser el caso.
—Pero, entonces, deberíamos ver el sol de la Tierra en el mapa, ¿no? Quiero decir, cerca de Alfa.
—No, pues estoy seguro de que el sol de la Tierra no figura en absoluto en el mapa. Eso fue lo que me hizo desconfiar cuando observamos Alfa. Por mucho que ésta se parezca al sol de la Tierra, el mero hecho de que estuviese en el mapa me hizo sospechar que no era la verdadera.
—En ese caso —dijo Bliss—, ¿por qué no te concentras en las mismas coordenadas en el espacio real? Si hubiese una estrella brillante cerca del centro, una estrella inexistente en el mapa del ordenador, de características parecidas a las de Alfa, pero sin ser binaria, ¿no podría tratarse del sol de la Tierra?
Trevize suspiró.
—Si fuese así, apostaría la mitad de mi fortuna a que el planeta Tierra estaría dando vueltas alrededor de la estrella de que hablas. Pero, una vez más, vacilo en hacer la prueba.
—¿Porque puedes fracasar?
Trevize asintió con la cabeza.
—Sin embargo —dijo—, dame un momento para que recobre el aliento, y me esforzaré en hacerlo.
Mientras los tres adultos se miraban, Fallom se acercó al ordenador y, con curiosidad, miró las marcas de manos que había sobre el tablero. Alargó una de las suyas hacia aquéllas, pero Trevize atajó su movimiento alargando un brazo rápidamente.
—No debes tocar eso, Fallom —dijo con aspereza.
La joven solariana pareció sobresaltarse y se refugió en los brazos acogedores de Bliss.
—Debemos enfrentarnos con la situación, Golan —dijo Pelorat—. ¿Qué pasará si no encuentras nada en el espacio real?
—Entonces tendré que volver al plan primitivo —respondió Trevize — e ir visitando, sucesivamente, cada uno de los cuarenta y siete mundos Espaciales.
—¿Y si tampoco da resultado, Golan?
Trevize sacudió la cabeza con enojo, como para evitar que aquella idea arraigase demasiado en su mente. Fijando la mirada en sus rodillas, dijo bruscamente:
—Pensaré en otra cosa.
—Pero, ¿y si no existe el mundo de los ascendientes?
Trevize levantó la cabeza y elevó el tono de su voz.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.
Era una pregunta inútil. Pasado el momento de incredulidad, supo muy bien quién era el interpelante.
—He sido yo —dijo Fallom.
Trevize la miró frunciendo el entrecejo ligeramente.
—¿Has comprendido la conversación?
—Estáis buscando el mundo de los ascendientes —respondió Fallom—, pero todavía no lo habéis encontrado. Tal vez tal mundo no existe.
—Ese mundo —dijo Bliss en tono suave.
—No, Fallom —repuso Trevize seriamente—. Se han hecho grandes esfuerzos para ocultarlo. Y esforzarse tanto en ocultar algo quiere decir que ese algo existe. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Si —dijo Fallom—. Tú no me dejas tocar las manos del tablero. Y eso quiere decir que sería interesante tocarlas.
—Pero no para ti, Fallom. Bliss, estás creando un monstruo que nos destruirá a todos. No la dejes entrar aquí si yo no estoy. E incluso entonces, piénsalo dos veces, ¿quieres?
Sin embargo, aquella pequeña distracción pareció sacarle de sus vacilaciones.
—Desde luego, será mejor que ponga manos a la obra. Si sigo sentado aquí, sin saber lo que he de hacer, ese pequeño espantajo se apoderará de la nave.
Las luces menguaron y Bliss murmuró en voz baja:
—Lo prometiste, Trevíze. No le llames monstruo o espantajo cuando ella Pueda oírlo.
—Entonces, no la pierdas de vista y enséñale buenos modales. Dile que los niños no deben oír nada, ni ver nada.
Bliss frunció el ceño.
—Tu actitud para con los niños es sencillamente espantosa, Trevize.
—Tal vez, pero ahora no es el momento adecuado para discutir ese tema.
—Ahí está Alfa de nuevo, en el espacio real —dijo en un tono que revelase tanto satisfacción como alivio—. Y a su izquierda, un poco hacia arriba, hay otra estrella casi tan brillante como ella y que no figura en el mapa galáctico del ordenador. Ése es el sol de la Tierra. Me apuesto toda mi fortuna.
—Bueno —dijo Bliss—, no te quitaremos tu fortuna si pierdes. Entonces, ¿ por qué no resolvemos el asunto de una vez? Visitemos la estrella en cuanto puedas dar el Salto.
Trevize sacudió la cabeza.
—No. Y ahora no se trata de vacilación o de miedo, sino de ser prudentes. Hemos visitado tres veces otros tantos mundos desconocidos, y en cada una de ellas nos hemos encontrado con algo inesperado y peligroso. Y además, las tres veces tuvimos que huir a toda prisa Ahora, el asunto es crucial, y no jugaré mis cartas a ciegas, o al menos las jugaré lo menos a ciegas posible. Hasta ahora, sólo hemos oídos vagas historias sobre radiactividad, y no es suficiente. Por alguna rara circunstancia que nadie podía prever, hay un planeta con vida humana a casi un pársec de la Tierra.
—¿Sabes realmente que hay vida humana en el planeta Alfa? —preguntó Pelorat—. Habías dicho que el ordenador ponía un interrogante detrás de todo esto.
—Aun así vale la pena probarlo —dijo Trevize—. ¿Por qué no echarle un vistazo? Si hay seres humanos en Alfa, tal vez sepan decirnos algo acerca de la Tierra. A fin de cuentas, la Tierra no es un remoto planeta legendario para ellos; hablamos de un mundo vecino, brillante y destacado en su cielo.
—No es mala idea — reflexionó Bliss—. Pienso que si Alfa está habitado y sus moradores no son Aislados típicos como vosotros, tal vez se muestren amistosos y podamos comer algo sabroso para cambiar.
—Y conocer a algunas personas agradables — añadió Trevíze—, no lo olvides. ¿Te parece bien, Janov?
—Tú decides, viejo amigo —dijo Pelorat—. Donde quiera que vayas, allá iré yo también.
—¿Encontraremos a Jemby? —preguntó Fallom de pronto.
—Lo buscaremos, Fallom — se apresuró a decir Bliss, antes de que Trevize pudiese responder.
—Caso resuelto —dijo Trevize entonces—. Iremos a Alfa.
—Dos estrellas grandes — indicó Fallom, señalando la pantalla.
—Es verdad —dijo Trevize—. Dos de ellas. Y ahora, Bliss, no la pierdas de vista. No quiero que juegue con esto.
—Le fascina la maquinaria — adujo Bliss.
—Sí, ya lo sé —repuso Trevize—, pero a mí no me fascina su fascinación. Si he de decirte la verdad, yo me siento tan fascinado como ella al ver juntas dos estrellas tan brillantes en la pantalla.
Las dos estrellas tenían el suficiente brillo para que pareciesen a punto de mostrarse como un disco…, cada una de ellas. La pantalla había aumentado automáticamente la densidad de filtración con el fin de eliminar la fuerte radiación y amortiguar la luz de las estrellas brillantes para evitar las lesiones de retina. Como resultado de ello, pocas estrellas más tenían el brillo necesario para que pudiesen percibirse, y las dos que lo eran imperaban en un soberbio aislamiento.
—Lo cierto es que nunca había estado tan cerca de un sistema binario —dijo Trevize.
—¿No? ¿Cómo es posible? —preguntó.Pelorat, con voz de asombro.
Trevize se echó a reír.
—He rodado bastante, Janov p«o no soy el trotamundos galáctico que te imaginas.
—Yo nunca había estado en el espacio hasta que te conocí, Golan —dijo Pelorat—, pero siempre pensé que todos los que conseguían viajar por el espacio…
—…, irían a todas partes. Lo sé Es una idea bastante normal. Lo malo de la gente que permanece atada a un planeta es que, por mucho que su mente les diga P contrario, su imaginación es incapaz de captar la verdadera dimensión de la Galaxia. Podríamos pasarnos toda la vida viajando y dejar sin explorar la mayor parte de la Galaxia. Además, nadie va nunca a estrellas binarias.
—¿Por qué? —preguntó Bliss, frunciendo el entrecejo—. En Gaia sabemos poco de astronomía en comparación con los Aislados viajeros de la Galaxia, pero tengo la impresión de que las binarias no son raras.
—Y no lo son —dijo Trevize—. en realidad, hay bastantes más binarias que estrellas solitarias. Sin embargo, la formación de dos estrellas en intima relación trastorna el proceso ordinario de la formación planetaria. Las binarias tienen menos material planetario que las estrellas solitarias. Los planetas que se forman a su alrededor tienen muchas veces órbitas relativamente inestables y en muy raras ocasiones son de tipo lógicamente habitable.
»Me imagino que los Primitivos exploradores estudiaron muchas binarias de cerca, pero al cabo de un tiempo, sólo buscaron estrellas solitarias con fines de colonización, y, naturalmente, una vez la galaxia colonizada densamente todos los viajes tienen casi como único objetivo el comercio y las comunicaciones y, se realizan entre mundos habitados que giran alrededor de estrellas solitarias. Supongo que, en períodos de actividad militar, se establecerían, a veces, bases en mundos pequeños y deshabitados correspondientes aun sistema binario estratégicamente situado, pero, al perfeccionarse el viaje hiperespacial, tales bases se hicieron innecesarias.
—Es asombroso lo mucho que sabes —dijo Pelorat con humildad.
Trevize sonrió.
—No te dejes impresionar por mí, Janov. Cuando yo estaba en la Armada, escuchamos un número increíble de conferencias sobre tácticas militares anticuadas que nadie usaba ni pretendía usar, y de las que sólo se hablaba por inercia. Ahora, no he hecho más que recordar un poco de alguna de ellas. Considera todo lo que sabes tú sobre mitología, folklore y lenguas arcaicas que yo ignoro y que sólo tú y unos pocos conocéis.
—Sí, pero estas dos estrellas constituyen un sistema binario y una de ellas tiene un planeta habitado girando a su alrededor —dijo Bliss.
—Eso espero, Bliss —repuso Trevize—. Todo tiene sus excepciones. Y este caso es todavía más intrigante por el signo oficial de interrogación que lo acompaña. No, Fallom, estos botones no son para jugar.
Bliss, si no le pones unas esposas, llévatela de aquí.
—No estropeará nada — protestó Bliss, defendiéndola, pero atrajo a la criatura solariana junto a ella—. Si estás tan interesado en ese planeta habitable, ¿por qué no nos encontramos ya en él?
—Desde luego —dijo Trevize—, soy lo bastante humano para querer ver de cerca un sistema binario. Pero también soy lo bastante humano para tomar precauciones. Como ya te he explicado, no ha ocurrido nada desde que salimos de Gaia que me induzca a no ser precavido.
—¿Cuál de esas dos estrellas es Alfa, Golan? —preguntó Pelorat.
—No nos perderemos, Janov. El ordenador sabe con exactitud cuál es Alfa y, dicho sea de pasada, nosotros lo sabemos también: la más caliente y más amarilla de las dos, porque es la más grande. En cambio, la de la derecha tiene una luz de un claro color anaranjado, bastante parecida a la del sol de Aurora, si lo recuerdas bien. ¿Lo ves?
—Sí, ahora que me lo has hecho observar.
—Muy bien. Ésta es la más pequeña. ¿Cuál es la segunda letra de aquel alfabeto antiguo que mencionaste?
Pelorat pensó un momento y dijo:
—Beta.
—Entonces llamaremos Beta a la de color anaranjado y Alfa a la de un blanco amarillento, y Alfa es aquella a la que nos dirigimos ahora mismo.
—Cuatro planetas — murmuró Trevize—, todos ellos pequeños, más un séquito de asteroides. Ningún gigante gaseoso.
—¿Te contraría que sea así? —dijo Pelorat.
—En realidad, no. Cabría esperarlo. Las binarias que giran una alrededor de la otra a corta distancia no pueden tener planetas alrededor de cada una de ellas. Los planetas pueden hacerlo alrededor del centro de gravedad de ambas, pero es muy improbable que sean habitables; están demasiado lejos para ello.
»Por otra parte, si las binarias tienen una separación razonable, puede haber planetas en órbitas estables alrededor de cada una de ellas, si están lo bastante cerca de una de las estrellas. Según el banco de datos del ordenador, estas dos mantienen una separación media de 3,5 mil millones de kilómetros e incluso en su periastro, que es cuando están más cerca la una de la otra, la separación es de unos 1,7 mil millones de kilómetros. Un planeta, en una órbita de menos de 200 millones de kilómetros de cualquiera de las estrellas, estaría situado de manera estable, pero no puede haber ninguno con una órbita más grande. Esto significa que es imposible que haya gigantes gaseosos, ya que éstos tendrían que estar más lejos de la estrella. Pero, ¿qué importa esto? Los gigantes gaseosos no son habitables.
—Uno de esos cuatro planetas podría serlo.
—El segundo planeta es el único posible, ya que es el único lo bastante grande para tener una atmósfera.
Se acercaron rápidamente al segundo planeta y, en un período de dos días, su imagen se agrandó; al principio, con un majestuoso y moderado aumento de tamaño, y después, cuando no hubo señales de ninguna nave espacial dispuesta a interceptarles, con creciente y casi espantosa rapidez.
La Far Star se movía a enorme velocidad en una órbita temporal, a mil kilómetros por encima de la capa de nubes, cuando Trevize dijo, malhumorado:
—Ahora veo por qué los bancos de datos del, ordenador pusieron un interrogante detrás de la nota de que se trataba de un mundo habitado. No hay señales claras de radiación, ni luces en el hemisferio nocturno, ni ondas de radio en parte alguna.
—La capa de nubes parece muy espesa —dijo Pelorat.
—Pero no debería impedir el paso a nuestras ondas de radio.
Observaron el planeta que giraba debajo de ellos, una sinfonía de arremolinadas nubes blancas, con huecos ocasionales en los que un color azul indicaba el océano.
—La capa de nubes es excesiva para un planeta habitado —dijo Trevize—. Seria un mundo bastante sombrío. Pero lo que más me preocupa — añadió, al sumirse de nuevo en la sombra de la noche — es que ninguna estación espacial nos haya saludado.
—¿Quieres decir de la manera en que lo hicieron en Comporellon? —dijo Pelorat.
