Segunda parte Comporellon

III. En la estación de entrada

Bliss penetró en su cámara.

—¿Te ha dicho Trevize que vamos a dar el Salto hacia el hiperespacio en cualquier momento? —preguntó.

Pelorat, que estaba inclinado sobre su disco visual, levantó la cabeza.

—En realidad —respondió—, sólo se asomó y me dijo:. «dentro de media hora».

—No me gusta pensar en ello, Pel. Nunca me ha gustado el Salto.

Me causa una sensación extraña que me revuelve por dentro.

Pelorat pareció un poco sorprendido.

—No había pensado en ti como viajera espacial, Bliss, querida.

—Y no lo soy, y con ello no quiero significar que esto sólo me afecte como componente. La propia Gaia no tiene ocasión de realizar viajes espaciales regulares. Por «mi-nuestra-de Gaia» naturaleza, «yo-nosotros-Gaia» no exploramos, ni comerciamos, ni hacemos excursiones en el espacio. Sin embargo, es necesario enviar a alguien a las estaciones de entrada…

—Como cuando tuvimos la suerte de conocerte.

—Sí, Pel —le dijo con una afectuosa sonrisa—. O incluso tenemos que visitar Sayshell y otras regiones estelares por diversas razones…, clandestinas por lo general. Pero, clandestinamente o no, siempre significa el Salto y, desde luego, cuando cualquier parte de Gaia salta, toda Gaia lo siente.

—Mal asunto —dijo Pel.

—Podría ser peor. La gran masa de Gaia no efectúa el Salto, por lo que su efecto resulta sumamente diluido. Pero yo parezco sentirlo con mucha más intensidad que la mayoría de Gaia. Como muchas veces he dicho a Trevize, aunque todo lo de Gaia es Gaia, los componentes individuales no son idénticos. Tenemos nuestras diferencias, y mi constitución es, por alguna razón, particularmente sensible al Salto.

—¡Espera! —dijo Pelorat, recordando de pronto—. Trevize me lo explicó una vez. Es en las naves corrientes donde se sufre la peor sensación. En esas naves, uno abandona el campo de gravitación galáctico al entrar en el hiperespacio, y vuelve a él al regresar al espacio ordinario. La salida y el regreso son los que producen la sensación. Pero la Far Star pertenece a una serie de naves gravíticas. Es independiente del campo de gravitación y no se mueve realmente de él. Por esa razón, no sentimos nada. Puedo asegurártelo, querida, por experiencia personal.

—Eso es estupendo. Ojalá hubiese pensado en hablar contigo de este asunto. Me habría ahorrado muchos temores.

—También tiene otra ventaja —añadió Pelorat, satisfecho de su desacostumbrado papel como comentarista de materias astronáuticas—. Las naves ordinarias tienen que apartarse a gran distancia de las grandes masas, como las estrellas, para dar el Salto. La razón es, en parte, que cuanto más cerca se hallen de una estrella, el campo de gravitación será más intenso, y más pronunciada la sensación del Salto. Además, cuanto más intenso sea el campo gravitatorio, tanto más complicadas resultarán las ecuaciones que deberán resolver para realizar el Salto con seguridad y terminar en el punto del espacio ordinario al que se quiere llegar.

»En cambio, en una nave gravítica, no hay sensación de Salto digna de mención. Además, el ordenador de esta nave es mucho más avanzado que los ordinarios y puede resolver cualquier ecuación, por muy complicada que sea, con habilidad y rapidez inusitadas. Como resultado de todo ello, en vez de tener que alejarse de una gran masa durante un par de semanas a fin de alcanzar una distancia segura y cómoda para el Salto, la Far Star sólo necesita viajar dos o tres días. Esto ocurre, sobre todo, porque no estamos sujetos a un campo gravitatorio y, por consiguiente, a los efectos de la inercia y podemos acelerar con mucha más rapidez que lo haríamos en una nave ordinaria. Confieso que no lo entiendo, pero es lo que Trevize me dice.

—Es algo magnifico —se entusiasmó Bliss— y hay que reconocer que Trev tiene mucho mérito por saber manejar una nave tan extraordinaria como ésta.

Pelorat frunció ligeramente el ceño.

—Por favor, Bliss, di «Trevize».

—Ya lo hago, ya lo hago. Aunque, en su ausencia, me relajo un poco.

—No lo hagas. No debes ceder a tu costumbre en absoluto, querida. Él es muy susceptible a este respecto.

—No sobre eso, lo es en lo que respecta a mí. No le gusto.

—Eso no es cierto —dijo Pelorat ansioso—. Le he hablado sobre ello. No, no me frunzas el ceño. Mostré un tacto extraordinario, niña querida. Y él me aseguró que no le disgustas. Recela de Gaia, y lamenta el hecho de tener que hacerlo por el futuro de la Humanidad. En eso no podemos hacer concesiones. Pero lo superará poco a poco cuando vaya comprendiendo las ventajas de Gaia.

—Espero que sea así, pero no sólo se trata de Gaia. A pesar de cuanto él te diga, Pel, y recuerda que te quiere mucho y no desea herir tus sentimientos, mi persona le disgusta.

—No, Bliss. Él no es así.

—No todo el mundo está obligado a quererme porque tú me ames, Pel. Deja que me explique. Trev…, está bien, Trevize…, piensa que soy un robot.

Una expresión de estupefacción se pintó en el semblante ordinariamente impávido de Pelorat.

—Es imposible —dijo—. Él no puede pensar que eres un ser humano artificial.

—¿Por qué te resulta tan sorprendente? Gaia fue colonizada con la ayuda de robots. Es un hecho sabido.

—Los robots pueden ayudar, como las máquinas pueden hacerlo, pero fueron personas quienes colonizaron Gaia, personas de la Tierra.

Esto es lo que Trevize piensa. Sé que lo piensa.

—No hay nada acerca de la Tierra en la memoria de Gaia, como os dije a Trevize y a ti. En cambio, en nuestras más viejas memorias, incluso después de tres mil años, permanecen algunos robots dedicados a terminar la tarea de convenir a Gaia en un mundo habitable. En aquella época, también estábamos formando a Gaia como una conciencia planetaria; eso costó mucho tiempo, mi querido Pel, y ésta es otra de las razones de que nuestros más antiguos recuerdos aparezcan confusos, y quizá no fueron borrados por causa de la Tierra, como Trevize piensa…

—Sí, Bliss —dijo ansiosamente Pelorat—, pero, ¿qué me dices de los robots?

—Bueno, cuando Gaia fue formada, los robots se marcharon. No queríamos una Gaia en la que hubiese robots, porque estábamos, y estamos, convencidos de que un componente robótico resulta, a la larga, perjudicial para una sociedad humana, tanto si ésta es de naturaleza aislada como si es planetaria. No sé cómo llegamos a una conclusión así, pero puede que estuviese basada en sucesos que se remontan a una época particularmente primitiva de la Historia de la Galaxia, de modo que la memoria de Gaia no puede recordarlos.

—Si los robots se marcharon…

—Sí, pero, ¿y si quedó alguno? ¿Y si yo fuese uno de ellos, tal vez de quince mil años de edad? Trevize sospecha esto.

Pelorat sacudió la cabeza lentamente.

—Pero no lo eres —dijo.

—¿Estás seguro de ello?

—Por supuesto que sí. Tú no eres un robot.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, Bliss. No existe nada artificial en ti. Lo sé mejor de lo que nadie puede saberlo.

—¿No es posible que sea tan perfectamente artificial, en todos los aspectos, que nada pueda distinguirme de un ser natural? Si fuese así, ¿cómo podrías saber lo que me diferencia de un ser humano verdadero?

—No creo posible que sea tan perfectamente artificial —dijo Pelorat.

—¿Y si fuese posible, a pesar de lo que piensas?

—Sencillamente, no lo creo.

—Entonces, considerémoslo como un caso hipotético. Si yo fuese un robot indistinguible, ¿qué impresión te produciría?.

—Bueno, yo… yo…

—Concretemos. ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?

Pelorat chascó de pronto los dedos medio y pulgar de la mano derecha.

—Mira, hay leyendas de mujeres que se enamoraron de hombres artificiales, y viceversa. Siempre pensé que había una significación alegórica en ello y nunca me imaginé que los cuentos pudiesen representar la verdad. Desde luego, Golan y yo nunca habíamos oído la palabra «robot» hasta que aterrizamos en Sayshell, pero, ahora que pienso en ello, aquellos hombres y mujeres artificiales tuvieron que ser robots. Por lo visto, tales robots existieron en los primitivos tiempos históricos. Y eso significa que las leyendas deberían ser reconsideradas.

Se sumió en un silencio reflexivo. Bliss, después de esperar un momento, dio unas súbitas y fuertes palmadas. Pelorat se sobresaltó.

—Querido Pel —dijo Bliss—, te estás valiendo de la mitografía para soslayar el tema. La cuestión es: ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?

Él la miró, inquieto.

—¿Un robot realmente indistinguible? ¿Un robot que no se pudiese diferenciar de un ser humano?

—Sí.

—Me parece que un robot, indistinguible de un ser humano, es un ser humano. Si tú fueses un robot de esa clase, sólo serías un ser humano para mí.

—Es lo que deseaba oírte decir, Pel.

Pelorat esperó y después dijo:

—Entonces, ya que lo he dicho, querida, ¿no vas tú a decirme que eres un ser humano natural y que no necesito considerar situaciones hipotéticas?

—No haré tal cosa. Tú has definido el ser humano como un objeto que tiene todas las propiedades de un ser humano. Si estás convencido de que yo tengo todas esas propiedades, entonces, la discusión acabó. Tenemos la definición operacional y huelga todo lo demás. A fin de cuentas, ¿cómo puedo yo saber que tú no eres más que un robot indistinguible de un ser humano?

—Porque yo te digo que no lo soy.

—¡Ah! Pero si fueses un robot indistinguible de un ser humano, podrías haber sido diseñado para decirme que eres un ser humano, o incluso haber sido programado para que tú mismo lo creyeses. La definición operacional es lo único que tenemos, y todo lo que podemos tener.

Rodeó el cuello de Pelorat con los brazos y lo besó. La caricia se hizo más apasionada y se prolongó hasta que Pelorat consiguió decir, con voz un poco ahogada:

—Le prometimos a Trevize que no íbamos a molestarle convirtiendo esta nave en refugio para nuestra luna de miel.

—Dejémonos llevar y no perdamos el tiempo pensando en promesas —repuso Bliss, zalamera.

—Pero yo no puedo hacer esto, querida —dijo Pelorat, bastante confuso—. Sé que te molestará, Bliss, pero, por naturaleza, soy contrario a dejarme llevar por la emoción. Es un hábito de toda la vida, quizá muy fastidioso para los demás. Nunca viví con una mujer que no lo desaprobase, más pronto o más tarde. Mi primera esposa… Pero supongo que sería inadecuado comentar estas cosas…

—Bastante inadecuado, sí, pero no fatalmente inapropiado. Tú tampoco eres mi primer amante.

—¡Oh! —dijo Pelorat, un poco desconcertado; pero al ver la sonrisa de Bliss, prosiguió—: Quiero significar que es natural. Yo no puedo decir que haya sido… Bueno, el caso es que a mi mujer no le gustaba eso.

—Pues a mí sí. Encuentro que tu reflexión constante resulta muy atractiva.

—No puedo creer eso, pero ahora pienso otra cosa. Robot o ser humano, importa poco. Hemos convenido en ello. Sin embargo, yo soy un Aislado, y tú lo sabes. No formo parte de Gaia y, cuando intimamos, tú estás compartiendo emociones fuera de Gaia, incluso cuando me dejas participar en Gaia por un breve período, y, entonces, la emoción no puede ser tan intensa como la que experimentarías si fuese Gaia amando a Gaia.

—Amarte, Pel —dijo Bliss—, tiene su propio encanto. No aspiro a nada más.

—Pero no sólo se trata de que tú me ames. Tú no eres únicamente tú. ¿Y si Gaia lo considera una perversión?

—Si lo considerase así, yo lo sabría, pues yo soy Gaia. Y cuando gozo contigo, Gaia también. Al hacer el amor, toda Gaia comparte la sensación en diferentes grados. Si digo que te amo, significa que Gaia te ama, aunque sólo la parte que yo soy representa el papel inmediato. Pareces confuso.

—Como soy un Aislado, Bliss, no acabo de captar esto.

—Siempre se puede formar una analogía con el cuerpo de un Aislado. Cuando tú silbas una tonada, todo tu cuerpo, el organismo que eres tú, desea silbarla, pero la inmediata tarea de hacerlo está encomendada a tus labios, a tu lengua y a tus pulmones. El dedo gordo de tu pie derecho no hace nada.

—Puede marcar el compás.

—Pero es un acto innecesario al silbar. Golpear el suelo con el dedo gordo del pie no es la acción en sí, sino una respuesta a tal acción, y, sin duda, todas las partes de Gaia responderán a mi emoción, de alguna manera, tal y como yo respondo a las suyas.

—Supongo que no debo sentirme aturrullado por esto —dijo Pelorat.

—En absoluto.

—Pero me da una extraña sensación de responsabilidad. Cuando trato de hacerte feliz, resulta que estoy tratando de hacer feliz hasta el último organismo de Gaia.

—Hasta el último átomo; pero lo haces. Añades algo al sentimiento de gozo comunal que yo te dejo compartir brevemente. Supongo que tu contribución es demasiado pequeña para que pueda ser medida con facilidad, mas está allí, y el hecho de saberlo debería aumentar tu alegría.

—Ojalá pudiese estar seguro —dijo Pelorat— de que Golan se encuentra lo bastante atareado con sus maniobras a través del hiperespacio para permanecer en la cabina-piloto durante un buen rato.

—Deseas una luna de miel, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces, coge una hoja de papel, escribe «Refugio de Luna de Miel», fíjalo en la parte exterior de la puerta y si él desea entrar, el problema será suyo.

Pelorat hizo lo que ella le decía, y fue en el transcurso de las agradables operaciones que siguieron cuando la Far Star dio el Salto. Ni Pelorat ni Bliss detectaron la acción. No la habrían notado aunque hubiesen prestado atención.

Sólo habían pasado unos pocos meses desde que Pelorat había conocido a Trevize y salido de Terminus por primera vez. Hasta entonces, durante el más de medio siglo de su vida (en términos galácticos), había permanecido completamente atado al planeta.

Pero en aquellos meses se había convertido, según él creía, en un viejo lobo del espacio. Había visto tres planetas: el propio Terminus, Sayshell y Gaia. Y en la pantalla tenía el cuarto, aunque a través de un aparato telescópico controlado por el ordenador, Comporellon.

Y una vez más, la cuarta, se sintió vagamente desilusionado. De alguna manera, seguía teniendo la impresión de que, al mirar un mundo habitable desde el espacio, tendría que ver el perfil de sus continentes dentro del mar circundante; o, si era un mundo seco, el perfil de sus lagos dentro de la circundante masa de tierra.

Nunca ocurría así.

Si un mundo era habitable, tenía una atmósfera además de una hidrosfera. Y si había aire y agua, también nubes; y con éstas, la vista quedaba oscurecida. Una vez más, se encontró mirando unos torbellinos blancos, con ocasionales atisbos de un azul pálido o de un pardo herrumbroso.

Se preguntó con tristeza si alguien sería capaz de identificar un mundo a partir de la imagen proyectada sobre una pantalla, desde una distancia de trescientos mil kilómetros. ¿Cómo distinguir un remolino de nubes de otro?

Bliss miró a Pelorat con cierta preocupación.

—¿Qué te pasa, Pel? Pareces triste.

—Encuentro que todos los planetas parecen iguales vistos desde el espacio.

—¿Y qué, Janov? —dijo Trevize—. También lo parecen todas las costas de Terminus, cuando están en el horizonte, a menos que — sepas lo que estás buscando: un picacho en particular, o un islote con una forma característica…

—Supongo que sí —admitió Pelorat, visiblemente contrariado—; pero, ¿qué se puede buscar en una masa móvil de nubes? Y aunque lo intentase, quizá pasara al lado oscuro antes de que pudiera decidirlo.

—Observa con un poco más de atención, Janov. Si te fijas en la forma de las nubes, verás que tienden a seguir un rumbo que circunda el planeta y que giran alrededor de un centro. Ese centro se halla, más o menos, en uno de los polos.

—¿Cuál? —preguntó Bliss interesada.

—Ya que, en relación con nosotros, el planeta está girando en la dirección de las agujas del reloj, nos encontramos mirando, por definición, hacia el polo sur. Y como el centro parece estar a unos quince grados del terminador, la línea de sombra del planeta, y el eje planetario se halla inclinado veintiún grados en relación a la perpendicular de su plano de rotación, estamos a mediados de la primavera o a mediados del verano, dependiendo de que el polo se aleje o se acerque al terminador. El ordenador puede calcular su órbita y comunicármela a no tardar si se lo pregunto. La capital se halla en el lado norte del ecuador, por lo que allí deben estar a mediados de otoño o a mediados de invierno.

Pelorat frunció el ceño.

—¿Puedes saber todo esto? —Miró la capa de nubes, como si ésta pudiese y debiese hablarle; pero, por supuesto, no lo hizo.

—No sólo esto —respondió Trevize—. Si miras hacia las regiones polares, no observarás desgarrones en la capa de nubes como puedes verlos en las zonas apartadas de los polos. En realidad, sí que los hay, pero ves hielo a través de ellos, de modo que todo aparece blanco.

—Ya —dijo Pelorat—. Supongo que esto es normal en los polos.

—En los de los planetas habitables, sí. Los planetas sin vida pueden carecer de aire o de agua, o pueden tener ciertas señales demostrativas de que las nubes no son de agua o que el hielo no es de agua. Como este planeta carece de tales señales, podemos saber que nos encontramos ante nubes de agua y hielo de agua.

»Lo siguiente que advertimos es el tamaño de la zona blanca compacta del lado iluminado del terminador, y el ojo experimentado observa en seguida que resulta más grande de lo normal. Además, se puede detectar cierto resplandor anaranjado, aunque muy débil, en la luz reflejada, y eso significa que el sol de Comporellon es bastante más frío que el de Terminus. Aunque Comporellon se halla más próximo de su sol que Terminus del suyo, no lo está lo bastante cerca para compensar la baja temperatura del planeta. Por consiguiente, Comporellon es un mundo frío en relación con los otros mundos habitables.

—Lo lees como en un libro abierto, viejo —exclamó Pelorat con admiración.

—No te impresiones demasiado —dijo Trevize, sonriendo afectuosamente—. El ordenador me ha dado las estadísticas útiles del planeta, incluida su temperatura, ligeramente inferior a la normal. Resulta fácil deducir de ello algo que ya sabemos. En realidad, Comporellon se encuentra casi entrando en una edad del hielo, y ya estaría en ella si la configuración de sus continentes fuese más adecuada para tal condición.

Bliss se mordió el labio inferior.

—No me gusta un mundo frío.

—Tenemos ropas de abrigo —dijo Trevize.

—Da lo mismo. Los seres humanos no estamos adaptados al tiempo frío. No tenemos espesas capas de pelos o de plumas, ni una gruesa capa subcutánea de grasa. El hecho de que un mundo tenga el clima frío parece indicar cierta indiferencia por el bienestar de sus componentes.

—¿ Es Gaia un mundo uniformemente templado? —preguntó Trevize.

—En su mayor parte, sí. Hay algunas zonas frías para plantas y animales adaptados a ese medio, y algunas zonas cálidas para las plantas y los animales adaptados al calor, pero casi todas sus partes son siempre templadas, nunca demasiado calientes o frías para los seres intermedios, entre los que, naturalmente, se encuentran los humanos.

—Los seres humanos, desde luego. Todas las partes de Gaia viven y son iguales a este respecto, pero algunos, como los seres humanos, son, eso resulta evidente, más iguales que otros.

—No seas tan fatuamente sarcástico —dijo Bliss, con una pizca de irritación—. El nivel y la intensidad de la conciencia son importantes. El ser humano es una porción de Gaia más útil que una roca del mismo peso, y las propiedades y funciones de Gaia, como conjunto, tienden, necesariamente, a favorecer al ser humano, aunque no tanto como en vuestros mundos aislados. Más aún, hay veces en que favorece a otros sectores, cuando resulta necesario para Gaia en su totalidad. Incluso puede, a largos intervalos, favorecer al interior rocoso. También esto requiere atención, para que todas las partes de Gaia no sufran. No deseamos erupciones volcánicas innecesarias, ¿verdad?

—No —dijo Trevize—. No, si son innecesarias.

—No te sientes impresionado, ¿verdad?

—Mira —dijo Trevize—. Nosotros tenemos mundos que son más fríos de lo normal y otros más cálidos: mundos que son bosques tropicales en gran parte, y mundos cubiertos por vastas sabanas. No hay dos mundos iguales, y cada uno de ellos es bueno para los que están habituados a él. Yo estoy acostumbrado a la relativa suavidad del clima de Terminus el cual hemos moderado hasta hacerlo parecido al de Gaia, pero me siento contento de poder salir de allí, al menos de forma temporal, para ver algo diferente. Tenemos algo que Gaia no tiene, y es la variedad. Si Gaia se expande por la Galaxia, ¿supondrá eso que todos los mundos que la configuran tendrán que convertirse en templados? La igualdad resultará insoportable.

—Si es así —dijo Bliss—, y si la variedad parece deseable, ésta será mantenida.

—Digamos como una merced del comité central, ¿no? —preguntó Trevize con sequedad—. Y sólo en la medida en que éste pueda soportarlo. Yo preferiría dejárselo a la Naturaleza.

—Pero vosotros no lo habéis dejado a la Naturaleza. Todos los mundos habitables de la galaxia han sido modificados. Cada uno de ellos fue considerado incómodo para la Humanidad en su estado natural, y fue modificado hasta que su clima se suavizó todo lo posible. Si ese mundo al que nos dirigimos es frío, estoy seguro de que ello se debe a que sus moradores no han podido calentarlo más sin incurrir en inaceptables dispendios. Y aun así, los lugares que habitan actualmente podemos estar seguros de que son calentados de manera artificial. Por consiguiente, no te jactes tanto de dejarlo todo en manos de la Naturaleza.

—Supongo que lo dices por Gaia —dijo Trevize.

—Yo hablo siempre por Gaia. Yo soy Gaia.

—Entonces, si Gaia está tan segura de su propia superioridad, ¿qué falta os hacía contar con mi decisión? ¿ Por qué no habéis seguido adelante sin mi?

Bliss guardó silencio, como para ordenar sus pensamientos.

—Porque no es prudente confiar demasiado en uno mismo —dijo después—. Como es lógico, vemos nuestras virtudes con más claridad que nuestros defectos. Estamos ansiosos por hacer lo que es bueno; no necesariamente lo que nos lo parece, sino lo que objetivamente lo es, si es que la bondad objetiva existe. Tú pareces estar más cerca de ella que nosotros, y por eso nos dejamos guiar por ti.

—Tan objetiva es —replicó Trevize con tristeza— que ni siquiera soy capaz de comprender mi propia decisión y tengo que buscar su justificación.

—La encontrarás —dijo Bliss.

—Así lo espero.

—En realidad, viejo amigo —intervino Pelorat—, me parece que Bliss ha triunfado con bastante facilidad en esta discusión. ¿Por qué no reconoces el hecho de que sus argumentos justifican tu decisión de que Gaia es la ola del futuro para la Humanidad?

—Porque yo desconocía estos argumentos cuando tomé mi decisión —respondió Trevize—. Ignoraba todos esos detalles acerca de Gaia. Además, otra cosa influyó en mi, al menos de forma inconsciente; algo que no depende de los detalles de Gaia, sino que tiene que ser más fundamental. Es lo que debo descubrir.

Pelorat levantó una mano apaciguadora.

—No te enfades, Golan.

—No me enfado. Sólo me encuentro bajo una tensión bastante insoportable. No quiero ser el foco de la galaxia.

—No te censuro por ello, Trevize —dijo Bliss—, y lamento de veras que tu propio carácter te haya obligado a esto en cierto modo. ¿Cuándo aterrizaremos en Comporellon?

—Dentro de tres días —respondió Trevize— y sólo después de detenernos en una de las estaciones de entrada situadas en órbita a su alrededor.

—No debería haber ningún problema ahí, ¿verdad? —dijo Pelorat.

Trevize se encogió de hombros.

—Esto dependerá de la cantidad de naves que se acerquen al planeta, del número de estaciones de entrada que existan y, sobre todo, de las normas particulares que permitan o rechacen la admisión. Estas normas cambian de vez en cuando.

—¿Qué significa eso de rechazar la admisión? —preguntó Pelorat indignado—. ¿Cómo pueden negarse a recibir a unos ciudadanos de la Fundación? ¿No forma parte Comporellon de los dominios de la Fundación?

—Pues sí…, y no. Existe una delicada cuestión legal a ese respecto, y no estoy seguro de cómo la interpreta Comporellon. Supongo que existe la posibilidad de que nos nieguen la entrada, pero creo que esta posibilidad es bastante remota.

—¿Qué haremos si nos rechazan?

—No lo sé —dijo Trevize—. Esperemos a ver lo que ocurre antes de hacer planes para tal contingencia.

Ya se encontraban lo bastante cerca de Comporellon para que éste apareciese ante ellos como un globo de gran tamaño sin necesidad de ampliación telescópica. Cuando la ampliación fue hecha, pudieron ver las estaciones de entrada. Estaban mucho más lejos del planeta que la mayoría de las otras estructuras que había en órbita a su alrededor, y se hallaban bien iluminadas.

Como la Far Star llegaba de la dirección del polo sur del planeta, la mitad de la esfera de éste aparecía constantemente iluminada por el sol. Las estaciones de entrada en la mitad donde era de noche se veían con más claridad, como chispas de luz. Aparecían espaciadas con regularidad formando un arco alrededor del planeta. Seis de ellas eran visibles (debía haber otras seis en el lado iluminado) y todas giraban alrededor del planeta a idéntica velocidad regular.

—Hay otras luces más cercanas al planeta. ¿Qué son? —dijo Pelorat, un poco asombrado ante aquella visión.

—No lo conozco con detalle —respondió Trevize— y por eso no puedo aclarártelo. Podrían ser fábricas o laboratorios u observatorios puestos en órbita, o incluso ciudades-naves pobladas. En algunos planetas, prefieren mantener oscurecidos todos los objetos en órbita, a excepción de las estaciones de entrada. Tal es el caso, por ejemplo, de Terminus. Por lo visto, Comporellon se rige por un principio más liberal.

—¿A qué estación de entrada nos dirigiremos, Golan?

—Eso dependerá de ellos. Yo he enviado la solicitud de aterrizaje en Comporellon, y tienen que contestarnos diciéndonos a qué estación de entrada debemos ir, y cuándo. Supongo que estará en función de la cantidad de naves que estén tratando de entrar en este momento. Si hay una docena de ellas haciendo cola en cada estación, no tendremos más remedio que armarnos de paciencia.

—Sólo he estado dos veces a distancias hiperespaciales de Gaia antes de ahora, y ambas fueron cuando me encontraba en Sayshell, o cerca de allí. Nunca había estado a esta distancia —dijo Bliss.

