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No le fue difícil a Sorak seguir el rastro de Torian y sus mercenarios sin ser visto; no tuvo necesidad siquiera de dejar que el Vagabundo tomara el control para hacerlo. Torian era un rastreador experimentado, pero Sorak era un elfling, y no sólo poseía la preparación recibida de las villichis para ayudarlo en su tarea: también tenía ciertas ventajas genéticas. Era poseedor de sentidos más desarrollados y más resistencia física y podía moverse más silenciosamente que cualquier humano.

Torian, claro está, sabría que él estaba ahí en algún lugar. No era estúpido. Había amenazado con hacérselo pagar a Ryana si vislumbraba siquiera a Sorak, pero éste se sentía bastante seguro de que ni alguien con tanta experiencia como Torian sospecharía lo mucho que podía acercarse sin que se dieran cuenta. Ni un solo momento los perdió de vista.

No confiaba en Torian. Lo que había dicho a Ryana era cierto: no dudaba que el noble miraría ante todo por sus propios intereses, pero los intereses de Torian no requerían dejarlos a ellos con vida. Había intentado ponerse en el lugar del noble en un esfuerzo por prever sus actos, y para esa tarea le bastó con dejar que el cínico y egocéntrico Eyron se manifestara.

Es muy simple, había dicho éste. Si yo fuera Torian, consideraría las alternativas disponibles y escogería aquella línea de acción que resultara más conveniente e implicara menor riesgo para mí.

¿Y qué línea de acción sería ésa?, preguntó Sorak.

Bueno, si damos por supuesto que tú mantendrás tu parte del trato, entonces yo, en el lugar de Torian, haría lo mismo… hasta cierto punto, respondió Eyron. Me encaminaría a Gulg, teniendo buen cuidado de vigilar por dónde andas. ¿A qué distancia crees que está la ciudad?

Cuatro o cinco días, diría yo. Quizás un poco más. Si viaja deprisa, debería alcanzar las montañas dentro de otros dos o tres días. Una vez allí, dijo que conocía el territorio. Las Montañas Barrera no son muy altas. No debería necesitar más de dos días para cruzarlas, y Gulg se encuentra en el valle que se abre a sus pies.

En ese caso se asegurará siempre de dejar un centinela cuando acampe, dijo la entidad, ya que no tiene más motivos para confiar en ti de los que tú tienes para confiar en él. Sin duda atará cuidadosamente y a conciencia a sus prisioneras, teniendo buen cuidado de que no haya forma de que puedan soltarse de sus ataduras, y mantendrá una hoguera encendida porque sabe que la luz se reflejaría en tus ojos si te acercaras. No correrá riesgos innecesarios y tendrá a Ryana siempre cerca por si intentas rescatarla.

Y si yo no intento tal cosa y le permito llegar a Gulg, ¿entonces qué?, quiso saber Sorak. ¿Qué harías tú en su lugar?

Pues entonces, lo más sencillo sería dirigirme directamente a la hacienda familiar después de haber dado órdenes a los guardias de las puertas de la ciudad de que aguarden tu llegada. Una vez que estuviera a salvo con mis prisioneras, haría exactamente lo que había prometido. Es decir, liberaría a Ryana y le entregaría la recompensa prometida, pero primero haría que toda una dotación de guardias estuviera apostada en las puertas de la ciudad, no a la vista, claro está, y tal vez también me ocuparía de tener a algunos otros ocultos en el exterior. En cuanto Ryana saliera por las puertas de la ciudad y tú fueras a su encuentro, ellos atacarían. Los dos moriríais, y mi problema quedaría totalmente resuelto, sin ninguna molestia para mí.

Posees una mente tortuosa, Eyron.

Bueno, también es tu mente, repuso él.

Es verdad, concedió Sorak. A veces me pregunto cómo es que hay sitio para todos nosotros.

Siempre podrías irte, sugirió el otro. No me opondría a ser el ente principal.

No se por qué, pero sospecho que los otros tendrían algo que decir al respecto, respondió Sorak con ironía. No obstante, agradezco tu presencia, por mucho que a veces resulte opresiva.

¿Qué haríais sin mí?

No lo sé. Quizá tener una visión más positiva de la vida.

E ir por el mundo confiando implícitamente en la gente, supongo.

Nunca confié en Torian. Pero confío ahora en que hará exactamente lo que tú supones que hará. La pregunta es: ¿esperará él que yo adivine sus planes?

Si yo fuera Torian, sopesaría la situación con sumo cuidado y haría planes para cualquier eventualidad, respondió Eyron.

Y Torian es listo, replicó Sorak. Si nosotros hemos adivinado lo que hará, entonces existe la posibilidad de que él también lo haya adivinado. Así pues, ¿qué hemos de hacer con él?

Algo muy definitivo, diría yo, sugirió Eyron.

Esperaba obtener una respuesta un poco más específica, dijo Sorak.

Tendrás que disculparme, respondió Eyron. Me pides tan pocas veces mi opinión sobre cualquier cosa, mucho menos mis consejos, que no estoy acostumbrado a toda esta repentina atención. La respuesta es evidente: debes derrotar a Torian antes de que llegue a Gulg.

Eso podría haberlo pensado yo solo, repuso Sorak. La cuestión es ¿cómo lo consigo sin poner en peligro la seguridad de Ryana o de la princesa?

Torian no haría daño a la princesa si no es como último recurso, comentó Eyron. Estaba decidido a matarla en la gruta, porque no tenía nada que perder. Tenía que convencerte de la sinceridad de sus intenciones, y sabía que la única forma en que podía hacerlo era si estaba dispuesto a llevar a cabo su amenaza. Confió en que tú no querrías obtener una victoria a cambio de su vida.

Y tenía razón.

Evidentemente, concedió Eyron, de lo contrario no estaríamos ahora en esta posición. Sin embargo, Torian sabe que todo lo que ha obtenido es tiempo… y otro rehén. Y mataría a Ryana antes de hacer daño a la princesa.

Si hiciera eso, nada podría salvarlo, afirmó Sorak.

A lo mejor lo sabe, respondió Eyron. Así que tal vez no la mataría. No obstante, hay muchas cosas que podría hacerle aunque no la mate. Y ese tipo me parece muy imaginativo. Por lo tanto, debemos planear una forma de atacarlo de tal modo que ni él ni sus dos mercenarios tengan la posibilidad de actuar.

Así pues la rapidez es esencial, concluyó Sorak. Pero eso, también, resulta evidente. Él esperará que ataque, y sabe que la rapidez sería mi única posibilidad.

Cierto, dijo Eyron. Esperará que ataques. Así que el ataque debe provenir de alguien… o algo… diferente.


– ¿Alguna señal de él? -preguntó Torian.

Rovik se volvió y meneó la cabeza.

– No; Gorak y yo hemos estado vigilando atentamente, pero no hemos visto ninguna señal de que nos siguiera.

– Oh, está ahí fuera; puedes estar seguro -dijo Torian-. Y sin duda mucho más cerca de lo que crees.

