2

A medida que descendía por el cielo, el sol proyectaba una luz casi irreal sobre el desierto, inundándolo de un resplandor ambarino y anaranjado. Con el anochecer, el llameante cielo athasiano adquirió un tono rojo sangre, que poco a poco se fue tornando carmesí oscuro cuando las dos lunas gemelas, Ral y Guthay, iniciaron su peregrinaje por los cielos. Sorak y Ryana acamparon bajo un viejo árbol de pagafa; sus tres troncos azulverdosos se alzaban desde la base y se bifurcaban en retorcidas ramas desnudas, y, en cuanto empezó a escasear la luz, partieron algunas de sus ramas más pequeñas para encender una fogata. Las briznas de hierba seca que arrancaron del suelo se encendieron con facilidad bajo las chispas de sus pedernales, y muy pronto un buen fuego crepitaba en la pequeña depresión que habían cavado para la hoguera.

Ryana bebió frugalmente de su odre, a pesar de la sed que sentía. La larga travesía le había dejado una gran sensación de sequedad, pero el agua tenía que durar hasta que llegaran al oasis de Arroyo Plateado, que se encontraba al menos a otro día de viaje en dirección este. Sorak tomó apenas unos sorbos de su odre, y pareció que tenía suficiente. Ryana envidió su capacidad elfling para arreglárselas con menos agua, y recordó con melancolía el arroyo cercano al convento, donde el agua fluía desde las cimas de las montañas y caía en cascada sobre las rocas del lecho fluvial. Era agua dulce, fría y buena para beber, y pensó con cariño en todas las veces que ella y sus hermanas habían descendido corriendo hasta la laguna después de una sesión de entrenamiento con las armas, se habían despojado de sus ropas y jugueteado en la estimulante piscina. Entonces ella lo consideraba como algo normal, y ahora le parecía un lujo increíble poder bañarse cada día y beber hasta hartarse.

En aquellas ocasiones, Sorak siempre se había alejado de las demás para descender un poco más río abajo siguiendo la orilla hasta un lugar donde las aguas fluían por encima de enormes rocas planas situadas en medio del lecho del río. Se acomodaba en el lugar de costumbre sobre la roca mayor y se sentaba con las piernas cruzadas en medio del agua dando la espalda al grupo de la laguna, que se encontraba a poca distancia río arriba. El sonido del agua lo ahogaba todo excepto algún que otro grito alegre emitido por las hermanas que jugaban en la laguna, y él permanecía allí sentado a solas, la mirada fija a lo lejos o vuelta hacia el agua a las rocas más pequeñas del fondo. Ryana había aprendido a no acompañarlo en tales ocasiones, ya que a menudo parecía necesitar estar solo. Solo para sentarse y meditar.

Al principio, cuando eran pequeños, Sorak acostumbraba unirse a las hermanas en sus juegos en el estanque; pero, al ir creciendo éstas, empezó a alejarse por su cuenta. Ryana solía preguntarse si ello se debía a que la creciente percepción de su naturaleza masculina hacía que le resultara incómodo juguetear desnudo con las otras.

A medida que crecía y empezaba a tener conciencia de su propia sexualidad femenina, Ryana contemplaba a menudo los cuerpos de las otras hermanas y los comparaba con el suyo, que siempre le había parecido inadecuado. Las otras eran más altas y más delgadas, con extremidades más vigorosas y cuellos más elegantes. Todas parecían hermosas. Comparada con ellas, sus proporciones resultaban achaparradas y poco atractivas; sus pechos y caderas eran más voluminosos, el torso más corto, y las piernas, aunque largas según los cánones humanos, parecían demasiado cortas comparadas con las de ellas. Y los cabellos de sus hermanas resultaban mucho más hermosos que los suyos. La mayoría de las villichis nacían con una espesa melena roja, bien del color del fuego o de un rojo oscuro con reflejos más claros, por lo que su plateada cabellera parecía deslustrada en comparación.