Trevize la miró vivamente.

—¿Qué importa eso? Sigues siendo Gaia, ¿no?

Ella pareció irritarse durante un momento, pero su enojo se disolvió en una risita casi avergonzada.

—Debo confesar que esta vez me has pillado, Trevize. La palabra «Gaia» tiene un doble significado. Puede emplearse para designar el planeta físico como un sólido objeto esférico en el espacio. Y también para designar el objeto vivo que incluye aquella esfera. Si tuviésemos que hablar con propiedad, tendríamos que emplear dos palabras diferentes para ambos conceptos desiguales, pero los gaianos sabemos siempre por el contexto el significado que hay que darle. Reconozco que un Aislado puede ser inducido a veces a error.

—Entonces —dijo Trevize—, sabiendo que estás a muchos miles de pársecs de Gaia como globo, ¿todavía eres parte de Gaia como organismo?

—En lo que respecta al organismo, lo sigo siendo.

—¿Sin atenuación?

—No en esencia. Creo que ya te he dicho que es un poco más complejo continuar siendo Gaia a través del hiperespacio, pero lo soy.

—¿Se te ha ocurrido pensar —dijo Trevize— que Gaia puede ser considerada como un kraken (Fabuloso monstruo marino escandinavo. [N. del T.]) galáctico, el monstruo de las leyendas cuyos tentáculos llegan a todas partes? Sólo tenéis que poner unos pocos gaianos en cada uno de los mundos habitados y tendréis virtualmente la Galaxia allí. En realidad, es quizá lo que habéis hecho exactamente. ¿Dónde están localizados vuestros gaianos? Supongo que uno o más estarán en Terminus y otros tantos en Trantor. ¿Hasta dónde se extiende esto?

Bliss pareció claramente incómoda.

—Dije que no te mentiría, Trevize, pero eso no significa que me crea obligada a contarte toda la verdad. Hay algunas cosas que no necesitas conocer, y la situación y la identidad de fragmentos individuales de Gaia son algunas de ellas.

—¿y no puedo saber la razón de la existencia de estos tentáculos, Bliss, aunque no sepa dónde están?

—En opinión de Gaia, no.

—Pero supongo que puedo tratar de adivinarlo. Os creéis los guardianes de la galaxia.

—Deseamos tener una galaxia estable y segura; que sea pacifica y próspera. El «Plan Seldon», al menos tal como fue concebido por Hari Seldon en principio, está encaminado a desarrollar un Segundo Imperio galáctico que sea más estable y más viable que el Primero. El «Plan», que ha sido continuamente modificado y mejorado por la Segunda Fundación, ha funcionado bien hasta ahora.

—Pero Gaia no quiere un Segundo Imperio galáctico en el sentido clásico, ¿verdad? Queréis Galaxia, una Galaxia viva.

—Ya que tú lo permites, esperamos, con el tiempo, tener Galaxia.

Si no lo hubieses permitido, habríamos trabajado para el Segundo Imperio de Seldon, haciéndolo lo más seguro posible.

—Pero, ¿qué hay de malo en…? Su oído captó la suave y zumbadora señal—. El ordenador me llama. Supongo que está recibiendo instrucciones concernientes a la estación de entrada. Volveré enseguida.

Pasó a la cabina-piloto y colocó las manos sobre las marcadas en el tablero, y supo que había instrucciones sobre la estación de entrada específica a la que debía dirigirse: sus coordenadas con referencia a la línea desde el centro de Comporellon hasta su polo norte; también le daban la ruta que la nave tendría que seguir para acercarse a ella.

Trevize hizo constar su aceptación y se retrepó un momento en su silla.

¡El «Plan Seldon»! Hacia mucho tiempo que no pensaba en él. El Primer Imperio Galáctico se había derrumbado y, durante quinientos años, la Fundación había crecido, primero en competencia con ese Imperio, y después sobre sus ruinas…, todo ello de acuerdo con el «Plan». Había habido la interrupción del Mulo, que durante un tiempo estuvo amenazando con destrozar el «Plan», pero la Fundación había seguido adelante, quizá con la ayuda de la siempre oculta Segunda Fundación y posiblemente con la de la todavía más oculta Gaia.

Ahora el «Plan» estaba amenazado por algo más grave que el Mulo. Iba a ser desviado de una renovación del Imperio hacia algo completamente distinto de todo lo registrado en la Historia: Galaxia. Y él había convenido en esto.

Pero, ¿por qué? ¿Tenía el «Plan» algún defecto? ¿Un defecto básico?

Por un fugaz instante, Trevize tuvo la impresión de que tal defecto existía en realidad y de que él sabia de qué se trataba, lo había sabido cuando tomó su decisión; pero el conocimiento…, si es que era tal…, se desvaneció tan rápido como había llegado, y le dejó sin nada.

Tal vez se tratase de una ilusión, tanto cuando había tomado su decisión, como ahora. A fin de cuentas, nada sabía acerca del «Plan», más allá de las presunciones básicas justificadas por la psicohistoria.

Aparte de eso, no conocía ningún detalle, ni, ciertamente, nada de sus matemáticas.

Cerró los ojos y pensó…

No había nada.

Tal vez el poder añadido que le dona el ordenador… Colocó las manos sobre el tablero y sintió el calor de las del ordenador en las suyas. Cerró los ojos de nuevo y pensó una vez más…

Todavía no había nada.

El comporelliano que abordó la nave llevaba una tarjeta hológrafa de identidad. Ésta reproducía su mofletuda y ligeramente barbuda cara con notable fidelidad, y al pie figuraba su nombre: A. Kendray.

Era bastante bajo y tenía el cuerpo casi tan redondo como la cara. De aspecto y modales campechanos, contempló la nave con visible asombro.

—¿Cómo han podido bajar tan deprisa? —preguntó—. No les esperábamos hasta dentro de dos horas.

—Es un nuevo modelo de nave —dijo Trevize, con reservada cortesía.

Pero Kendray no era el joven ignorante que parecía. Entró en la cabina-piloto y dijo inmediatamente:

—¿Gravitica?

—Sí —repuso Trevize, que no vio ninguna razón para negar algo tan evidente.

—Muy interesante. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. ¿Lleva los motores en el casco?

—Así es.

Kendray miró el ordenador.

—¿Tiene también circuitos de ordenador?

—Sí. Al menos, así me lo dijeron. Nunca lo he comprobado.

—Está bien. Lo único que necesito es la documentación de la nave: número de motor, lugar de fabricación, clave de identificación, etcétera. Estoy seguro de que el ordenador tiene toda la información y que podrá decirme lo que necesito en medio segundo.

Tardó muy poco más. Kendray volvió a mirar a su alrededor.

—¿Sólo van tres a bordo?

—Sí —dijo Trevize.

—¿Algún animal vivo? ¿Plantas? ¿Estado de salud?

—No, No. y la salud es buena —repuso Trevize con sequedad.

—¡Hum! —dijo Kendray, tomando notas—. ¿Quiere usted meter la mano aquí? Simple rutina. La mano derecha, por favor.

Trevize miró el aparato sin ningún entusiasmo. Su uso era más común cada día, y el aparato se hacia cada vez más complicado. Casi se podía juzgar lo atrasado de un mundo por la antigüedad de su microdetector. Existían pocos mundos, por muy atrasados que estuviesen, que careciesen de él. Su invención había acompañado al definitivo desmembramiento del Imperio, cuando cada fragmento del total sintió crecer su afán de protegerse de las enfermedades y de los microorganismos de todos los demás.

—¿Qué es eso? —preguntó Bliss, en voz baja e interesada, estirando el cuello para mirarlo primero por un lado y después por el otro.

—Creo que lo llaman microdetector —dijo Pelorat.

—No es nada misterioso —añadió Trevize—. Se trata de un aparato que comprueba, de forma automática, una parte de tu cuerpo, por dentro y por fuera, por si hubiese algún microorganismo capaz de transmitir una enfermedad.

—También identificaría los microorganismos —explicó Kendray, con marcado orgullo—. Ha sido fabricado aquí, en Comporellon. Y si no le importa, señor, debo insistir en que introduzca su mano derecha en él.

Trevize lo hizo así y esperó, mientras una serie de pequeñas señales rojas bailaban a lo largo de unas líneas horizontales. Kendray pulsó un botón e inmediatamente apareció una copia en color.

—¿Quiere usted firmar aquí, señor? —dijo.

Trevize obedeció.

—¿Cómo estoy? —preguntó—. No corro ningún peligro grave, ¿verdad?

—Yo no soy médico —repuso Kendray—; por consiguiente, no puedo darle detalles, pero aquí no aparece ninguna de las señales que nos obligaría a impedirle la entrada o a ponerle en cuarentena. Esto es lo único que me interesa.

—Una suerte para mí —dijo secamente Trevize, sacudiendo la mano para librarse del ligero cosquilleo que sentía.

—Ahora usted, señor —indicó Kendray.

Pelorat introdujo la mano con cierta vacilación y, después, tiró la copia.

—¿Y usted, señora?.

Unos momentos más tarde, Kendray miró fijamente el resultado.

—Nunca había visto algo parecido —dijo observando a Bliss, con expresión de asombro—. Es usted negativa. Por completo.

—Estupendo —repuso ella sonriendo con simpatía.

—Sí, señora. La envidio. —Volvió a mirar la primera copia—. Su identificación, Mr. Trevize.

Trevize la exhibió. Kendray la miró y de nuevo levantó la cabeza sorprendido.

—¿Consejero de la Legislatura de Terminus?

—Así es.

—¿Alto funcionario de la Fundación?

—Exacto —dijo fríamente Trevize—. Por consiguiente, podemos abreviar los trámites, ¿no?

—¿Es usted capitán de la nave?

—Si, lo soy.

—¿Objeto de su visita?

—Seguridad de la Fundación, y esto es todo cuanto voy a darle como respuesta. ¿Lo comprende?

—Sí, señor. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer aquí?

—No lo sé. Una semana tal vez.

—Muy bien, señor. ¿Y este otro caballero?

—Es el doctor Janov Pelorat —dijo Trevize—. Tiene usted su firma y yo respondo de él. Es profesor de Terminus y ayudante mío para el objeto de mi visita.

—Lo comprendo, señor, pero debo ver su documento de identidad. ordenes son órdenes. Estoy desolado. Espero que usted lo comprenda, señor.

Pelorat mostró sus papeles.

Kendray asintió con la cabeza.

—¿Y usted, señorita?

—No hace falta que moleste a la dama —dijo pausadamente Trevize—. También respondo de ella.

—Si, señor. Pero necesito su identificación.

—Lo siento, pero no tengo mis documentos aquí, señor.

—¿Cómo dice? —preguntó Kendray, frunciendo el entrecejo.

—La joven no trae ningún documento. Un olvido. Pero eso no importa. Yo asumo toda la responsabilidad.

—Ojalá pudiese aceptarlo, señor —dijo Kendray—, pero es imposible. El responsable soy yo. Dadas las circunstancias, la cosa no es importante. No será difícil conseguir duplicados. Supongo que la joven es de Terminus.

—No.

—Entonces, de algún otro lugar del territorio de la Fundación.

—En realidad, no lo es.

Kendray miró fijamente a Bliss y, después, a Trevize.

—Esto complica el asunto, consejero. Obtener un duplicado de los documentos de una persona extraña a la Fundación requerirá más tiempo. Como usted no es ciudadana de la Fundación, Miss Bliss, debe darme los nombres de sus mundos de nacimiento y de residencia. Y deberá esperar a que los duplicados lleguen.

—Mire usted, Mr. Kendray —dijo Trevize—, no hay ningún motivo para que tengamos que perder el tiempo. Yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y estoy aquí para una misión de gran importancia. No puedo entretenerme por una cuestión de simple papeleo.

—Yo no puedo decidir, señor consejero. Si dependiese de mi, ahora mismo les dejaba bajar a Comporellon, pero hay unas órdenes estrictas a las que debo someter todas mis acciones. Tengo que atenerme al reglamento o cargar con las consecuencias. Desde luego, supongo que habrá algún personaje del Gobierno comporelliano que le esté esperando a usted. Si me dice de quién se trata, me pondré en contacto con él y, si me ordena que les deje pasar, todo estará solucionado.

Trevize vaciló un momento.

—Esto no sería prudente, Mr. Kendray. ¿Podría yo hablar con su superior inmediato?

—Claro que sí, pero no puede verle de improviso.

—Estoy seguro de que vendrá, enseguida, en cuanto sepa que está hablando con un alto funcionario de la Fundación.

—La verdad es —dijo Kendray— que esto empeoraría las cosas, dicho sea entre nosotros. Ya sabe usted que no formamos parte del territorio metropolitano de la Fundación. Tenemos la condición de Potencia Asociada, y nos lo tomamos muy en serio. El pueblo no quiere aparecer como marionetas de la Fundación, por emplear la expresión popular, compréndalo, y aprovecha cualquier oportunidad para demostrar su independencia. Mi superior esperaría conseguir unos puntos extra por resistirse a hacer un favor especial a un funcionario de la Fundación.

La expresión de Trevize se volvió más hosca.

—¿También usted?

Kendray sacudió la cabeza.

—Yo me encuentro por debajo de la política, señor. Nadie me recompensará por lo que haga. Me considero afortunado si me pagan mi salario. Y aunque no pueda esperar recompensas, sí que estoy expuesto a ser degradado, y con mucha facilidad. Ojalá no ocurriese así.

—Considerando mi posición, yo cuidaría de usted, ¿no?

—No, señor. Lamento que esto le parezca una impertinencia, pero no creo que pudiese hacerlo. Y por favor, señor, no lo tome como una ofensa, le ruego que no me haga ningún ofrecimiento valioso. Castigan a los funcionarios que los aceptan, y hoy en día les resulta muy fácil averiguarlo.

—No pretendía sobornarle. Sólo pensaba en lo que el alcalde de Terminus puede hacerle si usted entorpece mi misión.

—Nada me ocurrirá, consejero, mientras pueda ampararme en el Reglamento. Si los miembros del Presidium comporelliano reciben alguna clase de sanción por parte de la Fundación, eso será problema de ellos, no mío. Aunque, si le interesa, señor, puedo autorizar que usted y el doctor Pelorat pasen con su nave, y dejen a Miss Bliss en la estación de entrada. A ella la retendremos durante un cierto tiempo y la enviaremos a la superficie en cuanto nos envíen los duplicados de sus documentos. Y si éstos no llegan, por la razón que sea, la embarcaremos con destino a su mundo de origen en una nave comercial. Aunque me temo que, en ese caso, alguien tendrá que pagar su pasaje.

—Kendray —dijo Trevize al captar la expresión de Pelorat—, ¿podría hablar con usted en privado, en la cabina-piloto?

—Está bien, pero me es imposible permanecer mucho más tiempo a bordo, o me interrogarían al respecto.

—Seremos breves.

En la cabina-piloto, Trevize cerró la puerta herméticamente.

—He estado en muchos lugares, Mr. Kendray —explicó en voz baja—, pero en ninguno de ellos he visto que las normas de inmigración fuesen aplicadas con tanto rigor, en particular tratándose de personas y de funcionarios de la Fundación.

—Pero la joven no es de la Fundación.

—Aun así.

—Estas situaciones se presentan a veces. Hemos tenido algunos escándalos y ahora, precisamente, somos mucho más rigurosos. Si hubiesen venido ustedes el año próximo, no habrían tenido ninguna dificultad para entrar; sin embargo, en este momento, nada puedo hacer.

—Escuche, Mr. Kendray —dijo Trevize, suavizando el tono de su voz—. Voy a ponerme en sus manos y a serle franco, hablándole de hombre a hombre. Pelorat y yo estamos juntos en esta misión desde hace tiempo. Él y yo. Sólo él y yo. Somos muy buenos amigos, pero nos sentimos solos, usted ya me entiende. Hace poco tiempo, Pelorat conoció a esa damita. No tengo que decirle lo que ocurrió, pero decidimos traerla con nosotros. Hacer uso de ella de vez en cuando es bueno para nuestra salud.

»Pero el caso es que Pelorat está comprometido en Terminus. Yo no tengo problemas, compréndalo, pero él es un hombre mayor y ha llegado a esa edad en que… uno empieza a desesperarse. Necesita recobrar la juventud…, o algo que se le parezca. Se siente incapaz de abandonar a esa joven. Pero si esto llegase a saberse de manera oficial, el viejo Pelorat se vería en un mar de tribulaciones cuando volviese a Terminus.

»No hay nada malo en esto, compréndalo. Miss Bliss, como se hace llamar (y es un buen nombre habida cuenta de su profesión) (Bliss = deleite, felicidad. [N, del T.]), no goza de gran inteligencia, ésa es la verdad, y nosotros no la queremos para eso precisamente. ¿Por qué hay que mencionarla? ¿No puede usted consignar mi nombre y el de Pelorat como únicos viajeros en la nave? Cuando salimos de Terminus, sólo figuramos los dos en la lista. No hace falta que aparezca oficialmente el de la mujer. A fin de cuentas, está muy sana. Usted mismo acaba de comprobarlo.

Kendray hizo una mueca.

—De verdad que quisiera complacerle, señor. Me hago cargo de su situación y simpatizo con ustedes. Escuche, si se imagina que hacer un turno de varios meses seguidos en esta estación es divertido, desengáñese. Ni siquiera resulta instructivo; no en Comporellon. —Sacudió la cabeza—. También yo tengo una esposa, y por eso comprendo su caso. Pero, mire usted, aunque yo les dejase pasar, en cuanto se descubriese que la…, esa señora no tiene documentación, la encerrarían en la cárcel usted y Mr. Pelorat se verían comprometidos en un escándalo que acabaría sabiéndose en Terminus, y yo perdería mi empleo, con toda seguridad.

—Mr. Kendray —dijo Trevize—, puede confiar en mi. En cuanto esté en Comporellon, me hallaré completamente a salvo. Hablaré de mi misión a las personas adecuadas y los problemas se habrán acabado. Asumiré toda la responsabilidad de lo sucedido aquí, si es que llega a saberse…, lo cual me parece muy improbable. Más aún, le recomendaré a usted para un ascenso, y lo obtendrá, porque yo cuidaré de que Terminus influya sobre aquellos que vacilen. Y podremos dar una oportunidad a Pelorat.

—Está bien —repuso Kendray tras algo de vacilación—. Les dejaré pasar, pero le advierto una cosa. Desde este momento buscaré la manera de salvarme de la quema si el asunto es descubierto. No haré nada para salvarles a ustedes. Yo sé cómo funciona todo en Comporellon, y ustedes lo desconocen, y Comporellon no es un mundo fácil para aquellos que se pasan de la raya.

—Gracias, Mr. Kendray —dijo Trevize—. No habrá ningún contratiempo. Se lo aseguro.

IV. En Comporellon

Habían pasado. La estación de entrada se había reducido a una estrella que menguaba rápidamente detrás, y al cabo de un par de horas se encontrarían cruzando la capa de nubes.

Una nave gravítica no tenía que frenar para descender en espiral, pero tampoco podía hacerlo con demasiada rapidez. El hecho de no hallarse sujeta a la gravedad no la libraba de la resistencia del aire.

Podía realizar el descenso en línea recta, aunque con precaución; no debía bajar demasiado aprisa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pelorat, con aire confuso—. No puedo distinguir nada entre esas nubes, viejo amigo.

—Tampoco yo —dijo Trevize—, pero tenemos un mapa hológrafo oficial de Comporellon, que reproduce la forma de las masas de tierra y un relieve exagerado, tanto para las alturas como para las profundidades oceánicas…, y también las subdivisiones políticas. El mapa está en el ordenador y éste hará el trabajo. Igualará el dibujo tierra-mar con el mapa y, de ese modo, orientará la nave como es debido, y ésta nos llevará a la capital por una ruta cicloidal.

—Si vamos a la capital —dijo Pelorat—, nos sumiremos inmediatamente en el vórtice político. Y si ese mundo es contrario a la Fundación, como ese tipo de la estación de entrada dio a entender, nos veremos en apuros.

—Pero, por otra parte, tiene que ser el centro intelectual del planeta, y es precisamente allí donde encontraremos la información que buscamos. En cuanto a ser contrarios a la Fundación, dudo que puedan manifestarlo abiertamente. Quizá la alcaldesa no simpatice conmigo, pero tampoco puede permitir que se maltrate a un consejero. No querrá establecer tal precedente.

Bliss había salido del lavabo, las manos húmedas todavía después de haberse lavado la ropa, y ajustándose las prendas interiores sin el menor signo de preocupación.

—A propósito, supongo que los excrementos serán debidamente reciclados.

—A la fuerza —dijo Trevize—. ¿Cuánto tiempo piensas que duraría nuestra provisión de agua si no se reciclasen los excrementos? ¿Con qué crees que se elaboran esos sabrosos pastelitos esponjosos que comemos para alegrar nuestros alimentos congelados? Espero que esto no te quite el apetito, mi eficiente Bliss.

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿De dónde crees que proceden la comida y el agua en Gaia, o en este planeta, o en Terminus?

—En Gaia —dijo Trevize—, los excrementos son, por supuesto, tan vivos como tú.

—Vivos, no. Conscientes. Ahí estriba la diferencia. Desde luego, su nivel de conciencia es muy bajo.

Trevize resopló con aire desdeñoso, pero se abstuvo de replicar.

—Iré a la cabina-piloto —dijo— para hacerle compañía al ordenador. Y no es que me necesite.

—¿Podemos entrar y ayudarte a hacerle compañía? —pidió Pelorat—. No puedo acostumbrarme al hecho de que pueda bajarnos por sí solo; o de que perciba otras naves, o tormentas o… lo que sea.

Trevize sonrió ampliamente.

—Pues vete acostumbrando, por favor. La nave está mucho más segura bajo el control del ordenador que lo estaría bajo el mío. Pero entrad. Os gustará ver lo que ocurre.

Ahora se encontraban sobre la mitad soleada del planeta, pues, según Trevize explicó, el mapa del ordenador podía adaptarse mejor a la realidad con luz de sol que en la oscuridad.

—Esto resulta evidente —dijo Pelorat.

—Pues no lo es tanto. El ordenador puede juzgar con la misma rapidez con la luz infrarroja que irradia la superficie incluso en la oscuridad. Sin embargo, las ondas infrarrojas, que son más largas, no permiten que el ordenador actúe con la misma resolución que lo haría con la luz visible. Dicho de otra manera, el ordenador no ve con tanta claridad y exactitud con los rayos infrarrojos, y yo, siempre que la necesidad no me lo impide, prefiero facilitarle las cosas al máximo.

—¿Y si la capital se encuentra en el lado oscuro?

—Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea así —dijo Trevize—, pero si está en ese lado, una vez haya sido comprobado el mapa a la luz del día, podremos bajar a la capital con la misma seguridad, aunque allí sea de noche. Y mucho antes de que nos acerquemos a ella, interceptaremos rayos de microondas y recibiremos mensajes que nos dirigirán al puerto espacial más conveniente. No existe ningún motivo de preocupación.

—¿Estás seguro? —preguntó Bliss—. Me estás llevando allá abajo indocumentada, sin que nadie de aquí conozca mi mundo natal, y, en cualquier caso, no puedo ni quiero mencionarles Gaia. ¿Qué haremos, si me piden la documentación cuando estemos en la superficie?

—No es probable que esto ocurra —dijo Trevize—. Todos presumirán que se han cuidado de eso en la estación de entrada.

—Pero, ¿y si me la piden?

—Entonces, cuando llegue el momento, trataremos de solventar el problema. Mientras tanto, no creemos problemas en el aire.

—Pero si surge alguno, quizá sea demasiado tarde para resolverlo.

—Confiaré en mi ingenio para hacer que eso no ocurra.

—A propósito de ingenio, ¿cómo te las arreglaste para que nos dejasen pasar en la estación de entrada?

Trevize miró a Bliss y sus labios se dilataron en una sonrisa que le dio todo el aspecto de un pícaro adolescente.

—Sólo ejercitando el cerebro un poco.

—¿Qué hiciste, viejo? —se interesó Pelorat.

—Apelar a él de la manera más correcta —dijo Trevize—. Había probado la amenaza y el soborno sutil. Había apelado a su lógica y a su fidelidad a la Fundación. Nada de esto me dio resultado, y eché mano del último recurso. Le dije que estabas engañando a tu esposa, Pelorat.

—¿A mi esposa? Pero, querido amigo, yo no tengo esposa en este momento.

—Eso lo sé yo, pero él no.

—Supongo —dijo Bliss— que por «esposa» entendéis una mujer que es compañera regular de un hombre en particular.

—Un poco más que esto, Bliss —dijo Trevize—. Nos referimos a una compañera legal, que tiene ciertos derechos como consecuencia de esa relación.

—Bliss, yo no tengo esposa —intervino Pelorat nervioso—. Tuve una, en el pasado, pero hace mucho tiempo que no tengo ninguna. Si quieres someterte al ritual legal.

—¡oh, Pel! —dijo Bliss, haciendo un ademán de rechazo con la mano derecha—, ¿qué me importa eso a mí? Tengo numerosos compañeros cuya relación conmigo es comparable a la de uno de tus brazos con el otro. Sólo los Aislados se sienten tan alienados que deben valerse de convencionalismos artificiales para conseguir algo que logre sustituir, en parte, al verdadero compañerismo.

—Es que yo soy un Aislado, querida Bliss.

—Lo serás menos con el tiempo, Pel. Tal vez nunca seas Gaia realmente, pero sí menos aislado y tendrás muchas compañeras.

—Sólo te quiero a ti —dijo Pel.

—Porque no sabes nada de este asunto. Ya aprenderás.

Mientras duraba la conversación, Trevize observaba atentamente la pantalla y una expresión de forzada tolerancia aparecía en su semblante. La capa de nubes se había acercado y, durante un momento, todo fue una niebla gris.

«Necesito la visión de microondas», pensó. El ordenador pasó, de pronto, a la detección de ecos de radar. las nubes desaparecieron y apareció la superficie de Comporellon en colores falsos, un poco borrosos y oscilantes los limites entre sectores de diferente composición.

—¿Parecerá siempre así de ahora en adelante? —preguntó Bliss, un poco asombrada.

—Sólo hasta que pasemos debajo de las nubes. Entonces, volveremos a ver la luz del sol.

Casi no había acabado de decirlo, cuando la visibilidad volvió a la normalidad.

—Comprendo —dijo Bliss. Después, volviéndose hacia él, prosiguió—: Lo que no entiendo es por qué le importaba tanto al oficial de la estación de entrada que Pel engañase o dejase de engañar a su esposa.

—Le dije que si te retenía, la noticia podía llegar a Terminus y, por consiguiente, a oídos de la esposa de Pelorat, y que entonces, éste se hallaría en dificultades. No concreté qué clase de dificultades, pero procuré dar la impresión de que serían graves. Entre los varones existe una especie de masonería —aclaró Trevize, sonriendo—, y un hombre no traiciona nunca a otro; incluso le ayuda en caso necesario. Supongo que todo obedece a que los papeles pueden invertirse en otra ocasión. Presumo —añadió, más seriamente— que existe una masonería parecida entre las mujeres, aunque, como no soy mujer, nunca he tenido ocasión de observarlo de cerca.

