Tercera parte Aurora

VIII. El mundo prohibido

—Golan —dijo Pelorat—. ¿Te importa que mire?

—En absoluto, Janov —respondió Trevize.

—¿Y que te haga preguntas?

—Adelante.

—¿Qué estás haciendo?

Trevize apartó su mirada de la pantalla.

—Tengo que medir la distancia de cada astro que parece estar cerca del Mundo Prohibido en la pantalla, a fin de poder determinar lo cerca que se halla en realidad. Debemos conocer sus campos de gravitación, y para esto necesito saber masa y distancia. Sin este conocimiento, no se puede estar seguro de un Salto limpio.

—¿Cómo lo haces?

—Cada astro que veo tiene sus coordenadas en los bancos de datos del ordenador, y éstas pueden ser reconvertidas en coordenadas en el sistema comporelliano. Esto puede ser ligeramente corregido, a su vez, por la actual situación de la Far Star en el espacio en relación con el Sol de Comporellon y así me da la distancia de cada cual. Todas aquellas enanas rojas parecen encontrarse muy cerca del Mundo Prohibido en la pantalla, pero algunas pueden estar mucho más cerca y otras mucho más lejos. Necesitamos su posición tridimensional, ¿comprendes?

Pelorat asintió con la cabeza.

—¿Y ya tienes las coordenadas del Mundo Prohibido? —preguntó.

—Sí, pero con esto no basta. Necesito saber las distancias de los otros astros con el menor margen de error posible. La intensidad gravitativa en las cercanías del Mundo Prohibido es tan pequeña que un ligero error no tiene consecuencias perceptibles. El sol alrededor del cual gira, o puede girar, el Mundo Prohibido posee un campo de gravitación enormemente intenso en las proximidades del planeta y debo conocer su distancia con una exactitud tal vez mil veces mayor que en las otras estrellas. Para conseguirla, las coordenadas no bastan.

—¿Y qué haces entonces?

—Mido la separación aparente del Mundo Prohibido, o mejor dicho de su estrella, de tres estrellas próximas tan opacas que se requiere una ampliación considerable para que puedan distinguirse. Presumiblemente, estas tres están muy lejos. Entonces, mantenemos una de esas tres estrellas centrada en la pantalla y saltamos una décima de parsec en una dirección que forme ángulo recto con la línea de visión del Mundo Prohibido. Podemos hacerlo con bastante seguridad aunque desconozcamos las distancias de estrellas relativamente lejanas.

La estrella de referencia, que está centrada, seguirá estándolo después del Salto. Las otras dos estrellas oscuras no cambian sensiblemente sus posiciones, si las tres son realmente muy lejanas. En cambio, el Mundo Prohibido se halla lo bastante cerca como para cambiar su posición aparente en una desviación paraláctica. Partiendo de la importancia de esta desviación, podemos determinar su distancia. Si quiero estar más seguro, elijo otras tres estrellas y pruebo otra vez.

—¿Cuánto tiempo se necesita para todo esto? —preguntó Pelorat.

—No mucho. El ordenador realiza el trabajo difícil. Yo sólo le digo lo que debe hacer. Lo que sí requiere tiempo es que tengo que estudiar los resultados para asegurarme de que parecen ser los correctos y de que en mis instrucciones no ha habido ningún fallo. Si yo fuese uno de esos hombres temerarios que confían plenamente en ellos mismos y en el ordenador, todo podría llevarse a cabo en pocos minutos.

—Es realmente asombroso —dijo Pelorat—. ¡Pensar en lo mucho que el ordenador hace por nosotros!

—Yo lo pienso continuamente.

—¿Qué podrías hacer sin él?

—¿Y qué podría hacer sin una nave gravítica? ¿ Qué podría hacer sin mi adiestramiento astronáutico? ¿Qué podría hacer sin veinte mil años de tecnología hiperespacial detrás de mí? El hecho es que yo soy yo, aquí, ahora. Imaginemos que podremos proyectamos otros veinte mil años en el futuro. ¿Qué maravillas tecnológicas nos esperaran? ¿O no podría ser que, dentro de veinte mil años, la Humanidad no existiera ya?

—No lo creo —dijo Pelorat—. No creo que hubiese dejado de existir.

Aunque no nos convirtiésemos en parte de Galaxia, tendríamos la psicohistoria para guiamos.

Trevize se volvió en su sillón, retirando las manos del tablero.

—Calculemos las distancias —dijo — y comprobemos los resultados varias veces. No tenemos prisa. — Después, miró a Pelorat con curiosidad y dijo—: ¡La psicohistoria! Mira, Janov, este tema salió a relucir dos veces en Comporellon, y, en ambos, fue calificado de superstición.

Yo lo dije la primera vez, y, después, Deniador lo repitió también. A fin de cuentas, ¿cómo puedes definir la psicohistoria sino como una superstición de la Fundación? ¿No es una creencia sin pruebas o evidencia? ¿Qué opinas tú, Janov? Esto corresponde más a tu campo que al mío.

—¿Por qué dices que no hay pruebas, Golan? —preguntó Pelorat—. El simulacro de Hari Seldon ha aparecido muchas veces en la Bóveda del Tiempo y presentó hechos que se cumplieron después. Él no podía saber, en su tiempo, que esos acontecimientos iban a transcurrir si no hubiese podido predecirlo por medio de la psicohistoria.

Trevize asintió con la cabeza.

—Eso suena imponente. Se equivocó en lo del Mulo, pero aun así, resulta imponente. Sin embargo, huele desagradablemente a magia. Cualquier prestidigitador puede hacer trucos.

—Ningún prestidigitador es capaz de predecir cosas que sucederán al cabo de varios siglos, en el futuro.

—Ningún prestidigitador podría realizar, de verdad, lo que simula.

—Vamos, Golan. Soy incapaz de imaginar algún truco que me permita predecir lo que sucederá dentro de cinco siglos.

—Ni se te ocurre ninguno que le sirva a un prestidigitador para leer el contenido de un mensaje oculto en un satélite no tripulado en órbita. Y, sin embargo, yo he visto hacerlo a un prestidigitador. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que la Cápsula del Tiempo, junto con el simulacro de Hari Seldon, puede haber sido montada por el Gobierno?

Pelorat pareció indignarse ante tal idea.

—Nunca harían una cosa así.

Trevize lanzó un gruñido burlón.

—Y serían descubiertos si lo intentasen —dijo Pelorat.

—No estoy tan seguro de esto. Pero la cuestión es que no sabemos en absoluto cómo funciona la psicohistoria.

—Yo desconozco cómo funciona este ordenador, pero sí sé que funciona.

—Porque otros saben cómo funciona. ¿Qué pasaría si nadie lo supiese? Pues que si, por algún motivo, dejase de funcionar, nada podríamos hacer para repararlo. Y si a la psicohistoria le ocurriese eso…

—Los de la Segunda Fundación conocen el funcionamiento de la psicohistoria.

—¿Cómo lo sabes, Janov?

—Es lo que se dice.

—Se puede decir cualquier cosa… ¡Ah! Ya tenemos la distancia de la estrella del Mundo Prohibido y, espero, con mucha exactitud. Estudiemos las cifras.

Las contempló fijamente durante un buen rato, moviendo los labios de vez en cuando, como si estuviese haciendo algún cálculo mental.

—¿Qué está haciendo Bliss? —preguntó por último sin levantar la vista.

—Está durmiendo, viejo amigo —respondió Pelorat. Y después, como defendiéndola—: Necesita dormir, Golan. Para mantenerse como parte de Gaia en el hiperespacio tiene que consumir energía.

—Supongo que sí —dijo Trevize, y volvió a su ordenador. Colocó las manos sobre el tablero—. Daremos varios Saltos y comprobaremos las cifras cada vez. — Entonces, murmuró, retiró las manos de nuevo—: Hablo en serio, Janov. ¿Qué sabes tú acerca de la psicohistoria?

Pelorat pareció sorprendido.

—Nada. Ser historiador, como yo lo soy, en cierta manera, es muy diferente de ser psicohistoriador. Desde luego, conozco las dos premisas fundamentales de la psicohistoria, pero eso lo sabe todo el mundo.

—Incluso yo. La primera es que el número de seres humanos involucrados debe ser lo bastante grande para dar validez al tratamiento estadístico. Pero, ¿qué es «lo bastante grande»?

—El último cálculo de la población galáctica —dijo Pelorat — está cifrada en diez mil billones aproximadamente, y es probable que peque por defecto. Desde luego, se trata de una cifra bastante grande.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la psicohistoria funciona, Golan. Por mucho que apeles a la lógica, funciona.

—Y la segunda — continuó enumerando Trevize — es que los seres humanos ignoren la psicohistoria, para que el conocimiento de la misma no altere sus reacciones. Pero ellos están enterados de la psicohistoria.

—De su mera existencia nada más, viejo. Y eso no es lo que cuenta. La segunda premisa indica que los seres humanos no deben conocer las predicciones de la psicohistoria, y así es…, salvo que los de la Segunda Fundación las conociesen; pero éstos son casos especiales.

—¿Y se ha desarrollado la ciencia de la psicohistoria sólo a base de estas dos exigencias? Resulta difícil de creer.

—No sólo a base de ellas —dijo Pelorat—. Hay que contar también con las matemáticas avanzadas y los métodos estadísticos perfeccionados. Se dice, sí quieres conocer la tradición, que Hari Seldon inventó la psicohistoria tomando como modelo la teoría cinética de los gases.

Cada átomo o molécula de un gas se mueve al azar, de manera que no podemos saber la posición ni la velocidad de ninguno de ellos. Sin embargo, empleando la estadística, podemos deducir, con gran precisión, las reglas que rigen su comportamiento conjunto. De la misma manera, Seldon pretendió deducir el comportamiento conjunto de las sociedades humanas, aunque sus deducciones no podrían aplicarse al comportamiento de los seres humanos individuales.

—Quizá, pero los seres humanos no son átomos.

—Cierto —dijo Pelorat—. El ser humano tiene conciencia y su comportamiento es lo bastante complicado como para hacer que parezca dotado de libre albedrío. En cuanto a la forma en que Seldon desarrolló todo esto, no tengo la menor idea, y estoy seguro de que no lo comprendería si alguien que lo supiese tratase de explicármelo… Pero lo hizo.

—Así, todo depende de tratar con personas que sean tan numerosas como ignorantes —dijo Trevize—. ¿No te parecen unos cimientos muy poco seguros para edificar una enorme estructura matemática sobre ellos? Si aquellas exigencias no se cumplen en realidad, todo se derrumba.

