Impresionante como era el grupo allí reunido, la última presentación dejó a Ryana sin respiración. ¡Una princesa real de Nibenay, e hija de un rey-hechicero, viajando en una caravana comercial! Resultaba totalmente inaudito. Los miembros de las casas reales athasianas abandonaban muy pocas veces sus opulentos y bien protegidos recintos palaciegos, y aún menos sus ciudades, y encontrar a esta delicada y mimada flor de la nobleza en un largo viaje con una caravana a través de todo lo ancho de los altiplanos athasianos carecía por completo de precedentes. Su presencia allí no sólo resultaba escandalosa, sino que también rompía con todas las tradiciones, y Ryana era incapaz de imaginar un motivo que hubiera conducido hasta allí a la princesa, y mucho menos que su familia lo hubiera permitido.
– Por favor, sentaos y uníos a nosotros -indicó lord Ankhor.
Totalmente sorprendida y aturdida, Ryana iba a aceptar la invitación, pero Sorak habló y rompió el hechizo.
– Mis más sinceras disculpas, lord Ankhor. No es mi intención ofender tu generosa hospitalidad, pero mis votos me impiden compartir el pan con un profanador. -Evitó mirar a la princesa, pero quedaba claro para todos los presentes que era a ella a quien se refería.
Ryana contuvo la respiración. Sus propios votos, desde luego, también le impedían aceptar la hospitalidad de un profanador, aunque se recordó que ya había comprometido sus votos como sacerdotisa villichi al abandonar el convento sin el permiso de la señora Varanna. Sorak no había tomado los votos villichis, pero ambos habían jurado seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector, y éstos eran votos que Ryana estaba decidida a no romper. No obstante, al hablar así, Sorak había lanzado un insulto indescriptible contra la casa real de Nibenay. Era una ofensa imperdonable.
De modo sorprendente, el vizconde Torian lanzó una risita.
– Vaya, el elfling desde luego demuestra tener valor… se lo concedo.
Claro, se dijo Ryana, no era su familia la que había sido insultada. Las familias de Gulg, como las de otras ciudades, eran simples aristócratas, no realeza; y, si algunos de ellos estudiaban o practicaban las artes profanadoras, sabían muy bien que les convenía mantenerlo en secreto. Miró a la princesa para ver qué respondía, esperando un ataque de furia y la exigencia de que se le entregara la irrespetuosa lengua de Sorak, si no su vida. En lugar de ello, la princesa la dejó aún más estupefacta.
– Lord Ankhor conoce demasiado bien las complejidades de la diplomacia y las relaciones sociales para cometer el error de invitar a seguidores del Sendero a compartir el pan con una profanadora -dijo ella con aire congraciador, la voz tan sedosa como sus delicadas y reveladoras ropas-. Sin duda os habréis estado preguntando qué hace una princesa de Nibenay viajando en una caravana. Lo cierto es que he sido exiliada de mi tierra natal por cometer la imperdonable ofensa de jurar seguir la Disciplina del Druida. No romperéis vuestros votos si compartís nuestra mesa, porque también yo soy una discípula.
– ¿Vos? -se extrañó Ryana-. ¡Pero sois la hija de un rey-hechicero! ¿Cómo es eso posible?
– Mi madre me dio a luz cuando era muy joven -replicó la princesa Korahna-, y su disposición era tal que no quería molestarse en educar una criatura. La verdad es que eso es habitual en las familias reales, según he sabido. A mí me entregaron a un aya para que me criara, una de las templarias de palacio, y ésta, rompiendo con la tradición, me enseñó a leer. Aunque los templarios trabajan para los profanadores, guardan en sus bibliotecas copias de los escritos de los protectores, para mejor comprender su oposición. A los trece años, encontré algunos de esos escritos en su biblioteca y empecé a estudiarlos en secreto, por curiosidad al principio, aunque al final me convertí.
– Pero el juramento de la Senda del Protector debe tomarlo un protector -indicó Ryana, fascinada.
– Y así fue -respondió la otra-. Me había aficionado a disfrazarme y a escabullirme fuera de los terrenos de palacio entrada la noche con la esperanza de encontrar un mentor para mis estudios, y conseguí entrar en contacto con la Alianza del Velo. Tras su sorpresa inicial al averiguar mi identidad, se dieron cuenta enseguida de la importancia de tener como miembro a la hija convertida de un rey-hechicero. De todos modos, tenían sus suspicacias, y tardé mucho en ganarme su confianza. Con el tiempo, comprendieron que era sincera y me tomaron juramento.
»Sin embargo, mi madre descubrió de forma fortuita mi vida secreta. Por haberme enseñado a leer, ejecutaron a mi aya templaria. Cuando me enteré, hice planes para renunciar públicamente a mi familia y declararme como protectora; pero, antes de que pudiera hacerlo, mi madre me hizo arrestar y me exilió de la ciudad.
– ¿Y vuestro padre? -inquirió Sorak-. ¿Cuál fue su respuesta?
– No lo sé -respondió Korahna-. Estoy segura de que mi madre ni se lo ha dicho; pero, en cuanto se hayan enterado de lo que me ha sucedido, no dudo que los miembros de la Alianza del Velo lo harán público. El rey de Nibenay no se ocupa mucho de su familia últimamente, pero acabará por enterarse. No envidio a mi madre cuando lo descubra.
– ¿Adónde iréis ahora? -quiso saber Ryana.
– A donde lord Ankhor considere oportuno conducirme -respondió ella con sencillez-. Por decirlo así, él es mi carcelero mientras dure este viaje.
– Vamos, alteza, me hacéis una gran injusticia. Sabéis que no es así -protestó Ankhor-. Daréis a nuestros invitados una impresión errónea. -Volviéndose hacia Sorak y Ryana, explicó-: La casa de Ankhor fue contratada, a través de intermediarios, por la reina consorte en persona para escoltar a su hija en este viaje y darle protección. No soy en absoluto su carcelero y, como podéis ver si miráis a vuestro alrededor, esto no se parece en nada a una celda.
