Una de las figuras encapuchadas se acercó hacia ellos con su antorcha. Al aproximarse, vieron que su túnica era blanca, y que el rostro enmarcado por la capucha estaba cubierto por un velo blanco.
– Éstos son mis amigos -presentó Korahna-. Me ayudaron a escapar y me trajeron aquí a través de las Planicies Pedregosas.
– ¿Has cruzado las planicies? -exclamó el encapuchado lleno de asombro.
– De no haber sido por ellos dos, jamás habría logrado sobrevivir -continuó la princesa-. Les debo la vida.
La figura encapuchada se volvió para mirar a Ryana, luego a Sorak.
– ¿Eres tú aquel al que llaman Sorak el Nómada?
– ¿Me conoces? -preguntó él.
– Se nos anunció tu llegada.
– ¿Quién lo hizo? ¿El Sabio?
La Guardiana intentó sondear su mente, pero el encapuchado se limitó a sacudir la cabeza.
– No intentes utilizar el Sendero conmigo, Nómada. No te servirá. Estoy protegido.
– Tu magia es poderosa -dijo Sorak.
– Sí, pero no lo suficiente -replicó el enmascarado hechicero-. Por desgracia, el Rey Espectro es más poderoso. Te estamos agradecidos, y también a ti sacerdotisa, por devolvernos a Korahna. Será una gran ayuda en nuestra lucha. Pero vosotros teníais vuestros propios motivos para traerla.
– Sí -repuso Sorak-. Confiábamos en que nos ayudaría a entrar en contacto con vosotros. Se nos envió a Nibenay…
– Lo sé -lo interrumpió el hechicero-. Os esperábamos, aunque no sabíamos cómo llegaríais, o de dónde. Pensábamos que podríais llegar con una caravana o a lo mejor por el poco frecuentado sendero del norte, pero a través de las Planicies Pedregosas… Ésa es una hazaña de la que se hablará durante mucho tiempo. Estoy ansioso por conocer los detalles de vuestro viaje. Sin embargo, Korahna puede proporcionarlos. Me temo que vosotros tendréis otras cosas de las que ocuparos.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Ryana.
– Las templarias han descubierto que La Espada Elfa es un punto de contacto de la Alianza. Han estado enviando espías para vigilar quién entra y sale. No nos enteramos de ello hasta después de la desaparición de Korahna, de modo que no había forma de que ella pudiera saberlo.
»Después de vuestro… altercado, se vio a conocidos informadores abandonando la taberna a toda prisa. Seguro que irán directamente a ver a las templarias. Es muy improbable que ninguno haya reconocido a Korahna, pero tú te descubriste a ti mismo durante tu pelea con el ladrón. El Rey Espectro no tardará en saber de vuestra existencia, y entonces os encontraréis en gran peligro.
– Pero ¿cómo puede saber el Rey Espectro que estoy buscando al Sabio? -inquirió Sorak.
– No subestimes los poderes de Nibenay -aconsejó el mago-. Llevas contigo a Galdra, la espada mágica de los antiguos reyes elfos. Eso por sí solo haría que te considerase un rival. Ningún profanador desearía ver a los elfos unidos, a menos que ese rey fuera él mismo.
– Pero yo no soy ningún rey elfo -protestó Sorak-. Esta espada me la entregó la gran señora Varanna, y no mencionó nada de ningún legado relacionado con ella. No tengo el menor deseo de gobernar ni unir a nadie. No soy responsable de las fantásticas historias que han crecido alrededor de la espada.
– De todos modos, te verás afectado por esas historias. Las historias que se repiten lo suficiente se convierten en leyendas, y la gente valora en mucho las leyendas. Tanto si la profecía es cierta como si no, existirá gente que querrá convertirla en verdad, y por lo tanto o intentarán investirte a ti en ese papel, o arrebatarte la espada y usurparlo para sí mismos.
»Podrías, desde luego, entregar la espada, pero entonces te arriesgarías a que cayera en malas manos. Nibenay podría hacer muchas cosas con esa arma. Si conquista el vasallaje de los elfos, prefiero verla en tus manos. Sea como sea, estáis en peligro mientras permanezcáis en la ciudad. Es posible que las fuerzas del Rey Espectro encuentren la entrada secreta del almacén; pero, si lo hacen, estamos preparados para derrumbar el túnel sobre ellos. Existen otros lugares por los que entrar y salir de las viejas ruinas, lugares que aún no han descubierto. Hay una bifurcación en el túnel por el que vinisteis que os hará salir en el callejón situado detrás de La Espada Elfa. Sería mejor que no os vieran salir de la taberna. Os podrían seguir.
El encapuchado hechicero introdujo la mano dentro de la túnica y sacó un pequeño pergamino arrollado sujeto con una cinta verde, que entregó a Sorak.
– Esto te dirá lo que necesitas saber -explicó-. No me hagas más preguntas, pues no tengo respuestas que darte.
El hechicero se dio la vuelta para marcharse.
– Espera -llamó Sorak-. ¿Cómo podré volver a ponerme en contacto con vosotros?
– Sería mejor que no lo hicieras -repuso él-. Cuanto más tiempo permanezcas aquí, mayor será el riesgo para ti y para cualquiera que te ayude. Tú tienes tu misión, nosotros nuestra lucha que librar. Al final, quizá nuestros objetivos sean los mismos, pero debemos perseguirlos por caminos diferentes. Buena suerte, Nómada. Ojalá encuentres lo que buscas. Vamos, Korahna.
La princesa miró a Sorak y a Ryana.
– Las palabras son insuficientes para expresar mis sentimientos -dijo-. Estaré siempre profundamente en deuda con ambos.
– No nos debes nada -contestó Sorak.
– Sí, os debo muchísimo -insistió Korahna-, y tal vez algún día pueda pagároslo adecuadamente. -Abrazó a Sorak y luego a Ryana-. Adiós, hermana -se despidió-. Estarás siempre en mis pensamientos.
– Y tú en los míos -respondió Ryana-. Que tus pies se mantengan firmes en el Sendero.
– Y los vuestros. Adiós.
Entregó el farol a Ryana y se alejó con los otros. Sus antorchas retrocedieron en la oscuridad de las ruinas subterráneas hasta que se separaron para marchar en distintas direcciones y desaparecieron de su vista. Sorak bajó la mirada hacia el pergamino que sostenía.
– Y aquí tenemos otra pista para nuestra larga búsqueda -dijo-. Veamos qué contiene éste. -Desató la cinta verde y desenrolló el pergamino. Éste decía simplemente: «Quémalo en un lugar seguro y aislado».