—Pero si el Plan no se ha derrumbado…

—O si las exigencias no son exactamente falsas o inadecuadas, sino simplemente más flojas de lo que debieran ser, la psicohistoria podría funcionar bien durante siglos, y, entonces, al producirse alguna crisis particular, se derrumbaría, como le ocurrió temporalmente en los tiempos del Mulo. ¿Y si hubiese una tercera premisa?

—¿Cuál? —preguntó Pelorat, frunciendo ligeramente el ceño.

—No lo sé —dijo Trevize—. Un argumento puede parecer completamente lógico y elegante y contener, sin embargo, suposiciones no expresadas. Tal vez la tercera premisa es una suposición tan dada por sabida que a nadie se le ha ocurrido mencionarla nunca.

—Una suposición tan dada por sabida resulta, por lo general, bastante válida, o no seria considerada como tal.

—Si conocieses la Historia científica tan bien como la tradicional, Janov — gruñó Trevize—, sabrías lo equivocado que estás en esto. Pero veo que ahora nos hallamos en las cercanías del sol del Mundo Prohibido.

Y era cierto. Centrado en la pantalla, se veía una estrella brillante, tan brillante que su luz inundó la pantalla de tal forma que todas las demás estrellas desaparecieron.

Los artículos para el aseo y la higiene personales eran sólidos a bordo de la Far Star, y el empleo del agua se reducía siempre al mínimo razonable para no recargar las operaciones de reciclaje. Trevize se lo había recordado seriamente a Pelorat y a Bliss.

Aun así, Bliss presentaba un aspecto pulcro en todo instante, con sus negros y largos cabellos siempre lustrosos, y sus uñas, brillantes.

—¡conque estáis aquí! —dijo cuando entraba en la cabina-piloto.

Trevize levantó la cabeza.

—No debes sorprenderte —dijo—. Difícilmente habríamos podido abandonar la nave, y con treinta segundos de búsqueda habrías tenido bastante para descubrirnos dentro, aunque no pudieses detectar nuestra presencia con tu mente.

—La frase fue una forma de saludo como otra cualquiera —dijo Bliss — que, como sabéis, no debía tomarse al pie de la letra. ¿Dónde estamos? Y no me digáis «En la cabina-piloto».

—Querida Bliss —repuso Pelorat extendiendo un brazo—, nos encontramos en las regiones exteriores del sistema planetario del más próximo de los tres Mundos Prohibidos.

Ella se colocó a su lado y apoyó ligeramente una mano en su hombro, mientras él le rodeaba la cintura con un brazo. Bliss dijo:

—No puede ser muy Prohibido. Nada nos ha detenido.

—Sólo es Prohibido porque Comporellon y los otros mundos de la segunda ola de colonización rompieron, de forma voluntaria, todo lazo con los mundos de la primera ola, los Espaciales —dijo Trevize—. Si nosotros no nos sentimos ligados por aquel acuerdo voluntario, ¿qué puede detenernos?

—Los Espaciales, si es que queda alguno, pudieron romper, también voluntariamente, los lazos que los unían con los mundos de la segunda ola. El hecho de que a nosotros no nos importe introducirnos entre ellos no significa que a ellos tampoco les importe.

—Cierto —dijo Trevize—, si es que existen. Pero, hasta ahora, no sabemos si hay algún planeta en el que puedan vivir. Lo único que vemos son los acostumbrados gigantes gaseosos. Dos de ellos, y no particularmente grandes.

—Esto no quiere decir que no exista el mundo Espacial. Cualquier planeta habitable estaría mucho más cerca del sol y sería mucho más pequeño y difícil de detectar a esta distancia entre el resplandor solar. Tendremos que hacer un Microsalto hacia el interior para detectar ese planeta.

Parecía bastante satisfecho de hablar como un curtido viajero del espacio.

—Si es así —dijo Bliss—, ¿por qué no nos acercamos más?

—Todavía no —repuso Trevize—. Estoy haciendo que el ordenador compruebe a la mayor distancia posible si hay alguna señal de estructura artificial. Avanzaremos por etapas, una docena si es necesario, y haremos una comprobación en cada una de ellas. No quiero ser atrapado esta vez como lo fuimos la primera que nos acercamos a Gaia. ¿Te acuerdas, Janov?

—No seria malo para nosotros caer en trampas como aquélla todos los días. La de Gaia me trajo a Bliss —dijo Pelorat, mirándola con cariño.

—¿Esperas, Janov, que te tratan cada día una nueva Bliss? — rió Trevize.

Pelorat pareció dolido.

—Mi buen amigo, o como quiera que Pel te llame —dijo Bliss, con un deje de irritación—, podrías avanzar con más rapidez. Mientras yo esté contigo, no te atraparán.

—¿El poder de Gaia?

—Por supuesto, para detectar la presencia de otras mentes.

—¿Estás segura de que eres lo bastante fuerte, Bliss? Tengo entendido que debes dormir bastante para recobrar la energía que gastas manteniendo el contacto con el cuerpo principal de Gaia. ¿Hasta dónde puedo confiar en tu capacidad acaso limitada, a esta distancia de la fuente de origen?

Bliss enrojeció.

—La fuerza de la conexión es grande.

—No te ofendas — pidió Trevize—. Sólo te he preguntado. ¿No consideras un inconveniente el ser Gaia? Yo no soy Gaia. Soy un individuo cabal e independiente. Esto significa que puedo alejarme cuanto quiera de mi mundo y de mi gente, y seguir siendo Golan Trevize. Sigo teniendo mis poderes, tal como son, y seguiré con ellos dondequiera que vaya.

Aunque me encontrase solo tú el espacio, a pársecs de distancia de cualquier ser humano, y, por no importa qué razón, fuese incapaz de comunicar con alguien de alguna forma, o incluso de ver el brillo de una sola estrella en el cielo, sería y seguiría siendo Golan Trevize. Tal vez no pudiese sobrevivir, tal vez tuviese que morir, pero moriría siendo Golan Trevize.

—Solo en el espacio y lejos de todos —dijo Bliss—, no podrías pedir ayuda a tus compañeros, ni ampararte en su talento y sus diversos conocimientos. Solo, como individuo aislado, serías mucho más incapaz que formando parte de una sociedad integrada. Lo sabes muy bien.

—Sin embargo —repuso Trevize—, mi incapacidad sería distinta de la tuya Entre tú y Gaia existe un lazo mucho más fuerte que el que hay entre mi sociedad y yo, y ese lazo tuyo se estira a través del hiperespacio y requiere energía para su mantenimiento, de manera que puedes jadear mentalmente con el esfuerzo y sentir más que yo la disminución de tu entidad.

El semblante de Bliss se endureció y, por un momento, no pareció joven o, mejor, pareció no tener edad, ser más Gaia que Bliss, como para refutar el argumento de Trevize.

—Aunque todo fuese como tú dices, Golan Trevize (que es, fue y será, que tal vez no puede ser menos, pero que, ciertamente, no puede ser más), aunque todo fuese como tú dices, repito, ¿crees que no hay que pagar un precio por lo que has ganado? ¿No es mejor ser una criatura de sangre caliente, como tú, que una criatura de sangre fría, como un pez o algo por el estilo?

—Las tortugas son de sangre fría —dijo Pelorat—. En Terminus no las hay, pero en otros mundos, sí. Son unas criaturas acorazadas, de movimientos muy lentos pero de gran longevidad.

—Entonces, ¿no es mejor ser una persona que una tortuga; moverse más deprisa, sea cual fuere la temperatura? ¿No es mejor tener actividades altamente energéticas, músculos rápidamente contráctiles, activas fibras nerviosas, mentalidad intensa y persistente, que tener que arrastrarse con lentitud, percibir poco a poco y poseer una conciencia confusa del medio circundante inmediato? ¿No lo es?

—De acuerdo —dijo Trevize—. Lo es. ¿Y qué?

—Bueno, ¿no sabes que hay que pagar por tener sangre caliente?

Para mantener tu temperatura por encima de la del ambiente, tienes que gastar mucha más energía que una tortuga. Debes comer casi constantemente para que puedas reponer la energía en tu cuerpo con la misma rapidez con que la gastas. Te morirías de hambre mucho antes que una tortuga. Entonces, ¿preferirías ser una tortuga y vivir más tiempo y más despacio? ¿O prefieres pagar el precio y moverte más rápido, sentir más rápido, ser un organismo pensante?

—¿Es ésta una verdadera analogía, Bliss?

—No, Trevize, pues la situación es más favorable con Gaia. Nosotros no gastamos grandes cantidades de energía cuando estamos juntos. Sólo cuando una parte de Gaia se encuentra a distancias hiperespaciales del resto, el gasto de energía se eleva. Y recuerda que no has votado simplemente por una Gaia más grande, o por un mundo individual más grande. Votaste por Galaxia, por un vasto complejo de mundos. En cualquier parte de ella, serás parte suya y estarás rodeado de cerca por partes de algo que se extiende como cada átomo interestelar hasta el agujero negro central. Entonces, se requerirán pequeñas cantidades de energía para permanecer en el conjunto. Ninguna parte se hallará a gran distancia de las otras. Tú has decidido todo esto, Trevize. ¿Cómo puedes dudar del acierto de tu elección?

Él había agachado la cabeza, en honda reflexión. Por último, la levantó.

—Puede que haya elegido bien —dijo—, pero debo convencerme de ello. La decisión que he tomado es la más importante de la historia de la Humanidad, y no es suficiente con que sea buena. Yo debo saber que lo es.

—Después de lo que te he dicho, ¿qué más necesitas?

—No lo sé, pero lo encontraré en la Tierra. —dijo esto con absoluta convicción.

—Golan —dijo Pelorat—, la estrella muestra un disco.

Era verdad. El ordenador, realizando su trabajo, y sin preocuparse en absoluto de lo que pudiese discutirse a su alrededor, se había ido acercando por etapas a la estrella hasta alcanzar la distancia que Trevize le había fijado.

Todavía estaba bastante alejada del plano planetario, y el ordenador dividió la pantalla para mostrar cada uno de los tres pequeños planetas que formaban aquél.

El más interior tenía la temperatura adecuada en su superficie para que el agua se mantuviese en estado líquido, y una atmósfera de oxígeno. Trevize esperó a que su órbita fuese calculada, y la primera estimación aproximada le pareció razonable. Dejó que el ordenador prosiguiese su tarea, pues cuanto más tiempo se observase el movimiento planetario, más exacto sería el cálculo de sus elementos orbitales.

Después dijo pausadamente:

—Tenemos a la vista un planeta habitable. Es probable que sea habitable.

—¡Oh! —exclamó Pelorat, con todo el entusiasmo que su solemne expresión le permitía.

—Sin embargo —dijo Trevize—, temo que no hay ningún satélite gigante. En realidad, no ha sido detectado ningún satélite de clase alguna hasta ahora. Por consiguiente, no es la Tierra. Al menos, si nos fundamos en la tradición.