– ¿No temes lo que el Rey Espectro pueda hacer cuando averigüe que estás involucrado? -preguntó Sorak.
– No he cometido ningún crimen -repuso él, limitándose a encogerse de hombros-. En realidad, no tuve elección en este asunto. La casa de Ankhor no estaba en posición de rechazar un encargo de una de las reinas consortes. Eso habría sido un terrible insulto a la casa real de Nibenay. Por lo que sé, yo no hice otra cosa que actuar de acuerdo con los deseos del Rey Espectro, transmitidos a través de su reina más joven.
– ¡Sabéis muy bien que no es así! -exclamó Korahna.
– ¿Ah, pero en realidad lo sé eso, alteza? -replicó Ankhor-. Mis representantes en Nibenay aceptaron de buena fe en nombre de nuestra casa el encargo de vuestra madre, la reina consorte. Se les indicó que se os condujera sana y salva a Gulg y que recibierais una litera de primera en esta caravana. El vizconde Torian en persona decidió escoltaros, como prueba de los muchos años de relaciones entre su familia y nuestra empresa. Yo, por mi parte, acabo de veros por primera vez.
– Y sabéis cómo están las cosas, porque os lo he dicho -dijo la princesa.
– También me habéis dicho que sois una protectora declarada y una exiliada de vuestro reino como resultado -respondió el otro con calma-. En tales circunstancias, sin duda no se me podría culpar por pensar que ésos fueron los deseos de vuestro padre.
– Como ya he dicho, lord Ankhor está muy familiarizado con las complejidades de la diplomacia -observó Korahna-. En especial cuando se trata de volver esas habilidades en su favor. Imagino que mi madre pagó bien a la casa de Ankhor.
– Espléndidamente -intervino el vizconde Torian-. No comprendo el motivo de vuestra amargura, alteza. No hay duda de que vuestra madre temía lo que el Rey Espectro pudiera hacer cuando se enterara de vuestra traición, porque así es, sin duda, como lo consideraría. El primer instinto de una madre es proteger a su hijo. Simplemente quiso poneros a salvo.
– Y por lo tanto arrojó mi destino al viento -dijo ella con amargura.
– Con todo el debido respeto, alteza -replicó el vizconde Torian-, eso lo hicisteis vos misma cuando entrasteis en contacto con la Alianza del Velo. En Nibenay, como sucede también en Gulg, es un crimen que se castiga con la muerte. Vos misma os pusisteis la soga alrededor del cuello. Deberíais estar agradecida a vuestra madre, ya que fue ella quien os salvó la vida. ¿O creísteis que vuestro padre se limitaría a cerrar los ojos ante tales actividades por parte de su hija? El Rey Espectro tiene más hijos de sus muchas consortes que sirvientes toda mi familia. Dudo que la pérdida de una hija díscola, en particular una que se ha convertido en causa de profunda vergüenza para la casa real, pudiera afectarlo mucho.
Ryana seguía la conversación fascinada. Sorak se limitaba a permanecer en silencio, escuchando con lo que parecía una actitud ensimismada, aunque la muchacha tenía la firme sospecha de que no se limitaba tan sólo a escuchar. Sin duda, permitía que la Guardiana sondeara las mentes de Ankhor, Torian y Korahna para que él pudiera averiguar la verdad. Lo que realmente la asombraba, no obstante, era la actitud desenvuelta de Ankhor sobre todo aquello. No parecía preocuparle ni un ápice que aquella discusión se desarrollara ante ellos. «Pero, bien mirado -se dijo-, ¿por qué tendría que estarlo? Su posición es segura. Su firma ha aceptado un encargo de la reina consorte. Rechazarlo hubiera sido un insulto.» Tal y como iban las cosas, tenía razón. Él o Torian y sus representantes realmente no habían tenido elección. Y, si se ponía en duda su conducta, no necesitaba preocuparse de que ellos atestiguaran; ambos eran protectores, y sabían cuál sería su destino si caían en manos de un rey profanador.
– ¿Hemos de hablar de asuntos tan deprimentes? -protestó Ankhor-. No conseguiremos más que aburrir a nuestros invitados. Venid, tenemos una cena deliciosa que nos aguarda, y el vino es de una cosecha excelente. Disfrutemos un poco.
– Desde luego -asintió Torian. Se volvió hacia Sorak-. Así que tú fuiste quien desbarató el complot de los salteadores para saquear la caravana procedente de Tyr. Estoy ansioso por conocer todos los detalles de esa historia.
– Hay poco que contar -respondió Sorak-. Simplemente tropecé con la conspiración e informé de mi descubrimiento al Consejo de Asesores de Tyr.
– Sin duda hay más que eso -dijo Torian. Dirigió una mirada a Ryana-. Sospecho, sacerdotisa, que vuestro amigo se muestra muy modesto.
– Nunca ha sido muy buen conversador -replicó ella.
– Un rasgo admirable -concedió el otro-. Aunque hace que la conversación resulte un poco unilateral a la hora de cenar. ¿Qué hay de vos? ¿Adónde os dirigís en vuestro peregrinaje?
Ryana vaciló levemente y dirigió una rápida mirada a la princesa, que se había sumido en un hosco silencio.
– Nibenay -respondió por fin.
Al oír esto, Korahna alzó los ojos unos instantes, pero enseguida volvió a desviar la mirada.
– ¿De verdad? Es un largo viaje -comentó Torian-. Es una lástima que no podamos alojaros. Esta caravana va de camino a Urik.
– Eso nos ha dicho lord Ankhor -dijo ella-. Sin embargo, os agradecemos vuestra hospitalidad. Reanudaremos nuestro viaje por la mañana.
– Nibenay es mucho menos hospitalaria con los protectores que la casa de Ankhor -advirtió Torian.