– En este terreno abierto, si estuviera cerca, seguramente habríamos visto…

– No habríais visto nada -replicó el noble en un tono autoritario que resonó como el chasquido de un látigo-. Ese nómada no es un hombre; ¡es un elfling, con todos los atributos de las dos malditas razas! Podría encontrar escondrijo en un lugar que no conseguiría ocultar a un niño, y puede moverse tan suavemente como una sombra. Y cuando venga por vosotros, si os detenéis aunque sólo sea para parpadear de sorpresa, caerá sobre ambos con una velocidad pasmosa. Por si eso fuera poco, es un maestro en el arte del Sendero. No lo subestiméis sólo porque parezca humano. Observad…

Les indicó la espada de obsidiana que había recogido del hombre eliminado por Ryana en la gruta. Lucía una correa de cuero sujeta a la empuñadura, con un lazo por el que podía encajarse la mano.

– No me desarmará tan fácilmente otra vez -explicó-, aunque esta hoja no servirá de mucho contra esa espada curva que tiene.

– Entonces, ¿para qué sirve todo esto? -inquirió Gorak.

– Su utilidad, estúpido mentecato, está no en utilizarla contra él, sino contra la sacerdotisa -replicó Torian, desdeñoso-. Él la aprecia. No hay duda de que son amantes.

– Pero he oído que las sacerdotisas villichis no toman… -empezó Gorak, pero Torian lo interrumpió, impaciente.

– ¿Es una mujer, verdad? Y él es un bastardo atractivo, a pesar de toda su rudeza y su aspecto tosco. La verdad es que muchas mujeres se sienten atraídas por tales cosas.

– ¡Pero… ni siquiera es de su raza! -intervino Rovik.

– ¿Y eso? ¿No has oído hablar nunca de una humana que se haya ido a la cama con un elfo? ¿De dónde crees que provienen los semielfos, idiota? La fruta es a menudo mucho más dulce si es una fruta prohibida. ¿Observaste la forma en que ella lo miraba? No, claro que no. Eso es porque eres un papanatas. Que quede bien claro: nos atacará antes de que lleguemos a la ciudad, y por eso debemos apresurarnos tanto como podamos y abandonar las tierras yermas antes de la puesta del sol.

– Ni soñaría con poner en duda vuestro buen juicio, señor -dijo Gorak-, pero ¿por qué?

– ¿Acaso te encanta la idea de estar aquí fuera por la noche sin una hoguera? -inquirió Torian-. No hay nada aquí para quemar, y las lunas no estarán llenas esta noche. El elfling ve en la oscuridad. ¿Y tú?

– ¡Oh! -exclamó el otro, no muy convencido.

– En cuanto abandonemos las planicies cerca de las colinas, encontraremos arbustos para hacer fuego -dijo Torian-. Si se acerca, verás la luz de la hoguera reflejada en sus ojos. Brillarán, como los de un gato, y tú podrás distinguirlos. Es decir, los verás si estás alerta. Y, para cuando los detectes, quizá ya sea demasiado tarde. De todos modos, estar sobre aviso es mejor que nada.

– Si yo fuera el elfling, esperaría para atacar a que llegásemos a las montañas -afirmó Rovik muy seguro de sí mismo-. Allí tendrá más sitios donde ocultarse.

– Si tú fueras el elfling, me sentiría más seguro de nuestras posibilidades -replicó Torian con frialdad-. Indudablemente, deducirá que nosotros pensaremos eso e intentará atacar antes, con la esperanza de cogernos por sorpresa.

– Habríais sido un buen general, mi señor -repuso Rovik.

– Los generales sirven a los reyes -respondió el otro-, y mis ambiciones son bastante mayores. Las vuestras, si es que tenéis alguna, deberían concentrarse en sobrevivir por el momento. Éramos casi una docena cuando nos pusimos en marcha. Y todavía nos quedan al menos cuatro días de viaje.

– Pero él es sólo una persona -intervino Gorak-. Ya no puede confiar en la ayuda armada de la sacerdotisa. ¿Realmente creéis que él solo puede vencernos a nosotros tres, aunque sea un maestro del Sendero?

– Aun cuando no lo fuera, preferiría no correr ese riesgo -repuso Torian.

– ¿Qué posibilidades creéis que tenemos realmente, mi señor? -inquirió Rovik, inquieto.

– Eso dependería de lo intensamente que vosotros dos deseéis seguir con vida -contestó él-. La sacerdotisa es nuestra mejor oportunidad de regresar con vida. No la perdáis de vista y recordad que ella es nuestra única seguridad. Manteneos más cerca de ella que su propia sombra; mientras exista una posibilidad de que pueda sucederle algo a ella, no se atreverá a atacar.

Ryana lo oyó, amordazada y atada como estaba, y lanzó una venenosa mirada en su dirección. Torian la vio e hizo una mueca burlona.

– ¡Eso es una mirada! -exclamó-. Si una mirada pudiera quemar habría quedado calcinado aquí mismo. -Desvió los ojos hacia Korahna-. En cuanto a ti, mi princesa, tengo contigo una deuda de gratitud. De no haber sido por tu ataque de real cólera, este viaje habría finalizado para mí en la gruta.

Korahna estaba también amordazada y maniatada como Ryana, pero sus ojos expresaban claramente su desdicha y autocensura. Recordaba muy bien lo sucedido. Había revivido el incidente una y otra vez en su cabeza, atormentándose con él, y la culpa que sentía era aún peor porque las consecuencias de su acción habían recaído no sólo en ella, sino también en Ryana.

Al ver desarmado a Torian, lo había creído derrotado, y en todo lo que pensó fue en los insultos recibidos de él. Cuando se había referido a ella como a su propiedad, a algo que le pertenecía a él, no sintió más que agravio, no pensó más que en abofetearlo y humillarlo ante sus hombres… como él la había humillado a ella. Nunca se le ocurrió que pudiera alzar la mano contra ella, que pudiera sujetarla, que no por estar desarmado resultaba menos peligroso. Nadie le había puesto jamás la mano encima. Nadie se había atrevido. Ella era una princesa de la Casa Real de Nibenay.

«He sido una idiota -se dijo sintiéndose muy desdichada-, una pequeña idiota consentida, mimada y arrogante, y me merezco lo que me suceda. Pero ¿qué me ha hecho nunca Ryana excepto ofrecerme su mano en amistad?»

Incluso sus amigos de la Alianza del Velo eran sus amigos porque ella les era útil. También le era de utilidad a Sorak, aunque sabía que sus motivos no eran del todo egoístas. Pero Ryana… Ryana no ganaba nada siendo su amiga. Lo cierto es que al principio lo había hecho en contra de su buen criterio. Ryana era la única amiga auténtica que había tenido jamás, y, después del vínculo que Kether había forjado entre ambas, sabía que nadie podría estar tan unida a ella como la sacerdotisa villichi. Y así era como ella le pagaba por su amistad.

Korahna sabía que era todo culpa suya, y no podía perdonarse.

Las lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas y empaparon la mordaza; no podía ni levantar una mano para secarlas. Qué bajo había caído la princesa de la Casa Real de Nibenay, se dijo. Y, cuando llegaran a la hacienda de Torian, no dudaba que aún caería más bajo. Al principio, el aristócrata la había tratado con la deferencia que correspondía a una mujer de su posición, y había esperado conquistarla con solicitud y modales de caballero. Pero ahora ya la tenía en su poder; se había quitado la máscara y ya no necesitaba mantener la fachada de su encanto aristocrático. Ella sabía ahora muy bien cómo era él, por lo que Torian no se molestaría ya en fingir.

