3

Con Sorak de centinela, el resto de la noche transcurrió sin incidentes, y Ryana despertó poco después del amanecer, sintiéndose más descansada pero aún agotada y dolorida. Cuando abrió los ojos y se sentó en el suelo, descubrió que el cuerpo del thrax había desaparecido y, por un momento, le pasó por la cabeza la terrible idea de que una de las personalidades más carnívoras del muchacho se lo había comido.

– Anoche lo arrastré hasta esos matorrales enanos de ahí -dijo el joven como si hubiera leído sus pensamientos-. No creí que te resultase una visión muy agradable encontrarte con eso nada más abrir los ojos. Los escarabajos carroñeros ya se habían puesto manos a la obra.

La muchacha suspiró para sí aliviada.

– Chillaste esta noche mientras dormías -comentó él.

– Soñé con el thrax -asintió ella, reprimiendo un escalofrío-. No fue un sueño muy agradable.

– Es comprensible, teniendo en cuenta las circunstancias -repuso Sorak-. No obstante, ¿cuántas personas pueden jactarse de haber vencido a un thrax sin ayuda? Te defendiste muy bien, hermanita. Tamura estaría orgullosa de ti.

La muchacha pensó en su instructora en el uso de las armas allá en el convento y se alegró de que Tamura hubiera sido una supervisora tan implacable. Ryana la había maldecido en más de una ocasión, pero ahora la bendecía. De no haber sido por la preparación recibida de Tamura, habría sido su cadáver el que estaría tendido entre los matorrales.

– Aún nos queda un largo trecho -anunció Sorak, recogiendo sus cosas.

Tenía un aspecto extraordinariamente descansado, y Ryana le envidió no sólo sus asombrosos poderes elfling de resistencia, sino también su capacidad para replegarse y dormir mientras una de sus otras personalidades tomaba el control de su cuerpo. No deseaba cambiarse por él, pero se veía forzada a admitir que ser como era le proporcionaba ciertas extraordinarias ventajas.

– ¿Cuánto crees que hemos recorrido? -le preguntó.

– Yo calcularía que algo más que la mitad del camino hasta el arroyo -respondió-. El thrax no se habría alejado demasiado del sendero. Les gusta permanecer cerca de las rutas de las caravanas y estar al acecho por si aparecen rezagados vulnerables. Creo que llegaremos al camino antes del mediodía. El viaje debería resultar más fácil después de eso.

– Bien, eso me parece estupendo -dijo ella, recogiendo también sus pertenencias.

– Recogí tus cuchillos anoche, tal como me pediste -indicó Sorak con una sonrisa, recordando su brusca orden de que fuera a recogérselos. Le entregó las armas.

– Gracias.

– Tuve que buscar un poco para encontrar éste -explicó, al devolverle uno de los estiletes-. Me sorprendió lo lejos que había llegado. Tienes un brazo muy potente.

– El miedo da fuerzas -respondió ella con ironía.

– ¿Estabas asustada?

– Sí; y mucho.

– Pero no permitiste que el miedo te paralizara -observó él-. Eso es bueno. Has sido una buena alumna. Pocas cosas pueden resultar más aterradoras que un thrax.

– Bueno, pues sean las que sean esas pocas cosas, puedo pasar muy bien sin encontrármelas.

Se echaron las mochilas a la espalda y se encaminaron hacia el este, en dirección al sol naciente, avanzando a un paso regular pero cómodo. Ryana estaba en excelentes condiciones físicas, pero aún le dolían las piernas por la caminata del día anterior. El combate con el thrax también la había agotado, y sentía los efectos no sólo del esfuerzo de la noche anterior, sino también de la tensión nerviosa padecida. Se dio cuenta de que Sorak reducía el paso un poco, para evitar que tuviera que esforzarse para mantener el ritmo. «Hago que se retrase», se dijo. El elfling habría podido muy bien ganar el doble de tiempo de haber corrido. Pero sabía que, si lo hacía, ella no conseguiría mantenerse a su altura.

– Siento no poder andar más deprisa -se disculpó la joven, sintiéndose terriblemente inútil.

– No hay prisa -replicó Sorak-. Nadie nos persigue. Tenemos todo el tiempo del mundo para llegar a Nibenay. Respecto a eso, ni siquiera sabemos qué hemos de hacer cuando lleguemos ahí.

– Intentar establecer contacto con la Alianza del Velo -dijo ella-. Eso parece lo más lógico.

– Quizá, pero no será fácil -repuso él-. A los forasteros siempre se los mira con suspicacia en las ciudades. Recuerdo cómo fue en Tyr. Ninguno de los dos hemos estado nunca en Nibenay, y, al contrario de Tyr, Nibenay sigue gobernada por un profanador. Los templarios del Rey Espectro controlarán todo el poder de la ciudad, y tendrán innumerables informadores. Tendremos que ser muy prudentes en nuestras averiguaciones.

– Conocemos los signos necesarios para establecer contacto con la Alianza del Velo -indicó Ryana.

– Sí, pero sin duda los templarios también los conocen. Me temo que eso no será suficiente. Mucho antes de que demos con la Alianza en Nibenay, ellos darán con nosotros, lo que significa que también los templarios estarán enterados de nuestra presencia. En una ciudad gobernada por un profanador, la Alianza del Velo querrá formarse una opinión de nosotros antes de intentar establecer contacto. De algún modo tendremos que dar prueba de nuestras aptitudes.

– En ese caso tendremos sencillamente que evaluar nuestras oportunidades a medida que vayan apareciendo -replicó ella-. Hacer cualquier otra clase de planes en este punto no serviría de gran cosa. Recuerda que aún tenemos que llegar allí de una pieza.

– Tras ver cómo te ocupaste de ese thrax, no me siento demasiado preocupado a ese respecto -repuso él con una sonrisa.

– Yo me preocuparía aún menos si no nos quedara tanto por andar -dijo Ryana en tono seco.

– ¿Preferirías ir montada? -inquirió el joven.

Ella lo miró sorprendida. Se mostraba siempre tan serio, que resultaba inusitado en él que le tomara el pelo.

– No has estado prestando mucha atención -explicó Sorak, y señaló el suelo frente a ellos-. Había pensado que serías más observadora.

La muchacha bajó la mirada hacia el lugar indicado.

– ¡Un rastro de kank!

– Llevamos siguiéndolo desde hace una hora -dijo Sorak-. En alguna parte delante de nosotros hay un pequeño rebaño de kanks. Este rastro es reciente. Deberíamos divisarlos dentro de poco.

– ¿Cuántos crees que hay?

– A juzgar por los rastros, yo diría que al menos una docena o más.

– No hemos visto señales de ningún campamento de pastores -observó ella.

– No, lo que significa que estos kanks son salvajes. Se han mantenido bastante juntos mientras avanzaban, de modo que no se trata de un grupo en busca de forraje. Se han separado de un rebaño mayor para crear una colmena y buscan un lugar donde construirla.

– Eso significa que tienen una reina en condiciones de reproducirse -señaló Ryana.

– Sí, una reina joven, diría yo, porque el rebaño es aún bastante pequeño.

– Entonces los soldados serán bastante agresivos. -Lo miró dubitativa-. ¿Crees que podrás manejarlos?

– Yo no podría, pero Chillido tal vez sí.

– ¿Tal vez? -preguntó inquieta.

– Chillido no se ha enfrentado nunca a kanks salvajes -explicó él, encogiéndose de hombros-, sólo a los domesticados que crían los pastores.

– Y nunca se ha enfrentado a kanks soldados salvajes defendiendo a una joven reina que va a criar -añadió Ryana-. ¿Crees que será capaz de hacerlo?