—De la manera en que lo harían en cualquier mundo habitado. Tendríamos que detenernos para la acostumbrada comprobación de documentos, carga, duración de la estancia, etcétera.
—Tal vez no recibimos la señal por alguna razón — indicó Bliss.
—Nuestro ordenador la habría recibido en cualquier longitud de onda que hubiesen podido emplear. Y hemos estado enviando nuestras propias señales, sin obtener respuesta. Descender a través de la capa de nubes sin comunicarlo a los funcionarios de la estación va en contra de la cortesía espacial, pero no veo que tengamos otra alternativa.
La Far Star redujo su velocidad y, en consecuencia, reforzó su antigravedad, a fin de mantener la altura. Salió de nuevo a la luz del sol y frenó todavía más. Trevize, en coordinación con el ordenador, encontró una brecha apreciable entre las nubes. La nave descendió y pasó por ella. Debajo, el océano aparecía agitado por lo que debía ser una fresca brisa. Se extendía, ondulado, a varios kilómetros a sus pies, débilmente rayado por franjas de espuma.
Entonces, volaron bajo la capa de nubes. El agua que se extendía debajo de ellos adquirió un tono gris de pizarra, y la temperatura descendió sensiblemente.
Fallom, que contemplaba la pantalla con fijeza, habló unos instantes en su lengua rica en consonantes y, después, pasó al galáctico. La voz le temblaba.
—¿Qué es lo que veo allá abajo?
—Un océano — la tranquilizó Bliss—. Es una gran masa de agua.
—¿Por qué no se seca?
Bliss miró a Trevize, el cual dijo:
—Hay demasiada agua para que eso ocurra.
—No me gusta tanta agua —dijo Fallom con voz entrecortada—. Vayámonos de aquí.
Y entonces empezó a chillar débilmente, cuando la Far Star pasó a través de unas nubes de tormenta, de manera que la pantalla se volvió lechosa y rayada por las gotas de lluvia.
Las luces de la cabina-piloto casi se apagaron y la nave empezó a saltar ligeramente.
Trevize levantó la cabeza, sorprendido.
—Bliss — gritó—, tu Fallom es ya lo bastante mayor para transducir. Está empleando energía eléctrica para tratar de manipular los controles. ¡Impídeselo!
Bliss abrazó a Fallom y la estrechó con fuerza contra fila.
—Todo va bien, Fallom, todo va bien. No hay nada que temer. No es más que otro mundo. Hay muchos como éste.
Fallom se relajó un poco, pero siguió temblando. Bliss Se volvió hacia Trevize.
—La niña nunca había visto un océano y, que yo sepa, nunca tuvo experiencia de la niebla o de la lluvia. ¿No puedes mostrarte un poco comprensivo?
—No, si ella juega con la nave. Es un peligro para todos nosotros.
Llévala a tu habitación y tranquilízala.
Bliss asintió brevemente con la cabeza.
—Iré contigo, Bliss —dijo Pelorat.
—No, no, Pel —respondió ella—. Quédate aquí. Yo tranquilizaré a Fallom y tú apaciguarás a Trevize.
No necesito que nadie me apacigüe — gruñó Trevize a Pelorat.
Lamento haber perdido los estribos, pero no podemos tener a una niña jugando con los controles, ¿verdad?
—Claro que no —dijo Pelorat—, pero Bliss fue cogida por sorpresa.
Ella puede controlar a Fallom, que se porta muy bien, teniendo en cuenta que se trata de una niña apartada de su país y de su… de su robot y lanzada de grado o. por fuerza a una vida que no comprende.
—Lo sé… Recuerda que yo no quería que viniese con nosotros. Fue idea de Bliss.
—Sí, pero habrían matado a la niña si no nos la hubiésemos llevado.
—Bueno, más tarde pediré perdón a Bliss. Y también a la pequeña. Pero permaneció ceñudo, y Pelorat le dijo amablemente:
—Golan, viejo amigo, ¿hay algo más que te preocupa?
—El océano —respondió Trevize.
Hacía rato que habían salido de la tormenta, mas las nubes persistían.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Pelorat.
—Demasiado grande; eso es todo.
Pelorat pareció no comprender y Trevize le dijo vivamente:
—No hay tierra. No hemos visto tierra. La atmósfera es normal, con oxígeno y nitrógeno en buenas proporciones, lo cual indica que el planeta tiene que haber sido modificado, y que debe haber vida vegetal en él para mantener su nivel de oxígeno. Estas atmósferas no se presentan en estado natural, salvo, quizás, en la Tierra, donde se desarrolló quién sabe cómo. Pero en los planetas transformados, siempre hay extensiones razonables de tierra emergida, que pueden llegar a un tercio del total y nunca a menos de un quinto. Por consiguiente, ¿cómo puede haber sido transformado este planeta, y carecer de tierra emergida?
—Tal vez por el hecho de formar parte de un sistema binario, es completamente atípico. Quizá no fue modificado, sino que su atmósfera evolucionó de una manera que nunca se da en los planetas que giran alrededor de una estrella solitaria. Y puede que la vida se desarrollase aquí de un modo independiente, como lo hiciera en la Tierra, pero sólo en lo referente a la vida marina.
—Aunque admitiésemos esto —dijo Trevize—, nos serviría de poco.
Es inverosímil que una vida en el mar pueda crear una tecnología. Ésta se basa siempre en el fuego, y no puede haberlo en el mar. Nosotros no buscamos un planeta en el que haya vida pero no tecnología.
—Lo sé. Sólo estoy considerando ideas. Después de todo, que nosotros sepamos, la tecnología fue inventada una sola vez…, en la Tierra. En todos los demás planetas, los colonizadores la llevaron consigo. No se puede decir que la tecnología sea «siempre» la misma, si sólo se tiene oportunidad de estudiar un caso.
—El viaje por mar requiere formas peculiares. Y la vida marina no puede tener perfiles irregulares y apéndices como las manos.
—Los calamares poseen tentáculos.
—Confieso que podemos especular —dijo Trevize—, pero si estás pensando en criaturas inteligentes parecidas a los calamares que hayan evolucionado independientemente en algún lugar de la Galaxia y creado una tecnología no basada en el fuego, presumes algo que, en mi opinión, es bastante improbable.
—En tu opinión —dijo amablemente Pelorat.
De pronto, Trevize se echó a reír.
—Bravo, Janov. Apelas a la lógica para ajustarme las cuentas por haberme mostrado duro con Bliss, y lo haces muy bien. Te prometo que, si no encontramos tierra, examinaremos el mar lo mejor que podamos, para ver si es posible encontrar tus calamares civilizados.
Mientras hablaba, la nave entró de nuevo en la zona de sombra y la pantalla quedó negra.
Pelorat se estremeció.
—Sigo preguntándome si esto es seguro —dijo.
—¿Qué, Janov?
—Volar así, a oscuras. Podríamos caer, sumergimos en el océano y ser destruidos inmediatamente.
—Es imposible, Janov. ¡De veras! El ordenador nos mantiene en la línea gravitatoria de fuerza. Dicho en otras palabras, siempre permanece en una intensidad constante de la fuerza gravitatoria planetaria, lo cual significa que nos mantiene a una altura casi constante sobre el nivel del mar.
—Pero, ¿a qué altura?
—A cinco kilómetros, más o menos.
—Esto no es un consuelo, Golan. ¿No podríamos llegar a un trozo de tierra y estrellarnos contra una montaña que no vemos?
—Nosotros no, pero el radar de la nave sí que la vería, y el ordenador haría que ésta rodease la montaña, o la sobrevolase.
—¿Y si hay una tierra llana? No la veríamos en la oscuridad.
—No nos pasaría inadvertida, Janov. El radar reflejado desde el agua no se parece en absoluto al reflejado desde tierra. El agua es lisa; la tierra, rugosa. Por esta razón, el reflejo desde tierra es sustancialmente más caótico que el que se recibe desde el agua. El ordenador apreciará la diferencia y, si hay tierra a la vista, me lo hará saber. Aunque fuese de día y el planeta estuviese iluminado por el sol, el ordenador detectaría la tierra antes que nosotros.
Guardaron silencio y, al cabo de un par de horas, volvieron a la luz del día, con un océano vacío deslizándose con monotonía debajo de ellos, aunque ocasionalmente invisible. cuando cruzaban alguna de las numerosas tormentas. En una de éstas, el viento hizo que la Far Star se desviase de su rumbo. Trevize explicó que el ordenador había cedido para evitar un gasto innecesario de energía y reducir al mínimo la posibilidad de un daño físico. Después, cuando la turbulencia hubo pasado, el ordenador hizo que la nave recobrase su rumbo.
—Probablemente, el borde de un huracán —dijo Trevize.
—Mira, viejo amigo, vamos viajando de Oeste a Este…, o de Este a Oeste. Sólo estamos viendo el ecuador.
—Eso sería una tontería, ¿no? —dijo Trevize—. Seguimos una ruta circular de Noroeste a Sudeste, la cual nos lleva a cruzar los trópicos y ambas zonas templadas, y cada vez que repetimos el círculo, la ruta se mueve hacia el Oeste al girar el planeta sobre su eje debajo de nosotros. Estamos entrecruzando el mundo. Ahora, como no hemos encontrado tierra las probabilidades de que haya un continente extenso son menos de una a diez, según el ordenador, y las de que haya una isla importante, son de una a cuatro, probabilidades que se reducen aun mas a cada circulo que describimos.
—¿Sabes que habría hecho yo? —preguntó Pelorat pausadamente cuando entraron de nuevo en el hemisferio sumido en la noche—. Me hubiese mantenido lejos del planeta y barrido todo el hemisferio con el radar. Las nubes no habrían sido obstáculos, ¿verdad?
—Y después habría pasado al otro lado y hecho lo mismo —dijo Trevize — O dejado que el planeta diese un giro. Esto es una visión retrospectiva, Janov ¿quién hubiese esperado que podríamos acercarnos a un planeta sin detenernos en una estación para que nos fijasen el rumbo…, o nos prohibiesen la entrada? Y si hemos pasado debajo de las capas de nubes sin detenernos en una estación, ¿quién habría esperado no encontrar tierra casi inmediatamente? Los planetas habitables son… ¡Tierra!.
—Aunque no en su totalidad —dijo Pelorat.
—No estoy hablando de esto —repuso Trevize excitado de pronto — ¡digo que hemos encontrado tierra! ¡Cállate!
Entonces con un aplomo que no logro disimular su excitación, coloco las manos sobre el tablero para convertirse en parte del ordenador.
—Es una isla de unos doscientos cincuenta kilómetros de longitud por setenta y cinco de anchura, mas o menos. Tal vez una extensión de unos quince mil kilómetros cuadrados. No muy grande, pero si bastante. Mas que un punto en el mapa. Espera…
Las luces de la cabina-piloto menguaron su intensidad y se apagaron.
—¿Qué estamos haciendo? —dijo Pelorat bajando la voz, como si la oscuridad fuese algo frágil que no se debiera romper.
—Esperar que nuestros ojos se adapten a la oscuridad. La nave se halla ahora sobre la isla. Observa bien. ¿Ves algo?
—No… tal vez unos puntos de luz, no estoy seguro.
—Yo también los veo, pondré las lentes telescópicas.
¡Y había luz! Claramente visible. Destellos irregulares de luz.
—Esta habitada —dijo Trevize — puede ser la única parte habitada del planeta.
—¿Qué haremos?
—Esperar a que sea de día. Así podremos descansar unas pocas horas.
—¿No nos atracaran?
—¿Con que? Casi no detecto radiación, salvo la de la luz visible y la infrarroja. La isla esta habitada y sus moradores son sin duda inteligentes. Tienen una tecnología, pero es evidentemente preelectrónica; por consiguiente creo que no tenemos nada que temer. Y si estuviese equivocado, el ordenador me avisaría con tiempo de sobra.
—¿Y cuando se haga de día?
—Aterrizaremos, por supuesto.
Descendieron cuando los primeros rayos del sol mañanero se filtraron a través de un hueco entre las nubes y revelaron parte de la isla, de un verde fresco, con su interior marcado por una hilera de bajas y onduladas colinas que se extendían hacia el enrojecido horizonte.
Al acercarse más, pudieron ver bosquecillos aislados y huertos ocasionales, pero casi todo eran campos bien cultivados. Inmediatamente debajo de ellos, en la costa sudeste de la isla, había una playa plateada resguardada por una línea quebrada de rocas, y más allá, veíanse unos prados. Percibieron algunas casas desperdigadas, pero ninguna agrupación que pareciese una ciudad.
Después, distinguieron una red de caminos, flanqueados a trechos por viviendas, y entonces, en el aire fresco de la mañana, vieron un vehículo aéreo en la lejanía. Sólo podían decir que se trataba de un vehículo aéreo, y no un pájaro, por la forma en que se movía. Era el primer signo indudable de vida inteligente en acción que percibían en el planeta.
—Podría ser un vehículo automático si fuese dirigido sin medios electrónicos — comento Trevize.
—Quizá —dijo Bliss—. Me parece que, de estar manejado por un ser humano, vendría hacia nosotros. Debemos ser un espectáculo muy singular, un vehículo que desciende sin emplear cohetes de frenado.
—Una visión extraña en cualquier planeta —dijo reflexivamente Trevize—. No puede haber muchos mundos que hayan presenciado el descenso de una nave espacial gravítica. La playa sería un buen lugar de aterrizaje, pero no quiero que, si sopla el viento, se inunde la nave. Me dirigiré al prado que hay al otro lado de las rocas.
—Al menos, una nave gravítica no chamuscará terrenos de propiedad privada al descender —dijo Pelorat.
Aterrizaron con suavidad sobre los cuatro anchos soportes que habían salido lentamente del casco de la nave durante la última fase. El peso del vehículo espacial hizo que se hundiesen un poco en el suelo.
—Pero me temo que dejaremos huellas —dijo Pelorat.
—Al menos — intervino Bliss, en un tono indicativo de que no se hallaba satisfecha del todo—, el clima es evidentemente normal, yo diría que cálido incluso.
Un ser humano se encontraba en el prado, observando el descenso de la nave y sin dar la menor muestra de miedo o de sorpresa. La expresión de su semblante reflejaba un concentrado interés.
Era una mujer y llevaba muy poca ropa, lo cual confirmaba la presunción de Bliss en lo tocante al clima. Sus sandalias parecían ser de lona, y una falda corta y floreada ceñía sus caderas. Llevaba las piernas al descubierto y estaba desnuda de cintura para arriba.