—No te inquietes por eso, Golan —dijo Pelorat—. Sospeché que no íbamos a encontrar la Tierra aquí cuando vi que ningún gigante gaseoso tenía un sistema de anillos desacostumbrado.

—Está bien —dijo Trevize—. El primer paso que hemos de dar es averiguar qué clase de vida puede haber en él. Dado que tiene una atmósfera de oxígeno, podemos estar completamente seguros de que hay vida vegetal, pero,…

—Y también animal — le interrumpió Bliss bruscamente—. Y en cantidad.

—¿Qué? —dijo Trevize, volviéndose a ella.

—Puedo sentirlo. Como algo muy débil debido a esta distancia. Pero resulta indiscutible el hecho de que ese planeta no sólo es habitable, sino que está habitado.

La Far Star se hallaba en órbita polar alrededor del Mundo Prohibido, a una distancia lo bastante grande para que el período orbital durase poco más de seis días. Al parecer, Trevize no tenía prisa en abandonar aquella órbita.

—Ya que en el planeta hay seres vivos — explicó — y ya que, según Deniador, antaño estuvo habitado por humanos tecnológicamente avanzados y que representan una primera ola de colonizadores, los llamados Espaciales, pueden seguir siendo tecnológicamente avanzados y sentir muy poca simpatía por nosotros, los de la segunda ola que les sustituyó.

Me gustaría que se mostrasen, para saber un poco más de ellos antes de arriesgarnos a un aterrizaje.

—Puede que no hayan advertido nuestra presencia aquí —dijo Pelorat.

—Nosotros lo sabríamos, si estuviésemos en su lugar. Presumo pues que, si existen, es probable que traten de establecer contacto con nosotros. Incluso que quieran venir a apresarnos.

—Pero si nos dan caza y son tecnológicamente avanzados, podemos ser incapaces de…

—No lo creo —dijo Trevize—. El progreso tecnológico no lo comprende necesariamente todo. Puede ser que se encuentren mucho más adelantados que nosotros en algunos aspectos, pero resulta claro que no llevan a cabo viajes interestelares. Somos nosotros, no ellos, quienes hemos colonizado la galaxia, y no he visto, en toda la historia del Imperio, algo que indique que hayan salido de sus mundos manifestándose. Si no han viajado por el espacio, ¿cómo podemos suponer que han conseguido serios progresos en astronáutica? Y si no los han hecho, es imposible que tengan algo parecido a una nave gravítica. Podemos ir prácticamente desarmados, pero aunque nos persiguiesen con un acorazado, no podrían alcanzarnos. No, no estamos indefensos.

—Pueden haber progresado mentalmente. Podría ser que el Mulo fuese un Espacial…

Trevize se encogió de hombros, con clara irritación.

—El Mulo puede ser cualquier cosa. Los gaianos lo describieron como un gaiano aberrante. También es considerado como un mutante ocasional.

—También se ha especulado —dijo Pelorat—, aunque desde luego no debe tomarse en serio, con que era un artefacto mecánico. Dicho en otras palabras, un robot, mas no se empleaba este término.

—Si hay algo que parezca mentalmente peligroso, tendremos que confiar en que Bliss lo neutralice. Puede hacerlo… A propósito, ¿está durmiendo?

—Antes, un rato —dijo Pelorat—, pero se estaba levantando cuando vine aquí.

—Levantándose, ¿eh? Bueno, tendrá que estar completamente despierta si empieza a ocurrir algo. Cuida tú de esto, Janov.

—Sí, Golan —dijo Pelorat sencillamente.

Trevize volvió su atención al ordenador.

—Hay algo que me preocupa mucho: las estaciones de entrada. Generalmente, son señal segura de que un planeta está habitado por seres humanos poseedores de una elevada tecnología. Pero éstas…

—¿Qué tienen de extraño?

—Varias cosas. En primer lugar, son muy antiguas. Pueden tener miles de años. En segundo lugar, no hay radiaciones, salvo termales.

—¿Qué son termales?

La radiación termal es emitida por cualquier objeto más caliente que lo que le rodea. Es una sintonía conocida y consiste en una ancha franja de radiación que sigue una pauta fija dependiente de la temperatura. Eso es lo que están radiando las estaciones de entrada. Si hay aparatos fabricados por humanos en funcionamiento a bordo de las estaciones, tiene que filtrarse alguna radiación no termal, no casual. Como sólo existen radiaciones termales, podemos presumir que las estaciones están vacías, tal vez desde hace miles de años, o bien que, si están ocupadas, será por gente con una tecnología tan avanzada en este sentido que no hay filtraciones de radiación.

—Tal vez —dijo Pelorat — el planeta tenga una civilización muy alta, pero las estaciones de entrada se hallan vacías porque los colonizadores hemos dejado al planeta en paz durante tanto tiempo que ya no temen que los visitemos.

—Quizá sí. O tal vez se trate de una trampa.

Bliss entró en ese momento, y Trevize, que la vio por el rabillo del ojo, dijo bruscamente:

—Sí, aquí estamos.

—Ya lo veo —repuso ella—, y sin cambiar de órbita. Me he dado cuenta.

—Golan toma precauciones, querida — se apresuró a explicar Pelorat—. Las estaciones de entrada parecen abandonadas y no estamos seguros de lo que eso puede significar.

—No tenéis de qué preocuparos —dijo Bliss, con indiferencia—. No hay señales detectables de vida inteligente en el planeta que estamos sobrevolando.

Trevize le dirigió una mirada de asombro.

—¿Qué estás diciendo? Antes…

—Antes dije que había vida animal en el planeta, y la hay, pero, ¿en qué lugar de la galaxia te enseñaron que la vida animal implica necesariamente vida humana?

—¿Por qué no dijiste eso cuando detectamos vida animal por primera vez?

—Porque a aquella distancia, me resultaba imposible saberlo. Apenas podía detectar el rumor inconfundible de la actividad animal, pero su intensidad era tan débil que no habría podido distinguir una mariposa de un ser humano.

—¿Y ahora?

—Ahora estamos mucho más cerca, y aunque quizás imaginasteis que dormía, no era así…, o al menos, dormí muy poco. Estuve escuchando, a pesar de que esta palabra no sea la apropiada, con toda la atención posible, por si podía captar alguna señal de actividad mental lo bastante compleja para indicar la presencia de seres inteligentes.

—¿Y no captaste ninguna?

—Supongo —repuso Bliss, con súbita prudencia — que, si no detecto nada a esta distancia, es imposible que haya más de unos pocos cientos de seres humanos en el planeta. Si nos acercamos un poco, podré juzgarlo con más exactitud.

—Bueno, esto cambia las cosas —dijo Trevize, un poco confuso.

—Creo que sí — admitió Bliss, que parecía claramente soñolienta y, por ende, irritable—. Puedes olvidarte de analizar la radiación, y de inferir, y deducir, y de todo lo demás que has estado haciendo. Mis sentidos gaianos funcionan con mucha más eficacia y seguridad. Tal vez ahora comprendas lo que quiero decir cuando afirmo que es mejor ser gaiano que Aislado.

Trevize esperó antes de responder, esforzándose visiblemente en dominar su mal humor. Cuando habló, lo hizo en un tono cortés y casi formal:

—Te agradezco la información. Sin embargo, debes comprender, para usar una analogía, que la idea de mejorar mi sentido del olfato sería motivo insuficiente para que me decidiese a abandonar mi condición humana y convertirme en un sabueso.

Ahora, pudieron ver el Mundo Prohibido, cuando pasaron por debajo de la capa de nubes y comenzaron a navegar en la atmósfera. Parecía curiosamente apolillado.

Las regiones polares estaban heladas, como cabría esperar, pero no eran extensas. Las partes montañosas aparecían áridas, con ocasionales glaciares, pero tampoco de gran extensión. Eran pequeñas zonas desiertas muy desparramadas.

Aparte de eso, el planeta se veía, en potencia, hermoso. Sus zonas continentales eran muy grandes, pero sinuosas, de manera que había largas playas y ricas llanuras costeras muy extensas; frondosos bosques tropicales y también los propios de los climas templados, todos ellos bordeados de prados, y, sin embargo, el aspecto apolillado de su naturaleza resultaba evidente.

Desperdigados entre los bosques había sectores casi áridos, y partes de los prados eran poco herbosas.

—¿Alguna plaga vegetal? — se preguntó, extrañado, Pelorat.

—No —respondió Bliss pausadamente—. Algo peor que eso, y más permanente.

—Yo he visto muchos planetas — comento Trevize—, pero ninguno como éste.

—Yo, sin embargo, muy pocos —dijo Bliss—, pero comparto los pensamientos de Gaia y sé que esto es lo que cabe esperar de un mundo en el que la Humanidad ha desaparecido.

—¿Por qué? —preguntó Trevize.

—Piénsalo —respondió Bliss con aspereza—. Ningún mundo habitado disfruta un verdadero equilibrio ecológico. La Tierra tiene que haberlo tenido en su origen, pues si fue el mundo en que la Humanidad evolucionó, tuvo que haber largos períodos en los que ésta no existió ni tampoco especie alguna capaz de desarrollar una tecnología avanzada y de modificar el medio ambiente. En tal caso, debió imperar un equilibrio natural y, desde luego, cambiante. Sin embargo, en todos los otros mundos habitados, los seres humanos han transformado cuidadosamente sus nuevos medios y establecido vida vegetal y animal, pero el sistema ecológico que introducen está expuesto al desequilibrio, ya que sólo posee un número limitado de especies, únicamente aquellas que los seres humanos desean, o que no pueden dejar de…

—¿Sabes lo que me recuerda esto? —dijo Pelorat—. Perdona la interrupción, Bliss, pero esto viene tan al caso que no puedo resistir la tentación de comentártelo antes de que se me olvide. Existe un antiguo mito sobre la creación, un mito según el cual la vida fue creada en un planeta y sólo la tuvieron un número limitado de especies, las útiles o agradables para la Humanidad. Entonces, los primeros seres humanos hicieron alguna tontería (no importa lo que fuese, viejo amigo, porque los antiguos mitos suelen ser simbólicos e inducen a confusión si se interpretan literalmente) y el suelo del planeta fue maldito. «También te dará cardos y espinas» fue la maldición, aunque el pasaje suena mejor en el galáctico arcaico en que fue escrito. Pero la cuestión estriba en si se trató realmente de una maldición. Plantas que no les gustan a los seres humanos y son rechazadas por éstos, como las espinas y los cardos, pueden convertirse en necesarias para el equilibrio ecológico.

Bliss sonrió.