– Sólo existe un modo de saberlo. Los kanks no se mueven muy deprisa.

– Tampoco yo, comparada contigo.

– ¿Prefieres andar, entonces?

La muchacha aspiró profundamente y soltó el aire con fuerza.

– Las sacerdotisas villichis siempre andan cuando salen de peregrinaje. Pero, bien mirado, yo ya no soy una sacerdotisa. Sería agradable cabalgar hasta Nibenay.

– Bien, en ese caso tendremos que averiguar qué puede hacer Chillido -decidió Sorak.

Al poco rato, coronaron una pequeña elevación y avistaron los kanks; aunque los oyeron antes de verlos, pues sus enormes mandíbulas producían sonidos parecidos al entrechocar de bastones. Habría unas trece o catorce criaturas, esparcidas a lo largo de una zona pequeña, y sus relucientes dermatoesqueletos quitinosos de color negro centelleaban oscuramente bajo la luz del sol. Por lo general, los kanks eran insectos dóciles, lo que, dado su gran tamaño, era una suerte. Los adultos llegaban a alcanzar dos metros y medio de longitud y una altura de hasta metro veinte, con un peso que oscilaba entre los ciento doce y los ciento cincuenta kilos. Sus cuerpos segmentados constaban de una enorme cabeza triangular, un tórax ovalado y un bulboso abdomen redondeado, todo lo cual estaba recubierto de un resistente dermatoesqueleto quitinoso. Sus seis patas de múltiples articulaciones surgían del tórax, y cada pata terminaba en una poderosa zarpa, que permitía al kank sujetarse a superficies o presas irregulares.

Los kanks eran criaturas omnívoras, pero no solían atacar a las personas. Se alimentaban de forraje, o subsistían a base de pequeños mamíferos y reptiles del desierto. La excepción se producía cuando se ponían en marcha para establecer una nueva colmena y los acompañaba una reina fértil. En una colonia establecida, la reina permanecía en el interior de la colmena, atendida por los kanks productores de comida, que siempre permanecían dentro de la colmena o cerca de ella, y por los soldados, cuya misión era dar protección a los productores de comida y a la reina. Una joven reina fértil acostumbraba tener el mismo tamaño que los soldados, que eran más pequeños que los productores de comida y poseían pinzas mayores. Pero, una vez creada la colmena, la reina se instalaba de forma permanente en su nido en la gran cámara central de la colmena, donde era alimentada a todas horas hasta que alcanzaba la madurez y un tamaño tres veces mayor al original. Era entonces cuando empezaba a poner huevos, en grupos de veinte a cincuenta, y continuaba poniéndolos de forma cíclica hasta el día de su muerte, como una simple máquina reproductora.

Los productores de comida alimentaban las crías con una miel verde que ellos mismos producían. Los glóbulos de miel, del tamaño de un melón, estaban recubiertos por una gruesa membrana y crecían en la parte exterior de sus abdómenes. La miel de kank era muy dulce y alimenticia, y se la consideraba una importante fuente de alimento en las ciudades y poblados de Athas, lo que era uno de los motivos por los que los pastores criaban kanks en los altiplanos. Los animales criados así también podían adiestrarse como bestias de carga, y se llegaba a pagar un alto precio por ellos en los mercados de las ciudades. Los pastores también vendían sus dermatoesqueletos para ser utilizados en la confección de armaduras baratas; la armadura de kank era funcional, pero demasiado quebradiza para soportar muchos daños, y había que reemplazarla con frecuencia. Por todas estas razones, los kanks se habían convertido en una parte vital de la economía de Athas.

Por otra parte, los kanks salvajes, aunque dóciles en su mayoría, podían resultar peligrosos cuando emigraban para fundar una nueva colmena. Con su joven reina expuesta y vulnerable, los kanks soldados se tornaban muy agresivos y atacaban cualquier cosa que osara acercarse al rebaño. Estas criaturas tenían muchos enemigos naturales, como dragones, erdlus, pterraxes, thrikreens y antloids, que se abatían sobre sus colmenas en voraces enjambres. Como consecuencia, los kanks soldados atacaban siempre juntos, en tanto que los productores de comida se amontonaban alrededor de su reina para protegerla con sus cuerpos. Si un grupo de humanos se tropezaba por casualidad con un rebaño de kanks migratorios, también ellos serían atacados, y las poderosas pinzas de los soldados no tan sólo podían desgarrar la carne y partir en dos una extremidad, sino que inyectaban además un veneno paralizante.

Aunque estos insectos no cazaban humanoides ni humanos, cualquiera que hubiera sido mordido por un soldado kank sería considerado como carroña y arrastrado hasta el núcleo principal del rebaño para ser utilizado como alimento. Los kanks no se movían muy deprisa, y comían de forma pausada, por lo que verse paralizado y devorado vivo por esos seres era un proceso que podía tardar horas, en especial si el rebaño era pequeño. Ryana lo consideró una perspectiva a todas luces desagradable.

Los kanks veían muy mal y carecían de olfato, pero eran terriblemente sensibles al movimiento y a las vibraciones en el suelo, y podían detectar una débil pisada en la arena del desierto a cientos de metros de distancia. Los halflings, que eran capaces de recorrer el desierto sin producir el menor sonido, conseguían llegar a pocos metros de un kank sin ser detectados, pero Ryana sabía que ni siquiera con su preparación villichi podría pisar con tanta suavidad. Estos kanks habían detectado su presencia cuando se encontraban a poco menos de doscientos metros de distancia, y los soldados se mostraron inmediatamente muy excitados.

– Quizá será mejor que esperes aquí -aconsejó Sorak, haciéndole un gesto para que permaneciera donde estaba.

– ¿Y dejar que te enfrentes a ellos solo? -protestó la joven, aunque en ese momento no sentía demasiadas ganas de acercarse más.

– No seré yo quien se enfrente a ellos, sino Chillido -replicó él-. Y, si Chillido resulta incapaz de ocuparse de ellos, recuerda que puedo correr más rápido que tú.

– Eso no lo discutiré -repuso ella-. Pero, si se acercan lo suficiente, tal vez no quede tiempo para huir.

– Motivo por el que pienso permanecer bien alejado de ellos hasta que descubramos si responden a Chillido. La tribu es fuerte, pero su orgullo no le impedirá huir si es necesario. Si nos separásemos, rodéalos manteniéndote bien alejada de ellos y dirígete al este. El Vagabundo seguirá tu rastro.

Dicho esto, se encaminó hacia ellos con zancadas regulares, mientras la capa ondeaba a su espalda a impulsos del viento del desierto.

– ¡Buena suerte! -lo despidió ella-. ¡Ten cuidado!

Al ver que se aproximaba, los kanks actuaron como un ejército enemigo: los soldados se adelantaron en masa para interponerse entre Sorak y los productores de comida, apiñados alrededor de su reina. Las criaturas empezaron a chasquear las mandíbulas entre sí con rapidez en señal de advertencia, con un sonido que recordaba el de un niño arrastrando un palo sobre una verja, sólo que mucho más potente.

Sorak aminoró el paso a medida que se acercaba. Ryana observó cómo la postura de su cuerpo variaba sutilmente y comprendió que Chillido había hecho su aparición. Lo había visto suceder otras veces y por lo tanto reconoció las señales, aunque la mayoría de la gente no habría notado ninguna diferencia en el elfling; sus movimientos variaron levemente, y su porte también cambió, aunque no de un modo espectacular. Sin embargo, para el ojo experto, Sorak había empezado a moverse de un modo más animal. Sus andares se tornaron más gráciles, la pisada más ligera, todo su cuerpo adoptó una actitud sinuosa. Al principio había algo felino en sus movimientos, pero súbitamente esa actitud sufrió un cambio, esta vez de un modo más evidente.