– Bueno, este lugar desde luego parece bastante seguro y aislado -comentó Ryana.
Levantó el farol, y Sorak introdujo una esquina del pergamino en la llama. En cuanto empezaron a lamer el borde del pergamino las llamas se pusieron a arder con un fuego azulverdoso. El elfling dejó caer el rollo al suelo y los dos dieron un paso atrás.
A medida que los extremos encendidos del pergamino se rizaban y ennegrecían, empezaron a saltar chispas que se elevaban por el aire trazando arabescos. Cuanto más trozo de pergamino ardía, más abundantes eran las chispas, sólo que en lugar de extinguirse mientras se elevaban, se tornaban más brillantes y giraban describiendo arabescos más complicados, como luciérnagas enloquecidas que giraban una y otra vez, cada vez más deprisa, hasta formar finalmente una centelleante columna arremolinada de luz azulverdosa. Dentro de la luz, se formó la escueta silueta de una figura de facciones borrosas ataviada con una túnica. La figura era una luz más brillante dentro de la luz, cuyo fulgor iluminaba todo el patio subterráneo. Y entonces habló:
– Lo habéis hecho muy bien, hijos míos. Habéis obtenido los Sellos del Conocimiento, corregido una injusticia al rescatar a la princesa Korahna, y demostrado vuestra valía y tenacidad en ese penoso viaje por las Planicies Pedregosas. Pero os esperan mayores desafíos, y aún peligros mayores. Ahora debéis abandonar la ciudad del Rey Espectro, y abandonarla con rapidez, porque posee un gran poder, y el momento de ocuparse de él no ha llegado todavía. Tomad el sendero que conduce a un pueblo llamado Paraje Salado, al otro lado de las Llanuras de Marfil y más allá de las Montañas Mekillot. Allí debéis buscar a un druida conocido como «el Silencioso», quien os guiará hasta la antigua ciudad de Bodach, donde se encuentra el siguiente objetivo de vuestra búsqueda. Proteged los Sellos del Conocimiento con vuestras vidas, ya que, junto con lo que encontraréis en Bodach, guardan la llave que revelará el objetivo final de vuestra misión.
– Pero ¿qué es lo que hemos de buscar en Bodach? -preguntó Sorak.
No obtuvo respuesta. La reluciente figura se desvaneció ante ellos al mismo tiempo que las danzarinas chispas salían disparadas en todas direcciones y se disipaban en la penumbra de las ruinas subterráneas.
– ¡Sangre de gith! -maldijo Sorak enojado-. Juega con nosotros y nos plantea acertijos! ¿Por qué no habla con claridad y nos dice lo que necesitamos saber? ¿Cuántas pruebas más hemos de superar?
– Quizá reparte la información que necesitamos en pequeñas dosis -dijo Ryana-, para que no podamos revelarlo todo si fracasamos y caemos en manos de profanadores.
– Ahora hemos de buscar algo en Bodach -rezongó Sorak contrariado-, y no sabemos qué es. Y después de eso, nos da a entender que existe aún un tercer objeto que encontrar, sólo que no sabemos el qué ni dónde.
– Es posible que este druida llamado el Silencioso, que ha de ser nuestro guía, nos lo pueda decir -sugirió Ryana.
Sorak lanzó un suspiro de exasperación.
– Sólo que, para encontrarlo, primero hemos de cruzar las Llanuras de Marfil -dijo-. Las tierras yermas son kilómetros de terreno pedregoso, pero la Gran Llanura de Marfil no es más que un mar de sal. Y, por si eso no fuera suficiente, luego hemos de dirigirnos a Bodach, y el Silencioso debe de estar loco si está dispuesto a conducir a nadie a ese lugar maligno.
– ¿Por qué es maligno Bodach? -quiso saber Ryana.
– ¿Cómo puede no ser maligno? -bufó él. Introdujo la mano en su mochila y sacó El diario del Nómada-. Escucha esto -dijo, abriendo el libro y empezando a leer:
«Bodach, situada en el extremo de una península que se proyecta al interior de una de las grandes cuencas interiores de cieno, fue sin duda una de las ciudades más poderosas de los antiguos. Sus ruinas cubren muchos kilómetros cuadrados de la península. Si uno se coloca en el borde de la cuenca de cieno, puede distinguir sus torres alzándose por encima del lodo durante kilómetros y kilómetros.
Por desgracia, Bodach y las zonas limítrofes no son lugares apropiados para quedarse en ellos. En cuanto el sol rojo se pone, miles de zombis y esqueletos de no muertos se arrastran fuera de sótanos, alcantarillas y calabozos ocultos, y empiezan a registrar la ciudad y los terrenos que la rodean. El viajero que se encuentre allí cuando ya ha oscurecido, pasará toda la noche librando una larga batalla campal.
He hablado con gentes que dicen que los no muertos están controlados por un poderoso profanador que los utiliza para mantener apartados de la ciudad a los buscadores de tesoros, en tanto que él se dedica a saquearla sistemáticamente. Otros afirman que los no muertos son los habitantes originales de la ciudad, y que no pueden descansar porque existe un terrible secreto enterrado en el corazón de la ciudad que no quieren que nadie descubra. Sea como sea, quien vaya a Bodach ha de estar preparado para una violenta batalla contra este ejército espantoso».
– ¡Oh! -exclamó Ryana-. Ya comprendo.
– Observa que en ningún sitio menciona que él haya estado ahí -indicó Sorak-. Ni el Sabio se atrevió a ir a Bodach, y sin embargo nos envía a nosotros.
– Todavía no era el Sabio cuando era el Nómada -le recordó ella-. Y, ahora que es el Sabio, no puede ir personalmente. La pyreen te dijo que esta misión no sería fácil. Tú buscas al Sabio para pedirle un favor y encontrar un sentido a tu vida. Bien pues, algo obtenido a cambio de nada vale exactamente lo que te costó ganarlo. En cualquier caso, antes de pensar en Bodach y sus ejércitos de no muertos, debemos primero conseguir abandonar la ciudad y llegar al pueblo de Paraje Salado. ¿Qué clase de lugar es ése?
– El Nómada lo describe como un poblado de antiguos esclavos que ahora viven como salteadores y gitanos saltimbanquis. Está gobernado por un mul que había sido gladiador, y los bandoleros con los que me tropecé tienen su campamento no muy lejos de allí. Sin duda, utilizan el pueblo como base de suministros y lugar de diversión. Dicho de otra forma, no podemos esperar encontrar amigos en ese sitio.
