Quinta parte Melpomenia

XIII. Alejándose de Solaría

Partieron de estampía. Trevize había recogido sus inservibles armas y abierto la puerta neumática, y todos se habían precipitado en el interior do la nave. Hasta que se hubieron elevado, Trevize no se dio cuenta de que también se habían llevado a Fallom.

Quizá no hubiesen podido escapar a tiempo si los solarianos no hubieran tenido unas aeronaves tan relativamente primitivas. La que se acercaba había empleado un tiempo excesivo en descender y aterrizar.

En cambio, el ordenador de la Far Star no tardó casi nada en hacer despegar verticalmente la nave gravítica.

Y aunque la eliminación de la interacción gravitatoria y, por ende, de la inercia, anuló los que en otro caso habrían sido insoportables efectos de la aceleración inherente a un despegue tan veloz, no anuló los de la resistencia del aire. La temperatura del casco se elevó con mucha más rapidez de lo que las normas de navegación habrían considerado aconsejable (y en realidad las condiciones de la nave).

Al elevarse, pudieron ver que la segunda nave solariana aterrizaba y que otras se estaban acercando. Trevize se preguntó cuántos robots habría sido Bliss capaz de dominar y decidió que nada hubiesen podido hacer de haberse quedado quince minutos más en la superficie.

Una vez en el espacio (o casi en el espacio, pues todavía les rodeaban débiles volutas de atmósfera planetaria), Trevize dirigió su nave al lado oscuro del planeta. No estaba lejos, pues habían abandonado la superficie cuando el crepúsculo se acercaba. En la oscuridad, la Far Star se enfriaría con más rapidez y continuaría elevándose en una lenta espiral.

Pelorat salió de la habitación que compartía con Bliss.

—El niño está ahora durmiendo normalmente. Le hemos enseñado a usar el retrete y lo ha entendido en seguida.

—No es extraño. Debía tener instalaciones parecidas en la mansión.

—Yo no vi ninguna, y la estuve buscando —dijo Pelorat—. Después, deseaba llegar a la nave cuanto antes.

—Como todos nosotros. Pero, ¿por qué trajimos al niño a bordo?

Pelorat se encogió de hombros, como disculpándose.

—Bliss no quiso dejarlo allí. Era como salvar una vida a cambio de la que había quitado. No puede soportar…

—Lo sé.

—La constitución de ese niño es muy rara — comentó Pelorat.

—Al ser hermafrodita, es, lógico —dijo Trevize.

—Tiene testículos, ¿sabes?

—Poco podría hacer sin ellos.

—Y algo que sólo puedo describir como una vagina muy pequeña.

Trevize hizo una mueca.

—¡Qué asco!

—No, Golan — protestó Pelorat—. Está adaptado a sus necesidades.

Sólo produce un óvulo fecundado, o un pequeñísimo embrión, desarrollado después en laboratorio y cuidado, diría yo, por robots.

—¿Y qué ocurre si falla el sistema robótico? En tal caso, dejarían de producirse jóvenes viables.

—Cualquier mundo se hallaría en graves dificultades si su estructura social se rompiese.

—Tratándose de los solarianos, no me causaría un gran pesar.

—Bueno —dijo Pelorat—, confieso que no parece un mundo muy atractivo, al menos para nosotros. Pero sólo por su gente y su estructura social, tan diferentes de las nuestras, mi buen amigo. Pero quítale su gente y sus robots, y tendrás un mundo que…

—Que se desintegraría como está empezando a desintegrarse Aurora. ¿Cómo está Bliss?

—Temo que agotada. Ahora duerme. Lo ha pasado muy mal, Golan.

—Tampoco yo me he divertido mucho.

Trevize cerró los ojos y decidió que no le vendría mal dormir también un poco y que lo haría en cuanto estuviese seguro de que los solarianos no tenían capacidad espacial, Hasta ese momento, el ordenador no había informado de objeto artificial alguno en el espacio.

Pensó con amargura en los dos planetas Espaciales que habían visitado, con perros hostiles en uno de ellos, hermafroditas solitarios y hostiles en el otro, y sin que en ninguno de los dos hubieran podido hallar el menor indicio sobre la situación de la Tierra. Fallom era lo único que habían sacado de la doble visita.

Abrió los ojos. Pelorat seguía sentado al otro lado del ordenador y le observaba solamente.

—Hubiésemos tenido que dejar allí a ese niño solariano —dijo Trevize con súbita convicción.

—¡Pobrecillo! — exclamo Pelorat—. Lo habrían matado.

—Aun así —dijo Trevize—, pertenecía a aquel planeta. Forma parte de aquella sociedad. Si lo hubiesen ejecutado porque sobraba, es que había nacido para eso.

—Una opinión muy despiadada, querido amigo.

—Sólo racional. Nosotros no sabemos cómo hay que cuidarlo, y es posible que sufra más y muera de todos modos. ¿Qué come?

—Supongo que lo mismo que nosotros, viejo. En realidad, el problema es qué comeremos nosotros. ¿Cómo andamos de provisiones?

—Muy bien. Incluso teniendo en cuenta nuestro nuevo pasajero.

Pelorat no pareció muy entusiasmado.

—Es una dieta muy monótona —dijo—. Hubiésemos tenido que embarcar algunos artículos en Comporellon…, a pesar de que su cocina distaba mucho de ser excelente.

—No podíamos hacerlo. Recuerda que salimos de allí a toda prisa, lo mismo que de Aurora y, en particular, de Solaría. Pero, ¿qué importa un poco de monotonía? Estropea el placer, pero conserva la vida.

—¿Podríamos conseguir provisiones frescas, si fuese necesario?

—Desde luego, Janov. Con una nave gravítica y motores hiperespaciales, la galaxia es un lugar pequeño. En pocos días, vamos a cualquier parte. Pero la mitad de los mundos de la Galaxia han sido alertados para que traten de descubrir nuestra nave; por eso, prefiero mantenerme alejado de ellos durante un tiempo.

—Supongo que tienes razón. Sin embargo, Bander no parecía interesado en la nave.

—Probablemente, no tuvo conciencia de ella siquiera. Supongo que hace mucho tiempo que los solarianos renunciaron a los vuelos espaciales. Su mayor deseo es que les dejen solos, y difícilmente podrían disfrutar de la seguridad del aislamiento si viajasen por el espacio y anunciasen su presencia.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Golan?

—Hemos de visitar un tercer mundo —dijo Trevize.

Pelorat sacudió la cabeza.

—A juzgar por los dos primeros, no espero gran cosa de éste.

—Tampoco yo, de momento; pero, en cuanto haya dormido un poco haré que el ordenador fije nuestra ruta hacia el tercer mundo.

Trevize durmió mucho más de lo que se habría propuesto, pero esto importaba poco. A bordo de la nave, jamás era de día ni de noche, en el sentido natural de estas palabras, y el ritmo circadiano nunca funcionaba a la perfección. Medían las horas a la manera convencional, y no era raro que Trevize y Pelorat (y Bliss en particular) estuviesen un poco descentrados en lo tocante a la regularidad natural de la comida y del sueño.

Trevize pensó incluso, mientras rascaba los platos (la necesidad de conservar el agua hacía aconsejable rascar los platos en vez de lavarlos), en dormir un par de horas más; pero cuando se volvió, vio a Fallom, desnudo como él.

No pudo evitar echarse hacia atrás, lo cual, en la zona angosta de Personal, significaba que parte de su cuerpo tendría que chocar con algo duro. Lanzó un gruñido.

Fallom le estaba mirando con curiosidad y señalando el pene de Trevize con el dedo. Dijo algo incomprensible, pero la actitud del niño revelaba un sentimiento de incredulidad. Para su propia tranquilidad, Trevize no tuvo más remedio que taparse el pene con las manos.

—Saludos —dijo Fallom entonces, con su voz aguda.

Trevize se sorprendió ligeramente al oír que el niño hablaba en galáctico, pero las palabras habían sonado como aprendidas de memoria.

Fallom siguió diciendo, trabajosamente y separando las palabras:

—Bliss… dice… tú… lavar… mi.

—¿Sí? —dijo Trevize, y apoyó las manos en los hombros de Fallom—. Tú… quedar… aquí.

Señaló el suelo y Fallom miró de inmediato el lugar al que el dedo apuntaba. No dio muestras de haber comprendido la frase.

—No te muevas —dijo Trevize, agarrando los brazos del niño con fuerza y apretándolos contra el cuerpo para indicar que debía permanecer inmóvil. Se secó de prisa y se puso los calzoncillos y los pantalones.

—¡Bliss! — gritó mientras salía.

Era difícil que cualquiera pudiese estar a más de cuatro metros de otro en la nave, y Bliss apareció de pronto en la puerta de su habitación.

—¿Me llamabas, Trevize —dijo, sonriendo—, o fue el rumor de la suave brisa entre las hierbas oscilantes?

—No te hagas la graciosa, Bliss. ¿Qué es eso? — Y señaló por encima del hombro con el pulgar.

Bliss miró y dijo:

—Bueno, parece el joven solariano que ayer trajimos a bordo.

—Tu lo trajiste a bordo. ¿Por qué quieres que lo lave?

—Pensé que te gustaría hacerlo. Es una criatura muy inteligente.

Está aprendiendo rápidamente el vocabulario galáctico. Cuando le explico algo, no lo olvida. Desde luego, yo le ayudo a conseguirlo.

—Por supuesto.

—Sí. Le mantengo tranquilo. Hice que estuviese como aturdido durante casi todos los sucesos desagradables acaecidos en su planeta. Procuré que durmiese en la nave y estoy tratando de distraerle para que no se acuerde de su robot perdido, Jemby, al que por lo visto quería mucho.

—Y para que se encuentre a gusto aquí, supongo.

—Así lo espero. Se adapta muy bien porque es joven, y yo le ayudo influyendo en su mente con prudencia. Le enseñaré a hablar galáctico.

—Entonces, lo lavarás tu. ¿De acuerdo?

Bliss se encogió de hombros.

—Lo haré, si insistes, pero quisiera que se sintiese a gusto con cada uno de nosotros. Convendría que cada cual realizase funciones paternas.

Supongo que querrás colaborar en esto.

—No hasta ese punto. Y cuando acabes de lavarlo, procura librarte de ello. Tengo que hablar contigo.

—¿Qué quieres decir con eso de librarme de ello? —preguntó Bliss con súbita hostilidad.

—No quiero decir que lo arrojes por la borda, sino que lo metas en tu habitación y hagas que se quede sentado en ella. Tenemos que hablar.

—A tus órdenes —dijo fríamente Bliss.

Trevize la vio alejarse encolerizado de momento. Después, entró en la cabina-piloto y activó la pantalla.

Solaria era un círculo oscuro, con el borde izquierdo iluminado como una media luna. Trevize puso las manos sobre el tablero para establecer contacto con el ordenador y sintió que su enojo se desvanecía en el acto. Había que estar tranquilo para conectar eficazmente el ordenador con la mente y, en definitiva, un reflejo condicionado producía serenidad al establecer contacto con las manos.

No había objetos fabricados alrededor de la nave en ninguna dirección, aparte de los que pudiese haber en el lejano planeta. Los solarianos (o más probablemente sus robots) no podían, o no querían, seguirles.

Era una buena señal. Ahora, le sería fácil salir de la sombra nocturna y si continuaba alejándose, la nave se perdería de vista al hacerse el disco de Solaria más pequeño que el del más distante pero más grande sol alrededor del cual giraba.

Hizo que el ordenador sacase la nave del plano planetario, ya que eso le permitiría acelerar con más seguridad. Entonces, alcanzarían más rápidamente una región en que la curvatura del espacio sería lo bastante baja para garantizar el Salto.

Y, como casi siempre en tales ocasiones, empezó a estudiar las estrellas. Había algo casi hipnótico en su tranquila inmutabilidad. Toda su turbulencia y su inestabilidad eran borradas por la distancia que las reducía a simples puntos de luz. Uno de aquellos puntos podía ser muy bien el sol alrededor del cual giraba la Tierra; el sol original bajo cuya radiación empezó la vida y bajo cuyos beneficiosos efectos evolucionó la Humanidad.

Si los mundos Espaciales circundaban estrellas que eran brillantes y prominentes miembros de la familia estelar y que, sin embargo, no figuraban en el mapa galáctico del ordenador, esto podía ocurrir también con el sol.

¿O era solamente los soles de los mundos Espaciales los que se habían omitido, debido a algún primitivo acuerdo que los hizo independientes? ¿Estaría el sol de la Tierra incluido en el mapa galáctico, pero sin distinguirlo de los millones de estrellas que parecían soles pero no tenían ningún planeta habitable en órbita a su alrededor?

A fin de cuentas, había unos treinta mil millones de soles en la Galaxia, y uno solo de cada mil tenía planetas habitables en órbita. Podía haber un millar de estos planetas habitables dentro de unos pocos cientos de pársecs de la posición actual de la nave. ¿Tenía que examinar una a una aquellas estrellas como soles, buscando los planetas?

¿O no se encontraba siquiera el sol original en esa región de la Galaxia? ¿Cuántas otras regiones estaban convencidas de que el sol era uno de sus vecinos, de que ellas eran los Colonizadores primigenios…?

Necesitaba información sobre la situación de la Tierra y, hasta ahora, no tenía ninguna.

Dudaba mucho de que un examen más atento de las ruinas milenarias de Aurora le diese información sobre ella. Y todavía dudaba más de que pudiese obligar a los solarianos a dársela.

Además, si toda información referente a la Tierra había desaparecido de la gran Biblioteca de Trantor, si ninguna información sobre la Tierra se conservaba en la gran Memoria Colectiva de Gaia, parecía muy improbable que se hubiese pasado por alto cualquier información que hubiese podido existir sobre los mundos perdidos Espaciales.

Y si encontrase el sol de la Tierra y después la misma Tierra, por pura casualidad, ¿habría algo que le obligase a no darse cuenta de ello? ¿Era absoluta la defensa de la Tierra? ¿Sería inquebrantable su resolución de permanecer oculta?

De todos modos, ¿qué estaba él buscando?

¿La Tierra? ¿o un fallo en el «Plan Seldon» que creía (por ninguna razón clara) que podría encontrar en la Tierra?

El «Plan Seldon» llevaba cinco siglos funcionando y, al fin, llevaría a la especie humana (según se decía) a puerto seguro en el seno de un Segundo Imperio Galáctico, más grande que el Primero, más noble y más libre… Y sin embargo él, Trevize, había votado en su contra y a favor de Galaxia.

Galaxia se convertiría en un gran organismo, mientras que el Segundo Imperio Galáctico, por grande que fuese en dimensiones y en variedad, no pasaría de ser una simple unión de organismos individuales, microscópicos en relación con su propio tamaño. El Segundo Imperio Galáctico sería otro ejemplo de la clase de unión de individuos que había montado la Humanidad desde que se había convertido en tal. El Segundo Imperio Galáctico sería el más grande y el mejor de la especie, pero nunca sería más que un miembro de aquella especie.

Para que Galaxia, miembro de una clase de organización completamente distinta, fuese mejor que el Segundo Imperio Galáctico, tenía que haber un fallo en el «Plan», algo que hubiese pasado inadvertido al propio Hari Seldon.

Pero, si algo había pasado inadvertido a Seldon, ¿cómo podía Trevize reparar en ello? Él no era matemático; no sabía nada, absolutamente nada, acerca de los detalles del «Plan», y, además, no comprendería nada aunque se lo explicasen.