No dudaba que ahora tomaría por la fuerza lo que no podría conseguir de ninguna otra forma.

Pero ¿y Ryana? Había visto cómo la miraban los mercenarios. Era una hermosa y joven sacerdotisa villichi: una virgen. Y ellos la contemplaban como si ella fuera un trozo de carne y ellos carroñeros hambrientos. Estaba claro que Torian les había prometido que la tendrían. Cualesquiera que fueran las poco delicadas atenciones que ella recibiera de manos de Torian, Ryana sufriría un trato infinitamente peor. Korahna no podía ni pensar en ello. ¡De algún modo, ella tenía que hacer algo! Pero ¿qué podía hacer? Si Ryana, que era mucho más fuerte y mucho más capaz que ella, no podía escapar, ¿qué esperanza podía tener ella?

Y, en su desesperación, en su ansiedad por su amiga, una chispa se encendió dentro de la princesa. Era una chispa pequeña, apenas un resplandor; pero, muy despacio, el resplandor empezó a arder. Era esa clase de fuego que se enciende en aquellos que no tienen ya nada que perder; únicamente aquellos para quienes la vida significa menos que algún objetivo, algún ideal, pueden sentir alguna vez su calor. Mientras la chispa encendía un fuego que empezaba a extenderse por su interior, Korahna decidió que, aunque le costara la vida, encontraría un modo de escapar de sus ataduras y ayudar a Ryana. Y en tanto que su mirada se clavaba en Torian, quien desdeñosamente le había dado la espalda, Korahna se juró en silencio que encontraría el modo de matarlo.


Se mueven deprisa, dijo Sorak.

Torian está ansioso por abandonar las planicies antes del anochecer, replicó Eyron. No quiere arriesgarse a acampar sin una fogata.

¿Crees que seguirá adelante en lugar de acampar?

Yo no lo haría, si estuviera en su lugar, respondió el otro. La oscuridad te favorece. Acampar lo retrasaría, pero una hoguera también dificultaría tu aproximación.

Nuestra aproximación.

Bueno, cuando se trata de eso, mejor déjame fuera, indicó Eyron. Encuentro la violencia muy perturbadora.

Querrás decir que encuentras el miedo perturbador, dijo Sorak.

Llámalo como quieras. Pero permanece el hecho de que no te seré de mucha utilidad si puedes sentir mi… inquietud. Me pediste consejo, por chocante que pueda parecer, y te he aconsejado lo mejor que he podido. He cumplido con mi parte. Cuando llegue el momento, preferiría estar dormido y no estorbarte. Ya he tenido demasiadas emociones durante este viaje, muchas gracias.

¿No querrás saber lo que sucede?, inquirió Sorak.

Si ejecutas bien mi plan, sé lo que sucederá, replicó Eyron. Y, si no lo haces, bueno, preferiría morir tranquilamente mientras duermo.

¿Crees que la Sombra y Kether y los otros nos dejarían morir?

Tardarías un cierto tiempo en convocar a Kether, tiempo que tal vez no tengas, respondió Eyron con mordacidad. En cuanto a la Sombra, ni siquiera él es invulnerable, por temible que sea.

Eres extraordinariamente consciente de tu propia mortalidad, Eyron.

Y tú pareces no dar demasiada importancia a la nuestra, replicó él. Y, puesto que tu mortalidad también es la mía, parece que va en mi propio interés recordártela de vez en cuando.

En eso tienes algo de razón, concedió Sorak, sonriendo para sí.

Y no me dediques esa sonrisita de superioridad. Eyron sonaba irritado. No siempre he escurrido el bulto cuando nos hemos encontrado todos en peligro. Es sólo que esta vez…

Te preocupa Ryana, dijo Sorak con cierta sorpresa. Siempre creí que encontrabas su presencia fastidiosa.

Bueno… al principio es posible, quizá…, replicó Eyron algo vacilante, como reacio a admitir que realmente se preocupaba por alguien que no fuera él. Supongo que me he acostumbrado a ella. Y si, por casualidad, algo saliera mal…

Preferirías no estar allí para verlo, Sorak completó el pensamiento por él. ¿Y crees que yo sí? Mis sentimientos por Ryana son bastante más fuertes que los tuyos.

Lo sé, respondió él, comprensivo. Supongo que realmente soy un cobarde, después de todo.

Si lo eres, entonces eres esa parte de mí que es cobarde, dijo Sorak. Además, sentir miedo no lo convierte a uno en cobarde. Sólo es cobarde quien permite que el miedo se convierta en lo que controla todas tus acciones. ¿No es así, Guardiana?

Todo el mundo tiene miedo en un momento u otro, contestó ella. Es algo natural.

¿También tú?, quiso saber Eyron.

También yo. Temo por la seguridad de Ryana tanto como vosotros. También temo por la princesa. Por más que sea la hija de un profanador, su corazón es puro, y ha escogido la Senda del Protector. Vivir como la concubina de Torian es un destino peor que la muerte. Y temo, también, por todos nosotros.

Pero ¿qué sucede con la Sombra?, inquirió Eyron. Sin duda, la Sombra no conoce el miedo.

No puedo hablar por la Sombra, respondió la Guardiana. Es esa parte de nosotros que es empujada por la elemental fuerza primaria del deseo de supervivencia. Es la bestia interior, y todos sabemos lo terrible que es su aspecto. Cuando está despierto, temblamos. Cuando dormita, nos sentimos no obstante agradecidos por su presencia. Sin embargo, a pesar de lo poderoso que la Sombra es, considera las fuentes de las que brota su poder. El instinto de supervivencia está, en parte, impulsado por el miedo; así pues, aunque la Sombra pueda parecer totalmente audaz, el miedo debe de ser una parte de lo que lo empuja y lo motiva. Nadie está libre del miedo por completo, Eyron. Ese sentimiento forma parte de todos los seres vivos. Es una de esas cosas que nos permite comprender lo que realmente significa estar vivo.

Eyron se retiró durante un rato para meditar sobre las palabras de la Guardiana, y ésta también se retiró, para no entrometerse en los pensamientos de Sorak. Aun así, nunca se encontraba demasiado por debajo de la superficie, y Sorak sabía que siempre podía contar con su protectora energía maternal y con la sabiduría de sus juicios. También Eyron, a pesar de su carácter pendenciero, era a menudo fuente de consuelo para él, por muy irritante que pudiera ser. La actitud negativa y el cinismo de la entidad le resultaban valiosos porque eran características de las que él carecía. En el pasado, las había considerado impedimentos, pero ahora comprendía que las características del carácter de Eyron eran esenciales como contrapeso a las suyas y las de todos los demás: el Vagabundo, con su poderoso sentido práctico, su estoica autosuficiencia, su amor por la naturaleza y su afinidad con ella; Poesía, con su infantil facilidad para el asombro y su espíritu inocente; la Centinela, cuya presencia siempre vigilante y cautelosa quedaba resaltada por su casi constante silencio; el misterioso y etéreo Kether, que, en cierta forma, era parte de ellos y a la vez era más parecido a una especie de visitante espiritual venido de otro plano; incluso Kivara, con sus impulsos amorales y su irreprimible deseo de estimulación y excitación sensual alcanzaban un equilibrio que protegía a la tribu de uno.