– Muy cierto -coincidió lord Ankhor-, pero las sacerdotisas villichis no practican la magia y, aunque su orden está dedicada a la Disciplina del Druida, no interfieren en cuestiones políticas. Lo que quiere decir, señora, que, si bien es posible que no os encontréis con una efusiva bienvenida allí, es poco probable que se os moleste.
Ryana no se molestó en explicarle que en realidad no realizaba ningún peregrinaje, al menos, no en la forma que él pensaba, y que al ir en busca del Sabio se habían embarcado en una misión que era ciertamente muy «política».
– Me sorprende que hayáis elegido la ruta septentrional alrededor de las montañas -comentó Torian-. La ruta meridional, pasando por Altaruk y Gulg, habría sido más corta.
– La ruta a través de las Planicies Pedregosas y por encima de las Montañas Barrera será aún más corta -dijo ella.
Ankhor y Torian se irguieron en sus asientos y la contemplaron con asombro.
– ¿Planeáis cruzar las planicies? -inquirió Ankhor-. Con todo respeto, señora, eso sería muy imprudente.
– Sería peor que imprudente -interpuso Torian-. Sería cosa de locos.
– Lo que mi amigo quiere decir… -empezó su anfitrión, en un esfuerzo por suavizar los comentarios de Torian, pero el noble lo interrumpió.
– He dicho exactamente lo que quería decir. -Miró a Sorak-. Si tienes intención de llevar a la sacerdotisa a través de las planicies, vas a llevarla a la muerte. Ningún hombre que haya intentado cruzar ese territorio ha vivido para contar su historia.
– Pero yo no soy un hombre, milord -dijo Ryana-. Y tampoco mi amigo. Él es un elfling.
– No ponemos en duda vuestras habilidades, señora -intervino lord Ankhor-. Es bien sabido que a las sacerdotisas de la orden villichi se las entrena desde la infancia para enfrentarse a todo tipo de adversidades, y Sorak aquí presente, sin ninguna duda, es muy capaz y posee grandes poderes de resistencia. Pero considerad el terreno que pensáis cruzar. No existe territorio más accidentado y peligroso en todo Athas que las Planicies Pedregosas. No encontraréis alimento ni para vosotros ni para vuestra montura. No hay agua. El terreno es rocoso y difícil de cruzar, por lo que es imposible avanzar deprisa. Durante el día, el sol cuece las planicies hasta que el calor asa los pies a través de los zapatos. Y eso sin mencionar los depredadores que acechan allí.
– Y si por algún milagro conseguís sobrevivir a las planicies, necesitaréis cruzar las montañas hasta el otro lado -añadió Torian-. Y os lo dice alguien que ha viajado por esa cordillera: no es una travesía fácil. Ni segura tampoco. Claro está que, si intentáis cruzar las planicies, no tenéis que preocuparos por cruzar las montañas sanos y salvos. Nunca llegaréis vivos a ellas.
– Tiene razón -dijo Ankhor-. Sobre el mapa, es cierto que el viaje puede parecer mucho más corto, pero un mapa no cuenta todo lo que hay detrás. Y nadie ha levantado un plano de ese lugar. Os insto, con todas mis fuerzas, a que lo reconsideréis.
Ryana hizo intención de responder, pero Sorak habló primero:
– Sin duda, tú y lord Torian estáis mucho más familiarizados con el terreno en estas regiones que nosotros, y os agradecemos la advertencia. ¿Qué ruta nos aconsejaríais que tomásemos?
Ryana le dirigió una mirada de sorpresa, pero no dijo nada.
– Bien, desde aquí, tanto si viajáis por la ruta septentrional como por la meridional, la distancia es más o menos la misma -indicó Ankhor-. No obstante, si tomáis la ruta meridional, podríais deteneros en Altaruk y descansar unos días hasta que reanudaseis vuestro viaje. La población de Altaruk es la sede de nuestro imperio mercantil. Mencionad mi nombre y encontraréis una cálida acogida en la casa de mi padre durante todo el tiempo que deseéis quedaros.
– Y podéis interrumpir de nuevo vuestro viaje en Gulg -dijo Torian-, donde también seríais bien recibidos en la finca de mi familia.
– Los dos sois amables y generosos -repuso Sorak-. Tomaremos la ruta meridional, entonces, y seguiremos vuestras sugerencias.
– Vaya, eso es un alivio -suspiró Ankhor-. Sólo pensar que si Torian no os hubiera preguntado por vuestra ruta… Mejor será no pensar en lo que pudiera haber ocurrido.
– Ha sido una suerte para nosotros, pues, haberte encontrado -dijo Sorak-. Cualquier deuda que creyeras tener conmigo, puedes considerarla saldada.
– Excelente. -Ankhor les dedicó una sonrisa-. Me encanta cuando las cuentas cuadran. ¿Pensáis partir con las primeras luces del día, entonces?
– Sí. Puesto que vamos a tomar una ruta más larga, lo mejor será que empecemos temprano -confirmó Sorak.
– Bueno, yo no soy de los madrugadores -repuso su anfitrión-, de modo que no me ofenderé si ya os habéis ido cuando me despierte. Nos despediremos esta noche, pues, y me ocuparé de que os preparen mochilas con provisiones. ¿Puedo ofreceros una de mis tiendas para que descanséis esta noche?
– Gracias -contestó el joven-, pero ya habéis sido suficientemente amable. Es una noche cálida, y preferimos dormir bajo las estrellas, al estilo druida. Acamparemos en el otro extremo del arroyo, donde nuestra temprana partida no molestará a los demás.
– Como deseéis. Y ahora, Torian, realmente tengo que contarte cómo nuestro amigo, aquí presente, me salvó de perder hasta la camisa con un fullero diabólicamente listo en una casa de juego de Tyr conocida como La Araña de Cristal…
En cuanto abandonaron la tienda de lord Ankhor, con las provisiones que éste les había hecho preparar, rodearon el estanque del oasis para dirigirse a la zona donde estaban atados los kanks. Ryana dirigió una rápida mirada a Sorak y dijo:
– No fuiste muy sincero con nuestro anfitrión. ¿Acaso la Guardiana descubrió que no era de fiar?