Lo único que tenía eran presunciones de que un gran número de seres humanos estaban involucrados y de que desconocían las conclusiones alcanzadas. La primera presunción resultaba, evidentemente, cierta, considerando la enorme población de la galaxia, y la segunda tenía que serlo, ya que sólo los Segundos Fundadores conocían los detalles del Plan y los mantenían en secreto.

De todo eso se desprendía otra presunción no reconocida, una presunción que se daba por sabida hasta el punto de que nunca se mencionaba ni se pensaba en ella…, y que, sin embargo, podía ser falsa. Una presunción que, si fuese falsa, alteraría la gran conclusión del Plan y haría que Galaxia fuese preferible al Imperio.

Pero, si la presunción resultaba tan evidente y se daba hasta tal punto por sabida que nunca era expresada, ¿cómo podía ser falsa? Y si nadie la mencionaba nunca, ni pensaba en ella, ¿cómo podía Trevize saber que estaba allí o tener la menor idea de su naturaleza, aunque adivinase su existencia?

¿Era él, en realidad, el Trevize de intuición infalible que decía Gaia? ¿Sabía que era acertado lo que estaba haciendo, cuando ni siquiera conocía él por qué lo hacía?

Ahora estaba visitando todos los mundos Espaciales de los que tenía noticia. ¿Era lo que debía hacer? ¿Tenían los mundos Espaciales la respuesta? ¿O al menos el principio de una respuesta? ¿Qué había en Aurora, salvo ruinas y perros salvajes? (Y presumiblemente otras criaturas feroces. ¿Toros furiosos? ¿Ratas gigantescas? ¿Felinos de ojos verdes?) Solaria estaba viva, pero, ¿qué había en ella, salvo robots y unos seres humanos transductores de energía? ¿Qué tenían que ver aquellos mundos con el «Plan Seldon», a menos que poseyesen el secreto de la situación de la Tierra?

Y si lo poseían, ¿qué tenía que ver la Tierra con el «Plan Seldon»?

¿Era todo una locura? ¿Había escuchado durante demasiado tiempo y con excesiva seriedad la fantasía de su propia infalibilidad?

Un abrumador sentimiento de vergüenza lo invadió, algo que pareció aplastarle hasta el punto de dejarle casi sin respiración. Miró las estrellas, remotas, indiferentes, y pensó: «Debo ser el loco más grande de la galaxia.»

La voz de Bliss interrumpió sus pensamientos.

—Bueno, Trevize, ¿qué es lo que quieres? ¿Pasa algo malo? —preguntó ella, con súbita preocupación.

Trevize levantó la cabeza y, por un instante, le resultó difícil dominar su mal humor. Después, la miró fijamente.

—No, no; no pasa nada. Sólo estaba…, estaba sumido en mis pensamientos. A fin de cuentas, también suelo pensar de vez en cuando. Advertía con inquietud que Bliss podía leer sus emociones. Sólo tenía su palabra de que se abstendría voluntariamente de escudriñar su mente.

Sin embargo, ella pareció aceptar su explicación.

—Pelorat está con Fallom, enseñándole frases galácticas. El niño come lo mismo que nosotros, sin poner reparos. Pero, ¿de qué querías hablarme?

—Bueno, no aquí —dijo Trevize—. El ordenador no me necesita de momento. Si quieres venir a mi habitación, la cama está hecha y podrás sentarte en ella, y yo lo haré en la silla. O viceversa, si lo prefieres.

—Lo mismo da..

Recorrieron la breve distancia que les separaba de la habitación de Trevize. Ella lo miró fijamente.

—Ya no pareces estar furioso —dijo.

—¿Estás registrando mi mente?

—En absoluto. Sólo observo tu cara.

—Nunca estoy furioso. Puedo tener un poco de mal genio de vez en cuando, pero eso no es lo mismo que estar furioso. Y ahora, si no te importa, debo hacerte algunas preguntas.

Bliss se sentó en la cama de Trevize, manteniéndose erguida y con una expresión solemne en sus redondas mejillas y en sus oscuros ojos castaños. Los negros cabellos, que le llegaban hasta los hombros, habían sido peinados con gran cuidado, y tenía las delicadas manos cruzadas sobre la falda. Un ligero olor a perfume la envolvía. Trevize sonrió.

—Te has acicalado bien —dijo—. Supongo que piensas que no le gritaré tan fuerte a una muchacha joven y bonita.

—Puedes gritar y chillar todo lo que desees, si eso te hace sentir mejor. Pero, por favor, no le grites ni chilles a Fallom.

—No pienso hacerlo. En realidad, tampoco quiero gritarte ni chillarte a ti. ¿ No acordamos que seríamos amigos?

—Gaia sólo ha sentido amistad por ti, Trevize.

—No estoy hablando de Gaia. Sé que tú eres parte de Gaia y que eres Gaia. Sin embargo, una parte de ti es individual, al menos en cierto sentido. Ahora estoy hablando al individuo. Estoy hablando a una mujer llamada Bliss, sin que me importe, o importándome lo menos posible, Gaia. ¿No resolvimos ser amigos, Bliss?

—Sí, Trevize.

—Entonces, ¿cómo es que demoraste tu acción contra los robots de Solaria, cuando salimos de la mansión y llegamos a la nave? Fui humillado y maltratado físicamente y, sin embargo, no hiciste nada. Aunque en cualquier momento podían llegar más robots y superarnos por su fuerza numérica, no hiciste nada.

Bliss lo miró con seriedad y habló como si pretendiese explicar sus acciones más que defenderlas.

—No es cierto que no hiciese nada, Trevize. Estaba estudiando las mentes de los robots guardianes y tratando de averiguar cómo tenía que manipularlas.

—Sé lo que estabas haciendo. Al menos lo que tú dijiste entonces que hacías. Pero no veo la razón. ¿ Por qué manejar unas mentes cuando eres perfectamente capaz de destruirlas…, como hiciste al fin?

—¿Crees que es fácil destruir un ser inteligente?

Trevize frunció los labios con expresión de disgusto.

—Vamos, Bliss. ¿Un ser inteligente? Sólo se trataba de un robot.

—¿Nada más que un robot? — Su voz sonó un poco apasionada—. El argumento de siempre. Nada más. ¡Nada más! ¿ Por qué tenía que vacilar en matarnos el solariano Bander? No éramos más que unos seres humanos sin transductores. ¿Y por qué teníamos nosotros que vacilar en abandonar a Fallom a su destino? No era más que un solariano, e inmaduro por añadidura. Si empiezas a desdeñar a todos o a todo, porque no son más que esto o aquello, puedes destruir cualquier ser que se te antoje. Siempre encontrarás categorías para ellos.

—No lleves una observación perfectamente,justa a extremos que la hagan parecer ridícula. El robot no era más que un robot. Debes admitirlo, No era un ser humano; ni siquiera inteligente, en el sentido que damos a esta palabra. Sólo se trataba de una máquina que aparentaba tener inteligencia.

—¡Con qué facilidad hablas de cosas de las que no sabes nada! —dijo Bliss—. Sí, yo soy Bliss, pero también soy Gaia, un mundo que considera precioso y significativo cada uno de sus átomos, y todavía más preciosa y significativa toda organización de ellos. «Yo-nosotros-Gaia» no romperíamos a la ligera una organización, aunque la convertiríamos de buen grado en algo más complejo, siempre que no fuese perjudicial para el conjunto.

»La forma más alta de organización que conocemos produce inteligencia, y sólo una necesidad extrema puede justificar que esa inteligencia sea destruida. Importa poco que tenga origen mecánico o bioquímico. En realidad, el robot guardián representaba una clase de inteligencia que «yo-nosotros-Gaia» no habíamos encontrado nunca. Era maravilloso estudiarla; destruirla, inconcebible…, salvo en un momento de suprema necesidad.

—Había tres inteligencias más grandes en juego — adujo Trevize con sequedad—: la tuya, la de Pelorat, el ser humano a quien amas y, si no te importa que la mencione, la mía.

—¡Cuatro! Sigues olvidándote de Fallom. Pero todavía no corrían peligro. Al menos, así lo pensé. Imagínate que te hallases delante de un cuadro, una excelsa obra maestra cuya existencia supusiera la muerte para ti. Te bastaría con coger brocha, embadurnar la tela al azar, y la pintura quedaría destruida para siempre y tú estarías a salvo. Pero piensa que, en vez de eso, pudieses añadir una pincelada aquí, hacer un retoque allí, rascar una pequeña porción en otra parte…, cambiando el cuadro lo bastante para evitar la muerte y conservando, empero, la obra de arte. Por supuesto que la modificación tendría que hacerse con el máximo cuidado. Requeriría tiempo, pero, si lo tuvieses, tratarías de salvar el cuadro además de tu vida.

—Tal vez sí —dijo Trevize—. Pero al fin destruiste el cuadro de un modo irreparable. Diste el brochazo definitivo y borraste todos los maravillosos toques de color y las sutilezas de la forma. Y lo hiciste en el instante en que estuvo en peligro la vida del pequeño hermafrodita, cuando nuestro peligro y el tuyo propio no te habían conmovido.

—Nosotros, los forasteros, no corríamos un peligro inmediato, mientras que Fallom me pareció que sí. Tenía que elegir entre los robots guardianes y Fallom, y como no había tiempo que perder, elegí a ello.

—¿Fue eso en realidad, Bliss? ¿Un rápido cálculo comparando las mentes? ¿Un juicio precipitado entre la mayor complejidad y el mayor valor?

—Sí.

—Supón que te digo que no era más que un niño lo que tenías delante, un niño amenazado de muerte. El instinto maternal hizo que lo salvases enseguida, mientras que tenías que calcularlo bien cuando eran las vidas de tres adultos las que estaban en juego.

Bliss se sonrojó ligeramente.

—Puede que hubiese algo de eso, pero no justificaba el tono irónico de tus palabras. En el fondo, existía una idea racional.

—No lo sé. Si te hubieses dejado guiar por la razón, habrías considerado que el niño corría a un destino fatal, inevitable en su propia sociedad. ¡Quién sabe cuántos miles de niños habrán sido eliminados para mantener el bajo número de población que los solarianos consideran el más adecuado en su mundo!

—Había algo más, Trevize. El niño hubiese muerto porque era demasiado joven para ser un sucesor, y esto se debía a que su padre había muerto prematuramente, porque yo lo había matado.

—En unos momentos en que tenías que elegir entre matar o que te matasen.

—Eso no importa. Yo maté al padre. No podía dejar que matasen al niño a causa de mi acción. Además, así tendré ocasión de estudiar una clase de cerebro que jamás ha sido estudiado por Gaia.

—Un cerebro infantil.

—No lo será siempre, sino que, más adelante, se desarrollarán los dos lóbulos transductores a ambos lados del cráneo. Esos lóbulos dan facultades al solariano que toda Gaia no puede igualar. Yo me quedé agotada por el esfuerzo de mantener encendidas unas pocas luces y de activar un mecanismo para abrir una puerta. En cambio, Bander era capaz de transmitir toda la energía que necesitaba una hacienda de mayor complejidad y extensión que aquella ciudad que vimos en Comporellon…, y de hacerlo mientras dormía.

—Entonces —dijo Trevize—, ves, en ello, un objeto importante para la investigación del cerebro.

—En cierto modo, sí.

—No es ésta mi impresión. Yo creo que hemos traído el peligro a bordo. Un gran peligro.

—¿De qué clase? Ello se adaptará a la perfección…, con mi ayuda. Es sumamente inteligente y da señales de sentir afecto por nosotros. Comerá lo que nosotros comamos, irá donde vayamos, y «yo-nosotros-Gaia» obtendremos inestimables conocimientos en lo tocante a su cerebro.

—¿Qué pasará si tiene hijos? No necesita una pareja. Ello lo es de sí mismo.

—No estará en edad de tener hijos hasta dentro de muchos años.

Los Espaciales vivieron siglos y los solarianos no tenían el menor deseo de aumentar su número. Quizá, la reproducción tardía le haya sido inculcada a la población. Fallom no tendrá descendencia en mucho tiempo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Trevize.

—No lo sé. Es una simple deducción lógica.

—Te digo que Fallom resultará peligroso.

—Esto no lo sabes, y la tuya tampoco se trata de una deducción lógica.

—Es algo que presiento, Bliss, sin tener razones para ello…, de momento. Y eres tú, no yo, quien insiste sobre mi infalible intuición.

Bliss frunció el entrecejo y pareció inquieta.

Pelorat se detuvo en la puerta de la cabina-piloto y miró al interior con aire bastante indeciso. Daba la sensación de que intentaba saber si Trevize estaba o no trabajando de firme.

Trevize tenía las manos sobre el tablero, como siempre que conectaba con el ordenador, y los ojos fijos en la pantalla. Por consiguiente, Pelorat juzgó que estaba ocupado y esperó con paciencia, tratando de no moverse o, en cualquier caso, de no distraer a su compañero. Al cabo de un rato, Trevize miró hacia Pelorat, aunque hubiérase dicho que no tenía plena conciencia e ello. Sus ojos parecían un poco empañados y desenfocados siempre que estaba en comunión con el ordenador, como si mirase, pensase y viese de manera diferente a como cualquier persona solía hacer.

Pero saludó lentamente a Pelorat con la cabeza, dando la impresión de que la visión, penetrando con dificultad, llegaba a impresionar, al fin, los lóbulos ópticos. Al cabo de un rato, levantó las manos del tablero, sonrió y volvió a ser el de siempre.

—Temo haberte interrumpido, Golan —dijo Pelorat, disculpándose.

—No importa, Janov. Sólo comprobaba si estábamos listos para el Salto. Creo que sí, pero prefiero esperar unas pocas horas más, por mor de la suerte.

—¿Tiene la suerte, o los factores aleatorios, algo que ver con esto?

—Ha sido una expresión como otra cualquiera —dijo Trevize, sonriendo—, pero los factores aleatorios sí que tienen que ver algo con ella, en teoría. ¿Qué tienes metido entre ceja y ceja?.

—¿Puedo sentarme?

—Claro, pero vayamos a mi habitación. ¿Cómo está Bliss?

—Muy bien —respondió Pelorat con un carraspeo—. Ahora, duerme. Tiene que dormir, ¿comprendes?

—Perfectamente. Es la separación hiperespacial.

—Exacto, viejo amigo..

—¿Y Fallom?

Trevize se reclinó en la cama, dejando la silla para Pelorat.

—¿Recuerdas aquellos libros de mi biblioteca que hiciste que tu ordenador imprimiese para mí? ¿Los cuentos populares? Los está leyendo.

Desde luego, comprende muy poco el galáctico, pero parece disfrutar repitiendo las palabras. Él… Siempre tiendo a emplear el pronombre masculino en vez del neutro. ¿Por qué supones que será?

Trevize se encogió de hombros.

—Tal vez porque tú eres masculino.

—Tal vez sí. Es terriblemente inteligente, ¿sabes?

—Estoy seguro.

Pelorat vaciló y dijo:

—Me parece que no aprecias mucho a Fallom.

—No tengo nada personal contra ello, Janov. Nunca he tenido hijos ni he apreciado a los niños en general. Creo recordar que tú sí que has tenido.

—Un hijo. Recuerdo la satisfacción que me producía mi hijo cuando era pequeño. Tal vez por eso me gusta emplear el pronombre masculino al referirme a Fallom. Es como si volviese un cuarto de siglo atrás.

—No te censuro que tú lo aprecies, Janov.

—También a ti te gustaría, si te lo propusieses.

—Seguro que sí, Janov, y tal vez algún día me lo proponga.

Pelorat vaciló de nuevo.

—También sé que debes estar cansado de discutir con Bliss.