A medida que Chillido se aproximaba a los kanks soldados, sus movimientos se volvieron espasmódicos y exagerados; se encorvó al frente y dobló los brazos, con los codos hacia afuera y las palmas planas mirando al suelo. Empezó a mover los brazos arriba y abajo en aquella curiosa postura angular, mientras Ryana lo observaba, completamente desorientada sobre lo que estaba haciendo. Parecía como si efectuara una especie de extraña danza ritual, casi como si quisiera imitar la forma en que se movía una araña, u otra cosa… Y entonces comprendió: Chillido exhibía el comportamiento de un kank. Oyó unos curiosos sonidos que surgían de su garganta, y comprendió que imitaba los sonidos producidos por las mandíbulas de una de tales criaturas, tan fielmente como su anatomía elfling se lo permitía.

Los kanks soldados, que habían estado avanzando hacia él veloces, se detuvieron de improviso, vacilantes. Chillido también se detuvo. Ryana vio cómo las enormes cabezas de las criaturas giraban de acá para allá desconcertadas, y contuvo la respiración, observando con intensa fascinación.

Los kanks tenían ante sí algo que a todas luces no era uno de ellos, y sin embargo sus movimientos eran totalmente los de un kank. Los sonidos que surgían de su garganta no eran idénticos a los que ellos emitían, pero su pauta era parecida y, en lugar de ser una veloz señal desafiante, se trataba de una tranquila indicación de reconocimiento.

Ryana vio cómo varios de los kanks soldados avanzaban otra vez, y luego se detenían y retrocedían un poco. Chillido permaneció clavado en su puesto. La joven contempló cómo movía las piernas arriba y abajo, arriba y abajo una y otra vez de un modo estrafalario y espasmódico, como si realizara una especie de zapateado en el que los brazos estaban sincronizados con el movimiento de las piernas. No tenía la más mínima idea de lo que su amigo hacía, pero resultaba fascinante. Luego, en tanto que ella observaba atónita, varias de las criaturas empezaron a realizar movimientos parecidos, moviendo las patas multiarticuladas arriba y abajo una y otra vez, como si corrieran sin moverse del lugar. Parecía que imitaran a Chillido.

Uno de ellos realizó una serie de curiosos zapateados, y luego se detuvo.

Enseguida, Chillido dio una serie de golpes en el suelo con los pies y se detuvo. Acto seguido varios de los otros kanks hicieron lo mismo, y Chillido volvió a repetir los movimientos, turnándose unos y otros en aquella curiosa danza.

Mientras observaba, absorta por completo en la grotesca pantomima, Ryana comprendió de repente qué era lo que hacían: se estaban comunicando mediante las vibraciones producidas por los golpes de sus patas en el suelo. Había visto kanks criados en cautividad, encerrados en corrales, que hacían gestos parecidos en los mercados de animales de Tyr, y en su momento sólo había pensado que las criaturas estaban inquietas por culpa de su encierro en lugares tan pequeños, pero ahora comprendía que era la forma en que hablaban entre ellas. Chillido y los kanks soldados estaban conversando.

Mientras seguía con su vigilancia, la actitud agresiva de los soldados cambió de forma notable. Los veloces sonidos en forma de traqueteos y chasquidos se apagaron y varios de ellos dieron media vuelta y regresaron junto a los productores de comida y la reina. Los que se quedaron se dieron la vuelta de modo que ya no miraban a Chillido y empezaron su zapateado. «Lo están discutiendo entre ellos», se dijo Ryana, maravillada.

Estaba segura de que ningún otro humano había contemplado nunca antes una conversación entre un hombre y un animal como aquélla. Los tratantes con poderes paranormales podían controlar a los kanks, y se podía entrenar a los kanks criados en cautividad para que respondieran a los bastones de manejo, pero nadie había hablado jamás con uno de ellos.

Al cabo de un rato, varios de los soldados que habían vuelto junto a la reina regresaron, trayendo con ellos a uno de los kanks productores de comida. Ryana lo reconoció desde lejos porque era algo mayor que los soldados, con un abdomen mayor y más redondo. Tuvo lugar otra sesión de pantomima zapateada, y luego Chillido dio la vuelta y empezó a andar hacia ella. El productor de comida lo siguió como una mascota siguiendo a su amo, en tanto que los otros animales regresaban junto a su reina. Ryana no había visto nunca algo semejante. Con anterioridad ya había contemplado cómo Chillido se comunicaba con animales, pero nunca con algo parecido a un kank. A medida que se acercaba a ella, la entidad se fue irguiendo, y su paso se alteró un poco. Fue Sorak quien llegó junto a ella, sonriente, con el productor de comida pegado a sus talones.

– Os aguarda vuestra montura, mi señora -anunció con una cómica reverencia.

– Si no lo hubiera visto, no lo habría creído -dijo ella, sacudiendo la cabeza con asombro-. ¿Qué les… dijo Chillido?

– Ah, en cuanto a eso, les explicó más o menos que lo acompañaba una joven reina fértil y que no tenía ningún productor de comida que lo ayudara a cuidar de ella. Los kanks no se comunican exactamente como nosotros, pero, en esencia, eso fue lo que se dijo.

– ¿Y ellos se limitaron a entregarte uno de sus productores? -Ryana no podía creerlo.

– Bueno, «dar» no sería exactamente la palabra apropiada -repuso él-. A los kanks soldados los motiva el instinto de proteger a una reina fértil; y lo mismo sucede con los productores de comida. Reconocieron en Chillido a otro kank soldado, aunque uno bastante peculiar, desde luego, y, si bien sus respuestas primarias iban encaminadas a proteger a su propia reina, la idea de otra reina con un único soldado para protegerla y cuidar de ella les pareció del todo incorrecta. En una colonia con dos reinas fértiles, los soldados y los productores de comida se dividen para asegurarse de que ambas soberanas reciben la protección y cuidados necesarios, y, cuando la reina más joven empieza a madurar, la colonia se divide, como sucedió con ésta, y algunos de ellos parten con la reina más joven para construir otra colmena. La situación que les planteó Chillido activó esa respuesta instintiva. Al mismo tiempo, no obstante, y debido a que este rebaño era bastante pequeño, todos los soldados se sentían muy motivados a permanecer con su propia reina, por lo que se llegó a un compromiso. La segunda reina, es decir tú, poseía ya un soldado, es decir Chillido, pero no productor de comida, de modo que este productor se vino con nosotros para ayudarnos a empezar nuestra colmena.

Ella se limitó a mirarlo fijamente; luego desvió los ojos hacia el kank, que esperaba paciente detrás de él, antes de volver a fijarlos en el joven.

– Pero yo no soy una reina fértil -protestó-. Y tú no eres un kank soldado.

– Éste cree que lo somos -respondió él con un encogimiento de hombros.

La muchacha se humedeció los labios, nerviosa, mientras volvía a clavar los ojos en el animal.

– Pero yo no puedo imitar a un kank, como lo hace Chillido -replicó-. Este animal sin duda puede ver la diferencia.

– La verdad es que no puede ver gran cosa en general -dijo Sorak-. Los kanks ven muy mal, en especial los productores de comida. En cualquier caso, tampoco importa. Este kank nos ha aceptado como congéneres. El vínculo por el que se rigen ya se ha creado, y los kanks no se cuestionan estas cosas. No son muy inteligentes.

– Entonces, ¿no me hará daño? -preguntó ella, dudando todavía.