Miraba a las otras hermanas y se preguntaba si Sorak las encontraba tan hermosas como le parecían a ella. A lo mejor, se decía, el joven había empezado a ausentarse de sus juegos porque su naturaleza masculina hacía que las contemplara en la misma forma en que ella, llevada por su propia naturaleza femenina en desarrollo, lo contemplaba a él.

Claro está que ella no sabía entonces que la naturaleza de Sorak era mucho más compleja que eso. Ignoraba que varias de sus personalidades eran femeninas. Ahora sabía que, cuando se había alejado para meditar a solas, lo había hecho preocupado por cuestiones no de la carne sino de identidad. Cada vez más, a medida que crecía, se había sentido atormentado por preguntas sin respuesta. ¿Quién era él? ¿Qué era su tribu? ¿Quiénes eran sus padres? ¿Cómo había nacido él?

La apremiante necesidad que tenía de averiguar las respuestas a aquellas preguntas era lo que lo había empujado a abandonar el convento y embarcarse en la búsqueda del Sabio. Pero ¿quién sabía el tiempo que duraría esta búsqueda? Athas era un mundo inmenso con muchos lugares secretos, y el Sabio podía encontrarse en cualquier sitio.

Durante años, muchos más de los que ellos tenían, los profanadores también habían buscado al Sabio sin éxito, y ellos poseían su poderosa magia profanadora para ayudarlos en su investigación. ¿Sin magia, podrían ellos tener más éxito?

– No me puedo sacar de la cabeza la idea de que hay algo más en El diario del Nómada que simples consejos a los viajeros -dijo Sorak sentado con las piernas cruzadas en el suelo frente al fuego. Las llamas apenas daban luz suficiente para leer, pero, con sus ojos de elfling, el joven no tenía dificultades para descifrar las palabras-. Escucha esto -anunció, y empezó a leer un párrafo del diario en voz alta.


«En Athas, existen varias clases diferentes de clérigos. Cada uno de ellos rinde homenaje a una de las cuatro fuerzas elementales: aire, tierra, fuego o agua. Desde luego, las últimas son quizá las más influyentes en nuestro sediento mundo, pero todas son poderosas y dignas de respeto.

«Existe otro grupo de personas que se autodenominan "los druidas" y que, al menos según la mayoría de los informes, están considerados como clérigos. Los druidas se caracterizan por no rendir homenaje a una única fuerza elemental, sino que más bien se esfuerzan por defender la moribunda fuerza vital de Athas. Sirven a la naturaleza y al equilibrio planetario. Mucha gente la considera una causa perdida, pero ningún druida admitirá jamás tal cosa.

»En algunas ciudades, se glorifica al rey-hechicero como si fuera una especie de ser inmortal. De hecho, muchos de tales gobernantes son capaces de otorgar poderes mágicos a los templarios que les sirven. ¿Están éstos realmente al nivel de las fuerzas elementales veneradas por los clérigos? Yo no lo creo.»


Ryana meneó la cabeza.

– Si existe algún significado oculto en esas palabras, yo no puedo percibirlo -dijo.

– A lo mejor el significado no está realmente oculto sino más bien insinuado -apuntó Sorak-. Considera lo que el Nómada ha dicho aquí. En apariencia, parece como si se limitara a escribir sobre la magia de los clérigos, describiendo lo que existe. En este párrafo del diario, en su mayor parte, reseña lo que todo el mundo ya sabe. ¿Por qué sería necesario hacerlo? A menos que él estuviera también diciendo algo más, algo que no resultara tan evidente a primera vista.

– ¿Como qué? -inquirió ella.

– Menciona las cuatro fuerzas elementales: aire, tierra, fuego y agua. En realidad esto es algo que todos los niños saben, pero luego continúa diciendo que las últimas son quizá las más influyentes en nuestro sediento mundo.