Y, ahora, el delicado equilibrio de la tribu era absolutamente esencial para el éxito del plan de Eyron. Si pretendían salvar a Ryana y a la princesa, todos tendrían que trabajar en equipo, y la coordinación sería crucial, ya que no podían manifestarse todos a la vez. Aun cuando Sorak hubiera podido recurrir a todas sus capacidades a la vez, el plan habría seguido siendo peligroso. Pero no podía. Gran parte del plan dependería de aquellos de entre todos ellos que eran menos humanoides, aquellos que eran la encarnación viviente de las facetas animales de su naturaleza. Y todo empezaría con Chillido.


Torian se detuvo y miró a su alrededor.

– Acamparemos aquí -anunció. Desmontó, cansado, y ordenó a los dos mercenarios que empezasen a recoger matorrales secos para el fuego. Tanto Gorak como Rovik tenían aspecto agotado, y Torian sabía muy bien cómo se sentían. A él, que estaba en perfecta forma física, apenas si le quedaban energías.

La sacerdotisa y la princesa parecían medio muertas. Para ellas, atadas y amordazadas como estaban, el viaje había resultado aún más arduo. «No importa», se dijo Torian. La sacerdotisa sobreviviría el poco tiempo que aún le quedaba, y Korahna tendría tiempo de recuperarse del viaje cuando llegaran a la hacienda de su familia en Gulg. Esta prueba quebrantaría su espíritu rebelde e independiente, pensaba Torian. Cuando por fin la condujera a su nuevo hogar, se habría vuelto dócil y maleable, perdida toda combatividad. Sonrió para sí mientras pensaba que las mujeres eran, en muchos aspectos, parecidas a los kanks. Por naturaleza indisciplinados y difíciles de manejar, una vez domados estos animales cumplían obedientes todas las órdenes de su amo. Korahna resultaría un hermoso kank, y podría utilizarla a su antojo. En cuanto a la sacerdotisa… bueno, tal vez traía mala suerte matar una sacerdotisa, pero no sería él personalmente quien lo hiciera.

Por fin se habían librado de las malditas Planicies Pedregosas. Torian sintió una gran sensación de logro. No sólo había seguido el rastro del elfling y conseguido arrebatarle la princesa, sino que también había cruzado las tierras yermas y había sobrevivido, el primer hombre en conseguirlo jamás. Los mercenarios, claro está, no contaban realmente. Además, habrían dado media vuelta mucho antes de no haber estado él allí para infundirles temor y arrastrarlos. Durante generaciones, los bardos cantarían su hazaña. En realidad, en cuanto regresara a Gulg, encargaría a un bardo que compusiera una balada apropiada. La búsqueda de lord Torian; sí, ese título tenía un toque de nobleza.

En tanto que los mercenarios recogían combustible para la hoguera no muy lejos de allí, Torian desmontó a Korahna de su kank y la transportó hasta un cercano árbol de pagafa. En realidad, el atrofiado árbol azulverdoso con sus múltiples troncos y ramas achaparradas no proporcionaba demasiada protección, pero serviría para mantener inmovilizadas a sus prisioneras. Korahna no se movió ni protestó cuando él la condujo hasta el árbol y la dejó apoyada contra uno de los troncos; tenía los ojos cerrados, y profirió un débil gemido mientras el noble procedía a atarla al árbol. En cuanto la tuvo bien sujeta, el aristócrata fue en busca de la sacerdotisa.

Ésta parecía agotada y no ofreció más resistencia que Korahna cuando la descabalgó; pero, cuando la trasladaba hasta el árbol, empezó a debatirse y forcejear violentamente entre sus brazos. Torian perdió el equilibrio y cayó, soltándola sobre el suelo; sin embargo, volvió a incorporarse de inmediato y, mientras Ryana intentaba levantarse, se irguió completamente y le propinó una patada en el costado. La joven se desplomó con un quejido ahogado, y Torian añadió otra patada por si acaso. Esta vez, ella se quedó inmóvil.

– Estoy demasiado cansado para ser indulgente, sacerdotisa -dijo él-. Y, cuando estoy cansado, me pongo de muy mal humor. Te recuerdo que me eres de utilidad estando viva, pero eso no implica necesariamente que tengas que estar de una pieza.

Estiró el brazo entonces y, agarrándole un puñado de cabellos, la arrastró hasta el árbol. Una vez allí, se inclinó y la cogió por los hombros; luego la sacudió con violencia y le golpeó la cabeza contra el tronco. Repitió la operación otras tres veces, hasta que la cabeza de la mujer se inclinó inerte sobre su pecho, tras lo cual la ató con sumo cuidado con la espalda contra el tronco, al lado de la princesa.

Enderezándose, aspiró con fuerza varias veces, hizo girar cuello y hombros para aliviar la tortícolis, y acto seguido se dirigió hacia su montura y tomó un buen trago de su odre.

– ¿Podríamos beber un poco de agua, señor? -preguntó Rovik, acercándose por detrás.

– ¿Habéis recogido combustible suficiente para mantener el fuego encendido toda la noche? -inquirió él.

– Aún no, mi señor -respondió Rovik, humedeciéndose los labios con nerviosismo-, pero tenemos suficiente para que arda durante un buen rato. Recogeremos más, pero la tarea resultaría más fácil si hubiéramos saciado nuestra sed.

– Muy bien -repuso el noble en tono seco-, pero hacedlo deprisa. Y mantened los ojos abiertos; seguro que ese maldito elfling anda por alguna parte.

A Rovik no le gustó el sonido de su voz, pero no dijo nada mientras se encaminaba a su montura y desataba uno de sus odres de agua. Tomó un buen trago mientras Gorak se aproximaba a él para aguardar su turno. Cuando terminó de beber, Rovik entregó el odre a su compañero.

– Los nervios de lord Torian están tan tirantes como la cuerda de un arco -murmuró en voz muy baja, observando por el rabillo del ojo cómo el noble se sentaba junto a sus prisioneras, la espada bien sujeta en su mano.

Gorak hizo una pausa para recuperar aliento y, cuando habló, tuvo buen cuidado de mantener su voz casi en un susurro.

– Si me preguntas, deberíamos rebanarle el cuello, tomar a las mujeres, y acabar con esto.

– ¿Y que nos persigan durante el resto de nuestras vidas por asesinar a un aristócrata? -inquirió Rovik-. No seas idiota.

– ¿Quién va a saberlo? -insistió Gorak-. No hay más testigos que las mujeres, y ellas no están precisamente en posición de testificar.

– ¿Qué harías, matarlas?

– Después de habernos divertido con ellas. ¿Por qué no?