– Deberíamos encontrar uno en la persona del druida -repuso Ryana-. No te desanimes. Nos embarcamos juntos en esta misión, y la acabaremos juntos. Has vivido ignorante de tu pasado toda tu vida. Sin duda, no esperarías encontrar todas las respuestas en unas pocas semanas.
– Supongo que no -suspiró él-. Es sólo que había esperado… Bueno, no importa. Yo escogí este camino, así que ahora debo recorrerlo.
– Nosotros escogimos este sendero -lo corrigió ella.
El joven la miró y sonrió.
– Sí, lo hicimos juntos. Perdona, hermanita. Y gracias por tu energía.
– Se te perdona. Y no hay de qué. Ahora salgamos de este maldito lugar. El farol empieza a apagarse, y no tengo ningún deseo de dar tumbos por aquí abajo en la oscuridad.
Retrocedieron por el túnel por el que habían venido y encontraron la bifurcación que el hechicero había mencionado. Doblaron por el nuevo ramal y recorrieron un corto pasadizo hasta llegar a un tramo de escaleras de piedra. Al final de los peldaños se encontraron con una pared de ladrillo.
– ¿Ahora qué? -preguntó Sorak.
– Tiene que haber una puerta en alguna parte -dijo Ryana.
Tras buscar durante unos instantes bajo el tenue resplandor parpadeante del farol, la muchacha encontró por fin una argolla de hierro insertada en la pared a su izquierda. Tiró de ella justo en el momento en que la luz del farol se extinguía por completo. La argolla no cedió al primer intento, pero en el segundo, cuando ella tiró con más fuerza, se separó ligeramente de la pared, y el muro se hizo a un lado con un chirrido. Era una puerta secreta, que giraba alrededor de una barra central que la atravesaba, y conducía a un cobertizo de madera que hacía las veces de almacén, construido contra la pared trasera de la taberna.
Abrieron con suma cautela la puerta del cobertizo y atisbaron al exterior. El camino parecía estar despejado. Salieron al callejón y aspiraron con fuerza el fresco aire nocturno.
Casi en ese mismo instante, oyeron un potente sonido de pisadas, pisadas mucho más fuertes que las de los humanos, y se pegaron contra el muro justo en el momento en que una patrulla de semigigantes pasaba en tropel ante la entrada del callejón. Sostenían enormes garrotes de combate de madera de agafari, y doblaron la esquina a grandes zancadas en dirección a la entrada de La Espada Elfa.
– El hechicero tenía razón -dijo Sorak-. Sin duda vienen por nosotros.
– Entonces nos convendría mucho ir a otro sitio -repuso Ryana-, y a toda prisa.
Corrieron a la entrada del callejón y atisbaron con cautela desde las sombras. La calle parecía vacía. Pero, en cuanto salieron de la calleja y se pusieron rápidamente en marcha de vuelta al centro de la ciudad, alguien gritó a su espalda:
– ¡Ahí van! ¡Mirad! ¡Ahí están! ¡Ahí!
Echaron una ojeada por encima del hombro y vieron a alguien de pie en la puerta de la taberna, señalando en su dirección. Casi al instante, varios semigigantes pasaron a la carrera por su lado, y se lanzaron a la calle.
– ¿Por qué estos buenos ciudadanos de Nibenay no se ocuparán de sus propios malditos asuntos, como hacen en Tyr? -masculló Sorak entre dientes, mientras daban media vuelta y echaban a correr. Detrás de ellos, los semigigantes los persiguieron con tremendo estrépito. No podían correr tan deprisa, pero sus enormes zancadas cubrían mucho más terreno.
– ¡Por aquí, deprisa! -indicó Sorak al tiempo que se introducían en un callejón oscuro. Corrieron hasta el otro extremo y salieron a una calle lateral, pero oyeron cómo los vociferantes semigigantes continuaban su persecución… cada vez más cerca. Por el estruendo, parecía como si a Sorak y Ryana los persiguiese una manada de pesados mekillots.
– ¡No podemos dejarlos atrás! -dijo Ryana-. ¡Pueden recorrer más terreno con una zancada que nosotros con tres, y conocen la ciudad, mientras que nosotros nos hemos perdido ya!
– Entonces tendremos que ver qué podemos hacer para que desistan de su persecución -replicó Sorak-. ¡Entremos aquí!
Se introdujeron en el portal de un edificio y se pegaron a las puertas mientras los semigigantes se abalanzaban hacia ellos. Ryana introdujo una saeta en su ballesta. Los semigigantes pasaron corriendo junto a su escondite, y la muchacha alzó la ballesta y apuntó.
De improviso, los enormes guardas se detuvieron.
– ¡No han venido por aquí! -chilló uno de ellos-. ¡Deben de haber vuelto sobre sus pasos!
Ryana disparó. La saeta silbó por el aire y alcanzó a uno de los semigigantes en la zona posterior del cuello, en la base del cráneo. Con un rugido, la criatura levantó las manos hacia la flecha y cayó al suelo con un fuerte estrépito. Ryana alzaba ya la ballesta para un segundo disparo cuando los semigigantes se volvieron hacia ellos. El segundo disparo dio en el blanco y, alcanzando a uno entre los ojos, lo derribó en el acto.
Varios de sus compañeros tropezaron con él cuando se desplomó, y todos se dieron de bruces contra el suelo en una maraña de cuerpos.
– ¡Ahora! -chilló Sorak, y echaron a correr otra vez, para regresar por donde habían venido.
Dos de los semigigantes que los perseguían estaban muertos, pero aún quedaba una decena de ellos, y estaban totalmente encolerizados. Empezaron a aparecer luces en las ventanas situadas sobre sus cabezas a medida que los ciudadanos sacaban velas y faroles para ver a qué se debía todo aquel escándalo; y, mientras Sorak y Ryana corrían de sinuosa calleja en sinuosa calleja, algunos de estos ciudadanos tuvieron la amabilidad de indicar desde sus ventanas a la guardia de semigigantes la dirección en que huían.
– ¿Sabes adónde nos dirigimos? -preguntó Ryana, respirando con dificultad mientras corrían.
– No. ¿Y tú?
– Hemos subido y bajado tantas calles, que he perdido el rumbo.
– Sin duda nos estamos dirigiendo a algún lugar -repuso Sorak.
Doblaron una esquina y se encontraron en una callejuela que les resultó familiar. Y entonces, al cabo de un instante, comprendieron por qué. Casi justo al otro lado de la calle frente a ellos se encontraba la entrada de La Espada Elfa.
– ¡Oh, maldición! -exclamó Ryana-. ¡Hemos regresado al mismo lugar del que salimos!