—¿Hablas en broma? —preguntó Bliss, nublándose de — pronto su semblante.

—No, lo digo en serio —respondió Trevize—. Con ello no quiero decir que el tal Kendray nos haya dejado pasar sólo para ayudar a Janov a no indisponernos con su esposa. Puede que la masonería masculina haya servido para reforzar mis otros argumentos.

—Pero eso es horrible. Son las normas las que mantienen unida una sociedad en un todo. ¿Se pueden violar sin más, por razones triviales?

—Bueno —dijo Trevize, pasando a la defensiva—, algunas normas son triviales en sí mismas. Pocos mundos se muestran muy rigurosos en lo tocante a los viajeros que entran y salen de su espacio en tiempo de paz y de prosperidad comercial, como el que tenemos ahora gracias a la Fundación. Pero, por alguna razón, no ocurre así en Comporellon; tal vez debido a alguna cuestión oscura de política interior. ¿Por qué tendríamos que sufrir nosotros las consecuencias?

—Eso no viene al caso. Si sólo cumplimos las reglas que suponemos justas y razonables, ninguna de ellas podrá sostenerse, pues siempre habrá alguien que la considerará injusta e ilógica. Y si queremos favorecer nuestros intereses individuales, tal como los vemos, encontraremos alguna razón para creer que la norma que nos molesta no es justa ni razonable. Así, lo que empieza como una jugarreta astuta conduce a la anarquía y al caos, incluso para el autor de aquélla, ya que tampoco él podrá sobrevivir al derrumbamiento de la sociedad.

—Eso no ocurrirá tan fácilmente —dijo Trevize—. Tú hablas como Gaia, y Gaia no puede comprender la asociación de individuos libres. Las normas, establecidas con razón y con justicia, pueden dejar de ser útiles al cambiar las circunstancias, pero al permitir que continúen vigentes por la fuerza de la inercia, entonces, no sólo es justo, sino también útil, quebrantar aquellas que nos anuncian el hecho de que son inútiles, o incluso realmente perjudiciales.

—En ese caso, cualquier ladrón o asesino podría afirmar que está sirviendo a la Humanidad.

—Exageras. En el superorganismo de Gaia, existe un consenso automático sobre las normas de la sociedad, y a nadie se le ocurre quebrantarlas. En este sentido, podríamos decir que Gaia vegeta y se fosiliza.

En una asociación libre, sabido es que siempre hay un elemento de desorden, pero ése es el precio que se debe pagar por la capacidad de fomentar la novedad y el cambio. En general, es un precio razonable.

—Te equivocas de medio a medio si piensas que Gaia vegeta y se fosiliza —dijo Bliss, elevando el tono de la voz—. Nuestras acciones, nuestras costumbres, nuestras opiniones, son revisadas constantemente.

No persisten por inercia, de un modo irracional. Gaia aprende de la experiencia y la reflexión, y, por consiguiente, cambia cuando lo considera necesario.

—Aunque sea verdad lo que dices, la reflexión y el aprendizaje tienen que ser lentos, pues sólo Gaia existe en Gaia. En los mundos libres, incluso cuando casi todos están de acuerdo, hay unos pocos que discrepan y, en algunos casos, esos pocos pueden tener razón, y si son lo bastante inteligentes, entusiastas y justos, acabarán triunfando y pasarán a ser considerados héroes en las edades futuras, como ocurrió con Hari Seldon, que perfeccionó la psicohistoria, defendió sus propias ideas contra todo el Imperio Galáctico, y triunfó.

—Triunfó hasta ahora, Trevize. Pero el Segundo Imperio que proyectó tendrá que ceder el sitio a Galaxia.

—¿Ocurrirá así? —preguntó Trevize, frunciendo el ceño.

—La decisión fue tuya, y por mucho que discutas en pro de los Aislados y de su libertad para ser insensatos o criminales, hay algo en el fondo oculto de tu mente que te obligó a estar de acuerdo «conmigo-nosotros-Gaia» cuando hiciste tu elección.

—Precisamente estoy buscando lo que hay en el fondo oculto de mi mente —dijo Trevize, frunciendo más el entrecejo—, y empezaré a buscarlo allí. —Señaló el lugar de la pantalla donde aparecía una gran ciudad en el horizonte, un racimo de estructuras bajas que trepaban a ocasionales alturas, rodeadas de campos pardos bajo una ligera capa de escarcha.

Pelorat sacudió la cabeza.

—¡Lástima! Quería observar el acercamiento, pero me distraje escuchando vuestra discusión.

—No te preocupes, Janov —dijo Trevize—. Podrás hacerlo cuando salgamos de aquí. Te prometo que entonces mantendré la boca cerrada, si puedes persuadir a Bliss de que controle la suya.

La Far Star descendió siguiendo un rayo de microondas hasta una pista de aterrizaje del puerto espacial.

Kendray tenía una expresión grave cuando volvió a la estación de entrada y observó el paso de la Far Star. Y todavía seguía claramente deprimido al terminar su turno.

Estaba sentado a la mesa para la última comida del día, cuando uno de sus compañeros, un hombre larguirucho, de ojos separados, finos cabellos y unas cejas tan rubias que casi resultaban invisibles, se acomodó a su lado.

—¿Algo va mal, Ken? —preguntó el otro.

Kendray torció los labios.

—Se trata de esa nave gravítica que acaba de entrar, Gatis.

—¿ La de extraño aspecto y radiactividad cero?

—Por eso no era radiactiva. No utiliza carburante. Es gravítica.

—Es la que nos dijeron que vigilásemos, ¿verdad? —preguntó Gatis, asintiendo con la cabeza.

—Sí.

—Y te tocó a ti. Siempre tienes suerte.

—No lo creas. Una mujer, sin documentos de identidad, va en ella; Y no la he denunciado.

—¿Qué? No me lo digas. No quiero saber nada al respecto. Ni una palabra más. Puedes ser mi amigo, pero no voy a convertirme en cómplice de ese hecho.

—Esto no me preocupa. No demasiado. Yo tenía que enviar la nave.

Ellos quieren apoderarse de esa gravitica, o de otra cualquiera de su clase. Lo sabes muy bien.

—Seguro, pero hubieses tenido que denunciar a la mujer al menos.

—No me agradaba hacerlo. No está casada. Sólo fue recogida para…, para ser utilizada.

—¿Cuántos hombres van a bordo?

—Dos.

—¿Y la recogieron sólo para… para eso? Deben venir de Terminus.

—Así es.

—Los de Terminus son muy despreocupados.

—Cierto.

—Un asco. Y se salen con la suya.

—Uno de ellos está casado, y no quería que su esposa se enterase.

Si yo hubiese denunciado a la joven, aquélla se enteraría.

—¿No está en Terminus?

—Desde luego, pero lo sabría de todos modos.

—A ese tipo le estaría bien empleado que su mujer se enterase.

—De acuerdo, pero yo no puedo hacerme responsable de ello.

—Te machacarán por no haberle denunciado. Querer salvar a un hombre de un apuro no es excusa.

—¿Lo habrías denunciado tú?

—Supongo que no hubiese tenido más remedio que hacerlo.

—No, no lo habrías hecho. El Gobierno quiere esa nave. Si yo hubiera insistido en denunciar a la mujer, los hombres de la nave hubiesen cambiado de idea con respecto a aterrizar aquí y se hubieran marchado a otro planeta. Eso no le habría gustado al Gobierno.

—Pero, ¿te creerán?

—Creo que sí. Es una mujer muy linda. Imagínate a una joven como esa dispuesta a embarcarse con dos hombres, dos hombres casados y dispuestos a todo… Es tentador, ¿no crees?

—Supongo que no querrás que tu mujer se entere de lo que acabas de decir…, o de que lo has pensado siquiera.

—¿Quién va a decírselo? ¿Tú? —dijo Kendray, con aire desafiante.

—Vamos, me conoces mejor que todo eso —repuso Gatis, mientras su mirada de indignación se extinguía con rapidez—. No les hará ningún bien a esos hombres que les hayas dejado pasar.

—Lo sé.

—La gente de allá abajo lo descubrirán muy pronto, y aunque tú salgas bien de ésta, ellos no podrán librarse.

—También lo sé —dijo Kendray—, y lo siento por esos hombres. Los apuros en que la mujer pueda ponerles no serán nada en comparación con los que la nave les ocasionará. El capitán hizo unas cuantas observaciones… —Kendray se interrumpió.

—¿Cuáles? —preguntó Gatis, vivamente interesado.

—Olvídalo —dijo Kendray—. Si la cosa se descubre, será mi fin.

—No voy a repetírselo a nadie.

—Yo tampoco. Esos dos hombres de Terminus me dan lástima.

Para cualquiera que haya estado en el espacio y experimentado su uniformidad, la verdadera emoción del vuelo espacial se produce cuando llega el momento de tomar tierra en un nuevo planeta. El suelo se desliza con rapidez debajo de ti, mientras tú captas imágenes de tierra y de agua, de zonas geométricas y líneas que deben ser campos y carreteras. Adviertes el verdor vegetal, el gris del hormigón, el pardo del suelo árido, el blanco de la nieve. Pero lo más emocionante son los conglomerados habitados; ciudades que, en cada mundo, tienen su geometría característica y sus peculiaridades arquitectónicas.

En una nave ordinaria, los tripulantes habrían sentido la excitación de tocar el suelo y deslizarse por la pista. La Far Star era distinta, la cosa cambiaba mucho. Flotó a través del aire, frenó equilibrando hábilmente la resistencia del aire y la gravedad, para acabar inmovilizándose sobre la pista del puerto espacial. El viento soplaba a ráfagas y eso significaba otra complicación. La Far Star, al ajustarse para responder a la atracción de la gravedad, no sólo era anormalmente ligera de peso, sino también de masa. Si ésta se acercaba demasiado a cero, el viento arrastraría a la nave de allí. De ahí que fuese preciso elevar la reacción a la gravedad y emplear los reactores con sumo cuidado, no sólo contra la atracción del planeta, sino también contra la fuerza del viento, de manera que se adaptasen exactamente a los cambios de intensidad de aquél. Sin un ordenador adecuado, la operación no habría podido llevarse a cabo.

La nave siguió bajando, con pequeños e inevitables cambios en su dirección, hasta que al fin descendió para posarse en la zona marcada a ese fin en el puerto.

El cielo estaba de un pálido azul, mezclado con blanco, cuando la Far Star aterrizó. El viento seguía soplando a nivel del suelo y, aunque ya no resultaba peligroso para la navegación, producía un frío que hizo estremecerse a Trevize. En ese momento se dio cuenta de que la ropa que llevaban era totalmente inadecuada para el clima de Comporellon.

En cambio, Pelorat miró satisfecho a su alrededor y respiró a pleno pulmón por la nariz, disfrutando, al menos de momento, con aquella sensación de frío. Incluso se desabrochó el abrigo para sentir el viento contra su pecho. Sabía que dentro de poco tendría que abrochárselo de nuevo y ponerse su bufanda, pero ahora quería sentir la existencia de una atmósfera, cosa que nunca ocurría a bordo.

Bliss se arrebujó en su abrigo y, con las manos enguantadas, se bajó el gorro hasta cubrirse las orejas. Tenía afligido el semblante y parecía a punto de llorar.

—Este mundo es malo —murmuró—. Nos odia y nos maltrata.

—En absoluto, querida Bliss —dijo Pelorat muy serio—. Estoy seguro de que este mundo gusta a sus moradores y de que…, bueno…, ellos le gustan a él, si quieres decirlo así. Pronto estaremos a cubierto, y allí hará más calor.

Casi como reparando un olvido, envolvió a Bliss en su propio abrigo, mientras ella se acurrucaba contra la pechera de su camisa.

Trevize se esforzó en no hacer caso de la temperatura. Recibió una tarjeta magnetizada de una de las autoridades del puerto, comprobándola con su ordenador de bolsillo para asegurarse de que contenía los detalles necesarios: su zona y número de aparcamiento, el nombre y número de motor de su nave, y otros datos más. Hizo una nueva comprobación para asegurarse de que la nave estaba firmemente sujeta y después suscribió una póliza de seguros por el máximo valor permitido, contra el riesgo de daños en la Far Star, aunque era una precaución inútil en realidad, ya que su nave sería invulnerable al probable nivel de la tecnología comporelliana, y si no lo era, resultaría totalmente irremplazable a cualquier precio.

Trevize encontró la parada de taxis en el lugar donde debía estar. (Muchos servicios de los puertos espaciales eran iguales en todas partes, tanto en situación como aspecto y modo de empleo. Tenían que serlo, dada la naturaleza multimundial de la clientela.)

Llamó a un taxi, indicando el punto de destino como «Ciudad» simplemente.

El vehículo se deslizó hacia ellos sobre unos esquíes diamagnéticos, desviándose ligeramente bajo el impulso del viento y temblando por la vibración de un motor no del todo silencioso. Era de color gris oscuro y lucía la insignia blanca de taxi en las portezuelas de atrás. El conductor llevaba un abrigo oscuro y un gorro de piel blanco.

—La decoración del planeta parece ser en blanco y negro —dijo en voz baja Pelorat advirtiendo esos detalles.

—Tal vez todo sea más alegre en la ciudad propiamente dicha —dijo Trevize.

—¿Van a la ciudad, amigos? —El conductor había hablado por un pequeño micrófono, tal vez para no tener que abrir la ventanilla.

El dialecto galáctico tenía un cierto sonsonete que le hacía bastante atractivo, además de que no resultaba difícil de comprender, lo cual siempre significa un alivio en un mundo desconocido.

—Sí —dijo Trevize.

Y la portezuela de atrás se abrió. Bliss subió, seguida de Pelorat y de Trevize, La portezuela se cerró, y enseguida notaron el aire caliente, Bliss se frotó las manos y lanzó un largo suspiro de alivio.

El taxi arrancó lentamente.

—La nave en que han venido ustedes es gravítica, ¿verdad? —preguntó el conductor.

—Considerando la manera en que bajó, ¿podría usted dudarlo? —repuso Trevize con seguridad.

—Entonces, ¿es de Terminus? —se interesó el taxista.

—¿Conoce usted algún otro mundo capaz de construirla? —dijo Trevize.

El conductor pareció considerar la semirrespuesta mientras el taxi adquiría velocidad.

—¿Siempre contesta usted las preguntas con otra pregunta? —dijo.

—¿Por qué no? —no pudo resistirse Trevize a replicar.

—En ese caso, ¿cómo me respondería a la pregunta de si es usted Golan Trevize?

—Le respondería: ¿Por qué me lo pregunta?

El taxi se detuvo en las afueras del puerto espacial.

—¡Por curiosidad! Repito: ¿Es usted Golan Trevize? —dijo el conductor.

La voz de Trevize adquirió un tono rígido y hostil.

—¿Qué le importa a usted?

—Amigo mío —dijo el conductor—, no nos moveremos de aquí hasta que usted haya contestado a mi pregunta. Y si no lo hace con claridad en uno u otro sentido en un par de segundos, cerraré la calefacción del compartimento de pasajeros y seguiremos esperando. ¿Es usted Golan Trevize, consejero de Terminus? Si su respuesta es negativa, tendrá que mostrarme sus documentos de identidad.

—Sí, soy Golan Trevize y, como consejero de la Fundación, espero ser tratado con toda la cortesía debida a mi rango. Si usted no lo hace así, le pondré en un aprieto, amigo. Y ahora, ¿qué?

—Ahora podemos continuar con más tranquilidad —repuso haciendo arrancar el coche de nuevo—. Yo elijo cuidadosamente mis pasajeros, y esperaba recoger a dos hombres. La mujer ha sido una sorpresa para mí, y ya que se trata de usted, puedo dejar que explique lo de la mujer cuando llegue a su destino.

—Usted desconoce mi destino.

—En realidad, lo sé. Va usted al Departamento de Transportes.

—No es allí donde yo quiero ir.

—Eso carece de importancia, consejero. Si yo fuese conductor de taxi, lo llevaría donde usted quisiera ir. Como no lo soy, le conduciré al lugar donde yo quiero que vaya.

—Perdón —dijo Pelorat, inclinándose hacia delante—, pero usted parece un taxista. Está conduciendo un coche de alquiler.

—Cualquiera puede conducir un taxi. No sólo quienes tienen licencia para ello. Y no todos los coches que parecen taxis lo son.

—Dejémonos de juegos —dijo Trevize—. ¿Quién es usted y qué pretende? Recuerde que tendrá que responder de esto ante la Fundación.

—Yo no —repuso el conductor—. Mis superiores, tal vez. Yo soy un agente de la Fuerza de Seguridad de Comporellon. Se me ha ordenado que le trate con todo el respeto debido a su rango, pero usted debe ir adonde yo lo lleve. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, pues este vehículo está armado, y mis órdenes son de defenderme si soy atacado.

El vehículo, habiendo alcanzado su velocidad normal, se deslizaba suavemente, en completo silencio.

Trevize permanecía sentado en él como si estuviese petrificado. Se daba cuenta, sin necesidad de verlo, de que Pelorat lo miraba de vez en cuando como diciéndole: «¿Qué vamos a hacer ahora? Dímelo, por favor.

Una rápida mirada le informó de que Bliss iba tranquila, mostrando una visible despreocupación. Desde luego, ella sola era todo un mundo. Toda Gaia, aunque estuviese a una distancia galáctica, se hallaba envuelta en su piel. Tenía recursos a los que se podría apelar en caso de verdadera emergencia.

Pero, ¿ qué había ocurrido?

Estaba claro que el funcionario de la estación de entrada, siguiendo la rutina, había enviado su informe (omitiendo a Bliss) despertando el interés de los cuerpos de Seguridad y, de todos ellos, nada menos que del Departamento de Transportes. ¿Por qué?

Gozaban de un tiempo de paz y no sabía que existiese ninguna tensión concreta entre Comporellon y la Fundación. Él era un funcionario importante de la Fundación…

¡Alto! Le había dicho al hombre de la estación de entrada, Kendray, que debía tratar de un asunto importante con el Gobierno comporelliano. Había hecho hincapié en ello para que les dejase pasar. Kendray debió de consignarlo en su informe, y quizá fuese eso lo que había despertado tanto interés.

No lo había previsto, y hubiese debido tenerlo en cuenta. Entonces, ¿dónde quedaban sus presuntos dotes de hacer siempre lo debido? ¿Estaba empezando a creer que era la caja negra que suponía Gaia… o que Gaia decía que suponía? ¿Estaba siendo conducido a un tremedal por culpa de un exceso de confianza fundado en la superstición?

¿Cómo podía haberse dejado atrapar ni por un momento en aquella locura? ¿Acaso no se había equivocado nunca en su vida? ¿Podía saber el tiempo que haría al día siguiente? ¿Había ganado grandes cantidades en juegos de azar? Las respuestas eran no, no y no.

Entonces, ¿sólo acertaba en las cosas rudimentarias? ¿Cómo podía saberlo?

¡Olvídate de esto! A fin de cuentas, el que hubiese declarado que tenía importantes asuntos de Estado… No, se había referido a la «seguridad de la Fundación»…

Bueno, el mero hecho de que estuviese allí por un asunto que afectaba a la seguridad de la Fundación, y de que hubiese llegado en secreto y sin previo aviso, tenía que haber llamado la atención… Sí, pero hasta que supiese de qué se trataba, actuarían, seguramente, con la máxima circunspección. Se mostrarían ceremoniosos y lo tratarían como a un alto dignatario. No se atreverían a secuestrarle ni a amenazarle.

Sin embargo, exactamente eso era lo que habían hecho. ¿Por qué? ¿Qué hacia que se sintiesen lo bastante fuertes y poderosos para tratar de aquella manera a un consejero de Terminus?

¿Podía ser la Tierra? ¿Se trataría de la misma fuerza que ocultaba el mundo de origen con tanta eficacia, incluso contra las grandes mentalidades de la Segunda Fundación, y que ahora trataba de hacer fracasar su búsqueda de la Tierra en la primera fase de su pesquisa? ¿Era la Tierra omnisciente? ¿Omnipotente?

Trevize movió la cabeza. Ese camino le llevaba a la paranoia. ¿Iba a culpar a la Tierra de todo? Cualquier comportamiento extraño, toda torcedura en el camino, todo cambio en las circunstancias, ¿eran resultado de las secretas maquinaciones de la Tierra? Si empezaba a pensar así, estaba perdido.

En ese momento, Sintió que el vehículo reducía la velocidad, y volvió a la realidad de golpe.

Se dio cuenta de que, ni siquiera por un instante, se había fijado en la ciudad que estaba» cruzando. Y ahora miró a su alrededor, un poco desconcertado. Los edificios eran bajos, pero se hallaba en un planeta frío donde la mayoría de las estructuras serían, probablemente, subterráneas.

No vio muestra alguna de color, y eso le pareció contrario a la naturaleza humana.

Sólo de forma esporádica vio pasar a alguien, siempre bien abrigado. Pero quizá la mayoría de las personas, al igual que los edificios, se encontrasen bajo tierra.

El taxi se detuvo delante de un edificio bajo y ancho, emplazado en una depresión cuyo fondo él no alcanzaba a ver. Transcurrieron unos minutos y el vehículo continuó parado allí, con su conductor también inmóvil. El gorro alto y blanco casi tocaba el techo del coche.

Trevize se preguntó vagamente cómo se las apañaba el conductor para entrar y salir del vehículo sin que se le cayese el gorro, y después dijo, con la controlada irritación que cabría esperar de un altivo y maltratado funcionario:

—Bueno, conductor, ¿qué pasa ahora?

La versión comporelliana del cristal de separación entre conductor y pasajeros no era, en modo alguno, primitiva. Las ondas sonoras podían pasar a través de él, aunque Trevize no estaba seguro de que no pudiesen hacerlo objetos materiales impulsados por una determinada fuerza.

—Alguien vendrá a recogerles —contestó el taxista—. Continúen sentados y no se preocupen.

Mientras decía esto, aparecieron tres cabezas, subiendo lentamente de la depresión en la que el edificio se asentaba. Después, el resto de los cuerpos apareció. Estaba claro que los recién llegados ascendían en el equivalente de una escalera mecánica, pero Trevize no pudo ver, desde su asiento, los detalles de aquel aparato.

Al acercarse los tres, la portezuela del taxi se abrió y una ráfaga de aire frío entró en el vehículo.

Trevize se apeó, abrochándose el abrigo hasta el cuello. Los otros dos le siguieron; Bliss, de mala gana.

Los tres comporellianos parecían amorfos, envueltos en prendas hinchadas y probablemente calentadas eléctricamente. Trevize los despreció por ello. Aquellas ropas no resultaban útiles en Terminus, y la única vez que había pedido prestado un abrigo calorífico durante el invierno, en el cercano planeta Ana creon, había descubierto que tendía a calentarse poco a poco, de manera que cuando quería darse cuenta de que el calor era excesivo, ya estaba sudando incómodamente.

Al acercarse los comporellianos, Trevize advirtió, con profunda indignación, que iban armados. Y no trataban de disimularlo, sino todo lo contrario. Cada uno de ellos tenía un arma en su funda, colgando de la prenda de vestir exterior.

Uno de los comporellianos se adelantó para colocarse frente a Trevize.

—Disculpe, consejero —dijo con voz ronca.

Y le abrió el gabán con un rudo movimiento. Con extrema rapidez pasó las manos sobre los costados, la espalda, el pecho y los muslos de Trevize. Sacudió y palpó el abrigo. Trevize se hallaba tan abrumado, confuso y asombrado que sólo cuando el hombre hubo terminado se dio cuenta de que había sido rápida y eficazmente cacheado.

Pelorat, con la cabeza baja y la boca retorcida en una mueca, sufría una ofensa similar de manos del segundo comporelliano.

El tercero se acercó a Bliss, pero ésta no esperó a que la rozase. Al menos ella sabía, de algún modo, lo que debía esperar de él, pues, se despojó del abrigo y se quedó plantada allí un momento, con sólo su ligero vestido, expuesta al viento sibilante.

—Puede usted ver que no llevo armas —dijo con una frialdad acorde con la temperatura.

Y ciertamente, cualquiera podía darse cuenta. El comporelliano sopesó el abrigo, como si así pudiese saber si contenía alguna arma (y tal vez sí que podía), y se retiró.

Bliss se puso la prenda de nuevo, arrebujándose en ella y, durante un instante, Trevize admiró su actitud. Sabía lo mucho que la joven sentía el frío, pero no había permitido que el menor temblor lo revelase, a pesar de llevar el pantalón y una blusa fina como único abrigo.

Entonces, Trevize se preguntó si, en casos de urgencia, no extraería calor del resto de Gaia.

Uno de los comporellianos hizo un gesto y los tres forasteros lo siguieron. Los otros dos comporellianos cerraron la marcha. Dos o tres transeúntes que pasaban por la calle no se detuvieron a observar lo que sucedía. O estaban demasiado acostumbrados a escenas semejantes o, y era lo más probable, sólo pensaban en llegar a su abrigado destino lo antes posible.

Trevize pudo ver que los comporellianos habían subido por una rampa móvil. Ahora, bajaron los seis por ella y cruzaron una puerta casi tan complicada como la de una nave espacial, sin duda destinada a conservar el calor interior, más que a renovar el aire.

Y, de pronto, se hallaron dentro de un gran edificio.

V. Lucha por la nave

La primera impresión de Trevize fue que se hallaba en el escenario de un hiperdrama, concretamente, el de un romance histórico de los tiempos imperiales. Era un escenario muy particular, con pocas variaciones (tal vez sólo existiese uno y era usado por todos los productores de hiperdramas), que representaban la gran ciudad-planeta de Trantor en su apogeo.

Vio los grandes espacios, las carreras de los atareados peatones, los pequeños vehículos rodando a gran velocidad por los carriles que les estaban reservados.

Trevize miró hacia arriba, casi esperando ver aerotaxis elevándose e introduciéndose en oscuros refugios abovedados, pero éstos, al menos, brillaban por su ausencia. En realidad, al cesar su asombro inicial, observó con claridad que se trataba de un edificio mucho más pequeño de lo que hubiese cabido esperar en Trantor. Sólo era un edificio y no parte de un complejo que se extendiese sin interrupción miles de kilómetros en todas direcciones.

También los colores eran diferentes. En los hiperdramas, a Trantor la presentaban siempre con colores de un chillón espantoso, y con un vestuario literalmente incómodo y nada práctico. Sin embargo, todos aquellos colorines y ringorrangos tenían un fin simbólico: indicaban la decadencia del Imperio (concepto obligatorio en aquellos días) y de Trantor en particular.

Pero, si esto era así, Comporellon parecía todo lo contrario de decadente, pues la combinación de colores que había observado Pelorat en el puerto espacial prevalecía también allí.