– ¿Y no sacar ningún provecho de todo lo que hemos padecido? ¿Es que unos instantes de placer son suficientes para compensar todo eso? Además, Torian no moriría fácilmente; ha estudiado toda su vida con maestros espadachines. Y por otra parte, no lo olvides, todavía está el elfling.

– Ya, no lo he olvidado -respondió Gorak-, pero no hemos visto ni rastro de él. ¿Cómo sabemos que no se ha dado por vencido o lo ha matado alguna maldita bestia?

– Él se encuentra más en su ambiente aquí que ninguno de nosotros dos -le recordó Rovik-. Y no es sencillo matar a un maestro del Sendero. No, nuestra mejor posibilidad es seguir con Torian. Tres tienen más fuerza que dos, especialmente con las mujeres como nuestros rehenes. Cuando lleguemos a Gulg se nos recompensará. Y entonces abandonaré el servicio de Torian con muchísima satisfacción.

– ¡Ya es suficiente! -les gritó Torian desde su lugar de reposo junto al árbol de pagafa. Agitó la espada hacia ellos-. ¡Regresad al trabajo! ¡Y estad alerta por si aparece ese condenado elfling!

– Casi valdría la pena cortarle el cuello y devolver a las mujeres al elfling -dijo Gorak-. ¡Nuestras bolsas se quedarían vacías, pero al menos nos daríamos esa satisfacción!

– Me sentiría tentado a darte la razón -repuso Rovik-, si creyera que el elfling se daría por satisfecho con eso y nos dejaría marchar. Pero no me hago ilusiones al respecto, amigo mío. Incluso aunque consigamos finalizar el encargo de Torian y abandonar Gulg para no volver nunca más, tendremos que pasarnos el resto de nuestras vidas mirando a nuestras espaldas. Preferiría una muerte rápida que vivir una muerte prolongada.

Reanudaron la recogida de más leña para el fuego, sin dejar de observar en todo momento el terreno circundante.


Sorak había decidido no esperar. Atacaría esta noche. En tres días más como máximo, Torian llegaría a Gulg; y, cuanto más cerca estuviera de su ciudad, más a su favor estarían las cosas. El aristócrata había realizado un gran esfuerzo para estar fuera de las planicies al anochecer; él y sus hombres estarían cansados, y eso favorecía a Sorak. No obstante, Torian también lo sabía, y por lo tanto esperaría un intento de rescate. La única posibilidad que tenía el elfling de conseguirlo era llevar a cabo el rescate de un modo que Torian no esperase.

Se retiró al interior ligeramente y dejó que Chillido se manifestara. Éste nunca hablaba si no era a los animales, y, si conocía el lenguaje de humanos, elfos o halflings, jamás había dado señal de ello. Pero Chillido sabía cómo entrar en contacto con las bestias. En las contadas ocasiones en que se manifestaba, prefería la compañía de los animales y les hablaba sólo a ellos, nunca a ninguno de los otros miembros de la tribu. Aquella entidad era más animal que humanoide, pero poseía la astucia de un halfling. Cuando Sorak le cedió el terreno, sin replegarse por completo, sino compartiendo conciencia con él, el cuerpo que compartían experimentó un sutil cambio de actitud.

Chillido se agachó casi a ras del suelo y empezó a avanzar a gatas, con un movimiento grácil, sinuoso y felino. Las rocas y pedruscos de las tierras yermas habían dado paso al altiplano desértico, que se elevaba poco a poco en dirección a las estribaciones de las Montañas Barrera, que a su vez se recortaban espectaculares en el cielo nocturno. El terreno aquí consistía en un arenoso suelo rocoso, salpicado de matorrales de desierto y alguno que otro árbol de pagafa. Aquí y allí, un desplegado arbusto escoba o un enorme cacto barril ofrecía un lugar donde ocultarse; pero, en su mayoría, era terreno abierto que ofrecía buena visibilidad aun bajo la tenue luz de las lunas en cuarto menguante. Manteniéndose muy agachado, Chillido se movió con desesperante lentitud al acercarse al campamento, para asegurarse de que su presencia no se vería traicionada por cualquier movimiento apresurado.

Un humano que se moviera con tal lentitud, en una posición tan incómoda, se habría sentido terriblemente incómodo por culpa de calambres y contracciones en los músculos. Las rodillas le habrían quedado llagadas en cuestión de minutos, y las manos desgarradas y sangrando, escoriadas por la arena, los guijarros, las ramas resecas llenas de espinos, y los pinchos de los cactos que cubrían el suelo del desierto. Sin embargo, las manos de Sorak eran ásperas y muy encallecidas, y sus rodillas se habían recubierto de gruesas capas de piel a base de años de arrastrarse por entre la maleza. Ni prestaba la menor atención a los diminutos insectos que reptaban por sus brazos y piernas; sus dolorosos aguijonazos habrían enloquecido a un simple humano, pero el joven estaba acostumbrado a ellos. Chillido, por su parte, ni siquiera se daba cuenta de la presencia de las minúsculas criaturas: su atención estaba fija por completo en la fogata que ardía justo delante.

Los dos mercenarios la habían encendido con gran cantidad de matorral seco, por lo que despedía mucha luz e iluminaba toda la zona que rodeaba el campamento. La mayoría del combustible que utilizaban para iniciar el fuego, seco como estaba, se consumía con rapidez, lo que hacía necesario que alimentaran continuamente las llamas. Pero los arbustos escoba del desierto que añadieron luego tenían un alto contenido de resina y ardían con más virulencia y más despacio. Con el tiempo, a medida que el calor aumentara y se arrojaran más arbustos escoba a las llamas, la hoguera ardería durante mucho rato y despidiendo gran cantidad de luz. No era la primera vez que los mercenarios pisaban el desierto; ambos eran avezados veteranos, y conocían el arte de sobrevivir en aquel lugar.

Cuando Chillido se acercó más, pudo ver el lugar donde estaba sentado Torian bajo las desplegadas y retorcidas ramas azulverdosas del pequeño árbol de pagafa. Ryana estaba bien atada a uno de sus múltiples troncos delgados, y la princesa a otro. Los troncos del árbol de pagafa no tenían un grosor mayor que el muslo de Sorak, pero poseían una resistencia incalculable. No había forma de que Ryana o la princesa pudieran soltarse, aun cuando no estuvieran tan débiles y agotadas.

Resultaba evidente que los tres hombres se turnarían para dormir. Sorak había esperado que dos de ellos durmieran mientras uno montaba guardia, pero no tardó en descubrir que Torian era más cuidadoso que eso. Uno de los mercenarios se tumbó sobre su colchoneta entre el fuego y el árbol, mientras su compañero permanecía despierto con Torian.

El hombre que se había quedado despierto paseaba de un lado a otro para permanecer alerta, y, aunque de vez en cuando arrojaba más leña al fuego, la mayor parte del tiempo su mirada barría continuamente el terreno a su alrededor, la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada. Al acercarse, Sorak comprendió por qué. El hombre había hecho una especie de lazo a una correa de cuero, que había sujetado a la empuñadura del arma, y pasaba por él la muñeca. Ningún esfuerzo por desarmarlo mediante el Sendero conseguiría arrebatarle la espada de la mano. Estos hombres aprendían deprisa.

