Epílogo

Los fatigados viajeros parecían totalmente exhaustos allí dormidos uno junto al otro sobre la resguardada repisa rocosa que daba a la llanura. Dormían a la sombra, protegidos por el saliente de piedra mientras el oscuro sol se alzaba sobre ellos, reverberando en una miríada de destellos sobre la inmensa extensión de sal y cristal de cuarcita que era la Gran Llanura de Marfil. Les esperaba un largo y duro viaje cuando despertaran, y, cuando llegaran a la Montañas Mekillot, tendrían que enfrentarse a desafíos aún mayores. Con un suspiro, la figura vestida de blanco pasó una mano larga y huesuda sobre la superficie del cristal mágico, y ésta se nubló. Los rostros de los cansados viajeros se desvanecieron como si desaparecieran en una neblina. La enorme y perfecta esfera se tornó tan negra como el terciopelo negro sobre el que descansaba su soporte de plata.

– Dejemos que descansen un rato, Kinjara -dijo el Sabio, dando la espalda a la bola-. Ya los observaremos en otra ocasión.

El singular kirre a rayas blancas y negras emitió un sordo gruñido que fue elevando su tono; luego alzó la enorme cabeza y los dos cuernos parecidos a los de un carnero, y agitó la larga cola de púas.

– ¿Qué sucede, Kinjara? ¿Tienes hambre?

El kirre respondió con un gruñido.

– Bueno, pues no me mires a mí. Ya sabes dónde está la puerta. Si tienes hambre, caza. Así son las cosas.

El kirre emitió un lastimero gruñido.

– No me vengas con éstas. Sí, claro que sigo siendo tu amigo. Pero eres una criatura salvaje y, sólo porque te facilite cobijo y amistad, no debes esperar que empiece también a alimentarte. Eso no haría más que convertirte en una criatura consentida.

El animal volvió a gruñir y puso al descubierto los enormes dientes, irritado mientras se alzaba del suelo sobre sus ocho musculosas patas y se encaminaba con ágil elegancia a la puerta.

– Eso es un gatito bueno -dijo el Sabio-. Y recuerda nuestro acuerdo: no mates ningún pájaro.

El kirre respondió con un gruñido.

– No, lo siento. Ningún ave y eso es definitivo. No pienso permitir que me mires con ojos hambrientos cuando mis alas empiecen a brotar. Ya sé cómo sois los de tu clase.

Grrrrr.

– Y tú también. Vete ahora, busca.

Otra figura cubierta con una túnica y encapuchada se acercó desde el otro extremo de la habitación. A primera vista, se la podría haber tomado por humana, excepto que era muy grande, con más de metro ochenta de altura, y sumamente ancha en los hombros y parte superior del torso. Existían también otras peculiaridades en sus proporciones: los brazos parecían extraordinariamente largos, y las manos mostraban tan sólo cuatro dedos parecidos a garras, terminados en afiladas uñas; también los pies, enormes y parecidos a los de un ave, recordaban más a zarpas que a pies; y por debajo de la túnica asomaba una cola reptiliana. A medida que la figura se acercaba a la luz, el rostro oculto por la capucha empezó a hacerse visible. No era ni remotamente humano. El pico abierto mostraba hileras de pequeños dientes muy afilados, y los ojos amarillentos de saurio estaban recubiertos de membranas nictitantes. La extraña criatura emitió una serie de graves sonidos chasqueantes.

– Sí, han conseguido los Sellos -respondió el Sabio, volviéndose hacia el pterra-. ¿Lo ves, Takko? Estabas equivocado. Sobrevivieron a las Planicies Pedregosas, como ya sabía que sucedería.

El pterra volvió a hablar en su peculiar lenguaje mezcla de chasquidos y gorjeos.

– Sí, los he enviado a ver al Silencioso, cuya ayuda necesitarán en la siguiente fase de su viaje.

El pterra volvió a gorjear.

– No, el Silencioso no está loco. Un poco peculiar, es posible que sí lo sea; excéntrico, desde luego, ¿pero loco? No, no lo creo.

La criatura lanzó un sonido chasqueante.

– ¿Qué quieres decir con si estoy seguro? ¿Cómo puede nadie estar seguro de nada en este mundo?

Clic-clic, clic-clic-prrri, clic-clic-prrri.