– Bueno, míralo por el lado bueno. Al menos ahora sabemos dónde estamos -repuso Sorak.
Oyeron cómo los semigigantes se acercaban por detrás.
– Por aquí -indicó Sorak, señalando el camino por el que Korahna los había conducido a la taberna. Pero no llevaban recorrida ni media calle cuando vieron a otra tropa de semigigantes que doblaba la esquina, conducidos por una de las templarias del Rey Espectro.
– ¡Esos dos! -chilló la mujer frenando en seco en medio de la calle-. ¡Detenedlos!
Dieron la vuelta para correr en dirección contraria, pero, antes de poder dar tres pasos, vieron a sus perseguidores originales que doblaban la esquina con gran estruendo: les habían cortado la retirada.
– ¡Estamos atrapados! -dijo Ryana, mirando en una y otra dirección.
– Ya empezaba a cansarme de correr -replicó Sorak, desenvainando a Galdra.
Ryana disparó otra saeta, que derribó en seco a uno de los semigigantes, y luego se echó rápidamente la ballesta a la espalda y sacó su propia espada. Tomaron posiciones en el centro de la calle, espalda con espalda, cada uno empuñando una espada en una mano y una daga en la otra.
Los semigigantes atacaron desde ambos lados, rugiendo mientras cargaban. El primero que llegó hasta Sorak levantó su garrote de agafari y lo dejó caer con violencia. El joven detuvo el golpe con Galdra, y el garrote de combate se partió en dos mitades; luego lanzo una estocada, y el semigigante se echó atrás, pero no con rapidez suficiente. Galdra le abrió el vientre de lado a lado, y, mientras la criatura aullaba, sus tripas cayeron desordenadamente al suelo.
Al mismo tiempo, Ryana se dispuso a enfrentarse a sus atacantes. Los dos que llegaron junto a ella primero se sentían muy seguros de sí mismos al tener ante ellos a una mujer, pero pronto descubrieron que la sacerdotisa villichi no era una mujer corriente. La espada de la joven centelleó con cegadora rapidez al mismo tiempo que ellos levantaban sus garrotes, y, antes de que pudieran descargarlos, los dos semigigantes cayeron, chorreando sangre por las heridas mortales que acababan de recibir. Pero otros seguían viniendo.
En el mismo instante en que otros semigigantes llegaban junto a Sorak, éste se sintió de improviso girando sobre sí mismo, como si cayera. La conciencia retrocedió, y la Sombra se lanzó a la acción como un viento helado llegado de las profundidades. Los semigigantes se quedaron estupefactos ante la fuerza irresistible que de improviso caía sobre ellos, blandiendo la espada como si ésta tuviera vida propia. La visión de este nuevo antagonista resultaba tan aterradora como su arma, pues aquellos cuyos ojos se cruzaban con los suyos sentían una gelidez que los helaba hasta el tuétano.
Otros tres semigigantes cayeron en otros tantos segundos, y Galdra chorreaba sangre mientras su hoja centelleaba en el aire en busca de nuevas víctimas. Con una mano la Sombra blandió a Galdra y rebanó la cintura de un semigigante, mientras con la otra detenía un garrote que descendía en dirección a su cabeza. El semigigante lo miró, los ojos desorbitados por el asombro de que alguien mucho más pequeño en tamaño pudiera detener su golpe con tanta facilidad. No tuvo tiempo para más reacciones: la Sombra le lanzó una patada y le aplastó la rótula al tiempo que detenía el golpe que intentaba asestarle otro semigigante. Un nuevo garrote quedó partido en dos como si no fuera más que una ramita seca, y, en un segundo, otros dos semigigantes yacían muertos en medio de la calle.
Entretanto, Ryana recurría a su velocidad y habilidad para evitar los golpes que le dirigían; moviéndose como una mortífera danzarina, se retorcía y giraba, esquivando ataques y precipitándose como una flecha entre los semigigantes que intentaban rodearla. Se movía entre ellos como un moscardón zumbando entre animales, asestando dolorosos picotazos a cada pasada. Un semigigante se desplomó en el suelo, aullando de dolor con los tendones cortados; otro la vio justo ante él y levantó el garrote para descubrir entonces que ella ya no estaba allí y que de repente un chorro de sangre manaba de una enorme abertura en su pecho. La joven había atacado con tanta rapidez que la criatura ni siquiera vio penetrar la hoja; cayó, sobre uno de sus camaradas, y Ryana despachó también a éste aprovechando su traspié.
El espacio en que se libraba el combate era tan reducido que los semigigantes chocaban unos con otros en sus intentos por alcanzar a sus oponentes, quienes por su parte se movían entre ellos a una velocidad pasmosa. Un semigigante golpeó a ciegas con su garrote de guerra, con la esperanza de acertar, pero en su lugar alcanzó de lleno en las costillas a un compañero, y éste, enloquecido de dolor y furioso, aplastó el cráneo de su camarada con su garrote. Y entonces también él cayó cuando Ryana le hundió la espada en el costado.
La templaria contemplaba la escena desde el otro extremo de la calle, atónita al ver cómo los semigigantes caían uno tras otro ante el violento ataque. Era imposible, se decía. ¿Quiénes eran aquellas personas? Sólo quedaba un puñado de guardas ahora y, cuando iniciaron el ataque, tuvieron el mismo éxito que sus predecesores. Por encima del estrépito de la batalla y de los rugidos furiosos de los guardas, se elevaba otro sonido procedente de la refriega, un sonido que provocaba escalofríos en la templaria que observaba.
Era el sonido de la Sombra aullando en demanda de sangre. Era un grito bestial, aterrador e inhumano. Otros dos semigigantes cayeron, y luego otro, y otro, y la Sombra se quedó sin adversarios que se le enfrentaran.
Se dio la vuelta, entonces, y corrió a ayudar a Ryana con los que quedaban. Entre los dos, tres semigigantes más perecieron en un abrir y cerrar de ojos; y ya sólo quedaban cuatro. Si hubieran sido guardas humanos se habrían dado por vencidos y habrían huido, pero los semigigantes eran demasiado estúpidos para eso. Motivados únicamente por la rabia, descargaban los garrotes contra el suelo cada vez que erraban el golpe, y se recuperaban con demasiada lentitud. No obstante su gran tamaño, no podían competir con unos adversarios que eran mucho más veloces. Al poco rato, todos los semigigantes se desangraban en medio de la calle, cubierta ahora con los cuerpos de dos escuadras completas.