Torian permanecía cerca de Ryana, entre ella y la princesa, con la espalda apoyada contra el árbol. Tenía la espada de obsidiana desenvainada y sobre su regazo, de modo que con un veloz movimiento podía apoyarla contra la garganta de la sacerdotisa. Estaba totalmente inmóvil, y Sorak podría haber pensado que dormía. Eso, quizás, era lo que Torian quería que pensase; porque en realidad el noble estaba bien despierto, vigilando y escuchando con suma atención. Cualquier intento de rodearlo por detrás y atacar desde ese punto alertaría al mercenario, que no hacía más que pasear por allí y vigilar por si se daba tal eventualidad. Además, si intentaba atacar primero al mercenario, daría a Torian tiempo más que suficiente para amenazar a Ryana. Y también daría al hombre dormido una posibilidad de despertar y unirse a la refriega. Desde luego el aristócrata no era ningún estúpido, pero, a pesar de ello, nunca se había enfrentado a una tribu de uno.

Chillido descansaba ahora sobre su estómago, como una serpiente. Se había acercado tanto que, si se ponía a cuatro patas, el mercenario sin duda lo descubriría. Con su excelente visión nocturna, Sorak se fijó atentamente en la disposición del campamento y las provisiones. Los kanks estaban amarrados a la derecha, a unos cinco o seis metros del árbol; el mercenario que recorría el perímetro del campamento iba armado con una espada y una ballesta pequeña, que sujetaba en una mano, montada y lista para disparar. El hombre dormido tenía una ballesta montada a su lado y, también él, mostraba la espada desenvainada, con una correa sujeta a ella y pasada alrededor de su muñeca. Torian estaba sentado bajo el árbol, las piernas extendidas frente a él, con una de las rodillas doblada; tenía la espada apoyada sobre el regazo, y la mano descansaba sobre una ballesta. También se había rearmado con otras tres dagas. Aquellos hombres no estaban dispuestos a correr riesgos.

Ahora, Chillido, indicó Sorak.

Chillido se aplastó contra el suelo y cerró los ojos al tiempo que emitía una llamada telepática, que no tardó en recibir respuesta. Procedentes de la zona que rodeaba el campamento de Torian, diminutos lagartos censores de vivos colores empezaron a converger en el árbol de pagafa y, tras trepar veloces y silenciosos por los delgados troncos que la princesa y Ryana tenían a su espalda, empezaron a mordisquear las sogas que las sujetaban. Entretanto, Chillido lanzó otra llamada telepática.

A medio kilómetro de distancia, ésta fue recogida por una colonia de antloids del desierto que dormían en su nido. La reina respondió a la llamada y, al poco rato, los obreros empezaron a abandonar en tropel el enorme montículo que constituía la entrada a su laberinto subterráneo. Las gigantescas hormigas echaron a correr por el desierto en filas paralelas, una tras otra, como infantería que se agrupa para atravesar un desfiladero, y avanzaron veloces y decididas, guiadas hasta su destino por la señal que la entidad había proyectado.

Ryana fue la primera en darse cuenta de que algo sucedía. Tras perder el sentido al golpearle Torian la cabeza contra el tronco del árbol, recuperaba ahora el conocimiento lenta y dolorosamente, con la sensación de que su cabeza estaba envuelta por una espesa niebla, cuando le pareció que algo reptaba por sus manos. Intentó moverlas y descubrió que no podía. Abrió los párpados con un esfuerzo, y contempló la borrosa imagen de la fogata. Poco a poco, la imagen se fue concretando, y recordó dónde estaba y en que circunstancias; recordó también cómo Torian la había pateado y apaleado. Los restos de malestar quedaron desterrados por una fría cólera. Palpó el tronco a su espalda y comprendió que estaba atada a él.

Miró a su izquierda y vio a Torian sentado a su lado, la cabeza colgando sobre el pecho. No estaba dormido del todo, pero poco le faltaba. Mientras ella lo observaba, el noble levantó la cabeza bruscamente para volver a su posición vigilante, y su mirada se clavó más allá del fuego. Ryana bajó el rostro para fingir inconsciencia. Al poco rato, atisbando por unos párpados apenas entreabiertos, vio que la cabeza de Torian volvía a caer sobre el pecho. Entonces notó que algo volvía a arrastrarse por sus manos, y se quedó totalmente inmóvil. ¿Una serpiente? Estaba indefensa. De pronto sintió cómo sus ataduras cedían ligeramente. Torció la cabeza hacia atrás todo lo que pudo y descubrió que el tronco del árbol a su espalda estaba cubierto de lagartos censores de vivos colores. Y aquellas criaturas se dedicaban a morder sus ligaduras. Miró al lugar donde se encontraba atada Korahna, un poco más allá de donde estaba sentado Torian, dando cabezadas, y vio que el tronco situado detrás de la princesa también se hallaba repleto de lagartos. Docenas y docenas de ellos. Y entonces comprendió lo que sucedía. ¡Chillido!

Si Torian despertaba ahora y volvía la cabeza, o si el guarda mercenario se acercaba un poco más, cualquiera de ellos podría descubrir al instante a los lagartos. Pero uno de los mercenarios dormía, mientras que el otro paseaba arriba y abajo junto al fuego, los ojos fijos en la oscuridad. Y Torian no parecía advertir la presencia de las criaturas que corrían por los troncos del árbol a ambos lados de él. Ryana sintió cómo una de las cuerdas se partía. Y luego otra. Despacio, ayudó a los lagartos tirando con sus manos, con mucho cuidado de no hacer el menor ruido. Notó cómo uno de ellos ascendía por su espalda hasta el cuello, donde empezó a tirar de la mordaza que le tapaba la boca. Al poco rato ésta se soltó, y la joven llenó de aire sus pulmones.

En la zona que quedaba fuera del haz de luz de la hoguera, Chillido permanecía tumbado por completo sobre el suelo, la oreja pegada a la tierra. Ahora ya oía el tamborileo de los antloids que se aproximaban. Venían a gran velocidad, y su aproximación no tardaría en ser claramente audible. Sorak sabía que tendría que moverse deprisa cuando llegara el momento; entretanto, permaneció inmóvil y esperó.

Gorak dejó de pasear de repente, alarmado por un sonido que surgía de la noche. Inmediatamente, escudriñó el desierto al otro lado de la hoguera en busca del destello de unos ojos brillantes, pero no vio ni rastro de ellos. ¿Qué era aquello? Era casi como el sonido de un trueno lejano, pero no exactamente igual. Levantó la ballesta y la sostuvo lista para disparar, mientras la espada se balanceaba del lazo de cuero que colgaba de su muñeca. El sonido se acercaba ahora, y era más fuerte, un retumbar que sonaba como… Y de improviso, demasiado tarde, comprendió lo que era. Sus ojos se abrieron de par en par, y gritó:

– ¡Rovik! ¡Lord Torian! ¡Despertad, deprisa!

Rovik se puso en pie al instante, agarrando su ballesta.

– ¿Qué? -preguntó, mirando en derredor ansioso-. ¿Qué sucede?

– ¡Antloids! -respondió Gorak-. ¡Vienen hacia aquí!