– ¡No estoy utilizando ambigüedades! Simplemente la vida está llena de incertidumbres, eso es todo. Ni siquiera yo puedo saberlo todo. Con seguridad, quiero decir.

El pterra volvió a hablar.

– ¿El dolor? El dolor no es tan fuerte hoy, gracias por preguntar. Es sólo un dolorcillo sordo por todo el cuerpo. Apenas lo noto. Empeorará con la siguiente fase de la transformación, pero aún no estoy del todo preparado para eso. Nuestros amigos tendrán que suministrar unos cuantos ingredientes necesarios, primero.

El pterra chasqueó en tono interrogativo.

– Sí, lo siguiente que tendrán que hacer es obtener el Peto de Argentum.

La criatura volvió a lanzar un chasquido.

– Sí, en Bodach.

El pterra emitió una nueva serie de sonidos agudos.

– Ya sé que hay no muertos en Bodach. ¿Qué quieres que le haga? Yo no los puse ahí.

El pterra sacudió la enorme cabeza y chasqueó unas cuantas veces más.

– ¿Que nunca lo conseguirán? Eso es lo que dijiste cuando cruzaron las Planicies Pedregosas, según recuerdo, y sin embargo consiguieron sobrevivir a eso.

El otro le devolvió una breve respuesta.

– ¡Oh! Así que tuvieron suerte, ¿verdad? Bueno, a lo mejor así fue. Pero yo creo que la habilidad, la paciencia, la dedicación y la perseverancia pueden haber tenido algo que ver; ¿tú no?

El pterra se encogió de hombros y gorjeó una respuesta.

– Tú siempre encuentras el lado negativo de todas las cosas, ¿verdad? -repuso el Sabio-. Bueno, pues creo que estás equivocado.

La criatura volvió a hablar.

– ¿Que si me importaría apostar algo? ¡Vaya descaro el tuyo, insolente gorrión prehistórico y gigantón! ¡Una apuesta! ¡Apostar conmigo! ¡Qué arrogancia inaguantable! ¿Qué clase de apuesta?

El pterra le devolvió una rápida respuesta.

– Hummm, comprendo. Interesante. ¿Y si resulta que pierdes?

El pterra lanzó un estridente graznido y volvió a chasquear.

– ¿Que diga cuáles son mis triunfos? ¡Madre mía, madre mía! Cuánta seguridad en alguien que no puede ni comer sin dejar caer en el suelo la mitad de su comida. Muy bien, entonces. Diré cuáles son mis cartas; pero lo haré cuando pierdas.

El pterra echó hacia atrás la enorme cabeza y lanzó un grito prolongado y ululante.

– Ríe todo lo que quieras, amigo mío -replicó el Sabio-. Ya veremos quién acabará por tener que tragarse sus carcajadas.

Sin dejar de graznar con fuerza, el pterra abandonó el aposento.

El Sabio dejó escapar un gruñido de irritación; luego se acercó a la ventana moviéndose despacio, un hombre víctima del dolor. Miró al exterior por encima del terreno en dirección al sol que se alzaba en el cielo.

– Vuestro sendero no es menos espinoso que el mío, hijos míos -dijo, mientras observaba por la ventana-. Haré todo lo que pueda para aliviar vuestras penalidades. Pero el resto, me temo, está en vuestras manos. Dependen más cosas de vosotros de lo que os podéis imaginar. Nuestros destinos están unidos ahora. Si fracasáis, yo fracaso. Y, si yo fracaso, todo se habrá perdido para este mundo nuestro sumido en la ignorancia.

Alejándose de la ventana, cojeó hasta su sillón y se acomodó en él muy despacio. Por el momento, el dolor de la transformación había amainado, pero pronto regresaría. Contempló en el espejo cómo su aspecto humano se iba desvaneciendo, algo a lo que ya casi se había acostumbrado. Mientras examinaba su reflejo, ya no pudo descubrir ningún rastro del joven que había decidido recorrer el mundo para elaborar una crónica de las tierras y costumbres de Athas. Ahora era Sorak quien debía seguir sus pasos e ir más allá, a donde él no se había atrevido a ir. Deseaba fervientemente que el elfling y la sacerdotisa lo consiguieran. Por ahora, todo lo que él podía hacer era esperar. Se recostó en su asiento y cerró los ojos mientras los rayos del sol lo calentaban a través de la abierta ventana.

Al poco rato, el Nómada dormía.


***

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