– Bueno, eso tiene sentido -repuso Ryana-. El agua es desde luego el elemento más importante en un mundo árido como el nuestro.

– Pero no dice «la última es»; dice «las últimas son» -dijo Sorak-. Eso significa las dos últimas fuerzas que menciona, agua y fuego.

– ¿Y? El fuego también es importante. -Ryana frunció el entrecejo.

– Pero ¿por qué? -inquirió él-. Aparte, desde luego, de las razones obvias de que facilita calor y luz, y energía para cocinar. Enseguida podemos darnos cuenta de por qué el agua puede ser más importante que el aire y la tierra, pero ¿por qué el fuego? Además, en realidad no dice que el fuego y el agua sean más importantes; dice que son los más influyentes.

– Sigo sin comprender -dijo Ryana con expresión perpleja-. ¿Qué es lo que ves en esas palabras que yo no veo?

– Quizás estoy leyendo en ellas algo que realmente no está ahí -replicó Sorak-. Pero sospecho que no es así. Piensa: aquí nos habla del tema de la magia clerical. También menciona a los druidas. Bien, los dos hemos sido adiestrados en la Disciplina del Druida, y sabemos que para la magia clerical los elementos aire y tierra son mucho más valiosos que el fuego. Las plantas necesitan aire y tierra para crecer, y agua, desde luego, pero no necesitan fuego. Más bien lo contrario; el fuego es el enemigo de todo lo que crece. Además la magia clerical, en especial la de los druidas, no se obtiene principalmente del fuego. Se saca más bien de la tierra.

– Eso es cierto -concedió la muchacha.

– Así pues, ¿por qué, en una sección del diario dedicada a describir la magia clerical, dice él que el fuego posee más influencia que la tierra y el aire? Tal vez tenga más influencia en las vidas de las personas, pero no en esa magia. Existen muchos más clérigos que rinden homenaje a las fuerzas elementales del aire y la tierra que al fuego.

– Sin embargo hay algunos que lo hacen -observó Ryana-. En especial entre los enanos.

– Pero ¿se consagran al fuego o al sol? -preguntó Sorak.

– En realidad al sol -respondió ella con un encogimiento de hombros-. Pero eso es la misma cosa, ¿no?

– ¿Lo es? En ese caso, ¿por qué no lo dice? Incluso aunque lo fuera, hay muchos menos sacerdotes solares que aquellos consagrados al aire y la tierra. La gran mayoría veneran la tierra, y luego el aire. Pero en este párrafo sobre magia, donde habla de druidas en particular, también habla del fuego como algo más influyente que la tierra y el aire. O, al menos, eso es lo que parece decir aquí. Y ningún druida venera el fuego.

– Ningún druida venera una única fuerza elemental -repuso Ryana-. Eso sí lo dice.

– Sí, sí que lo dice -siguió Sorak-. Así pues, ¿por qué parece decir que el fuego y el agua son más influyentes que la tierra y el aire para la magia clerical?

– No lo sé.

– Considera también esto -dijo él-. Continúa diciendo que a los reyes-hechiceros se los glorifica como si fueran seres inmortales.

– Bueno, son inmortales -afirmó ella-; su magia profanadora hace que lo sean, en especial una vez que han iniciado la metamorfosis en dragón.

– Pero no dice que sean inmortales- insistió él-. Dice que se les glorifica como si fueran inmortales; lo que nos está diciendo es que no son inmortales, que aunque pueden vivir eternamente gracias al poder de su magia, se les puede matar con facilidad.

»Y toma en cuenta además las palabras que escoge cuando escribe lo siguiente: "… muchos de tales gobernantes son capaces de otorgar poderes mágicos a los templarios que les sirven. ¿Están éstos realmente al nivel de las fuerzas elementales veneradas por los clérigos? Yo no lo creo". En apariencia, parece como si el Nómada estuviera diciendo aquí que los reyes-hechiceros no son tan poderosos como las fuerzas elementales veneradas por los clérigos. O a lo mejor quiere decir que sus templarios no son tan poderosos. Pero, desde luego, todo el mundo sabe eso. Tanto si se es templario como rey-hechicero, nadie es más poderoso que una fuerza elemental; así que, ¿por qué molestarse en decirlo?