—En realidad, no creo que discutamos mucho, Janov. Ella y yo nos llevamos muy bien ahora. El otro día, incluso tuvimos una discusión razonable, sin gritos ni recriminaciones, sobre su retraso en desactivar los robots guardianes. A fin de cuentas, Bliss sigue salvando nuestras vidas, de modo que lo menos que puedo hacer es ofrecerle mi amistad, ¿no crees?

—Sí, lo creo, pero no me refiero a discutir en el sentido de pelearos. Quiero decir esta constante discusión sobre Galaxia como opuesta a individualidad.

—¡Oh, eso? Supongo que continuará…, aunque con toda cortesía.

—¿Te importaría, Golan, que me pusiese de parte de Bliss en la discusión?

—Tienes perfecto derecho a hacerlo. ¿Aceptas la idea de Galaxia por tu propia cuenta, o es que te sientes más dichoso cuando estás de acuerdo con Bliss?

—Sinceramente, lo hago por mi cuenta. Creo que el futuro está en Galaxia. Tú mismo elegiste ese curso de acción y cada vez estoy más convencido de que es el correcto.

—¿Porque lo elegí yo? Éste no es un argumento. Diga Gaia lo que diga, puedo estar equivocado, ¿sabes? Por consiguiente, no te dejes persuadir por Bliss en lo de Galaxia partiendo de aquella base.

—No creo que estés equivocado. Solaria me lo demostró, no Bliss.

—¿Cómo?

—Bueno, en primer lugar, tú y yo somos Aislados.

—Ese término es de ella, Janov. Yo prefiero pensar en nosotros como individuos.

—Todo es cuestión de semántica, viejo amigo. Llámalo como quieras, pero estamos encerrados en nuestras pieles particulares que envuelven nuestras ideas particulares, y pensamos primero y por encima de todo en nosotros mismos. La autodefensa es nuestra primera ley natural, aunque signifique perjudicar a todos los demás seres existentes.

—Ha habido gente que ha dado su vida por los demás.

—Un fenómeno raro. Son muchos más los que han sacrificado las necesidades más importantes de otros por satisfacer algún tonto capricho suyo propio.

—¿Y qué tiene esto que ver con Solaria?

—Bueno, en Solaria vimos en qué pueden convertirse los Aislados… o los individuos, si lo prefieres. Los solarianos, a duras penas, pueden soportar la división de todo un mundo entre ellos. Consideran que la libertad perfecta consiste en vivir en completo aislamiento. Ni siquiera aprecian a sus propios hijos, ya que los matan si son demasiados. Se rodean de esclavos robots a los que suministran energía, de manera que, cuando ellos mueren, todas sus enormes posesiones mueren también de manera simbólica. ¿Te parece esto admirable. Golan? ¿Es posible compararlo con Gaia, en honradez, amabilidad y preocupación de los unos por los otros? Bliss no ha comenta o nada de esto conmigo, en absoluto. Lo digo porque lo siento así.

—Y es un sentimiento muy propio de ti, Janov. Yo lo comparto. Creo que la sociedad solariana es horrible, pero no siempre ha ocurrido eso, son descendientes de los hombres de la Tierra y, más inmediatamente, de unos Espaciales que vivieron una vida mucho más normal. Los solarianos eligieron, por la razón que fuese, un camino que los condujo a un extremo, pero no podemos juzgar un asunto basándonos en los casos extremos. En toda la Galaxia, con sus millones de planetas habitados, ¿conoces alguno que ahora, o en el pasado, haya tenido una sociedad como la de Solaria, o incluso que se parezca remotamente a ella? E incluso salaria, ¿tendría una sociedad semejante si no estuviese plagada de robots? ¿Es concebible que una sociedad compuesta de individuos hubiese podido evolucionar de un modo tan horrible como en Solaria, sin los robots?

A Pelorat se le nubló un poco el semblante.

—Tú encuentras defectos en todo, Golan…, o al menos quiero decir que no parece que te importe defender el tipo de Galaxia contra el que votaste.

—Yo no voy a combatirlo todo. Hay una razón para Galaxia, y cuando la encuentre, la conoceré y me daré por vencido. O, quizás habría podido decir más exactamente, si la encuentro.

—¿Crees que podrías no encontrarla?

Trevize se encogió de hombros.

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Sabes por qué estoy esperando unas pocas horas para dar el Salto, y por qué estoy corriendo el peligro de tomarme unos pocos días de espera?

—Dijiste que sería más seguro si lo hacíamos así.

—Sí, eso fue lo que dije, pero ahora estaríamos bastante seguros. Lo que temo, en realidad, es que esos mundos Espaciales, de cuyas coordenadas disponemos, nos defrauden por completo. Sólo tenemos tres y ya hemos examinado dos, librándonos ambas veces de la muerte por los pelos. Con todo esto, todavía no hemos conseguido el menor indicio sobre la situación de la Tierra, ni siquiera, si hemos de ser sinceros, sobre su existencia. Ahora me enfrento con la tercera y última oportunidad, ¿y qué pasará, si también ésta fracasa?

Pelorat suspiró.

—Sabes que hay antiguos cuentos populares (por cierto, que uno de ellos se lo he dejado a Fallom para hacer prácticas) en los que se permite a alguien formular tres deseos, pero sólo tres. El tres parece ser un número significativo, tal vez porque es el primer número impar, de modo qué es el número decisivo más pequeño. Ya sabes, dos ganan a uno. La moraleja de estos cuentos es que los deseos resultan inútiles. Nadie desea nunca correctamente, lo cual, según he supuesto siempre, es la antigua manera sabia de decir que la satisfacción de los propios deseos tiene que ganarse a pulso y no… — Calló de pronto, como avergonzado—. Lo siento, viejo, pero te estoy haciendo perder el tiempo. Hablo demasiado cuando comento algo referido a mi hobby.

—Lo que dices me parece interesante siempre, Janov. Comprendo la analogía. Hemos formulado tres deseos, se han cumplido y no han dado resultado. Ahora sólo queda uno. Sin saber por qué, estoy seguro de fracasar de nuevo, y por eso quiero demorarlo. Por eso estoy aplazando el Salto el mayor tiempo posible.

—¿Qué harás si fracasas de nuevo? ¿Volver a Gaia? ¿A Terminus?

—¡Oh, no! —dijo Trevize en voz baja y negando con la cabeza—. La búsqueda tiene que continuar…, aunque yo no sepa cómo.

XIV. El planeta muerto

Trevize se sentía deprimido. Las pocas victorias alcanzadas desde que habían empezado la búsqueda nunca podían considerarlas definitivas; sólo habían servido para evitar la derrota temporalmente. Ahora, había retrasado el Salto al tercero de los mundos Espaciales hasta que había contagiado su inquietud a los otros. Cuando, al fin, decidió que debía decir al ordenador que condujese la nave a través del hiperespacio, Pelorat se hallaba de pie, en el umbral de la puerta de la cabina-piloto, con aire solemne, y Bliss estaba exactamente detrás de él y hacia un lado. Incluso Fallom se encontraba allí, mirando a Trevize con fijeza, mientras asía con fuerza una mano de Bliss.

Trevize había levantado la mirada y dicho con bastante brusquedad:

—¡Un buen grupo familiar!

Pero sólo había sido fruto de su propio malestar.

Pasó las instrucciones al ordenador para que diese el Salto de manera que volviese a entrar en el espacio a la mayor distancia posible de la estrella en cuestión. Se dijo a sí mismo que eso se debía a que estaba aprendiendo a ser precavido como resultado de lo ocurrido en los dos primeros mundos Espaciales, pero, en realidad, no lo creía. En el fondo, sabía que esperaba llegar al espacio a una distancia de la estrella lo bastante grande para no estar seguro de sí tenía o no un planeta habitable en su sistema. Eso le daría unos días más de viaje en el espacio antes de poder averiguarlo, y (tal vez) tener que soportar la derrota más amarga.

Y así, observado por el «grupo familiar», respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló en un silbido, mientras daba la instrucción final. El campo de estrellas cambió silenciosamente y la pantalla pareció vaciarse, porque habían pasado a una región en que los astros estaban algo más desperdigados. Y allí, casi en el centro, estaba la estrella más resplandeciente.

Trevize esbozó una amplia sonrisa, pues aquello era, sin duda, una victoria. A fin de cuentas, la tercera serie de coordenadas podía contener algún error y no haber aparecido la correspondiente estrella de tipo G. Miró a los otros tres.

—Allí está —dijo—. La estrella número tres.

—¿Estás seguro? —preguntó Bliss a media voz.

—¡Observad! —exclamó Trevize—. Proyectaré la vista equicentrada sobre el mapa galáctico del ordenador y, si aquella estrella brillante desaparece, si no figura en el mapa, será la que buscamos.

El ordenador respondió a su mandato y la estrella se apagó sin haber menguado previamente de intensidad. Fue como si nunca hubiese existido, mientras que el resto del campo estrellado permanecía inmutable con sublime indiferencia.

—La tenemos —dijo Trevize.

Sin embargo, hizo que la Far Star avanzase a poco más de la mitad de la velocidad que hubiese podido alcanzar con facilidad. Subsistía la cuestión de la presencia, o la ausencia, de un planeta habitable, y no tenía prisa en solventarla. Incluso después de tres días de aproximación, nada podía decirse acerca de aquello, en cualquier sentido.

O tal vez sí. Girando alrededor de la estrella había un gran gigante gaseoso. Estaba muy lejos de aquélla y brillaba con un palidísimo fulgor amarillo en el lado iluminado, el cual podía ver, desde su posición, como una gruesa media luna.

A Trevize no le gustó su aspecto, pero trató de disimularlo.

—Allí hay un gigante gaseoso —dijo, en el tono práctico de un guía—. Es bastante espectacular. Tiene un par de finos anillos y dos satélites de buen tamaño que pueden distinguirse de momento.

—La mayoría de los sistemas tienen gigantes gaseosos, ¿no es cierto?

—Sí, pero ése es bastante grande. A,juzgar por la distancia de sus satélites y por sus períodos de revolución, el gigante gaseoso tiene casi dos mil veces la masa de un planeta habitable.

—;Qué importa eso? —dijo Bliss—. Los gigantes gaseosos son gigantes gaseosos, y no importa el tamaño que tengan, ¿verdad? Siempre están presentes a grandes distancias de la estrella alrededor de la cual giran, y ninguno de ellos es habitable, gracias a su tamaño y su distancia. Tenemos que mirar más cerca de la estrella si queremos encontrar un planeta habitable.

Trevize vaciló; después, decidió poner las cartas sobre la mesa.

—La cuestión es que los gigantes gaseosos tienden a barrer un volumen de espacio planetario —dijo—. El material que no absorben en sus propias estructuras se junta en cuerpos bastante grandes que constituyen su sistema de satélites. Éstos evitan otras concentraciones incluso a distancias considerables, de manera que cuanto más grande sea el gigante gaseoso, mayor es la probabilidad de que sea el único planeta importante de una estrella particular. Entonces, sólo quedan el gigante gaseoso y los asteroides.

—¿Quieres decir que ahí no hay ningún planeta habitable?

—Cuanto más grande es el gigante gaseoso, menor es la probabilidad de que exista un planeta habitable, y ese gigante es tan enorme que casi parece una estrella enana.

—¿Podemos verlo? —dijo Pelorat.

Los tres contemplaron ahora la pantalla (Fallom se encontraba en la habitación de Bliss con los libros).

La panorámica fue ampliada hasta que la media luna llenó la pantalla. Cruzando aquella media luna, a cierta distancia sobre el centro, podía observarse una fina raya oscura, la sombra del sistema de anillos que se veía, a poca distancia más allá de la superficie planetaria, como una curva brillante que se extendía un poco en el lado oscuro antes de sumergirse en la sombra.

—El eje de rotación del planeta —dijo Trevize — está inclinado unos treinta y cinco grados con respecto a su plano de revolución, y su anillo se encuentra, naturalmente, en el plano ecuatorial planetario, de manera que la luz de la estrella llega desde abajo en este punto de su órbita y proyecta la sombra del anillo muy por encima del ecuador.

Pelorat observaba absorto.

—Son unos anillos muy finos.

—En realidad, de un tamaño superior al normal —dijo Trevize.

—Según la leyenda, los anillos que circundan un gigante gaseoso en el sistema planetario de la Tierra son mucho más anchos, más brillantes y más complicados que éste. Los anillos hacen, en comparación con aquéllos, que el gigante gaseoso parezca más pequeño.

—No me sorprende —dijo Trevize—. Cuándo un cuento se transmite de una persona a otra durante miles de años, ¿supones que se reduce?

—Es un bello espectáculo — murmuró Bliss—. Si observáis la media luna, parece que oscile y se retuerza ante los ojos.

—Tormentas atmosféricas —dijo Trevize—. Generalmente, se ven con más claridad si se elige una longitud de onda de luz adecuada. Dejad que haga la prueba.

Puso las manos sobre el tablero y mandó al ordenador que recorriese el espectro y se detuviese en la longitud de onda apropiada.

La débilmente iluminada media luna pasó por un torbellino de colores que, al cambiar con tanta rapidez, casi deslumbraba a quienes trataban de seguirlo. Por último, se estabilizó en un rojo anaranjado y, dentro de la media luna, aparecieron unas claras espirales que se enroscaban y desenroscaban al moverse.

—Increíble — murmuró Pelorat.

—Estupendo —dijo Bliss.

Completamente creíble, pensó Trevize con amargura, y nada estupendo. Ni Pelorat ni Bliss, atónitos por tanta belleza, pensaron que el planeta que tanto admiraban reducía las probabilidades de resolver el misterio que él trataba de aclarar. Pero, ¿por qué habían de preocuparse? Ambos estaban convencidos de que la decisión de Trevize había sido la correcta y lo acompañaban en su búsqueda de la certidumbre sin que interviniese ningún factor emocional. No podía culparles por ello:

—El lado en sombra parece oscuro —dijo—, pero si nuestros ojos fuesen sensibles un poco más allá del límite acostumbrado de la onda larga, lo veríamos de un rojo mate y fuerte. El planeta emite radiación infrarroja al espacio en grandes cantidades, porque tiene la masa suficiente para estar casi en un color al rojo. Es más que un gigante gaseoso; es una subestrella. — Hizo una larga pausa y prosiguió—: Y ahora, apartemos ese objeto de nuestra mente y busquemos el planeta habitable que pueda existir.

—Tal vez existe —dijo, sonriendo, Pelorat—. No te rindas, viejo amigo.

—No lo he hecho —repuso él, aunque sin demasiada convicción—. La formación de los planetas es demasiado complicada para someterla a reglas exactas. Sólo hablamos de probabilidades. Con ese monstruo en el espacio, las probabilidades descienden, pero no hasta cero.

—¿Por qué no lo miras de otra manera? —dijo Bliss—. Si las dos primeras series de coordenadas te dieron, cada una de ellas, un planeta Espacial habitable, la tercera serie, que te ha dado ya una estrella adecuada, también debería darte un planeta habitable. ¿Por qué hablar de probabilidades?

—Espero que tengas razón —respondió Trevize, sin sentirse en modo alguno consolado—. Ahora, saldremos del plano planetario y nos dirigiremos hacia la estrella.

El ordenador inició la maniobra casi en cuanto Trevize hubo anunciado su intención. Éste se retrepó en la silla del piloto y pensó, una vez más, que el único inconveniente de pilotar una nave gravítica con un ordenador tan perfeccionado era que nunca, nunca, seria capaz de pilotar cualquier otro tipo de nave.

¿Acaso podría volver a hacer él mismo los cálculos? ¿Acaso podría prestar atención a la aceleración y limitarla a un nivel razonable? Lo más probable sería que soltase toda la energía y que todos los que estuviesen a bordo se estrellasen contra alguna pared interior.