– Descubrí que lord Ankhor sólo mira por sus propios intereses -respondió la Guardiana, manifestándose para responder directamente a su pregunta.
– ¿Y el vizconde Torian?
– El vizconde Torian posee una gran seguridad en sí mismo -repuso la Guardiana-. Había previsto la posibilidad de que se sondearan sus pensamientos, aunque esperaba que fueras tú quien los sondeara. La telepatía no es una de tus aptitudes, claro está, pero Torian sabía que a veces las villichis cuentan con la telepatía entre sus poderes paranormales. No sabía si era así en tu caso, pero estaba preparado para tal eventualidad.
– ¿Quieres decir que pudo protegerse? -inquirió Ryana.
– Muy al contrario -respondió la entidad-. Mantuvo sus pensamientos desprotegidos para demostrar su confianza y exhibir su franqueza. Un joven muy interesante. Pocas personas se sienten tan seguras de sí mismas.
– ¿Y qué encontraste cuando leíste sus pensamientos?
– Egoísmo y un orgullo nacido de un sentido de su propia valía, a la vez que un fuerte sentido patriótico por su ciudad. Torian es un hombre ambicioso, pero sabe cómo templar esa ambición con una fuerte dosis de sentido práctico y realismo. En la princesa Korahna, ha visto una valiosa oportunidad. Ése es el motivo por el que decidió escoltarla personalmente en este viaje.
– ¿Qué clase de oportunidad?
– Las ciudades de Gulg y Nibenay mantienen una antigua rivalidad, en parte originada por un conflicto sobre los recursos de las Montañas Barrera, y en parte como resultado de la antipatía entre sus respectivos gobernantes. Si Torian se casara con Korahna, tendría a una princesa de la casa real de Nibenay para fortalecer su posición no sólo en Gulg, sino también en Nibenay. En el pasado, el Rey Espectro no ha permitido que vivieran los hijos varones que le daban sus esposas, para asegurarse de que ninguno pudiera poner jamás en peligro su trono. En cuanto a sus hijas, cuando alcanzaban la edad que Korahna tiene ahora, las enviaba a engrosar las filas de sus templarias. Torian sabe que desde que el Rey Espectro se embarcó en su metamorfosis en dragón, ha dejado de mostrar interés por sus esposas. Después de Korahna ya no engendrará a ninguna otra criatura. Si Korahna tiene un hijo varón con Torian, éste será el único heredero legítimo del trono de Nibenay.
– Comprendo -dijo Ryana-. ¿Y qué hay de la princesa? ¿O es que sus deseos no cuentan en los planes de Torian?
Se inclinaron para llenar los odres en el estanque del oasis.
– Torian está seguro de poder conquistar a la princesa haciendo que llegue a sentir que depende de él. Es una perita en dulce que ha ido a caer en su mano extendida. Nunca antes había abandonado el hogar, y ahora su propia madre la ha exiliado. El aya que la crió ha sido ejecutada, y ella ha quedado separada de sus amigos de la Alianza. No tiene a nadie. Torian intenta aprovecharse de eso para insinuarse en sus afectos. Una vez que lo haya conseguido, planea casarse con ella y regresar con ella a Gulg, con la esperanza de que le dé un hijo con el que reclamar la sucesión al trono de Nibenay.
– ¿Y qué pasa con los votos que ha hecho Korahna como protectora?
– Eso no constituye ningún impedimento para él -siguió la Guardiana-. Sospecha que quizá no es más que una imprudencia juvenil; pero, si no es así, es algo que puede aprovechar en beneficio propio. Un sucesor al trono criado como un protector obtendría un rápido apoyo por parte de los oprimidos súbditos del Rey Espectro. Y tal heredero recibiría, también, el respaldo de la Alianza del Velo.
– Sí, ya lo comprendo -asintió Ryana-. El vizconde Torian es realmente ambicioso. Inteligente, también.
– Y totalmente sin escrúpulos -añadió la Guardiana-. Torian no siente simpatía ni por protectores ni por profanadores. Seguiría cualquier camino que le ofreciera mayores ventajas. A Torian sólo le importa Torian.
– Pobre Korahna -se apiadó la joven-. Aunque se ha criado entre grandes lujos, sigo sintiendo pena por ella. Parece que ni las princesas son inmunes a las maquinaciones de hombres ambiciosos.
Mientras se encaminaban hacia un grupo de palmeras donde pasarían la noche, Sorak volvió a tomar el control.
– Korahna no tiene intención de convertirse en un peón de la partida de Torian. Es perspicaz, y conoce cuáles son sus intenciones.
– ¿Qué hará?
– Escapar -contestó Sorak-. De hecho, planea hacerlo esta noche.
– Pero ¿cómo? -inquirió Ryana-. ¿Adónde iría, aquí en medio del desierto?
– Con nosotros, a través de las Planicies Pedregosas.
– ¿Qué? -exclamó Ryana incrédula.
– Torian jamás sospecharía que una princesa criada entre algodones planeara escapar al desierto -explicó Sorak-. No hay más que dos guardas a la entrada de su tienda. La joven planea abrirse paso por la parte trasera y reunirse con nosotros esta noche.
– ¿Qué le hace pensar que la llevaremos con nosotros?
– Somos protectores como ella -dijo Sorak-. No puede creer que vayamos a negarnos, especialmente después de haber visto cuál es la situación. E, incluso aunque nos negáramos, ella podría acusarnos de intentar secuestrarla.
– En ese caso debemos partir al instante -indicó Ryana, recogiendo sus cosas.
– No -repuso Sorak-. Esperaremos y la llevaremos con nosotros.
Ryana lo miró atónita.
– ¿Te has vuelto loco? ¡Los mercenarios de Ankhor irían tras nosotros inmediatamente!