– Ni se le ocurriría hacerte daño. Cree que eres una reina. Si este productor de comida hiciera otra cosa que cuidar de ti, iría en contra de todos los años de evolución kank.

– ¿A qué te refieres con «cuidar de mí»?

– A facilitarte alimento -repuso Sorak, indicando los membranosos globos en forma de vejiga que recubrían el abdomen del animal-. Puedes cabalgar hasta Nibenay y hartarte de beber miel de kank. -Se llevó las puntas de los dedos a la frente e inclinó la cabeza en un saludo-. Es lo mínimo que podía hacer por tan valerosa exterminadora de thraxes.

Ryana sonrió. Pero siguió contemplando al kank con cierto recelo.

– Las reinas no cabalgan sobre los productores -dijo-. ¿Dejará éste que lo monte?

– Los humildes productores de comida no hacen preguntas a sus reinas; se limitan a servirles -respondió Sorak-. Aparte de lo cual, mientras veníamos hacia aquí, Chillido estableció un vínculo paranormal con este kank. Habría sido peligroso intentarlo con todos ellos, en especial con los soldados en ese estado de nerviosismo, pero controlar a éste no supondrá ninguna dificultad ahora. Será tan dócil como uno criado por un pastor, pero estará más unido a nosotros.

Se acercó al animal y le dio varias palmadas sobre el quitinoso tórax. La criatura se agachó sobre el suelo, y Sorak tendió su mano a Ryana. Ésta echó una indecisa ojeada a las mandíbulas del animal, más pequeñas que las de un soldado pero de aspecto no menos intimidatorio; luego colocó el pie en una de las estrías de la armadura del ser, se alzó, y le pasó la pierna por encima del tórax. Sorak montó detrás de ella. El caparazón redondeado del kank resultaba una percha firme, lisa y ligeramente resbaladiza; pero, una vez que se hubo relajado y que hubo acomodado su peso entre las redondeadas estrías del lomo, Ryana descubrió que el paseo resultaba bastante cómodo. Y desde luego era mucho mejor que andar. El kank se alzó sobre sus patas, giró y empezó a avanzar, dirigiéndose directamente hacia el este en una ruta diagonal que lo alejaba de su antiguo rebaño.

Los andares de sus seis patas resultaban extraordinariamente uniformes, con tan sólo un leve movimiento ondulante, y Ryana no tuvo problemas para acostumbrarse. Esto sí era viajar por el desierto con toda comodidad, y cabalgar sobre el kank tenía la ventaja añadida de reducir algunos de los peligros a que podrían haberse enfrentado. Ahora se encontraban del todo fuera del alcance de serpientes a las que podrían haber pisado sin darse cuenta, y los gusanos engullidores ya no representarían un riesgo. No había muchos de esos gusanos que fueran tan grandes como para engullir a un kank entero, y, de todos modos, tampoco comían kanks. Las gigantescas hormigas acorazadas del desierto no eran comestibles para los gusanos engullidores. La sensibilidad de los kanks hacia las vibraciones del suelo eliminaba también de forma total cualquier peligro potencial por parte de los acechadores de las dunas u otras criaturas que acechaban justo bajo la superficie de la arena suelta, aunque esta zona de los altiplanos era en su mayor parte duro terreno desértico cubierto de maleza. De todos modos, el kank detectaría la proximidad de un peligro mucho antes de que pudieran hacerlo ellos.

Mientras continuaban con su gradual descenso por el terreno suavemente ondulado, empezaron a tener lugar cambios sutiles en el territorio. La vegetación a base de matorrales fue tornándose más escasa, y empezaron a verse más zonas de terreno abrasadas por el sol. Los aislados grupos de árboles de pagafa se volvieron, también, menos frecuentes y a la vez más achaparrados y retorcidos que los que habían visto antes. El terreno se tornó más llano, y el panorama que se extendía ante ellos resultaba tan despejado que hacía que Ryana se sintiera muy aislada y expuesta. Se encontraban ahora en el corazón de los altiplanos, y las Montañas Resonantes, que se alzaban en la distancia a su espalda, parecían muy lejanas.

La joven sentía una inquietante aprensión a medida que avanzaban. Durante kilómetros, hasta donde alcanzaba su vista, no se veía ni una sola señal, y, con la ciudad de Tyr muy lejos detrás de ellos en el valle, no se veían indicios de civilización. Eso, en sí mismo, no preocupaba a Ryana tanto como lo despejado del inmenso terreno. Al haberse criado en las Montañas Resonantes, nunca había estado rodeada de civilización. Sin embargo existía el convento, y eso era su hogar, y los altos y espesos bosques de las montañas ofrecían una tranquilizadora intimidad. Aquí, en este terreno, se sentía de improviso como si fuera a la deriva por un enorme mar seco. Nada de lo que había conocido la había preparado para la irritante experiencia de ver hasta tan lejos… y no divisar nada mirara donde mirara.

A su alrededor, los altiplanos se extendían hasta el infinito, una vista panorámica interrumpida únicamente a lo lejos en dirección este por una desigual línea tenue, apenas perceptible, de tonalidad grisácea. Contemplaba todo lo que se podía ver de las Montañas Barrera, que se encontraban en el otro extremo de los altiplanos y más allá de las cuales estaba su punto de destino, Nibenay. «Todo ese trecho -pensaba con una clara sensación de inquietud-, todavía hemos de recorrer todo ese trecho…»

Pero el desierto no estaba vacío. Muy al contrario. Cuando se cansó de contemplar la inmensa planicie que tenía al frente, empezó a prestar atención al terreno más próximo, observando más de cerca el desierto situado a sus pies. Era un territorio áspero, inhóspito, pero rebosaba vida, vida que no descubrió hasta que se concentró en ella.

Que aquí pudiera crecer algo parecía un milagro, pero los años habían desarrollado vida vegetal capaz de crecer en el desierto. Aún no era verano, pero se aproximaba la corta y violenta estación de las lluvias, y, anticipándose a ella, las flores silvestres del desierto ya habían empezado a florecer para poder depositar sus semillas durante el breve tiempo que habría humedad en la superficie. Las flores eran, en su mayoría, diminutas e invisibles a cierta distancia, pero de cerca ponían toques de color minúsculos pero aun así espectaculares. La enredadera uña, dispersa y trepadora, resplandecía con un vivo azul celeste, y las silvestres lunas del desierto desarrollaban capullos amarillos en forma de globo que casi parecían refulgir. El achaparrado matorral de falso agafari, que apenas crecía hasta la altura de la rodilla, florecía con pequeños racimos de finas y ligeras flores rosas que parecían tan delicadas como cristales de hielo, y en algunas variedades las flores eran de un vivo carmesí. El zarzal nómada, un pequeño matorral que no alcanzaba más allá del medio metro de altura, proyectaba largas enredaderas hirsutas que recogían la humedad del aire de la mañana y crecían sobre la superficie hasta encontrar un asidero en suelo más suelto. Entonces echaban raíces, y se formaban nuevas plantas en tanto que la planta originaria moría. Ahora que se acercaba la primavera, el zarzal nómada florecía con los cardos en forma de matorral de deslumbrante color naranja a los que debía su nombre.

De lejos, el desierto parecía llano y monótono, un inmenso lugar vacío y desolado. Sin embargo, contemplado con más atención, poseía una impresionante belleza. La resistente y dispersa vegetación que aquí crecía, almacenando humedad para aguantar durante largos períodos de tiempo en sus ampliamente ramificadas raíces y carnosos cuerpos, sustentaba a toda una variedad de pequeños insectos y roedores del desierto, quienes por su parte alimentaban reptiles y mamíferos de mayor tamaño y depredadores aéreos como el tajaplumas, que se dejaban llevar por las corrientes cálidas del desierto. Era un lugar sumamente distinto de los bosques de las Montañas Resonantes en los que Ryana se había criado, pero, a pesar de que parecía otro mundo, estaba tan lleno de vida como aquél.