Las paredes estaban pintadas en tonos grises; los techos eran blancos, y las vestiduras de la población, negras, grises y blancas. De vez en cuando, se veía un traje negro por completo o, todavía más ocasionalmente, completamente gris, pero nunca todo blanco, como Trevize pudo comprobar. En cambio, los modelos eran diferentes siempre, como si las personas, al no poder usar los colores, buscasen y lograsen encontrar maneras de afirmar su individualidad.

Las caras tendían a ser inexpresivas o, si no eso, hoscas. Las mujeres llevaban los cabellos cortos; los hombres, más largos, recogidos hacia atrás en cortas coletas. Nadie miraba a los demás al cruzarse con ellos. Todos parecían llevar algo entre ceja y ceja, como si una sola idea ocupase la mente de cada cual y no dejase sitio para nada más. Hombres y mujeres vestían de manera parecida, y sólo la longitud de los cabellos, el ligero abultamiento de los senos y la anchura de las caderas marcaban la diferencia.

Los tres fueron conducidos hasta un ascensor que descendió cinco plantas. Cuando salieron de él, les acompañaron a una puerta en la que, en pequeñas y sencillas letras blancas sobre fondo gris, se leía: «Mitza Lizalor, MinTrans.»

El comporelliano que iba en cabeza tocó el rótulo, el cual se iluminó al cabo de un momento. La puerta se abrió y todos entraron.

Se encontraron en una grande y bastante vacía habitación y su desnudez servía, quizá, para indicar, con aquel derroche de espacio, el poder de su ocupante.

Dos guardias se hallaban de pie junto a la pared del fondo, inexpresivos los rostros y las miradas fijas en los que entraban. Una gran mesa ocupaba el centro de la estancia o, quizás, un poco más atrás del centro. Detrás de la mesa, hallábase la persona que debía ser Mitza Lizalor, robusta, de cara suave y ojos negros. Dos manos vigorosas y eficientes, de largos dedos de punta roma, se apoyaban sobre la mesa.

La «MinTrans» (Trevize presumió que significaba ministro de Transportes) vestía un traje gris oscuro con solapas de un blanco deslumbrante. Un doble galón blanco bajaba en diagonal desde debajo de las Solapas, cruzándose sobre el centro del pecho. Trevize pudo ver que, si bien el traje estaba cortado de manera que simulaba el abultamiento de los senos femeninos, la X blanca del galón hacía que éstos atrajesen la atención.

El ministro era indudablemente una mujer. Aunque se prescindiese de los senos, los cabellos cortos lo demostraban, y, a pesar de no ir maquillada, sus facciones lo indicaban así. Su voz también era inconfundiblemente femenina; uva voz de contralto.

—Buenas tardes —dijo—. No es frecuente que hombres de Terminus nos honren con su visita. Y tampoco una mujer desconocida. —Sus ojos pasaron de uno a otro y se fijaron después en Trevize, que permanecía rígidamente en pie y con el ceño fruncido—. Además, uno de los hombres es miembro del Consejo.

—Consejero de la Fundación —dijo Trevize dando a su voz un tono vibrante—. Consejero Golan Trevize, en una misión de la Fundación.

—¿Una misión? —preguntó la ministra, arqueando las cejas.

—Una misión —repitió Trevize—. Entonces, ¿por qué se nos trata como a delincuentes? ¿Por qué hemos sido custodiados por guardias armados y traídos aquí como prisioneros? Espero que comprenda que el Consejo de la Fundación no se mostrará muy satisfecho cuando se entere de esto.

—Y en todo caso —dijo Bliss, con una voz que parecía un poco estridente en comparación con la de la otra mujer—, ¿vamos a permanecer en pie indefinidamente?

La ministra miró a Bliss con frialdad durante un largo momento; después, levantó un brazo.

—¡Tres sillas! ¡Ahora! —ordenó.

Una puerta se abrió y tres hombres, vistiendo los oscuros trajes comporellianos de rigor, llegaron, casi corriendo, con tres sillas. Las tres personas que se encontraban de pie delante de la mesa se sentaron.

—Bueno —dijo la ministra, con una sonrisa glacial—, ¿están cómodos?

Trevize pensó que no era así. Las sillas no tenían cojines, resultaban frías al tacto, de asiento y respaldo planos, completamente inadaptadas a la forma del cuerpo.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.

La ministra consultó unos papeles que tenía sobre la mesa — se lo explicaré en cuanto esté segura de los hechos. Su nave es la Far Star, de Terminus. ¿Es cierto, consejero?

—Sí.

La ministra lo miró.

—Yo le he dado su tratamiento, consejero. ¿Quiere usted, por cortesía, darme el mío?

—¿Será suficiente con señora ministra? ¿O tiene usted algún título honorífico?

—Ningún título honorífico, señor, y no necesita emplear dos palabras. «Ministra» es suficiente, o «señora», si la repetición le cansa.

—Entonces, mi respuesta a su pregunta es: Sí, ministra.

—El capitán de la nave es Golan Trevize, ciudadano de la Fundación y miembro del Consejo de Terminus, consejero de reciente nombramiento, dicho sea de pasada. Y usted es Trevize. ¿Estoy en lo cierto, consejero?

—Así es, ministra. Y ya que soy ciudadano de la Fundación…

—Todavía no he terminado, consejero. Guarde sus objeciones para más tarde. Su acompañante es Janov Pelorat, erudito, historiador y ciudadano de la Fundación. Usted es el doctor Pelorat, ¿verdad?

Pelorat no pudo reprimir un ligero sobresalto al volver la Ministra su aguda mirada hacia él.

—Sí, mi… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Sí, ministra.

Ésta cruzó las manos con fuerza.

—En el informe que me ha sido enviado, no se menciona a ninguna mujer. ¿Es ésta miembro de la dotación de la nave?

—Sí, ministra —respondió Trevize.

—Entonces, me dirigiré a la mujer. ¿ Su nombre?

—Me llaman Bliss —dijo ésta, irguiéndose en su asiento y hablando con tranquila claridad—, aunque mi nombre es más largo, señora. ¿Desea que se lo diga entero?

—De momento, me contentaré con Bliss. ¿ Es usted ciudadana de la Fundación, Bliss?

—No, señora.

—¿De qué mundo es usted ciudadana, Bliss?

—No tengo documentos que acrediten mi ciudadanía de cualquier mundo, señora.

—¿No tiene documentos, Bliss? —preguntó mientras hacía una pequeña señal en los papeles que tenía delante—. Tom o nota de ello. ¿Qué trabajo desarrollaba usted a bordo de la nave?

—Soy una pasajera, señora.

—¿Le pidieron sus documentos el consejero Trevize o el doctor Pelorat antes de que subiese usted a bordo, Bliss?

—No, señora.

—¿Les informó usted de que no tenía documentos, Bliss?

—No, señora.

—¿Cuál es su función a bordo de la nave, Bliss? ¿Responde su nombre a su función?

Bliss dijo con orgullo:

—Repito que soy pasajera de la nave y no tengo otra función —respondió Bliss con orgullo.

—¿Por qué acosa usted a esta mujer, ministra? —terció Trevize—. ¿Qué ley ha quebrantado?

La ministra Lizalor fijó su mirada en Trevize.

—Usted no es de nuestro mundo, consejero —dijo—, y no conoce nuestras leyes. Sin embargo, se halla sujeto a ellas si desea Visitarnos.

No trae sus previas leyes consigo; ésta es una norma general del Derecho galáctico, según tengo entendido.

—Estoy de acuerdo, ministra, pero con ello no me dice qué leyes de ustedes ha quebrantado Bliss.

—Es norma general en la Galaxia, consejero, que un visitante de un mundo que se halle fuera de los dominios del que usted está visitando traiga consigo sus documentos de identidad. Muchos mundos transigen a este respecto, por mor del turismo o por indiferencia. Pero Comporellon no hace lo mismo. Nuestro mundo es amante de la ley y la aplica con severidad. Ella, por el hecho de ser indocumentada, vulnera nuestra ley.

—No podía hacer otra cosa —dijo Trevize—. Yo pilotaba la nave y descendí en Comporellon. Ella tenía que acompañarnos, ministra, ¿o cree usted que podía pedirnos que la arrojásemos al espacio?

—Eso significa que también usted ha quebrantado nuestra ley, consejero.

—No, usted está equivocada, ministra. Yo no soy un forastero. Soy ciudadano de la Fundación; y Comporellon, junto con los mundos que le están sometidos, es una Potencia Asociada de la Fundación. Como ciudadano de la Fundación, puedo viajar a este mundo con plena libertad.

—Cierto, consejero, si posee documentos que demuestren que es ciudadano de la Fundación.

—Los tengo, ministra.

—Sin embargo, el que usted sea ciudadano de la Fundación no le da derecho a quebrantar nuestra ley haciéndose acompañar de una persona indocumentada.

Trevize vaciló. Estaba claro que el guardia fronterizo, Kendray, no había cumplido su palabra: por consiguiente, él no estaba obligado a protegerle.

—No nos detuvieron en la estación de inmigración, ministra, y consideré que eso llevaba implícito el permiso de traer a esta mujer conmigo.

—Es cierto que no les detuvieron, consejero, y que la mujer no fue denunciada por las autoridades de inmigración, las cuales le dejaron pasar. Presumo, sin embargo, que los funcionarios de la estación de entrada decidieron, con razón, que era más importante el hecho de que su nave aterrizase en la superficie del planeta que impedir el paso a una persona indocumentada. Con ello, estrictamente hablando, infringieron las normas, y el asunto deberá ser juzgado, pero puedo asegurar que el fallo declarará que la infracción estuvo justificada. Somos un mundo rígido en la aplicación de la ley, consejero, pero no tanto como para desatender los dictados de la razón.

—Entonces —dijo Trevize rápidamente—, apelo a la razón para mitigar su rigor ahora, ministra. Si la estación de inmigración no la había informado de que una persona indocumentada estaba a bordo de la nave cuando aterrizamos, usted no sabía que habíamos vulnerado alguna ley.

Sin embargo, salta a la vista que estaba resuelta a detenemos en el momento en que aterrizásemos, y eso fue lo que hizo. ¿Por qué, si no tenía motivos para pensar que se violaba la ley?

La ministra sonrió.

—Comprendo su extrañeza, consejero —repuso la ministra sonriendo—. Por favor, permítame asegurarle que el hecho de que supiésemos o ignorásemos la condición de su pasajera no tuvo nada que ver con su detención. Estamos actuando en nombre de la Fundación, de la cual, como usted mismo ha observado, somos una Potencia Asociada.

Trevize la miró fijamente.

—Pero eso es imposible, ministra. Peor aún: resulta ridículo.

Ella emitió una risita que quería ser melosa.

—Resulta curiosa su consideración de que lo ridículo le parezca peor que lo imposible, consejero. Y en eso estoy de acuerdo. Sin embargo, por desgracia para usted, no se trata de ninguna de ambas cosas. ¿Por qué habría de serlo?

—Porque yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y desempeño una misión por encargo de éste, y es absolutamente inconcebible que quiera detenerme, o incluso que tenga poder para hacerlo, ya que gozo de inmunidad legislativa.

—Veo que ha omitido mi tratamiento, pero está profundamente conmovido y se le puede perdonar. Sin embargo, no me han pedido directamente que lo detenga. Sólo lo he hecho para poder realizar lo que me han pedido que haga, consejero.

—¿Y es, ministra? —preguntó Trevize, tratando de dominar su emoción delante de aquella mujer formidable.

—Que, como piloto de la nave, consejero, la devuelva a la Fundación.

—¿Qué?

—De nuevo ha omitido el tratamiento, consejero, lo cual es un grave descuido por su parte, y no le ayuda en nada. Supongo que la nave no es suya. ¿Fue diseñada por usted, o construida por usted, o pagada por usted?

—Claro que no, ministra. Me fue confiada por el Gobierno de la Fundación.

—Entonces, presumiblemente, el Gobierno de la Fundación, tiene derecho a revocar su propia decisión, consejero. Me imagino que es una nave muy valiosa.

Trevize no respondió.

—Se trata de una nave gravítica, consejero —prosiguió la ministra—. No puede haber muchas como esa, e incluso la Fundación debe disponer de muy pocas. Y ahora parecen lamentar el haberle confiado una de ellas. Tal vez usted pueda persuadirles de que le confíen otra que sea menos valiosa, pero que le baste para llevar á cabo su misión. En todo caso, nosotros debemos hacemos cargo de la nave en que llegó.

—No, ministra, no puedo entregarle la nave. Ni puedo creer que la Fundación le pida eso.

—No sólo a mí, consejero —sonrió ella—. Ni a Comporellon concretamente. Tenemos buenas razones para creer que la orden fue enviada a todos y cada uno de los mundos y regiones que se hallan bajo la jurisdicción de la Fundación o asociados con ella. De todo ello deduzco que la Fundación desconoce su itinerario y le está buscando con irritado empeño. Y de ello deduzco, además, que usted no tiene ninguna misión que realizar en Comporellon en nombre de la Fundación, ya que, en ese caso, ellos sabrían dónde se encuentra usted y sólo se habrían dirigido a nosotros. Dicho en pocas palabras, consejero, usted me ha mentido.

—Me gustaría ver una copia de la orden del Gobierno de la Fundación que han recibido ustedes, ministra —pidió Trevize con cierta dificultad—. Creo que tengo derecho a ello.

—Por supuesto, si todo esto termina en una acción legal. Aquí, nos tomamos muy en serio los formulismos legales, consejero, y sus derechos estarán totalmente protegidos, puedo asegurárselo. Sin embargo, todo resultada más fácil si llegásemos a un acuerdo sin la publicidad y las demoras que los procesos legales suponen. Preferiríamos algo así y, estoy segura, la Fundación lo preferida también, ya que no deseará que toda la Galaxia se entere de la fuga de un legislador. Eso cubriría de ridículo a la Fundación y, según su propio criterio y el mío, sería peor que lo imposible.

Trevize guardó silencio de nuevo. La ministra esperó un momento y después prosiguió, imperturbable como siempre.

—Bueno, consejero, en ambos casos, por acuerdo privado o por acción legal, estamos resueltos a tener la nave. La pena por traer un pasajero indocumentado dependerá del camino que sigamos. Exija el procedimiento judicial y ella representará un punto más en contra de usted; además, todos ustedes habrán de cumplir la pena por ese delito, pena que puedo asegurarle no será leve. Lleguemos a un acuerdo, y su pasajera será enviada en un vuelo comercial al destino que ella elija y, ya que hablamos de esto, ustedes dos podrán acompañarla si lo desean.

O bien, si la Fundación está dispuesta a ello, podemos ofrecerle a usted una de nuestras naves, perfectamente equipada; siempre, como es natural, que la Fundación la sustituya con una nave equivalente de las suyas. Y, si por alguna razón usted no desea volver a territorio controlado por la Fundación, estaríamos dispuestos a ofrecerle refugio aquí y, tal vez, la ciudadanía comporelliana. Como puede ver, tiene mucho que ganar en caso de que lleguemos a un acuerdo amistoso, y nada en absoluto si insiste en sus derechos legales.

—Ministra, se precipita usted —dijo Trevize—. Promete lo que no puede cumplir. No puede ofrecerme refugio en el momento que la Fundación le ha ordenado que me entregue a ella.

—Consejero —respondió la ministra—, yo nunca prometo lo que no puedo cumplir. La orden de la Fundación se refiere sólo a la nave. No me han ordeñado nada con referencia a usted como individuo, ni con respecto a sus acompañantes. Repito que la orden se refiere únicamente a la nave.

Trevize miró a Bliss rápidamente.

—¿Me da usted su permiso, ministra —preguntó él—, para consultar un momento con el doctor Pelorat y Miss Bliss?

—Desde luego, consejero. Le concedo quince minutos.

—En Privado, ministra.

—Les conducirán a una habitación y, quince minutos después, serán traídos aquí de nuevo, consejero. No les molestarán mientras se encuentren allí, ni trataremos de escuchar su conversación. Le doy mi palabra de ello. Y siempre cumplo lo que prometo. Sin embargo, les custodiarán adecuadamente para que no cometan la locura de intentar escapar.

—Lo comprendemos, ministra.

—Y cuando regresen, confío en que usted se avendrá a entregar la nave. De no ser así, la justicia continuará su curso, y será mucho peor para todos ustedes, consejero. ¿Comprendido?

—Comprendido, ministra —respondió Trevize, ahogando su furor a duras penas porque la manifestación de éste no iba a hacerle ningún bien.

Entraron en una habitación pequeña, pero bien iluminada. En ella había un sofá y dos sillones, y se oía el suave zumbido de un ventilador. En conjunto era mucho más cómoda que el grande y aséptico despacho de la ministra.

Un guardia grave y alto les había conducido hasta allí, sin apartar la mano de la culata de su arma. Al entrar ellos se quedó fuera.

—Tiene quince minutos —avisó con voz dura.

No bien hubo dicho esas palabras, la puerta se cerró suavemente, con un chasquido.

—Espero que no puedan escucharnos —dijo Trevize.

—Nos ha dado su palabra, Golan —le recordó Pelorat.

—Juzgas a los demás por ti mismo, Janov. Lo que ella llama su palabra no me basta. La romperá sin vacilar un momento si así conviene.

—No podría —dijo Bliss—. Puedo escudar este lugar.

—¿Tienes un aparato protector? —preguntó Pelorat.

Bliss sonrió, mostrando súbitamente sus blancos dientes.

—La mente de Gaia es un escudo protector, Pel. Es una mente enorme.

—Estamos aquí —dijo Trevize con ira —gracias a las limitaciones de esa enorme mente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bliss.

—Cuando la triple confrontación se rompió, tú me apartaste de las mentes de la alcaldesa y del segundo fundador, Gendibal. Ninguno de los dos volvió a pensar en mí, salvo con distanciamiento e indiferencia. Tenía que quedarme solo.

—Tuvimos que hacerlo —dijo Bliss—. Tú eres nuestro recurso más importante.

—Sí. Golan Trevize, el que nunca se equivoca. Pero no retiraste mi nave de sus mentes, ¿verdad? La alcaldesa Branno no me pidió a mí; yo no le interesaba, pero pidió la nave. No había olvidado la nave.

Bliss frunció el entrecejo.

—Piénsalo —continuó Trevize—. Gaia pensó que yo incluía mi nave en mí, que formábamos una unidad. Sí Branno no pensaba en mí, no pensaría en la nave. Lo malo es que Gaia no comprende la individualidad. Creyó que la nave y yo éramos un solo organismo, y en esto se equivocó.

—Es posible —repuso Bliss con suavidad.

—Entonces —dijo Trevize llanamente—, tú tienes que rectificar ese error. Debo tener mi nave gravítica y mí ordenador. Todo lo demás carece de importancia. Por consiguiente, Bliss, haz que conserve la nave. Tú puedes controlar las mentes.

—Sí, Trevize, pero yo no ejerzo ese control a la ligera. Lo hicimos en relación con la triple confrontación, pero, ¿sabes cuánto tiempo se tardó en preparar, en calcular, en sopesar aquella confrontación? Se necesitaron, literalmente, muchos años. Yo no puedo acercarme a una mujer por las buenas y ajustar su mente de la manera que más convenga a alguien.

—Pero esta vez…

—Si iniciase ese curso de acción —prosiguió Bliss con gran energía—, ¿adónde iríamos a parar? Habría podido influir en la mente del agente de la estación de entrada y no hubiésemos tenido problemas para pasar inmediatamente. Habría podido influir en la mente del conductor del vehículo, y nos habría soltado.

—Bueno, ya que tú lo dices, ¿por qué no lo hiciste?

—Porque no sabemos adónde nos habría conducido esto. No conocemos los efectos secundarios, que podrían empeorar la situación. Si ahora arreglase la mente de la ministra a mi manera, esto afectaría a sus tratos con las personas con quienes se pusiese en contacto y, como ella desempeña un alto cargo en su Gobierno, podría afectar a las relaciones interestelares. Hasta que el asunto esté completamente aclarado, no me atrevo a tocar su mente.

—Entonces, ¿por qué estás con nosotros?

—Porque puede llegar un momento en que tu vida corra peligro, y yo debo protegerla a toda costa, incluso a costa de la de Pel o de la mía. Tu vida no estuvo en peligro en la estación de entrada. Tampoco ahora. Tú debes resolver esta situación, al menos hasta que Gaia calcule las consecuencias de alguna clase de acción y decida tomarla.

—Si es así —dijo Trevize después de un momento de reflexión—, tendré que intentar algo. Y puede que no funcione.

La puerta se abrió tan silenciosamente como se había cerrado.

—Salgan —dijo el guardia.

—¿Qué vas a hacer, Golan? —murmuró Pelorat mientras salían.

Trevize sacudió la cabeza.

—No lo sé. Tendré que improvisar.

La ministra Lizalor seguía ante su mesa cuando ellos volvieron al despacho. Al verles entrar, una fría sonrisa se pintó en su semblante.

—Espero, consejero Trevize, que haya vuelto para comunicarme que entregará esa nave de la Fundación.

—He vuelto, ministra —respondió Trevize serenamente— para discutir las condiciones.

—No hay condiciones a discutir, consejero. Si usted insiste en un juicio, éste puede prepararse rápidamente y celebrarse con más rapidez aún. Aunque se trate de un juicio justo, puedo asegurarle que serán condenados, ya que el delito de introducir aquí una persona indocumentada es evidente e indiscutible. Después, tendremos perfecto derecho a secuestrar la nave y ustedes tres deberán cumplir graves penas. No nos obligue a infligírselas, sólo por demorar nuestra acción un día.

—Sin embargo, hay términos que discutir, porque, por muy rápido que se nos juzgue y condene, ministra, ustedes no podrán apoderarse de la nave sin mi consentimiento. Cualquier intento que hagan para entrar en ella por la fuerza, significará su destrucción, así como la del puerto espacial y la de todas las personas que se encuentren en él. Lo cual enfurecería a la Fundación, por lo que usted no se atreverá a hacerlo. Amenazarnos o maltratarnos para obligarme a abrir la nave es, sin duda alguna, contrario a su ley, y si quebrantan ésta y nos someten a torturas, o incluso a un período de cruel y desacostumbrado encarcelamiento, la Fundación se enterará de ello y se enfurecerá todavía más, Por mucho que ellos quieran tener la nave, no tolerarán que se siente un precedente que permitiría maltratar a cualquier ciudadano de la Fundación. ¿Hablamos de condiciones?

—Todo eso son tonterías —repuso, burlona, la ministra—. Si es necesario, llamaremos a la Fundación. Ellos sabrán cómo se abre su propia nave o le obligarán a usted a abrirla.

—No me ha dado mi tratamiento, ministra —dijo Trevize—, pero sufre un trastorno emocional y puedo perdonárselo. Sabe que lo último que usted haría sería llamar a la Fundación, ya que no tiene intención de entregarles la nave.

La sonrisa se desvaneció del semblante de la ministra.

—¿Qué insensatez está diciendo, consejero?

—Una insensatez, ministra, que tal vez sería mejor que otros no oyesen. Deje que mi amigo y la joven vayan a una cómoda habitación de hotel y tengan el descanso que tanto necesitan, y diga también a sus guardias que salgan. Pueden esperar detrás de la puerta y dejarle una de sus armas. Usted es toda una mujer y, con un arma en la mano, nada tiene que temer de mí. Yo no llevo ninguna.

La ministra se inclinó sobre la mesa.

—Nada tengo que temer de usted, en ningún caso.

Sin mirar atrás, hizo una seña a uno de los guardias, el cual se acercó al momento y se detuvo a su lado, haciendo entrechocar los tacones.

—Guardia, lleve a ese y a esa a la Suite 5. Tienen que permanecer allí, cómodamente y bien vigilados. Le hago responsable de cualquier mal trato que reciban, así como de cualquier fallo en las medidas de seguridad.

Se puso en pie y, a pesar de su determinación de no dejarse intimidar, Trevize vaciló un poco. Era alta, al menos tan alta como él mismo, con un metro ochenta y cinco, y quizás uno o dos centímetros más. Tenía estrecha la cintura, y los galones blancos que cruzaban su pecho continuaban alrededor del talle, haciendo que éste pareciese más estrecho aún. Había una gracia imponente en toda ella, y Trevize pensó con tristeza que su declaración de que nada tenía que temer de él era muy correcta. En un combate de lucha libre, pensó, le costaría poco ponerle de espaldas sobre la lona.

—Venga conmigo, consejero —pidió ella—. Si va a decir tonterías, cuantos menos las oigan, será mejor para su seguridad.

Echó a andar a paso vivo y Trevize la siguió, sintiéndose como sumido en su gran sombra, sensación que nunca había experimentado con ninguna otra mujer.

Entraron en un ascensor y mientras la puerta se cerraba tras ellos, la ministra dijo:

—Ahora estamos solos, consejero, y si se ha hecho la ilusión de que puede obligarme por la fuerza a realizar algo que lleva entre ceja y ceja, por favor, olvídelo. —El sonsonete de su voz se hizo más pronunciado al añadir, en tono claramente divertido—: Parece usted un ejemplar bastante vigoroso, pero le aseguro que nada me costaría romperle un brazo…, o la espalda, si fuese preciso. Llevo un arma, pero no tendría necesidad de utilizarla.

Trevize se rascó una mejilla y resiguió con la mirada el cuerpo de la mujer, de abajo a arriba.

—Ministra, puedo luchar con cualquier hombre de mi peso, pero ya he decidido eludir todo combate contra usted. Cuando alguien me supera, sé reconocerlo.

—Bien —dijo ella, y pareció complacida.

—¿Adónde vamos, ministra? —preguntó Trevize.

—¡Abajo! Muy abajo. Pero no se alarme. Supongo que en los hiperdramas esto sería un acto preliminar de su encierro en una mazmorra; pero en Comporellon no tenemos mazmorras, sólo prisiones normales. Vamos a mi apartamento particular; no es tan romántico como una mazmorra de los malos y viejos tiempos del Imperio, pero sí mucho más cómodo.

Cuando el ascensor se detuvo y salieron de él, Trevize calculó que debían encontrarse a cincuenta metros al menos por debajo de la superficie del planeta.

Trevize contempló el apartamento con visible sorpresa.

—¿Le desagrada mi vivienda, consejero? —preguntó la ministra fríamente.

—No, no hay motivo para ello, ministra. Sólo estoy sorprendido. Resulta algo inesperado para mí. La impresión que tenía de su mundo, por lo poco que había visto desde mi llegada, era de severidad, evitando todo lujo superfluo.

—Y está en lo cierto, consejero. Nuestros recursos son limitados y nuestra vida tiene que ser tan dura como nuestro clima.

—Pero esto, ministra —y Trevize extendió ambas manos como para abarcar la habitación donde, por primera vez en aquel mundo, veía color; los divanes tenían almohadones; la luz de las paredes iluminadas era suave, y el suelo aparecía alfombrado de manera que no se oían las pisadas—, esto es, sin duda alguna, lujoso.

—Como usted ha dicho, consejero, nosotros rechazamos el lujo inútil, ostentoso, excesivamente costoso. Éste, sin embargo, es un lujo peculiar, que resulta útil. Yo trabajo de firme y tengo muchas responsabilidades. Necesito un lugar donde pueda olvidar, de manera temporal, las dificultades de mi cargo.