– Pero nos buscarían en la ruta meridional, hacia Altaruk. Después de molestarse tanto en contarnos los peligros a los que nos enfrentaríamos si intentáramos cruzar las Planicies Pedregosas, jamás se les ocurriría que hemos seguido ese camino, en especial con la princesa.
– ¡Esto es una locura! -protestó Ryana-. Esa mimada flor de palacio no sobreviviría a una travesía por las planicies. No hará más que retrasarnos, y sin duda agobiarnos con sus quejas a cada paso que dé.
– Pensaba que sentías lástima por ella.
– Quizá, pero estaría mucho mejor con Torian que con nosotros en un viaje por ese territorio. ¿De qué nos servirá llevarla con nosotros? ¿O es que te ha encandilado su belleza?
– Los celos no son propios de ti, Ryana -observó Sorak-. Si yo pudiera prendarme de alguna mujer, esa mujer serías tú. Pero sabes que eso jamás podrá ser, por mucho que yo lo desee. No es la belleza de Korahna lo que deseo, sino sus conexiones con la Alianza del Velo en Nibenay. Ella podría facilitarnos en gran medida nuestra tarea.
– Así que en lugar de ser un peón de Torian, lo sería nuestro.
– Eso, también, resulta injusto -repuso Sorak-. Ella ansía regresar a casa, a sus amigos de la Alianza, los únicos amigos que ha conocido nunca. Ellos pueden protegerla y proporcionarle un hogar. Nosotros la conduciremos hasta ellos. A cambio, pediremos tan sólo ser presentados. Es un intercambio justo, y nadie resultará utilizado.
Ryana aspiró profundamente y exhaló luego el aire con un sonoro suspiro.
– No puedo enfrentarme a tu lógica -dijo-. Pero no me hace ninguna gracia la idea de arrastrar a una princesa mimada por las Planicies Pedregosas. El viaje ya sería bastante peligroso sin ella.
– Cierto -asintió Sorak-; pero, dejando aparte el hecho de que llevarla con nosotros servirá a nuestras intenciones, sabes tan bien como yo que es lo que hay que hacer. Mimada o no, consentida o no, princesa o no, ella es también una protectora como nosotros, y no podemos hacer oídos sordos a su solicitud de ayuda.
– No, no podemos -admitió la muchacha de mala gana-. Ella también lo sabe. Pero ¿y si la atrapan cuando intenta escapar?
– Entonces no podemos hacer nada. Es ella quien debe intentar conseguir escapar. Después de eso, tendrá muchas oportunidades de poner a prueba su compromiso con su juramento como protectora. Esperaremos hasta una hora antes de amanecer. Si no se ha reunido con nosotros para entonces, nos pondremos en marcha. Túmbate y descansa un poco. La Centinela montará guardia.
No tuvieron que esperar mucho. Las hogueras fueron perdiendo intensidad a medida que la caravana se acomodaba a pasar la noche, y el silencio descendió sobre el oasis. Poco después de medianoche, Sorak despertó a Ryana apretándole suavemente el brazo con la mano. La joven abrió los ojos al instante, y se incorporó a toda velocidad; vio que él se llevaba un dedo a los labios. Al poco rato, oyó el sordo sonido de suaves pisadas que se acercaban. Una figura borrosa y encogida dentro de una capa oscura cruzaba el terreno, examinando la zona con atención.
– Korahna -llamó Sorak en voz baja, cuando ella se acercó más.
La figura se detuvo unos segundos; luego los vio y se dirigió con paso rápido hacia el grupo de palmeras.
– ¿Me esperabais? -inquirió, sorprendida. Una expresión de repentina comprensión recorrió sus encapuchadas facciones-. Claro -siguió, mirando a Ryana-, leíste mis pensamientos.
– No debemos perder tiempo -intervino Sorak, antes de que Ryana pudiera corregirla-. Hemos de marcharnos al momento. Iré en busca del kank. -Se alejó veloz en la oscuridad.
– Os estoy profundamente agradecida por vuestra ayuda -dijo Korahna-. Y puedo comprender el motivo de la prisa. Los mercenarios de Ankhor nos perseguirán cuando sepan que he huido.
Ryana no contestó. Se limitó a contemplar a la princesa, que no había traído nada con ella en lo referente a provisiones, ni siquiera un odre de agua. La daga cubierta de piedras preciosas que llevaba en la cintura era a todas luces más un adorno que un arma ofensiva. Dudaba incluso de que la muchacha supiera cómo utilizarla. La joven llevaba una capa ligera y el mismo vestido sedoso que luciera durante la cena, y se cubría los delicados pies con un simple par de sandalias muy finas. Andando por el desierto, aquellas sandalias no habrían durado ni un día. En las planicies, quedarían hechas pedazos en un instante. No necesitaban aquella carga añadida. Tal vez Sorak tuviera razón y la princesa les fuera de utilidad para entrar en contacto con la Alianza cuando llegaran a Nibenay; pero, contemplándola, Ryana tenía serias dudas de que Korahna sobreviviera al viaje. Resultaría una enorme carga para ellos.
Sorak regresó enseguida con el kank siguiéndolo a poca distancia. Se escuchó un ruido sordo y algo aterrizó sobre el polvo a los pies de Korahna.
– Ponte esto -indicó Sorak.
La princesa miró al suelo y vio un par de gruesos mocasines de piel ante sus pies.
– Esas sandalias endebles no durarían ni una hora en el desierto -explicó el joven-. Le quité éstos a un guarda que vigilaba las bestias de carga. Para cuando lo descubran, atado y amordazado, ya estaremos lejos.
Korahna levantó los ojos hacia Sorak contemplándolo incrédula.
– ¿Esperas que me ponga el calzado de un guarda de caravana? -exclamó con repugnancia-. ¿Después de que sus mugrientos pies lo hayan ensuciado?
– Los encontrarás preferibles a ir descalza por las planicies -replicó el joven.
– ¿Las planicies? Pero… yo creía… ¡Supongo que no seguiréis aún con la idea de ir por ese camino!