Tan estupefacta estaba la templaria ante lo que contemplaba que se había limitado a observar, paralizada allí donde estaba. Pero, cuando el elfling se volvió hacia donde estaba y clavó en ella su mirada, la mujer se puso en acción al instante. Los separaban al menos cuarenta metros, y, no obstante la ferocidad como luchador del elfling, la templaria sabía que no podría alcanzarla antes de que ella hubiera lanzado un conjuro. Mientras levantaba los brazos para prepararse, vio cómo el elfling levantaba la espada pero no se movía en dirección a ella; se detuvo por un instante, y sonrió ante lo que imaginó era un último gesto desafiante, y entonces se quedó boquiabierta por el asombro cuando él le arrojó el arma.
Lanzó una carcajada ante la patética intentona, segura de que de ningún modo podría alcanzarla; pero la risa se le heló en la garganta cuando la mortífera espada fue hacia ella a toda velocidad, girando sobre sí misma en un abierto desafío a la gravedad mientras se abalanzaba hacia ella. Recorrió veinte metros, luego veinticinco, luego treinta…
– No -musitó, contemplando horrorizada cómo su fin se aproximaba a toda velocidad. Dio media vuelta para huir, pero Galdra la partió en dos antes de que hubiera dado tres pasos. De haber estado aún viva para presenciarlo, se habría sentido aún más estupefacta al ver cómo la espada describía un elegante semicírculo en el aire y regresaba a la mano tendida de su propietario.
Sorak se encontró de pie en medio de la calle rodeado por los cadáveres de los semigigantes. La Sombra se replegó, y Sorak miró rápidamente a su alrededor y comprobó que Ryana estaba justo detrás de él, respirando con dificultad mientras sostenía la ensangrentada espada. La muchacha lo miró y le dedicó una débil sonrisa, luchando por recobrar el aliento, y entonces su sonrisa se desvaneció y Sorak vio que miraba fijamente a un punto situado detrás de él.
– Sorak… -murmuró Ryana, mirándolo con expresión resignada.
– Parece que no hemos terminado -dijo él, que sentía los efectos del esfuerzo realizado por la Sombra.
– Me temo que sí -repuso ella, sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué diría Tamura si te oyera hablar así? -le recriminó Sorak, con la esperanza de darle nuevos ánimos al invocar el nombre de su antigua profesora, que tan a menudo los había obligado a ir más allá de todos los límites de resistencia conocidos.
– Sólo desearía que estuviera ella aquí ahora -replicó Ryana-. No me quedan fuerzas.
– Permanece cerca de mí -aconsejó él, preguntándose si tendría tiempo de convocar a Kether. Pero los semigigantes atacaban ya por ambos lados.
– Siempre lo estoy -dijo ella, mientras levantaba la espada y se volvía para enfrentarse a su destino.
Permanecieron inmóviles, hombro con hombro, dispuestos a perecer luchando. Pero, justo cuando los semigigantes convergían sobre ellos, la oscuridad de la calle se vio de repente iluminada por una luz brillante al tiempo que varias bolas de fuego estallaban a su alrededor. Una explotó justo en medio de un escuadrón de semigigantes que se aproximaba e hizo salir a muchos huyendo en busca de refugio, mientras que otros cayeron al suelo envueltos en llamas, y rodaron frenéticamente entre rugidos para apagar el fuego. El escuadrón que se acercaba desde la dirección opuesta se vio igualmente bombardeado por bolas de fuego que, tras describir un arco en el aire, iban a caer sobre ellos y estallaban en llamaradas nada más tocar el suelo.
– ¿Qué es lo que sucede? -preguntó Ryana, contemplando cómo las bolas de fuego caían sobre sus perseguidores.
– ¡La Alianza! -gritó Sorak.
Las blancas figuras encapuchadas de los hechiceros protectores eran visibles sobre varios de los tejados circundantes mientras se dedicaban a arrojar fuego mágico contra la guardia de la ciudad.
– ¡Sorak, Ryana! ¡Por aquí! -chilló Korahna. La joven estaba en la entrada de un edificio a su derecha, haciendo señas para que la siguieran-. ¡Deprisa! ¡Corred!
Se precipitaron hacia el edificio y penetraron en el interior. Korahna los condujo por un pasillo y al exterior por otra puerta, y luego por un callejón hasta una calle contigua.
– No podríais haber llegado en mejor momento -dijo Sorak.
Korahna se volvió y le sonrió por encima del hombro.
– Un buen rescate merece otro -respondió-. Hemos de sacaros de la ciudad a toda velocidad. Nos ha llegado la noticia de que las templarias han ordenado a toda la guardia de la ciudad que vengan a esta zona. Lo que visteis no era más que una pequeña dotación. Todo el barrio elfo estará invadido muy pronto por semigigantes empeñados en cazaros.
– De repente, siento unas ganas enormes de reanudar nuestro viaje -observó Ryana.
Descendieron corriendo por otro callejón y salieron a la calle situada al otro extremo.
– ¿No nos estamos apartando de las puertas de la ciudad? -inquirió Sorak mientras corrían.
– En el otro extremo del barrio elfo hay un túnel secreto que conduce por debajo de los muros de la ciudad -explicó Korahna-. Por ahí intentaremos sacaros de la ciudad. La diversión creada por mis amigos tendría que ayudarnos. Casi toda la guardia de la ciudad acudirá a la pelea que tiene lugar frente a la taberna.
Corrieron hasta el final de la calle y al doblar una esquina se toparon de improviso con otro escuadrón de semigigantes.
– Bueno, quizá no todos -se disculpó Korahna, desenvainando su espada. Estaban demasiado cerca para huir, pues apenas si los separaban de ellos unos diez metros. Los semigigantes rugieron y cargaron, agitando sus garrotes.
Ryana sintió un repentino escalofrío correr por su espalda cuando Sorak se adelantó a ella rápidamente. Mostraba la elegancia letal de un depredador, y la joven comprendió que Sorak había desaparecido y que la primitiva entidad denominada la Sombra había vuelto a surgir de las profundidades de su subconsciente.
Moviéndose con una velocidad realmente increíble, la Sombra fue al encuentro de los semigigantes y se introdujo entre ellos haciendo centellear a Galdra. En un abrir y cerrar de ojos, un semigigante quedó partido en dos, y su torso seccionado cayó al suelo entre alaridos. Galdra centelleó otra vez, y un garrote de agafari se partió como si no fuera más que un tallo reseco de hierba del desierto. Otro semigigante se desplomó, chillando, sobre el suelo; y en ese instante Ryana vio cómo un repentino cambio de actitud se apoderaba de los otros.