—Es sorprendente, Pel, que todo te recuerde alguna leyenda, y lo instructivas que éstas resultan a veces. Los seres humanos, al reformar un mundo, eliminan las espinas y los cardos, sean éstos lo que fueren, y entonces tienen que trabajar para que el mundo funcione. No se trata de un organismo que se mantiene por sí mismo, como Gaia. Más bien, es una agrupación heterogénea de Aislados, pero no lo bastante heterogénea para que el equilibrio ecológico se mantenga por tiempo indefinido. Si la Humanidad desaparece, el sistema ecológico del mundo, al carecer de unas manos que lo guíen, empieza inevitablemente a desintegrarse de forma inevitable. El planeta se autorreforma.

—Si ocurre algo así, no sucede rápidamente —dijo Trevize, escéptico—. Este planeta puede haber estado libre de seres humanos desde hace veinte mil años, pero, sin embargo, la mayor parte de él parece estar todavía en plena actividad.

—Eso depende, en primer lugar, de cómo fue establecido en su día el equilibrio ecológico —repuso Bliss—. Si empezó bien, puede durar mucho tiempo aunque no haya seres humanos. A fin de cuentas, veinte mil años, a pesar de ser un período muy largo desde el punto de vista humano, es breve comparado con el tiempo de vida de un planeta.

—Supongo que, si el planeta ha degenerado, podemos estar seguros de que no hay seres humanos —dijo Pelorat mientras observaba la vista planetaria con suma atención.

—Sigo sin detectar actividad mental a ese nivel —repuso Bliss—, por lo que también presumo que no los hay. En cambio, existe el continuo zumbido de grados más bajos de conciencia, pero lo bastante altos para corresponder a aves y mamíferos. A pesar de todo, no estoy segura de que estos indicios basten para demostrar que los seres humanos han desaparecido por completo. Un planeta puede deteriorarse, aunque existan seres humanos en él, si la sociedad es anormal y no comprende la importancia de preservar el medio ambiente.

—Semejante sociedad sería destruida rápidamente — adujo Pelorat—. Me parece imposible que los seres humanos no comprendan la importancia de conservar los factores que los mantienen vivos.

—Yo no tengo tanta fe en la razón humana, Pel —dijo Bliss—. Creo perfectamente concebible que, cuando una sociedad planetaria está compuesta por Aislados nada más, las preocupaciones locales, e incluso individuales, pueden prevalecer fácilmente sobre los intereses planetarios.

—A mí me parece tan inconcebible como a Pelorat — intervino Trevize—. En realidad, dado que existen millones de planetas habitados por el hombre y ninguno de ellos se ha deteriorado por completo, el miedo que te produce el aislacionismo puede ser exagerado, Bliss.

La nave pasó del hemisferio iluminado al oscuro. El efecto fue el correspondiente a un rápido crepúsculo seguido de una oscuridad total, salvo por la luz de las estrellas cuando el cielo está despejado. La nave mantuvo su altitud teniendo minuciosamente en cuenta la presión atmosférica y la intensidad de la gravitación. Aquella altura era demasiado grande para tropezar con algún macizo montañoso elevado, pues el planeta pasaba por una fase en que no se habían producido surgimientos de montañas recientemente. Sin embargo, el ordenador tanteaba la ruta con sus dedos de microondas, por si acaso.

Trevize contempló la aterciopelada noche y dijo reflexivamente:

—Me parece que la prueba más convincente de que el planeta está deshabitado es la ausencia de toda luz visible en el lado oscuro. Ninguna sociedad tecnológica soportaría esa oscuridad. En cuanto volvamos al hemisferio iluminado, descenderemos más.

—¿Qué ganaremos con eso? —preguntó Pelorat—. Ahí abajo no hay nada.

—¿Quién ha dicho que no hay nada?

—Bliss. Y tú también.

—No, Janov. Yo he dicho que no hay radiación de origen tecnológico y Bliss nos ha informado de que no hay señales de actividad mental humana; pero eso no significa que no haya nada. Aunque no haya seres humanos en el planeta, seguro que habrá vestigios de alguna clase.

Busco información, Janov, y los restos de una tecnología pueden serme útiles.

—¿Después de veinte mil años? — Pelorat elevó el tono de su voz—. ¿Qué crees que puede conservarse después de veinte mil años? No habrá películas, ni documentos, ni papeles impresos; el metal se habrá oxidado, la madera podrido y el plástico granulado. Incluso las piedras se habrán erosionado y deshecho.

—Tal vez no sean veinte mil años —dijo pacientemente Trevize—. Mencioné ese tiempo como el periodo más largo en que puede haber estado deshabitado el planeta, pues, según la leyenda comporelliana, este mundo floreció en aquel tiempo. Pero supongamos que los últimos seres humanos murieron o desaparecieron o huyeron de aquí hace mil años.

Llegaron al otro extremo del hemisferio oscuro y amaneció y brilló el sol casi de forma instantánea.

La Far Star descendió y redujo su marcha hasta que los detalles de la superficie del planeta resultaron claramente visibles. Ahora aparecieron con toda claridad las pequeñas islas que salpicaban las costas continentales. La mayor parte de ellas estaban cubiertas de verde vegetación.

—Me parece que tendríamos que estudiar las zonas deterioradas en particular. Yo diría que los lugares en que hubo más concentración de seres humanos tuvieron que ser aquellos de peor equilibrio ecológico. Esas zonas podrían ser el núcleo del creciente deterioro. ¿Qué dices tú, Bliss?

—Es posible. En todo caso, a falta de un conocimiento definido, podemos muy bien observar los lugares donde la visibilidad es más fácil. Los herbazales y los bosques habrán hecho desaparecer casi todos los vestigios de habitación humana; por consiguiente, buscar en ellos podría convertirse en una pérdida de tiempo.

—Pienso que un mundo podría establecer un equilibrio eventual con lo que tiene —dijo Pelorat—, haciendo que nuevas especies evolucionaran. Y las zonas malas podrían colonizarse de nuevo sobre otra base.

—Es posible, Pel —dijo Bliss—. Esto dependería, en primer lugar, de lo desequilibrado que el mundo estuviese; y para que un planeta cicatrice de sus heridas y consiga un nuevo equilibrio a través de la evolución, serían necesarios más de veinte mil años. Se necesitarían millones.

La Far Star no giraba ya alrededor del planeta. Volaba lentamente sobre una franja de quinientos kilómetros de anchura de brezos y aulagas, con ocasionales arboledas.

—¿Qué os parece eso? —preguntó Trevize de pronto, señalando con el dedo.

La nave se detuvo y quedó flotando, inmóvil, en el aire. Se oyó un grave pero continuo zumbido al acelerarse los motores gravíticos para neutralizar el campo de gravitación del planeta casi por entero.

No había mucho que ver en el lugar que Trevize señalaba. Unos montículos de tierra y hierba dispersa era cuanto había.

—Yo no veo nada de particular — observó Pelorat.

—Allí hay algo ordenado en líneas rectas. Unas líneas paralelas, y pueden distinguirse otras más débiles que forman ángulo recto con aquéllas. ¿Lo veis? ¿Lo veis? Eso no puede darse en ninguna formación natural. Es arquitectura humana, restos de cimientos y paredes tan claros como si éstas se encontrasen todavía en pie.

—Supongamos que sea así —dijo Pelorat—. No son más que ruinas. Si queremos llevar a cabo una investigación arqueológica, tendremos que cavar y excavar. Los profesionales tardarían años en hacerlo como es debido.

—Sí, pero nosotros no tenemos tiempo de hacerlo como es debido. Eso puede ser el débil perfil de una antigua ciudad, y tal vez quede algo de ella en pie. Sigamos aquellas líneas y veamos a dónde nos conducen.

Cerca de uno de los bordes de la zona, en un lugar donde los árboles eran un poco más espesos, vieron unas paredes que aún se sostenían en pie…, al menos en parte.

—No está mal para empezar —dijo Trevize—. Aterrizaremos aquí.

IX. Enfrentamiento con la manada

La Far Star aterrizó al pie de una pequeña elevación, una colina en el terreno, generalmente llano. Casi sin pensarlo, Trevize había dado por supuesto que era mejor que la nave no resultase visible desde varios kilómetros a la redonda.

—La temperatura exterior es de 24 grados centígrados —dijo—; la velocidad del viento, de unos once kilómetros por hora, y soplando desde el Oeste; y el cielo está nublado en parte. El ordenador no sabe lo suficiente sobre la circulación del aire para poder predecir el tiempo. Sin embargo, como la humedad es de un cuarenta por ciento aproximadamente, parece que no va a llover. En conjunto, creo que hemos elegido una latitud o una estación del año muy agradable, lo cual es una satisfacción después del frío que pasamos en Comporellon.

—Supongo —dijo Pelorat—, que a medida que el planeta se vaya reformando, el tiempo se hará más crudo.

—Estoy segura de ello — ratificó Bliss.

—Podéis estar tan seguros como queráis —exclamó Trevize—. Se necesitarán miles de años para eso. Ahora todavía es un planeta agradable y seguirá así mientras nosotros vivamos y mucho tiempo después.

Se estaba ciñendo un ancho cinturón mientras hablaban, y Bliss dijo vivamente:

—¿Qué es eso, Trevize?

—Algo que me enseñaron en la Rota —dijo Trevize—. No voy a entrar desarmado en un mundo desconocido.

—¿De verdad piensas llevar armas?

—Desde luego. A mi derecha — y dio una palmada en una funda que contenía una pesada arma de grueso cañón — llevo mi blaster, y a mi izquierda, mi látigo neurónico.

Este último era un arma más pequeña, de cañón delgado y sin abertura.

—Dos variedades de asesinato —dijo Bliss con disgusto.

—Sólo una. El blaster mata. El látigo neurónico, no, Sólo estimula los nervios y duele tanto que, según me han dicho, uno preferiría estar muerto. Por fortuna, nunca he sufrido sus efectos.

—¿Por qué los llevas?

—Ya te lo he dicho. Éste es un mundo hostil.

—Es un mundo vacío, Trevize.

—¿Seguro? Al parecer, no hay sociedad tecnológica, pero, ¿y si hubiese primitivos postecnológicos? Lo peor que pueden poseer son cachiporras o piedras, pero también éstas pueden matar.

Bliss estaba furiosa, pero bajó la voz para mostrarse razonable.

—No detecto ninguna actividad neurónica humana, Trevize. Eso elimina a los primitivos de cualquier tipo, postecnológicos o lo que sean.

—Entonces, no necesitaré hacer uso de mis armas —dijo Trevize—. Sin embargo, ¿qué hay de malo en llevarlas? Sólo aumentarán mi peso un poco, pero como la fuerza de la gravedad en la superficie es un noventa y uno por ciento de la de Terminus, no lo notaré. Escucha, la nave está desarmada como tal, pero tiene una cantidad razonable de armas cortas. Sugiero que también vosotros dos…

—No —dijo Bliss inmediatamente—. No haré nada que pueda inducir a matar,…, o incluso a infligir dolor.