Durante un buen rato mientras cabalgaban, Sorak permaneció callado; como iba sentado detrás de ella sobre el lomo del kank, la joven pensó en un principio que estaba absorto en conversación con su tribu interior. Cuando ya llevaba mucho rato en silencio, la muchacha se volvió para mirarlo y vio que contemplaba el paisaje con calma; la expresión de su rostro era vigilante, no vagamente distante, como sucedía cuando estaba ocupado en una charla interna con sus otras personalidades. Sin embargo, aun así parecía preocupado.

– Estaba pensando -le dijo él al ver que se volvía para mirarlo.

– ¿En qué?

– Resulta extraño estar aquí. Yo nací aquí, en alguna parte del desierto, y es también aquí donde estuve a punto de morir.

– ¿Piensas en tus padres?

Él asintió con expresión distraída.

– Me preguntaba quiénes serían, si todavía viven, y qué fue de ellos. Me preguntaba si fui arrojado al desierto porque mi tribu no me aceptaba, o porque mi madre no me aceptaba. Si fue por lo primero, ¿compartió mi madre mi destino? Y, si fue por lo segundo, ¿se deshacía acaso de mí de la única forma en que podía mantener su posición en la tribu? Pensamientos como ése, y otros, se han apoderado de mí hoy. Debe de ser el desierto, que produce un extraño efecto sobre la gente.

– Lo he observado -repuso ella-. También tiene un curioso efecto sobre mí, aunque quizá no el mismo que en tu caso.

– ¿Qué sentimientos te produce?

Ryana meditó unos segundos antes de contestar.

– Hace que me sienta muy poca cosa -dijo por fin-. Hasta que llegamos aquí, no creo que jamás se me hubiera ocurrido el lugar tan inmenso que es nuestro mundo y lo insignificantes que somos en comparación. Es a la vez una sensación alarmante, en cierta medida. Toda esta espaciosidad y lejanía… y, sin embargo, al mismo tiempo comunica una sensación de cuál es el lugar apropiado de uno en el esquema de las cosas.

Sorak asintió.

– Allá en Tyr, cuando trabajaba en la casa de juego, a menudo venían los pastores del desierto a distraerse después de haber vendido sus bestias a los comerciantes en el mercado. Tenían un dicho sobre los altiplanos. Acostumbraban decir: «La distancia se te mete en los ojos». Nunca comprendí del todo lo que querían decir hasta ahora. A pesar de todas las diversiones que la ciudad les ofrecía, a pesar de que era una vida mucho más cómoda y conveniente, nunca se quedaban mucho tiempo. Siempre estaban ansiosos por regresar al desierto.

»La ciudad, decían, los hacía sentirse "encerrados". Ahora comprendo a qué se referían. La distancia en el desierto se te mete en los ojos. Te acostumbras a su inmensidad, a sus espacios abiertos, y acabas sintiendo que tienes espacio para respirar. Las ciudades están atestadas, y uno se convierte en parte de la multitud. Aquí, se tiene una sensación más definida de uno mismo. -Sonrió-. O de todos los que son uno mismo, como sucede en mi caso. No te quedas enredado en los ritmos frenéticos de la ciudad. El espíritu encuentra su propia cadencia. Aquí fuera, en el enorme silencio, con tan sólo el suave susurro del viento para romper la quietud, el propio espíritu parece abrirse. Por muchos peligros que existan aquí, el desierto proporciona una sensación de claridad y paz.

– Eso ha sido todo un discurso -dijo ella, contemplándolo con asombro-. Eres siempre tan parco en tus palabras y tan conciso… Sin embargo eso resultó incluso… poético. Un bardo no lo habría cantado mejor.

– A lo mejor hay algo de bardo en mí, también. -Sorak hizo una mueca burlona-. O tal vez sólo sea mi sangre elfling que se anima al estar en su ambiente natural. -Se encogió de hombros-. ¿Quién puede decirlo? Sólo sé que me siento curiosamente contento aquí. Los bosques de las Montañas Resonantes son mi hogar, y aun así de algún modo tengo la sensación de que es a este sitio al que pertenezco.

– Quizás es así.

– Eso no lo sé aún -replicó él-. Sé que siento una afinidad con estos espacios abiertos, y con la tranquila soledad que ofrecen… lo que, desde luego, no quiere decir que no agradezca tu compañía. Pero, al mismo tiempo, nunca sabré realmente adónde pertenezco hasta que no sepa la historia de mi pasado.

Cabalgaron en silencio después de eso, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Ryana se preguntaba si Sorak averiguaría alguna vez la verdad sobre su pasado; y, si lo hacía, ¿cómo lo cambiaría eso? ¿Saldría en busca de la tribu de la que provenía, de aquellos que lo habían desterrado? Y, si los encontraba, ¿que haría? Cuando Sorak localizara por fin al misterioso iniciado conocido como «el Sabio», si es que lo conseguía, ¿le concedería el misterioso mago solitario su deseo? Y, si así era, ¿cuál sería el precio? ¿Y qué sucedería si estuviera condenado al fracaso en su búsqueda? Los profanadores llevaban buscando al misterioso protector tanto tiempo como los bardos llevaban cantando sobre él. ¿Sería capaz, Sorak, sin magia que lo ayudara en su misión, de tener éxito allí donde poderosos reyes-hechiceros habían fracasado?

¿Durante cuánto tiempo, se decía también Ryana, buscaría Sorak antes de darse por vencido? El muchacho había anhelado descubrir la verdad sobre su origen desde que ella lo conocía, y nunca había sido persona que se desanimara con facilidad. Deseó que tuvieran éxito, por él, sin importar el mucho tiempo que durara su búsqueda. No era la vida que ella había esperado cuando se dio cuenta de su amor por Sorak, pero al menos estaban juntos, compartiendo todo aquello que era posible que compartieran; sin duda ella hubiera ansiado más, pero se daba por satisfecha con lo que tenía.

Sorak, por otra parte, jamás se sentiría satisfecho hasta encontrar las respuestas a las preguntas que lo habían atormentado desde la infancia. Nibenay estaba aún muy lejos, y no era más que el próximo destino en su investigación. No existía modo de saber adónde los conduciría el sendero a partir de allí… si es que conducía a alguna parte.

Ambos eran seguidores declarados de la Senda del Protector, y, aunque Ryana había renunciado a su juramento como sacerdotisa villichi, el juramento hecho como protectora lo mantendría hasta el día de su muerte. Ella y Sorak eran dos protectores que se encaminaban a los dominios de un profanador, el reino del temido Rey Espectro. Las puertas de Nibenay se abrirían fácilmente para admitirlos, pero volver a salir podía resultar más difícil.

Montados en el kank iban más deprisa que a pie, y al mediodía ya habían llegado al punto donde la ruta de las caravanas de Tyr surgía del sudoeste para cruzarse con su camino. El viaje resultó más fácil desde ese punto, al seguir el ancho sendero desgastado y de tierra dura.