Entonces, seguiría pilotando esa nave siempre, u otra exactamente igual, si podía soportar el cambio.

Y como no quería pensar en la cuestión del planeta habitable, de si existiría o no, reflexionó sobre el hecho de que había ordenado a la nave que se moviese por encima del plano, en vez de por debajo. Si no existía alguna razón concreta que aconsejase ir por debajo de un plano, los pilotos preferían siempre hacerlo por arriba. ¿Por qué?

Y a propósito, ¿por qué tanto empeño en considerar que una dirección era por arriba y la otra por abajo? En la simetría del espacio, tal aspecto era puro convencionalismo.

De todos modos, siempre estaba seguro, al observar un planeta, de la dirección en que giraba sobre su eje y de aquella en la que se trasladaba alrededor de su estrella. Cuando ambas eran las de las agujas del reloj, los brazos levantados señalaban hacia el Norte, y los pies, hacia el Sur. Y en toda la Galaxia, se consideraba que el Norte estaba arriba y el Sur abajo.

Era un puro convencionalismo que se remontaba a los oscuros tiempos primitivos, pero que todos seguían rajatabla. Si uno miraba un mapa conocido en el que el Sur estuviese arriba, no lo reconocía. Tenía que volverlo del revés para que tuviese sentido. Y como siempre ocurría igual, cuando uno se dirigía al Norte, iba hacia «arriba».

Trevize pensó en una batalla entablada por Bel Riose, el general imperial que, tres siglos atrás, había dirigido su escuadra por debajo del plano planetario en un momento crucial y sorprendido a la escuadra enemiga, que no esperaba aquel ataque. Hubo quejas en el sentido de que había sido una maniobra min…, quejas — de los vencidos, desde luego.

Un convencionalismo tan observado y tan antiguo tuvo que tener su origen en la Tierra…, y esa idea hizo que la mente de Trevize volvióse de repente a la cuestión del planeta habitable.

Pelorat y Bliss seguían observando el gigante gaseoso que giraba despacio en la pantalla, como en un lento salto mortal hacia atrás. La porción iluminada por el sol fue aumentando y, como Trevize mantenía el espectro fijo en la longitud de onda roja anaranjada, la tormenta de la superficie se hizo todavía más violenta y más hipnótica.

Entonces, Fallom entró tambaleándose y Bliss decidió que le convenía dormir un poco, lo mismo que a ella.

Pelorat se quedó.

—Tengo que prescindir del gigante gaseoso, Janov —dijo Trevize—. Quiero que el ordenador se concentre en la búsqueda de un objeto gravitatorio de las dimensiones adecuadas.

—Desde luego, viejo amigo.

Pero la cosa era más complicada. El ordenador no sólo tenía que buscar un objeto de las dimensiones adecuadas, sino que se hallase también a la distancia adecuada. Tenían que pasar varios días aún antes de que pudiese estar seguro.

Trevize entró en su habitación, grave y solemne, mejor diríamos sombrío, y se sobresaltó de modo perceptible.

Bliss le estaba esperando y Fallom se encontraba junto a ella, vestido con su taparrabos y su bata oliendo inconfundiblemente a lavado y a planchado. La criatura tenía mucho mejor aspecto que con las acortadas camisas de dormir de Bliss.

—No quise molestarte mientras trabajabas con el ordenador, pero ahora escucha —dijo Bliss—. Adelante, Fallom.

Fallom dijo, con su voz aguda y musical:

—Te saludo, protector Trevize. Me satisface mucho acompañarte en este viaje a través del espacio. También agradezco la amabilidad de mis amigos, Bliss y Pel.

Fallom terminó y esbozó una agradable sonrisa, y, una vez más, Trevize pensó: «¿Creo que es un chico o una chica, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas?» Después, asintió con la cabeza.

—Lo has aprendido muy bien. Y lo has pronunciado casi a la perfección.

—No lo ha aprendido —dijo Bliss con entusiasmo—. Fallom compuso estas frases a solas y me preguntó si podría recitártelas. Yo no sabía siquiera lo que diría hasta que lo oí de sus labios.

Trevize sonrió forzadamente.

—Si es así, está mucho mejor.

Advirtió que Bliss evitaba los pronombres siempre que podía. Ella se volvió a Fallom.

—Ya te dije que a Trevize le gustaría. Ahora, ve con Pel y podréis leer un poco más, si os apetece.

Fallom salió corriendo.

—Es realmente asombrosa la rapidez con que Fallom aprende el galáctico —dijo ella—. Los solarianos tienen una facilidad especial para los idiomas. Recuerda cómo hablaba Bander el galáctico, sólo por haberlo oído en las comunicaciones hiperespaciales. Sus cerebros deben ser notables por algo más que la transducción de energía.

Trevize gruñó.

—¡No me digas que todavía no te gusta Fallom! — le espetó Bliss.

—Ni me gusta ni me disgusta. Esa criatura me pone nervioso, eso es todo. En primer lugar, me produce muy mala impresión tratar con un hermafrodita.

—Vamos, Trevize, eso es ridículo —dijo Bliss—. Fallom es una criatura perfectamente aceptable. Piensa en lo desagradables que resultaríamos tú y yo, o cualquier hombre o mujer en general, en una sociedad de hermafroditas. Cada persona es la mitad de un conjunto y, en orden a la reproducción, tiene que haber una unión grosera y temporal.

—¿Pones reparos a esto, Bliss?

—No finjas interpretarlo mal. Estoy tratando de mirarnos desde el punto de vista de los hermafroditas. A ellos debe parecerles sumamente repelente, cuando para nosotros es algo natural. De la misma manera, Fallom te parece repelente, pero ésta es una reacción miope y provinciana.

—Francamente —dijo Trevize—, es una lata no saber qué pronombre hay que emplear con esa criatura. Esto hace que vaciles siempre al pensar o al conversar con ella.

—Pero eso ocurre por culpa de nuestro lenguaje y no de Fallom —repuso Bliss—. Ningún idioma humano ha tenido en cuenta el hermafroditismo. Y me alegro de que hayas suscitado esta cuestión, porque también he pensado mucho al respecto. Decírmelo, como se empeña en hacer Bander, no es ninguna solución. Es un pronombre empleado para designar objetos para los cuales el sexo es irrelevante, y no existe ningún pronombre para objetos que son sexualmente activos en ambos sentidos. Entonces, ¿por qué no elegir arbitrariamente uno de los pronombres? Yo veo a Fallom como una niña. Tiene la voz aguda de las hembras y es capaz de tener hijos, característica vital de la femineidad. Pelorat está de acuerdo. ¿Por qué no lo estás tú también? Dejemos que sea «ella».

Trevize se encogió de hombros.

—Muy bien. Parecerá un poco raro que ella tenga testículos, pero sea como tú quieres.

Bliss suspiró.

—La mala costumbre de tomarlo todo en son de broma es clásica en ti mas como sé que te hallas bajo una fuerte tensión, te lo perdono. Pero emplea el pronombre femenino para Fallom, por favor.

—Lo haré. — Trevize vaciló; pero no pudo contenerse y dijo—: Cada día pareces más la madre adoptiva de Fallom. ¿Es que quieres tener un hijo y crees que Janov no puede dártelo?

Bliss abrió mucho los ojos.

—¡Él no está aquí para eso! ¿Has pensado que le empleo como medio para tener un hijo? En todo caso, ahora no estoy para tener hijos. Y cuando llegue el momento, tendrá que ser un gaiano, algo que Pel no podría proporcionarme.

—¿Quieres decir que tendrás que rechazar a Janov?

—En absoluto, sólo será una separación temporal. Incluso podría tener a mi hijo por inseminación artificial.

—Presumo que sólo lo tendrás cuando Gaia decida que es necesario, cuando se produzca un vacío por la muerte de un fragmento humano gaiano ya existente.

—Es una manera muy cruda de decirlo, pero bastante acertada. Gaia tiene que estar bien proporcionada en todas sus partes y relaciones.

—Lo mismo que los solarianos.

Bliss apretó los labios y su semblante palideció un poco.

—De ninguna manera. Los solarianos producen más de lo que necesitan y destruyen el excedente. Nosotros producimos sólo lo que necesitamos y nunca tenemos que destruir nada. Es como cuando tú sustituyes las capas externas de tu piel, que se están gastando, elaborando otras nuevas sin una célula de más.

—Sé lo que quieres decir —dijo Trevize—. Pero espero que tengas en cuenta los sentimientos de Janov.

—¿ En relación con un posible hijo? Nunca hemos discutido ese tema, ni lo discutiremos.

—No, no me refiero a eso. Me choca que cada vez te muestres más interesada por Fallom. Janov puede sentirse postergado.

—No está postergado, y Fallom le interesa tanto como a mí. Ella es otro punto de mutuo compromiso que nos une todavía más. ¿No serás tú el que se siente postergado?

—¿Yo? —dijo él, sinceramente sorprendido.

—Sí, tú. Yo no comprendo a los Aislados más de lo que tú comprendes a Gaia, pero tengo la impresión de que te gusta ser el punto central de atención en esta nave, y puedes sentirte desplazado por Fallom.

—Acabas de decir una tontería.

—No más que tu sugerencia de que estoy descuidando a Pel.

—Entonces, firmemos una tregua. Yo trataré de ver a Fallom como una niña y no me preocupare demasiado de cómo corresponder a los sentimientos de Janov.

Bliss sonrió.

—Gracias. Entonces, todo está bien.

Trevize se volvió, pero Bliss dijo:

—¡Espera!

Trevize la miró y dijo, en tono un poco cansado:

—¿Qué?

—Veo claramente, Trevize, que estás triste y deprimido. No voy a sondear tu mente, pero tal vez quieras explicarme qué es lo que anda mal. Ayer dijiste que había un planeta apropiado en este sistema solar y parecías muy satisfecho. Supongo que todavía está allí. El descubrimiento no fue una equivocación, ¿verdad?

—Hay un planeta adecuado en el sistema y sigue estando allí —dijo Trevize.

—¿Tiene las dimensiones debidas?

Trevize asintió con la cabeza.

—Si es adecuado, es que las tiene. Y también está a la distancia conveniente de la estrella.

—Entonces, ¿qué es lo que anda mal?

—Ahora estamos lo bastante cerca para analizar la atmósfera. Resulta que no tiene ninguna digna de tal nombre.

—¿No tiene atmósfera?.

—Ninguna digna de darle ese nombre. Es un planeta inhabitable, y no hay otro alrededor del Sol que tenga las condiciones mínimas de habitabilidad. El resultado de nuestro tercer intento es igual a cero.

Pelorat, con aire grave, no quería interrumpir el desconsolado silencio de Trevize. Observaba a éste desde la puerta de la cabina-piloto, esperando, por lo visto, que Trevize iniciase una conversación. Pero éste no lo hacía. Parecía haberse encerrado en un obstinado silencio.

Por fin, Pelorat no pudo soportarlo más y dijo, con voz bastante tímida:

—¿Qué hacemos ahora?

Trevize levantó la cabeza, miró a Pelorat un momento, se volvió y dijo:

—Estamos apuntando hacia el planeta.

—Pero si no hay atmósfera…

—El ordenador dice que no hay atmósfera. Hasta ahora siempre me había dicho lo que yo quería oír y yo lo había aceptado. Ahora me ha dicho algo que yo no quiero oír, y voy a comprobarlo. Si el ordenador puede equivocarse alguna vez, espero que sea ésta.

—¿Crees que se equivoca?

—No, no lo creo.

—¿Puedes imaginarte alguna razón de que esté equivocado?

—No, no puedo.

—Entonces, ¿por qué te preocupas, Golan?

Y Trevize se volvió al fin de cara a Pelorat, contraído el rostro casi desesperadamente.

—¿No ves, Janov, que es lo único que puedo hacer? Nos llevamos un chasco en los dos primeros mundos, en lo tocante a la situación de la Tierra, y lo propio parece que va a ocurrir en el tercero. ¿Qué puedo hacer ahora? Acaso ir de un mundo a otro, echarle un vistazo y decir: «Discúlpenme, ¿dónde está la Tierra?» La Tierra ha borrado su pista demasiado bien. No ha dejado huellas en parte alguna. Empiezo a creer que lo ha dispuesto de manera que seamos incapaces de seguir una pista aunque ésta exista.

Pelorat asintió con la cabeza y dijo:

—También yo he estado pensando en eso. ¿Te importa que lo discutamos? Sé que te sientes desgraciado, viejo amigo, y que no tienes ganas de hablar; por consiguiente, si quieres que te deje solo, lo haré.

—Adelante, habla — contestó Trevize, con una voz que parecía un gruñido—. Te escucharé. ¿Acaso puedo hacer algo mejor?

—Realmente, no parece que tengas ganas de que hable, pero quizá nos haga bien a los dos —dijo Pelorat—. Por favor, interrúmpeme cuando creas que no puedes aguantarlo más. A mí me parece, Golan, que la Tierra no tiene que tomar sólo medidas pasivas y negativas para ocultarse. No tiene que borrar simplemente sus huellas. ¿No podría establecer pistas falsas y trabajar activamente para esconderse de esa manera?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, en varios lugares nos han hablado de la radiactividad de la Tierra, y ese aspecto podría estar encaminado a hacer que se desista de todo intento de localizarla. Si fuese realmente radiactiva, sería inabordable por completo. Ni siquiera seríamos capaces de poner el pie en ella. Ni los robots exploradores, si los tuviésemos, podrían sobrevivir a la radiación. Entonces, ¿por qué buscarla? Y si no es radiactiva, permanece inviolada, salvo en el caso de algún acercamiento accidental, e incluso entonces, podría tener otros medios de ocultarse.

Trevize sonrió forzadamente.

—Aunque parezca extraño, Janov, también yo he pensado así. Incluso se me ocurrió que aquel improbable satélite gigante hubiese sido inventado e incorporado a las leyendas del planeta. En cuanto al gigante gaseoso, con su monstruoso sistema de anillos, es igualmente improbable y puede ser también simulado. Tal vez todo haya sido planeado para que busquemos algo que no existe, de manera que si cruzásemos el sistema planetario correcto y viésemos la Tierra, prescindiésemos de ella porque carece de un satélite grande o de un pariente con tres anillos o de una corteza radiactiva. Al no reconocerla, no soñaríamos siquiera en examinarla. Y todavía me imagino algo peor.

Pelorat pareció abrumado.

—¿Puede haber algo peor?

—Sí, cuando tu mente desvaría en medio de la noche y empieza a registrar el vasto reino de la fantasía buscando algo que puede hacer más profunda tu desesperación. ¿Y si la capacidad de la Tierra para ocultarse es definitiva? ¿Y si nuestras mentes pueden ser cegadas? ¿Y si podemos pasar junto a la Tierra, con su satélite gigante y con su lejano gigante gaseoso con anillos, y no ver nada de ello? ¿Y si lo hemos hecho ya?

—Pero si tú crees esto, ¿por qué vamos a…?

—No digo que lo crea. Estoy hablando de fantasías locas. Seguiremos mirando.

Pelorat vaciló y después dijo:

—¿Durante cuánto tiempo, Trevize? Llegará un momento en que tendremos que renunciar.

—¡Nunca! —repuso enérgicamente Trevize—. Si tengo que pasar el resto de mi vida yendo de un planeta a otro y preguntando: «Por favor, señor, ¿dónde está la Tierra?», lo haré. En cualquier momento, si lo deseáis, puedo llevaros a Bliss y a ti, e incluso a Fallom, a Gaia, y continuar yo solo.