—No es cuestión de matar, sino de evitar que nos maten, Si es que entiendes lo que quiero decir…

—Yo puedo protegerme a mi manera.

—¿Janov?

—En Comporellon no llevamos armas —dijo Pelorat.

—Vamos, Janov, aquél era un factor conocido, un mundo asociado a la Fundación. Además, nos detuvieron nada más llegar. Si hubiésemos llevado armas, nos las habrían quitado. ¿Quieres un blaster?

Pelorat sacudió la cabeza.

—Nunca he estado en la Flota, viejo amigo. No sabría cómo emplear esas armas y, en caso de emergencia, no reaccionaria a tiempo. Sólo echaría a correr…, y me matarían.

—No te matarán, Pel —dijo Bliss con energía—. Gaia te tiene bajo «mi-nuestra-su» protección, y también a ese engreído héroe naval.

—Bien —repuso Trevize—. No me opongo a que me protejan, pero no soy engreído. Sólo estoy tomando precauciones, y si nunca tengo que valerme de estas cosas, te prometo que me sentiré doblemente satisfecho. Sin embargo, debo llevarlas. — Acarició las dos armas y añadió—: Ahora, salgamos a ese mundo que tal vez no ha sentido el peso de seres humanos sobre su superficie desde hace miles de años.

—Tengo la impresión de que debe ser bastante tarde —dijo Pelorat—, pero la altura del sol indica que falta poco para el mediodía.

—Supongo que tu impresión se debe al color anaranjado del sol, que parece propio del ocaso — observó Trevize, contemplando el tranquilo panorama—. Si estamos todavía aquí cuando se ponga, y si las formaciones nubosas son las adecuadas, veremos un rojo más fuerte de lo acostumbrado. No sé si lo encontraréis hermoso o deprimente. A propósito, tal vez era aún más fuerte en Comporellon, pero allí casi siempre estuvimos dentro de casa.

Se volvió despacio, observando los alrededores en todas direcciones.

Además de la rareza casi fantástica de la luz, el olor característico de aquel mundo…, o de aquella parte de él, flotaba en el aire. Parecía moho, pero no resultaba desagradable en modo alguno.

Los árboles próximos eran de mediana altura y parecían viejos, de corteza nudosa y con los troncos un poco oblicuos, aunque él no habría sabido decir si aquello se debía al viento dominante o a alguna anomalía del suelo. ¿Eran los árboles los que daban un ambiente amenazador a aquel mundo, o era otra cosa…, algo más inmaterial?

—¿En qué piensas, Trevize? —preguntó Bliss—. Supongo que no habrás realizado un viaje tan largo para gozar de esta vista.

—En realidad, tal vez debiera hacer eso ahora —dijo Trevize—. Convendría que Janov explorase este lugar. He visto unas minas en aquella dirección y él es el único capacitado para juzgar el valor de los vestigios que pueda haber. Supongo que entenderá los escritos o los filmes en galáctico antiguo, cosa de la que yo soy incapaz. Y también supongo, Bliss, que querrás ir con él para protegerle. En cuanto a mí, me quedaré aquí, haciendo guardia.

—¿Para defendernos de qué? ¿De indígenas primitivos, armados con piedras y garrotes?

—Tal vez —dijo, y la sonrisa que tenía en los labios se desvaneció—. Aunque parezca extraño, Bliss me siento un poco intranquilo en este lugar. No sé por qué.

—Vamos, Bliss — llamó Pelorat—. He sido coleccionista de cuentos antiguos durante toda mi vida, pero nunca he tenido en las manos documentos de esas épocas. Imagínate si encontrásemos…

Trevize les observó mientras se alejaban e iba disminuyendo el sonido de la voz de Pelorat al caminar éste en dirección a las ruinas. Bliss se contoneaba a su lado.

Trevize escuchó con aire distraído y después se volvió para continuar su estudio del lugar. ¿Qué podía haber allí que le hiciese sentir aquella aprensión?

En realidad, nunca había pisado un mundo sin población humana, pero había visto muchos desde el espacio. Por lo general eran mundos pequeños, demasiado pequeños para contener agua o aire, pero habían sido útiles para señalar los lugares de reunión durante las maniobras de las naves espaciales o como ejercicio de reparaciones urgentes simuladas (no había habido guerra en los años que llevaban vividos ni durante un siglo antes de su nacimiento, pero seguían realizándose maniobras y simulacros). Entonces, había naves en órbita alrededor de aquellos planetas, o incluso alguna se había posado en ellos, pero él nunca tuvo ocasión de desembarcar.

¿Se debía aquella impresión a que ahora se hallaba en un mundo vacío? ¿Habría sentido lo mismo si hubiese estado en uno de los muchos mundos pequeños y sin aire que había visto en sus días de estudiante e incluso después?

Sacudió la cabeza. Estaba seguro de que eso no le preocuparía. Habría llevado un traje espacial, como en las innumerables veces en las que salía de su nave en el espacio. Era una situación normal para él y el contacto con unas simples piedras no hubiese alterado aquella normalidad. ¡Seguro!

Desde luego, ahora no llevaba su traje espacial.

Se encontraba allí, de pie, en un mundo habitable, tan cómodo como se habría sentido en Terminus y mucho más de lo que estaba en Comporellon. Notaba la caricia del viento en las mejillas, el calor del sol en su espalda, y oía el murmullo de la vegetación. Todo le resultaba familiar, salvo que ahí no había seres humanos…, o había dejado de haberlos. ¿seria eso? ¿Sería eso lo que hacía que aquel mundo pareciese fantástico? ¿Sería porque se trataba de un mundo no sólo deshabitado, sino abandonado? Jamás había pisado un mundo abandonado; ni oído hablar de alguno que hubiese sido abandonado; nunca había pensado que un mundo pudiera abandonarse. Todos los que él había conocido hasta entonces, y que habían sido poblados por seres humanos, seguían habitados.

Miró al cielo. Otros seres no habían abandonado aquel mundo. Un pájaro ocasional volaba cruzando su campo visual, pareciéndole más natural que el cielo de color de pizarra entre las tranquilas nubes anaranjadas. (Trevize estaba seguro de que, si permanecía unos pocos días en aquel planeta, se acostumbraría a sus colores y el cielo y las nubes acabarían por hacérsele familiares.

Oía gorjeos de pájaros en los árboles y el ruido más apagado de los insectos. Bliss había hablado de mariposas, y allí estaban, en cantidades sorprendentes y de los más variados colores.

También oía, de vez en cuando, susurros entre las matas de hierba que crecían al pie de los árboles, pero no podía saber con exactitud qué los causaba.

En todo caso, la evidente presencia de vida a su alrededor no era la causante de sus temores. Como Bliss había dicho, jamás hubo animales peligrosos en los mundos primitivos. Los cuentos de hadas de su infancia y las fantasías heroicas de su adolescencia transcurrían, invariablemente, en un mundo legendario que debía proceder de los vagos mitos de la Tierra. Los hiperdramas estaban llenos de monstruos: leones, unicornios, dragones, ballenas, brontosaurios, osos. Aparecían docenas de ellos cuyos nombres no podía recordar; algunos seguramente míticos, suponiendo que no lo fuesen todos ellos. Había animales más pequeños que mordían y picaban, e incluso plantas dolorosas al tacto, pero todo eso era pura ficción. Una vez le contaron que las primitivas abejas podían picar, pero, en verdad, las abejas que él conocía no eran dañinas en modo alguno.

Caminó lentamente hacia la derecha, siguiendo el borde de la colina.

La hierba, alta y exuberante, crecía en matorrales aislados. Pasó entre los árboles, que también crecían en grupitos.

Entonces, bostezó. Desde luego, no ocurría nada interesante, y se preguntó si no sería mejor que regresara a la nave y echase una siesta.

No, eso era inconcebible. Tenía que permanecer de guardia.

Tal vez debería hacerlo como los centinelas, marcando el paso, dando media vuelta y realizando complicadas maniobras con una vara eléctrica de desfile: un arma que ningún guerrero había utilizado desde hacía tres siglos, pero que todavía resultaba imprescindible en los ejercicios, por razones que nadie podía explicar.

Sonrió al pensar en ello y después se preguntó si no debería reunirse con Pelorat y Bliss en las minas. ¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello? ¿Y si él viese algo que hubiese pasado inadvertido a Pelorat? Bueno, habría tiempo sobrado para hacerlo después de que aquél regresase. Si había algo que pudiese encontrarse con facilidad, tenía que dejar que Pelorat hiciese el descubrimiento.

—¿Podrían hallarse los dos en dificultades? ¡Tonterías! ¿Qué clase de dificultades podían encontrar?

Y si las tuviesen, gritarían.

Se detuvo a escuchar. No oyó nada.

Y, entonces, volvió a sentir el irresistible impulso de hacer de centinela y anduvo arriba y abajo, con fuertes pisadas, imaginándose con la vara eléctrica sobre el hombro, dando media vuelta y levantando aquélla verticalmente delante de él para pasársela al otro hombro. Y fue al dar aquella media vuelta cuando se encontró de nuevo de cara a la nave (ahora bastante alejada).

Y entonces sí que se quedó realmente inmóvil, y no en una imitación de las posturas de un centinela.

No se hallaba solo.

Hasta entonces, no había visto criatura viviente alguna, aparte de las plantas, los insectos y algún pájaro ocasional. No había visto ni oído nada que se acercase; pero, ahora, un animal se interponía entre él y la nave.

La sorpresa producida por aquel inesperado suceso le impidió, de momento, interpretar lo que veía. Únicamente después de un buen intervalo supo qué era lo que tenía delante.

Un perro.

Trevize no era amante de los perros. Nunca los había tenido, ni tampoco se había mostrado cariñoso con ellos cuando se encontraba con alguno. Tampoco esa vez sintió simpatía por aquél. Pensó, con bastante impaciencia, que no existía ningún planeta en el que esos animales no hubiesen acompañado a los hombres. Había innumerables variedades y a Trevize siempre le había dado la impresión de que cada mundo poseía, al menos, una raza característica. Sin embargo, todas las razas de perros tenían una peculiaridad común: tanto si eran empleados como animales de compañía, en los espectáculos o en alguna forma de trabajo útil, se les enseñaba a querer y confiar en los seres humanos.

Un amor y una confianza que Trevize nunca había apreciado. En una época pasada, vivió con una mujer que tenía un perro. Aquel animal, que Trevize toleraba por mor de la mujer, concibió por él una profunda adoración, siguiéndole a todas partes, apoyándose contra él cuando descansaba (pesaba veinte kilos), cubriéndole de saliva y de pelos en los momentos más inesperados, y sentándose delante de la puerta y aullando siempre que él y la mujer trataban de hacer el amor.