—¿Y todos los comporellianos viven así cuando los otros no los ven, ministra?

—Depende del grado de trabajo y de responsabilidad. Son pocos los que pueden permitírselo, o se lo merecen, o lo desean, al aplicarse nuestro código moral.

—Usted, ministra, puede permitírselo…, se lo merece…, y…, ¿lo desea?

—El rango comporta privilegios, además de deberes —dijo la ministra—. Y ahora, siéntese, consejero, y hábleme de sus locuras.

Se arrellanó en el diván, que cedió bajo su peso, e indicó a Trevize un sillón, igualmente blando, delante de ella y a poca distancia.

Trevize se sentó.

—¿Locuras, ministra?

Ella se relajó visiblemente, apoyando el codo derecho sobre un cojín.

—En una conversación privada no hace falta observar las normas estrictas de la cortesía. Puede usted llamarme Lizalor. Yo le llamaré Trevize. Dígame lo que piensa, Trevize, y lo estudiaremos.

Él cruzó las piernas y se retrepó en su sillón.

—Usted, Lizalor, me dio a elegir entre entregarle voluntariamente la nave o someterme a un juicio formal. En ambos casos, usted terminaría haciéndose con la nave. Sin embargo, se ha desviado de su camino para persuadirme de que elija la primera alternativa. Está dispuesta a proporcionarme otra nave en sustitución de la mía, para que mis amigos y yo podamos ir adonde queramos. Incluso podríamos quedarnos en Comporellon y solicitar la ciudadanía, si lo prefiriésemos. Además, y aunque esto es de menor importancia, me concedió quince minutos para consultar con mis amigos, y me ha traído a su apartamento privado, mientras ellos disfrutan, según presumo, de cómodas habitaciones. En una palabra, usted está intentando sobornarme, Lizalor, para que le entregue la nave sin necesidad de celebrar un juicio.

—Vamos, Trevize, ¿me cree incapaz de tener impulsos humanos?

—Si.

—¿O de pensar que una entrega voluntaria sería más rápida y conveniente que un juicio?

—¡Si! Supongo que se trata de otra cosa.

—¿Y es?

—El juicio tiene un grave inconveniente: es público. Usted se ha referido varias veces al riguroso sistema legal de este planeta, y sospecho que seria difícil celebrar un inicio sin la debida constancia. Si es así, la Fundación se enteraría de ello y usted tendría que entregar la nave en cuanto terminasen de juzgarnos.

—Desde luego —admitió Lizalor, con semblante inexpresivo—, la Fundación es dueña de la nave.

—En cambio —dijo Trevize—, un acuerdo privado conmigo no necesitaría constar de manera oficial. Usted tendría la nave y, dado que la Fundación no se enteraría, pues ni siquiera sabe que nosotros nos encontramos aquí, Comporellon podría quedársela. Estoy seguro de que eso es lo que usted pretende.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó mientras su rostro permanecía inexpresivo—. ¿Acaso no formamos parte de la Confederación de la Fundación?

—No del todo. Su condición es la de Potencia Asociada. En todos los mapas galácticos en que los mundos que son miembros de la Federación aparecen en rojo, Comporellon y sus mundos dependientes están representados en rosa pálido.

—Aun así, como Potencia Asociada, es indudable que cooperaríamos con la Fundación.

—¿Lo harían? ¿No estará soñando Comporellon en la independencia total o incluso en el liderazgo? Ustedes son un mundo viejo. Casi todos los mundos pretenden tener más años de los verdaderos, pero Comporellon los tiene realmente.

La ministra Lizalor se permitió ahora esbozar una fría sonrisa.

—Es el más viejo de todos, si hemos de creer a algunos de nuestros entusiastas.

—¿No pudo haber un tiempo en que Comporellon fue ciertamente el líder de un pequeño grupo de mundos? ¿Y no podría ocurrir que soñase con recuperar la perdida posición de poder?

—¿Cree usted que nuestros sueños los llena un objetivo tan imposible? Antes de conocer sus pensamientos, dije que eran una locura, y, ahora que los conozco, veo que no me equivocaba.

—Puede haber sueños imposibles y, sin embargo, seguir soñando con ellos. Terminus, que está situado en el borde de la Galaxia y cuya Historia de cinco siglos es más corta que la de cualquier otro mundo, gobierna virtualmente toda la Galaxia. ¿Por qué no habría de hacerlo Comporellon? —dijo Trevize, sonriendo.

Lizalor permaneció grave.

—Según tenemos entendido, Terminus alcanzó aquella posición gracias al «Plan» de Hari Seldon.

—Esa es la palanca psicológica de su superioridad, y tal vez se mantenga sólo mientras la gente lo crea. Es posible que el Gobierno comporelliano no sea lo mismo. Aun así, Terminus goza también de una fuerza tecnológica. La hegemonía de Terminus sobre la Galaxia se apoya en su avanzada tecnología, de la cual es ejemplo la nave gravítica que ustedes están tan ansiosos de poseer. Ningún mundo, salvo Terminus, dispone de naves gravíticas. Si Comporellon pudiese tener una y aprender su funcionamiento con detalle, daría un gigantesco paso tecnológico hacia delante. Yo no creo que eso bastase para quitarle el liderazgo a Terminus; pero es posible Que su gobierno si lo crea.

—¿No puede usted hablar en serio? —preguntó Lizalor—. Cualquier gobierno que retuviese la nave contra la voluntad de la Fundación se expondría sin duda, a las iras de ésta, y la Historia demuestra que la cólera de la Fundación puede ser terrible.

—Pero la Fundación —dijo Trevize — sólo se encolerizaría si hubiese algo capaz de despertar su ira.

—En ese caso, Trevize, suponiendo que su análisis de la situación no fuese una locura, ¿no le convendría entregarnos la nave y hacer un buen negocio? Le pagaríamos bien si pudiésemos conseguirla reservadamente, siempre que su argumentación se ajustase a la verdad.

—¿Confiarían ustedes en que no informaría a la Fundación?

—Desde luego. Ya que debería informar de su participación en el negocio también.

—Podría alegar que había actuado bajo coacción.

—Sí. A menos que su sentido común le dijese que su alcaldesa nunca lo creería. Vamos, hagamos un trato.

Trevize sacudió la cabeza.

—No lo haré, Mrs. Lizalor. La nave es mía y debe seguir siéndolo. Como ya le he dicho, estallará con extraordinaria potencia si intentan forzar la entrada. Le aseguro que le digo la verdad. No piense que se trata de un farol.

—Usted podría abrirla y dar nuevas instrucciones al ordenador.

—Sin duda alguna, pero no lo haré.

Lizalor lanzó un profundo suspiro.

—Sabe que podríamos obligarle a cambiar de idea, no por lo que le hiciésemos a usted, sino a su amigo, el doctor Pelorat o a aquella joven.

—¿Torturas, ministra? ¿Es ésta su ley?

—No, consejero. No tendríamos que recurrir a semejante brutalidad. Siempre existe la Sonda Psíquica.

Por primera vez desde que había entrado en el apartamento de la ministra, Trevize sintió un escalofrío.

—Tampoco pueden hacer eso. El empleo de la Sonda Psíquica está prohibido, salvo para fines médicos, en toda la Galaxia.

—Pero es un caso desesperado…

—Estoy dispuesto a arriesgarme a ello —respondió serenamente Trevize—, porque no les serviría de nada. Mi resolución de retener mi nave es tan profunda que la Sonda Psíquica destruiría mi mente antes de que yo se la entregase.

«Esto sí que es un farol», pensó, y el escalofrío se hizo más fuerte.

—Y aunque fuesen capaces de persuadirme sin destruir mi mente y yo abriese la nave, la desarmase y se la entregara, tampoco les serviría de nada. El ordenador que lleva es más avanzado aún que la propia nave y no sé cómo está concebido que sólo funciona bien conmigo. Es lo que podríamos llamar un ordenador para una sola persona.

—Entonces, supongamos que usted conservase su nave y siguiese pilotándola. ¿Querría hacerlo para nosotros, como digno ciudadano comporealliano? El salario sería muy elevado. Podría vivir lujosamente. Y también sus amigos.

—No.

—¿Y qué sugiere? ¿Que dejemos, por las buenas, que usted y sus amigos embarquen en su nave y se adentren con ella en la Galaxia?

Le advierto que antes de permitirle hacer eso, informaríamos a la Fundación de que usted se encuentra aquí con su nave, y dejaríamos el asunto en sus manos..

—¿Y perderían la nave?

—Si ha de ocurrir así, quizá prefiriésemos entregarla a la Fundación antes que a un descarado forastero.

—Entonces, permita que le proponga un acuerdo.

—¿Un acuerdo? Bueno, le escucho. Prosiga.

—Estoy desempeñando una misión importante —dijo Trevize, midiendo sus palabras—. Ésta empezó con el apoyo de la Fundación. Al parecer, ese apoyo ha sido suspendido, pero la misión sigue teniendo gran importancia. Que sea Comporellon quien me apoye ahora y, si termino la misión con éxito, Comporellon saldrá beneficiada.

Lizalor lo miró, con expresión de duda.

—¿Y no devolverá la nave a la Fundación?

—Nunca planeé hacerlo. La Fundación no buscaría la nave tan desesperadamente si creyese que yo tenía intención de devolvérsela.

—Eso no significa que nos la entregará a nosotros.

—En cuanto yo haya terminado la misión, la nave puede dejar de serme útil. En ese caso, no tendría inconveniente en que pasase a poder de Comporellon.

Los dos se miraron en silencio durante unos momentos.

—Emplea usted el condicional —dijo Lizalor—. La nave «puede dejar…». Eso carece de valor para nosotros.

—Podría hacer promesas formidables, pero, ¿qué valor tendrían para ustedes? El hecho de que mis promesas sean prudentes y limitadas debería demostrarle que al menos son sinceras.

—Inteligente —dijo Lizalor, asintiendo con la cabeza—. Me gusta. Bueno, ¿cuál es su misión y cómo puede beneficiar a Comporellon?

—No, no —dijo Trevize—, ahora le toca a usted responder. ¿Me apoyará si le demuestro que la misión es importante para Comporellon?

La ministra Lizalor se levantó del sofá, alta e imponente.

—Tengo hambre, consejero Trevize, y no hablaré más con el estómago vacío. Le ofreceré algo de comer y de beber…, con moderación. Después, terminaremos la conversación.

Y a Trevize le dio la sensación de que la expresión de la mujer en aquel momento era bastante parecida a la de un animal carnívoro, lo cual le hizo apretar los labios con cierta inquietud.

Quizá la comida fuese nutritiva, pero no resultaba muy agradable al paladar. El plato fuerte consistía en carne de buey servida en una salsa de mostaza, con una guarnición de una verdura que Trevize no reconoció, ni le gustó, pues tenía un desagradable sabor amargo y salado. Más tarde se enteró de que era una clase de alga.

Después, comieron un pedazo de fruta que sabía a manzana aunque también un poco a melocotón (en realidad, no era mala) y tomaron un brebaje caliente y oscuro, lo bastante amargo para que Trevize dejase la mitad y se preguntara si podía beber un poco de agua fresca. Las raciones eran muy pequeñas, pero, dadas las circunstancias, a Trevize no le importó.

La comida se desarrolló en privado, sin ningún criado a la vista. La ministra, personalmente, calentó y sirvió los alimentos y, después, se llevó los platos y los cubiertos.

—Espero que le haya gustado la comida —dijo ella, mientras salían del comedor.

—Mucho —respondió Trevize, sin entusiasmo.

—Volvamos —dijo Lizalor, sentándose de nuevo en el sofá — a lo que estábamos discutiendo. Dijo usted que Comporellon podía estar resentido por el liderazgo tecnológico de la Fundación y su dominio sobre la Galaxia. En cierto modo, no está equivocado, pero ese aspecto de la situación sólo interesaría a los que se encuentran metidos en política interestelar, que son relativamente pocos. Mucho más importante resulta el hecho de que el comporelliano medio está horrorizado ante la inmoralidad que impera en la Fundación. Esta inmoralidad reina en la mayoría de los mundos, pero parece más exagerada en Terminus. Yo diría que el sentimiento que existe en este mundo contra Terminus se debe más a ese asunto que a cuestiones abstractas.

—¿Inmoralidad? —preguntó Trevize, confuso—. Sean cuales fueren los defectos de la Fundación, tiene usted que reconocer que gobierna esta parte de la galaxia con eficacia y honradez fiscal. Los derechos civiles son respetados y…

—Consejero Trevize, me refiero a la moralidad sexual.

—En tal caso, de verdad que no la comprendo. Somos una sociedad moral por completo, sexualmente hablando. Las mujeres se hallan bien representadas en cada faceta de la vida social. Nuestro alcalde es una mujer y casi la mitad del Consejo está compuesta por…

La ministra se permitió una expresión de impaciencia.

—¿Se burla usted de mí, consejero? Sin duda conoce el significado de moralidad sexual. ¿Es o no es el matrimonio un sacramento en Terminus?

—¿Qué quiere decir con lo de sacramento?

—¿Hay alguna ceremonia formal para unir a una pareja en matrimonio?

—Sí, para los que lo desean. Esa ceremonia simplifica los problemas fiscales y de herencia.

—Pero se pueden celebrar divorcios.

—Desde luego. Sería sexualmente inmoral mantener unidas a dos personas así…

—¿No existen las restricciones religiosas?.

—¿Religiosas? Hay personas que hacen filosofía partiendo de antiguos cultos; pero, ¿qué tiene esto que ver con el matrimonio?

—En Comporellon, consejero, cada aspecto del sexo está muy controlado. El acto sexual no se realiza fuera del matrimonio. E incluso dentro de éste, hay limitaciones. Nos producen una triste impresión esos mundos, y Terminus en particular, donde el sexo parece considerarse un mero placer social, sin que importe gran cosa el cómo, cuándo y con quién ni los valores de la religión.

Trevize se encogió de hombros.

—Lo siento, pero yo no puedo encargarme de reformar la Galaxia ni siquiera Terminus…, ¿y qué tiene eso que ver con el asunto de mi nave?

—Estoy hablando de la opinión pública en el asunto de su nave y de cómo limita aquélla mi capacidad de llegar a un compromiso. El pueblo de Comporellon se horrorizaría si descubriese que ha llevado una mujer joven y atractiva a bordo, para satisfacer su lúdico afán y el de su compañero. Si le aconsejé que aceptase una rendición pacífica en vez de un juicio público, fue en consideración a la seguridad de ustedes tres.

—Veo —dijo Trevize — que ha aprovechado usted la comida para pensar un nuevo tipo de persuasión por la amenaza. ¿Debo temer ahora un linchamiento?

—Sólo le advierto del peligro. ¿Puede usted negar que la mujer que iba con ustedes a bordo de la nave es algo más que una conveniencia sexual?

—Claro que puedo negarlo. Bliss es la compañera de mi amigo el doctor Pelorat, la única que tiene. Tal vez usted no defina su relación como matrimonial, pero creo que en la mente de Pelorat, y también en la de la mujer, existe un matrimonio entre ellos.

—¿Me está diciendo que usted no se encuentra involucrado a nivel personal?

—Claro que no —respondió Trevize—. ¿Por quién me ha tomado?

—No puedo decirlo. Desconozco su concepto de la moralidad.

—Entonces, permítame que le explique que ese concepto me impide jugar con los bienes…, o las compañías, de mi amigo.

—¿No se siente siquiera tentado?

—No puedo controlar el hecho de la tentación, pero nunca caeré en ella.

—¿Nunca? Tal vez las mujeres no le interesan.

—No piense tal cosa. Me interesan.

—¿Cuánto tiempo hace que no ha tenido relación sexual con una mujer?

—Meses. Ninguna en absoluto desde que salí de Terminus.

—No debe resultarle agradable.

—Cierto que no —dijo Trevize, con sinceridad—, pero la situación es tal que no tengo elección.

—Supongo que su amigo, Pelorat, al advertir su sufrimiento, estaría dispuesto a compartir su mujer con usted.

—Yo no doy señales de sufrir, pero aun en el caso de que la diese, él no estaría dispuesto a compartir Bliss. Y creo que tampoco ella lo consentiría. No se siente atraída por mí.

—¿Lo dice porque ya ha tanteado el terreno?

—Nada de eso. He sacado esta conclusión, sin pensar que fuese necesario comprobarla. En todo caso, no le tengo mucha simpatía.

—¡Asombroso! Cualquier hombre la consideraría atractiva.

—Físicamente, es atractiva. Sin embargo, a mí no me interesa. Entre otras cosas, porque es demasiado joven, demasiado infantil en algunos aspectos.

—Entonces, ¿prefiere usted las mujeres maduras?

Trevize no contestó enseguida. ¿Sería una trampa?

—Soy lo bastante viejo para que me gusten algunas mujeres maduras —dijo después, precavidamente—. Pero, ¿qué tiene que ver esto con mi nave?

—De momento, olvídese de ella — contestó Lizalor—. Yo tengo cuarenta y seis años y soy soltera. He estado demasiado ocupada con mi trabajo para casarme.

—En tal caso, según las normas de su sociedad, usted tiene que haber observado continencia durante toda su vida. ¿Ha sido por eso que me ha preguntado cuánto tiempo hace que no he tenido relaciones sexuales? ¿Acaso pide mi consejo sobre esta cuestión? Le diré que esto no es como la comida y la bebida. La continencia resulta incómoda, pero no imposible.

La ministra sonrió y aquella expresión carnívora apareció de nuevo en sus ojos.

—No me interprete mal, Trevize. El rango tiene sus privilegios y permite la discreción. Mi continencia no es total. Sin embargo, encuentro a los hombres de Comporellon poco satisfactorios. Yo reconozco que la moralidad es un bien absoluto, pero tiende a infundir un sentimiento de culpabilidad a los varones de este mundo, de manera que se vuelven recatados, tímidos, lentos en empezar, rápidos en terminar y, en general, torpes.

—Tampoco puedo hacer nada a este respecto — adujo Trevize con prudencia.

—¿Quiere usted decir que la culpa puede ser mía? ¿Que no soy incitante?

Trevize levantó una mano.

—No he dicho eso, en absoluto.

—En tal caso, ¿cómo reaccionaría usted, si se presentase la ocasión? Usted, un hombre de un mundo inmoral, que debe de haber tenido muchas y variadas experiencias sexuales, que se halla bajo la presión de varios meses de abstinencia forzosa y con la presencia constante de una mujer joven y atractiva. ¿Cómo reaccionaría usted en presencia de alguien como yo, del tipo maduro que declara que le gusta?

—Me comportaría con el respeto y la corrección debidos a su rango y a su importancia.

—¡No sea tonto! —dijo la ministra.

Se llevó la mano al lado derecho de su cintura. La tira blanca que la ceñía se aflojó, soltándose del pecho y del cuello. El cuerpo del vestido negro quedó más holgado a simple vista.

Trevize permaneció como petrificado. ¿Era eso lo que había pretendido ella desde…, desde cuándo? ¿O se trataba de un soborno para conseguir lo que no había logrado con sus amenazas?

El cuerpo del vestido se deslizó hacia abajo y, con él, lo que sujetaba firmemente los senos. Ella siguió sentada allí, con una expresión de orgulloso desdén en su semblante, desnuda de cintura para arriba. Sus pechos eran una versión reducida de su femineidad: macizos, firmes, imponentes.

—¿Y bien? —dijo.

—¡Magnífico! —exclamó Trevize con sinceridad.

—¿Y qué piensa usted hacer?

—¿Qué ordena la moral en Comporellon, señora Lizalor?

—¿Qué le importa eso a un hombre de Terminus? ¿Qué ordena su moral? Vamos, empiece. Mi pecho está frío y necesita calor.

Trevize se levantó y empezó a desnudarse.

VI. La naturaleza de la Tierra

Trevize se sentía casi como drogado, y se preguntaba cuánto tiempo había transcurrido.

Junto a él, Mitza Lizalor, ministra de Transportes, yacía tumbada de bruces, vuelta la cabeza a un lado, abierta la boca y roncando a pierna suelta. Trevize se alegró de ello. Confió en que, cuando se despertase, observara que había estado durmiendo.

Él se moría de ganas de descansar, pero sabía que era importante no hacerlo. Ella no debía despertarse y verle dormido. Tenía que darse cuenta de que, mientras había estado sumida en la inconsciencia, él había aguantado. Ella esperaría esa resistencia de un hombre inmoral, criado en la Fundación y, en aquel momento, era mejor no defraudarla.

En cierto modo, se encontraba satisfecho de su actuación. Había previsto, correctamente, que Lizalor, dados su vigor y su corpulencia, su poder político, su desdén por los comporellianos con quienes se había acostado, su mezcla de horror y fascinación por las historias (¿qué historias habría oído?, se preguntó Trevize) sobré las hazañas sexuales de los decadentes de Terminus, querría que alguien la dominase. Y tal vez había esperado incluso que él lo hiciera, sin ser capaz de expresar su deseos y sin esperanzas.

Él había actuado en esta creencia y, por fortuna, no se había equivocado. Trevize, el hombre que estaba siempre en lo cierto, rió para sus adentros) Había complacido a la mujer, y dirigiendo, al mismo tiempo las acciones de manera que tendiesen a agotarla a ella, dejándole a él relativamente descansado.

No había sido fácil. Mitza tenía un cuerpo maravilloso (cuarenta y seis años según ella, pero una atleta de veinticinco no se habría avergonzado de tener un cuerpo como el suyo) y una energía enorme, superada solo por el imprudente brío con que la había derrochado.

Ciertamente, si fuese capaz de amansarla y enseñarle moderación; si la práctica (¿sobreviviría él mismo a esa práctica?) mejorase el sentido de la mujer de sus propias capacidades y, sobre todo, de las de él, podría ser agradable que…

Los ronquidos cesaron de pronto y ella se movió. Trevize apoyó una mano sobre el hombro femenino que tenía más cerca y le dio unas ligeras palmaditas. Ella abrió los ojos. Trevize estaba apoyado sobre un codo y se esforzó en parecer descansado y lleno de vida.

—Me alegro de que hayas descansado —dijo—. Lo necesitabas.

Ella sonrió, todavía soñolienta, y Trevize temió por un momento que sugiriese una repetición de sus actividades; pero sólo se dio la vuelta para ponerse boca arriba.

—Te juzgué correctamente desde el principio — murmuró, con voz satisfecha—. Sexualmente, eres un rey.

—Hubiese tenido que ser más moderado —repuso Trevize, y trató de parecer modesto.

—Tonterías. Lo hiciste muy bien. Temía que hubieses agotado tus fuerzas con esa joven, aunque me aseguraste que nada habías tenido nada que ver con ella. Es verdad, ¿eh?

—¡A ti qué te parece? ¿He actuado como un varón saciado, siquiera a medias?

—No, claro que no. — Y rió estrepitosamente.

—¿Piensas todavía en las Sondas Psíquicas?

—¿Estás loco? — rió ella de nuevo—. ¿Cómo querría perderte ahora?

—Sin embargo, sería mejor que me perdieses por un tiempo…

—¿Qué? —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Si me quedase aquí de un modo permanente, mi…, querida mía cuánto tiempo tardaría la gente en empezar a observamos y a murmurar? En cambio, si siguiese adelante con mi misión, tendría que regresar periódicamente para informarte, y, entonces, sería natural que permaneciésemos juntos durante un tiempo… Y mi misión es importante.

Ella reflexionó rascándose distraídamente la cadera derecha.

—Creo que tienes razón —dijo después—. Me fastidia esta idea…, Creo que estás en lo cierto.

—Y no debes pensar que no volveré — añadió Trevize—. No soy tan insensato como para olvidar lo que estará esperándome aquí.

Ella sonrió, le acarició la mejilla y dijo, mirándole a los ojos:

—¿Te ha resultado agradable, amor mío?

—Mucho más que agradable, querida.

—Sin embargo, tú eres de la Fundación. Un hombre de Terminus en la flor de la juventud. Debes estar acostumbrado a toda clase de mujeres, llenas de habilidad…

—Nunca conocí a ninguna, a ninguna, que pudiese compararse contigo ni remotamente —dijo Trevize, con una energía que nada le costó, pues, a fin de cuentas, decía la verdad.

—Bueno, si tú lo dices… — murmuró amablemente Lizalor—. Sin embargo, genio y figura hasta la sepultura, ¿sabes?, y no puedo confiar en la palabra de un hombre sin que me dé alguna garantía. Tú y tu amigo Pelorat podréis salir para desempeñar vuestra misión, en cuanto me digas cuál es y yo la haya aprobado, pero la joven se quedará aquí.

Será bien tratada, no temas, pero supongo que el doctor Pelorat estaría ansioso de verla y cuidará de que regreséis a menudo a Comporellon, suponiendo que tu entusiasmo por esta misión te tiente a prolongar demasiado tus ausencias.

—Pero eso es imposible, Lizalor.

—¿De veras? —dijo mientras el recelo se pintaba al punto en sus ojos—. ¿Por qué es imposible? ¿Para qué necesitas a esa mujer?

—No para acostarme con ella. Te lo he dicho, y es la pura verdad. Pertenece a Pelorat y no me interesa sexualmente. Además, estoy seguro de que se le partiría el espinazo si intentase lo que tú has realizado con tanta facilidad.

Lizalor iba a sonreír, pero se contuvo y dijo severamente:

—Entonces, ¿por qué te importa si se queda o no en Comporellon?

—Porque es esencial para nuestra misión. Debe venir con nosotros.

—Bueno, ¿y de qué misión se trata? Ya va siendo hora de que me lo digas.

Trevize vaciló sólo un instante. Tendría que decirle la verdad. No se le ocurría ninguna mentira que pudiese resultar convincente.

—Escucha —dijo—. Comporellon puede ser un mundo viejo, incluso estar incluido entre los más viejos, pero no es el más viejo. La vida humana no tuvo su origen aquí. Los primeros seres humanos vinieron desde otro mundo, y tal vez la vida humana tampoco nació en aquél, sino que llegó de otro distinto, y de otro. Dicho en pocas palabras, estos sondeos en los tiempos pasados tienen que acabar: debemos encontrar el primer mundo, el mundo de origen de la especie humana. Estoy buscando la Tierra.

Se sobresaltó al ver el súbito cambio que se produjo en Mitza Lizalor.

Ésta abrió mucho los ojos, su respiración se volvió agitada y todos los músculos de su cuerpo parecieron ponerse rígidos sobre la cama.

Levantó los brazos con rigidez, los dedos índice y medio de cada mano, clavados.

—Lo has nombrado — susurró ella, con voz ronca.

No dijo nada más; ni lo miró. Bajó los brazos lentamente, sacó las piernas de la cama y se sentó, dándole la espalda. Trevize permaneció inmóvil donde se encontraba.

Recordó las palabras de Munn Li Compor, cuando estaban los dos en el desierto centro turístico de Sayshell. Le parecía estar oyendo lo que dijo de su propio planeta ancestral, el mismo en el que Trevize se encontraba ahora: «Son muy supersticiosos acerca de esto. Cada vez que mencionan la palabra, levantan las dos manos y cruzan los dedos para evitar el maleficio.