Poesía se manifestó durante un rato y cantó una canción, una de las que las hermanas solían cantar cuando trabajaban en equipo en el convento. Ryana se unió a él, feliz de rememorar viejos tiempos, y Poesía cambió el tono al instante para armonizar con ella. La joven era consciente de no ser, como mucho, más que una cantante mediana, pero la voz de la entidad era preciosa. A Sorak no le gustaba cantar. Su temperamento era demasiado sombrío para ello, y consideraba que su voz dejaba mucho que desear, pero Poesía, utilizando la misma garganta que Sorak, carecía de tales inhibiciones y dejaba que su voz se elevara sin impedimentos. El ente fue lo bastante diestro como para armonizar con ella de tal forma que ambos sonaban bien, y Ryana se sintió más animada a medida que iba cantando. Incluso el kank pareció responder y adaptó el paso al ritmo de la canción.

Cuando terminaron, la muchacha lanzó una carcajada de alegría. El desierto parecía ahora un lugar mucho menos opresivo, y sus preocupaciones se habían esfumado, aunque fuera sólo por el momento. Al inicio del día, con la inmensidad del desierto extendiéndose ante ellos, Ryana se había sentido intimidada: sola, pequeña e insignificante. Ahora, tras haber contemplado el desierto a través de los ojos de Sorak, ya no se sentía empequeñecida. Se permitió aspirar el seco aire del desierto y sentir cómo la inundaba con su tranquilidad. Se notaba maravillosamente libre y disfrutaba de los amplios espacios abiertos de los altiplanos, estimulada ahora por sus interminables vistas, en lugar de sentirse amedrentada como antes. Quizá no fuera más que una consecuencia retardada de su batalla con el thrax, de haberse enfrentado a su miedo y haberlo vencido; quizá fuera el suave movimiento ondulante lo que la había inducido a un sosegado estado de receptividad; quizá fuera la alegría de cantar, o tal vez fueran todas esas cosas juntas… o algo más, algo indefinible. Pero el desierto se la había ganado. Se sentía en paz con él y consigo misma.

El oscuro sol se hundía por el horizonte cuando descubrieron un oasis a lo lejos, señalado por altas y desgarbadas palmeras del desierto y enormes árboles de pagafa desperdigados; sus anchas y majestuosas copas, exuberantes y tupidas, se recortaban en negro sobre el cielo anaranjado. Se acercaban al Arroyo Plateado.

– Tendremos compañía en el oasis -anunció Sorak.

Ella levantó la mirada hacia él, enarcando las cejas.

El joven sonrió e indicó con el dedo el sendero delante de ellos.

– Has vuelto a estar absorta, y no prestabas atención. Una caravana ha pasado por aquí no hace mucho. Las marcas están frescas.

– No es muy amable por tu parte regañarme por no detectar tales cosas -protestó ella-, cuando tú puedes dejarte llevar por tus pensamientos todo lo que quieras mientras la Centinela lo controla todo.

– Cierto -reconoció él-. Ésa es, desde luego, una ventaja muy injusta. Me disculpo.

– Resultará agradable ver a otra gente -comentó la joven-. La caravana transportará víveres, y podemos hacer trueque con miel de kank para reponer nuestras provisiones.

– Yo pensaba más en tener noticias sobre Nibenay.

– Pero esta caravana está en la ruta procedente de Tyr -indicó Ryana.

– O puede venir de Altaruk, lo que significa que podría haberse originado en Gulg. En cualquier caso, los comerciantes tienen amplios intereses, y sus caravanas se mueven por todas partes. Los conductores conocerán las últimas noticias de otras ciudades.

A medida que el sol se ponía y ellos se acercaban más, les llegaron sones musicales procedentes del arroyo, y el olor de carne cocinada. Su montura empezó a apresurar el paso al percibir la presencia de los kanks domésticos utilizados por la caravana para transportar la carga. Al advertir cómo el kank aumentaba su velocidad, Ryana recordó lo que Sorak había dicho sobre que los kanks eran criaturas «lentas»; quizá lo fueran para un elfling, que podía correr como el viento, pero la muchacha se alegraba ahora de haber permanecido apartada mientras Chillido se adelantaba al encuentro de los kank soldados salvajes. Jamás habría podido dejar atrás a aquellas bestias si éstas se hubieran lanzado en su persecución.

Pronto consiguieron distinguir las figuras de personas que se movían allá delante y vieron las llamas de sus fogatas. Nada más aproximarse, los mercenarios contratados para proteger la caravana y sus valiosas mercancías se adelantaron para ir a su encuentro. Parecían cautelosos, y tenían motivos. Por lo que sabían, Sorak y Ryana podían ser los exploradores de una cuadrilla de ladrones. Se sabía de bandas de saqueadores que se infiltraban en las caravanas haciéndose pasar por simples peregrinos o viajeros. Lo cierto era que Sorak había hecho fracasar una treta parecida en Tyr, y había salvado a una de las caravanas de un importante comerciante de la emboscada de una banda de salteadores de las Montañas Mekillot. También se sabía que las tribus de elfos nómadas atacaban a veces las caravanas, por lo que los mercenarios encargados de protegerlas no corrían riesgos.

– ¡Deteneos donde estáis e identificaos! -les gritó uno de los mercenarios cuando se acercaron más.

– No somos más que dos peregrinos que se dirigen a Nibenay -respondió Sorak deteniendo el kank.

– Desmontad, pues, y adelantaos -ordenó el mercenario. El resto permaneció con las armas preparadas, alertas a cualquier señal de engaño.

Ryana observó que se habían desperdigado y no sólo los observaban a ellos, sino al sendero a su espalda y en todas direcciones en caso de que su llegada estuviera pensada como una distracción para un ataque por parte de un contingente armado. Estos hombres estaban bien adiestrados, se dijo, pero desde luego era lo natural. Las acaudaladas casas comerciales podían muy bien permitirse contratar a los mejores mercenarios. Los comerciantes dependían de las caravanas para su subsistencia, y no escatimaban en gastos cuando se trataba de protegerlas.

Las caravanas se encuadraban en una de dos categorías básicas: veloces y lentas. Las ventajas de una caravana veloz, como era el caso de ésta, era que los trayectos requerían menos tiempo, y por lo tanto resultaban más provechosos. Se vendían literas a los pasajeros que viajaban de una ciudad a otra, y los precios por lo general incluían el alquiler de un kank manso como montura así como las necesidades básicas como comida y agua durante todo el viaje. Una litera de primera clase en una caravana ofrecía unos cuantos lujos más, pero a cambio de una cantidad extra, claro está. Las caravanas lentas solían ir mucho más cargadas y, puesto que su poca velocidad las hacía más vulnerables a un ataque, utilizaban enormes carromatos blindados arrastrados por lagartos mekillots. A excepción de los mercenarios de escolta y de los conductores de los carromatos, toda la caravana iba metida dentro de los inmensos recintos blindados. Esta práctica tenía sus propias ventajas y desventajas. Era una forma lenta y descansada de viajar, ya que los pasajeros se limitaban a permanecer dentro de los carromatos; pero, al mismo tiempo, la temperatura dentro de dichos carromatos enseguida se tornaba insoportablemente bochornosa no obstante las portillas de ventilación, y los habitáculos, con frecuencia exiguos, no resultaban muy convenientes para aquellos cuyo olfato se ofendía con facilidad. Debido a que los mekillots eran criaturas enormes, lentas y de temperamento perezoso, a los conductores no les gustaba detenerse, y los períodos de descanso eran pocos y espaciados.

Además, los gigantescos mekillots eran difíciles de controlar. Incluso sus preparadores con poderes paranormales desaparecían a veces entre sus fauces si por un descuido acertaban a ponerse al alcance de las largas lenguas de estos animales. La mayoría de los viajeros preferían pues reservar pasaje en las caravanas rápidas, aunque ello significara verse expuestos a los elementos durante todo el viaje.