Trevize había sacado de aquella experiencia la firme convicción de que, por alguna razón sólo inteligible para la mente canina y su capacidad de analizar los olores, estaba predestinado para la devoción perruna.

Por consiguiente, una vez superada la sorpresa inicial, observó al perro sin gran preocupación. Era grande, flaco, ágil, y con las patas muy largas. Lo estaba mirando sin dar señal alguna de adoración. Tenía la boca entreabierta en lo que se habría podido interpretar como una sonrisa de bienvenida, pero los dientes que mostraba eran grandes y amenazadores. Trevize decidió que se hallaría más tranquilo sin la presencia de aquel perro.

Entonces, pensó que aquel can no había visto nunca un ser humano y que lo mismo les había ocurrido a las incontables generaciones caninas que lo habían precedido. Quizá la súbita aparición de un ser humano le hubiese sorprendido y asombrado tanto como su propia presencia había sorprendido y asombrado a Trevize. Éste había reconocido rápidamente al perro como el animal que era, pero el can no tenía esta ventaja. Todavía estaría intrigado y, tal vez, alarmado.

Desde luego, no convenía dejar que un animal tan grande y con aquellos dientes continuase en estado de alarma. Era necesario establecer de inmediato una relación amistosa con él.

Se acercó al perro muy despacio (sin movimientos bruscos, desde luego). Alargó una mano, dispuesto a permitir que el animal la oliese, y le dirigió palabras apaciguadoras, como «perrito guapo», algo que encontró sumamente fastidioso.

El perro, con la mirada fija en Trevize, retrocedió un par de pasos, como desconfiando, y después, arrugando el labio superior, lanzó un áspero gruñido. Aunque Trevize nunca había visto a un perro comportarse de ese modo, sólo pudo interpretar la acción como amenazadora.

Por consiguiente, se detuvo y permaneció inmóvil. Por el rabillo del ojo advirtió movimiento en uno de los lados, y volvió la cabeza lentamente. Otros dos perros avanzaban hacia él desde aquella dirección. Parecían tan mortalmente amenazadores como el primero.

¿Mortalmente? Ese adverbio se le acababa de ocurrir, y era indiscutible que resultaba el acertado.

De pronto, su corazón latió con más fuerza. Tenía cerrado el camino hasta la nave. No podía comenzar a correr sin rumbo fijo, pues los perros, con sus largas patas, lo alcanzarían a los pocos metros. Si permanecía donde estaba y usaba su blaster, mataría a uno de los animales, pero los otros dos se lanzarían sobre él. A lo lejos, en la distancia, pudo ver que se aproximaban más. ¿Se comunicarían entre ellos de algún modo? ¿Cazarían en manadas?

Poco a poco, se fue desviando hacia la izquierda, en la dirección en que no había animales…, aún. Poco a poco. Muy poco a poco.

Los perros lo siguieron. Tuvo la seguridad de que lo único que le salvaba de un ataque instantáneo era el hecho de que los perros nunca habían visto ni olido algo como él. No tenían establecida una pauta de comportamiento que pudiesen seguir en esa ocasión.

Desde luego, si echaba a correr, esa acción representaría algo familiar para los perros. Sabrían lo que tenían que hacer si un ser del tamaño de Trevize mostraba miedo y corría. Ellos lo imitarían. Y a más velocidad.

Trevize se fue acercando a un árbol. Sentía el curioso deseo de trepar a un lugar donde los perros no pudiesen seguirle. Éstos gruñían sordamente y cada vez se le acercaban más. Los tres tenían la mirada clavada en él, sin siquiera pestañear. Dos más se unieron a ellos y Trevize pudo ver que a lo lejos, otros se acercaban. En algún momento, cuando estuviese bastante cerca del árbol, tendría que decidirse. No debía esperar demasiado, ni echar a correr antes de tiempo. Ambas cosas podrían resultarle fatales.

¡Ahora!

Probablemente estableció una plusmarca de aceleración personal, aunque la meta se hallase muy cerca. Sintió el chasquido de unas mandíbulas al cerrarse sobre uno de sus talones y, por un instante, aquellas le sujetaron con fuerza antes de que los dientes resbalasen sobre el duro ceramoide.

No era ducho en trepar a árboles. No lo había hecho desde que tenía diez años y recordó que, entonces, ya le costaba un gran esfuerzo. Pero, en este caso, el tronco no era vertical por completo y la corteza, nudosa, ofrecía asideros. Más aún, la necesidad lo impulsaba, y es notable lo que uno puede hacer cuando la necesidad es tan grande.

Trevize se encontró sentado en una horqueta, a unos diez metros del suelo. De momento, no era ajeno por completo al hecho de que se había arañado una mano y que manaba sangre de ella. Cinco perros se sentaron al pie del árbol, mirando hacia arriba, con la lengua colgando, todos ellos esperando con paciencia.

Y ahora, ¿qué?

Trevize no estaba en condiciones de pensar sobre la situación con lógica. Más bien experimentaba destellos de ideas en extraña y desordenada secuencia, las cuales, si las hubiese ordenado, habría podido expresar de esta manera:

Bliss había sostenido que cuando un planeta era colonizado, los seres humanos establecían una economía desequilibrada, que sólo con un continuo esfuerzo podían impedir que se desintegrase. Por ejemplo, ningún colonizador había llevado consigo grandes predadores, pero sí algunos pequeños: insectos, parásitos, incluso pequeños halcones, musarañas, y otros por el estilo.

¿Y qué decir de los temibles animales legendarios y de los mencionados vagamente en relatos literarios: tigres, osos pardos, orcas, cocodrilos? ¿Quién los trasladaría de un mundo a otro, si eso tuviese alguna utilidad? ¿Y en qué podía residir tal utilidad?

Lo cual significaba que los seres humanos eran los únicos grandes predadores y a ellos correspondía expurgar aquellas plantas y animales que, por sí solos, proliferarían excesivamente.

Y si los seres humanos desaparecían de algún modo, otros predadores debían ocupar su sitio. Pero, ¿cuáles? Los de mayor tamaño que los humanos toleraban eran los perros y los gatos, domesticados y viviendo de la largueza humana.

¿Y si no quedaban seres humanos para darles de comer? Tenían que buscar su alimento para sobrevivir y, en verdad, para la supervivencia de las especies por ellos atacadas, cuyo número había que regular para que la superpoblación no causase daños cien veces superiores a los ocasionados por los predadores.

Así se multiplicarían los perros, en todas sus variedades, con los más fuertes atacando a los grandes herbívoros indefensos y los pequeños a los pájaros y a los roedores. Los gatos cazarían de noche, mientras los perros lo harían de día; los primeros en solitario y los segundos en manadas.

Y tal vez la evolución produjese más variedades, a fin de rellenar los huecos adicionales del medio ambiente. ¿Acabarían algunos perros por adquirir características natatorias que les permitiesen alimentarse de peces, y algunos gatos, la capacidad de volar para poder cazar los pájaros más torpes lo mismo en el aire que en el suelo?

Todo eso acudió a ráfagas a la mente de Trevize, mientras hacía un esfuerzo más sistemático para pensar lo que debía hacer.

El número de perros iba en constante aumento. Contó veintitrés alrededor del árbol, y había más acercándose. ¿Cuántos serían en total?

Pero, ¿qué importaba eso? La manada era bastante numerosa ya. Sacó su blaster de la funda, pero el roce de la culata en la palma de su mano no le dio la sensación de seguridad que hubiese deseado. ¿Cuándo había insertado una unidad de energía en él por última vez? ¿Cuántas cargas podía disparar? Seguramente, menos de veintitrés.

—¿Y qué sería de Pelorat y Bliss? Si aparecían, ¿se volverían los perros contra ellos? ¿ Estaban a salvo si no acudían? Si los perros olían la presencia de dos seres humanos en las minas, ¿qué les impediría atacarles allí? Seguro que no había puertas ni barreras que los detuviera.

¿Podría hacerlo Bliss, o incluso ponerlos en fuga? ¿Tendría fuerza suficiente para concentrar sus poderes a través del hiperespacio hasta conseguir el grado necesario de intensidad? ¿Por cuánto tiempo sería capaz de mantenerlos a raya?

—¿Debía él gritar para pedir ayuda? ¿Acudirían ellos corriendo si le oían gritar, y huirían los perros bajo la mirada de Bliss? (¿Sería una mirada o bastaría una acción mental invisible para los que no tuviesen la misma facultad?) O bien, si ellos aparecían, ¿serían despedazados ante los ojos de Trevize, que no tendría más remedio que observarlo, impotente, desde la relativa seguridad de su refugio en el árbol?

No, tenía que emplear su blaster. si podía matar un perro y asustar a los demás momentáneamente, bajaría del árbol, gritaría llamando a Pelorat y a Bliss, mataría un segundo perro si éstos daban señales de volver a la carga, y los tres podrían meterse a toda prisa en la nave. Fijó la intensidad del rayo de microonda en la marca de tres cuartos.

Eso debería bastar para matar un perro y producir un fuerte estampido.

El ruido serviría para espantar a los perros, y, de esa forma, él ahorraría un poco de energía.

Con sumo cuidado, apunté a un perro que había en medio de la manada, un perro que (al menos en su imaginación) parecía más maligno que los otros, tal vez porque permanecía quieto y, por tanto, daba la sensación de estar dispuesto a lanzarse fríamente sobre su presa. Ahora, el perro miraba el arma con fijeza, como si se burlara de lo que Trevize podía hacer.

Éste pensó que nunca había disparado un blaster contra un ser humano, ni había visto hacerlo a nadie. Sólo lo había hecho durante la instrucción, contra muñecos de cuero y plástico llenos de agua, la cual se calentaba casi de inmediato hasta llegar al grado de ebullición y rasgando la cubierta al estallar.

Pero, ¿quién, fuera del caso de una guerra, dispararía contra un ser humano? ¿Y qué ser humano sería capaz de disparar un blaster? Sólo allí, en un mundo convertido en patológico por la desaparición de los seres humanos.

Con esa rara capacidad del cerebro de advertir situaciones que no vienen al caso, Trevize se dio cuenta de que el sol se había ocultado detrás de una nube…, y entonces disparó.

Hubo un tenue resplandor en la atmósfera, a lo largo de una línea recta que iba desde el cañón del blaster hasta el perro; un vago destello que habría pasado inadvertido si el sol hubiese seguido brillando.

El perro debió sentir la primera oleada de calor, pues hizo un ligero movimiento como si fuese a saltar. Y, entonces, estalló cuando una parte de su sangre y del contenido celular se evaporaron.