Sus cabellos eran negros, largos y brillantes, y le llegaban casi hasta la cintura. Tenía la piel de un moreno pálido, y los ojos, sesgados.
Trevize observó los alrededores y vio que no había ningún otro ser humano por allí. Se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—, es muy temprano y la mayoría de los moradores deben de estar en casa o durmiendo todavía. Sin embargo, me parece que no es ésta una zona muy poblada. — Después se volvió a los otros—. Saldré y hablaré con ella, si es que se expresa en alguna lengua comprensible. Los demás…
—Creo — le interrumpió Bliss, con firmeza — que también podemos salir. Esa mujer parece inofensiva por completo y, en todo caso, deseo estirar las piernas y respirar aire planetario, y tal vez conseguir comida planetaria. También quiero que Fallom se sienta de nuevo en un mundo, y creo que a Pel le gustaría examinar a la mujer más de cerca.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Pelorat, ruborizándose un poco—. En absoluto, Bliss; pero soy el lingüista de nuestro pequeño grupo.
Trevize se encogió de hombros.
—Bueno, venid todos. Sin embargo, aunque esa mujer parezca inofensiva, llevaré mis armas.
—Dudo mucho de que te sientas tentado a emplearlas contra esa joven —dijo Bliss.
Trevize hizo un guiño.
—Es atractiva, ¿eh?
Trevize salió el primero de la nave; después lo hizo Bliss, asiendo de una mano a Fallom, la cual bajó cuidadosamente la rampa detrás de aquélla. Pelorat fue el último.
La joven de negros cabellos siguió observándoles con interés. No retrocedió ni un paso.
—Bueno, hagamos la prueba — murmuró Trevize, apartando las manos de las armas y dirigiéndose a la joven—. Te saludo.
—Os saludo, a ti y a tus compañeros —respondió ella tras pensarlo un momento.
—¡Maravilloso! —exclamó Pelorat gozoso—. Habla galáctico clásico, y con muy buen acento.
—Yo también la comprendo —dijo Trevize, pero hizo un movimiento oscilatorio con la mano indicativo de que su comprensión no era perfecta—. Espero que ella me entienda a mí.
Después sonrió y adoptó una expresión amistosa.
—Hemos viajado a través del espacio. Venimos de otro mundo.
—Está bien —repuso la joven, con clara voz de soprano—. ¿Viene tu nave del Imperio?
—Se llama Far Star y viene de un astro muy lejano.
La joven miró la inscripción de la nave.
—¿Es esto lo que pone? Si es así, y si la primera letra es una efe, está escrita al revés.
Trevize iba a contradecirla, pero Pelorat dijo, entusiasmado:
—Tiene razón. La letra efe cambió de forma hace dos mil años. ¡Qué maravillosa ocasión de estudiar con detalle el galáctico clásico como lengua viva!
Trevize observó a la joven con atención. No mediría más de un metro y medio de estatura, y sus senos, aunque bien formados, eran pequeños. Sin embargo, parecía madura. Los pezones se veían grandes y con una oscura areola, aunque esto podía ser por el color de la piel.
—Me llamo Golan Trevize —dijo—. Mi amigo es Janov Pelorat; la mujer es Bliss, y la niña, Fallom.
—¿Es costumbre, en el astro lejano del que venís, poner dos nombres a los varones? Yo soy Hiroko, hija de Hiroko.
—¿Y tu padre? —preguntó Pelorat de súbito.
A lo cual respondió Hiroko, encogiendo los hombros con indiferencia:
—Mi madre dice que su nombre es Smool, pero eso no tiene importancia. Yo no lo conozco.
—¿Y dónde están los demás? —preguntó Trevize—. Parece que sólo tú has venido a recibirnos.
—Muchos hombres se encuentran en las barcas de pesca — explicó Hiroko—, y muchas mujeres están en los campos. Yo tengo dos días de asueto y he tenido la suerte de ver este gran acontecimiento. Sin embargo, la gente es curiosa y habrá observado desde lejos el descenso de la nave. Algunos no tardarán en llegar.
—¿Hay muchos otros en esta isla?
—Más de cinco mil —respondió Hiroko, con orgullo evidente.
—¿Y hay otras islas en el océano?
—¿Otras islas, buen señor?
Parecía no comprender. Y esto le bastó a Trevize para saber que ése era el único lugar habitado por seres humanos en todo el planeta.
—¿Cómo llamáis a vuestro mundo? —preguntó.
—Es Alfa, buen señor. Nos enseñaron que el nombre completo es Alfa de Centauro, si esto significa algo para ti; pero nosotros lo llamamos Alfa nada más, y es un mundo de bello rostro.
—Un mundo, ¿qué? —preguntó Trevize, volviéndose a Pelorat.
—Quiere decir un mundo hermoso — aclaró Pelorat.
—Desde luego —dijo Trevize—, al menos aquí y en este momento.
—Miró el pálido cielo azul de la mañana, surcado de nubes ocasionales—. Tenéis un día hermoso y soleado, Hiroko, pero me imagino que no habrá muchos como éste en Alfa.
Hiroko se puso tiesa.
—Todos los que queremos, señor. Pueden venir nubes cuando necesitamos que llueva, pero la mayoría de los días preferimos tener el cielo despejado. Y cuando las barcas de pesca se hacen a la mar, conviene que el cielo esté claro y que sople un viento suave.
—Entonces, ¿controláis el tiempo, Hiroko?.
—Si no lo hiciésemos, señor Golan Trevize, estaríamos siempre empapados por la lluvia.
—Pero, ¿cómo lo conseguís?
—Como no soy ingeniero, me resulta imposible decírtelo, señor.
—¿Y cuál es el nombre de la isla donde vivís tú y tu gente? —preguntó Trevize, viéndose atrapado en la sonoridad del galáctico clásico y preguntándose desesperadamente si habría conjugado bien el verbo.
—Llamamos Nueva Tierra a nuestra isla celestial situada en medio de las vastas aguas del mar —respondió Hiroko.
Oyendo lo cual, Trevize y Pelorat se miraron, sorprendidos y entusiasmados.
No hubo tiempo de continuar con el tema. Otras personas iban llegando. A docenas. Debían ser, pensó Trevize, los que no estaban pescando o en los campos, ni se hallaban demasiado lejos. Iban a pie en su mayoría, aunque había dos vehículos terrestres…, bastante viejos y en mal estado.
Estaba claro que se encontraban ante una sociedad de baja tecnología, pero que, sin embargo, controlaba el tiempo atmosférico.
Él sabía bien que la tecnología no era necesariamente toda de una pieza; que la falta de avance en ciertas direcciones no excluía importantes progresos en otras; pero, ciertamente, ese ejemplo de desarrollo desigual resultaba bastante extraño.
La mitad al menos de los que estaban observando la nave eran viejos y mujeres; también había tres o cuatro niños. Aparte de éstos, el número de mujeres era superior al de los hombres. Nadie mostraba temor o incertidumbre.
—¿Los estás manipulando? —preguntó Trevize a Bliss en voz baja—. Parecen… tranquilos.
—En absoluto —respondió ella—. Nunca toco las mentes, a menos que sea necesario. La que me preocupa es Fallom.
Aunque los recién llegados eran pocos para quienes estuviesen acostumbrados a las multitudes de mirones de cualquier mundo normal de la Galaxia, representaban una muchedumbre para Fallom, que, en cierto modo, se había habituado a los tres adultos de la Far Star. Fallom tenía una respiración acelerada, y los ojos medio cerrados. Parecía a punto de desmayarse.
Bliss le daba suaves y rítmicas palmaditas, y murmuraba para apaciguarla. Trevize estaba seguro de que acompañaba todo esto con una delicadísima influencia sobre las fibras mentales.
De pronto, Fallom lanzó un hondo suspiro, casi como un jadeo, y se sacudió, en lo que tal vez era un estremecimiento involuntario. Levantó la cabeza, miró a los presentes casi con normalidad y, después, enterró la cabeza en el hueco entre el brazo y el cuerpo de Bliss.
Ésta dejó que permaneciese así, rodeando los hombros de Fallom con el brazo, estrechándola de vez en cuando contra ella, como para indicarle, una y otra vez, su presencia protectora.
Pelorat parecía atónito, mientras sus ojos iban de uno a otro de los alfanos.
—Golan —dijo mirándoles con atención—, son muy diferentes entre ellos.
Trevize también lo había advertido. Había pieles de tonos diferentes y cabellos de colores distintos, incluido un pelirrojo de ojos azules y tez pecosa. Al menos tres adultos eran más bajos que Hiroko, y uno o dos más altos que Trevize. Bastantes personas de ambos sexos tenían los ojos parecidos a los de Hiroko, y Trevize recordó que en los populosos planetas comerciales del sector Fili tales ojos eran característicos de la población, pero nunca había visitado aquel sector.
Todos los alfanos iban desnudos de cintura para arriba y todas las mujeres parecían tener los senos pequeños. Ésa era la característica más común de todas las que podían observar.
—Miss Hiroko —dijo Bliss de pronto—, mi pequeña no está acostumbrada a viajar por el espacio y le cuesta asimilar tantas cosas nuevas. ¿Podría sentarse, y podríais ofrecerle algo de comer y de beber?
Hiroko pareció confusa y Pelorat repitió lo que Bliss había dicho en el galáctico más florido del período imperial medio.
Hiroko se llevó una mano a la boca y se hincó graciosamente de rodillas.
—Te pido perdón, respetable señora —dijo—. No había pensado en las necesidades de la niña, ni en las tuyas. La extrañeza de este acontecimiento me ha abrumado sobremanera. ¿Querrías…, querríais todos, como visitantes e invitados, pasar al refectorio para el yantar de la mañana? ¿Podríamos unirnos a vosotros y serviros como anfitriones?
—Es muy amable de tu parte — agradeció Bliss la invitación, hablando despacio y pronunciando las palabras con sumo cuidado para hacerlas más fáciles de comprender—. Sin embargo, sería mejor que fueses tú sola la anfitriona; la niña no está acostumbrada a encontrarse con tanta gente a la vez.
Hiroko se puso en pie.
—Se hará como tú dices.
Les condujo, con naturalidad, a través del prado. Otros alfanos se acercaron más. Parecían particularmente interesados en los trajes de los recién llegados. Trevize se quitó la ligera chaqueta y la tendió a un hombre que se había aproximado a él y la había señalado con el dedo.
—Tom a —dijo—, mírala, pero devuélvemela. — Después, se dirigió a Hiroko—. Cuida de que me la devuelva, Miss Hiroko.
—Desde luego que te la devolverá, respetable señor —dijo ella, asintiendo gravemente con la cabeza.
Trevize sonrió y siguió andando. Se sentía más cómodo sin la chaqueta, bajo la ligera y suave brisa.
No había observado armas visibles en ninguna de las personas que lo rodeaban, y encontraba interesante que nadie pareciese mostrar miedo o preocupación por las que él llevaba. Ni siquiera daban muestras de curiosidad. Tal vez, incluso no sabían que eran armas. Por lo que había visto hasta ese momento, Alfa podía ser un mundo totalmente desconocedor de la violencia.
Una mujer que había avanzado, adelantándose un poco a Bliss, se volvió para examinar atentamente su blusa con atención..
—¿Tienes pechos, respetable señora? —preguntó.
Y, como incapaz de esperar la respuesta, apoyó ligeramente una mano sobre el pecho de Bliss.
—Como has podido comprobar, los tengo — contestó Bliss sonriendo—. Tal vez no estén tan bien formados como los tuyos, pero no los cubro por esta razón. En mi mundo, no es correcto llevarlos descubiertos. — Se volvió a Pelorat y le preguntó en voz baja—: ¿Qué te parece mi manera de expresarme en galáctico clásico?
—Lo has hecho muy bien, Bliss —dijo Pelorat.
El comedor era muy grande y había en él largas mesas con bancos adosados a ambos lados. Por lo visto, los alfanos comían en comunidad. Trevize sintió que le remordía la conciencia. La petición de Bliss había hecho que todo aquel espacio quedase reservado a sólo cinco personas y obligado a los alfanos a permanecer exiliados en el exterior. Sin embargo, algunos de ellos se colocaron a respetuosa distancia de las ventanas (que no eran más que aberturas en la pared, desprovistas incluso de cortinas), presumiblemente para ver comer a los forasteros.
Se preguntó qué ocurriría si lloviese. Seguramente, la lluvia caería sólo cuando fuese necesaria, ligera y suave, y continuaría sin fuertes vientos hasta que hubiese llovido con abundancia. Además, los alfanos sabrían cuándo habría de producirse y estarían preparados, pensó Trevize.
Estaba delante de una ventana que daba al mar, y Trevize tuvo la impresión de que distinguía un banco de nubes en el horizonte parecidas a las que casi llenaban el cielo en todas partes, salvo sobre ese pequeño Edén.
El control del tiempo atmosférico tenía sus ventajas. Al cabo de un rato, una joven que andaba de puntillas les sirvió la comida. No les preguntaron qué deseaban comer, sino que se lo sirvieron simplemente.
Para beber, un pequeño vaso de leche, otro más grande de mosto y otro aún mayor de agua. Para comer, dos grandes huevos escalfados, con unos pedacitos de queso blanco, y también un plato de pescado a la parrilla y patatitas asadas, sobre frescas y verdes hojas de lechuga.
Bliss miró la cantidad de comida que tenía delante con espanto y estaba claro que no sabía por dónde empezar. Fallom no tuvo este problema. Bebió el mosto ansiosamente, con claras muestras de aprobación, y después mascó el pescado y las patatas. Iba a utilizar los dedos para llevarse la comida a la boca, pero Bliss le tendió una cuchara que tenía dientes en el extremo opuesto y podía servir de tenedor también, y Fallom la aceptó.
Pelorat sonrió satisfecho y atacó los huevos de inmediato. Trevize le imitó.
—Ya era hora de que nos recordasen a qué saben los auténticos huevos —dijo.
Hiroko, olvidándose de su propio desayuno, encantada por el apetito que demostraban los otros (pues incluso Bliss empezó al fin a comer con visible satisfacción), preguntó:
—¿Está bien?
—Muy bien — contestó Trevize con la voz un poco amortiguada—. Por lo visto, la comida no escasea en esta isla. ¿O acaso nos habéis servido más de lo acostumbrado, por cortesía?
Hiroko le escuchó con atención y pareció captar el significado.