—¡Oh, no! Sabes que yo no te dejaré, Golan, y tampoco lo hará Bliss. Saltaremos contigo de un planeta a otro, si hemos de hacerlo. Pero, ¿por qué?

—Porque yo debo encontrar la Tierra, y porque la encontraré. No sé cómo, pero la encontraré. Ahora, mira, estoy tratando de alcanzar una posición desde la que pueda estudiar el lado iluminado del planeta sin que su Sol esté demasiado cerca; por consiguiente, déjame tranquilo un rato.

Pelorat calló, pero no se marchó. Siguió observando mientras Trevize estudiaba la imagen del planeta, iluminado en más de la mitad, en la pantalla. Pelorat no veía gran cosa, pero sabía que Trevize, en conexión con el ordenador, lo observaba en mejores condiciones.

—Hay una neblina — murmuró Trevize.

—Entonces tiene que haber una atmósfera —exclamó Pelorat.

—Pero puede no ser importante. No lo bastante para que haya vida en él, pero sí para que sople un débil viento que levante polvo. Es una característica muy conocida de planetas con atmósferas tenues. Incluso puede haber pequeños casquetes polares. Ya sabes, un poco de agua convertida en hielo en los polos. Este mundo es demasiado cálido para que haya bióxido de carbono en estado sólido. Tendré que pasar el mapa por el radar. Si lo hago así, podré trabajar con más facilidad en el lado oscuro.

—¿De veras?

—Sí. Hubiese debido probarlo primero, pero con un planeta virtualmente sin aire y, por ende, sin nubes, parecía natural hacer el intento con luz visible.

Trevize guardó silencio durante largo rato, mientras la pantalla se poblaba de reflejos de radar que producían casi la abstracción de un planeta, algo que un artista del período cleoniano habría podido producir. Después, dijo enfáticamente, prolongando el sonido:

—Bien…

Y calló de nuevo.

—¿Qué significa este «bien»? — estalló Pelorat al fin.

Trevize lo miró brevemente.

—No puedo ver ningún cráter.

—¿Ningún cráter? ¿Es eso bueno?

—Inesperado por completo —dijo Trevize, sonriendo—. Y muy bueno. En realidad, puede ser magnífico.

Fallom se hablaba con la nariz pegada al ojo de buey de la nave, desde la cual podía ver un pequeño segmento del universo tal como aparecía a simple vista, sin ser ampliado por el ordenador.

Bliss, que había estado tratando de explicarle qué era aquello, suspiró y dijo a Pelorat en voz baja:

—No sé hasta qué punto lo comprende, querido Pel. Para ella, la mansión de su padre y una pequeña parte de la finca en que se levantaba aquélla era todo el universo. No creo que hubiese salido nunca de noche y visto las estrellas.

—¿De veras lo crees así?

—Si. No me atreví a mostrarle ninguna parte del universo hasta que conoció el vocabulario suficiente para comprenderme un poco, y ha sido un acierto que tú puedas hablar con ella en su propia lengua.

—Lo malo es que no la domino —dijo Pelorat en son de disculpa—. Y el universo es bastante difícil de comprender cuando se ve de pronto por primera vez. Ella me dijo que, si esas pequeñas luces son mundos gigantescos, como Solaria (desde luego, son mucho mayores), no pueden estar flotando en la nada. Dice que deberían caer.

—Y tiene razón, juzgando por sus conocimientos. Las preguntas que hace son sensatas, y, poco a poco, irá comprendiendo. Al menos, tiene curiosidad y no se espanta.

—El caso es, Bliss, que yo también siento curiosidad. Fíjate en cómo cambió Golan al descubrir que no hay cráteres en el mundo al que nos dirigimos. Yo no tengo la menor idea de lo que eso significa. ¿Y tú?

—Ninguna. Sin embargo, él entiende mucho más que nosotros de planetologia. Sólo podemos presumir que sabe lo que está haciendo.

—Ojalá yo lo supiese.

—Bueno, pregúntaselo.

Pelorat hizo una mueca.

—Siempre tengo miedo de importunarle. Estoy seguro de que piensa que yo debería saber todas estas cosas sin necesidad de que él me las diga..

—Eso es una tontería, Pel —dijo Bliss—. Él no vacila en preguntarte acerca de cualquier aspecto de las leyendas y mitos de la Galaxia que considera que pueden serle de utilidad. Siempre estás dispuesto a contestarle y explicárselo; ¿por qué no habría de estarlo él? Ve y pregúntaselo. Si le molesta, tendrá una ocasión de practicar la sociabilidad y ese acto será bueno para él.

—¿Quieres venir conmigo?

—No, por supuesto que no. Voy a quedarme con Fallom y seguir tratando de meterle en la cabeza el concepto del universo. Ya me contarás después lo que él te haya contestado.

Pelorat entró tímidamente en la cabina-piloto. Le encantó observar que Trevize estaba silbando y se hallaba de un claro buen humor.

—¡Golan! —dijo, lo más animadamente que pudo.

Trevize levantó la cabeza.

—¡Janov! Siempre entras de puntillas como si pensaras que es un delito distraerme. Cierra la puerta y siéntate. ¡Siéntate! Mira esto. Señaló el planeta en la pantalla y prosiguió:

—Sólo he encontrado dos o tres cráteres, todos ellos pequeñísimos.

—¿Importa eso mucho, Golan?

—¿Si importa? ¡Claro que importa! ¿Cómo puedes preguntar algo así?

Pelorat hizo un ademán de impotencia.

—Todo esto es un misterio para mí. Yo me especialicé en Historia en la Universidad. También estudié sociología y psicología, y lenguas y literatura, sobre todo antiguas, y mitología en los cursos para graduados. Nunca supe nada de planetología, ni de ciencias físicas.

—Eso no es ningún crimen, Janov. Ya quisiera yo saber todo lo que tú sabes. El dominio que tienes de las lenguas antiguas y de la mitología nos ha servido de mucho. Lo sabes muy bien. Cuando se trate de planetología, yo me encargaré de ello. Mira, Janov — prosiguió—, los planetas se forman al juntarse masas más pequeñas. Los últimos objetos que caen sobre ellos producen cráteres. Es decir, pueden producirlos. Si el planeta es lo bastante grande para ser un gigante gaseoso, es esencialmente líquido bajo una atmósfera gaseosa, y aquellas colisiones finales no dejan huellas.

»Los planetas más pequeños, que son sólidos, bien de hielo o de rocas, tienen cráteres visibles, y éstos continúan indefinidamente así, a menos que exista algún factor que los elimine. Hay tres tipos de factores.

»Primero, un mundo puede tener una superficie helada cubriendo un océano líquido. En ese caso, cualquier objeto que caiga rompe la capa de hielo y hace saltar el agua. Después de pasar el objeto, aquélla vuelve a helarse y cierra la herida, por así decirlo. Semejante planeta o satélite tendría que ser muy frío y, por tanto, no lo que nosotros consideramos un mundo habitable.

»Segundo, si un planeta es intensamente activo, en sentido volcánico, el perpetuo flujo de lava o de cenizas llena y borra todos los cráteres que se forman. Sin embargo, también es muy improbable que un planeta o satélite sea habitable en estas condiciones.

»Esto nos lleva a los mundos habitables, como tercer caso posible. Estos mundos pueden tener casquetes polares de hielo, pero la mayor parte del océano ha de ser líquida. Puede haber volcanes activos en ellos, pero tienen que ser pocos y alejados los unos de los otros. Estos planetas no pueden cicatrizar los cráteres ni llenarlos. Sin embargo, hay efectos de erosión. El viento y la lluvia erosionan los cráteres, y si hay vida en el planeta, las acciones de los seres vivos son fuertemente erosivas. ¿Comprendes?

Pelorat reflexionó.

—Es a ti a quien no comprendo, Golan. El planeta al que nos estamos acercando…

—Mañana aterrizaremos en él —dijo alegremente Trevize.

—Ese planeta no tiene un océano.

—Sólo unos pequeños casquetes polares.

—Ni mucha atmósfera.

—Una centésima parte de la densidad de la atmósfera de Terminus.

—Ni vida.

—Nada que yo pueda detectar.

—Entonces, ¿qué pudo erosionar y borrar los cráteres?

—Un océano, una atmósfera, y la vida —dijo Trevize—. Mira, si ese planeta hubiese estado sin aire y sin agua desde el principio, todos los cráteres que se formaron existirían todavía y toda la superficie estaría llena de ellos. La ausencia de cráteres demuestra que tuvo que haber aire y agua al principio, y puede que incluso una atmósfera y un océano importantes en un pasado próximo. Además, hay grandes cuencas visibles de ese mundo, donde un día debieron estar los mares y los océanos, por no hablar de las señales de ríos que ahora aparecen secos. Vemos pues que hubo erosión y que ésta cesó hace tan poco tiempo que desde entonces se han producido muy pocos nuevos cráteres.

Pelorat pareció dudarlo.

—Yo no soy planetólogo, pero me parece que, si un planeta es lo bastante grande para tener una atmósfera densa durante miles de millones de años, quizá no va a perderla de súbito, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo Trevize—. Pero en ese mundo es indudable que hubo vida antes de que su atmósfera se desvaneciese, y vida humana probablemente. Sospecho que fue un mundo formado al estilo de la Tierra, como casi todos los planetas habitados de la Galaxia. Lo malo es que no sabernos, en realidad, cuál era su condición antes de que la vida humana apareciese, ni qué se hizo para acomodarlo a los seres humanos, ni en qué condiciones desapareció la vida. Pudo haber una catástrofe que absorbiese la atmósfera y pusiese fin a la vida humana.

O tal vez se produjo algún extraño desequilibrio en el planeta controlado por los seres humanos mientras estuvieron en él, que le hizo entrar en un ciclo vicioso de reducción atmosférica cuando aquéllos se hubieron marchado. Quizás encontremos la respuesta cuando aterricemos, o tal vez no la encontraremos nunca. Eso no importa.

—Sin duda tampoco importa que hubiese vida en él en otro tiempo, si ahora ya no la hay. ¿Qué diferencia existe entre un planeta que siempre ha sido inhabitable y otro que es inhabitable ahora?

—Si sólo es inhabitable ahora, habrá ruinas de los habitantes de otros tiempos.

—En Aurora había ruinas.

—Exacto, pero Aurora había pasado por veinte mil años de lluvias y nieve, de heladas y deshielos, de vientos y de cambios de temperatura.

Y también había vida, no lo olvides. Podía no haber allí seres humanos, pero el planeta estaba lleno de vida. Las ruinas pueden erosionarse lo mismo que los cráteres. Incluso más deprisa. Y en veinte mil años, no quedó nada que pudiese resultarnos de utilidad. Sin embargo, en este planeta ha habido un período de tiempo, tal vez veinte mil años, tal vez menos, sin viento ni tormentas ni vida. Confieso que ha habido cambios de temperatura, pero esto es todo. Las ruinas estarán bien conservadas.

—A menos — murmuró Pelorat con aire de duda — que no haya minas. ¿Es posible que nunca hubiese vida en el planeta, o vida humana al menos, y que la pérdida de la atmósfera se debiese a algún fenómeno con el que los seres humanos nada tuviesen que ver?

—No, no —dijo Trevize—. No te muestres pesimista, porque no te servirá de nada. Incluso desde aquí, he descubierto los restos de lo que estoy seguro debió ser una ciudad. Por consiguiente, aterrizaremos mañana.

—Fallom está convencida de que vamos a llevarla de nuevo con Jemby, su robot —dijo Bliss con acento de preocupación.

—¡Hum! — murmuró Trevize, estudiando la superficie del mundo que se deslizaba debajo de la nave. Entonces, levantó la cabeza, como si hubiese tardado un poco en oír la observación — Bueno, era el único padre a quien conocía, ¿no?

—Sí, desde luego; pero ella piensa que hemos vuelto a Solaria.

—¿Se parece eso a Solaria?

—¿Cómo puede ella saberlo?

—Dile que no es Solaria. Mira, te daré uno o dos libros de películas de consulta, con ilustraciones gráficas. Primero, le muestras planos de varios mundos habitados diferentes y le explicas que hay millones de ellos. Tendrás tiempo para hacerlo. No sé cuánto estaremos Janov y yo rondando por ahí, después de que elijamos un lugar adecuado y aterricemos.

—¿Janov y tú?

—Si. Fallom no puede venir con nosotros, aunque yo quisiera que lo hiciese, cosa que sólo desearía si estuviese loco. Este mundo requiere trajes espaciales, Bliss. No hay aire respirable. Y no tenemos ningún traje espacial de la talla de Fallom. Por consiguiente, tú y ella os quedaréis en la nave.

—¿Por qué yo?

Trevize esbozó una fría sonrisa.

—Confieso que me sentiría más seguro si vinieses con nosotros —dijo él—, pero no vamos a dejar a Fallom sola en la nave. Podría causar algún daño sin proponérselo. Janov tiene que acompañarme porque le necesito para descifrar las inscripciones arcaicas que tal vez encontremos. Esto significa que tendrás que quedarte con Fallom. Pensaba que no te importaría.

Bliss pareció insegura.

—Mira — continuó Trevize—, tú quisiste que Fallom viniese, en contra de mis deseos. Estoy convencido que sólo nos traerá dificultades. Su presencia originará molestias, y tendrás que adaptarte a eso. A ella la tenemos aquí, luego tú también debes quedarte aquí. Así están las cosas.

Bliss suspiró.

—Supongo que sí.

—Bien. ¿Dónde está Janov?

—Con Fallom.

—Muy bien. Ve y encárgate de ella. Quiero hablar con él.

Trevize estaba estudiando la superficie del planeta cuando Pelorat entró, carraspeando para anunciar su presencia.

—¿Anda algo mal, Golan? —preguntó.

—No exactamente, Janov. Sólo me siento inseguro. Ése es un mundo muy peculiar, y no sé lo que debió pasar en él. Los mares tuvieron que ser extensos, a juzgar por las cuencas que dejaron, pero eran poco profundos. Si nos basamos en las huellas que quedaron, fue un mundo de desalinización y de canales…, o tal vez el agua de los mares no era muy salada. En este último caso, ello explicaría la ausencia de extensas capas de sal en las cuencas. O también podría ser que, cuando el océano desapareció, el contenido salino se perdió con él…, lo cual hace que parezca una obra humana.

—Disculpa mi ignorancia de estas cosas, Golan —dijo Pelorat en tono vacilante—, pero, ¿tiene esto mucha importancia para lo que andamos buscando?

—Supongo que no, mas me es imposible dominar mi curiosidad. Si supiese cómo se reformó este planeta para hacerlo habitable a los humanos, y cómo era antes de eso, tal vez comprendería qué le ocurrió después de ser abandonado…, o quizás un poco antes. Y si supiésemos lo que le ocurrió, podríamos prepararnos contra sorpresas desagradables.

—¿Qué clase de sorpresas? Es un mundo muerto, ¿no?

—Bastante muerto. Hay muy poca agua, una atmósfera tenue e irrespirable, y Bliss no detecta señales de actividad mental.

—Creo que eso resuelve la cuestión.

—La ausencia de actividad mental no implica, necesariamente, falta de vida.

—Puede que implique falta de vida peligrosa.

—No lo sé. Pero no era esto lo que quería consultarte. Hay dos ciudades que podrían ser objeto de nuestra primera inspección. Parecen muy bien conservadas; todas las ciudades lo están. Lo que destruyó el aire y los océanos no afectó a las ciudades, al menos da esa sensación. De todos modos, ésas dos son particularmente grandes. Sin embargo, en la más grande parece haber pocos espacios vacíos. Hay puertos espaciales en las afueras, pero nada en la propia ciudad. La otra tiene un espacio vacío, por lo que será más fácil aterrizar en su centro, aunque no hay ningún puerto espacial propiamente dicho… Pero, ¿qué importa eso?