La explosión hizo un ruido decepcionante por lo débil, pues la piel del perro no era tan resistente como la de los muñecos con los que él había practicado. Carne, piel, sangre y pedazos de hueso salieron despedidos en todas direcciones, y Trevize sintió que el estómago se le revolvía.

Los perros se echaron atrás, bombardeados algunos de ellos con desagradables fragmentos cálidos. Pero aquella vacilación fue momentánea. De repente, se apretujaron de nuevo, para devorar lo que les era dado de balde. Trevize sintió que sus náuseas aumentaban. No los había espantado; los estaba alimentando. En todo caso, jamás se irían de allí.

Antes al contrario, el olor a sangre y a carne caliente atraería a más perros, y, tal vez, también a otros predadores más pequeños.

—Trevize, ¿qué…? — gritó una voz.

Él volvió la cabeza. Bliss y Pelorat habían salido de las minas. Ella se había detenido en seco, «tendiendo un brazo para que Pelorat no continuase andando. Miró a los perros con fijeza. La situación resultaba evidente. No hacía falta preguntar.

—Traté de alejarlos de aquí — grito Trevize—, sin comprometeros a Janov y a ti. ¿Puedes detenerlos?

—A duras penas —dijo Bliss, sin gritar, de modo que a Trevize le costó trabajo oírle aunque los gruñidos de los perros habían cesado, como sí alguien hubiese echado sobre ellos una manta que absorbiese el sonido. Después, prosiguió—: Son demasiados, y no estoy familiarizada con su actividad neurótica. En Gaia no tenemos esas bestias salvajes.

—En Terminus tampoco. Ni en ningún planeta civilizado — gritó Trevize—. Mataré a todos los que pueda y tú intenta contener a los demás.

Si elimino a algunos, tendrás menos trabajo.

—No, Trevize. Mantándoles, atraerías a otros. Quédate detrás de mí, Pel. No puedes protegerme. Tu otra arma, Trevize.

—¿El látigo neurónico?

—Sí. Eso produce dolor. Baja su potencia. ¡Baja su potencia!

—¿Tienes miedo de hacerles daño? — gritó Trevize, con irritación—. ¿Es momento de considerar el derecho sagrado a la vida?

—Es por Pel. Y por mí. Haz lo que te digo. Poca potencia, y dispara contra uno de ellos. No puedo seguir conteniéndolos mucho más tiempo.

Los perros se habían alejado del árbol, rodeando a Bliss y a Pelorat, que se hallaban de espaldas contra una pared en ruinas. Los animales que se encontraban más cerca hacían vacilantes intentos para acercarse, aullando un poco, como si quisiesen resolver el enigma de estar sujetos cuando no había nada que los retuviese. Algunos trataron inútilmente de encaramarse a la pared para atacarles por detrás.

La mano de Trevize temblaba al ajustar el látigo neurótico a baja potencia. Este gastaba mucha menos energía que el blaster y un solo cartucho podía producir centenares de latigazos, pero ni siquiera recordaba cuándo había cargado el arma por última vez.

Apuntar con ella era lo de menos. Como disponía de energía suficiente, podía barrer la masa de perros con el látigo. Era el método tradicional que solía emplearse para contener a las turbas que daban signos de volverse peligrosas.

Sin embargo, siguió la indicación de Bliss. Apuntó a uno de los perros y disparó. El perro cayó, agitando las patas, y lanzó fuertes y estridentes gemidos.

Los otros se apartaron de él, con las orejas gachas. Después, gimiendo a su vez, dieron media vuelta y comenzaron a alejarse; primero, despacio; — después, más rápidamente; y, por último, a toda velocidad. El perro que había sido alcanzado de lleno se levantó trabajosamente y se alejó cojeando y gimiendo, a gran distancia de los demás.

Los aullidos se extinguieron a lo lejos.

—Será mejor que subamos a la nave —dijo Bliss—. Volverán. Y si no, vendrán otros.

Trevize pensó que nunca había abierto tan deprisa la puerta de entrada de la nave. Y era posible que nunca volviese a hacerlo.

La noche había caído antes de que Trevize sintiese algo que se pareciera a la normalidad. El pequeño parche de piel sintética aplicado sobre el arañazo de su mano había mitigado el dolor físico, pero tenía un arañazo en su psique que no resultaba tan fácil de curar.

No era la simple exposición al peligro. Podía reaccionar a éste tan bien como cualquier persona valerosa. Era la dirección totalmente imprevista de la que le había llegado el peligro; de su sentimiento del ridículo. ¿Cómo quedaría él si la gente se enteraba de que había sido obligado a refugiarse en un árbol por unos perros gruñidores? Casi sonaría como si hubiese sido puesto en fuga por el aleteo de unos canarios irritados.

Permaneció escuchando durante horas, esperando un nuevo ataque de los perros, sus aullidos, sus patas arañando el casco de la nave.

En comparación con él, Pelorat aparecía muy tranquilo.

—Yo no dudé un instante, viejo amigo, de que Bliss resolvería la situación, pero debo decir que disparaste el arma muy bien.

Trevize se encogió de hombros. No estaba de humor para discutir sobre ese asunto.

Pelorat llevaba en la mano su biblioteca (el disco macizo donde había almacenado todo lo que había aprendido durante su vida sobre mitos y leyendas), y con ella se retiró a su dormitorio, donde disponía de un pequeño aparato lector.

Parecía satisfecho de sí mismo. Trevize lo advirtió, pero no quiso preguntarle nada. Ya habría tiempo para ello, cuando su mente no estuviese tan absorta en los perros.

—Supongo que te pillaron por sorpresa —dijo Bliss con cierta indecisión cuando estuvieron solos.

—Completamente —repuso Trevize, malhumorado—. ¿Quién me iba a decir a mí que al ver un perro, un perro, correría para salvar la vida?

—Después de veinte mil años sin contacto con el hombre, los perros han dejado de serlo. Esos animales deben ser los grandes predadores dominantes.

Trevize asintió con la cabeza.

—Así lo pensé cuando me encontraba sentado en la rama de aquel árbol como presunta presa. En verdad, tenías razón cuando hablaste de una ecología desequilibrada.

—Desequilibrada, sí, desde el punto de vista humano. pero, considerando la eficacia con que los perros parecen llevar tus asuntos, me pregunto si Pel estaría en lo cierto al decir que la ecología podía equilibrarse por sí sola, al ser llenados diversos huecos del medio ambiente por variaciones en evolución de las relativamente pocas especies que fueron transportadas antaño a un mundo determinado.

—Es extraño —dijo Trevize—, pero a mí se me ocurrió la misma idea.

—Siempre, por supuesto, que el desequilibrio no sea tan grande que el proceso de solución requiera demasiado tiempo, En tal caso, el planeta podría hacerse imposible antes de que consiguiese aquello.

Trevize gruñó, y Bliss lo miró, reflexiva.

—¿Cómo se te ocurrió armarte?

—De poco me sirvió —dijo Trevize—. Fueron tus facultades las que…

—No del todo. Necesitaba tu arma. En tan poco tiempo, con sólo un contacto hiperespacial con el resto de Gaia, con tantas mentes individuales de naturaleza desconocida, nada habría podido hacer sin tu látigo neurónico.

—El blaster resultó inútil. Lo probé.

—Con un blaster, sólo desaparece un perro. Los otros pueden sorprenderse, pero no espantarse.

—Peor aún —dijo Trevize—. Se comieron los restos. Fue como un cebo para inducirles a quedarse.

—Sí, ya veo que éste pudo ser el efecto. El látigo neurótico es diferente. Inflige dolor, y el perro alcanzado se lamenta, de manera que los otros lo entienden, y entonces, por reflejo condicionado, si no por otras razones, se espantan a su vez. Como los perros estaban predispuestos a la huida, sólo tuve que influir un poco en sus mentes para que se marchasen.

—Sí, pero tú comprendiste que el látigo era el arma más eficaz en este caso, algo en lo que yo no pensé.

—Yo estoy acostumbrada a explorar las mentes, y tú no. Por eso insistí en la baja potencia y en que apuntases a un solo perro. No quería un dolor tan agudo que matase al perro y le hiciese callar. Ni quería que el dolor se dispersase tanto que produjese unos simples gemidos. Quería un dolor fuerte, concentrado en un solo punto.

—Y lo conseguiste, Bliss — reconoció Trevize—. La cosa funcionó a la perfección. Te estoy muy agradecido.

—Sientes amargura porque te parece que representaste un papel ridículo. Sin embargo, repito, nada habría podido hacer yo sin tu arma.

Lo que me intriga es el hecho de que pensaras en armarte cuando yo te había asegurado la no presencia de seres humanos en este planeta, algo de lo que sigo estando convencida. ¿Previste los perros?

—No, En absoluto — reconoció Trevize—. Al menos, no de un modo consciente. Y no suelo ir armado. Ni siquiera se me ocurrió llevar un arma en Comporellon. Pero tampoco quiero caer en la trampa de imaginarme que fue por arte de magia. Supongo que, cuando empezamos a hablar antes de ecologías desequilibradas, tuve la impresión inconsciente de animales que se habían vuelto peligrosos debido a la ausencia de seres humanos. Esto parece claro, visto retrospectivamente, pero es posible que tuviese una ligera inspiración. Sólo eso.

—No lo tomes a broma — pidió Bliss—. Yo participé en la misma conversación sobre ecologías desequilibradas y no tuve esa previsión tuya. Y es esta previsión especial que tú posees lo que se valora en Gaia. Pero también comprendo que debe resultar irritante para ti tener unas dotes de previsión cuya naturaleza desconoces; actuar con decisión, pero sin un motivo aparente.

—En Terminus suelen llamarlo «corazonada».

—En Gaia decimos «saber sin pensar». Y a ti no te gusta saber sin pensar, ¿verdad?

—Me preocupa, sí. No me agrada dejarme llevar por las corazonadas.

Presumo que detrás de éstas hay una razón, pero el hecho de no saber qué es me produce la sensación de que no controlo mi mente: una especie de locura leve.

—Y cuando te decidiste en favor de Gaia y Galaxia, también fue debido a una corazonada, y ahora buscas la razón.

—He dicho eso doce veces al menos.

—Yo me he negado a aceptar tu declaración como verdad absoluta.

Te pido disculpas. No volveré a contradecirte en esto. Espero, sin embargo, que podré seguir alegando cosas en favor de Gaia.

—Siempre que reconozcas, a tu vez, que yo puedo no aceptarlas —dijo Trevize.