—No, no, respetable señor —dijo—. Nuestra tierra es generosa y nuestro mar todavía más. Nuestras patas ponen huevos y nuestras cabras nos dan queso y leche. Y tenemos cereales. Pero, sobre todo, nuestro mar está lleno de incontables variedades de peces en cantidades extraordinarias. Aunque todo el Imperio comiese en nuestras mesas, no podría consumir todo el pescado que nos da el mar.
Trevize esbozó una discreta sonrisa. Estaba claro que la joven alfana no tenía la menor idea de las verdaderas dimensiones de la Galaxia.
—Llamáis Nueva Tierra a esta isla, Hiroko. Entonces, ¿dónde está la Vieja Tierra?
Ella lo miró asombrada.
—¿Dices la Vieja Tierra? — Te pido perdón, respetable señor. No comprendo el significado de tus palabras.
—Antes de que hubiese una Nueva Tierra, tu pueblo tuvo que haber vivido en otra parte. ¿Dónde se encuentra esa otra parte de la que vinieron?
—No sé nada de esto, respetable señor —respondió ella, con turbada gravedad—. Ésta ha sido siempre mi tierra, y lo fue de mi madre y de mi abuela, y sin duda también de sus abuelas y bisabuelas. No sé nada de otras tierras.
—Pero —dijo Trevize iniciando una amable discusión—, has dicho que este país es la Nueva Tierra. ¿Por qué lo llamáis así?
—Porque, respetable señor —respondió ella, en tono igualmente amable—, es así como ha sido llamada durante todos los tiempos que la mujer puede recordar.
—Pero es una Nueva Tierra, y, por consiguiente, tiene que haber una Tierra anterior, una Vieja Tierra que le dio su nombre. Cada mañana amanece un nuevo día, y esto implica que antes existió otro día. ¿Comprendes ahora por qué tuvo que haber otra Tierra?
—No, respetable señor. Yo sólo sé cómo se llama este país. No sé nada más, ni sigo tu razonamiento que suena mucho a lo que nosotros llamamos lógica de pacotilla. Sin ánimo de ofender.
Trevize movió la cabeza y se dio por vencido.
Trevize se inclinó hacia Pelorat y murmuró:
—Donde quiera que vayamos, por mucho que hagamos, no conseguimos información.
—¿Qué importa eso, si sabemos dónde se encuentra la Tierra? —dijo Pelorat, sin mover apenas los labios.
—Quiero saber algo acerca de ella.
—Esta muchacha es muy joven. Difícilmente puede ser una buena fuente de información.
Trevize reflexionó sobre ello y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, Janov. — Se volvió a Hiroko y dijo—: Miss Hiroko, no nos has preguntado qué hemos venido a hacer a tu país.
Hiroko bajó la mirada.
—Hubiese sido una descortesía hacerlo antes de que hayáis comido y descansado, respetable señor.
—Pero casi hemos acabado, y también descansado; por consiguiente, te diré por qué estamos aquí. Mi amigo, el doctor Pelorat, es un erudito de nuestro mundo, un hombre sabio. Un mitólogo. ¿Sabes lo que significa esta palabra?
—No, respetable señor, no lo sé.
—Estudia viejos cuentos tal como son relatados en los diferentes mundos. Los viejos cuentos reciben el nombre de mitos o leyendas, y todos ellos interesan al doctor Pelorat. ¿Hay gente erudita en la Nueva Tierra que conozca los cuentos viejos de este planeta?
Hiroko frunció ligeramente la frente en un gesto reflexivo.
—No soy entendida en esta materia —dijo poco después—. Pero hay un anciano en este lugar a quien le gusta hablar de los tiempos antiguos.
No sé dónde puede haber aprendido tantas cosas y pienso que habrá urdido sus nociones en el aire, o las habrá oído a otros que las urdieron de esta suerte. Tal vez ése es el material que tu sabio compañero quisiera oír; sin embargo, no me gustaría engañarte. Yo tengo el convencimiento — y miró a derecha e izquierda, como temerosa de que otros la oyesen — de que el anciano no es más que un charlatán, aunque muchos lo escuchan de buen grado.
Trevize asintió con la cabeza.
—También nosotros quisiéramos escucharle. ¿Sería posible que llevases a mi amigo a visitar a ese anciano?
—Se llama Monolee.
—Entonces, a visitar a Monolee. ¿Y crees que estará dispuesto a hablar con mi amigo?
—¿Él? ¿Si estará dispuesto a hablar? —preguntó desdeñosa Hiroko—. Más bien deberías preguntar si estará dispuesto a callar. No es más que un hombre y, como tal, hablaría una semana seguida si se lo permitiesen. No lo tomes a ofensa, respetable señor.
—No lo tomo a ofensa. ¿Querrías llevar a mi amigo a ver a Monolee ahora?
—Eso puede hacerlo cualquiera en cualquier momento. El viejo está siempre en casa y siempre dispuesto a regalar los oídos a los demás — y tal vez una mujer mayor tendría la bondad de venir a hacer compañía a la dama Bliss. Ésta debe cuidar de la niña y no puede ir de un lado a otro. Le gustaría tener compañía, pues las mujeres, como sabes, son muy aficionadas…
—¿A charlar? —preguntó Hiroko, claramente divertida—. Bueno, eso es lo que los hombres dicen, aunque yo he observado que los más grandes parlanchines son ellos. Espera a que vuelvan de la pesca y verás cómo rivalizan entre ellos contando las mayores fantasías sobre sus capturas. Nadie les cree ni les hace caso, pero eso no hace que se callen. Mas yo estoy charlando también en demasía. Haré que una amiga de mi madre, a la que puedo ver a través de la ventana, se quede con la dama Bliss y la niña, pero antes conducirá a tu amigo, el respetable doctor, hasta el viejo Monolee. Si tu amigo está tan ávido de escuchar como lo está Monolee de hablar, te costará separarlos. ¿Querrás disculparme un momento?
Cuando la joven se hubo marchado, Trevize se volvió a Pelorat.
—Escucha, sácale todo lo que puedas al viejo, y tú, Bliss, averigua lo que puedas de quienes se queden contigo. Cualquier cosa acerca de la Tierra.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿ Qué harás tú?
—Me quedaré con Hiroko, trataré de encontrar una tercera fuente de información.
Bliss sonrió.
—¡Oh, sí! Pel estará con aquel viejo; yo, con una vieja, y tú te Sacrificarás permaneciendo con esa joven tan ligera de ropa. Parece razonable una división del trabajo.
—En realidad, Bliss, es razonable.
—Pero no te sientes deprimido porque la razonable división del trabajo se haga de esta manera, ¿eh?
—No. ¿Por qué habría de ser así?
—¿Verdad que no?
Hiroko volvió y se sentó de nuevo.
—Todo está arreglado —dijo—. El respetable doctor Pelorat será llevado a Monolee, y la respetable dama Bliss y la niña tendrán compañía. Entonces, ¿tendré yo el privilegio, respetable señor, de seguir hablando contigo, tal vez sobre esa Vieja Tierra de la que…?
—¿… charlaba? —preguntó Trevize.
—No —dijo Hiroko, echándose a reír—. Pero haces bien en burlarte de mí. Me mostré descortés al responder a tu pregunta sobre esa materia. Estoy en ascuas por reparar mi falta.
Trevize se volvió a Pelorat.
—¿En ascuas?
—Quiere decir ansiosa — le aclaró Pelorat en voz baja.
—Señorita —dijo Trevize—, no considero que hayas sido descortés, pero si esto te complace, con mucho gusto hablaré contigo.
—Eres muy amable. Te doy las gracias —repuso Hiroko, levantándose.
Trevize lo hizo a su vez.
—Bliss, asegúrate de que Janov no corra peligro.
—Cuidaré de ello. En cuanto a ti, tienes tus… — y señaló con la cabeza las fundas de las armas.
—No creo que las necesite —dijo Trevize, un poco incomodo.
Siguió a Hiroko y ambos salieron del comedor. El Sol estaba más alto en el cielo y la temperatura había aumentado. Un olor exótico flotaba como siempre en el aire. Trevize recordó que había sido un olor débil en Comporellon, como a moho en Aurora y bastante agradable en Solaria. (En Melpomenia, habían llevado trajes espaciales que Solo permitían percibir el olor del propio cuerpo.) En todo caso, desaparecía en pocas horas al saturarse los centros ósmicos de la nariz.
En Alfa, era un agradable aroma a hierbas calentadas por el Sol, y Trevize se sintió un poco contrariado al pensar que también esa fragancia desaparecería pronto.
Se acercaron a una pequeña estructura que parecía construida con yeso de un rosa pálido.
—Esta es mi casa —dijo Hiroko—. Perteneció a la hermana menor de mi madre.
Entro e hizo señas a Trevize para que la siguiera. La puerta estaba abierta, aunque, según Trevize advirtió al cruzarla, sería más exacto decir que no había puerta.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —preguntó él.
—Estamos preparados. Lloverá dentro de dos días, durante tres horas antes del amanecer, que es cuando hace más fresco y el agua empapa mejor el suelo. Entonces, lo único que haré será correr esta cortina, que es gruesa e impermeable, — Y así lo hizo mientras hablaba.
La cortina parecía de un material resistente similar a la lona.
—La dejaré corrida — siguió diciendo—. Así todos sabrán que me encuentro en casa pero no deben molestarme, pues estoy durmiendo u ocupada en algún menester importante.
—No parece una protección muy segura de tu intimidad.
—¿Por qué? Mira, la entrada está cerrada.
—Pero cualquiera podría apartar la cortina.
—¿Contrariando los deseos del ocupante? — Hiroko pareció impresionada—. ¿Hacen estas cosas en tu mundo? Sería una barbaridad.
—Sólo ha sido una pregunta —dijo Trevize sonriendo.
Ella le condujo a la segunda de dos habitaciones y le invitó a sentarse en una silla de asiento acolchonado. Producía algo parecido a la claustrofobia el ver la pequeñez de las habitaciones, desnudas por completo; pero la casa parecía estar destinada, casi exclusivamente, al retiro y al descanso. Las ventanas eran pequeñas y se abrían cerca del techo, pero, en las paredes, había franjas de espejo mate cuidadosamente distribuidas y que reflejaban una luz difusa. Unas grietas del suelo dejaban salir aire fresco. Trevize no vio señales de iluminación artificial y se preguntó si los alfanos tenían que levantarse con el sol y acostarse al anochecer. Iba a preguntárselo a Hiroko, pero ésta habló primero.
—¿ Es la dama Bliss tu compañera?
—¿Quieres decir con esto si es mi compañera sexual? —respondió prudentemente Trevize.
Hiroko enrojeció.
—Te lo ruego, observa las normas de una conversación cortés. Pero sí, me refiero al goce privado.
—No; ella es la compañera de mi sabio amigo.
—Pero tú eres más joven y apuesto.
—Bueno, gracias por el cumplido, pero Bliss no es de la misma opinión. El doctor Pelorat le gusta mucho más que yo.
—Eso me sorprende mucho. ¿No la compartiría contigo?
—Jamás se lo he preguntado, pero estoy seguro de que no. Ni a mí me gustaría que lo hiciese.
Hiroko asintió sabiamente con la cabeza.
—Ya lo sé. Es su fundamento.
—¿Su fundamento?
—Ya sabes esto —dijo, y se dio una palmada en el delicado trasero.
—¡oh, eso! Ahora te entiendo. Sí, Bliss está muy desarrollada en su anatomía pelviana. — Y describió unas curvas con las manos e hizo un guiño que arrancó la sonrisa de Hiroko—. Sin embargo — continuó Trevize—, a la inmensa mayoría de los hombres les gustan esas figuras ampulosas.
—No puedo creerlo. Sin duda es una especie de gula desear un exceso de lo que resulta agradable cuando es moderado. ¿Te gustaría yo más si mis pechos fueran grandes y colgantes, con los pezones apuntando a los dedos de los pies? Si he de ser franca, te diré que los hay de esa clase, pero no he visto que los hombres los apetezcan. Las pobres mujeres aquejadas de este defecto tienen que cubrir sus monstruosidades…, como hace la dama Bliss.
—Tampoco a mí me atrae el tamaño excesivo, aunque estoy seguro de que Bliss no se cubre los senos debido a alguna imperfección de ellos.
—Entonces, ¿no te disgustan mi cara y mis formas?
—Estaría loco si me disgustasen. Eres hermosa.
—¿Y qué haces tú para divertirte en tu nave, cuando vuelas de un mundo a otro, si la dama Bliss te está prohibida?
—Nada, Hiroko. No hay nada que hacer. A veces pienso en los placeres y eso resulta bastante desagradable, pero los que viajamos por el espacio sabemos muy bien que hay veces en que uno tiene que abstenerse. Lo compensamos en otras ocasiones.
—Si es desagradable, ¿qué puedes hacer para remediarlos?
—Ahora me desagrada mucho más que hayas suscitado el tema. No sería cortés indicarte cómo lo remediaría.
—¿Sería descortés que yo te sugiriese una manera?
—Sólo dependería de la naturaleza de tu sugerencia.
—Que fuésemos complacientes el uno para con el otro.
—¿Me has traído aquí, Hiroko, para que llegásemos a esto?
Hiroko sonrió satisfecha:
—Si, sería un deber de cortesía de anfitriona para mí, y también un deseo.
—En tal caso confieso que también es mi deseo. En realidad, me gustaría muchísimo complacerte en esto. Estoy…, en ascuas por complacerte.
El almuerzo se sirvió en el mismo comedor en que habían desayunado. Ahora estaba lleno de alfanos, y con ellos se encontraban Trevize y Pelorat, que habían sido muy bien recibidos por todos. Bliss y Fallom comían en un pequeño anexo, más o menos en privado.
Había varias clases de pescado, además de sopa con trocitos de lo que parecía ser cabrito hervido. Sobre la mesa, hogazas de pan para ser cortado, y mantequilla y mermelada para untar las rebanadas. Después, una ensalada, copiosa y variada, y se notó la falta de postre, aunque se sirvieron zumos de fruta en jarras, inagotables al parecer.
Los dos hombres de la Fundación tuvieron que comer poco después del abundante desayuno, pero todos los demás parecieron hacerlo a dos carrillos.
—¿Cómo se las arreglarán para no engordar? —preguntó Pelorat en voz baja.
Trevize se encogió de hombros.
—Tal vez gracias a mucho trabajo físico.