– ¿Piensas entonces que no es eso lo que está diciendo? -inquirió Ryana.

– Léelo con atención -dijo Sorak, pasándole el diario.

La muchacha forzó la vista para ver las páginas a la luz de la hoguera y leyó el pasaje una vez, luego otra y por fin una tercera. La cuarta lectura la hizo en voz alta: «De hecho, muchos de tales gobernantes son capaces de otorgar poderes mágicos a los templarios que les sirven. ¿Están éstos realmente al nivel de las fuerzas elementales veneradas por los clérigos? Yo no lo creo».

– Deténte ahí -indicó el elfling-. Ahora mira esa última frase otra vez. Cuando utiliza la palabra «éstos», ¿a quién se refiere? ¿O, más específicamente, a qué?

– ¿A qué? -repitió ella con el ceño fruncido. Y entonces comprendió-: ¡Ahh! ¡A qué, no a quién! ¡No se refiere a los templarios, sino a los poderes mágicos que se les confieren!

– Exacto -dijo Sorak-. En la forma en que está escrito, el significado podría tomarse de las dos maneras; pero, si se refiere a que los gobernantes no están al nivel de las fuerzas elementales, se limita a manifestar lo evidente, ya que los reyes-hechiceros utilizan esas fuerzas elementales para obtener su poder, como hace cualquier otro iniciado. Leído de la otra manera, sin embargo, parece sugerir que se pueden utilizar las fuerzas elementales para derrotar a los poderes conferidos a los templarios; y, en particular, el Nómada llama nuestra atención sobre el elemento del fuego. Cita la influencia del agua en nuestro sediento mundo simplemente para ocultar el mensaje.

– Pero ¿estás seguro de que es eso lo que quiere decir?

– Cuanto más lo pienso, más seguro me siento -respondió Sorak-. Recuerda nuestro entrenamiento con las armas allá en el convento. ¿Te acuerdas de lo pesado que parecía al principio y lo inútil que considerábamos la repetida práctica de las figuras, la continua ejecución de las mismas series de movimientos?

– Sí. ¡Teníamos tantas ganas de empezar a combatir uno contra otro! -respondió ella con una sonrisa.

– Pero ahora sabemos que aquella práctica incesante de las figuras inculcó esos movimientos en nuestras mentes y cuerpos de modo que, cuando llegaba el momento de pelear, eran realizados de forma automática y ejecutados a la perfección sin siquiera pensar en lo que hacíamos. Cuando la hermana Dyona me entregó este diario, me lo dedicó con las palabras, «un arma más sutil que tu espada, pero no menos poderosa, a su manera». Y ahora creo que por fin comprendo. El diario del Nómada es, a su manera, muy parecido a una figura de combate. Leerlo una o dos veces permite familiarizarse con los movimientos básicos; pero, al leerlo repetidamente, una y otra vez, se percibe su estructura, se comprende su auténtico contenido. Es una guía, Ryana, y muy subversiva. En apariencia, se trata de una guía de Athas; pero, en su significado más profundo, es una guía de la lucha contra los profanadores. No es de extrañar que se haya prohibido su distribución, y que los reyes-hechiceros hayan puesto recompensa a la cabeza del Nómada, quienquiera que pueda ser.

– ¿Crees que aún vive?

– Quizá no. El diario apareció por primera vez hace muchos años; nadie parece estar muy seguro de cuándo o cómo. La Alianza del Velo saca copias de él con sumo esmero y las distribuye en secreto. Está claro que el Nómada era un protector y tal vez un miembro de la cúpula de la Alianza.