—Pero era inútil recordarlo a posteriori.

—¿Cómo hubiese debido decirlo, Mitza? — murmuró.

Ella sacudió la cabeza ligeramente. Después se levantó y se dirigió a una puerta. La cerró a su espalda y, al cabo de un momento, se oyó ruido de agua.

Trevize no tuvo más remedio que esperar, preguntándose si debería unirse con ella en la ducha, pero decidiendo que no sería conveniente hacerlo. Y, en cierto modo, merced a la impresión de que la ducha le era negada, al instante, experimentó la necesidad de tomar una. Ella salió al fin, en silencio, y empezó a coger su ropa.

—¿Te importaría si…? — comenzó Trevize.

Ella no le respondió y él interpretó su silencio como señal de aquiescencia. Al dirigirse al cuarto de baño, procuró adoptar un aire desenvuelto y varonil, aun cuando se sentía extraño, como en los días en que su madre, ofendida por alguna travesura de él, lo castigaba con su silencio, haciendo que se estremeciese debido a la inquietud.

Ya en el pequeño recinto de lisas paredes, miró a su alrededor. Allí no había nada.

Abrió la puerta de nuevo y sacó la cabeza.

—Escucha —dijo—, ¿qué debo hacer para abrir la ducha?

Ella dejó el desodorante (al menos Trevize pensó que ésa era su función), se dirigió al cuarto de la ducha y señaló hacia la pared. Trevize siguió la dirección del dedo y observó una mancha redonda y débilmente rosada, como si el diseñador no hubiese querido estropear la lisa blancura sólo por darle un toque funcional.

Trevize se encogió de hombros, se acercó a la pared y tocó la mancha.

Sin duda eso era lo que se debía hacer, pues, al cabo de un momento, sintió una rociada de agua procedente de todas las direcciones. Con la respiración entrecortada, tocó de nuevo aquel punto y la ducha cesó.

Abrió la puerta, sabiendo que su prestigio había descendido varios grados, porque temblaba tan fuerte que le costaba articular las palabras.

—¿Qué hay que hacer para que salga agua caliente? — gimió.

Ahora ella lo miró y, por lo visto, su aspecto pudo más que su irritación (o su miedo, o cualquier otra emoción penosa), pues rió entre dientes y después soltó una carcajada.

—¿Qué agua caliente? —preguntó—. ¿Crees que vamos a malgastar la energía para calentar el agua con que nos lavamos? Esa agua está templada, ha perdido su frialdad. ¿Qué más quieres? ¡Qué blanduchos sois los terminianos! ¡Vuelve ahí dentro y dúchate!

Trevize vaciló, pero no por mucho tiempo, ya que estaba claro que no tenía alternativa.

De muy mala gana tocó de nuevo aquel punto rosado y esta vez tensó su cuerpo para recibir la helada rociada. ¿Agua tibia? Vio que se formaba espuma sobre su cuerpo y lo frotó con rapidez, pensando que era el ciclo de lavado y presumiendo que no duraría mucho.

Entonces empezó el ciclo de aclarado. ¡Oh, el agua estaba templada!

Bueno, tal vez no templada, pero menos fría, dándole esa impresión a su cuerpo completamente helado. Entonces, cuando se disponía a tocar la mancha rosada para cerrar la ducha y se preguntaba cómo había podido secarse Lizalor si allí no había ninguna toalla o cosa que se le pareciese, el agua dejó de manar. Fue seguida de una corriente de aire tan fuerte que sin duda le habría derribado de no haberlo recibido de varias direcciones al mismo tiempo.

El aire era caliente, casi demasiado. Trevize sabía que para calentar el aire se requería menos energía que para hacerlo con el agua. El aire caliente hizo que su piel quedase seca y, a los pocos minutos, Trevize salió de la ducha como si nunca se hubiese mojado en su vida.

Lizalor parecía haberse recobrado completamente.

—;Te sientes bien? —preguntó.

—Muy bien —respondió Trevize. En realidad, se encontraba asombrosamente relajado—. Lo único que tenía que hacer era prepararme para esa temperatura. Tú no me advertiste…

—Gallina —dijo Lizalor, con ligero desdén.

Trevize empleó el desodorante y después empezó a vestirse, advirtiendo que ella se había cambiado de ropa interior, cosa que él no podía hacer.

—;Cómo hubiese debido llamar a…, a aquel mundo? —preguntó.

—Nosotros le llamamos el Más Viejo.

—¿Cómo iba yo a saber que el nombre que le di estaba prohibido? ¿Acaso me lo habías dicho?

—¿Me lo habías preguntado?

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—Bien, ahora ya lo sabes.

—Puedo olvidarlo.

—Será mejor que eso no ocurra.

—¿Qué importancia tiene? —preguntó Trevize, sintiendo que empezaba a irritarse—. No es más que una palabra, un sonido.

—Hay palabras que no deben pronunciarse —dijo Lizalor severamente—. ¿Empleas tú todas las que conoces en cualquier circunstancia?

—Algunas palabras son vulgares; otras, inadecuadas; y algunas pueden resultar ofensivas en determinados casos. ¿A qué grupo pertenece la palabra que empleé?

—Es una palabra triste —dijo Lizalor—, solemne. Representa un mundo que fue antepasado de todos nosotros y que ya no existe. Esto es trágico, y lo sentimos porque aquel mundo se hallaba cerca de nosotros. Preferimos no hablar de él o, si debemos hacerlo, no pronunciar su nombre.

—¿Y por qué cruzaste los dedos? ¿Cómo mitiga eso la ofensa o la tristeza?

Lizalor se ruborizó.

—Fue una reacción automática, y no te doy las gracias por haberla provocado. Hay personas que creen que esa palabra, e incluso su idea, trae mala suerte…, y así tratan de protegerse de ella.

—¿Crees tú también que ese gesto evita la mala suerte?

—No… Bueno, sí, en cierto modo. Si no lo hago, me siento inquieta.

—No lo miró. Después, como ansiosa de cambiar de tema, dijo rápidamente—: ¿Y qué tiene que ver esa mujer de negros cabellos con tu misión de alcanzar… el mundo que mencionaste?

—Di el Mas Viejo. ¿O prefieres no decir siquiera esto?

—Prefiero no hablar de él en absoluto. Pero te he hecho una pregunta.

—Creo que su pueblo llegó a su mundo actual como emigrante del Más Viejo.

—Lo mismo que nosotros —dijo Lizalor, con orgullo.

—Además, su pueblo tiene ciertas tradiciones que, según ella, son la clave para comprender el Más Viejo, pero sólo si llegamos a él y podemos estudiar sus anales.

—Mientes.

—Tal vez, mas debemos comprobarlo.

—Si tienes a esa mujer, con su conocimiento problemático, y quieres llegar al Mas Viejo con ella, ¿por qué has venido a Comporellon?

—Para descubrir la situación de ese mundo. Una vez tuve un amigo que, como yo mismo, era de la Fundación. Sin embargo, sus antepasados eran comporellianos y me aseguró que una parte importante de la Historia del Más Viejo se conservaba en Comporellon.

—¿Ah, sí? ¿Y te contó algo de esa Historia?

—Sí —dijo Trevize, apelando de nuevo a la verdad—. Dijo que el Más Viejo era un mundo muerto, completamente radiactivo. No sabía por qué, pero pensaba que podía ser como resultado de varias explosiones nucleares. Tal vez en una guerra.

—¡No! —exclamó Lizalor con energía.

—¿Quieres decir que no hubo guerra, o que el Más Viejo no es radiactivo?.

—Lo es, pero no hubo guerra.

—Entonces, ¿cómo se volvió radiactivo? Al principio no era posible, ya que la vida humana empezó allí. De haberlo sido, no habría habido nunca vida en él.

Lizalor pareció vacilar. Estaba rígida y respiraba profundamente, casi jadeando.

—Fue un castigo —dijo—. Era un mundo que usaba robots. ¿Sabes lo que son robots?

—Sí.

—Tenían robots y fueron castigados por eso. Todos los mundos que los han empleado han sido castigados y han dejado de existir.

—¿Quién los castigó, Lizalor?

—El Que Castiga… Las fuerzas de la Historia… No lo sé. — Desvió la mirada, intranquila, y después dijo en voz más baja—: Pregúntalo a otros.

—Me gustaría hacerlo, pero, ¿a quién voy a preguntar? ¿Hay personas en Comporellon que hayan estudiado Historia primitiva?

—Por supuesto. No son muy populares entre nosotros, los comporellianos corrientes, pero la Fundación, tu Fundación, insiste en la libertad intelectual, según la llaman.

—Una insistencia justa, en mi opinión —dijo Trevize.

—Todo lo que se impone desde fuera es malo —repuso Lizalor.

Trevize se encogió de hombros. De nada serviría discutir la cuestión.

—Mi amigo, el doctor Pelorat —dijo—, es historiador y estudia los tiempos primitivos. Estoy seguro de que le gustaría conocer a sus colegas de Comporellon. ¿Podrías tú facilitarle los nombres, Lizalor?

Ella asintió con la cabeza.

—Hay un historiador llamado Vasil Deniador, que reside en la Universidad de la ciudad. No da clases, pero puede deciros lo que vosotros queréis saber.

—¿Por qué no da clases?

—No lo tiene prohibido; sólo ocurre que los estudiantes no eligen su curso.

—Supongo —dijo Trevize, tratando de evitar un tono sarcástico — que se recomienda a los estudiantes que no lo elijan.

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Ese hombre es un escéptico. También aquí los tenemos, ¿sabes? Son individuos que oponen sus mentes a los sistemas generales del conocimiento y que son lo bastante engreídos para pensar que sólo a ellos les asiste la razón y que la mayoría está equivocada.

—¿Y no podría ser así en algunos casos?

—¡Nunca! — gritó Lizalor, con una firmeza que dejó bien claro que toda ulterior discusión en aquel sentido sería inútil—. Y a pesar de todo su escepticismo, se verá obligado a deciros exactamente lo mismo que cualquier comporelliano os diría.

—¿Y es?

—Que si buscáis el Más Vieja no lo encontraréis.

En las habitaciones privadas que les habían sido asignadas, Pelorat escuchó a Trevize con atención, inexpresivo el largo y solemne semblante.

—¿Vasil Deniador? —dijo después—. No recuerdo haber oído hablar de él, pero es posible que encuentre escritos suyos en mi biblioteca de la nave.

—¿Estás seguro de que su nombre te resulta desconocido? ¡Piensa! — pidió Trevize.

—De momento no lo recuerdo —dijo Pelorat prudentemente—, pero, a fin de cuentas, mi querido amigo, puede haber cientos de estimables eruditos a los que yo no conozca…, o no recuerde.

—En todo caso, no puede ser muy eminente, o habrías oído hablar de él.

—El estudio de la Tierra…

—Acostúmbrate a decir el Más Viejo, Janov. De otra manera, complicarías las cosas..

—El estudio del Más Viejo — repitió Pelorat — no es una especialidad remuneradora en el mundo del conocimiento; por consiguiente, los eruditos de primera, incluso en el campo de la Historia primitiva, no tienden a dedicarse a ella. O, dicho de otra manera, los que lo han hecho no adquieren la suficiente celebridad, en un mundo falto de interés, para que les consideren eminentes, aunque lo sean. Yo estoy seguro de no serlo en la estimación de nadie.

—En la mía, Pel —dijo Bliss, con gran afecto.

—Sí, en la tuya sí, querida —repuso Pelorat, sonriendo ligeramente — pero no estás juzgando mi capacidad de erudito.

Era casi de noche, según el reloj, y Trevize se sintió un poco impaciente, como siempre que Bliss y Pelorat intercambiaban palabras de afecto.

—Trataré de concertar una entrevista con Deniador para mañana —dijo—, pero si sabe tan poco del asunto como la ministra, no ganaremos gran cosa.

—Puede que nos conduzca a alguien que nos sea más útil — adujo Pelorat.

—Lo dudo. La actitud de este mundo en lo tocante a la Tierra…, pero será mejor que también yo practique el eufemismo. La actitud de este mundo en lo tocante al Más Viejo es tonta y supersticiosa…

Bien, el día ha sido muy duro y deberíamos pensar en cenar, si es que podemos resistir su sosa cocina, y después en dormir un poco. ¿Habéis aprendido el funcionamiento de la ducha?

—Mi querido compañero —dijo Pelorat—, hemos sido tratados con suma amabilidad. Nos han dado toda clase de instrucciones, aunque la mayoría de ellas no las necesitábamos.

—Escucha, Trevize —dijo Bliss—, ¿qué hay de la nave?

—¿Qué quieres saber?

—¿Va a confiscarla el Gobierno comporelliano?

—No. Creo que no.

—¡Oh! Muy satisfactorio. ¿Por qué?

—Porque he persuadido a la ministra de que no lo hiciese y ha cambiado de idea.

—¡Asombroso! —exclamó Pelorat—. No parece una mujer fácil de persuadir.

—No sé —dijo Bliss—. Dada su mentalidad, estaba claro que se sentía atraída por Trevize.

Este miró a Bliss con súbita irritación.

—¿Hiciste eso, Bliss?

—¿A qué te refieres, Trevize?

—Quiero decir forzar su…

—En absoluto. Sin embargo, cuando advertí que se sentía atraída por ti, no pude resistir la tentación de provocar un par de inhibiciones en ella. No tuvo importancia, podrían haberse producido de todas maneras, y me pareció interesante asegurarme de su buena voluntad para contigo.

—¿Buena voluntad? ¡Fue más que eso! Se ablandó, sí, pero después del coito.

—No querrás decir, viejo… —dijo Pelorat.

—¿Por qué no? — le interrumpió Trevize, malhumorado—. Puede haber dejado atrás su primera juventud, pero conocía bien el arte. No es una principiante, te lo aseguro. Ni voy a dármelas de caballero y mentir a ese respecto. La idea fue suya, gracias al juego de Bliss con sus inhibiciones, y yo no me hallaba en condiciones de rehusar, aunque ésa hubiese sido mi intención, que no lo era. Vamos, Janov, no me vengas con puritanismos. Hacía meses que yo no había tenido uva oportunidad. En cambio, tú… — E hizo un vago ademán en dirección a Bliss.

—Créeme, Golan —dijo Pelorat, confuso—. Si has interpretado mi expresión como puritana, te equivocas. No he puesto ninguna objeción.

—Pero ella sí es una puritana —dijo Bliss—. Yo quería predisponerla a tu favor, pero no conté con un paroxismo sexual.

—Pues eso fue exactamente lo que provocaste, pequeña y entrometida Bliss. Puede que la ministra considere necesario representar el papel de puritana en público, pero, si es así, parece que le sirve para atizar sus ardores.

—Y así, en el caso de que tú los mitigues, traicionará a la Fundación…

—Lo habría hecho de todos modos —dijo Trevize—. Quería la nave…

—Se interrumpió y preguntó en voz baja—: ¿Nos estarán escuchando?

—No —dijo Bliss.

—¿Estás segura?

—Por completo. Es imposible penetrar en la mente de Gaia sin su autorización, sin que Gaia se de cuenta.

—En tal caso, Comporellon quiere la nave para él, como elemento valioso de su flota.

—La Fundación no lo permitiría.

—Comporellon no pretende que la Fundación se entere.

—¡Así sois los Aislados! La ministra trata de traicionar a la Fundación en favor de Comporellon y, en pago de una satisfacción sexual, muy pronto traicionará a Comporellon también. Y en cuanto a Trevize, venderá los servicios de su cuerpo alegremente, como manera de inducir a la traición. ¡Qué anarquía la de vuestra Galaxia! ¡Qué caos!

—Te equivocas, jovencita… —dijo fríamente Trevize.

—Respecto de lo que acabo de decir, no hablaba como jovencita, sino como Gaia. Soy toda Gaia.

—Entonces, te equivocas, Gaia. Yo no he vendido los servicios de mi cuerpo. Los he prestado de buen grado. Me ha gustado y no le he hecho daño a nadie. En cuanto a las consecuencias, creo que han sido buenas, desde mi punto de vista, y las acepto. Y si Comporellon quiere la nave para sus propios fines, ¿quién puede decir que no le asiste la razón? Es una nave de la Fundación, pero me fue entregada para buscar la Tierra. Es mía hasta que la búsqueda termine, y creo que la Fundación no tiene derecho a revocar su acuerdo. En cuanto a Comporellon, no le gusta el dominio de la Fundación y por eso sueña con la independencia. Según su manera de ver las cosas, encuentra correcto engañar a la Fundación, pues, para ellos, no es un acto de traición, sino de patriotismo. ¿Quién sabe?

—Exacto. ¿Quién sabe? Es una Galaxia anárquica, ¿cómo es posible distinguir las acciones razonables de las que no lo son? ¿Cómo decidir entre lo justo y lo injusto, el bien y el mal, la justicia y el delito, lo útil y lo inútil? ¿Y cómo explicas tú la traición de la ministra a su propio Gobierno, al dejar que conserves la nave? ¿Ansía su independencia personal en un mundo opresor? ¿Es una traidora o una patriota unipersonal?

—Si he de ser sincero —dijo Trevize—, no sé si se mostró dispuesta a dejarme conservar la nave sólo por agradecimiento al placer que yo le había dado. Creo más bien que tomó esa decisión cuando le dije que estaba buscando al Más Viejo. Para ella, es un mundo lleno de malos augurios, y nosotros, junto con la nave que empleamos en nuestra búsqueda, también lo somos. Me parece que siente que ha atraído la mala suerte sobre ella y sobre su mundo al intentar apoderarse de una nave que ahora mira con horror. Tal vez crea que, al dejarnos marchar a continuar nuestra empresa en nuestra nave, evita una desgracia a Comporellon y, de esta manera, realiza un acto patriótico.

—Si estuvieses en lo cierto, algo que dudo, Trevize, la superstición sería el resorte de la acción. ¿Admiras eso?

—No lo admiro, pero tampoco lo condeno. La superstición dirige la acción a falta de conocimiento. La Fundación cree en el «Plan Seldon», aunque, en nuestro reino, nadie puede comprenderlo, interpretar sus detalles o valerse de él para predecir el futuro. Lo seguimos a ciegas, por fe y por ignorancia, ¿no es eso superstición?

—Sí, tal vez.

—Y lo propio ocurre en Gaia. Vosotros creéis que yo he tomado la decisión correcta al considerar que Gaia debería absorber la Galaxia en un gran organismo, pero no sabéis por qué he de tener razón, ni si podéis acatar esa decisión sin correr peligro. Estáis dispuestos a seguir adelante, basándonos, únicamente, en vuestra ignorancia y vuestra fe, e incluso os molesta que yo trate de encontrar pruebas que eliminen esa ignorancia y hagan innecesaria la fe. ¿No es eso superstición?

—Me parece que te ha pescado, Bliss — intervino Pelorat.

—No lo creas —repuso ella—. O no encontrará nada en su búsqueda, o encontrará algo que confirma su decisión.

—Y para apoyar esta creencia —dijo Trevize—, sólo tienes ignorancia y fe. En otras palabras, ¡superstición!

Vasil Deniador era un hombre bajo, de facciones pequeñas, que miraba hacia arriba levantando los ojos sin mover la cabeza. Esto, combinado con las breves sonrisas que iluminaban su semblante periódicamente, le daba el aspecto de una persona que se burlaba en silencio del mundo.

Su despacho era largo y Estrecho y aparecía lleno de cintas magnetofónicas, terriblemente desordenadas al parecer, no porque hubiese alguna prueba concreta de ello, sino por el hecho de que no estaban colocadas al mismo nivel en sus compartimentos, de manera que los estantes tenían la apariencia de bocas con dientes desiguales. Los tres sillones que ofreció a sus visitantes, de modelos diferentes, no daban muestra de haber sido limpiados recientemente.

—Janov Pelorat, Golan Trevize y Bliss —dijo—. No tengo su apellido, señora.

—Generalmente, sólo me llaman Bliss —repuso ella, sentándose a continuación.

—A fin de cuentas, eso es suficiente —dijo Deniador, haciéndole un guiño—, Es usted lo bastante atractiva para que se le perdone carecer de apellido.

Una vez todos se hubieron sentado, Deniador dijo:

—He oído hablar de usted, doctor Pelorat, aunque no hayamos mantenido correspondencia. Usted es de la Fundación, ¿verdad? ¿De Terminus?

—Sí, doctor Deniador.

—Y usted, consejero Trevize, creo que fue expulsado del Consejo y desterrado recientemente. Nunca he comprendido la razón.

—No he sido expulsado, señor. Sigo formando parte del Consejo aunque no sé cuándo volveré a desempeñar mis funciones. Tampoco me han desterrado en realidad. Tengo asignada una misión, sobre la cual deseamos consultarle.

—Con mucho gusto trataré de ayudarles —repuso Deniador—. Y la encantadora dama, ¿es también de Terminus?

—Ella es de otra parte, doctor —dijo Trevize rápidamente.

—¡Ah! otra Parte…, un mundo muy curioso. Hay una gran cantidad de seres humanos oriunda de él. Pero, si ustedes dos son de la capital de la Fundación y el tercer miembro de su grupo es una joven atractiva, y teniendo en cuenta que Mitza Lazilor no se distingue por su simpatía hacia ninguna de ambas categorías, ¿a qué se debe que me los haya recomendado con tanto interés?

—Creo — contestó Trevize — que lo ha hecho para librarse de nosotros. Cuanto antes nos ayude usted, antes abandonaremos Comporellon.

Deniador miró a Trevize con interés (de nuevo aquella burlona Sonrisa) y dijo:

—Desde luego, un joven vigoroso como usted tenía que atraerla. Venga de donde viniere. Representa bien el papel de fría vestal, pero no a la perfección.

—No sé de qué me está hablando —repuso secamente Trevize.

—Y es mejor que no lo sepa. Al menos, en público. Pero yo soy un escéptico y, en mi condición de tal, no debo creer en las apariencias. Conque veamos, consejero, ¿cuál es su misión? Cuando me lo diga, sabré si puedo ayudarle.

—En eso —respondió Trevize—, el doctor Pelorat es nuestro portavoz. No tengo nada que oponer —dijo Deniador—. ¿Doctor Pelorat?

—Por emplear los términos más simples, mi querido doctor —dijo Pelorat—, he dedicado toda mi vida madura a tratar de conocer lo fundamental del mundo en que la especie humana tuvo su origen, y fui enviado con mi buen amigo Golan Trevize, aunque éste lo ignoraba entonces, a descubrir, si podíamos, el…, bueno, el Más Viejo, creo que lo llaman ustedes.

—¿El Más Viejo? —preguntó Deniador—. Supongo que se está refiriendo a la Tierra.

Pelorat se quedó boquiabierto. Después, dijo, balbuceando ligeramente—: Tenía la impresión…, es decir, me habían dado a entender…, pensé que no se debía… — Miró a Trevize, bastante desconcertado.

—La ministra Lizalor me dijo que esta palabra no se usaba en Comporellon — aclaró Trevize.

—¿Quiere usted decir que hizo algo como esto?

Deniador torció la boca hacia abajo, frunció la nariz hacia arriba, extendió los brazos hacia delante y cruzó los dedos índice y medio de cada mano.

—Sí —dijo Trevize—, esto fue, exactamente.

Deniador se tranquilizó y se echó a reír.

—Tonterías, caballeros. Lo hacemos por costumbre, aunque es muy posible que en las regiones atrasadas lo hagan en serio; pero, en todo caso, carece de importancia. No conozco a ningún comporelliano que no diga «Tierra» cuando está enfadado o sorprendido. Es el vulgarismo más corriente que usamos al hablar.

—¿Vulgarismo? —exclamó débilmente Pelorat.

—O palabrota, si lo prefiere.

—Sin embargo —dijo Trevize—, la ministra pareció muy indignada cuando pronuncié esta palabra.

—Bueno, ella es una mujer de la montaña.

—¿Qué significa eso señor?

—Lo que dice. Mitzá Lizalor es de la Cordillera Central. Allí educan a los niños según la que llaman buena y antigua crianza, lo cual quiere decir que, por mucha instrucción que adquieran después, nunca se les podrá quitar la costumbre de cruzar los dedos.

—Entonces, la palabra «Tierra» no le inquieta a usted en absoluto, verdad doctor? —dijo Bliss.

—En absoluto, querida señora. Yo soy un Escéptico.

—Sé lo que significa la palabra «escéptico» en galáctico —dijo Trevize—, pero, ¿en qué sentido la emplea usted?

—En el mismo que usted, consejero. Sólo acepto aquello que las pruebas lógicas me obligan a aceitar y aún mantengo en suspenso dicha aceptación hasta que otras pruebas me lo confirmen. Lo cual hace que no seamos muy populares.

—¿ Por qué? —preguntó Trevize.

—No lo seríamos en ningún caso. ¿Cuál es el mundo cuyos moradores no prefieren una cómoda, agradable y antigua creencia, por ilógica que parezca, al viento helado de la incertidumbre? Piense en cómo creen ustedes en el «Plan Seldon», sin ninguna prueba.

—Sí — admitió Trevize, mirándose las puntas de los dedos—. Precisamente puse ese ejemplo la noche pasada.

—¿Puedo volver a nuestro tima, querido amigo? —dijo Pelorat—. ¿Qué se sabe de la Tierra que sea aceptable para un Escéptico?

—Muy poco —respondió Deniador—. Podemos presumir que la especie humana evolucionó en un solo planeta, ya que es de todo punto improbable que las mismas especies, idénticas hasta el punto de poder fructificar las unas con las otras se desarrollasen en numerosos mundos, o incluso en sólo dos de ellos, independientemente. Podemos elegir llamar Tierra a este mundo de origen, Aquí existe la creencia general de que la Tierra se encuentra situada en este rincón de la Galaxia, pues aquí los mundos son muy viejos y es probable que los primeros en ser colonizados estuviesen cerca, y no lejos, de la Tierra.

—¿Y tiene la Tierra alguna característica única, además de ser el planeta de origen? —preguntó ansiosamente Pelorat.

—¿En qué está pensando? —dijo Deniador, con una de sus fáciles sonrisas.

—En su satélite, al que algunos llaman Luna. Sería extraordinario, ¿verdad?

—Ésta es una cuestión importante, doctor Pelorat. Puede.darme mucho que pensar.

—No he dicho en qué sería extraordinaria la Luna.

—En su tamaño, por supuesto, ¿He acertado? Si, ya veo que si.

Todas las leyendas sobre la Tierra hablan de su gran variedad de especies vivas y de su enorme satélite, con tres mil o tres mil quinientos kilómetros de diámetro. La variedad de seres vivos se puede aceptar con facilidad, ya que se habría producido a través de la evolución biológica, si es exacto lo que sabemos de ese proceso. Pero un satélite gigante resulta más difícil de aceptar. Ningún otro mundo habitado de la Galaxia tiene uno semejante. Los grandes satélites aparecen asociados invariablemente con los gigantes gaseosos deshabitados e inhabitados.

Por consiguiente, como Escéptico que soy, prefiero no aceptar la existencia de la Luna.

—Si la Tierra es única en la posesión de millones de especies —dijo Pelorat—, ¿no podría serlo también en lo que respecta a un satélite gigante? Lo primero podría implicar lo segundo.