Saltaba a la vista que era una sociedad en la que el decoro en las comidas no se apreciaba mucho. Había una algarabía de gritos, risas y golpes dados en la mesa con los gruesos y, evidentemente, irrompibles vasos. Las mujeres eran tan vocingleras como los hombres, aunque en un tono más agudo.
Pelorat ponía mala cara, pero Trevize, que ahora (al menos temporalmente) no sentía en absoluto la incomodidad de que había hablado a Hiroko, estaba relajado y de buen humor.
—En realidad —dijo—, esto tiene su lado agradable. Esa gente parece disfrutar de la vida y tener pocas preocupaciones, suponiendo que tengan alguna. El tiempo atmosférico es como ellos lo desean y disfrutan de una comida extraordinariamente abundante. Para ellos, ésta es una edad de oro que se prolonga y se prolonga sin más.
Tenía que gritar para hacerse oír, y Pelorat gritó también al replicar:
—Pero hay demasiado ruido.
—Están acostumbrados.
—No sé cómo pueden entenderse con todo este bullicio.
En verdad, los de la Fundación no comprendían nada. El extraño acento, la gramática arcaica y la sintaxis del idioma alfano hacían imposible la comprensión a unos niveles tan altos de los sonidos. Para ellos, era como escuchar el ruido de un zoo presa de pánico.
Sólo después del almuerzo se reunieron con Bliss en una pequeña estructura que Trevize encontró bastante diferente de la casita de Hiroko y que les había sido destinada como su vivienda temporal. Fallom estaba en la segunda habitación, muy aliviada al encontrarse sola, según declaró Bliss, y tratando de dormir la siesta.
Pelorat miró por la abertura de la pared que hacía las veces de puerta y dijo, vacilando:
—Aquí hay muy poca intimidad. ¿Cómo podemos hablar libremente?
—Te aseguro que en cuanto corramos la cortina nadie nos molestará —dijo Trevize—. La lona hace que esto sea impenetrable por la fuerza de la costumbre social.
Pelorat miró las altas ventanas abiertas.
—Pueden oírnos.
—No tenemos que gritar. Y los alfanos no tratarán de escuchar lo que digamos. Recuerda que cuando estaban fuera del comedor a la hora del desayuno, se mantuvieron a respetuosa distancia de las ventanas.
—Has aprendido mucho sobre las costumbres de Alfa durante el rato que has pasado a solas con la gentil y pequeña Hiroko, y por eso confías tanto en su discreción. ¿Qué sucedió? — Bliss sonrió.
—Si has notado que las fibras de mi mente han experimentado un cambio favorable y puedes adivinar la razón —dijo Trevize—, sólo te pido que dejes a mi mente en paz.
—Sabes muy bien que Gaia no tocará tu mente bajo ninguna circunstancia, salvo de crisis vital, y también sabes la razón. Sin embargo, no estoy mentalmente ciega. Puedo percibir lo que ocurre a un kilómetro de distancia. ¿Es ésta tu costumbre invariable en los viajes espaciales, mi erotómano amigo?
—¿Erotómano? Vamos, Bliss; dos veces en todo el viaje. ¡Dos veces!
—Sólo estuvimos en dos mundos donde hubiese hembras humanas. Dos de dos, y permanecimos unas pocas horas en cada uno de ellos.
—Sabes que era lo único que podía hacer en Comporellon.
—Eso es lógico. Recuerdo la complexión de aquella hembra. — Durante unos momentos, Bliss se destornilló de risa. Después dijo—: En cambio, no creo que Hiroko te redujese a la impotencia con una presa o impusiese su irresistible voluntad a tu cuerpo desvalido.
—Claro que no. Me sometí de buen grado. Pero la idea fue suya.
—¿Siempre te ocurre lo mismo, Golan? —preguntó Pelorat, con un matiz de envidia en su voz.
—No puede ser de otra manera, Pel —dijo Bliss—. Las mujeres se sienten irremisiblemente atraídas por él.
—Ojalá fuese así —repuso Trevize—, pero estás equivocada. Y me alegro. Tengo otras cosas que hacer en mi vida. Pero, en este caso, fue irresistible. A fin de cuentas, éramos las primeras personas de otro mundo que Hiroko veía…, o que veía cualquiera de los que viven en Alfa. Supongo, por algo que se le escapó, y por algunas observaciones casuales, que tenía la excitante idea de que yo sería diferente de los alfanós, bien por mi anatomía, bien por mi técnica. ¡Pobrecilla! Temo haberla defraudado.
—¡Oh! —exclamó Bliss—. ¿Te defraudó ella a ti?
—No —dijo Trevize—. He estado en muchos mundos y tengo cierta experiencia. Y he descubierto que las personas son personas y que el sexo es sexo. Si existe alguna diferencia ostensible, suele ser trivial y desagradable. ¡Las cosas que vi en mis buenos tiempos! Recuerdo una joven que no podía animarse a menos que fuese al son de una música fuerte, una música que era como un chillido desesperado. Por consiguiente, tocó la música y entonces fui yo el que no se pudo animar. Te aseguro que…, si esta vez no pasó lo mismo, me doy por satisfecho.
—A propósito de música —dijo Bliss—, estamos invitados a una velada musical después de la cena. Por lo visto, una ceremonia muy formal, a celebrar en nuestro honor. Creo que los alfanos se sienten muy orgullosos de su música.
Trevize hizo una mueca.
—Su orgullo no hará que la música suene mejor a nuestros oídos.
—Escúchame —dijo Bliss—. Creo que se enorgullecen, sobre todo, porque tocan instrumentos muy antiguos con gran habilidad. Muy antiguos, Tal vez, por medio de ellos, podamos obtener alguna información sobre la Tierra.
Trevize arqueó las cejas.
—Una idea interesante. Y esto me recuerda que los dos podéis haber obtenido alguna información. Janov, ¿viste a ese Monolee de que nos habló Hiroko?
—En efecto —dijo Pelorat—. Estuve tres horas con él y te aseguro que Hiroko no exageró. Nuestra charla se convirtió en un monólogo por su parte y, cuando le dejé para venir a almorzar, se aferró a mí y no me dejó marchar hasta que le prometí volver en cuanto pudiese, para seguir escuchándole.
—¿Te dijo algo de interés?
—Bueno, él…, como todos los demás…, insistió en que la Tierra tenía una radiactividad mortífera y total; también en que los antepasados de los alfanos fueron los últimos en salir de allí, porque, si no lo hubiesen hecho, habrían muerto. Y lo dijo con tal convicción, Golan, que no pude dejar de creerle. Estoy convencido de que la Tierra es un planeta muerto y, por tanto, de que estamos empeñados en una búsqueda inútil.
Trevize se retrepó en su silla, mirando fijamente a Pelorat, que se había acomodado en un estrecho catre. Bliss, que había estado sentada junto a Pelorat y se había levantado, les miró a los dos.
Por último, dijo Trevize:
—Deja que sea yo quien juzgue si nuestra búsqueda es o no inútil. Cuéntame lo que te dijo el viejo parlanchín…, en pocas palabras, desde luego.
—Tom é notas mientras Monolee hablaba —dijo Pelorat—. Con esto reforzaba mi papel de erudito, pero no tengo que referirme a ellas. Sus palabras fluían a raudales. Cada cosa que decía le recordaba otra, pero desde luego, me he pasado toda la vida tratando de organizar la información para entresacar de ella lo importante y significativo, por lo que ahora me resulta natural condensar un discurso largo e incoherente…
—¿En algo igualmente largo e incoherente? — le interrumpió amablemente Trevize—. Ve al grano, querido Janov.
Pelorat carraspeó, confuso.
—Sí, viejo amigo. Trataré de hacer un relato coherente y cronológico. La Tierra fue la cuna de la Humanidad y de millones de especies de plantas y de animales. Y continuó siendo su morada durante innumerables años, hasta que se inventó el viaje hiperespacial. Entonces, se fundaron los mundos Espaciales, Éstos rompieron con la Tierra, desarrollaron sus propias culturas y llegaron a despreciar y oprimir al planeta madre.
»Al cabo de un par de siglos, la Tierra consiguió recobrar su libertad, aunque Monolee no me explicó la manera exacta en que eso se había producido, y yo no me habría atrevido a preguntárselo aunque me hubiese dado ocasión de interrumpirle, porque con ello habría hecho que se subiese por las ramas. Mencionó un héroe de la cultura llamado Elijah Baley, pero la referencia era tan característica de la costumbre de atribuir a un personaje los logros de varias generaciones que habría servido de poco intentar…
—Sí, querido Pel —dijo Bliss—, comprendemos esta parte.
Pelorat hizo una nueva pausa y volvió al grano.
—Desde luego. Disculpadme. La Tierra lanzó una segunda ola colonizadora y fundó muchos nuevos mundos de una manera nueva. El nuevo grupo de colonizadores resultó ser más poderoso que los Espaciales, los adelantó, los derrotó, sobrevivió a ellos y, en definitiva, fundó el Imperio Galáctico. Durante las guerras entre los Colonizadores y los Espaciales…, no, no fueron guerras, pues él cuidó muy bien de emplear la palabra «conflicto»…, la Tierra se volvió radiactiva.
—Esto es ridículo, Janov —dijo Trevize con clara impaciencia—. ¿Cómo puede un mundo volverse radiactivo? Todos los mundos son ligeramente radiactivos, en mayor o menor grado, desde el momento de su formación, y esta radiactividad va decreciendo poco a poco. No pueden volverse radiactivos.
Pelorat se encogió de hombros.
—Yo sólo repito lo que él dijo. Y sólo me contaba lo que les había oído de otros, que a su vez lo habían oído de otros, y así sucesivamente.
Es Historia popular, contada y vuelta a contar durante generaciones, y quién sabe las alteraciones que se producirían a cada repetición.
—Lo comprendo, pero, ¿no hay libros, documentos, narraciones antiguas que hayan permanecido inmutables y puedan darnos datos más concretos que ese relato actual?
—En realidad, pude hacerle esta pregunta y él me respondió que no.
Dijo vagamente que había habido libros sobre eso en épocas remotas, y que se habían perdido hacía tiempo, pero que él contaba lo que se decía en tales libros.
—Sí, pero deformado. La historia de siempre. En todos los mundos que visitamos, los datos sobre la Tierra han desaparecido de alguna manera. Bueno, ¿cómo te ha dicho que empezó la radiactividad en la Tierra?
—No me lo ha contado con detalle. Lo único que dijo fue que los Espaciales fueron los responsables, pero deduje que los Espaciales eran los demonios a quienes culpaba la Tierra de todas sus desdichas. La radiactividad…
Una voz clara le interrumpió:
—Bliss, ¿soy yo un espacial?
Fallom estaba plantada en la estrecha puerta entre las dos habitaciones, con los cabellos revueltos y en camisón (más indicado para la talla de Bliss) dejando al descubierto un seno subdesarrollado.
—Nos preocupamos de los curiosos de fuera —dijo Bliss — y nos olvidamos de la de dentro. Bueno, Fallom, ¿por qué has dicho eso?
Se levantó y se acercó a la jovencita. Fallom dijo:
—Yo no tengo lo mismo que ellos — y señaló a los dos hombres—, ni lo que tú tienes, Bliss. Soy diferente. ¿Es porque soy un Espacial?
—Lo eres, Fallom —dijo Bliss, en tono tranquilizador—, pero las pequeñas diferencias no tienen importancia. Vuelve a la cama.
Fallom se mostró sumisa, como siempre que Bliss quería que lo fuese. Se volvió.
—¿Soy yo un demonio? —preguntó—. ¿Qué es un demonio?
—Esperadme un momento —dijo Bliss por encima del hombro—. Volveré enseguida.
Al cabo de cinco minutos se reunió con ellos. Meneó la cabeza.
—Estará durmiendo hasta que la despierte. Supongo que yo hubiese debido hacer eso antes, pero toda modificación de la mente debe ser resultado de una necesidad. — Y añadió, en son de excusa—: No puedo permitir que se preocupe por las diferencias entre sus órganos sexuales y los nuestros.
—Algún día tendrá que saber que es hermafrodita —dijo Pelorat.
—Algún día — repitió Bliss—, pero no ahora. Sigue con tu relato, Pel.
—Sí —dijo Trevize—, antes de que cualquier otra cosa nos interrumpa.
—Bueno, la Tierra, o su corteza al menos, se hizo radiactiva. En aquellos tiempos, la Tierra tenía una cantidad de población enorme, concentrada en grandes ciudades, la mayoría de ellas subterráneas…
—Bueno — le interrumpió Trevize—, esto no tiene por qué ser cierto necesariamente. Quizás el patriotismo local ensalzó la edad de oro del planeta, y los detalles son una simple deformación de Trantor en su edad de oro, cuando era la capital imperial de todo un sistema de mundos de la galaxia.
Pelorat meditó un momento y después dijo:
—Creo, Golan, que no deberías tratar de enseñarme mi oficio. Los mitólogos sabemos muy bien que los mitos y las leyendas contienen plagios, moralejas, ciclos naturales y otras mil influencias deformantes, y nos esforzamos en eliminarlas y llegar a lo que puede ser el meollo de la verdad. En realidad, estas mismas técnicas pueden aplicarse a los relatos más serios, pues nadie escribe la verdad pura y simple., si es que puede decirse que existió alguna vez. Ahora, te estoy explicando, más o menos, lo que Monolee me ha contado, aunque supongo que debo de estar añadiendo deformaciones de mi propia cosecha a pesar de que me esfuerzo en no hacerlo.
—Bueno, bueno —dijo Trevize—. Prosigue, Janov. No quise ofenderte.
—No me has ofendido. Las grandes ciudades, presumiendo que existiesen, decayeron y se encogieron al ir aumentando la radiactividad, hasta que la población no fue más que un resto de lo que había sido, aferrándose a regiones que aún estaban relativamente libres de radiación. La población se mantuvo baja por el control de la natalidad y la eutanasia de los mayores de sesenta años.
—¡Horrible! —exclamó Bliss indignada.
—Desde luego —dijo Pelorat—, pero eso fue lo que hicieron, según Monolee, y podría ser verdad, pues no es probable que se inventase una mentira tan denigrante para la gente de la Tierra. Los terrícolas, después de haber sido despreciados y oprimidos por los espaciales, lo fueron por el Imperio, aunque aquí puede haber alguna exageración nacida de la compasión por uno mismo, que es una emoción muy seductora. Existe el caso…
—Sí, sí, Pelorat, otro día nos lo contarás. Continúa con la Tierra.