Algunos retrocedieron y arrojaron los garrotes, encogiéndose impotentes ante su adversario, en tanto que otros se limitaron a salir corriendo. Ryana comprendió de improviso por qué había sentido aquel escalofrío en la espalda; cada una de las personalidades interiores de Sorak poseía un talento paranormal propio, y el de la Sombra era un aura de terror implacable. Ella había percibido cómo se alzaba cuando él había pasado por su lado, y ahora lo notaba con mayor fuerza mientras irradiaba del joven en forma de oleadas de pura malevolencia animal. Era un terror absoluto y primitivo, el miedo hipnótico y dominador que se apodera de los pequeños mamíferos cuando se encuentran frente a frente con los ojos de una serpiente, la parálisis involuntaria del roedor cuando el depredador alado se abalanza desde lo alto para matar.
Pero, aun cuando se daba cuenta de lo que sucedía, ella misma se sintió poseída por aquella sensación. La Sombra no tan sólo la proyectaba hacia los semigigantes que caían ante su espada centelleante: emanaba de él en todas direcciones.
Korahna gritó al sentirla y le entró pánico. Se marchó chillando calle abajo, corriendo como si de ello dependiera su vida. Ryana fue tras ella, aunque en cierta forma también corría con ella, por más que una parte de su cerebro intentaba decirle que no existía ninguna amenaza para su persona. Tenía que correr o quedaría paralizada víctima de un terror impotente y se vería consumida por él. Una manzana más allá, notó cómo el miedo menguaba y regresaba la cordura, aunque Korahna seguía corriendo delante de ella, presa del propio impulso de su huida.
– ¡Korahna! -llamó Ryana corriendo para alcanzarla-. ¡Korahna, espera!
Y entonces vio a otro pelotón de semigigantes, una docena más o menos, mandados por una templaria, que penetraba en la calle. Korahna, en su loca carrera, iba directa hacia ellos.
– ¡Korahna! -chilló-. ¡Deténte!
Corrió tan deprisa como pudo, reduciendo la distancia entre ambas, y luego saltó, y agarró a la princesa por detrás. Las dos cayeron, rodando, al suelo. Ryana se colocó encima de la muchacha y la inmovilizó con sus brazos. Korahna se debatió, y la otra se vio obligada a propinarle un fuerte bofetón.
– ¡Vuelve en ti! -gritó-. ¡Korahna, por lo que más quieras!
Volvió a abofetearla, y la cabeza de la princesa dio una sacudida por efectos del golpe, y entonces su mirada pareció aclararse. Contempló a Ryana, confusa y aturdida.
– ¡Korahna, estamos en peligro! ¡Ponte en pie!
Se incorporaron tan deprisa como les fue posible, pero los semigigantes ya estaban encima de ellas. Los monstruosos guardas rompieron filas a toda velocidad y las rodearon; dirigiéndoles miradas maliciosas, empezaron a darse palmadas sobre las grandes y encallecidas manos con los enormes garrotes de combate.
– Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? -dijo la templaria, adelantándose-. Pero si se trata de la hija de la traidora, que ha regresado para recibir su justo castigo.
– ¡Narimi! -exclamó Korahna.
– Debieras haber permanecido lejos de aquí, Korahna -repuso la mujer, contemplándola con desprecio-. Eres una deshonra para la casa real.
– ¡La casa real sí que resulta una deshonra en sí misma! -replicó ella-. ¡Me avergüenza haber nacido en ella!
– Una situación que se remedia fácilmente -contestó la templaria-. No tendrás que vivir con tu vergüenza por mucho tiempo. Te ejecutarán como se hizo con tu madre, pero primero dirás los nombres de tus cómplices en la Alianza.
– ¡Moriré antes de hacerlo! -respondió Korahna, dirigiendo la mano hacia la espada.
Pero, en cuanto intentó desenvainarla, la templaria hizo un ademán con la mano, y el arma quedó inmovilizada dentro de su vaina. La princesa tiró con todas sus fuerzas pero no pudo sacarla.
Ryana se concentró, dirigiendo toda su energía paranormal hacia el garrote del semigigante situado justo detrás de la templaria. Éste lanzó un gruñido cuando el arma se soltó de su mano y voló por los aires, describiendo un arco en dirección a la cabeza de la templaria. La mujer se giró con rapidez y volvió una vez más a alzar la mano, y la madera de agafari quedó incinerada en el aire en medio de un fogonazo antes de poder caer sobre ella.
Acto seguido, la templaria giró sobre sí misma y estiró un brazo en dirección a Ryana. Una fuerza invisible la golpeó con fuerza en el pecho y la lanzó hacia atrás, hasta aterrizar a los pies de los semigigantes colocados tras ella. Aturdida y sin aliento, no consiguió concentrar su fuerza de voluntad.
– Una buena intentona, sacerdotisa -dijo la templaria-, pero los poderes paranormales no pueden competir con la magia. Tú también morirás, pero primero me dirás dónde está el elfling.
– ¡No te diré nada, zorra!
– Creo que sí lo harás -repuso ella, volviendo a levantar la mano-. Sujetadla.
Dos de los semigigantes se inclinaron para levantarla; pero, nada más hacerlo, algo pasó silbando por el aire por encima de sus cabezas, y la templaria emitió un ahogado gruñido al tiempo que el cuchillo se clavaba en su pecho. Bajó los ojos hacia él con expresión sorprendida y se desplomó al suelo. Al instante, toda la calle se vio inundada por una lluvia de flechas.
– ¡Al suelo! -gritó Ryana, derribando a Korahna de un manotazo a las piernas para luego colocarse encima de ella.
A su alrededor, los semigigantes caían entre rugidos de dolor y rabia en tanto que las flechas parecían brotar de sus cuerpos de modo espontáneo. En segundos, la calle quedó cubierta de cadáveres.
La lluvia de flechas cesó, y Ryana levantó la cabeza. Un grupo de altas figuras salió de las sombras circundantes, quizás una docena o más, todas ellas sosteniendo ballestas: elfos y semielfos. Y a su cabeza se encontraba una figura familiar.
– ¡Tú! -exclamó Ryana.
Se trataba del ladrón de la taberna. Y, al cabo de un instante, Sorak apareció a su lado. Los ojos de la sacerdotisa se abrieron de par en par al contemplarlo; estaba cubierto de sangre de pies a cabeza.
– ¡Sorak!
– No sucede nada -dijo él-. La sangre no es mía.
– ¡Debieras haberlo visto! -intervino el ladrón-. ¡Se portó de un modo magnífico! ¡Los semigigantes caían como moscas ante él! -Se volvió y habló a sus camaradas-. ¡No os lo dije, incrédulos! ¡Realmente, él es el rey del que hablaban las leyendas!