En cuanto Gorak dio la alarma, Torian levantó la cabeza con un sobresalto, y lo primero que hizo fue comprobar dónde estaban sus prisioneras. Al volverse para mirar a la princesa, descubrió a los lagartos que corrían por el tronco del árbol y por sus ataduras.

– ¡Sangre de gith! -maldijo, incorporándose de un salto.

En ese momento, Ryana se liberó de las ligaduras, que los lagartos habían roído. Torian se lanzó sobre ella, pero la joven se hizo a un lado y le asestó una patada al tiempo que rodaba por el suelo. El noble perdió el equilibrio y cayó al suelo; mientras caía, Torian oyó el grito angustiado de Gorak.

El primero de los gigantescos antloids había penetrado como una tromba en la zona iluminada surgiendo de la oscuridad, y el mercenario sólo tuvo tiempo de disparar una vez su ballesta. La saeta rebotó inofensiva en el grueso dermatoesqueleto de la criatura, y acto seguido ésta cayó sobre el y, cerrando las enormes mandíbulas alrededor de su cintura, lo alzó por los aires. Los desgarradores alaridos de Gorak resonaron en la noche mientras el resto de los antloids invadían el campamento.

Rovik intentó correr, pero sabía que era inútil. Sólo un elfo podía dejar atrás a un antloid adulto. Cuatro de las criaturas cayeron sobre él, y desapareció, aullando, en una maraña de chasqueantes mandíbulas. Los kanks, aterrorizados por el ataque de los antloids, arrancaron las estacas a las que estaban atados y se perdieron en la noche. Los antloids no los persiguieron.

Torian se incorporó con presteza y se abalanzó sobre la princesa, pero Ryana dio un salto y, sujetándole las piernas, lo hizo caer nuevamente al suelo.

Entretanto, Korahna recuperó el conocimiento, y lo primero que vio fueron los antloids invadiendo el campamento. Se llevó las manos al rostro y chilló, sin darse cuenta en su terror de que tenía las manos libres. Entonces descubrió a todos los lagartos que corrían por el tronco del árbol detrás de ella -algunos seguían agarrados a sus brazos-, y se apartó del árbol de pagafa horrorizada, agitando los brazos para deshacerse de las criaturas.

Torian forcejeó con Ryana, se zafó de una patada y se puso en pie con una voltereta; pero, cuando se volvió para atacarla, tres antloids avanzaron pesadamente hacia él. Retrocedió, dejando a Ryana a merced de las criaturas, sin advertir que avanzaban para protegerla. Hizo intención de ir hacia la princesa, pero otros dos antloids le cortaron el paso. Korahna intentó huir, y se encontró de improviso rodeada por las enormes bestias; volvió a chillar, pero una mano le cubrió repentinamente la boca.

– No tengas miedo -dijo una voz conocida a su espalda-. No te harán daño.

Se volvió y descubrió a Sorak, a cuyos brazos se arrojó, sollozando agradecida sobre su pecho.

Torian retrocedió hacia el fuego, volviendo la cabeza a derecha e izquierda en una búsqueda desesperada de alguna vía de escape. Pero no tenía adónde correr. Estaba rodeado por un círculo de antloids. Sin embargo, los animales no se lanzaron sobre él; se limitaron a permanecer inmóviles en un enorme círculo alrededor de la hoguera, rodeando al noble en el lugar donde se encontraba, en tanto que sus mandíbulas emitían siniestros chasquidos parecidos al entrechocar de largas varas. Fue entonces cuando Torian se dio cuenta de que sus dos mercenarios estaban muertos.

Se quedó allí sin moverse, la inútil espada de obsidiana tendida ante él, a pesar de saber que era un arma que de nada servía contra estas criaturas. E incluso aunque consiguiera matar a una, las otras lo despedazarían. Así pues, permaneció inmóvil y aguardó el fin.

Entonces, ante su inmensa sorpresa, una de las criaturas se retiró ligeramente a un lado, y Sorak penetró en el círculo. Tras él iban la princesa y Ryana. Los antloids no hicieron la menor intención de atacarlos. En ese instante, Torian comprendió que, de algún modo, el elfling podía conseguir que las criaturas lo obedecieran, y sólo entonces se dio cuenta de a qué se enfrentaba, y se maldijo por haber perseguido al elfling. Había perseguido su propia muerte, y ahora ésta lo había atrapado.

– ¡Maldito hechicero! -despotricó Torian, al tiempo que levantaba su espada desafiante.

– ¿De qué crees que va a servir eso ahora? -dijo Sorak, mirando el arma.

– Hará un mejor servicio del que imaginas -replicó el noble-. Te negará tu victoria final. -Y, dicho esto, hizo girar rápidamente la espada, sujetándola con ambas manos, y se la hundió con fuerza en el vientre.

Aquello cogió a Sorak totalmente desprevenido, y se limitó a contemplar, atónito, cómo Torian lanzaba un gemido de dolor y caía de rodillas, traspasado por su propia arma, mientras la sangre surgía a borbotones por entre sus labios. Ryana contuvo el aliento y Korahna se quedó sin habla, las dos con los ojos fijos en el moribundo.

Torian levantó la cabeza y miró a la princesa.

– Fuiste mi perdición, Korahna -dijo, pronunciando las palabras con un gran esfuerzo-. Tú y mi propia… ambición. Si me hubieras… aceptado… no te habría maltratado. Pero no… Tú eras demasiado buena para mí. Te habría convertido en reina. Y yo… podría haber sido… un rey…

Sus ojos se vidriaron cuando la luz de la vida los abandonó, y se desplomó sobre el suelo. Muy despacio, los antloids se dispersaron, de regreso a su nido, dejando solos a Sorak y las dos mujeres, de pie junto al fuego, contemplando el cuerpo sin vida de Torian.

Sorak miró a Ryana y ésta le sonrió cansada. Luego se volvió hacia la princesa y la cogió del brazo.

– Vamos, princesa -dijo-. Todo ha terminado ya y es hora de descansar. Mañana, te llevaremos a casa.


Desde lo alto de las colinas situadas a los pies de las Montañas Barrera, las planicies se extendían hacia el horizonte occidental, como si se tratara de un mar infinito de piedras desmenuzadas. Los tres viajeros se encontraban sobre un promontorio, un risco de piedra que se alargaba como la proa de un barco sobre el desierto erial situado a sus pies. Detrás de ellos, los árboles salpicaban las laderas, volviéndose más numerosos a medida que se alzaban las montañas. Parecía casi un territorio desconocido ahora.

– ¿Es posible que hayamos atravesado todo eso? -se asombró Korahna, observando desde el risco mientras el sol se ponía lentamente tras ellos, haciendo que las sombras de las montañas se proyectaran alargadas sobre el suelo. Era la primera vez que parecía animada en tres días.

El Vagabundo había seguido el rastro de los kanks soldados que Torian y sus mercenarios habían utilizado, y Chillido los había llamado y había conseguido tranquilizar a las asustadas criaturas. Habían dado a las bestias la posibilidad de alimentarse con los matorrales recogidos por los mercenarios y, cuando abandonaron el campamento a la mañana siguiente, sus monturas estaban en forma.