Al acercarse al capitán mercenario, Sorak y Ryana distinguieron mejor al grupo, y los mercenarios también pudieron estudiarlos con más detenimiento. Se trataba de un grupo variado de personas, compuesto en su mayoría por humanos, con unos pocos mestizos semihumanos. Todos iban bien armados y mostraban estar en plenas facultades físicas. Ryana sabía que este grupo no era todo el contingente; algunos estarían apostados en piquetes de vigilancia alrededor del perímetro del oasis, mientras que otros estarían o bien custodiando las mercancías de la caravana contra potenciales pasajeros de dedos largos o descansando en el campamento.

Se trataba de una caravana grande, compuesta no sólo de una comitiva de kanks cargados y de aquellos utilizados como monturas, sino de una cierta cantidad de carruajes parcialmente cerrados tirados por uno o dos kanks sujetos por arneses. Esto significaba que había personajes importantes viajando con la caravana.

Las sospechas de Ryana se confirmaron cuando miró más allá de los mercenarios hacia el campamento del oasis y vio varias tiendas grandes y acogedoras levantadas bajo las palmeras, con guardas apostados en el exterior. Mientras miraba en dirección a las tiendas, un hombre ataviado con una túnica salió de una de ellas, les dirigió una rápida mirada, y echó a andar con paso tranquilo hacia donde se encontraban. Un grupo de guardas formó filas a su lado.

– Luces una hermosa espada, peregrino -dijo el capitán de la guardia de mercenarios, estudiando a Sorak con atención.

– Incluso un peregrino debe protegerse -respondió Sorak.

– Ésa parece una señora medida de protección -replicó el capitán mercenario desviando rápidamente de nuevo la mirada hacia el arma-. A juzgar por la forma de la vaina, parece ser una espada bastante especial.

Sí que lo era, se dijo Ryana; y, si el capitán mercenario hubiera sido un elfo y no un humano, podría haber reconocido en ella a Galdra, la legendaria espada de los antiguos reyes elfos.

– ¿Puedo verla? -inquirió el capitán.

Sorak acercó la mano a la empuñadura, pero vaciló ligeramente al ver que los otros mercenarios se ponían en guardia. Desenvainó a Galdra con lentitud. Su visión provocó una reacción inmediata entre los mercenarios.

– ¡Acero! -exclamó el capitán, contemplando asombrado la afilada hoja curva-. Debe de valer una fortuna. ¿Se puede saber para qué quiere un simple peregrino un arma así?

– Fue un regalo de una muy sabia y vieja amiga -respondió el joven.

– ¿De veras? ¿Y quién era esa amiga?

– La gran señora Varanna del convento villichi.

También esto provocó una reacción de gran interés entre los mercenarios, que empezaron a murmurar entre ellos.

– ¡Callaos! -ordenó su capitán, y al instante fue obedecido. El hombre no había apartado la mirada de Sorak ni un momento-. Las villichis son una orden femenina -dijo-. Es un hecho bien sabido que las sacerdotisas no admiten varones en su convento.

– No obstante, Sorak se crió allí -intervino Ryana.

– ¿Sorak? -El hombre de la túnica apareció detrás del capitán mercenario. Los guardas que lo acompañaban apoyaron levemente las manos sobre los pomos de sus espadas de hoja de obsidiana-. Conozco ese nombre. ¿No eres tú aquel cuyo aviso evitó el ataque a la reciente caravana procedente de Tyr?

– Lo soy.

– Sería muy beneficioso para él afirmar eso, tanto si es cierto como si no -protestó el capitán-. ¿Cómo sabéis que es él?

– Hay una forma de saberlo -respondió el hombre de la túnica. Y, volviéndose a Sorak, dijo-. ¿Serías tan amable de echar hacia atrás la capucha de tu capa?

Sorak envainó la espada e hizo lo que se le pedía. Al ver sus facciones, y sus orejas puntiagudas, se produjeron de nuevo excitados murmullos entre los mercenarios.

– ¡Un elfo! -chilló uno de ellos.

– No, no es lo bastante alto -dijo otro.

– Un semielfo, entonces.

– Ninguna de las dos cosas -replicó el hombre de la túnica-. Es un elfling.

– ¿Un elfling? -El capitán frunció el entrecejo.

– Parte elfo y parte halfling -contestó el otro.

– Pero no existe tal cosa, mi señor -protestó el capitán-. Todo el mundo sabe que elfos y halflings son enemigos mortales.

– Sin embargo, eso es lo que él es -insistió el hombre de la túnica-. Y es quien afirma ser. Nos hemos visto antes.

– Estabas en La Araña de Cristal -dijo Sorak, situando de repente al hombre.

– Y perdí mucho, como bien recuerdo -repuso el hombre sonriendo-. Pero mis pérdidas habrían sido mucho mayores si no hubieras descubierto al fullero que me estaba timando. No te critico por no recordarme al instante. Tú, por otra parte, resultas más memorable. -Se volvió hacia el jefe mercenario-. El elfling es amigo de los comerciantes, capitán. Además, por mucho que respeto tu habilidad en el combate, no creo que desearas cruzar tu espada con la suya. He visto lo que puede hacer. En realidad, incluso toda esta compañía se vería apurada contra estos dos, ¿o es que no has advertido que su compañera es una sacerdotisa villichi?

El capitán, cuya atención había estado fija en Sorak, contempló a Ryana con más detenimiento.

– Solicito vuestro perdón, señora -dijo, inclinando la cabeza en una pequeña reverencia respetuosa-. Y el tuyo, elfling. Si lord Ankhor habla en vuestro favor, entonces mi espada está a vuestro servicio. Permitid que os escolte personalmente hasta el campamento. -Chasqueó los dedos en dirección a uno de los otros hombres- Ocúpate del kank.

Uno de los mercenarios se apresuró a adelantarse para obedecer, pero Sorak lo sujetó por el brazo al pasar por su lado.

– Yo no haría eso, si fuera tú -advirtió.

– Puedo manejar a ese animal estúpido -dijo el mercenario con presunción, soltándose y avanzando hacia el kank, para, acto seguido, dar un salto atrás con un alarido de sorpresa, justo a tiempo de evitar el ataque de las pinzas del kank.

– Te lo advertí -observó Sorak-. Este kank es salvaje.

– ¿Salvaje? -farfulló el otro, sorprendido.

Sorak dejó, que Chillido saliera al exterior por un momento, el tiempo suficiente para lanzar una orden mental al kank para que se uniera a sus otros congéneres en la recua. En tanto que el enorme escarabajo se alejaba hacia los kanks domesticados, Sorak volvió a tomar el mando y dijo:

– Limítate a encargarte de que coloquen comida cerca de él. Pero advierte a los conductores que se mantengan apartados.

– Estás lleno de sorpresas -comentó lord Ankhor-. Ven. Te invito a mi tienda. Y, claro está, la invitación os incluye también a vos, sacerdotisa.

– ¿Perteneces a la casa de Ankhor, entonces? -inquirió Sorak.

Yo soy la casa de Ankhor -respondió su anfitrión mientras se encaminaban de vuelta a su tienda, escoltados por dos guardas mercenarios y su capitán-. Mi padre, lord Ankhor el Viejo, es el patriarca de nuestra firma, pero su salud no es muy buena y es muy anciano. Llevo dirigiendo todos los asuntos de la empresa desde hace dos años, y tenía una pequeña fortuna en mercancías en esa caravana que salvaste de los salteadores. No me enteré de ello hasta después de haberte conocido en La Araña de Cristal. Hubiera deseado tener la oportunidad de mostrar mi gratitud, pero para entonces ya habías abandonado la ciudad. Y la dejaste toda alborotada, podría añadir.

– ¿Alborotada?