– Si tomamos la ruta del sur, los mercenarios nos atraparán al mediodía, como muy tarde -explicó Sorak-. De esta forma, tenemos una posibilidad de esquivarlos.
– Pero… ¡nadie ha cruzado jamás las planicies y ha sobrevivido!
– En ese caso seremos los primeros -dijo Sorak-. O te puedes quedar aquí con Torian, casarte con él, y darle un hijo para que pueda reclamar el trono de Nibenay. Tú eliges. Pero has de decidirlo ahora. Nos vamos.
Una expresión de pánico apareció en los ojos de Korahna.
– ¡Esperad! ¡Al menos dadme tiempo a que me ate estos mocasines!
Se agachó, se quitó las sandalias, las ató a su cinturón de argollas de oro, y, arrugando la nariz, procedió a atarse el calzado que Sorak había cogido al guarda. El elfling había empezado a alejarse con el kank. Ryana se quedó unos instantes mirando a la princesa y luego lo siguió. Al poco rato, Korahna llegó corriendo para atraparlos, y juntos se alejaron del oasis en dirección este.
– ¿No vamos a montar? -preguntó la princesa.
– Cuando estemos a cierta distancia del arroyo -dijo Sorak-. Entretanto, manteneos sobre el terreno suelto y arenoso. El viento cubrirá nuestras huellas por completo en una hora más o menos, y para entonces deberíamos haber llegado a los límites de las planicies. Evita pisar las plantas, no sea que rompas una rama que pueda descubrir nuestras huellas a un rastreador.
– Estos mocasines son demasiado grandes -se quejó Korahna.
– ¿Los ataste bien? -inquirió Sorak.
– Sí, pero ¿y si se me hacen ampollas en los talones?
– Entonces tendrás que andar de puntillas -respondió el.
– ¿Cómo te atreves a utilizar ese tono conmigo? ¡Te dirigirás a mí llamándome alteza!
– ¿Por qué? No soy súbdito tuyo.
– ¡Pero yo soy una princesa!
– Una que carece de reino por el momento -le recordó Sorak-. Yo no soy Torian, y no tengo ninguna apremiante necesidad de buscar favores contigo. Recuerda que fuiste tú quien vino a pedirnos un favor. Te lo hemos concedido porque hiciste juramento como protectora. Para mí, eso es todo lo que importa.
– ¿Qué he hecho para que me trate con tanta grosería? -preguntó Korahna volviéndose hacia Ryana.
– Te has convertido en una carga innecesaria para nosotros -contestó ésta-. Y una fuente de molestias, además. Si yo fuera tú, dejaría de quejarme y guardaría mis energías. Necesitarás todas las que tengas para el viaje que nos espera.
La princesa contempló a Ryana con expresión desvalida, sorprendida al no encontrar apoyo en otra mujer, y una que, además, era una protectora. Calló y siguió andando detrás de ellos, teniendo buen cuidado de mirar por dónde pisaba, para no dejar plantas rotas que delataran su rastro, tal y como Sorak le había advertido.
No pasó mucho rato antes de que empezara a rezagarse. Sorak aflojó un poco el paso, pero no se detuvo a esperarla. Ryana empezó a sentirse más y más impaciente. Torian no era ningún estúpido, y los mercenarios de Ankhor conocían su oficio. Sin duda, habría buenos rastreadores entre ellos y, aunque seguramente darían por sentado que habían tomado el camino del sur en dirección a Altaruk, era probable que no tardaran en comprender su error.
Sin embargo, incluso unos mercenarios vacilarían en seguirlos al interior de las tierras yermas, de modo que cuanto antes llegaran a ellas, más a salvo estarían. A salvo de persecuciones, se recordó la sacerdotisa, porque existiría muy poca seguridad para ellos en aquel lugar.
Tras poco más de una hora, ya habían alcanzado los bordes de las planicies, donde el terreno se iba tornando poco a poco más irregular y accidentado. Aún tenían al menos cuatro horas hasta que amaneciera. Ryana echó una ojeada a su espalda para ver cómo le iba a la princesa. No muy bien. Mientras apresuraba el paso para alcanzarlos, Korahna vio de repente cómo Ryana tomaba su ballesta y encajaba una saeta en ella. La princesa se detuvo en seco, y sus ojos se abrieron de par en par al ver cómo Ryana tensaba el arco y lo levantaba, todo en un grácil gesto.
– ¿Qué haces? ¡No! ¡No lo hagas!
La saeta silbó en el aire, pasó a pocos centímetros de la cabeza de la joven mientras ésta chillaba y, con un ruido sordo, se clavó en algo situado justo detrás de ella. Korahna se volvió a tiempo de ver cómo un dragón de tamaño medio se desplomaba sobre un costado, la saeta de la ballesta de Ryana hundida profundamente en el cerebro. El animal, de casi dos metros de longitud y con un cuerpo tan grueso como el de un hombre, se retorció sobre el pedregoso suelo, mientras la cola chasqueaba a su espalda en un involuntario movimiento agónico. Korahna lanzó un grito y se apartó horrorizada de la criatura, cubriéndose la cara con las manos.
– Si no se me hubiera ocurrido volver la cabeza, ése habría sido vuestro fin, alteza -dijo Ryana, recalcando el título en tono sarcástico-. Intenta mantenerte a nuestra altura, ¿quieres?
– ¡Esa bestia horrible! -exclamó la princesa-. ¡Me salvaste la vida!
– ¿Podemos seguir ya? -inquirió Sorak.
Observó que Korahna cojeaba ligeramente al acercarse. Los mocasines eran gruesos pero sus delicados pies evidentemente no estaban acostumbrados a la tarea de andar por el desierto. Se agachó ante ella y le desató el mocasín izquierdo. La muchacha apoyó ligeramente una mano sobre su hombro para no perder el equilibrio mientras él le levantaba el pie izquierdo para examinarlo. Tenía una enorme ampolla en el talón que se había reventado. Debía de dolerle bastante, pero aun así la muchacha no se había quejado ni una sola vez.