Pelorat hizo una mueca.

—¿Quieres que tome yo la decisión, Golan?

—No; yo lo haré; sólo quiero que me des tu opinión.

—Valgan lo que valieren, es probable que la ciudad grande fuese un centro comercial o fabril. La más pequeña y con un espacio despejado fue, quizás, un centro administrativo. Esta última es la que nos interesa. ¿Tiene edificios monumentales?

—¿Qué quieres decir con edificios monumentales?

Pelorat sonrió apretando los labios.

—No sé. Las modas cambian de un planeta a otro y de una época a otra. Pero siempre parecen grandes, inútiles y caras. Como la mansión donde estuvimos en Comporellon.

Trevize sonrió a su vez.

—Es difícil decirlo cuando se mira directamente hacia abajo, y cuando podemos verlo de lado, al acercamos o alejarlos, la visión resulta confusa. Pero, ¿por qué prefieres el centro administrativo?

—Porque ahí es más probable que encontremos el museo planetario, la biblioteca, los archivos, la Universidad…

—Está bien. Iremos allí, a la ciudad más pequeña. Y tal vez encontraremos algo. Hemos fallado dos veces, pero quizás encontremos algo esta vez.

—A lo mejor seremos triplemente afortunados.

Trevize arqueó las cejas.

—¿De dónde sacaste esa frase?

—Es muy antigua — contestó Pelorat—. La encontré en una vieja leyenda. Supongo que significa el triunfo al tercer intento.

—Esto suena bien —dijo Trevize—. Muy bien…, triplemente afortunados, Janov.

XV. Musgo

Trevize parecía grotesco metido en su traje espacial. Lo único que permanecía fuera de éste eran las fundas de sus armas, no las que se sujetaba siempre sobre las caderas, sino otras que eran mucho más grandes y formaban parte del traje. Con mucho cuidado, insertó el blaster en la funda de la derecha y el látigo neurónico en la izquierda. Los había cargado de nuevo y, esta vez, pensó fríamente, nada podría quitárselos.

Bliss sonrió.

—¿Vas a llevar armas incluso en un mundo que no tiene aire,…? ¡olvídalo! No quiero discutir tus decisiones.

—¡Así me gusta! —dijo Trevize, y se volvió para ayudar a Pelorat a ponerse el casco, antes de calarse el suyo.

—¿Podremos realmente respirar dentro de esto, Golan? —dijo Pelorat en tono quejumbroso, ya que era la primera vez que se ponía un traje espacial.

—Te lo prometo —repuso Trevize.

Bliss, que rodeaba los hombros de Fallom con un brazo, observó cómo cerraban las últimas junturas. La joven solariana miraba las dos figuras en trajes espaciales con visible alarma. Estaba temblando, y Bliss la estrechó contra ella cariñosamente para tranquilizarle.

La puerta de la cámara neumática se abrió y los dos entraron en ella, agitando los brazos en ademán de despedida. La puerta volvió a cerrarse. Después, se abrió la de la salida y ambos pisaron torpemente el suelo del mundo muerto.

Amanecía. El cielo estaba naturalmente despejado y era de color púrpura, pero el sol no había salido aún. Una ligera neblina se extendía a lo largo del horizonte, más claro por donde salía el sol.

—Hace frío —dijo Pelorat.

—¿Sientes frío? —preguntó Trevize, sorprendido.

Los trajes, termoaislantes, el único problema que presentaban era cuando había que dar salida al calor del cuerpo.

—En absoluto —dijo Pelorat—, pero mira…

Su voz radiada sonaba clara al oído de Trevize, y éste vio que Pelorat señalaba con un dedo.

Bajo la enrojecida luz del amanecer, la ruinosa fachada de piedra del edificio al que se acercaban aparecía cubierta de blanca escarcha.

—Con una atmósfera tan tenue —dijo Trevize—, las noches tienen que ser más frías de lo que cabría esperar, y los días, más calurosos.

Ahora, estamos en la parte más fría del día, y sin duda pasarán varias horas antes de que el calor nos obligue a resguardarnos del sol.

Como si esas palabras hubiesen sido un conjuro cabalístico, el borde del sol apareció sobre el horizonte.

—No lo mires — aconsejó Trevize, con naturalidad—. Aunque el cristal del casco es reflectante y opaco a las radiaciones ultravioleta, podría ser peligroso.

Se volvió de espaldas al sol naciente y su larga sombra se proyectó sobre el edificio. Durante unos momentos, la pared pareció oscura debido a la humedad, pero ésta desapareció también rápidamente.

—Los edificios no parecen tan sólidos, vistos desde aquí, como desde el cielo. Están llenos de grietas y a punto de derrumbarse. Supongo que es el resultado de los cambios de temperatura y de que la poco agua que hay se hiela y se funde cada noche y cada día desde hace veinte mil años quizá.

—Hay letras grabadas en la piedra de encima de la entrada —dijo Pelorat—, pero el deterioro de aquélla hace difícil su lectura.

—¿No puedes descifrarlas, Janov?

—Se refieren a una institución financiera de alguna clase. Al menos distingo una palabra que podría ser «Banco».

—¿Y qué era eso?

—Un edificio en el que se depositaba, retiraba, cambiaba, invertía y prestaba dinero…, si es lo que parece.

—¿Un edificio entero dedicado a eso? ¿Sin ordenadores?

—Sin ordenadores que se encargasen de todo.

Trevize se encogió de hombros. No encontraba interesantes los detalles de la Historia antigua.

Siguieron andando, cada vez más deprisa, perdiendo menos tiempo en cada edificio. Aquel silencio, aquella ausencia de vida, eran terriblemente deprimentes. El lento colapso milenario del lugar hacía que éste pareciese el esqueleto de una ciudad; una ciudad que sólo conservaba los huesos.

Se hallaban en la zona templada, pero Trevize pensó que podía sentir el calor del. sol en su espalda.

—¡Mira! —exclamó Pelorat, a un centenar de metros a su derecha.

Los tímpanos de Trevize retemblaron.

—No grites, Janov —dijo—. Puedo oír tus murmullos a la perfección por muy lejos que estés. ¿De qué se trata?

Pelorat, bajando inmediatamente la voz, respondió:

—Este edificio es el «Palacio de los Mundos». Al menos, eso es lo que me parece que pone en la inscripción.

Trevize se reunió con él. Ante ellos se alzaba una estructura de tres plantas, con el borde del terrado muy irregular y cargado de grandes fragmentos de piedra, como si allí hubiese habido objetos esculpidos que se hubiesen caído a pedazos.

—¿Estás seguro? —dijo Trevize.

—Si entramos, lo averiguaremos.

Subieron cinco bajos y anchos escalones y cruzaron un atrio muy amplio. En el aire tenue, las pisadas de su calzado metálico producían, más que ruido, una sorda vibración.

—Ahora veo lo que querías decir con «grande, inútil y caro, — murmuró Trevize.

Entraron en un ancho y alto vestíbulo, donde la luz del sol penetraba por los altos ventanales e iluminaba el interior con tal intensidad que deslumbraba donde daba de lleno pero dejaba en sombra todo lo demás. La fina atmósfera difundía muy poco la luz.

En el centro había una figura humana de más que tamaño natural esculpida en lo que parecía ser piedra sintética. Uno de los brazos se había desprendido. El otro aparecía rajado a la altura del hombro y Trevize pensó que también se rompería si lo golpeaba. Retrocedió, como temiendo que, si se acercaba demasiado, se vería tentado a cometer aquel acto de vandalismo.

—Me pregunto quién será —dijo—. No hay ninguna indicación. Supongo que los que lo pusieron aquí pensaron que su fama era tan evidente que no necesitaba ser identificado; pero ahora…

Se sintió en peligro de volverse filosófico y desvió su atención.

Pelorat estaba mirando hacia arriba y Trevize siguió la dirección de su mirada. En la pared había signos esculpidos que no podía leer.

—Sorprende —dijo Pelorat—. Esas inscripciones tienen tal vez veinte mil años, pero, de algún modo, han estado resguardadas del sol y de la humedad, y todavía son legibles.

—No para mí —dijo Trevize.

—Es una vieja escritura y, por si esto fuera poco, adornada. Veamos: siete…, una…, dos… — Su voz se extinguió en un murmullo. Después, prosiguió—: Aquí hay cincuenta nombres que presumo deben corresponder a cincuenta mundos Espaciales, y éste es «El Palacio de los Mundos». Supongo que los cincuenta nombres se inscribieron por el orden en que fueron fundados los respectivos mundos. Aurora es el primero y Solaria el último. Si te fijas, verás que hay siete columnas, con siete nombres en cada una de las seis primeras y ocho en la última.

Es como si hubiesen proyectado un gráfico de siete por siete, añadiendo Solaria con posterioridad. De ello deduzco, viejo amigo, que esta lista data de antes de que Solaria fuese transformada y poblada.

—¿Y cuál es el planeta en el que nos hallamos? ¿Puedes saberlo?

—Verás que el quinto de la tercera columna —respondió Pelorat—, el decimonono por orden numérico, aparece inscrito en letras un poco más grandes que los otros. Parece ser que los autores de la lista eran lo bastante ególatras como para envanecerse del lugar. Además…

—¿Cuál es ese nombre?

—Por lo que puedo descifrar, creo que ahí dice Melpomenia. Es un nombre que desconozco en absoluto.

—¿Podría representar la Tierra?

Pelorat sacudió la cabeza enérgicamente, pero ese gesto pasó inadvertido a causa del casco.

—Las viejas leyendas —dijo — emplean docenas de palabras para designar la Tierra. Como ya sabes, Gaia es una de ellas. También lo son Terra y Erda. Todas son cortas. No conozco ningún nombre largo que se refiera a ella, ni nada que se parezca a una abreviatura de Melpomenia.

—Entonces, estamos en Melpomenia, y no es la Tierra.

—Sí. Y además, como iba a decirte antes, hay una indicación todavía más significativa que el tamaño mayor de las — letras, y es que las coordenadas de Melpomenia se consignan como 0, 0, 0, y cabe esperar que se refieran al planeta propio.

—¿Coordenadas? —preguntó Trevize con expresión de asombro—. ¿Da esa lista las coordenadas también?

—Bueno, hay tres cifras para cada nombre y supongo que deben ser las coordenadas. ¿A qué otra cosa podrían referirse?

Trevize no respondió. Abrió una especie de bolsillo en la parte del traje espacial que cubría su muslo derecho y sacó un pequeño aparato conectado con unos hilos al traje. Lo puso delante de sus ojos y enfocó cuidadosamente la inscripción de la pared, moviendo los enguantados dedos con dificultad para hacer algo que, en circunstancias normales, habría requerido un breve instante.

—¿Una cámara? —preguntó Pelorat.

—Transmitirá la imagen directamente al ordenador de la nave — le explicó Trevize.

Tom ó varias fotografías desde diferentes ángulos y después dijo:

—¡Espera! Tengo que elevarme más. Ayúdame, Janov.

Pelorat cruzó las manos, a manera de estribo, pero Trevize negó con la cabeza.

—Eso no soportaría mi peso. Ponte de rodillas y apoya las manos en el suelo.

Pelorat lo hizo así, con bastante trabajo, y Trevize, después de meter la cámara de nuevo en su compartimento, subió con igual dificultad sobre los hombros de Pelorat y, desde allí, al pedestal de la estatua.

Sacudió cuidadosamente ésta para juzgar su firmeza y puso un pie sobre la rodilla doblada y empleó ésta como punto de apoyo para encaramarse y agarrar el hombro sin brazo. Colocando los dedos de los pies en algunos relieves del pecho de la estatua, fue subiendo y, por último, después de varios gruñidos, consiguió sentarse sobre el hombro de aquélla.

Para los antiguos que habían venerado la estatua y lo que ésta representaba, la acción de Trevize les hubiese parecido una blasfemia, y él, que se sintió lo bastante influido por esa idea, trató de sentarse con delicadeza.

—Te caerás y te harás daño — gritó Pelorat, con ansiedad.

—No voy a caerme ni a hacerme daño, pero tú puedes dejarme sordo.

Trevize sacó su cámara, enfocándola después una vez más. Tom ó otras fotografías, luego, la guardó de nuevo en su bolsillo y descendió cuidadosamente hasta que sus pies tocaron el pedestal. Saltó al suelo y la vibración de su contacto fue, por lo visto, lo único que faltaba, pues el brazo todavía intacto se desprendió, convirtiéndose en un pequeño montón de cascotes al pie de la estatua. Virtualmente, no hizo ruido al caer.

Trevize permaneció inmóvil, aunque su primer impulso había sido el de buscar un lugar donde esconderse antes de que el vigilante llegase y lo detuviese. Era sorprendente, pensó después, con qué rapidez se reviven los días de la infancia en situaciones como aquélla cuando, por accidente, se ha roto algo que parece importante. Sólo había sido un momento, pero se sentía profundamente impresionado.

Pelorat tenía la voz cascada, como correspondía a quien había presenciado e incluso sido cómplice de un acto de vandalismo, pero consiguió encontrar unas palabras de consuelo.

—No pasa nada, Golan. Estaba a punto de desprenderse por sí solo.

Se acercó a los fragmentos que estaban repartidos sobre el pedestal y en el suelo, como si fuese a hacer una demostración, y cogió uno de los trozos más grandes.

—Golan, ven aquí.

Trevize se aproximó y Pelorat le señaló un pedazo de piedra que correspondía claramente a la porción del brazo contigua al hombro.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Trevize miró. Era una pelusa de color verde brillante. La frotó suavemente con un dedo enguantado. Aquello se desprendió sin dificultad.

—Parece musgo —dijo.

—¿La vida sin mente a la que te referiste?

—No estoy completamente seguro de su carencia total de inteligencia. Supongo que Bliss insistiría en que también esto es consciente…, pero, asimismo diría que esta piedra lo es.

—¿Crees que el musgo está dañando la piedra?

—No me sorprendería que contribuyese a ello —respondió Trevize—. Este mundo tiene mucha luz de sol y un poco de agua. La mitad de su atmósfera es vapor de agua. La otra mitad, nitrógeno y gases inertes.

Sólo una pizca de bióxido de carbono, lo cual induciría a creer que no hay vida vegetal; pero puede suceder que la escasez de bióxido de carbono se deba a que todo él esté virtualmente incorporado a la corteza rocosa. Ahora bien, si esta piedra tiene algún carbonato, quizás este musgo lo descomponga segregando ácido y aproveche después el bióxido de carbono producido. Ésa puede ser la forma dominante de vida que queda en el planeta.

—Fascinante —dijo Pelorat.

—Lo es —repuso Trevize—, pero sólo en un grado limitado. Las coordenadas de los mundos Espaciales son bastante más interesantes, pero lo que realmente queremos saber son las coordenadas de la Tierra. Si no están aquí, deben encontrarse en alguna otra parte del edificio…, o en otro edificio. Vamos, Janov.

—Pero tú sabes… — empezó a decir Pelorat.

—No, no — le interrumpió Trevize, con impaciencia—. Más tarde hablaremos. Ahora, tenemos que ver si hay algo más en este edificio. El calor empieza a apretar. — Miró el pequeño termómetro en el dorso de su guante izquierdo—. Vamos, Janov.

Recorrieron las habitaciones, caminando con el mayor cuidado posible, no porque hiciesen ruido, en el sentido normal de la palabra, ni porque pudiese oírles alguien, sino porque temían causar más daños con las vibraciones.

Levantaron un poco de polvo, que volvió a posarse rápidamente a través del tenue aire, y dejaron huellas de pisadas detrás de ellos.