—Disculpadme. El Imperio, en un arranque de benevolencia, accedió a llevarse de allí el suelo contaminado y sustituirlo por otro importado y que estuviese limpio de radiación. Inútil decir que suponía una tarea enorme y que el imperio se cansó pronto de ella, sobre todo porque aquel período (si mi presunción es acertada) coincidió con la caída de Kandar V, después de la cual el Imperio hubo de preocuparse de otras muchas cosas que le importaban más que la Tierra.
»La radiactividad siguió intensificándose, la población continuó decayendo y, por último, el Imperio, en otro arranque de benevolencia, ofreció trasladar el resto de la población a un. nuevo mundo propio, en una palabra, a este mundo.
»Parece ser que, en un período anterior, una expedición había poblado el océano de peces, de manera que, cuando los planes para el traslado de los terrícolas se hicieron, había una atmósfera rica en oxígeno y unas abundantes reservas de comida en Alfa. Además, ningún otro mundo del Imperio Galáctico ambicionó hacerse con ella, pues existe cierta antipatía natural hacia los planetas que giran alrededor de estrellas de un sistema binario. Supongo que en tales sistemas hay tan pocos planetas habitables que incluso éstos son rechazados, porque se presume que algo debe andar mal en ellos. Es una idea muy corriente. Por ejemplo, existe el caso conocido de…
—Más tarde nos explicarás ese caso conocido, Janov —dijo Trevize—. Sigue con el traslado.
—Lo único que faltaba — continuó Pelorat, ahora un poco precipitadamente — era preparar una base de tierra firme. Se buscó la parte en que el océano era menos profundo y se trajeron sedimentos de otras partes para elevar el fondo marino y producir, en definitiva, la isla de Nueva Tierra. Ésta se reforzó con piedras y corales sacados también del fondo del mar. Se sembraron plantas terrestres para que los sistemas de raíces contribuyesen a afirmar el nuevo suelo. Una vez más, el Imperio había emprendido una inmensa tarea. Tal vez se habrían proyectado continentes, pero cuando la isla quedó terminada, también la benevolencia del Imperio acabó.
»Lo que quedaba de la población de la Tierra fue traído aquí. Las flotas del Imperio se llevaron los hombres y la maquinaria que habían traído, y jamás volvieron. Los terrícolas instalados en la Nueva Tierra se encontraron aislados por completo.
—¿Por completo? —preguntó Trevize—. ¿Te dijo Monolee que nadie más de la galaxia estuvo nunca aquí hasta que nosotros llegamos?
—Casi por completo —respondió Pelorat—. Supongo que nada tenían que venir a buscar aquí, incluso dejando aparte la supersticiosa repugnancia por los sistemas binarios. De forma esporádica, a largos intervalos, llegaría alguna nave, como lo ha hecho la nuestra, pero después se marcharía para no regresar jamás. Y es todo.
—¿Preguntaste a Monolee dónde está situada la Tierra?
—Claro que se lo pregunté. Pero lo ignora.
—¿Cómo puede conocer tanto acerca de la Historia de la Tierra sin saber dónde está situada?
—Le pregunté concretamente si la estrella que se halla sólo a un pársec de Alfa podía ser el sol alrededor del cual gira la Tierra. Él no sabia lo que era un pársec, y le expliqué que es una distancia corta en términos astronómicos. Él me respondió que fuese corta o larga la distancia, no sabía dónde estaba la Tierra, que no conocía a nadie que lo supiese, y que, en su opinión, era un error tratar de encontrarla. Había que dejar, dijo, que girase para siempre en paz en el espacio.
—¿Estás de acuerdo con él? —preguntó Trevize.
Pelorat sacudió la cabeza con expresión triste.
—No del todo. pero él dijo que, en vista de cómo siguió aumentando la radiactividad, el planeta debió volverse inhabitable por completo poco después de realizarse el traslado de sus moradores y que ahora tiene que estar ardiendo con tal intensidad que nadie podría acercarse a él.
—Tonterías —dijo Trevize, con firmeza—. Es imposible que un planeta que se haya hecho radiactivo siga aumentando en radiactividad. Ésta sólo tiende a decrecer.
—Pero Monolee está seguro de ello. Y muchos de aquellos con quienes hemos hablado en diversos mundos dicen lo mismo que en la Tierra es radiactiva. Seguramente es inútil que sigamos adelante.
Trevize respiró hondo y, después, habló, dominando el tono de su voz:
—Tonterías, Janov. Eso no es verdad.
—Bueno, viejo amigo —dijo Pelorat—, no se debe creer algo sólo porque se desee creerlo.
—Mis deseos no tienen nada que ver con esto. En todos los mundos que hemos visitado nos hemos encontrado con que todos los datos sobre la Tierra han sido borrados. ¿Por qué habrían tenido que hacer algo así si no hubiese nada que ocultar, si la Tierra fuese un planeta muerto y radiactivo al que nadie pudiese acercarse?
—No lo sé, Golan.
—Sí, lo sabes. Cuando nos acercábamos a Melpomenia, dijiste que la radiactividad podía ser la otra cara de la moneda. De una parte, destruir los documentos para eliminar toda información exacta; de otra, difundir el cuento de la radiactividad, para dar una información errónea. Ambas cosas servirían para disuadir de todo intento de encontrar la Tierra, y nosotros no debemos dejarnos engañar por estos métodos de disuasión.
—Parecéis pensar que aquella estrella próxima es el sol de la Tierra —dijo Bliss—. Entonces, ¿por qué seguir discutiendo sobre la cuestión de la radiactividad? ¿Qué importa eso? ¿Por qué no ir, simplemente, al astro vecino y ver si se trata de la Tierra, y, en tal caso, cómo es?
—Porque los que habitan la Tierra deben ser, a su manera, extraordinariamente poderosos —respondió Trevize—, y yo preferiría acercarme allí teniendo algún conocimiento del planeta y de sus habitantes. Mientras siga ignorando las condiciones de la Tierra, acercarse a ella es peligroso. Creo que lo mejor es que vosotros os quedéis en Alfa y prosiga yo solo hacia ella. Arriesgar una vida ya es bastante.
—No, Golan —repuso Pelorat con enorme seriedad—. Bliss y la niña pueden esperar aquí, pero yo debo ir contigo. He estado buscando la Tierra desde antes de que tú lo hicieses y no puedo quedarme atrás cuando la meta está tan próxima, sean cuales fueren los peligros que puedan amenazarnos.
—Bliss y la niña no esperarán aquí — protestó ella—. Yo soy Gaia, y Gaia puede protegernos incluso contra la Tierra.
—Espero que tengas razón —dijo Trevize, con pesimismo—, pero Gaia no pudo impedir la eliminación de los antiguos datos del papel representado por la Tierra en su fundación.
—Esto ocurrió en los tiempos primitivos de Gaia, cuando todavía no estaba bien organizada, ni había avanzado en sus conocimientos. Ahora, la cosa cambia.
—Ojalá sea así. ¿O es que esta mañana has conseguido alguna información sobre la Tierra que nosotros desconocemos? Te pedí que hablases con alguna de las viejas con quienes estarías en contacto.
—Y lo hice.
—¿Y qué descubriste? —dijo Trevize.
—Nada acerca de la Tierra. Parece una página en blanco.
—Ya.
—En cambio descubrí que tienen una biotecnología muy avanzada.
—¿Sí?
—En esta pequeña isla, han criado y ensayado innumerables especies de plantas y de animales y conseguido un adecuado equilibrio ecológico, estable y duradero, a pesar de que empezaron con muy pocas especies. Han mejorado la vida oceánica que encontraron cuando llegaron aquí hace unos pocos miles de años, aumentado su valor nutritivo y mejorado su sabor. Ha sido su biotecnología la que ha hecho de este mundo un modelo de abundancia. Y también tienen planes para las personas.
—¿Qué clase de planes?
—Saben perfectamente —dijo Bliss — que no pueden esperar aumentar su población en las presentes circunstancias, confinados como están en el pequeño pedazo de tierra que existe en su mundo, pero sueñan en convertirse en anfibios.
—¿Convertirse en qué?
—En anfibios. Proyectan desarrollar branquias, además de los pulmones. Sueñan en poder pasar largos períodos de tiempo bajo el agua, en encontrar regiones poco profundas y construir estructuras en el fondo del océano. Mi informadora estaba muy entusiasmada con la idea, pero, me confesó que era una meta que los alfanos se habían fijado hace algunos siglos y que se habían hecho muy pocos progresos, o acaso ninguno.
—Así pues —dijo Trevize—, hay dos campos en los que podrían estar más avanzados que nosotros: el control del tiempo atmosférico y la biotecnología. Me pregunto cuáles serán sus técnicas.
—Tenemos que encontrar especialistas — indicó Bliss—, y es posible que éstos no quieran hablar de ello.
—A nosotros no nos interesa en particular —repuso Trevize—, pero está claro que podría convenir a la Fundación aprender algo de este mundo en miniatura.
—En Terminus controlamos bastante bien el tiempo — insinuó Pelorat.
—El control es bueno en muchos mundos —dijo Trevize—, Pero siempre se refiere al mundo como totalidad. Aquí, los alfanas Controlan el tiempo de una pequeña porción de su mundo y deben poseer técnicas que nosotros ignoramos. ¿Algo más, Bliss?
—Invitaciones sociales. Parece que este pueblo es muy aficionado a las fiestas y que las celebran siempre que la pesca y el cultivo de los campos se lo permiten. Esta noche, después de la cena, habrá un festival de música. Ya os lo había dicho. Mañana, durante el día, habrá una fiesta en la playa. Tengo entendido que todos los que puedan abandonar los campos se reunirán en la orilla de la isla para disfrutar del agua y del sol, ya que lloverá al día siguiente. Por la mañana, la flota pesquera volverá, anticipándose a la lluvia, y por la noche se celebrará un banquete para probar el producto de la pesca.
—Las comidas corrientes son bastante copiosas — gruñó Pelorat—. Me pregunto cómo será un banquete.
—Supongo que no se distinguirá por la cantidad, sino por la variedad.
En todo caso, los cuatro estamos invitados a participar en todas las fiestas y, en especial, al festival de música de esta noche.
—¿A base de instrumentos antiguos? —preguntó Trevize.
—Así es.
—¿Y en qué consiste su antigüedad? ¿Tienen acaso ordenadores primitivos?
—No, no, y eso es lo curioso. No se trata de música electrónica, sino mecánica. Me la describieron. Rascan cuerdas, soplan en tubos y golpean superficies..
—Espero que esto sea un invento tuyo —dijo Trevize, horrorizado.
—Yo no me estoy inventando nada. Y tengo entendido que tu Hiroko soplará en uno de los tubos, he olvidado su nombre, y tendrás que ser capaz de soportarlo.
—A mí me gustará ir —dijo Pelorat—. Sé muy poco de música primitiva y tengo ganas de oírla.
—Ella no es «mi Hiroko» — advirtió Trevize con frialdad—. Pero, ¿supones que son instrumentos del tipo que antaño usaron en la Tierra?
—Creo que sí —respondió Bliss—. Al menos, las mujeres me dijeron que habían sido inventados mucho antes de que sus antepasados viniesen aquí.
—En tal caso —dijo Trevize—, valdrá la pena escuchar todas esas rascaduras, bufidos y golpeteos, pues tal vez puedan proporcionarnos alguna información sobre la Tierra.
Aunque pareciese extraño, Fallom fue la que más se entusiasmó ante la perspectiva de una velada musical. Ella y Bliss se habían bañado en el cuarto exterior de detrás de la vivienda en que se alojaban. Había en él un baño con agua corriente, caliente y fría (o más bien, tibia y fresca), un lavabo y un inodoro. Estaba perfectamente limpio y, a la luz del sol de la tarde, incluso bien iluminado y alegre.
Como siempre, Fallom se sintió fascinada por los senos de Bliss y ésta tuvo que decirle (ahora que Fallom comprendía el galáctico) que la gente era así en su mundo. A lo cual, Fallom, replicó inevitablemente: — ¿Por qué?
Y Bliss, después de pensarlo un poco, decidió que no había una respuesta lógica, así que, volvió a la contestación universal:- ¡Porque sí!
Cuando hubieron terminado de bañarse, Bliss ayudó a Fallom a ponerse la prenda interior que las alfanas les habían proporcionado y descubrió la manera en que se ceñía la falda sobre aquélla. Dejar a Fallom desnuda de cintura para arriba parecía bastante razonable. En cuanto a ella, si bien empleó las prendas alfanas de cintura para abajo (le apretaban bastante las caderas), se puso su propia blusa. Parecía tonto resistirse a exhibir los senos en una sociedad en que todas las mujeres lo hacían, sobre todo cuando los suyos no eran muy grandes y estaban tan bien formados como los mejores que había visto, pero ella era así.
Los dos hombres entraron después y por turno, en el lavabo, murmurando Trevize la acostumbrada queja masculina sobre el tiempo empleado por las mujeres.
Bliss hizo que Fallom se diese la vuelta para asegurarse de que la falda se adaptaba bien a sus caderas y nalgas de muchacho.
—Es una falda muy bonita, Fallom —dijo—. ¿Te gusta?
Fallom se miró a un espejo.
—Sí, me gusta —respondió—. Pero, ¿no tendré frío en el cuerpo? — añadió, pasándose las manos por el pecho desnudo. — No lo creo, Fallom. En este planeta hace mucho calor.
—Pero tú te has puesto algo.
—Sí, es verdad. En nuestro mundo lo hacemos así. Y ahora, Fallom, vamos a estar con muchos alfanos durante la cena y después de ésta. ¿Crees que podrás soportarlo?
Fallom pareció contrariada al oír aquello.
—Yo me sentaré a tu derecha — siguió Bliss—. Pel lo hará a tu izquierda, y Trevize al otro lado de la mesa, delante de ti. No dejaremos que nadie te hable, y tú no tendrás que hablar a nadie.
—Lo intentaré, Bliss —dijo Fallom, con su voz más aguda.
—Después — continuó Bliss—, algunos alfanos tocarán música para nosotros a su manera especial. ¿Sabes lo que es la música?
Tarareó un poco, imitando lo mejor posible la armonía electrónica.
El semblante de Fallom se alegró.
—Quieres decir…
Pronunció la última palabra en su propio idioma y después empezó a cantar.