– Quizá sea mejor que vayas montada durante un rato -le dijo el elfling mientras volvía a atarle el calzado-. Examinaré el pie más tarde por si la herida se infectara, pero es mejor no detenernos ahora.
Korahna contempló al kank con nerviosismo.
– Nunca he montado en un kank -anunció-. Torian tenía un carruaje para mí…
– Ryana -indicó Sorak-, súbela detrás de ti.
Ryana montó en el animal y luego ayudó a Korahna a subir.
– Limítate a acomodar tu peso y a sujetarte a mi cintura hasta que te acostumbres al movimiento -aconsejó. Miró a Sorak- ¿Y tú?
– De nada sirve sobrecargar al kank -respondió éste-. Iré a pie. El kank no puede andar deprisa en este terreno abrupto y no me costará nada mantenerme a vuestra altura.
Siguieron adelante. El suelo se tornó más irregular y rocoso a medida que viajaban, dirigiéndose al este y más al interior de las planicies. El kank no avanzaba mucho más deprisa de lo que lo habían hecho ellos hasta el momento. El gigantesco escarabajo tenía que andar con mucho cuidado sobre el terreno cubierto de piedras, que no hacía más que empeorar. En algún momento de un pasado remoto de Athas, un glaciar debía de haber cruzado el desierto hasta detenerse allí, y había depositado las rocas que había arrancado del suelo durante su lento avance. Al poco rato, moverse en línea recta resultó ya imposible, y tuvieron que zigzaguear entre las rocas como una serpiente.
Ryana tuvo que reconocer que la princesa se portaba muy bien. Había esperado quejas y gimoteos sin fin, pero Korahna no decía ni una palabra, a pesar de que el pie debía de dolerle mucho, y de que su redondeado trasero, más acostumbrado a los blandos almohadones de las literas y a los mullidos lechos que al duro y estriado caparazón del tórax de un kank, debía de sentirse bastante dolorido. No pasó mucho tiempo antes de que el cielo empezara a iluminarse con la aparición de los primeros rayos del sol en el horizonte.
– ¿Cuánto tiempo puede faltar para que descubran que no estás, suponiendo que no te hubieran echado en falta durante la noche? -preguntó Ryana.
– Nunca se me ha molestado después de que me retirara a mi tienda -repuso Korahna-. Torian dio órdenes estrictas en este sentido. Y Ankhor, como él mismo dijo, no es muy madrugador. No obstante, los conductores de la caravana estaban bien despiertos y ocupados en sus fogatas para cuando yo me había vestido y unido al resto. Torian venía siempre a comprobar que estaba levantada, aunque se limitaba a llamarme desde fuera de la tienda. Y eso era probablemente dos horas después del amanecer.
– En ese caso aún nos quedan unas pocas horas antes de que descubran que te has ido -dijo Ryana, calculando mentalmente-. Si damos por supuesto que monten una rápida persecución y envíen a un grupo a la ruta meridional en un intento de alcanzarnos, eso debería añadir quizás unas pocas horas más antes de que comprendan su error. No es probable que la caravana se ponga en marcha sin ti, de modo que esperarán junto al arroyo hasta que el grupo de búsqueda haya regresado. Eso añadirá unas cuantas horas más. Con suerte, les llevaremos casi todo un día de delantera si es que deciden seguirnos al interior de las planicies.
– ¿Crees que lo harán? -inquirió Korahna.
– A lo mejor no; pero, si yo fuera Torian, lo haría. Eres demasiado valiosa para él para abandonar con tanta facilidad, y me dio la impresión de que era un hombre ambicioso y decidido.
– Sabía lo que él quería -explicó Korahna-. Y jamás se lo habría dado.
– Entonces, cuando se hubiera cansado de utilizar la paciencia, lo habría tomado por la fuerza -dijo Ryana-. Eso es lo que los hombres hacen. Al menos, eso es lo que he oído.
– Sorak parece diferente -comentó la princesa, observándolo mientras andaba por delante de ellas.
– Eso es porque él es diferente -repuso Ryana.
– ¿No es tu pareja?
– Las villichis no tomamos pareja.
– Y sin embargo lo amas.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Puedo percibirlo en tu voz cuando hablas de él. Y lo veo en tus ojos cuando lo miras. Yo seré joven, pero soy una mujer, y una mujer conoce estas cosas. No he llevado una vida tan recluida como podrías suponer. Al menos, no en los últimos años.
– Sorak es como mi hermano. Crecimos juntos.
– No lo miras como si fuera tu hermano.
– Y si así fuera, ¿a ti qué te importa? -inquirió Ryana con brusquedad.
– No es algo que me importe -dijo la otra con suavidad-. Sólo intentaba conoceros mejor. No era mi intención ofender.
Ryana no contestó.
– ¿Qué he hecho para caerte mal? -quiso saber Korahna.
– No eres tanto tú como lo que eres -respondió Ryana.
– ¿Una princesa, una aristócrata?
– Una mujer que jamás ha aprendido a cuidar de sí misma -replicó la sacerdotisa-. Alguien que ha vivido ociosa y entre lujos refinados toda su vida, cuyas comodidades se han pagado con el esfuerzo de otros, sus deseos y necesidades cubiertos a expensas de otros menos afortunados que ella.
– Eso es muy cierto -asintió Korahna-, y no obstante mi destino no lo elegí yo. No podía evitar nacer donde nací. No escogí ni a mi padre ni a mi madre. Y, durante gran parte de mi vida, no sabía cómo vivían otras personas; creía que todo el mundo vivía más o menos como yo. Tenía quince años cuando puse los pies fuera del recinto de palacio por primera vez, y lo hice a hurtadillas, con gran riesgo para mí. Cuando vi la forma en que realmente vivía la mayoría de la gente, me sentí profundamente afectada y con ganas de llorar. Nunca había creído… Supe entonces que las cosas no eran como debían ser en Nibenay y juré que, si estaba en mis manos cambiarlas, haría todo lo posible por intentarlo. Pero sabía que no estaba demasiado bien equipada para ese esfuerzo. A ese respecto, tú eres más afortunada que yo.