– Ya os he dicho que no soy ningún rey -replicó Sorak.
– Empuñas a Galdra, la espada de los antiguos reyes elfos.
– ¡Una espada no convierte en rey a nadie!
– Ésa sí.
– ¡Entonces tómala!
– ¡Yo, no! -respondió el ladrón-. Tú eres el elegido.
– ¡Te estoy diciendo que yo no soy el elegido!
– ¿Podríais vosotros dos discutir eso más tarde? -inquirió Korahna-. Este barrio está plagado de guardas, y no tenemos mucho tiempo.
– Os escoltaremos -dijo el ladrón-. Es lo mínimo que puedo hacer para compensaros.
– Ya nos has compensado -repuso Sorak-. Limítate a sacarnos de aquí.
– Hemos de llegar hasta la muralla norte, junto a los patios de piedra -indicó Korahna.
– En esta dirección, entonces -dijo él-. Conozco el camino más corto.
Nadie mejor que los ladrones para conocer todas las callejuelas y callejones.
Echaron a correr por calles sinuosas y callejones estrechos repletos de desperdicios mientras algunos de sus acompañantes se quedaban rezagados para cubrir la retaguardia. Las dos mujeres se esforzaron por mantener el ritmo marcado por los elfos, para los que aquello era un simple trotecillo. No tardaron mucho en llegar a los patios de piedra, una amplia zona abierta cerca de la muralla norte de la ciudad, donde se recibían los enormes bloques de piedra extraídos de las canteras para ser cortados en trozos más pequeños que pudieran utilizar los artesanos de la ciudad.
Avanzando con rapidez por el patio iluminado por la luz de las lunas, Korahna los condujo a través del laberinto de bloques de piedra amontonados por todas partes, mientras la mayoría de los elfos se iban quedando atrás para repeler una posible persecución. Alcanzaron por fin la muralla norte de la ciudad y corrieron junto a ella hasta llegar a las casuchas del otro extremo del patio. Korahna se detuvo unos instantes para orientarse.
– Por aquí -dijo, introduciéndose por un estrecho callejón. Empezó a contar las puertas. No se trataba de un callejón, sino de una calle, aunque apenas si era más ancha que los hombros de Sorak.
Se encontraban en la parte más pobre de la ciudad, donde las barracas estaban tan amontonadas que hacían que los barrios bajos de Tyr parecieran el barrio templario en comparación. Al llegar a la séptima puerta de la derecha, Korahna se detuvo y llamó suavemente siete veces. Aguardaron, llenos de nerviosismo, y al poco rato tres lentos golpes de respuesta les llegaron desde el interior. Korahna volvió a llamar, y la puerta se abrió.
Entraron en una habitación que más bien parecía un ropero por su tamaño. Una pequeña lámpara barata proyectaba la poca luz existente, iluminando un jergón en el suelo y unas pocas y toscas piezas de mobiliario construidas a base de restos, una mesa baja hecha con tablones y un pequeño taburete de tres patas. No había espacio para nada más. El anciano que había abierto la puerta iba vestido con harapos, y la rala cabellera gris le caía lacia sobre los hombros. Sin una palabra, sin siquiera echar una ojeada a los desconocidos que habían penetrado en su exiguo alojamiento, se encaminó arrastrando los pies hacia el jergón de madera donde dormía, se inclinó sobre él y, con un gruñido, lo apartó de la pared para dejar al descubierto una trampilla de madera situada debajo.
– Es un túnel pequeño y estrecho -advirtió Korahna-, y tendréis que arrastraros. Pero pasa por debajo de la muralla y va a salir fuera de la ciudad. Una vez allí, tendréis que apañároslas solos.
– En ese caso volveremos a despedirnos -dijo Sorak, abrazándola-. Te debemos nuestras vidas. Y también a ti, amigo -añadió, dirigiéndose al ladrón y tendiéndole la mano.
En lugar de tomarla, el otro le obsequió con una profunda reverencia.
– Ha sido un privilegio, mi señor. Espero que un día, muy pronto, volvamos a encontrarnos.
– Tal vez -repuso Sorak- Y no me llames «mi señor».
– Sí, mi señor.
– ¡Aaah! -exclamó el elfling, levantando los brazos.
El anciano abrió la trampilla.
– Daos prisa -los apremió Korahna-. Cuanto más tiempo permanezcamos aquí, mayor es el riesgo.
Sorak le cogió la mano y la besó.
– Gracias, alteza -dijo.
– ¡Marchaos! ¡Rápido!
El joven se introdujo en el interior del túnel.
– Adiós de nuevo, hermana -se despidió Ryana-. Te echaré de menos.
– Y yo, a ti.
Se fundieron en un rápido abrazo, y luego Ryana siguió a Sorak al interior del agujero. La puerta se cerró detrás de ellos, y la muchacha se encontró sumida en una total oscuridad; extendió las manos frente a ella y detectó una pequeña abertura, apenas lo bastante ancha para arrastrarse por ella.
– ¿Sorak?
– Adelante -respondió él, desde el interior del pasadizo-; pero mantén la cabeza agachada.
Se introdujo como pudo por la abertura y empezó a avanzar a gatas. No veía nada en absoluto. Se sintió como emparedada y se preguntó qué sucedería si el túnel se desplomaba sobre ellos; tragó saliva y siguió arrastrándose. Le pasó entonces por la cabeza, que aquél era un lugar ideal para las serpientes y las arañas venenosas. ¿Por qué tenía que pensar en esas cosas ahora? Le alegró que Sorak avanzara por delante de ella, porque eso significaba que, de existir cualquier telaraña en el túnel, él la rompería antes de que ella se la encontrara de cara. Quizá no fuera una actitud muy considerada por su parte, pero al menos era sincera.
Tras lo que le pareció un larguísimo período de tiempo, notó por fin cómo el túnel ascendía ligeramente. Y entonces llegó al final del pasadizo. Se dio cuenta de ello porque chocó de cabeza contra la pared. Retrocedió, con un juramento, y se frotó la cabeza, luego palpó a su alrededor. Había una abertura sobre su cabeza y unos peldaños de madera delante de ella; ascendió unos tres metros y al cabo sintió cómo la mano de Sorak se cerraba sobre su muñeca para ayudarla a salir. Aspiró con fuerza el agradable aire fresco de la noche y notó que soplaba una leve brisa. Se encontraban en un bosquecillo junto a lo que primero pensó era un arroyo, y luego se dio cuenta de que era un canal de riego. Estaban a unos diez o doce metros de las murallas de la ciudad, aunque la distancia que ella había recorrido a gatas le había parecido mucho mayor.