Deniador sonrió.

—No veo por qué la existencia de millones de especies en la Tierra tendría que crear un satélite gigante de la nada.

—Bien, mirémoslo al revés. Tal vez un satélite gigante podría haber contribuido a crear esos millones de especies.

—Tampoco lo veo claro.

—¿Y qué opina usted de la radiactividad de la Tierra? —preguntó Trevize.

—Eso se comenta en todas partes; todo el mundo lo cree.

—Pero —dijo Trevize — la Tierra no pudo ser tan radiactiva que impidiese la vida en ella durante los miles de millones de años en que hubo seres vivos allí. ¿Cómo adquirió la radiactividad? ¿Una guerra nuclear?

—Ésta es la opinión más corriente, consejero Trevize.

—Por su manera de decirlo, sospecho que usted no lo cree.

—No hay pruebas de que tal guerra se produjese. La creencia común, aunque sea universal, no representa una prueba por sí sola.

—¿Qué más pudo ocurrir?

—No existen pruebas de que ocurriese nada. La radiactividad podría ser una leyenda inventada, como la del gran satélite.

—¿Cuál es la versión más aceptada de la Historia de la Tierra? —dijo Pelorat—. Durante mi carrera profesional, he recogido numerosas leyendas antiguas, muchas de las cuales se refieren a un mundo llamado Tierra o algo parecido. No tengo ninguna de Comporellon, salvo la vaga mención de un tal Benbally que vino de ninguna parte, según las leyendas comporellianas.

—No debe extrañarse por ellas. Nosotros no solemos exportar nuestras leyendas, y me extraña que haya encontrado referencias a Benbally. Otra superstición.

—Pero usted no es supersticioso y no vacilaría en hablar sobre ello, ¿verdad?

—Verdad — reconoció el pequeño historiador, mirando a Pelorat—. Cierto que esto contribuiría mucho, quizá peligrosamente, a mi impopularidad, pero ustedes tres se marcharán pronto de Comporellon y supongo que no me citarán como fuente de información.

—Tiene usted nuestra palabra de honor —dijo Pelorat.

—Entonces, oigan un resumen de lo que se supone que ocurrió, despojado de elementos sobrenaturales o moralistas. La Tierra existió como único mundo de seres humanos durante un período de tiempo inconmensurable, y, entonces, hace unos veinte o veinticinco mil años, la especie humana inició los viajes interestelares por medio del Salto hiperespacial y colonizó un grupo de planetas.

Los colonizadores de esos planetas se valieron de robots, que habían sido inventados en la Tierra antes de los tiempos del viaje hiperespacial y… A propósito, ¿saben ustedes lo que son los robots?

—Sí —dijo Trevize—. Nos lo han preguntado más de una vez. sabemos lo que son.

—Los colonizadores con una sociedad robotizada por completo, desarrollaron una alta tecnología y alcanzaron una longevidad extraordinaria. Y despreciaron su mando ancestral. Según las versiones más dramáticas de la historia, dominaron y oprimieron a ese mundo.

Más tarde, la Tierra envió un nuevo grupo de colonizadores, en el que los robots estaban prohibidos. De los nuevos mundos, Comporellon fue uno de los Primeros. Nuestros patriotas insisten en que fue el primero. Pero no existen pruebas que un Escéptico pueda aceptar. El primer grupo de colonizadores se extinguió y…

—¿Por qué se extinguió ese primer grupo, doctor Deniador? — le interrumpió Trevize.

—¿Por qué? Nuestros románticos en general se imaginan que fueron castigados a causa de sus crímenes por «El Que Castiga», aunque nadie se toma el trabajo de decir por qué esperó tanto tiempo. Pero no hay que recurrir a cuentos de hadas. Es fácil deducir que una sociedad que depende por completo de los robots se vuelve muelle y decadente, debilitándose Y muriendo de puro aburrimiento o, más sutilmente, por perder la voluntad de vivir.

La Segunda ola de colonizadores, sin robots, vivió y se adueñó de toda la galaxia. Pero la Tierra se volvió radiactiva y se fue perdiendo de vista poco a poco. Generalmente, esto es atribuido a que también había robots en la Tierra, ya que los primeros colonizadores eran partidarios de ellos.

Bliss, que había escuchado el relato con visible impaciencia, dijo:

—Bueno, doctor Deniador, con radiactividad o sin ella, y cualesquiera que fuesen las olas de colonizadores, la cuestión crucial es bien sencilla. ¿Dónde se encuentra la Tierra exactamente? ¿Cuáles son sus coordenadas?

—La respuesta a esta pregunta es: No lo sé —dijo Deniador—. Pero se ha hecho la hora de almorzar. Puedo pedir que nos traigan el almuerzo. Y así continuar discutiendo sobre la Tierra todo el tiempo que ustedes quieran.

—¿No lo Sabe? —preguntó Trevize, alzando el tono y la intensidad de su voz.

—En realidad, que yo sepa, nadie les dará la respuesta, pues se desconoce.

—Pero eso es imposible.

—Consejero —dijo Deniador, suspirando con suavidad—, si usted quiere decir que la verdad es imposible está en su derecho; pero no le llevará a ninguna parte.

VII. Salida de Comporellon

El almuerzo consistió en un montón de bolas blandas, crujientes por fuera, de colores diferentes y rellenos variados.

Deniador tomó un pequeño objeto que se desplegó en un par de finos y transparentes guantes, y se los puso. Sus invitados lo imitaron.

—¿Qué hay dentro de esas cosas? —preguntó Bliss.

—Las de color de rosa —dijo Deniador — están rellenas de pescado picado y con especias, y son un plato comporelliano muy delicado. Las amarillas contienen un queso muy suave. Las verdes, una mezcla de verduras. Cómanlas mientras están calientes. Después tendremos pastel de almendras caliente, acompañado de las bebidas acostumbradas. Les recomiendo la sidra muy caliente. Como el clima es frío, solemos calentar nuestra comida, incluido el postre.

—Se cuida usted bien —dijo Pelorat.

—No tanto —repuso Deniador—. Trato de ser un buen anfitrión para mis invitados. En cuanto a mí, como muy poco. No tengo que alimentar un cuerpo voluminoso, algo que, sin duda, ustedes han advertido.

Trevize mordió una de las bolas de color de rosa y descubrió que tenia una capa de especias que la hacía muy agradable al paladar además de un fuerte sabor a pescado; pero pensó que ambos sabores permanecerían en su boca durante el resto del día, y tal vez parte de la noche.

Cuando apartó aquella bola de su boca después de morderla, vio que la corteza se había cerrado de nuevo sobre el contenido. No apareció grieta alguna en ella, ni la menor filtración, por lo que se preguntó, de momento, para que servirían los guantes. Daba la sensación de que, decidió que sería por una cuestión de higiene. Los guantes sustituían al lavado de manos si esto resultaba incomodo, y probablemente la costumbre habría hecho que se utilizasen aunque aquellas se hubiesen lavado. (Lizador no había utilizado guantes cuando Trevize había comido con ella el día anterior. Tal vez era debido a que provenía de las montañas.)

—¿Sería impertinente hablar de negocios mientras almorzamos? —pregunto.

—Según las normas de Comporellon, sí, consejero, pero ustedes son mis invitados y nos regiremos por las suyas. Si desean hablar de cosas serias y no creen, o no les importa que ese detalle pueda hacer que disfruten menos de la comida, háganlo que yo los imitare.

—Gracias —dijo Trevize—. La ministra Lizalor dio a entender…, no, en realidad lo dijo con toda claridad, que los escépticos eran impopulares en este planeta. ¿Eso se ajusta a la verdad?

El buen humor de Deniador pareció ir en aumento.

—Por supuesto que sí. Y nos sabría muy mal que fuese de otra forma. Miren ustedes, Comporellon es un mundo frustrado, sin el menor conocimiento de los detalles, existe la creencia mítica general de que hubo un tiempo, muchos milenios atrás, cuando la galaxia habitada no se había extendido, en que Comporellon era un mundo dominante. Nunca olvidamos esto, y el hecho de que no hallamos mantenido el liderazgo en la historia conocida nos fastidia, nos produce, a la población en general, quiero decir, un sentimiento de injusticia.

Sin embargo, ¿qué podemos hacer? Antaño el gobierno se vio obligado a rendir fiel vasallaje al emperador y ahora es leal asociado de la fundación. Y cuanto mas vemos nuestra posición subordinada, mas fuerte es la creencia en lo grandes y misteriosos días del pasado.

Entonces, ¿qué postura adopta Comporellon? No pudo desafiar al imperio en los viejos tiempos y no puede desafiar abiertamente a la fundación ahora. Por consiguiente, la gente se desahoga atacándonos y odiándonos, porque no creemos en las leyendas y nos reímos de las supersticiones.

Sin embargo, estamos a salvo de los peores efectos de la persecución. Controlamos la tecnología y ocupamos las cátedras en las Universidades. Algunos de nosotros, particularmente descarados, tenemos dificultades para dar nuestras clases con libertad. Yo, por ejemplo, tropiezo con ese problema, aunque tengo mi grupo de alumnos, con los que celebro discretas reuniones fuera del campus. Pero si fuésemos realmente expulsados de la vida pública, la tecnología fracasaría y las Universidades perderían su prestigio dentro de la galaxia. Cabe presumir, dada la estupidez de los seres humanos, que la perspectiva de un suicidio intelectual no les privaría de manifestar su odio, pero la Fundación nos apoya. Por consiguiente, constantemente somos objeto de censuras, mofa y denuncias…, pero nunca nos tocan.

—¿Es la oposición popular la que le impide decirnos dónde está la Tierra? —preguntó Trevize—. ¿Teme que, a pesar de todo, el sentimiento antiescéptico pueda volverse peligroso si va usted demasiado lejos?

Deniador sacudió la cabeza.

—No. La situación de la Tierra es desconocida. No les oculto nada por miedo, ni por ninguna otra razón.

—Pero —dijo Trevize en tono apremiante—, en este sector de la galaxia, hay un número limitado de planetas que poseen las características físicas necesarias para la habitabilidad; aunque la mayor parte son inhabitables y están deshabitados, y, sin embargo, ustedes los conocen. ¿Resultaría tan difícil explorar el sector en busca de un planeta que sería habitable si no fuese radiactivo? Además, dicho planeta se hallaría circundado por un gran satélite. Con su radiactividad y un gran satélite, la Tierra sería inconfundible y no podría pasar inadvertida a quien la buscase. La cosa podría requerir algún tiempo, pero esto representaría la única dificultad.

—La opinión de los Escépticos es —dijo Deniador—, naturalmente, que la radiactividad de la Tierra y su gran satélite no constituyen más que dos simples leyendas. Creemos que buscar la Tierra es pedir peras al olmo.

—Tal vez, pero eso no debería impedir a Comporellon intentar la búsqueda, al menos. Si encontrasen un mundo radiactivo del tamaño adecuado para la habitabilidad, y con un gran satélite, esto prestarla una enorme credibilidad a las leyendas comporellianas en general.

Deniador se echó a reír.

—Es posible que Comporellon no lo busque por esa misma razón. Si fracasase, encontrándose una Tierra visiblemente distinta de la que la leyenda cuenta, ocurriría todo lo contrario: las leyendas comporellianas, en general, quedarían desacreditadas y serían objeto de las burlas de todos. Comporellon no puede arriesgarse a esto.

Trevize no respondió enseguida, pero después insistió.

—Además, aunque prescindamos de estas dos peculiaridades, si, es que existe esta palabra en galáctico, la radiactividad y un gran Satélite, hay una tercera que debe existir, con independencia de las leyendas. En la Tierra tiene que haber una vida floreciente de diversidad increíble, o los restos de ésta, o, al menos, testimonios fósiles de que alguna ha existido allí.

—Consejero —dijo Deniador—, aunque Comporellon no haya realizado ninguna expedición organizada en busca de la Tierra, no tenemos ocasión de viajar por el espacio y, ocasionalmente, recibimos noticias de naves que, por alguna razón, se han desviado de la ruta prevista. Como ustedes sabrán, los Saltos no siempre son perfectos. Sin embargo, nunca se nos ha informado de la existencia de algún planeta de propiedades parecidas a las de la legendaria Tierra, o que esté rebosante de vida. Tampoco es probable que alguna nave aterrice en lo que parece un planeta deshabitado, para que su tripulación pueda ir en busca de fósiles. Por consiguiente, si en miles de años no se ha recibido información de nada parecido, debo entender que la localización de la Tierra es imposible, ya que no existe tal Tierra a localizar.

—Pero la Tierra tiene que estar en alguna parte —repuso Trevize contrariado—. En algún lugar debe haber un planeta en el que la humanidad y todas las formas conocidas de vida asociadas a ella evolucionaron. Si la Tierra no se encuentra en este sector de la galaxia, tiene que estar en otro lugar.

—Tal vez sí —dijo Deniador fríamente—, pero, en todo ese tiempo no ha aparecido en parte alguna.

—En realidad, nadie la ha buscado.

—Bueno, ustedes lo están haciendo, por lo visto. Les deseo suerte, pero no apostaría por su éxito.

—¿Se ha realizado algún intento de determinar la posible posición de la Tierra por medios indirectos, por algún otro que no fuese el de la búsqueda directa?

—Sí — respondieron dos voces al mismo tiempo.

Deniador, que era uno de los que había contestado, preguntó a Pelorat:

—¿Está usted pensando en el proyecto de Yariff?

—En efecto —dijo Pelorat.

—Entonces, ¿quiere explicárselo al consejero? Creo que estará mas predispuesto a creerle a usted que a mí.

—Mira, Golan — comenzó Pelorat—, en los últimos días del Imperio hubo un tiempo en que la «Busca de los Orígenes», como lo llamaban entonces, era un pasatiempo popular, tal vez para eludir las calamidades de la realidad del momento. Como sabes, el Imperio estaba en vías de desintegración.

»Un historiador de Livia — continuó Pelorat—, Humbal Yariff, pensó que cualquiera que sea el planeta de origen, los mundos mas cercanos habrían sido colonizados antes que los planetas mas lejanos. En general, cuanto mas alejado se encontrase un mundo del punto de origen, mas tarde habría sido colonizado.

Supongamos, pues, que se registrase la fecha de colonización de cada uno de los planetas habitables de la galaxia, y se uniesen con líneas todos aquellos que tuviesen, aproximadamente, los mismos milenios de antigüedad. Entonces, se tendría una red que enlazaría todos los planetas de diez milenios de antigüedad; otra para los de doce mil años, y otra para los de quince mil. En teoría, cada red sería más o menos esférica, y todas ellas más o menos concéntricas. Las redes más antiguas formarían esferas de un radio menor que el de las más jóvenes, y si se determinaban todos los centros, éstos quedarían dentro de un volumen de espacio relativamente pequeño en el que se hallaría el planeta de origen: la Tierra.

Pelorat dijo esto con gran seriedad, mientras trazaba superficies esféricas con las manos dobladas.

—¿Entiendes lo que quiero decir, Golan?

Trevize asintió con la cabeza.

—Sí. Pero entiendo que no dio resultado.

—Teóricamente, hubiese debido darlo, viejo amigo. Lo malo fue que los tiempos de origen eran totalmente inexactos. Cada mundo exageró su propia antigüedad, y no resultó fácil determinarlo con independencia de la leyenda.

—Se pudo emplear el carbono 14 en la madera antigua — indicó Bliss.

—Cierto, querida —dijo Pelorat—, pero se habría necesitado la cooperación de todos los mundos en cuestión, y éstos jamás la prestaron. Ningún mundo quería ver desmentida su exagerada antigüedad, y el Imperio no estaba entonces en condiciones de rechazar las objeciones locales en un asunto de tan poca importancia. Tenía otras cosas en las que pensar.

»Lo único que Yariff podía hacer era basarse en mundos que sólo tenían dos mil años de antigüedad como máximo y cuya Fundación había sido meticulosamente registrada en circunstancias dignas de confianza. Éstos eran pocos, y aunque se encontraban distribuidos en una simetría casi esférica, el centro estaba relativamente cerca de Trantor, la capital imperial, porque de allí habían partido las expediciones colonizadoras de aquellos pocos mundos.

»Naturalmente, eso constituía otro problema. La Tierra no era el único punto de origen de la colonización de otros mundos. Con el paso del tiempo, los planetas más viejos enviaron sus propias expediciones colonizadoras, y en la época de auge del Imperio, Trantor se convirtió en una fuente bastante copiosa de las mismas. De manera injusta, Yariff fue escarnecido y ridiculizado, y su reputación profesional quedó destruida.

—Comprendo, Janov —dijo Trevize—. Entonces, doctor Deniador, ¿no puede usted decirme algo que represente la posibilidad de una débil esperanza? ¿No hay algún otro mundo donde sea concebible que puedan tener alguna información concerniente a la Tierra?

Deniador, con expresión de duda, pensó durante un rato.

—Bue-e-eno —dijo al fin, arrastrando vacilante la palabra—, como Escéptico que soy, debo decirle que no estoy seguro de que la Tierra exista o haya existido jamás. Sin embargo… — guardó silencio de nuevo.

—Creo que ha pensado usted en algo que podría ser importante, doctor — intervino Bliss.

—¿Importante? Lo dudo —dijo Deniador con acento poco seguro—. ¿Divertido? La Tierra no es el único planeta cuya situación resulte un misterio. Están los mundos del primer grupo de colonizadores, los Espaciales, como se les llama en nuestras leyendas. Algunos hablan de «Mundos Espaciales» cuando se refieren a los planetas que aquéllos habitaron; otros les llaman «Mundos Prohibidos». Este último nombre es el que suele usarse ahora.

»Según la leyenda, los Espaciales tenían una longevidad que, alcanzaba varios siglos y, llevados de su soberbia, negaron el derecho a aterrizar en sus mundos a nuestros antepasados de vida efímera. Cuando nosotros les derrotamos, la situación se invirtió. Nos negamos a tener tratos con ellos y dejamos que se apañasen solos, prohibiendo a nuestras naves y a nuestros comerciantes sostener con ellos el menor contacto. De ahí que aquellos planetas se convirtiesen en los Mundos Prohibidos. Estábamos convencidos, siempre según la leyenda, de que «El Que castiga» los destruiría sin nuestra intervención, y parece ser que Él lo hizo así. Al menos que nosotros sepamos, ningún Espacial ha aparecido en la Galaxia en muchos milenios.

—¿Cree usted que los Espaciales sabrían algo acerca de la Tierra? —dijo Trevize.

—Puede ser; al fin y al cabo, sus mundos tenían muchos más años que cualquiera de los nuestros. Es decir, si existen Espaciales, algo improbable en extremo.

—Aun en el caso de que ya no existan, sus mundos sí, y pueden contener datos:

—Si puede usted encontrar los mundos.

Trevize pareció desesperado.

—¿Quiere usted decir que la clave de la Tierra, cuya situación es desconocida, puede ser encontrada en mundos Espaciales, el emplazamiento de los cuales es desconocido también?

—No hemos tenido tratos con ellos en veinte mil años —dijo Deniador encogiéndose de hombros, ni siquiera hemos pensado en ello. También los Espaciales, como la Tierra, se han desvanecido entre la niebla.

—¿En cuántos mundos vivieron los Espaciales?

—Las leyendas hablan de cincuenta, un número sospechosamente redondo. Quizá fueron menos.

—¿Y no sabe usted la situación de uno solo de ellos?

—Bueno, me pregunto…

—¿Qué se pregunta?

—Como la Historia primitiva es mi especialidad, al igual que la del doctor Pelorat —dijo Deniador—, he estudiado ocasionalmente antiguos documentos en busca de algo que pudiera referirse a los primeros tiempos, algún dato que fuese más que leyenda. El año pasado, en documentos casi indescifrables, encontré referencias a una antigua nave.

Se remontaban a los viejos tiempos en que nuestro mundo no era conocido como Comporellon todavía. Se le daba el nombre de «Baleyworld», que, según parece, puede ser una forma todavía más primitiva del «Mundo de Benbally» de nuestras leyendas.

—¿Lo ha publicado usted? —preguntó Pelorat, muy excitado.

—No —respondió Deniador—. No quiero lanzarme a la piscina hasta que esté seguro de que hay agua en ella, según dice un viejo adagio. Allí se cuenta que el capitán de la nave había visitado un mundo Espacial y se había llevado una mujer de él.

—Pero usted acaba de decimos que los Espaciales no permitían que aterrizasen visitantes.

—Exacto, y ésta es la razón de que no me decidiese a publicar el material. Parece increíble. Hay vagos relatos que se podría pensar se refieren a los Espaciales y a su conflicto con los Colonizadores, nuestros antepasados. Tales historias se cuentan no sólo en Comporellon, sino también en muchos mundos y con diversas variaciones, pero todas están absolutamente de acuerdo en una cosa: los dos grupos, Espaciales y Colonizadores, no se mezclaron. No hubo contacto social, por lo que menos debió haberlo sexual; sin embargo, un capitán colonizador y una mujer espacial estuvieron unidos por lazos amorosos. Esto resulta tan increíble que no veo la menor posibilidad de que el relato sea aceptado, salvo, en el mejor de los casos, como una narración romántica de ficción histórica.

—¿Es eso todo? —preguntó Trevize, que pareció desilusionado.

—No, consejero, hay otra cuestión. Encontré unas cifras en lo que quedaba del diario de vuelo de la nave que podían, o no podían, representar coordenadas espaciales. Si lo fuesen (y repito, pues mi honor de escéptico me obliga a ello, que pueden no serlo), entonces, los indicios me llevarían a la conclusión de que eran las coordenadas espaciales de tres de los mundos Espaciales. Uno de ellos pudo ser aquel en que aterrizó el capitán y del que se llevó a su amada.

—¿No podría ocurrir que, aun siendo ficticio el relato, las coordenadas fuesen reales?

—¿Por qué no? —dijo Deniador—. Le daré los números, y puede usted utilizarlos, pero es posible que no le lleven a ninguna parte. Sin embargo, tengo una idea curiosa — añadió, y de nuevo apareció aquella fugaz sonrisa en su rostro.

—¿Cuál es? —preguntó Trevize.

—¿Y si una de aquellas series de coordenadas representase la Tierra?

El sol de Comporellon, de color fuertemente anaranjado, era aparentemente mayor que el de Terminus, pero se hallaba bajo en el cielo y daba poco calor. El viento, afortunadamente flojo, tocó la mejilla de Trevize con dedos helados.

Él se estremeció dentro del abrigo electrificado que Mitza Lizalor le había dado. Ella estaba de pie, a su lado.

—Tiene que calentar alguna vez, Mitza —dijo él.

Ella miró el sol unos instantes y permaneció plantada en el puerto espacial vacío, sin dar muestras de incomodidad: alta, robusta, envuelta en un abrigo más ligero que el que Trevize llevaba y, si no insensible al frío, desdeñándolo al menos.

—Tenemos un verano magnífico —dijo—. No dura mucho, pero nuestras cosechas están adaptadas a él. Las especies son elegidas con gran cuidado, de manera que crecen rápidamente bajo el sol y no se hielan con facilidad. Nuestros animales domésticos tienen mucho pelo y la lana de Comporellon es la mejor de la Galaxia, según la opinión general. Además, hay explotaciones agrícolas nuestras en órbita que cultivan frutas tropicales. En realidad, exportamos piña en conserva de la mejor calidad. Muchos de los que nos consideran como un mundo frío ignoran esta circunstancia.

—Te doy las gracias por venir a despedirnos, Mitza —dijo Trevize — y por estar dispuesta a colaborar con nosotros en nuestra misión. Sin embargo, para mi tranquilidad, quiero preguntarte si no te verás en serias dificultades a causa de esto.

—¡No! — Sacudió orgullosamente la cabeza—. Ninguna dificultad. En primer lugar, nadie me interrogará. Yo controlo los transportes, lo cual significa que dicto las normas por las que deben regirse todos los puertos espaciales, las estaciones de entrada y las naves que llegan y se van.

El propio Primer Ministro depende de mí en estas cuestiones y está encantado de no tener que preocuparse él de los detalles. E incluso en el caso de que me preguntasen, sólo tendría que decir la verdad. El Gobierno me aplaudiría por no haber entregado la nave a la Fundación. Y lo propio haría el pueblo si se enterase. En cuanto a la Fundación, no sabrá nada de esto.

—Es posible que el Gobierno se alegre de que no entregues la nave a la Fundación —dijo Trevize—, pero, ¿aprobará que permitas que nos la llevemos nosotros?

Lizalor sonrió.

—Eres un ser humano muy honrado, Trevize. Has luchado tenazmente por conservar tu nave y, ahora que la tienes, te preocupas de mi seguridad.

Alargó una mano como para hacerle una caricia de afecto y, entonces, recuperándose con un visible esfuerzo, dominó su impulso.

—Incluso si discutiesen mi decisión — prosiguió, con renovada brusquedad—, sólo tendría que contarles que has estado, y todavía estás, buscando el Más Viejo, y dirían que hice bien en librarme de ti, de la nave y de todo los demás, lo antes posible. Y celebrarían ritos de expiación por haberte dejado aterrizar aquí, aunque nadie podía adivinar lo que estabas haciendo.

—¿Temes realmente que mi presencia puede traeros mala suerte, a ti y a tu mundo?

—Sí —respondió Lizalor con dureza. Y después, con más suavidad—: A mí me la ha traído ya, porque ahora que te he conocido, los hombres de Comporellon me parecerán más insulsos todavía. Me quedaré con mi afán insaciable. «El Que Castiga» me ha infligido ya mi penitencia.

Trevize vaciló y después dijo:

—No quiero hacerte cambiar de opinión sobre esta cuestión, pero tampoco me agrada que sufras aprensiones innecesarias. Debes saber que esta idea que yo te traigo mala suerte no es más que una superstición.

—Supongo que eso te lo diría el Escéptico.

—Lo sé sin necesidad de que él me lo diga.

Lizalor se enjugó la cara, pues una fina escarcha empezaba a cuajarse sobre sus salientes cejas.

—Sé que algunos creen que es superstición —dijo—. Sin embargo, el Más Viejo trae mala suerte. Se ha demostrado en muchas ocasiones y todos los ingeniosos argumentos de los Escépticos nada pueden contra la verdad.

Súbitamente, tendió una mano.

—Adiós, Golan. Sube a la nave y reúnete con tus compañeros antes de que nuestro frío pero amable viento congele tu blando cuerpo terminiano.

—Adiós, Mitza, y espero verte a mi regreso.

—Sí, me has prometido que volverás y he tratado de convencerme que lo harás. Incluso me he dicho que saldría a recibirte en el espacio, para que el maleficio caiga sólo sobre mí y no sobre mi mundo.: Pero no volverás.

—¡Sí! ¡Volveré! Después de haber gozado tanto contigo, no renuncio a ti con tanta facilidad.

Y en aquel momento, Trevize estaba firmemente convencido de que era sincero.

—No pongo en duda tus románticos impulsos, mi dulce Fundador, pero los que se aventuren en el espacio en busca del Más Viejo jamás volverán… Me lo dice el corazón.