– ¿Yo? -dijo Ryana-. ¿Más afortunada que tú?
– Daría cualquier cosa por haber nacido con tus habilidades -repuso Korahna-. Las villichis habitan en las Montañas Resonantes, ¿no es así?
– Sí.
– Vivir en libertad en las montañas, pasear por el bosque y sentarse junto a un río a escuchar cómo el agua corre sobre las piedras… No he visto nunca un río, sólo un arroyo en un oasis. No me enseñaron nada sobre el país o los animales salvajes. Jamás se me enseñó a cocinar, coser o tejer; tales cosas están por debajo de la dignidad de una princesa, me dijeron, aunque me hubiera encantado aprenderlas. Y, si una princesa no sabe siquiera cocinar o coser, desde luego es incapaz también de luchar. Mi cuerpo es blando y débil, mientras que el tuyo es fuerte y firme. Ni siquiera podría tensar esa ballesta que manejas con tanta pericia, y es probable que no tuviera fuerzas suficientes para levantar esa espada tuya. Desprecio la vida que he llevado y envidio la tuya. Me cambiaría contigo en un instante. ¿Correrías tú tanto a ocupar mi lugar?
Ryana tardó unos instantes en responder, estudiando a su compañera.
Luego, tras una pausa, respondió sencilla y llanamente:
– Desde luego que no.
– ¿Crees que quiero regresar para volver a mi antigua vida? -inquirió Korahna-. ¿Para poder suplicar el perdón de mi madre y renunciar al juramento hecho? No. Antes moriría aquí en el desierto, lo que aún es posible que haga. Pero, si sobrevivo a este viaje, regresaré a Nibenay no a reanudar mi antigua vida, sino a empezar otra nueva; no como una princesa, sino como una protectora al servicio de la Alianza del Velo. No sé hechicería, eso es cierto, pero de todos modos aún puedo serles de alguna utilidad por ser quien soy. Y, si mi única utilidad para ellos es como un símbolo, que así sea. Es mejor que no tener ninguna utilidad.
Una vez más, Ryana no respondió de inmediato. Muy a su pesar, empezaba a tomarle simpatía a la princesa.
– Tal vez te he juzgado mal -dijo por fin.
– No podría culparte si así fue. La verdad es que no sé si nadie podría realmente juzgar su vida con tanta severidad como lo he hecho yo con la mía.
– Quizá no -repuso Ryana-. Pero nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo. Siempre se puede aprender, si el deseo de hacerlo está ahí.
– Yo tengo ese deseo. ¿Me enseñarías?
– ¿Enseñar qué?
– ¡Todo! Cómo parecerme más a ti.
– Eso sería toda una enseñanza. -Ryana no pudo reprimir una sonrisa.
– Entonces enséñame lo que consideres que me hace más falta -insistió Korahna-. Enséñame a cuidar de mí misma. ¡Instrúyeme en el arte de luchar!
Ryana lanzó una carcajada.
– ¡Y esto lo dice una mujer que hace un instante decía que ni siquiera podía levantar una espada!
– Si tú me enseñas cómo, entonces yo haré el esfuerzo.
– Eso lo dices ahora -dijo Ryana-, pero cuando llegue el momento de realizar ese esfuerzo, quizá veas las cosas de otro modo.
– No lo haré.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Ryana desenvainó su espada.
– Muy bien -dijo-. Coge esto. -Le entregó el arma por encima del hombro-. Tendremos nuestra primera lección.
– ¿Sobre el lomo de un kank?
– Servirá tan bien como cualquier otro lugar. Dijiste que querías aprender.
– Es verdad.
– Perfecto, entonces. Sostén la espada lejos del cuerpo, con el brazo estirado.
Oyó cómo Korahna gruñía en voz baja mientas hacía lo que le indicaba, sujetándola con la mano derecha.
– Es más pesada de lo que parece.
– Aún pesará más.
– ¿Ahora qué?
– Limítate a sostenerla así.
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta que te diga que puedes bajarla.
Cabalgaron un buen rato de esta guisa, con Korahna sosteniendo la espada lejos del cuerpo, y Ryana mirando por encima del hombro de vez en cuando para comprobar que lo hacía. Poco a poco, la espada empezó a inclinarse a medida que el brazo de la princesa se cansaba a causa del esfuerzo; pero, cada vez que la sacerdotisa la miraba, ella animosamente volvía a levantarla, apretando los dientes con fuerza. Por fin, cuando el brazo ya no pudo soportar más la tensión, el arma empezó a temblar en su mano y a descender más y más en tanto que el brazo se doblaba, incapaz de mantenerla arriba por más tiempo. Cuando Ryana volvió a mirar por encima del hombro vio que Korahna tenía los ojos cerrados con fuerza, los labios comprimidos y el rostro enrojecido por el esfuerzo de mantener la espada en posición.
– Muy bien, ya puedes bajarla -dijo.
Soltando aliento con fuerza, Korahna bajó la espada y la apoyó contra el duro caparazón del kank. Aspiró profundamente y exhaló con fuerza una vez más.
– ¡Siento el brazo como si ardiera! -exclamó con un débil gemido.
– ¿Dolorido? -inquirió Ryana.
– Muchísimo.
– Estupendo. Ahora coge la espada con la otra mano y álzala con el brazo izquierdo.
– ¿El… el brazo izquierdo?
– La respuesta adecuada es: «Sí, hermana» -le indicó Ryana-. Vamos, vamos. -Chasqueó los dedos con fuerza.
Korahna suspiró profundamente.
– Sí, hermana -dijo con resignación, y alzó la espada con el brazo izquierdo.
Ryana sonrió. «Mimada, sin duda -se dijo-. Pero malcriada, quizá no. El tiempo lo dirá.»