—Entonces, ¿has pensado que este Mundo Desconocido está volviendo a una especie de estado salvaje, y tal vez a una desolación e inhabitabilidad definitivas, debido a la desaparición de la única especie capaz de actuar como inteligencia directora? Si este mundo fuese Gaia o, mejor aún, parte de Galaxia, esto no habría ocurrido. La inteligencia directora seguiría existiendo en forma de Galaxia como conjunto, y la ecología, por desequilibrada que estuviese debido no importa a qué causa, tendería a equilibrarse de nuevo.

—¿Quieres decir que los perros dejarían de comer?

—Claro que comerían, igual que lo hacen los seres humanos. Sin embargo, lo harían con un propósito, en orden a equilibrar la ecología bajo una dirección deliberada, y no como resultado de circunstancias casuales.

—La pérdida de la libertad individual puede carecer de importancia para los perros —dijo Trevize—, pero no para los seres humanos. ¿Y qué pasaría si todos los seres humanos dejasen de existir en todas partes y no solamente en uno o varios planetas? ¿Qué ocurriría si Galaxia se quedase sin un solo ser humano? ¿Seguiría siendo una inteligencia directora? ¿Serían capaces todas las otras formas de vida y la materia inanimada de forjar una inteligencia común adecuada?

—Semejante situación —dijo Bliss tras una leve vacilación — no se ha dado nunca. Y no parece probable que vaya a ocurrir en el futuro.

—¿Pero no te resulta evidente que la mente humana es cualitativamente diferente de todo lo demás, y que, si desapareciese, la suma de todas las otras conciencias nunca podría sustituirla? Luego, ¿no es cierto que los seres humanos son un caso especial y como tal deben ser tratados? No pueden confundirse entre ellos y, mucho menos, con objetos no humanos.

—Sin embargo, tú decidiste en favor de Galaxia.

—Por una razón esencial que no soy capaz de descubrir.

—¿No podría ser esta razón esencial un atisbo de los efectos de las ecologías desequilibradas? ¿Que pensaras que todos los mundos de la galaxia se hallan sobre el filo de una navaja, con inestabilidad en ambos lados, y que sólo Galaxia puede evitar desastres como los que se producen en este planeta, por no hablar de los continuos desastres interhumanos de la guerra y los fracasos administrativos?

—No. Yo pensaba en las ecologías desequilibradas cuando tomé mi decisión.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Puedo no saber qué es lo que preveo, pero si después me es sugerido algo, reconoceré si es o no es en realidad lo que había previsto.

Según parece, pude prever animales peligrosos en este mundo.

—Bueno —dijo llanamente Bliss—, esos peligrosos animales habrían podido matarnos de no haber sido por una combinación de nuestras facultades: tu previsión y mi fuerza mental. Seamos, pues, amigos.

Trevize asintió con la cabeza.

—Como quieras.

Había en su voz una frialdad que hizo que Bliss arquease las cejas, pero Pelorat entró en aquel momento, moviendo la cabeza como si fuese a arrancársela de cuajo.

—Creo que lo hemos conseguido —dijo.

En general, Trevize no confiaba en las victorias fáciles; sin embargo era humano creer contra el propio criterio. Sintió que los músculos del pecho y de la garganta se le agarrotaban, pero consiguió hablar.

—¿La ubicación de la Tierra? —preguntó—. ¿La has descubierto Janov?

Pelorat miró a Trevize con atención durante un momento.

—Bueno, no —respondió con visible confusión—. No es exactamente esto. En realidad, Golan, no lo es en absoluto. Me había olvidado de ello. Ha sido otra cosa lo que he descubierto en las ruinas. Aunque, tal vez no sea realmente importante.

Trevize lanzó un profundo suspiro.

—No importa, Janov —dijo—. Todo hallazgo es importante. ¿Qué es lo que ibas a decirnos?

—Bien — se animó Pelorat—, la cuestión es que casi nada sobrevivió, ¿comprendes? Veinte mil años de tormentas y de vientos no pueden dejar gran cosa. Por si esto fuera poco, la vida vegetal es gradualmente destructora, y la vida animal… Pero dejemos esto. El caso es que «casi nada» no significa lo mismo que «nada».

»Parte de esas minas debe corresponder a un edificio público, pues había algunas piedras, o bloques de hormigón, que tenían letras esculpidas. Eran casi invisibles, ¿sabes?, pero tomé varias fotografías con una de las cámaras que tenemos a bordo de la nave, una de esas que permiten hacer ampliaciones por medio del ordenador… No te pedí permiso para tomarla, Golan, pero me pareció importante y…

Trevize agitó una mano con impaciencia.

—¡Continúa!

—Pude descifrar parte de la inscripción, que era muy arcaica. Incluso con la ampliación y con mi habilidad para leer la lengua arcaica, sólo he podido entender una breve frase. Esas letras eran más grandes y algo más claras que las demás. Debieron de esculpirlas más profundamente porque identificaban este mundo. Decían así: Planeta Aurora, por lo que supongo que el mundo en el que nos hallamos se llama, o se llamaba, Aurora.

—De alguna forma tenía que llamarse —dijo Trevize.

—Sí, pero raras veces se eligen los nombres al azar. Acabo de buscar minuciosamente en mi biblioteca y he encontrado dos antiguas leyendas, procedentes de dos planetas muy separados entre sí, de modo que hay que suponer, lógicamente, que tienen un origen independiente. Pero eso no importa. En ambas leyendas, Aurora es un nombre con el que se designa el amanecer. Podemos suponer que Aurora pudo haber significado realmente el amanecer en algún lenguaje pregaláctico.

»Se da el caso de que las palabras que designan el amanecer o despertar del día son empleadas a menudo como nombre de estaciones espaciales o de otras estructuras que resultan ser las primeras en su clase.

Si este mundo es llamado Amanecer en cualquier lenguaje, también puede ser el primero de su clase.

—¿Estás sugiriendo que este planeta es la Tierra y que Aurora es un nombre alternativo para él porque representa el amanecer de la vida y del hombre? —preguntó Trevize.

—No puedo ir tan lejos, Golan — reconoció Pelorat.

—A fin de cuentas —dijo Trevize, con un poco de amargura—, aquí no hay superficie radiactiva, ni satélite gigante, ni gigante gaseoso con grandes anillos.

—Exacto, Pero Deniador, el de Comporellon, parecía pensar que éste era uno de los mundos que antaño fue habitado por la primera ola de colonizadores, los Espaciales. Si fuese así, el nombre de Aurora podría indicar que había sido el primero de los mundos colonizados por ellos. Y quizás ahora nos encontrásemos en el mundo humano más antiguo de la Galaxia, después de la propia Tierra. ¿No te parece emocionante?

—Al menos es interesante, Janov; pero, ¿no crees que esto es deducir muchas cosas de un simple nombre, Aurora?

—Hay más —dijo Pelorat con entusiasmo—. Por lo que he podido ver en mi archivo, no hay, en la actualidad, un mundo en la Galaxia que se llame «Aurora», y estoy convencido de que tu ordenador lo confirmará.

Como he dicho, hay muchos planetas y otros objetos denominados «Amanecer» en diversos lugares, pero ninguno lleva el nombre de «Aurora».

—¿Por qué habrían de llevarlo? Es una palabra pregaláctica; difícilmente podría ser popular.

—Pero los nombres permanecen, aunque pierdan su sentido. Si éste fue el primer mundo colonizado, debió de ser famoso, e, incluso, durante un tiempo, el planeta dominante de la Galaxia. Entonces, habría tenido que haber otros mundos que se hiciesen llamar «Nueva Aurora», o «Aurora Menor», o algo parecido. Y otros…

—Quizá no fue el primer mundo colonizado — le interrumpió Trevize—. Tal vez nunca tuvo importancia.

—En mi opinión, hay otra razón mejor, querido amigo.

—¿Cuál es, Janov?

—Si la primera ola de colonizadores fue alcanzada por una segunda ola a la que ahora pertenecen todos los mundos de la Galaxia, como Deniador dijo, es muy posible que hubiese un período de hostilidades entre ambas. La segunda ola, al constituirse los mundos que ahora existen, no emplearía los nombres dados a ninguno de ellos por la primera ola. Del hecho de que el nombre de «Aurora» no haya sido nunca repetido podemos deducir que hubo dos olas de colonizadores, y que éste es un mundo de la primera ola.

Trevize sonrió.

—Me estoy haciendo una idea de cómo trabajáis los mitólogos, Janov.

Construís una bella superestructura, que puede ser como un castillo en el aire. Las leyendas nos dicen que los colonizadores de la primera ola iban acompañados de numerosos robots, y que se suponían que éstos habían de ser su perdición. Por consiguiente, si encontrásemos un robot en este mundo, estaría dispuesto a aceptar toda esta teoría de la primera ola; pero no podemos esperar que después de veinte mil…

Pelorat, que había estado como boqueando, consiguió recobrar la voz.

—Pero, Golan, ¿no te he dicho…? No, claro que no; no…, no te lo he dicho. Estoy tan excitado que no puedo ordenar mis ideas como es debido. Había un robot.

Trevize se frotó la frente, casi como si le doliese la cabeza.

—¿Un robot? —preguntó—. ¿Había un robot?

—Sí —dijo Pelorat, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno…, era un robot. ¿Cómo podía dejar de reconocerlo con sólo verlo?

—¿Habías visto alguno antes de ahora?

—No, pero es un objeto metálico que parece un ser humano. Tiene cabeza, brazos, piernas, tronco. Desde luego, casi todo el metal está oxidado y, cuando avancé en su dirección, supongo que las vibraciones producidas por mis pasos lo estropearon todavía más, de modo que cuando alargué un brazo para tocarlo…

—¿ Por qué tenías que tocarlo?

—Bueno, supongo que por el hecho de no poder dar crédito a mis ojos. Fue una reacción automática. En cuanto lo toqué, se derrumbó. Pero…

—¿Qué?

—Antes de acabar de caer del todo, sus ojos parecieron brillar muy débilmente, e hizo un ruido como si tratase de decir algo.

—¿Quieres decir que todavía funcionaba?

—Apenas podría llamarlo así, Golan. Entonces, se desplomó.

Trevize se volvió a Bliss.

—¿Confirmas todo esto, Bliss?

—Era un robot, y lo vimos — afirmó ella.

—¿Y todavía funcionaba?

—Mientras se derrumbaba, capté una débil actividad neurónica —dijo Bliss con voz apagada.

—¿Cómo pudo haber una actividad neurótica? Un robot no posee un cerebro orgánico compuesto de células.

—Me imagino que tiene su equivalente mecánico —dijo Bliss — y eso fue lo que debí detectar.

—¿Detectaste una mentalidad robótica y no humana?

Bliss frunció los labios.

—Era demasiado débil para saber nada de ella con exactitud, salvo que estaba allí.

Trevize miró a Bliss y después a Pelorat.

—Esto lo cambia todo —dijo con acento exasperado.

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