– La gente no dejaba de hablar sobre cómo habías desbaratado los planes de los templarios para hacerse con el control de la ciudad. Pasará mucho tiempo antes de que se olviden de ti en Tyr. Todos hablan de Sorak, el nómada. Creo que has creado el principio de una leyenda.

– ¿Así que abandonasteis Tyr después que nosotros? -dijo Ryana con el entrecejo fruncido-. ¿Cómo es pues que la caravana fue más deprisa que nosotros, y por una ruta más larga?

– Porque esta caravana no procede de Tyr -contestó lord Ankhor-. Viene de Gulg pasando por Altaruk y va ahora de camino a Urik. Yo cabalgué para encontrarme con ella en el arroyo, con parte de este grupo de mercenarios como escolta. Esto que veis ahí son mis carruajes. Hice que los diseñaran especialmente para mí. Son ligeros y construidos para ser veloces. En estos tiempos hay que moverse deprisa para dejar atrás a la competencia.

– ¿Tienes negocios en Urik? -intervino Sorak-. ¿No resulta eso peligroso estos días?

– ¿Lo dices porque el rey Hamanu codicia Tyr? -inquirió su anfitrión. Lord Ankhor hizo un gesto con la mano como para descartar tal idea-. Los comerciantes no acostumbramos meternos en asuntos de política. Y Hamanu no puede permitirse dejar que consideraciones políticas interfieran con el comercio. Su economía depende de nuestras empresas. Tenemos un viejo dicho en el gremio: «Más tarde o más temprano, todo el mundo hace negocios con todo el mundo». Incluso en época de guerra, las empresas prosperan. En algunas cosas, somos más poderosos que los reyes. Claro está que nos guardamos mucho de decirlo.

Mientras atravesaban el campamento, las personas reunidas en torno a las fogatas se volvían para mirarlos. El apuesto y joven lord Ankhor, con sus hermosos ropajes bordados, resultaba una presencia imponente, pero Ryana se dio cuenta de que en realidad eran ella y Sorak quienes atraían la atención. La mayoría de los reunidos alrededor de las hogueras eran empleados de la firma comercial, mercenarios veteranos y encallecidos conductores de caravanas, pero también había pasajeros en el largo viaje, y encontrar a otros viajeros en medio del desierto, en especial dos personas viajando solas, era un acontecimiento fuera de lo corriente.

Ryana, por su parte, intentaba no hacer caso de sus miradas fisgonas.

Arrugaba la nariz ante el olor a carne de animal asada que brotaba de los espetones colocados sobre el fuego; pero, al mismo tiempo, descubrió con cierta sorpresa que éste le despertaba el apetito.

Llegaron ante la espaciosa tienda de lord Ankhor, mucho mayor que algunas de las casas de las barriadas de Tyr, y uno de los centinelas apartó el faldón de la entrada para que pudieran pasar. El interior de la tienda estaba dividido en dos aposentos, separados por un bello tapiz colgado entre ambos. La sección exterior albergaba una mesa y algunas sillas junto con lámparas, material de escribir y el libro mayor en rollos de pergamino.

– Mi oficina ambulante, tal y como es -explicó Ankhor, conduciéndolos hacia el aposento mayor situado en la parte posterior de la tienda. Apartó a un lado el tapiz-. Por favor, entrad y poneos cómodos. Estábamos a punto de cenar. Nos honraríais si os unieseis a nosotros.

Nada más pasar al otro lado del faldón del tapiz que Ankhor sostenía a un lado, Sorak y Ryana se detuvieron en seco y contemplaron sorprendidos lo que tenían delante. La parte posterior de la tienda era mucho mayor que la antecámara delantera, y el suelo estaba cubierto de elegantes y gruesas alfombras drajianas delicadamente bordadas. Varios braseros encendidos dispuestos alrededor de la estancia despedían un cálido e íntimo resplandor, en tanto que el humo que producían desaparecía en espiral por un respiradero abierto en el techo de la tienda. De los braseros surgía el dulce olor acre de flores luna ardiendo, que no sólo servía para perfumar el ambiente en la tienda, sino también para mantener alejados a insectos molestos. Por todo el interior había esparcidos cómodos almohadones, deliciosamente bordados, y también junto a la larga mesa baja del centro, que se alzaba apenas unos treinta centímetros del suelo de la tienda. La mesa estaba cubierta de una colección de platos que habrían podido rivalizar con los que se servían en el palacio de un rey-hechicero. Había botellas de vino, garrafas de agua, jarras de miel de kank y marmitas de humeante té caliente hecho con hierbas del desierto. Estaba claro que a lord Ankhor le gustaba viajar con considerable lujo. No obstante, a pesar de la opulencia del entorno, fueron los otros ocupantes de la estancia lo que atrajo inmediatamente su atención. Sentados sobre cojines ante la mesa había dos hombres y una mujer.

Uno de los hombres era bastante más viejo que los otros, con una cabellera gris que le llegaba hasta los hombros y una luenga aunque bien cuidada barba. El rostro, de aspecto demacrado, estaba surcado de arrugas, pero los brillantes ojos azules eran vigilantes y enérgicos en su mirada. Iba vestido con una túnica tan magnífica como la de Ankhor, aunque mucho menos llamativa, y sobre la cabeza lucía una fina diadema de plata batida, grabada con el símbolo de la casa de Ankhor.

El otro hombre era mucho más joven, entre los veinte y los veinticinco años, de cabellos oscuros que le llegaban por debajo de los hombros, y un pequeño y bien cuidado estrecho bigote negro acompañado de una perilla, cultivados sin duda para parecer mayor. Vestía un chaleco de piel de erdlu sobre el pecho desnudo y musculoso, muñequeras a juego, pantalones rayados de suave piel de kirre y botas altas. Sus joyas, si no lo hacía su porte, lo revelaban como un joven de considerable categoría social, como también lo demostraba la daga adornada con piedras preciosas que llevaba al cinto.

Pero la mujer era la más llamativa de los tres. Era joven, aproximadamente de la misma edad que Ryana, y muy rubia, de largos cabellos dorados extremadamente finos que le caían como una cascada por los hombros. Los ojos eran de un sorprendente tono añil, y la belleza de su rostro iba a la par con la perfección de su cuerpo. Apenas si llevaba ropa, a excepción de un corpiño de delicada seda azul adornado con ceñidores de oro y una falda a juego que descansaba muy baja sobre las amplias caderas e iba abierta por ambos costados, permitiendo la máxima libertad de movimientos y revelando las largas y exquisitas piernas. Sus pies desnudos eran finos y limpios, sin señales de callos, y los delicados tobillos estaban ceñidos por pulseras de oro, igual que sus muñecas y brazos.

– Esta noche tenemos invitados a cenar, amigos míos -anunció lord Ankhor- Permitid que os presente a Sorak el Nómada, de quien ya os he hablado, y a su compañera la sacerdotisa… perdonad, señora, pero tontamente descuidé preguntar vuestro nombre.

– Ryana.

– La sacerdotisa Ryana -siguió Ankhor, dedicándole una leve reverencia-. Mis disculpas. Dejad que os presente a Lyanus, administrador de cuentas de la casa de Ankhor… -El hombre de más edad les dedicó una inclinación de cabeza mientras Ankhor proseguía con las presentaciones-… el vizconde Torian, de la principal familia noble de Gulg… -el barbudo joven moreno agradeció sus inclinaciones con un gesto apenas perceptible de la cabeza-… y por último, aunque en absoluto menos importante, su alteza, la princesa Korahna, hija menor de la más joven de las reinas consortes de su muy real majestad, el Rey Espectro de Nibenay.

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