Bliss abrió mucho los ojos; era una bella tonada, aunque un poco salvaje y rica en trinos.
—Sí —dijo Bliss—. Esto es música.
Fallom dijo con entusiasmo:
—Jemby hacía… — Vaciló y después decidió emplear la palabra galáctica -… música todo el tiempo. Hacía música con un…
De nuevo dijo una palabra en su propio idioma. Bliss trató de repetirla. Fallom se echó a reír.
—No es así —dijo. Ahora pronunció las dos palabras seguidas, para que Bliss pudiese observar la diferencia, pero ésta renunció a reproducir la segunda.
—¿Cómo es? —dijo.
Como el limitado vocabulario galáctico de Fallom no le permitía hacer una descripción adecuada todavía, trató de realizarla con ademanes que no resultaron claros para Bliss.
—Me mostró la manera de tocarlo —dijo Fallom con orgullo—. Empleé mis dedos como lo hacía Jemby, pero éste dijo que pronto no tendría que hacerlo.
—Eso es maravilloso, querida. Después de la cena veremos si los alfanos son tan buenos como tu Jemby.
Los ojos de Fallom brillaron, y los agradables pensamientos de lo que vendría después hicieron que aguantase bien la copiosa cena, a pesar de la multitud, las risas y el ruido. Sólo una vez, cuando un plato fue volcado accidentalmente, provocando chillidos muy cerca de ellos, pareció que Fallom se asustaba, y Bliss tuvo que tranquilizarle con un cálido y protector abrazo.
—Me pregunto si podríamos arreglarnos para comer solos —dijo Bliss en voz baja a Pelorat—. De otra manera, tendremos que marcharnos de este planeta. Ya es bastante malo tener que comer las proteínas animales que nos ponen los Aislados, pero al menos tendríamos que poder hacerlo en paz.
—Es porque están contentos —dijo Pelorat, que era capaz de soportar cualquier cosa que no fuese irracional y que pudiese calificarse de comportamiento primitivo.
Entonces, la cena terminó y se anunció que el festival de música no tardaría en empezar.
La sala en que iba a celebrarse el festival de música era tan espaciosa como el comedor y en ella había sillas plegables (bastante incómodas, pensó Trevize) para unas ciento cincuenta personas. Como invitados de honor, los visitantes fueron conducidos a la primera fila, y varios alfanos comentaron cortés y favorablemente su indumentaria. Los dos hombres iban desnudos de cintura para arriba, y Trevize contraía los músculos abdominales siempre que pensaba en ello y, en ocasiones, se miraba con satisfecha admiración el pecho poblado de vello oscuro. A Pelorat, con su afanosa observación de cuanto le rodeaba, le tenía sin cuidado su propio aspecto. La blusa de Bliss provocaba disimuladas miradas de asombro, pero nadie hizo alusión a ella.
Trevize observó que la sala estaba sólo a medio llenar y que la inmensa mayoría del público era femenino, ya que, era de: suponer, que tantos hombres estaban en la mar.
Pelorat dio un codazo a Trevize.
—Tienen electricidad — murmuró.
Trevize miró los tubos verticales en las paredes, y otros fijados en el techo. Eran suavemente luminosos.
—Fluorescentes —dijo—. Muy primitivos.
—Sí, pero útiles, y nosotros los tenemos en nuestras habitaciones y en el lavabo. Pensaba que sólo eran objetos decorativos. Si podemos encontrar la manera de encenderlos, no tendremos que permanecer a oscuras.
—Podrían habérnoslo dicho —exclamó Bliss, con irritación.
—Debieron pensar que lo sabíamos —dijo Pelorat—, que todo el mundo tenía que saberlo.
Entonces salieron cuatro mujeres de detrás de unas cortinas y se sentaron en grupo en el espacio vacío delante de ellos. Cada una de ellas llevaba un instrumento de madera barnizada y forma parecida, pero que no era fácil de describir. Todos eran de tamaño diferente: uno, muy pequeño; dos, algo más grandes, y el cuarto, bastante más luminoso. Cada mujer sostenía una varilla larga en la otra mano también.
El público lanzó suaves silbidos al entrar ellas, y las cuatro mujeres hicieron una reverencia. Las cuatro llevaban una gasa envolviendo sus senos como para evitar que éstos estorbasen el manejo del instrumento.
Trevize, interpretando los silbidos como señales de aprobación, o de satisfecha anticipación, creyó que era cortés silbar también. Fallom añadió a esto un trino que era mucho más que un silbido y empezaba a llamar la atención cuando la presión de la mano de Bliss hizo que se callase.
Tres de las mujeres, sin preparación alguna, apoyaron los instrumentos debajo de sus barbillas, mientras el más grande de ellos permanecía entre las piernas de la cuarta mujer y se apoyaba en el suelo. La larga varilla que cada una de ellas sostenía en la mano derecha rozaba las cuerdas tensas casi a todo lo largo del instrumento, mientras los dedos de la mano izquierda pasaban rápidamente sobre los extremos superiores de aquellas cuerdas.
Esto, pensó Trevize, era la «rascadura» que había esperado, pero no sonaba como tal. Había una suave y melodiosa sucesión de notas; cada instrumento tocaba algo por su cuenta, pero el conjunto armonizaba agradablemente.
Aquello carecía de la infinita complejidad de la música electrónica (la «verdadera música», como no podía dejar de pensar Trevize) y todo resultaba parecido. Sin embargo, con el paso del tiempo y al irse acostumbrando su oído a aquel sistema extraño de sonidos, empezó a captar sus sutilezas. Era fatigoso tener que prestar tanta atención, y rememoró aun añoranza en el clamor, en la precisión matemática y en la rareza de la música real, pero pensó que si escuchaba los acordes de aquellos sencillos aparatos de madera durante el tiempo suficiente, acabarían por gustarle.
Hiroko apareció cuando el concierto llevaba unos cuarenta y cinco minutos de duración. Vio a Trevize en la primera fila y le sonrió. Él se sumó de todo corazón a los suaves silbidos de bienvenida del público.
Estaba muy bella con su larga falda, primorosa, una flor grande en los cabellos, y nada sobre los senos, ya que (por lo visto) no había peligro de que dificultasen el manejo del instrumento.
Éste resultó ser un tubo de madera oscura, de unos dos metros de largo y casi dos centímetros de grueso. Lo llevó a sus labios y sopló por una abertura próxima a un extremo, produciendo una nota fina y dulce que osciló al manipular los dedos unos objetos de metal colocados a lo largo del tubo.
Al oír el primer sonido, Fallom apretó el brazo de Bliss y dijo:
—Bliss, esto es…
Bliss creyó oír la misma palabra que antes no había comprendido.
Entonces, sacudió enérgicamente la cabeza, mirando a Fallom.
—¡Pero lo es! —exclamó la niña en voz más baja.
Otras personas miraban en la dilección de Fallom. Bliss le tapó la boca con la mano y se inclinó para murmurar a su oído un casi imperioso «¡Silencio!».
A partir de entonces, Fallom escuchó la interpretación de Hiroko sin decir nada, pero movía los dedos espasmódicamente, como si tocase aquellos objetos a lo largo del instrumento.
El último concertista fue un viejo que llevó un instrumento de lados Arrugados suspendido de los hombros delante de él. Lo estiraba y lo encogía, mientras pasaba la mano sobre una serie de objetos blancos y negros situados en un extremo, apretándolos por grupos.
Trevize encontró aquella música particularmente fatigosa, bastante bárbara y tan desagradable como el recuerdo de los ladridos de los perros de Aurora…, y no es que el sonido se pareciese al de los ladridos, pero le provocaba emociones similares. Bliss parecía como si desease taparse los oídos con las manos, y Pelorat tenía fruncido el entrecejo, sólo Fallom daba la sensación de disfrutar con aquello, pues golpeaba ligeramente el suelo con un pie, y Trevize, que lo advirtió. se dio cuenta, Sorprendido de que la música seguía el compás marcado por el pie de Fallom.
Por fin todo terminó y hubo una verdadera tormenta de silbidos, entre los que sobresalía, claramente, el trino de Fallom.
Entonces, el público se dividió en pequeños grupos que empezaron a charlar con la fuerza y la estridencia a que parecían tan aficionados los alfanos en las ocasiones públicas. Los que habían participado en el concierto permanecían en la parte delantera de la sala y hablaban con los que se acercaban a felicitarles.
Fallom se desprendió del brazo de Bliss y corrió hacia Hiroko.
—¡Hiroko! — gritó, jadeando—. Déjame ver el…
—¿Qué, querida?
—La cosa con que hiciste la música.
—¡Oh! — Hiroko se echó a reír—. Es una flauta, pequeña.
—¿Puedo verla?
—Claro. — Hiroko abrió un estuche y sacó el instrumento. Se componía de tres partes, que ella juntó rápidamente, y acercó la boquilla de la flauta a los labios de Fallom y le dijo—: Ahora, sopla con todas tus fuerzas.
—Ya sé, ya sé —dijo Fallom ansiosa, alargando una mano para coger la flauta.
Hiroko, de forma automática, la retiró y la agarró con fuerza.
—Sopla, niña, pero no la toques.
Fallom pareció contrariada.
—Entonces, ¿puedo mirarla? —dijo—. No la tocaré.
—Claro que sí, querida.
Tendió de nuevo la flauta y Fallom la miró con anhelo.
Y en ese momento, la luz fluorescente de la sala se redujo un poco y sé oyó, inseguro y tembloroso, el sonido de una nota que brotaba de la flauta.
Hiroko, sorprendida, casi dejó caer el instrumento.
—¡Lo he conseguido! —exclamó Fallom—. ¡Lo he conseguido! Jemby dijo que algún día podría hacerlo.
—¿Has sido tú quien ha producido ese sonido? —preguntó Hiroko.
—Sí, he sido yo. He sido yo.
—Pero, ¿cómo lo has conseguido, pequeña?
Bliss, con el rostro enrojecido por la confusión dijo:
—Lo siento, Hiroko. Me la llevaré.
—No —dijo Hiroko—. Deseo que lo haga otra vez.
Los alfanos que estaban más próximos se arrimaron para observar.
Fallom frunció el entrecejo, como esforzándose. Las lámparas fluorescentes se atenuaron más que antes y la nota sonó de nuevo en la flauta, esa vez pura y sostenida. Entonces el sonido se hizo desigual, al moverse los objetos metálicos a lo largo de la flauta por sí solos.
—Es un poco diferente del… —dijo Fallom, con voz un poco entrecortada, como si la flauta hubiese sido activada por su aliento y no por el aire.
—Debe sacar la energía de la corriente eléctrica que alimenta las lámparas fluorescentes —dijo Pelorat a Trevize.
—Prueba otra vez — indicó Hiroko, con voz ahogada.
Fallom cerró los ojos. Ahora la nota brotó más suave y más controlada. La flauta tocaba sola, sin que los dedos interviniesen, accionada por una energía remota transducida por los todavía inmaduros lóbulos del cerebro de Fallom. Las notas que habían empezado casi al azar se ordenaron en una sucesión musical y, ahora, todos los que estaban en la sala se agruparon alrededor de Hiroko y de Fallom, mientras aquélla sostenía la flauta entre los dedos índice y pulgar en cada extremo y Fallom, con los ojos cerrados, dirigía la corriente de aire y el movimiento de las llaves.
—Es la misma pieza que yo toqué — murmuró Hiroko.
—La recuerdo —dijo Fallom, asintiendo ligeramente con la cabeza y procurando no romper su concentración.
—No has fallado una sola nota —dijo Hiroko, cuando hubo terminado.
—Pero no está bien, Hiroko. Tú no la tocaste bien.
—¡Fallom! —dijo Bliss—. Eso es una impertinencia. No debes…
—Por favor, no intervengas —dijo Hiroko autoritaria—. ¿Por qué no está bien, pequeña?
—Porque yo la tocarla de un modo diferente.
—Entonces, muéstrame cómo lo harías.
Y la flauta tocó de nuevo, pero de una manera más complicada, pues las fuerzas que impulsaban las llaves lo hacían con más rapidez, con una sucesión más veloz y con combinaciones más difíciles que antes. La música era más compleja e infinitamente más emocional y conmovedora.
Hiroko permanecía tensa, y ya no se oían otros ruidos en la sala. Cuando Fallom hubo terminado, prosiguió el silencio hasta que Hiroko suspiró profundamente.
—¿Habías tocado esto antes, pequeña? —preguntó.
—No —respondió Fallom—. Antes sólo podía usar mis dedos, y no puedo hacer que mis dedos toquen así. — Y con acento sencillo, sin la menor jactancia, añadió—: Nadie puede hacerlo.
—¿Sabes tocar otras cosas?
—Puedo inventarlas.
—¿Quieres decir…, improvisar?
Fallom arrugó la frente al oír aquella palabra y miró a Bliss. Ésta asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Fallom.
—Entonces, hazlo, por favor —dijo Hiroko.
Fallom hizo una pausa y pensó durante un minuto o dos. Después empezó lentamente, en una sencilla sucesión de notas que formaban un conjunto que dijérase de ensueño. Las lámparas fluorescentes rebajaban su luz o brillaban según aumentase o disminuyese la cantidad de energía empleada. Nadie dio muestras de advertirlo, pues aquello parecía ser efecto más que causa de la música, como si un fantasma eléctrico obedeciese los dictados de las ondas sonoras.
Entonces, la combinación de notas se repitió un poco más fuerte, y después con variaciones que, sin perder la clara combinación básica, se hizo más excitante y más conmovedora, hasta el punto de casi cortar la respiración a los oyentes. Por último, descendió con mucha más rapidez de lo que había ascendido, produciendo el efecto de una caída en picado que hizo que el auditorio se encontrase a nivel del suelo cuando todavía tenía la impresión de estar flotando en el aire.
Aquello fue un pandemónium, e incluso Trevize, que estaba acostumbrado a una clase de música muy diferente, pensó con tristeza: «Y ya no volveré a oír esto.»
Cuándo el silencio se hizo de nuevo, ahora forzado, Hiroko tendió su flauta.
—Tómala, Fallom, ¡es tuya!
Fallom iba a asirla ansiosamente, pero Bliss sujetó el brazo estirado y dijo:
—No podemos aceptarla, Hiroko. Es un instrumento tan valioso.