De vez en cuando, en algún rincón oscuro, veían nuevas manchas de musgo que allí crecía. Parecían hallar cierto consuelo en la presencia de vida, por rudimentaria que fuese, pues mitigaba la horrible y sofocante impresión de caminar por un mundo muerto, sobre todo habida cuenta de que abundaban en él artefactos que demostraban que antaño, mucho tiempo atrás, había estado lleno de vida.

—Creo que esto debe ser una biblioteca —dijo Pelorat.

Trevize miró a su alrededor con curiosidad. Había estanterías y, al observar con más atención, pensó que lo que primero había considerado como meros adornos podía muy bien ser volúmenes de películas, gruesos y pesados. Alargó un brazo para asir uno de ellos y, entonces, se dio cuenta de que eran estuches. Abrió con torpes dedos el que había cogido y vio varios discos en su interior. También eran gruesos y daban sensación de fragilidad, aunque se abstuvo de comprobarlo.

—Increíblemente primitivos —dijo.

—Tienen miles de años —repuso Pelorat, corno defendiendo a los antiguos melpomenianos de la acusación de tecnología atrasada.

Trevize señaló el lomo del estuche donde se veía una vaga inscripción en la adornada caligrafía empleada por los antiguos.

—¿Es el título? ¿Qué dice?

Pelorat lo estudió.

—No estoy muy seguro, viejo. Creo que una de las palabras se refiere a la vida microscópica. Tal vez significa «microorganismo». Sospecho que son términos técnicos microbiológicos que no comprendería aunque estuviesen escritos en galáctico corriente.

—Probablemente —dijo Trevize, malhumorado—. También es probable que no nos sirviese de nada aunque pudiésemos leerlo. No nos interesan los gérmenes. Hazme un favor, Janov. Echa un vistazo á los otros volúmenes y mira si encuentras algún título interesante. Mientras tanto, yo examinaré estos aparatos de proyección.

—¿Son proyectores? —preguntó Pelorat extrañado.

Eran unas estructuras macizas y cúbicas, rematadas por una pantalla inclinada y una prolongación curva en la parte de encima que podía servir para apoyar el codo o para insertar un electrobloc en ella, si es que los había habido en Melpomenia.

—Si esto es una biblioteca —dijo Trevize—, debían tener proyectores de alguna clase, y esto puede ser uno de ellos.

Quitó el polvo de la pantalla, poniendo mucho cuidado en ello, y se sintió aliviado al ver que ésta, fuese cual fuere su material, no se rompía a su contacto. Manipuló los controles ligeramente, uno tras otro. No ocurrió nada. Probó otro proyector, y después otro, pero sólo obtuvo el mismo resultado negativo.

No le sorprendió. Aunque el aparato se hubiese conservado bien durante veinte milenios en una atmósfera tenue, y fuese resistente al vapor de agua, todavía quedaba la cuestión de la energía. La energía acumulada tenía filtraciones siempre, por mucho que se hiciese para impedirlas. Ése era otro aspecto de la universal e irresistible segunda ley de Termodinámica.

Pelorat estaba ahora detrás de él.

—¿Golan?

—Sí.

—Aquí tengo un volumen…

—¿De qué clase?

—Creo que es una Historia del vuelo espacial.

—Perfecto, pero de nada nos servirá si no puedo hacer que el proyector funcione.

Cerró los puños, desalentado.

—¿Y si llevásemos la película a la nave?

—Yo no sabría cómo adaptarla a nuestro proyector. Estoy seguro de que es incompatible con nuestro sistema.

—Pero, ¿es todo esto realmente necesario, Golan? Si nosotros…

—Sin duda, Janov —repuso Trevize—. No me interrumpas. Estoy tratando de pensar lo que hay que hacer. Podría intentar dar nueva fuerza al proyector. Tal vez sea lo único que le haga falta.

—¿De dónde sacarás la fuerza?

—Bueno…

Trevize sacó sus armas, las miró un instante y volvió a guardar el blaster en su funda. Abrió el látigo neurónico y observó el nivel de energía. Estaba al máximo.

Trevize se tumbó de bruces en el suelo, introdujo una mano detrás del proyector (seguía presumiendo que se trataba de eso e intentó empujarlo hacia delante). Se movió un poco y Trevize estudia lo que había descubierto.

Había varios cables, y uno de ellos, seguramente el que salía de la pared, debía ser el que suministraba la energía. No vio ningún enchufe o conexión por allí. (¿Cómo se puede actuar en presencia de una cultura antigua y desconocida en la cual las materias más simples han llegado a ser irreconocibles?)

Tiró del cable con suavidad y, después, algo más fuerte. Lo dobló en una dirección y luego en la otra. Palpó la pared en las cercanías del cable, y éste en su parte cercana a la pared. Volvió su atención, lo mejor que pudo, al dorso medio oculto del protector, con el mismo resultado negativo.

Apoyó una mano en el suelo para levantarse y, al ponerte en pie, el cable cedió. No tenía la menor idea de cómo lo había alojado.

No parecía roto ni arrancado. La punta se hallaba en perfecto estado y había dejado una ligera mancha en la pared donde había estado sujeta.

—Golan, ¿puedo…? —preguntó Pelorat en voz baja.

Trevize le hizo un perentorio ademán.

—Ahora no, Janov. ¡Por favor!

De pronto, se dio cuenta de que había algo verde en las arrugas de su guante izquierdo. Sin duda, un poco de musgo arrancado de detrás del proyector. Su guante estaba un poco húmedo, pero se secó mientras él lo observaba, y la mancha verde se volvió parda.

De nuevo, centró su atención en el cable, estudiando el extremo desprendido. Tenía que haber dos pequeños agujeros por allí, en los que introducir el alambre.

Se sentó en el suelo y abrió la unidad de energía de su látigo neurónico. Despolarizó uno de los alambres con cuidado y lo soltó. Después, lenta y delicadamente, lo insertó en el agujero, empujándolo hasta que se detuvo. Cuando trató de sacarlo de nuevo, permaneció fijo, como si algo lo hubiese sujetado. Dominó el primer impulso de arrancarlo por la fuerza. Despolarizó el otro alambre y lo introdujo en la otra abertura. Era concebible que con aquello el circuito se cerrase y suministrase energía al proyector.

—Janov —dijo—, tú has manejado volúmenes.de películas de todas clases. Mira si encuentras la manera de insertar éste en el proyector.

—¿ Es realmente preci…?

—Por favor, Janov, no hagas más preguntas innecesarias. Disponemos de poco tiempo. No quiero tener que esperar a la noche para que el edificio se enfríe y podamos volver.

—Tiene que meterse por aquí —dijo Janov, pero…

—Bien —repuso Trevize—. Si es una Historia del vuelo espacial, tendrá que empezar con la Tierra, puesto que en ella se inventaron los vuelos espaciales. Veamos si esto funciona ahora.

Con cierta dificultad, Pelorat colocó el libro-película en lo que, evidentemente, era el receptáculo y empezó a estudiar las señales de los diferentes controles.

Mientras esperaba, Trevize habló en voz baja, en parte para aliviar su propia tensión.

—Supongo que también habrá robots en este mundo, en alguna parte, en razonable buen estado, resplandecientes en este casi vacío total. Lástima que su fuente de energía debió agotarse hace tiempo también.

Y, aunque hubiese sido renovado, ¿qué decir de sus cerebros? Las palancas y los engranajes pueden resistir miles de años pero, ¿y los microinterruptores o resortes subatómicos que había en el cerebro? Tendrían que haberse deteriorado, y aunque no fuese así, ¿qué sabrían ellos de la Tierra? ¿Qué podrían…?

—El proyector funciona, viejo —dijo Pelorat—. Mira aquí.

En la penumbra, la pantalla del proyector empezó a iluminarse. Sólo débilmente, pero Trevize aumentó un poco la fuerza de su látigo neurónico y el brillo aumentó. El tenue aire que los rodeaba mantenía relativamente oscura la zona no alcanzada por los rayos del sol, de modo que la pantalla parecía más brillante en contraste con la sombra de la estancia.

La iluminación de la pantalla seguía oscilando, pero algunas sombras ocasionales pasaban por ella.

—Hay que enfocarlo —dijo Trevize.

—Lo sé, pero creo que esto es lo único que puedo hacer. Es probable que la película se haya deteriorado.

Las sombras aparecían y desaparecían ahora rápidamente, y, de vez en cuando, parecían remedar caracteres impresos. Entonces, durante un momento, la imagen se hizo más clara y se desvaneció de nuevo.

—Vuelve atrás y retén eso, Janov — pidió Trevize.

Pelorat lo estaba intentando ya, Rebobinó la cinta, repitió la proyección y, al llegar a la imagen deseada, la retuvo.

Trevize trató ansiosamente de leer aquello. Pero fracasó.

—¿Puedes tú descifrarlo, Janov?

—No del todo —dijo Pelorat, mirando fijamente la pantalla—. Se refiere a Aurora. De eso estoy seguro. Creo que trata de la primera expedición hiperespacial; la «efusión originada», dice.

Siguió adelante, hasta que la imagen se volvió confusa de nuevo.

—Todo lo que he podido descifrar se refiere a los mundos Espaciales. Golan —dijo por último—, no encuentro nada acerca de la Tierra.

—No, no lo encontrarás —repuso Trevize con amargura—. Todo ha sido borrado en este mundo, como en Trantor. Apaga eso.

—Pero no importa…, — empezó a decir Pelorat, apagando el proyector.

—¿Porque podemos probar en otras bibliotecas? También en ellas estará borrado. En todas partes. Escucha… — Había mirado a Pelorat mientras hablaba, y ahora lo miró más fijamente, con una mezcla de horror y de repugnancia—. ¿Qué le pasa al cristal de tu casco? —preguntó.

Pelorat llevó automáticamente su mano enguantada al cristal del casco; después la apartó y la miró.

—¿Qué es? —dijo, intrigado. Después, miró a Trevize y prosiguió, con voz un poco chillona—: Hay algo extraño en el cristal de tu casco, Golan.

Trevize buscó, de manera automática, un espejo a su alrededor. No había ninguno y hubiese necesitado una luz de haberlo encontrado.

—Ven a la luz del sol, ¿quieres? — murmuró.

Casi tirando de él, condujo a Pelorat bajo los rayos de sol que entraban por la ventana más próxima. Pudo sentir su calor en la espalda, a pesar del efecto aislante del traje espacial.

—Mira hacia el sol, Janov, y cierra los ojos —dijo.

Enseguida vio lo que pasaba. El musgo crecía exuberante en el sitio donde el cristal se juntaba al tejido metalizado del traje espacial, ribeteando aquél de verde, y Trevize supo que al suyo le ocurría lo mismo.

Pasó un dedo enguantado por el musgo del cristal de Pelorat. Parte de él se desprendió, manchando de verde el guante. Sin embargo, mientras observaba su brillo a la luz del sol, pareció que el musgo se ponía rígido y se secaba. Probó de nuevo, y, esta vez, el musgo se desprendió crujiendo. Se iba volviendo pardo. Frotó los bordes del cristal de Pelorat otra vez, ahora, con fuerza.

—Haz lo mismo con el mío, Janov —dijo. Después añadió—: ¿He quedado limpio? Bueno, el tuyo también. Sigamos nuestro camino. Creo que nada más podemos hacer aquí.

El calor del sol resultaba incómodo en la ciudad desierta y sin aire.

Los edificios de piedra resplandecían con un brillo casi doloroso. Trevize entornaba los párpados al mirarlos y, siempre que podía, caminaba por el lado sombreado de las calles. Se detuvo ante una grieta de una de las fachadas; una grieta lo bastante ancha para poder meter el dedo meñique en ella, a pesar del guante. Esto fue lo que hizo; después, se miró el dedo.

—Musgo — murmuró. Caminó deliberadamente hasta el final de la sombra y sostuvo un rato el dedo a la luz del sol—. El secreto está en el bióxido de carbono —dijo—. El musgo crece donde puede obtenerlo; en las piedras que se desintegran, en cualquier otra parte. Nosotros somos una buena fuente de bióxido de carbono, probablemente más rica que todas las de este planeta casi muerto, y supongo que hay ligeras filtraciones del gas en los bordes de la placa de cristal.

—Por eso crece el musgo en ellos.

—Sí.

El trayecto de vuelta a la nave pareció largo, mucho más largo y, desde luego, más caluroso que el que habían hecho al amanecer. Pero la nave permanecía todavía en la sombra cuando llegaron a ella; su posición la había calculado Trevize correctamente.

—¡Mira! —dijo Pelorat.

Trevize levantó la vista. Los bordes de la puerta principal estaban ribeteados de musgo verde.

—¿Más filtraciones? —dijo Pelorat.

—Desde luego. Estoy seguro de que en cantidades insignificantes, pero este musgo parece ser el mejor indicador de la existencia de pequeñas cantidades de bióxido de carbono. Sus esporas deben encontrarse en todas partes, y se desarrollan dondequiera que pueden hallar unas pocas moléculas de ese gas. — Ajustó su radio a la longitud de onda de la nave—. Bliss, ¿puedes oírme?

La voz de Bliss sonó en los dos pares de oídos.

—Sí. ¿Vais a entrar? ¿Habéis tenido suerte?

—Estamos aquí —dijo Trevize—, pero no abras la puerta. Lo haremos nosotros desde fuera. Repito, no abras la puerta.

—¿Por qué?

—¿Quieres hacer lo que te digo, Bliss? Más tarde tendremos tiempo para discutir.

Trevize sacó su blaster y redujo cuidadosamente su intensidad al mínimo. Después, lo miró, vacilando. Nunca lo había usado al mínimo. Miró a su alrededor. No había nada lo bastante frágil para hacer una prueba.

A falta de otra cosa, apuntó a la rocosa falda de la colina a cuya sombra reposaba la Far Star. El lugar del impacto no se volvió rojo.

Trevize lo tocó casi sin darse cuenta. ¿Estaba caliente? No podía saberlo con certeza a través del tejido aislante de su traje.

Vaciló de nuevo, y, entonces, pensó que el casco de la nave debía ser tan resistente, al menos dentro del orden de magnitud, como la vertiente de la colina. Apuntó con el blaster al borde de la puerta y pulsó brevemente el contacto, conteniendo la respiración.

Varios centímetros de musgo se volvieron pardos al momento. Agitó la mano cerca del musgo que se estaba secando y bastó la débil corriente producida de este modo en el aire tenue para que los ligeros restos esqueléticos de aquel pardo material se desprendiesen.

—¿Ha dado resultado? —preguntó Pelorat preocupado.

—Sí —dijo Trevize—. Convertí el blaster en un débil rayo de calor.

Después, proyectó el calor alrededor del borde de la puerta y el verde se desvaneció enseguida. Completamente. Entonces, sacudió la cerradura para crear una vibración que expulsase los residuos y un polvo pardo cayó al suelo; un polvo tan fino que los restos que permanecían en la tenue atmósfera se alzaban en remolinos por los débiles escapes de gas.

—Creo que ahora podemos abrirla —dijo Trevize, y empleando sus controles de muñeca, emitió la combinación de ondas de radio que activaban el mecanismo de la cerradura desde el interior. La puerta se abrió y, antes de que acabase de hacerlo, Trevize dijo—: No te entretengas, Janov; métete dentro. No esperes que salgan los peldaños; salta.

Trevize le siguió y roció el borde de la puerta con su blaster en baja potencia. También roció los escalones cuando éstos bajaron. Después, dio la señal para que la puerta se cerrase y siguió rociando hasta que se hallaron encerrados dentro.