– Me pregunto si alguna vez lo averiguaremos -repuso Ryana, echando más leña al fuego. La madera de pagafa ardía despacio y proporcionaba un agradable calorcillo contra el frío de la noche. A lo lejos, sonó el aullido de algún animal, y el sonido hizo que un escalofrío recorriera la espalda de la joven.

– Pareces cansada -dijo Sorak-. Deberías comer algo. Necesitarás todas tus fuerzas mañana por la mañana. Aún tenemos un largo trecho por recorrer.

La muchacha abrió su mochila y sacó su bolsa de víveres: piñones de los bosques de las Montañas Resonantes, semillas de kory, las comestibles y suculentas hojas del loto de hierbabuena, y dulce fruta seca del árbol jumbala. Le ofreció la bolsa, pero él negó con la cabeza.

– Come -le indicó-. Yo no tengo hambre ahora.

Ella comprendió que se refería a que comería más tarde, cuando el Vagabundo saliera de caza, y por lo tanto no insistió.

– Dormiré un rato ahora -anunció el joven-, y luego montaré guardia para que puedas descansar. -Dejó caer la cabeza sobre el pecho y cerró los ojos; al cabo de un instante, el Vagabundo los abrió y se incorporó olfateando el aire. Sin una palabra, dio media vuelta y se alejó bajo la luz de la luna, moviéndose sin efectuar el menor ruido. Al poco rato ya había desaparecido de la vista.

Ryana se quedó sola, sentada junto al fuego. Ahora que Sorak se había ido, se sintió de improviso más vulnerable y desprotegida. Ral y Guthay proyectaban una luz espectral sobre el desierto que se extendía fuera del círculo de luz de la hoguera, y las sombras parecían tener vida. Soplaba una fresca brisa, y el silencio era sólo interrumpido de vez en cuando por el grito lejano de alguna bestia salvaje. No tenía ni idea de lo cercanas que podían estar las criaturas que oía, ya que en el desierto el sonido recorría distancias enormes.

Suspiró y mascó sus provisiones, aunque comió frugalmente, a pesar de estar muy hambrienta. La comida tenía que durar bastante tiempo, dado que no había forma de saber lo que podrían encontrar en su viaje o en el oasis para complementar sus víveres. Incluso podía llegar a verse obligada a comer carne, se dijo. La idea hizo que su boca esbozara una mueca de repugnancia; pero era una posibilidad que debía considerar muy seriamente. Ya no era una sacerdotisa. ¿O lo era? Hablando con propiedad, había violado sus votos al abandonar el convento, pero eso no hacía que dejara de ser villichi. Y nada en lo que creía había cambiado realmente.

¿Había dejado de formar parte de la hermandad? No había oído nunca que se hubiera expulsado a una villichi. ¿Qué habría dicho Varanna? ¿Cómo habrían reaccionado sus hermanas? ¿Qué habrían pensado al enterarse de que había huido? ¿La tendrían en mal concepto, o intentarían comprender? Las echaba de menos a todas. Echaba en falta el compañerismo y la reconfortante rutina de la vida en el convento. Había sido una vida agradable. ¿Podría regresar alguna vez? ¿Y querría hacerlo?

No tenía ninguna intención de abandonar a Sorak, pero, con el Vagabundo de caza por ahí en plena noche, se sentía de improviso muy sola y perdida, a pesar de saber que no tardaría en regresar. Pero ¿y si no regresaba? ¿Y si le sucedía algo? Podían sucederle muchas cosas a un viajero solo en medio del desierto, en especial por la noche, y ninguna agradable. Sorak era un elfling y estaba naturalmente adaptado a este territorio salvaje, a pesar de haber crecido en los bosques de las Montañas Resonantes; pero, aun así, no era invulnerable.