Trevize se esforzó en reprimir el castañeteo de sus dientes. Lo causaba el frío, pero no quería que ella pensase que era el miedo.

—También esto forma parte de la superstición —dijo.

—Sin embargo, también es verdad —repuso ella.

Resultaba estupendo hallarse de nuevo en la cabina-piloto de la Far Star. Podía ser angosta, casi como una burbuja hermética en medio del espacio infinito. Pero era familiar, amistosa, y estaba caliente en ella.

—Me alegro de que por fin hayas subido a bordo —dijo Bliss—. Me preguntaba cuánto tiempo permanecerías ahí fuera con la ministra.

—Ha sido poco —repuso Trevize—. Hacia frío.

—Me pareció —dijo Bliss — que estabas considerando la posibilidad de quedarte con ella y demorar tu búsqueda de la Tierra. No me gusta sondear tu menté, ni siquiera por encima, pero me sentía preocupada por ti y por tu lucha contra la tentación.

—Tienes razón — admitió Trevize—. Al menos momentáneamente, me sentí tentado. La ministra es una mujer extraordinaria y nunca había conocido a nadie así. ¿Fortaleciste tú mi resistencia, Bliss?

—Ya te he dicho muchas veces que no forzaré tu mente en modo alguno, Trevize —repuso ella—. Supongo que venciste la tentación gracias a tu firme sentido del deber.

—No, creo que no —dijo él con una irónica sonrisa—. No ocurrió nada tan dramático y tan noble. Mi resistencia fue fortalecida, en primer lugar, por el hecho de que hacía fijo, y, además, por la espantosa idea de que unas pocas sesiones con ella bastarían para matarme. No hubiese podido aguantar su ritmo.

—Bueno —dijo Pelorat—, lo importante es que estás a salvo a bordo. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—En un futuro inmediato, viajaremos rápidamente a través del sistema planetario hacia el exterior, hasta que estemos lo bastante lejos del sol de Comporellon para dar el salto.

—¿Crees que nos detendrán o nos seguirán?

—No; con sinceridad, pienso que la ministra está ansiosa de que nos alejemos lo más rápidamente posible y no volvamos, a fin de que la venganza de «El Que Castiga» no la reciba su planeta. En realidad…

—¿Qué?

—Ella cree que la venganza caerá sobre nosotros. Está firmemente convencida de que nunca volveremos. Esto, me apresuro a añadir, no responde a un cálculo suyo de mi probable grado de infidelidad. Ella quiso significar que la Tierra es una portadora de desdichas tan terrible que cualquiera que la busque tiene que morir en la empresa.

—¿Cuántos salieron de Comporellon en busca de la Tierra, para que pueda hacer esa afirmación? —preguntó Bliss.

—Dudo de que algún comporelliano haya intentado jamás esta búsqueda. Yo le dije que sus temores eran pura superstición.

—¿Seguro que tu lo crees? ¿No te has dejado sugestionar por ella?

—Sé que sus temores son mera superstición, en la forma como ella los expresa; pero, por otra parte, pueden tener un cierto fundamento.

—¿Quieres decir que la radiactividad nos matará, si tratamos de aterrizar en la Tierra?

—No creo que el planeta sea radiactivo. Más bien imagino que se protege. Recordad que toda referencia a ella fue eliminada de la Biblioteca de Trantor; y que la maravillosa memoria de Gaia, en la que participa todo el planeta, incluidos los estratos rocosos de la superficie y el núcleo de metal fundido, no ha podido remontarse lo bastante en el pasado para decimos algo con referencia a la Tierra.

»Está claro que, si es lo bastante poderosa para hacer todo esto, también puede ser capaz de influir en las mentes para que creamos en su radiactividad, evitando de este modo que la busquemos. Y tal vez porque Comporellon se encuentra tan cerca que representa un peligro particular para la Tierra, se ha intensificado en él la forzada ignorancia. Deniador, que es un escéptico y un científico, está completamente convencido de que es inútil buscar la Tierra. Dice que no puede ser encontrarla. Y es en este sentido que puede estar bien fundada la superstición de la ministra. Si la Tierra está tan resuelta a ocultarse, ¿no podría matarnos o desviarnos, antes que permitirnos encontrarla?

Bliss frunció el entrecejo y dijo:

—Gaia.

—No digas que Gaia nos protegerá — la interrumpió Trevize—. Si la Tierra fue capaz de conseguir borrar los antiguos recuerdos de Gaia, está claro que también conseguiría vencer en un conflicto entre ambas.

—¿Cómo sabes que los recuerdos fueron borrados? —preguntó Bliss fríamente—. Es posible que Gaia necesitase tiempo para desarrollar una memoria planetaria y que ahora sólo pueda recordar hasta la época en que aquel desarrollo terminó. Y si el recuerdo fue borrado, ¿cómo puedes estar seguro de que lo hiciese la propia Tierra?

—No lo sé —dijo Trevize—. Sólo expongo mis especulaciones.

Pelorat terció, con cierta timidez:

—Si la Tierra es tan poderosa y está tan resuelta a preservar, por decirlo así, su intimidad, ¿de qué servirá nuestra búsqueda? Pareces pensar que la Tierra no permitirá que triunfemos y nos matará, si es necesario, para impedir nuestro triunfo. En este caso, ¿no sería mejor que abandonásemos la empresa?

—Confieso que puede parecer así, pero tengo la firme convicción de que la Tierra existe y quiero y debo encontrarla. Además, Gaia me dice que cuando tengo convicciones firmes, como esta nunca me equivoco.

—Bien, ¿cómo podremos sobrevivir al descubrimiento, viejo?

—Es posible —dijo Trevize esforsándose por dar un tono ligero a sus palabras — que la Tierra también reconozca mi extraordinario acierto y me deje campar por mis respectos. Pero, y a esto es a lo que yo iba, no puedo estar seguro de que ustedes dos sobreviváis, y me preocupa mucho. Siempre ha sido así, pero ahora mas que nunca, y me parece que debería llevarlos a los dos de vuelta a Gaia y continuar después yo solo. Fue de mi, no de vosotros de quien partió la idea de buscar la Tierra. Soy yo, no vosotros, quien ve valor en ello, soy yo, no vosotros quien esta empeñado en esto, por consiguiente, dejad que sea yo, y no vosotros quien corra el riesgo. Dejadme que vaya solo ¿Janov?

La cara larga de Pelorat pareció alargarse mas al apoyar la barbilla en el pecho.

—No te negare que me siento nervioso Golan, pero me avergonzar a si te abandonase, renegaría de mi mismo si lo hiciese.

—¿Bliss?

—Gaia no te abandonara, Trevize hagas lo que hagas, si la Tierra resulta peligrosa Gaia te protegerá en la medida de sus fuerzas. Y en todo caso en mi papel de Bliss, no abandonare a Pel, y si él se aferra a ti, yo me aferrare a él.

—Esta bien —dijo Trevize gravemente — Os he dado una oportunidad, seguiremos juntos.

—Juntos —dijo Bliss.

Pelorat sonrió levemente y apoyo una mano en el hombro de Trevize.

—Juntos siempre.

—Mira aquello —dijo Bliss.

Había estado usando el telescopio de la nave, casi como distracción, para cambiar de ocupación, después de haber estar enfrascada en los libros de Pelorat sobre las leyendas de la Tierra.

Pelorat se acerco, le rodeo los hombros con un brazo y miro la pantalla. Veíase en ella uno de los gigantes gaseosos del sistema planetario comporelliano, ampliado hasta dar una impresión real de su tamaño.

Era de color anaranjado claro, con franjas mas pálidas todavía. Visto desde el plano planetario, y hallándose mas alejado del sol que la propia nave, aparecía como un círculo de luz casi perfecto.

—Hermoso —dijo Pelorat.

—La franja central se extiende más allá del planeta, Pel.

—Creo que tienes razón, Bliss —dijo Pelorat, frunciendo el ceño.

—¿Piensas que puede ser una ilusión óptica? —preguntó ella.

—No estoy seguro, Bliss. Soy tan novato como tú en esto del espacio. ¡Golan!

Trevize respondió a la llamada con un «¿Qué?» bastante débil y entró en la cabina-piloto. Llevaba el traje muy arrugado, como si hubiese estado dormitando vestido sobre la cama, que era exactamente lo que había hecho.

—¡Por favor! — pidió en tono malhumorado—. No toquéis los instrumentos.

—Sólo es el telescopio —dijo Pelorat—. Mira eso.

Trevize miró.

—Es un gigante gaseoso, al que llaman Gallia, según las informaciones que me dieron.

—¿Cómo puedes saber que es éste, con sólo mirarlo?

—En primer lugar —respondió Trevize—, porque a la distancia que nos hallamos del sol, y debido a las dimensiones planetarias y a las posiciones orbitales que estuve estudiando al fijar nuestra ruta, es el único que podremos ampliar hasta tal punto en este momento. En segundo lugar, ahí está el anillo.

—¿El anillo? —dijo Bliss, sin comprender.

—Lo único que podéis ver es una fina línea pálida, porque lo observamos casi desde un plano horizontal. Podemos elevarnos y lo veréis mejor. ¿Os gustaría?

—No quiero que tengas que volver a calcular las posiciones y la ruta —dijo Pelorat.

—Bueno, el ordenador se encargará de eso con poco trabajo por mi parte.

Se sentó ante el ordenador mientras hablaba y colocó las manos sobre las marcas del tablero. El ordenador, perfectamente adaptado a su mente, hizo lo demás.

La Far Star, libre de problemas de carburante y de los efectos de la inercia, aceleró rápidamente, y, una vez más, Trevize sintió amor por el ordenador y la nave que respondían de tal manera a sus mandatos. Era como si su pensamiento les diese fuerza y los dirigiese, como si ambos fuesen una poderosa y obediente prolongación de su voluntad.

No resultaba extraño que la Fundación quisiera recuperar aquella nave; ni que Comporellon hubiese intentado adueñarse de ella. Lo único sorprendente era que la fuerza de la superstición fuese tan grande como para obligar a Comporellon a renunciar a ella.

Debidamente armada, podría dejar atrás o fuera de combate a cualquier nave o flota de la Galaxia, con tal de que no tropezase con otra de iguales características que ella.

Desde luego, no iba debidamente armada. La alcaldesa Branno, al confiarle la nave, había tenido la precaución de entregársela desarmada.

Pelorat y Bliss observaron con atención cómo el planeta Gallia se acercaba lentamente, muy lentamente, a ellos. El polo superior (fuese cual fuere) Se hizo visible con una turbulencia en una gran región circular a su alrededor, mientras que el polo inferior quedó oculto tras el bulto de la esfera.

En la Parte de arriba, el lado oscuro del planeta invadió la esfera de luz anaranjada› Y el bello círculo apareció cada vez más inclinado. Lo más interesante fue que la pálida franja central ya no se veía Recta, sino curva, lo mismo que las otras franjas al Norte y al Sur, pero de un modo más visible.

Ahora, la franja central se iba extendiendo claramente más allá de los bordes del Planeta. Y lo hacía describiendo una estrecha curva a cada lado. Ya no podía hablarse de ilusión; su naturaleza resultaba evidente. Era un anillo de materia que circundaba el planeta y estaba oculto en el otro lado.

—Creo que esto es bastante para daros una idea —dijo Trevize—. Si pasásemos por encima del planeta, veríais el anillo en su forma circular, rodeando el planeta y sin tocarlo en parte alguna. Probablemente observaríais que no se trata de un anillo, sino de varios anillos concéntricos.

—Nunca lo hubiese creído posible —dijo Pelorat asombrado—. ¿Qué lo mantiene en el espacio?

—Lo mismo que sostiene a un satélite —respondió Trevize—. Los anillos se componen de pequeñas partículas, cada una de las cuales gira en órbita alrededor del planeta. Los anillos están tan cerca del planeta que el influjo de éste evita que se fundan en un solo cuerpo.

—Me espanto cuando pienso en esto, viejo —dijo Pelorat moviendo la cabeza—. ¿Cómo es posible que me haya pasado la vida estudiando y desconozca casi todo lo referente a la astronomía?

—Y yo no sé nada sobre los mitos de la Humanidad. Nadie puede abarcar todos los conocimientos. Lo cierto es que esos anillos planetarios no son raros. Casi todos los gigantes gaseosos los poseen, aunque, a veces, no son más que una fina circunferencia de polvo. Pero el sol de Terminus no tiene ningún verdadero gigante gaseoso en su familia planetaria, y así no resulta extraño que un terminiano no sepa nada de los anillos planetarios, a menos que haya viajado por el espacio o seguido cursos universitarios de Astronomía. Lo raro es que un anillo tenga la suficiente anchura para brillar y ser visible con facilidad, como ése. Es muy hermoso. Debe tener doscientos kilómetros de anchura por lo menos.

En ese momento, Pelorat chascó los dedos.

—Esto es lo que queda decir.

—¿A qué te refieres, Pel? —preguntó Bliss intrigada.

—Una vez —dijo Pelorat—, leí unos versos muy antiguos, en una versión de galáctico arcaica difícil de descifrar pero que demostraba su enorme antigüedad. Aunque yo no debería quejarme de ello. Mi trabajo ha hecho que sea experto en diversas formas de galáctico antiguo, lo cual resulta muy satisfactorio en lo personal aunque me sirva de poco fuera de mi especialidad. Pero…, ¿de qué estaba hablando?

—De unos viejos versos, querido Pel —dijo Bliss.

—Gracias, Bliss. — Y dirigiéndose a Trevize—: Ella sigue siempre lo que digo para encarrilarme de nuevo cuando pierdo el hilo del discurso, que es lo que me ocurre casi siempre.

—Eso forma parte de tu encanto, Pel —dijo Bliss sonriendo.

—Bueno, aquel trozo de poema pretendía describir el sistema planetario del que la Tierra formaba parte. No sé por qué fue hecho, pues no se conservó en su totalidad; al menos, yo fui incapaz de encontrarlo. Sólo sobrevivió aquel fragmento, tal vez debido a su contenido astronómico. En todo caso, hablaba del triple anillo brillante del sexto planeta, tan amplio y grande que el mundo parecía pequeño en comparación con él. Como veis, aún lo recuerdo. Entonces, no comprendí lo que podía ser el anillo de un planeta. Recuerdo que pensé en tres círculos en hilera a uno de los lados del planeta. Me pareció tan absurdo que no quise incluirlo en mi biblioteca. Ahora, lamento no haberme informado mejor. — Sacudió la cabeza—. La mitología en la Galaxia de hoy en día es una labor tan exclusiva que uno se olvida de preguntar.

—Probablemente hiciste bien en no preocuparte por ello, Janov —dijo Trevize, para consolarle—. Es un error tomar el lenguaje poético al pie de la letra.

—Pero esto es lo que significaba —exclamó Pelorat, señalando la pantalla—. El poema hablaba de esto. Tres anillos anchos y concéntricos, más anchos que el propio planeta.

—Nunca había oído hablar de una cosa así —dijo Trevize—. No creo que los anillos puedan ser tan anchos. Comparados con el planeta que circundan, son muy estrechos.

—Tampoco habíamos oído hablar de un planeta habitable con un satélite gigante. O de uno que tuviese la corteza radiactiva. Ésta es la singularidad número tres. Si encontramos un planeta radiactivo que de no ocurrirle eso seria habitable, que además tenga un satélite gigante, y en cuyo sistema hay otro planeta con un gran anillo, podremos estar seguros de que hemos encontrado la Tierra.

Trevize sonrió.

—Estoy de acuerdo contigo, Janov. Si encontramos las tres cosas juntas, tendremos, sin duda, la Tierra delante.

—¡Sí…! —dijo Bliss, lanzando un suspiro.

Se encontraban más allá de los mundos principales del sistema planetario, dirigiéndose hacia fuera, entre las posiciones de los dos planetas exteriores, de manera que no había ninguna masa significativa a menos de mil quinientos millones de kilómetros. Adelante de ellos, sólo estaba la vasta nube de cometas que, desde el punto de vista de la gravedad, era insignificante.

La Far Star había acelerado hasta una velocidad de 0,1 c, un décimo de la velocidad de la luz. Trevize sabía muy bien que, en teoría, la nave podía acelerar hasta casi la velocidad de la luz, pero que, en la práctica, 0,1 c era el limite razonable.

A esa velocidad, podía evitarse cualquier objeto de masa apreciable, pero no había manera de esquivar las innumerables partículas de polvo del espacio y, en cantidad todavía mayor, los átomos y moléculas individuales. A grandes velocidades, incluso unos objetos tan pequeños podían causar daños, frotando y arañando el casco de la nave. A una velocidad próxima a la de la luz, cada átomo que chocase contra el casco tendría las propiedades de una partícula de rayo cósmico. Y bajo esa radiación cósmica penetrante, nadie que viajase a bordo de la nave sobreviviría mucho tiempo.

Las estrellas lejanas no mostraban movimiento perceptible en la pantalla, y aunque la nave se movía a treinta mil kilómetros por segundo, daba la impresión de que permanecía inmóvil.

El ordenador registraba el espacio alcanzando grandes distancias, por si algún objeto de pequeño pero significativo tamaño se acercaba, y la nave se desviaba ligeramente para evitar la colisión, en el caso improbable de que ésta se pudiese producir. Dados el pequeño tamaño del posible objeto que se acercaba, la velocidad a la que la nave se cruzaba con él y la ausencia de efectos de inercia como resultado del cambio de rumbo, no había manera de saber si se producía algo que pudiese llamarse una «aproximación».

Por consiguiente, Trevize no se preocupaba por esas cosas, y ni siquiera pensaba en ellas. Toda su atención permanecía alerta a las tres series de coordenadas que Deniador le había dado y, en particular, a la que indicaba el objeto más cercano a ellos.

—¿Hay algún error en las cifras? —preguntó, ansioso, Pelorat.

—Todavía no lo sé —respondió Trevize—. Las coordenadas no son útiles por sí solas, a menos que conozcas el punto cero y las convenciones empleadas para establecerlas como, por ejemplo, la dirección en que hay que marcar la distancia, por decirlo así; cuál es el equivalente de un primer meridiano, y otros datos por el estilo.

—¿Cómo averiguarás todo esto? —preguntó Pelorat palideciendo.

—En relación con Comporellon, he obtenido las coordenadas de Terminus y otros puntos conocidos. Si las pongo en el ordenador, éste calculará cuáles deben ser las convenciones para tales coordenadas si Terminus y los otros puntos tienen que estar situados correctamente.

Sólo estoy tratando de organizar las cosas en mi mente para poder programar debidamente el ordenador a ese respecto, En cuanto hayamos terminado las convenciones, las cifras de que disponemos para los Mundos Prohibidos adquirirán, posiblemente, un significado.

—¿Sólo posiblemente? —preguntó Bliss.

—Temo que sí —dijo Trevize—. A fin de cuentas, esas cifras son viejas…, opino que comporellianas, pero no estoy muy seguro. ¿Y si se basasen en otras convenciones?

—¿Qué pasaría?

—Que sólo tendríamos unas cifras sin significado alguno. Pero…, eso es lo que debemos descubrir.

Sus dedos danzaron sobre las teclas suavemente iluminadas del ordenador para darle la información necesaria. Después, colocó las manos sobre las huellas del tablero. Esperó mientras el ordenador trabajaba según las convenciones de las coordenadas conocidas, se detenía un momento y después interpretaba las coordenadas del Mundo Prohibido más próximo según las mismas convenciones, y, por último, localizaba esas coordenadas en el mapa galáctico que tenía grabado en su memoria.

Un campo de estrellas apareció en la pantalla y se movió rápidamente mientras se ajustaba. Cuando la imagen quedó congelada, se expandió y empezaron a desprenderse estrellas de los bordes en todas direcciones, hasta que hubieron desaparecido casi todas. Los ojos no podían seguir aquel rápido cambio; todo era como una mancha moteada. Hasta que, al fin, quedó un espacio de un décimo de pársec en cada lado (según las cifras indicadoras al pie de la pantalla). No hubo más cambios y sólo media docena de puntos débilmente brillantes salpicaron la negra pantalla.

—¿Cuál es el Mundo Prohibido? —preguntó Pelorat a media voz.

—Ninguna de ellas —dijo Trevize—. Cuatro son enanas rojas; una, enana casi roja; la última, una enana blanca. Ninguna de ellas puede tener un mundo habitable en órbita a su alrededor.

—¿Cómo sabes que son enanas rojas con sólo mirarlas?

—No estamos viendo estrellas reales, sino un sector del mapa galáctico almacenado en la memoria del ordenador. Cada una de ellas está rotulada. Vosotros no podéis verlo y a mí me ocurriría igual de ordinario; pero mientras mis manos mantengan contacto con el ordenador, como ahora, percibiré una considerable cantidad de datos de cualquier estrella en la que concentre la mirada.

—Entonces, las coordenadas son inútiles —dijo Pelorat, en tono de desconsuelo.

Trevize le miró.

—No Janov, no he terminado. Está la cuestión del tiempo. Las coordenadas del Mundo Prohibido son las de hace veinte mil años. Por aquel entonces, tanto él como Comporellon giraban alrededor del Centro Galáctico. Y es posible que ahora se trasladen a velocidades diferentes y en órbitas de distintas inclinaciones y excentricidades. Con el paso del tiempo los mundos pueden acercarse o separarse, y, en veinte mil años, el Mundo Prohibido puede haberse apartado de medio a cinco pársec de la posición marcada aquí. En tal caso, no estaría incluido en este cuadrado de una décima de pársec.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Bueno…, pues que el ordenador haga retroceder veinte mil años la Galaxia en tiempo relativo a Comporellon.

—¿Puede conseguir eso? —preguntó Bliss, bastante pasmada.

—Bien…, no puede hacer retroceder la Galaxia en el tiempo pero sí el mapa en su banco de memoria.

—¿Veremos algo? —dijo Bliss.

—Observad.

Muy lentamente, las seis estrellas se movieron en la pantalla. Y una nueva estrella, ausente hasta entonces, entró en aquélla desde el borde izquierdo. Y Pelorat la señaló, excitado.

—¡Allí! ¡Allí!

—Lo siento — dilo Trevize—. Es otra enana roja. Son muy comunes.

Al menos tres cuartas partes de todas las estrellas de la Galaxia son de esa clase.

La imagen se inmovilizó en la pantalla.

—¿Y bien? —preguntó Bliss.

—Ya está —dijo Trevize—. Es la representación de aquella parte de la Galaxia tal como debió de ser hace veinte mil años. El Mundo Prohibido tendría que hallarse en el centro de la pantalla si se hubiese movido a la velocidad normal.

—Tendría que estar, pero no es así —dijo Bliss vivamente.

—Es cierto — convino Trevize, con bastante indiferencia.

Pelorat suspiró profundamente.

—Es una mala cosa, Golan.

—No te desesperes —dijo Trevize—. Yo no esperaba ver ahí la estrella.

—¿No lo esperabas? —preguntó, asombrado, Pelorat.

—No. Ya os dije que esto no es la Galaxia, Sino el mapa que el ordenador tiene de ella. Si una estrella real no ha sido incluida en el mapa, no la veremos. Y si el planeta lleva el nombre de «Prohibido» y ha sido llamado así durante veinte mil años lo más probable es que no lo incluyesen. Y no lo hicieron para que no lo viésemos.

—Quizá no podamos verlo porque no existe —dijo Bíiss—. Las leyendas de Comporellon pueden ser falsas, o tal vez las coordenadas estén equivocadas.

—Eso es verdad. Pero el ordenador puede hacer un cálculo de cuáles serían las coordenadas en aquella época, ahora que ha situado el lugar donde el planeta debía estar hace veinte mil años. Empleando las coordenadas corregidas por el tiempo, corrección que yo sólo podía hacer empleando el mapa estelar, podemos pasar al campo estelar real de la propia Galaxia.

—Pero tú has atribuido una velocidad normal al Mundo Prohibido —dijo Bliss—. ¿Y si su velocidad no hubiese sido la normal? Ahora no tendrías las coordenadas válidas.

—Cierto, pero una corrección a base de la velocidad normal es casi seguro que nos acercará más a la posición real que si no hubiésemos hecho corrección alguna.

—¡Lo esperas! —exclamó Bliss, poco convencida.

—Eso es exactamente lo que hago —dijo Trevize—. Espero. Y ahora, veamos la Galaxia real.

Los dos mirones observaron atentamente, mientras Trevize (tal vez para mitigar su propia tensión y retrasar el momento cero) hablaba pausadamente, como si estuviese dando una conferencia.

—Observar la galaxia real resulta más difícil —dijo—. El mapa del ordenador es una construcción artificial, con irrelevancias susceptibles de ser eliminadas. Si una nebulosa oscurece la visión, puede borrarla. Si el ángulo visual es inadecuado para lo que pretendo, me permite cambiarlo y cosas como éstas. En cambio, debo aceptar la galaxia real tal como la encuentro, y si quiero un cambio, tengo que moverme físicamente a través del espacio, para lo cual necesitada mucho más tiempo que para ajustar un mapa.

Y mientras Trevize hablaba, la pantalla mostró una nube de astros tan rica en estrellas individuales que parecía una ráfaga de polvo irregular.

—Ésa —dijo Trevize — es una vista de una parte de la Vía Láctea tomada desde un ángulo muy amplio y, naturalmente, yo quiero un primer plano. Si amplío el primer plano, el fondo tenderá a desvanecerse en comparación con aquél. El lugar coordenado está lo bastante cerca de Comporellon como para que yo pueda ampliarlo aproximadamente a la situación que tenía en la vista del mapa. Daré las instrucciones necesarias, si es que no me vuelvo loco antes. Ahora.

El campo de estrellas se amplió a tal velocidad que miles de ellas avanzaron desde todos los lados, dando a quienes las observaban la impresión de que se movían hacia la pantalla, de modo que los tres se echaron hacia atrás automáticamente, como respondiendo a un alud.

Y volvió la antigua imagen, no tan oscura como había estado en el mapa, pero con las seis estrellas en la misma posición que en la vista original. Y allí, cerca del centro, vieron otra estrella, que brillaba más que las otras.

—Ahí está — indicó Pelorat, en un murmullo de asombro.

—Es posible. Haré que el ordenador tome su espectro y lo analice.

—Hubo una pausa moderadamente larga, y Trevize añadió—: Clase espectral, G-4, lo cual hace que sea un poco más opaca y más pequeña que el sol de Terminus, pero bastante más brillante que el de Comporellon. Y ninguna estrella de la clase G hubiese debido omitirse en el mapa galáctico del ordenador. Como ésta sí lo fue, tenemos un sólido indicio de que puede tratarse del sol alrededor del cual gira el Mundo Prohibido.

—¿Hay alguna posibilidad de que exista un mundo habitable girando alrededor de esa estrella? —preguntó Bliss.

—Espero que sí. Y en ese caso, trataremos de encontrar los otros dos Mundos Prohibidos.

—¿Y si los otros dos fuesen falsas alarmas? — insistió Bliss.

—Entonces, probaríamos en otra dirección.

—¿Cuál?

—¡Ojalá lo supiese! —exclamó Trevize, frunciendo el ceño.

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