—Tengo otra, Bliss. No tan buena, pero esto es lo que debe ser. Este instrumento perteneció a la persona que lo tocaba mejor, yo no había oído nunca una música igual, y no tengo derecho a usar un instrumento del que no puedo sacar todo su ritmo. Ojalá supiese cómo se puede tocar sin tocarlo.
Fallom tomó la flauta y, con una expresión de profundo contento, la estrechó contra su pecho.
Había una lámpara fluorescente en cada una de las dos habitaciones de la vivienda que tenían asignadas, y una tercera en el lavabo exterior.
La luz era débil y resultaba incómoda para leer, pero al menos las habitaciones no estaban a oscuras.
Sin embargo, se entretuvieron fuera de la casa. En el cielo las estrellas brillaban, algo siempre fascinante para un nativo de Terminus donde casi no había estrellas en el cielo nocturno, en el que sólo destacaba la reducida nebulosa de la Galaxia.
Hiroko les había acompañado a sus habitaciones, por miedo de que se perdiesen o tropezasen en la oscuridad. Durante todo el camino, llevó a Fallom de la mano, y cuando hubo encendido las lámparas fluorescentes, permaneció con ellos en el exterior, sin soltar a la niña.
Bliss insistió de nuevo, pues le parecía claro que Hiroko se hallaba en un estado de difícil conflicto emocional:
—Realmente, Hiroko, no podemos aceptar tu flauta.
—Fallom debe tenerla — insistió la joven, pero dio la sensación de continuar con los nervios de punta.
Trevize no dejaba de mirar el cielo. La noche era muy oscura, con una oscuridad que apenas se veía afectada por la poca luz que salía de sus habitaciones, y mucho menos por los pequeños destellos de otras casas más lejanas.
—Hiroko —dijo—, ¿ves aquella estrella tan brillante? ¿Cómo se llama?
Hiroko levantó la mirada y dijo, sin visible interés:
—Es la Compañera.
—¿Por qué la llamáis así?
—Da la vuelta a nuestro sol cada ochenta años. En esta época es una estrella de la tarde. Se puede ver con luz de día cuando está sobre el horizonte.
«Bien — pensó Trevize—. Sabe algo de astronomía.»
—¿Sabes que Alfa tiene otra compañera, muy pequeña, opaca y que está mucho más lejos que la estrella brillante? No puede verse sin telescopio —dijo él. Nunca la había visto, ni se había preocupado en buscarla, pero el ordenador de la nave tenía la información en sus bancos de memoria.
—Así nos lo dijeron en el colegio—asintió ella, con indiferencia.
—Y ahora, ¿qué me dices de aquéllas? Las seis estrellas alineadas en zigzag.
—Es Casiopea —respondió Hiroko.
—¿De veras? —dijo Trevize, sorprendido—. ¿Cuál de ellas?
—Todas. Su conjunto. Es Casiopea.
—¿Por qué la llamáis así?
—Lo ignoro, yo no sé nada de astronomía, respetable Trevíze.
—¿Ves la estrella más baja de la línea en zigzag, la que brilla más que las otras? ¿Qué es?
—Es una estrella. No sé su nombre.
—Pero a excepción de las dos estrellas compañeras, es la más próxima a Alfa. Sólo está a un pársec de distancia.
—Tú lo dices —repuso Hiroko—. Yo no lo sé.
—¿No podría ser la estrella alrededor de la cual gira la Tierra?
Hiroko miró la estrella, ahora con un poco de interés.
—No lo sé, No lo he oído decir a nadie.
—¿Crees que podría serlo?
—¿Cómo puedo saberlo? Nadie sabe dónde puede estar la Tierra. Ahora debo dejarte. Mañana por la mañana tengo que hacer mi turno en el campo antes de la fiesta de la playa. Os veré a todos allí, después del almuerzo. ¿Si?
—Claro que si, Hiroko.
Ella se marchó de pronto, medio corriendo en la oscuridad. Trevize la miró alejarse y después siguió a los otros al interior de la casita débilmente iluminada.
—¿Puedes decirme si mintió acerca de la Tierra, Bliss? —preguntó a ésta.
Ella movió la cabeza en un gesto negativo.
—No creo que mintiese. Se encuentra bajo una enorme tensión, algo que no advertí hasta después del concierto. Ya lo estaba antes de que tú le preguntases acerca de las estrellas.
—¿Será porque se desprendió de su flauta?
—Tal vez. No lo sé. — Se volvió a Fallom—. Ahora, Fallom, quiero que vayas a tu habitación. Cuando estés lista para ir a la cama, ve al lavabo, usa el orinal, y, después, lávate las manos, la cara y los dientes.
—Me gustaría tocar la flauta, Bliss.
—Sólo un ratito, y muy bajo. ¿Lo has entendido, Fallom? Y debes parar cuando yo te lo diga.
—Si, Bliss.
Quedaron los tres solos; Bliss en la única silla y los hombres sentados cada cual en su catre.
—¿Es de alguna utilidad que permanezcamos más tiempo en este planeta? —preguntó ella.
Trevize se encogió de hombros.
—Nunca hemos hablado de la Tierra en relación con los instrumentos antiguos y tal vez esto podría darnos alguna pista. Y quizá también fuese útil que esperásemos el regreso de la flota pesquera. Los pescadores podrían saber algo que los que se quedan en casa ignoran.
—Muy improbable, creo yo —dijo Bliss—. ¿Estás seguro de que no son los negros ojos de Hiroko los que te retienen?
—No lo entiendo, Bliss —dijo Trevize con impaciencia—. ¿Qué te importa lo que yo haga? ¿por qué pareces atribuirte el derecho a juzgar mi moral?
—No me interesa tu moral. El asunto afecta a nuestra expedición. Tú deseas encontrar la Tierra para convencerte de que estás en lo justo al elegir Galaxia sobre los mundos Aislados. Y yo quiero que lo decidas. Dices que necesitas visitar la Tierra para tomar esa decisión y pareces convencido de que la Tierra gira alrededor de aquella estrella brillante, vayamos, pues, allá. Reconozco que sería útil tener alguna información antes de ir, pero está claro que no la encontraremos aquí. No deseo quedarme por el mero hecho de que a ti te guste Hiroko.
—Tal vez nos marchemos —dijo Trevize—. Deja que lo piense, Y está segura de que Hiroko no influirá en mi decisión.
—Yo creo que deberíamos acercarnos a la Tierra —dijo Pelorat—, aunque sólo fuese para ver si es o no radiactiva. No veo por qué hemos de esperar más tiempo.
—¿Estás seguro de que no son los ojos negros de Bliss los que te impulsan? —preguntó Trevize, con cierta ironía. Pero enseguida rectificó—: No, lo retiro, Janov. Ha sido una chiquilinada de mi parte. Sin embargo, éste es un mundo encantador, dejando aparte a Hiroko, y debo decir que, en otras circunstancias, me sentiría tentado a quedarme aquí indefinidamente. ¿No crees, B1iss, que Alfa destruye tu teoría sobre los mundos Aislados?
—¿En que sentido? —pregunto ella.
—Has estado sosteniendo que todo mundo realmente aislado se vuelve peligroso y hostil.
—Incluso Comporellon —dijo Bliss imparcial—, que esta bastante afuera de la corriente principal de actividad galáctica, ya que solamente es, en teoría, una Potencia Asociada a la Federación de la Fundación.
—Pero no Alfa, Este mundo sí que es totalmente aislado, sin embargo, ¿podemos quejarnos de su amabilidad y de su hospitalidad? Nos alimentan, nos visten, nos dan albergue, celebran fiestas en nuestro honor, insisten en que nos quedemos, ¿Qué defectos podemos achacarles?
—Por lo visto, ninguno, Hiroko incluso te da su cuerpo.
—¿Por qué te preocupas de eso, Bliss — inquirió enojado Trevize — Ella no me dio su cuerpo. Los dos nos dimos nuestros cuerpos mutuamente. Fue una acción reciproca y muy agradable. Y no puedes decir que tu vaciles en dar tu cuerpo si te apetece.
—Por favor, Bliss —dijo Pelorat — Golan tiene toda la razón. No hay motivo para que pongas reparos a sus placeres privados.
—Con tal de que no nos afecten a todos nosotros — insistió terca Bliss.
—No nos afectan. Nos iremos de aquí, te lo aseguro, — prometio Trevize—. La demora para buscar mas información no será larga.
—Sin embargo, yo no confío en los Aislados —dijo Bliss — aunque nos llenen de obsequios.
Trevize levanto los brazos.
—Sientas una conclusión y después retuerces las pruebas para que se adapten a ella. Muy propio de una…
—No lo digas —dijo Bliss — en un tono amenazador — Yo no soy una mujer. Yo soy Gaia. Es Gaia, no yo, quien está inquieta.
—No hay razón para…
En aquel momento se oyeron unos golpecitos en la puerta. Trevize se interrumpió.
—¿Qué es eso? —dijo en voz baja.
Bliss se encogió ligeramente de hombros.
—Abre la puerta y lo veras. Eres tu quien dice que este es un mundo amable y que no ofrece peligro.
Sin embargo, Trevize vaciló, hasta que una voz suave les llegó desde el otro lado de la puerta.
—Por favor. ¡Soy yo!
Era la voz de Hiroko. Trevize abrió.
Hiroko entró rápidamente. Tenía húmedas las mejillas.
Cerrad la puerta — jadeó.
—¿Qué pasa? —preguntó Bliss.
Hiroko se agarró a Trevize.
—No he podido evitar el venir. Lo he intentado, pero me ha sido imposible. Márchate, marchaos todos. Y llevaos a la niña, sin perder un momento. Llevaos la nave lejos…, lejos de Alfa…, mientras aún es de noche.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Trevize..
—Porque si no lo haces, morirás; moriréis todos vosotros.
Los tres forasteros miraron a Hiroko fijamente durante un largo momento.
—¿Quieres decir que tu gente nos matará? —preguntó Trevize.
Hiroko respondió, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Tú estás ya camino de la muerte, respetable Trevize. Y los otros también. Hace mucho tiempo, nuestros sabios inventaron un virus, inofensivo para nosotros, pues estamos inmunizados, pero mortal para los forasteros. — Sacudió el brazo de Trevize—. Tú estás contagiado.
—¿Cómo?
—Cuando gozamos los dos juntos. Es una de las maneras de contagiar el virus.
—Pero me encuentro muy bien —dijo Trevize.
—El virus es inactivo todavía. Se activará cuando la flota pesquera regrese. Según nuestras leyes, la decisión corresponde a todos, incluso a los hombres. Pero seguro que decidirán que debemos hacerlo, y os retendremos aquí hasta que llegue el momento, dentro de dos mañanas. Marchaos mientras es de noche todavía y nadie sospecha nada.
—¿ Por qué hacéis esto? —preguntó vivamente Bliss.
—Por nuestra seguridad. Somos pocos y poseemos mucho. No queremos que los forasteros nos invadan. Si uno viene y después cuenta por ahí lo que ha visto, vendrán otros. Por eso, cuando una nave llega, de tarde en tarde, debemos aseguramos de que no se marche.
—Entonces —dijo Trevize—, ¿por qué nos avisas a nosotros?
—No me preguntes la razón… Pero si, te la diré, ya que vuelvo a oír aquello. Escuchad…
Pudieron oír que Fallom tocaba suavemente, con infinita dulzura, en la habitación contigua.
—No puedo consentir la destrucción de esa música, pues la niña moriría también.
—¿Fue por esto que diste la flauta a Fallom? — inquirió Trevize con severidad—. ¿Porque sabías que la recobrarías cuando ella hubiese muerto?
Hiroko pareció horrorizada.
—No, no lo pensé. Y cuando al fin lo hice, comprendí que estaba mal. Marchaos con la niña, y que ella se lleve la flauta que nunca volveré a ver. Tú estarás a salvo en el espacio, y el virus que hay en tu cuerpo, al no ser activado, morirá al cabo de un tiempo. Sólo os pido, a cambio, que ninguno de vosotros habléis jamás de este mundo, para que nadie más se entere de su existencia.
—No hablaremos de él — prometió Trevize.
Hiroko levantó la cabeza y dijo, bajando la voz:
—¿No puedo besarte una vez antes de que te marches?
—No —dijo Trevize—. Me has contagiado una vez y creo que ya es bastante. — Después, suavizando un poco la voz añadió—: No llores.
La gente te preguntaría por qué lo haces y no podrías responder. Te perdono lo que me has hecho, en vista de que ahora te esfuerzas en salvarnos.
Hiroko se irguió, se enjugó cuidadosamente lar mejillas con el dorso de las manos y respiró hondo.
—Gracias por esto —dijo, saliendo después rápidamente.
—Apagaremos la luz, esperaremos un rato y después nos marcharemos — urgió Trevize—. Bliss, dile a Fallom que deje de tocar su instrumento. Acuérdate de que se lleve la flauta, desde luego. Nos dirigiremos a la nave, si podemos encontrarla en la oscuridad.
—Yo la encontraré —dijo Bliss—. Hay ropa mía a bordo y, aunque en ínfima proporción, también ella es Gaia. Gaia no tendrá dificultad en encontrar a Gaia.
Y pasó a su habitación para recoger a Fallom.
—¿Crees que habrán averiado nuestra nave para impedir que salgamos del planeta? —preguntó Pelorat.
—Carecen de tecnología para ello —dijo, hosco, Trevize.
Cuando Bliss salió de la habitación llevando a Fallom de la mano, Trevize apagó las luces.
Permanecieron sentados en silencio en la oscuridad durante lo que les pareció la mitad de la noche aunque quizá no hubiese transcurrido más que media hora. Entonces, Trevize abrió la puerta, poco a poco y sin ruido. El cielo parecía un poco más nublado, pero brillaban estrellas aún. En lo alto estaba Casiopea, con lo que podía ser el Sol de la Tierra resplandeciendo en su punta inferior. El aire permanecía en calma y no se oía ningún ruido.
Trevize salió cauteloso e hizo señas a los otros para que lo siguiesen. Casi sin pensarlo, llevó una mano a la culata de su látigo neurónico. Estaba seguro de que no tendría que usarlo, pero…
Bliss se puso en cabeza, asiendo a Pelorat de la mano, el cual asía a su vez la de Trevize. Bliss llevaba a Fallom de la otra mano, y ésta llevaba la flauta en la que tenía libre. Tanteando el suelo con los pies en aquella oscuridad casi total, Bliss guió a los otros hacia la Far Star, cuya situación le era débilmente indicada por su ropa.