Ahora, cerca del final de su largo viaje, Korahna parecía menos princesa que nunca. Ataviada con diferentes piezas de ropa cogidas a los mercenarios muertos, se parecía más a una bandolera que a una hija de la Casa Real de Nibenay. Los mocasines demasiado grandes que calzaba estaban ahora coronados por un par de pantalones de cuero y una túnica sin mangas que dejaba al descubierto su cintura, porque Sorak había cortado su parte inferior, que estaba manchada de sangre y desgarrada. Alrededor de la cintura llevaba un ancho talabarte, y la espada de obsidiana de Torian que éste había utilizado para suicidarse; la muchacha juraba que siempre la tendría en gran estima por el servicio que le había prestado. Sobre la túnica llevaba una capa marrón con capucha, y la larga melena rubia, peinada con los dedos, ya no brillaba como lo había hecho cuando la cepillaba cada noche antes de retirarse a su tienda. En opinión de Ryana, y a pesar del carácter un tanto caprichoso de su indumentaria, aquello era sin embargo una mejora en relación con el aspecto que la princesa había tenido antes.

Ryana había sujetado su cuerpo dormido mientras cabalgaban sobre el kank y, aunque Korahna había gimoteado en voz baja en sus brazos, no la había despertado. Tendría sueños desagradables durante un tiempo, y era mejor que lo superara. Más tarde, cuando fue el turno de Ryana de descansar, la princesa no había hablado y, durante el día siguiente y también el que le siguió, había permanecido en silencio, absorta en sus meditaciones. Ahora, por fin, un atisbo de su antigua personalidad -o tal vez se trataba de una nueva personalidad- hacía su aparición.

– Es posible que seamos los primeros en cruzar las planicies desde que lo hizo el Nómada -comentó Sorak-. O quizá debiera decir «el Sabio».

– No, el Nómada -replicó Ryana-. Aún no se había convertido en el Sabio.

– Me pregunto cuánto hace de eso -reflexionó en voz alta la princesa.

– Nadie lo sabe. -Ryana sacudió la cabeza negativamente-. Nadie recuerda siquiera cuándo apareció por primera vez El diario del Nómada.

– Había una copia en la biblioteca templaria del palacio -dijo Korahna-. Debo de haberlo leído al menos una docena de veces. En aquella época me parecía que el Nómada debía de haber llevado una vida maravillosa. Libre para vagabundear por donde quisiera, para dormir bajo las estrellas, para conocer todo el mundo, en tanto que yo estaba enclaustrada en el palacio, incapaz siquiera de aventurarme fuera de los muros del recinto hasta que empecé a escabullirme por las noches a escondidas. ¡Cómo ansiaba poder correr la clase de aventuras que él debía de haber tenido!

– Bueno, ya has disfrutado de la primera -observó Sorak-. ¿Qué te ha parecido?

Korahna no respondió enseguida. Cuando por fin habló, lo hizo en tono suave y contemplativo:

– Desde luego, no se parecía en nada a lo que yo había soñado cuando era más joven. En mis sueños las aventuras carecían de la dura realidad. Había imaginado un viaje por el desierto, pero no había añadido a mis fantasías ese calor sofocante, ni la horrible sensación que provoca la sed, ni los músculos doloridos después de horas y más horas de ir a lomos de un animal cuando no se está habituado a ello. No tenía modo de saber cómo sería el sentir miedo de un ataque por parte de depredadores… tanto animales como humanos. Y jamás había imaginado que se me podría tratar de la forma en que lo hizo Torian.

Ni Sorak ni Ryana dijeron nada, a la espera de que ella continuara.

– Él me había reducido a algo poco menos que humano -siguió ella al cabo de un instante-. Yo era simplemente un medio para obtener un fin, una cosa que él deseaba poseer y utilizar para conseguir sus objetivos. Y, cuando me llamó propiedad suya… creo que sólo entonces me di cuenta de lo que yo era exactamente para él, y toda mi indignación estalló de golpe. -Miró a Ryana-. ¡Fui tan estúpida! No sé qué se apoderó de mí.

– A veces sucede así -asintió la sacerdotisa-, cuando a una persona se la presiona en exceso.

Korahna desvió la mirada, para volver a fijarla en las planicies.

– Cuando se clavó la espada él mismo… lo cierto es que lo disfruté. Me pareció perfecto. Me hizo sentir tan reivindicada, tan viva… -Su voz se apagó. Aspiró profundamente y expulsó luego el aire con fuerza y sacudió la cabeza-. ¿En qué clase de persona me convierte eso?

– En una persona normal -respondió Sorak, pero Ryana se dio cuenta de que no era Sorak. La voz sonaba igual, pero ella lo conocía lo bastante a fondo para reconocer a la Guardiana en los sutiles cambios que sólo ella podía detectar. Y entonces, de repente, comprendió que también Korahna los detectaría después de que Kether las hubiera inducido a compartir experiencias.

– ¿Guardiana? -inquirió Korahna, confirmando a la sacerdotisa lo que ésta ya había sospechado.

– Sí.

– ¿No nos conocíamos aún, verdad?

– Yo te he conocido a través de Sorak -respondió ella-. Pero tú no me conocías.

– ¿Por qué, por qué sabia Guardiana? -preguntó la princesa-. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser normal sentir tal pasión por la muerte de alguien?

– Porque, para una persona normal, matar es un acto pasional -repuso la Guardiana-. O eso, o un acto de desesperación, de autodefensa. Torian te había negado aquello que para ti, como para todas las personas, tiene más valor y ocupa un puesto primordial en la esencia misma de tu ser: tu propia identidad. Tus necesidades y deseos. Te negó el libre albedrío. Y también sabías que nos habría matado, de haber podido.

– Pero no podía -replicó Korahna-, y, cuando se dio cuenta, comprendió que no podía vencer.

– Hizo su elección -respondió la Guardiana-. Él podía quitar una vida, incluso la suya, y no sentir nada. Y ésa es la razón de que tú, Korahna, seas una persona normal y Torian no lo fuera. Tus sentimientos actuales son los que siente una persona normal; si no sintieras ninguno de ellos, entonces sí que deberías preocuparte por la clase de persona en que te habías convertido. Aunque, si fueras esa clase de persona, esos pensamientos ni se te ocurrirían, puesto que ya no tendrías conciencia.

Korahna bajó los ojos al suelo. Cuando los volvió a levantar, estaban llenos de lágrimas.

– Gracias, Guardiana -murmuró-. Gracias por ayudarme a comprender.

Esa noche, acamparon en las montañas, encendieron una hoguera y durmieron. Mientras Ryana notaba cómo el cansancio la vencía, vio a Sorak replegarse y al Vagabundo tomar el control. El ente se incorporó y se perdió en la oscuridad sin decir una palabra, moviéndose tan silenciosamente como un gato montés. Con un suspiro de resignación, Ryana se sentó bien erguida y, cogiendo su espada, la atravesó sobre el regazo mientras aguardaba a que el Vagabundo diera por finalizada su cacería y regresara.

Contempló a Korahna, que dormía tranquila y profundamente.

– Descansa bien, hermana -susurró, de forma casi inaudible-. Descansa bien. La curación ha empezado.

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