—Estamos en la cámara cerrada, Bliss —dijo Trevize—. Permaneceremos aquí unos minutos. ¡No hagas nada!

—Dime qué pasa. —dijo la voz de Bliss—. ¿Estáis bien? ¿Cómo se encuentra Pel?

—Estoy aquí y bien, Bliss —respondió Pelorat—. No debes preocuparte.

—Si tú lo dices, Pel… Pero tendréis que explicármelo todo más tarde. Espero que lo comprendáis.

—Prometido —repuso Trevize, y encendió la luz.

Los dos hombres vestidos con trajes espaciales se hallaron frente a frente.

—Estamos expulsando todo el aire planetario que podemos —dijo Trevize—; hemos de esperar a expulsarlo del todo.

—¿Y el aire de la nave? ¿Vamos a dejarlo entrar?

—No hasta dentro de un rato. Estoy tan impaciente como tú por quitarme el traje espacial, Janov. Pero quiero asegurarme de que nos hemos librado de todas las esporas que pueden haber entrado con nosotros…, o encima de nosotros.

Bajo la escasa luz de la cámara, Trevize volvió su blaster contra la juntura interior de la puerta y el casco de la nave, esparciendo metódicamente el calor sobre el suelo, hacia arriba y a su alrededor, y de nuevo hacia el suelo.

—Ahora tú, Janov.

Pelorat se agitó inquieto.

—Quizá sientas calor. Es lo peor que puede pasarte. Si te molesta demasiado, dilo.

Proyectó el rayo invisible sobre la placa de cristal y sobre los bordes en particular, y después, poco a poco, sobre todo el resto del traje espacial.

—Levanta los brazos, Janov — murmuró—. Apoya los brazos en mi hombro y levanta un pie. Tengo que rociar la suela. Ahora, el otro. ¿Sientes demasiado calor?

—No es, precisamente, la caricia de una brisa fresca —dijo Pelorat.

—Entonces, dame a probar mi propia medicina. Adelante.

—Nunca he manejado un blaster.

—Tienes que agarrarlo así y apretar este pequeño botón con el pulgar…, y sujeta la funda con fuerza. Muy bien. Ahora, resigue el cristal del casco. Despacio, Janov, pero sin detenerte demasiado rato en el mismo sitio. Después, el resto del casco, la cara y el cuello.

Siguió dándole instrucciones y, cuando sintió calor en todo el cuerpo y notó un desagradable sudor como consecuencia de ello, recuperó el blaster y observó el nivel de energía.

—Hemos gastado más de la mitad —dijo, y roció metódicamente el interior de la cámara, resiguíendo las paredes, hasta que se hubo agotado la carga, no sin calentarse mucho él mismo con los rápidos y continuos disparos. Después, volvió a guardar el blaster en su funda.

Sólo entonces dio la señal para entrar en la nave. Le gustó el silbido del aire al entrar en la cámara cuando se abrió la puerta interior. Su frescura y sus fuerzas convectivas se llevarían el calor del traje espacial mucho más deprisa que habría podido hacerlo la radiación solar. Tal vez fue pura autosugestión, pero sintió el efecto refrescante de inmediato. Imaginario o no, también esto le gustó.

—Quítate el traje, Janov, y déjalo ahí fuera, en la cámara — indicó Trevize.

—Si no te importa —dijo Pelorat—, lo primero que querría hacer sería darme una ducha.

—Lo primero, no — se opuso Pelorat—. Antes de eso, e incluso antes de que puedas vaciar tu vejiga, creo que tendrás que hablar con Bliss.

Desde luego, ella les estaba esperando con la preocupación reflejada en el semblante. A su espalda, atisbando, se hallaba Fallom, agarrada con ambas manos al brazo izquierdo de Bliss.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, seria, Bliss—. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Protegernos contra la infección —respondió Trevize secamente—. Por eso, encenderé la radiación ultravioleta ahora. Trae las gafas oscuras. Deprisa, por favor.

Con los rayos ultravioleta añadidos a la luz de la pared, Trevize se quitó una a una las húmedas prendas y las sacudió, volviéndolas del revés y del derecho.

—Es una mera precaución —dijo—. Hazlo tú también, Janov. Y, Bliss tendré que desnudarme del todo. Si esto te incomoda, pasa a la habitación contigua.

—Ni me incomoda ni me importa —respondió Bliss—. Tengo una buena idea de tu aspecto y, seguramente, no me enseñarás nada nuevo. ¿A qué infección te referías?

—Una insignificancia que, si pudiese campar por sus respetos —dijo Trevize, con afectada indiferencia—, creo que podría causar graves daños a la Humanidad.

La operación concluyó. La luz ultravioleta había cumplido su misión. Oficialmente, según las complicadas películas de información e instrucciones que la Far Star llevaba consigo cuando Trevize embarcó en ella por primera vez, en Terminus, aquella luz servía sólo como medio de desinfección, Sin embargo, Trevize pensaba que era una tentación y a veces caía en ella, para adquirir un tono tostado cuando había qué desembarcar en algún mundo donde el moreno estaba de moda. A pesar de ello, la luz servía siempre como desinfectante.

La nave se elevó en el espacio y Trevize la acercó cuanto pudo al sol de Melpomenia sin que la proximidad resultase demasiado incómoda, haciendo que diese vueltas en todas direcciones, para asegurarse de que toda su superficie quedaba bañada en radiaciones ultravioleta.

Por último, recogieron los dos trajes espaciales que habían quedado en la cámara y los examinaron hasta que Trevize quedó satisfecho.

—Todo este jaleo por un poco de musgo —dijo Bliss al fin—, ¿No has dicho que era musgo, Trevize?

—Yo lo llamo musgo —respondió Trevize — porque me lo recordó.

Sin embargo, no soy botánico. Lo único que puedo decir es que tiene un color verde intenso y qué, probablemente, puede vivir con muy poca energía-luz.

—¿Por qué muy poca?

—Este musgo es sensible a la radiación ultravioleta y no puede crecer, ni siquiera sobrevivir, bajo una iluminación directa. Sus esporas se esparcen por todas partes, y crece en los rincones escondidos, en las grietas de las estatuas, en la superficie inferior de las estructuras, alimentándose con la energía de los fotones dispersos donde haya algo de bióxido de carbono.

—Deduzco que piensas que es peligroso —dijo Bliss.

—Podría serlo. Si algunas esporas hubiesen quedado adheridas a nosotros cuando entramos, o penetrado con el aire, hubiesen encontrado mucha iluminación sin las letales radiaciones ultravioleta, así como mucha agua y una provisión inagotable de bióxido de carbono.

—Sólo el 0,03 de nuestra atmósfera —dijo Bliss.

—Eso es mucho para él, sin contar con el 4 por ciento del aliento que exhalamos. ¿Qué pasaría si las esporas se desarrollasen en nuestras fosas nasales y sobre nuestra piel? ¿Qué pasaría si descompusiesen y destruyesen nuestra comida? ¿Y si produjesen toxinas mortales para nosotros? Aunque lográsemos destruir todo el musgo, si dejásemos algunas esporas vivas, éstas serían suficientes para contagiar cualquier otro planeta al que las llevásemos, y de allí podrían pasar a otros mundos. ¡Quién sabe los daños que causarían!

Bliss sacudió la cabeza.

—La vida no es necesariamente peligrosa por el hecho de que sea diferente. Tú lo matas todo enseguida.

—Gaia está hablando —dijo Trevize.

—Claro que sí, pero espero que lo que digo sea lógico. El musgo está adaptado a las condiciones de este planeta. Así como utiliza la luz en pequeñas cantidades, y una gran cantidad es mortal para él; utiliza pequeñas ráfagas de bióxido de carbono, y una cantidad mayor puede matarlo, también es posible que no sea capaz de sobrevivir en cualquier mundo que no sea Melpomenia.

—¿Quisieras que me hubiese arriesgado fundándome en eso? —preguntó Trevize.

Ella se encogió de hombros.

—Está bien. No te pongas a la defensiva. Comprendo tu punto de vista. Como eres un Aislado, probablemente sólo podías hacer lo que hiciste.

Trevize iba a replicar, pero la clara y aguda voz de Fallom se dejó oír, en su propia lengua.

—¿Qué dice? —preguntó Trevize a Pelorat.

—Fallom dice… — empezó Pelorat.

Pero Fallom, como recordando demasiado tarde que su idioma no era comprendido con facilidad, empezó de nuevo:

—¿Estaba Jemby en el sitio donde habéis estado?

Había pronunciado las palabras meticulosamente, y Bliss sonrió satisfecha.

—¿Verdad que habla bien el galáctico? —dijo ella—. Y casi lo ha aprendido de la noche a la mañana.

Trevize dijo en voz baja:

—Yo armaría un lío si lo explicara. Hazlo tú, Bliss; dile que no encontramos robots en el planeta.

—Se lo explicaré yo —dijo Pelorat—. Vamos, Fallom. — Apoyó un brazo cariñoso sobre los hombros de la criatura—. Ven a nuestra habitación y te daré otro libro para que lo leas.

—¿Un libro? ¿Sobre Jemby?

—No exactamente…

Y la puerta se cerró a sus espaldas.

—¿Sabes una cosa? — habló Trevize, con impaciencia—. Estamos perdiendo el tiempo haciendo de niñeras de esa chiquilla.

—¿Perdiendo el tiempo? ¿En qué entorpece ella tu búsqueda de la Tierra, Trevize? En nada. En cambio, haciendo de niñera se establece una comunicación, se disipan temores, se da amor. ¿Acaso esto no es nada?

—Ha vuelto a hablar Gaia.

—Sí —dijo Bliss—. Y ahora vayamos a lo práctico. Hemos visitado tres de los viejos mundos Espaciales sin haber conseguido nada.

Trevize asintió con la cabeza.

—Es verdad.

—En realidad, nos hemos encontrado con que todos nos eran hostiles, ¿no? En Aurora había perros fieros; en Solaria, seres humanos extraños y asesinos; en Melpomenia, un musgo amenazador. Por lo visto, cuando un mundo se desenvuelve por sí solo, haya o no seres humanos en él, se convierte en amenazador para la comunidad interestelar.

—No puedes considerarlo como una regla general.

—Tres de tres parece una proporción imponente.

—¿Y cómo te impresiona a ti, Bliss?

—Te lo diré. Por favor, escúchame con mentalidad abierta. Si tenéis millones de mundos relacionados entre sí en la Galaxia, como es el caso en realidad, y si cada uno de ellos está compuesto enteramente de Aislados, también como ocurre en realidad, en todos ellos dominan los seres humanos y pueden imponer su voluntad a las formas de vida no humanas, al inanimado fondo geológico e incluso los unos a los otros. La Galaxia es, pues, algo muy primitivo, torpe y que funciona mal. Los principios de una unidad. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Entiendo lo que tratas de decir, pero eso no significa que deba estar de acuerdo contigo cuando acabes de decirlo.

—Entonces escúchame. Puedes estar o no de acuerdo, pero escucha.

La única manera en que la galaxia puede funcionar es como una protogalaxia, y cuanto menos proto y más galaxia sea, tanto mejor. El Imperio Galáctico fue un intento de una proto-galaxia fuerte, y cuando se desintegró, todo empeoró rápidamente y hubo la tendencia constante a fortalecer el concepto de proto-galaxia. La Confederación de la Fundación es un intento de esa clase. También lo fue el Imperio del Mulo.

Así como lo es el Imperio que está proyectando la Segunda Fundación.

Pero aunque no existiesen tales Imperios o Confederaciones; aunque toda la Galaxia se hallase en plena confusión, sería una confusión conectada, con cada uno de los mundos actuando sobre otro, aunque sólo fuese de un modo hostil. Esto sería, en sí mismo, una clase de unión y no sería lo peor.

—Entonces, ¿qué sería le peor, según tú?

—Ya sabes la respuesta, Trevize. Lo has visto. Si un mundo habitado por seres humanos se descompone completamente, queda aislado del todo y pierde su interacción con otros mundos humanos, evoluciona hacia el mal.

—¿Cómo un cáncer?

—Sí. ¿No es Solaria eso? Levanta la mano contra todos los mundos.

Y en ella, cada individuo levanta la mano contra todos los demás. Tú lo has visto. Y si los seres humanos desaparecen del todo, se pierde el último vestigio de disciplina. La agresión se vuelve irracional, como sucedió con los perros, o se convierte en una fuerza elemental, como en el caso del musgo. Supongo que verás que, cuanto más cerca estamos de Galaxia, mejor es la sociedad. Entonces, ¿por qué pararnos en algo por debajo de Galaxia?

Trevize miró a Bliss en silencio durante un rato.

—Estoy pensando en ello —dijo al fin—. Pero, ¿por qué presumes que la dosificación es un camino de una sola dirección, que si un poco es bueno, un mucho es mejor y una totalidad es lo mejor? ¿ No has dicho tú misma que es posible que el musgo esté adaptado para desarrollarse con muy poco bióxido de carbono y que una gran cantidad de éste podría matarlo? Un ser humano de dos metros de estatura está en mejores condiciones que el que sólo mide un metro, pero también en mejores condiciones que el que midiese tres. Un ratón no estaría mejor si adquiriese la masa de un elefante. No podría sobrevivir. Y lo propio puede decirse de un elefante que se viese reducido al tamaño de un ratón.

»Hay un tamaño natural, una complejidad natural, una cualidad óptima para todo, ya se trate de una estrella o de un átomo, y también esto es cierto en los seres vivos y en las sociedades vivas. No digo que el viejo Imperio Galáctico fuese ideal, y ciertamente veo defectos en la Confederación de la Fundación, pero tampoco digo que, si el aislamiento total es malo, la unificación total sea buena. Ambos extremos pueden ser igualmente horribles, y un anticuado Imperio Galáctico, por imperfecto que sea, puede convertirse en lo mejor para nosotros.

Bliss negó con la cabeza.

—Dudo de que tú mismo creas lo que dices, Trevize. ¿Vas a sostener que un virus y un ser humano son igualmente insatisfactorios, y que lo mejor sería algo intermedio, como un hongo?

—No. Pero podría argüir que un virus y un ser sobrehumano son igualmente insatisfactorios y que lo mejor es algo intermedio, como una persona ordinaria. Sin embargo, es inútil discutir. Tendré la solución cuando halle la Tierra. En Melpomenia, encontramos las coordenadas de otros cuarenta y siete mundos Espaciales.

—¿Y quieres visitarlos todos?

—Todos, si tengo que hacerlo.

—Exponiéndote a peligros en cada uno de ellos.

—Sí, si es preciso hacerlo para encontrar la Tierra.

Pelorat acababa de salir de la habitación en la que había dejado a Fallom y parecía querer decir algo cuando lo impidió la rápida discusión entre Bliss y Trevize. Les miró sucesivamente mientras hablaban.

—¿Cuánto tiempo necesitarás? —preguntó Bliss.

—Todo el que sea necesario —respondió Trevize—, aunque puede que encontremos lo que buscamos en el primero que visitemos.

—O en ninguno de ellos.

—Eso no podemos saberlo hasta el final.

Y ahora, por fin, consiguió Pelorat meter baza en la conversación.

—Pero, ¿por qué buscar, Golan? Tenemos la respuesta.

Trevize agitó una mano con impaciencia en dirección a Pelorat, pero interrumpió este movimiento, volvió la cabeza y dijo, sin comprender:

—¿Qué?

—He dicho que tengo la respuesta. Traté de decírtelo en Melpomenia al menos cinco veces, pero tú estabas tan abstraído en lo que hacías…

—¿Qué respuesta tenemos? ¿De qué estás hablando?

—De la Tierra. Creo que sabemos dónde se encuentra.

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