– Odio los túneles -dijo, y empezó a sacudirse el polvo de las ropas hasta que advirtió que no servía de mucho. Después de todo por lo que habían pasado, sus ropas estaban mugrientas y rotas en varios sitios. Sorak tampoco tenía mucho mejor aspecto. En realidad, el suyo era aún peor, porque estaba todo él cubierto de sangre seca, recubierta a su vez de una capa de suciedad.
– No me mires así -la reconvino él-. Tú no tienes mucho mejor aspecto.
Como estaban en medio de un bosque de árboles de agafari, a salvo de miradas, Ryana se quitó la ballesta del hombro y desabrochó el talabarte; luego dejó caer la mochila al suelo, y se introdujo en el canal. Era una sensación maravillosa sentir cómo el agua le acariciaba el rostro.
– ¿Y bien? -dijo ella-. ¿Vas a entrar, o piensas pasar el resto del viaje con aspecto de cadáver?
Él contestó con una mueca y, tras quitarse también el talabarte y la mochila, se metió a su vez en el canal. El agua les llegaba hasta el pecho y ambos se sumergieron por completo, para acto seguido restregarse el rostro y las ropas.
– Sólo nos faltaría ahora que nos atrapasen aquí, bañándonos, después de todo lo que hemos pasado -comentó Ryana.
– Yo no tentaría al destino si fuera tú -replicó Sorak.
– Sí, mi señor.
– ¡Cállate! -El joven la roció de agua.
– Sí, mi señor. -Ahora fue ella quien le echó el agua. De improviso, los dos se encontraron riendo y salpicándose el uno al otro como no lo habían hecho desde que eran niños pequeños y jugaban en el estanque situado junto al templo. Al cabo de un rato, treparon fuera del canal y descansaron unos instantes sobre la orilla, chorreando agua.
– Eso fue estupendo -dijo ella, y levantó la vista hacia los árboles.
– Disfruta de esa sensación -replicó él-. Ya no veremos más agua hasta que lleguemos a las Montañas Mekillot.
– Supongo que lo mejor será que iniciemos la marcha y pongamos tanta distancia como podamos entre nosotros y la ciudad, mientras siga siendo de noche.
Sorak se incorporó y se abrochó el talabarte.
– Si no fuera porque no tengo ninguna otra espada, me sentiría muy tentado de arrojar ésta al canal -afirmó.
– Bonita manera sería ésa de tratar un regalo de la gran señora -repuso Ryana, echándose la mochila a la espalda.
El joven desenvainó la espada y la contempló.
– La espada de los reyes elfos -dijo con frialdad; luego suspiró-. ¿Por qué me tiene que tocar a mí?
– Deberías sentirte agradecido -replicó Ryana-. Ha salvado nuestras vidas.
– Pero, para empezar, las ha puesto en peligro -señaló él con ironía. Envainó el arma-. De todos modos, es una espada preciosa y fabulosa.
– Y aún nos resultará muy necesaria -indicó ella. Se pusieron en camino, y echaron a andar por el bosquecillo, manteniéndose bajo su protectora capa todo el tiempo posible.
– Resulta extraño no tener a Korahna con nosotros -comentó Sorak mientras andaban-. Había empezado a cogerle cariño.
– Igual que yo -asintió Ryana-. Al principio, no me gustó, pero demostró ser mucho más de lo que daba a entender su aspecto. ¿Crees que estará a salvo?
– No; pero tampoco creo que ella quisiera que fuera de otro modo.
– Al menos tendrá la posibilidad de descansar un poco -dijo Ryana con una sonrisa-. Todos los músculos de mi cuerpo están doloridos y agotados.
– Intentaremos encontrar un lugar resguardado para descansar un poco cuando se haga de día -repuso Sorak-. Tenemos por delante un largo viaje.
– Supongo que Chillido no podrá conseguir un kank…
– ¿En la Llanura de Marfil? Yo no contaría con ello. Y no es muy probable que encontremos kanks salvajes tan cerca de la ciudad. No, me temo que no tenemos otra elección que ir a pie.
– ¿Crees que nos perseguirán?
– A lo mejor. Pero sospecho que creerán que hemos encontrado refugio con la Alianza del Velo, y primero registrarán la ciudad buscándonos. Para cuando se les ocurra que hemos conseguido salir de las murallas de la ciudad, estaremos ya muy lejos.
No tardaron en alcanzar el final del bosquecillo, tras el cual acres de cultivos de campos de arroz se extendieron ante sus ojos. Se abrieron paso por los campos anegados, pasando junto a haciendas aisladas en las que no brillaba luz alguna, los dos demasiado cansados para conversar. A poco, llegaron a un terreno más pobre en vegetación. El terreno se inclinaba ligeramente, y Ryana comprendió que no tardarían mucho en llegar al desierto otra vez. Habían llenado sus odres de agua allá en el canal, pero sabía que tendría que hacer durar el agua tanto tiempo como fuera posible; y lo más probable era que no fuera el suficiente. Cuando amaneció ya habían llegado a una loma y se detuvieron para descansar entre las rocas.
En cuanto el sol salió, la joven miró al otro lado de la elevación y descubrió, a lo lejos, una inmensa extensión de tierra blanca que resplandecía bajo el sol de la mañana.
– La Gran Llanura de Marfil -anunció Sorak.
Mucho más lejos, Ryana consiguió distinguir el perfil de las Montañas Mekillot, su siguiente destino.
– Bueno -repuso con aire resignado-, siempre quise marchar en largo peregrinaje. -Suspiró-. Aunque esto no es exactamente lo que yo pensaba.
No obtuvo respuesta por parte de Sorak. Se volvió y lo encontró tumbado en el suelo bajo la sombra de las rocas, profundamente dormido. Esta vez, el Vagabundo no hizo su aparición, ni tampoco ninguno de los otros; el agotamiento del cuerpo que compartían los había alcanzado finalmente a todos.
– Duerme bien, Nómada -dijo, tumbándose cuan larga era a su lado-. Los dos nos hemos ganado nuestro descanso.
Cerró los ojos y pensó en los bosques de las Montañas Resonantes, en el caudaloso río y en el inmenso dosel formado por los árboles, que ahora le parecía como si perteneciera a otra vida. Por un instante se preguntó cómo habría sido la vida si hubiera decidido no seguir a Sorak y permanecido en el templo villichi. Habría sido, se dijo, una vida agradable, tranquila y serena… y por completo previsible. No se arrepentía de nada. Y, mientras se sumía en un profundo sueño, sonrió.