Apartó la idea de su cabeza. Los peligros del desierto no eran la única amenaza a la que deberían enfrentarse durante su periplo. Si la experiencia vivida en Tyr podía servir de punto de referencia, arrostrarían mayores peligros en las ciudades, en Nibenay y dondequiera que la ruta los condujera desde allí. Era inútil insistir en esas cosas. Intentó sumirse en un estado de calma meditativa, tranquila y sin embargo alerta a todo lo que la rodeaba, tal y como le habían enseñado. Estaba muy cansada y ansiaba el momento en que el Vagabundo regresara de cazar, para así poder dormir un poco.

«Intenta no pensar en dormir -se dijo-. Relájate y encuentra el centro de tu esencia. Quédate quieta y abre tus sentidos a todo lo que te rodea. Conviértete en una parte de la gélida quietud de la noche en el desierto.» Existían muchas formas de descansar, pensó, y el sueño no era más que una. «No, ahora no debes pensar en dormir…»

Abrió los ojos de repente, despertándose sobresaltada. Parecía como si no hubiera transcurrido más que un instante, pero el fuego se había ido consumiendo y estaba casi apagado. Se había dormido, después de todo. Pero ¿durante cuánto tiempo? Y ¿qué la había despertado? Permaneció silenciosa e inmóvil, conteniendo el impulso de arrojar más leña al fuego. Había oído algo. Pero ¿qué había sido? Todo parecía tranquilo ahora, pero notaba un hormigueo detrás del cuello, una inquieta sensación de que algo no iba bien. Miró a su alrededor en busca de cualquier señal de movimiento, alerta al menor sonido. Más allá de la hoguera casi apagada, en la noche iluminada por la luz de las lunas gemelas, no consiguió distinguir otra cosa que sombras. Y entonces una de aquellas sombras se movió.


Sorak dormitaba mientras el Vagabundo se perdía en la silenciosa noche, alterada sólo por alguno que otro sonido lejano de las criaturas nocturnas.

Sin embargo, para el Vagabundo, incluso aquellos débiles chillidos eran fácilmente reconocibles: el grito lejano del tajaplumas, una especie más pequeña que la que se encontraba en las montañas, al descender sobre la presa; el aullido de un rasclinn al llamar a los otros miembros de su jauría; los graznidos de los pequeños jankxes peludos al abandonar sus madrigueras al anochecer e iniciar la búsqueda de alimento. La comunicación entre los muchos habitantes del desierto, tanto si era por medio de gemidos tenues como de graznidos y ladridos ultrasónicos, habría resultado indescifrable a los oídos humanos, pero el Vagabundo los oía con claridad y los entendía, ya que poseía una sensibilidad preternatural al entorno, una habilidad que Sorak no compartía por completo cuando estaba despierto.

No obstante, al contrario que el muchacho, el Vagabundo no pasaba demasiado tiempo examinando el estado de la tribu interior o su puesto en la vida. En las escasas ocasiones en que pensaba en ello, se limitaba a aceptarlo con su acostumbrado estoicismo y a decirse que iba más allá de cualquier explicación disponible. Nada había que pudiera hacer para cambiar o entender mejor el origen o el destino de la tribu, así que aceptaba que era el Vagabundo, que compartía el cuerpo con varias otras entidades, y que ésta era sencillamente su realidad. En lugar de preocuparse por ello o intentar comprenderlo, se concentraba en problemas más inmediatos, problemas que podía resolver.

En este caso, el problema inmediato era la comida. Carne cruda, no las semillas, frutas y verduras que Sorak comía. Esa dieta satisfacía al joven, pero no a los otros, ni tampoco al Vagabundo, cuyos apetitos eran más carnívoros. Quizá pudieran sobrevivir sólo con la comida que Sorak comía, como sucedía con las hermanas villichis, pero el Vagabundo no creía que tal dieta fuera beneficiosa para el cuerpo que todos compartían.

Aunque no sentía el menor deseo de convertir a Sorak a su forma de pensar, tampoco sentía deseos de enfrentarse a la evolución: no había trepado hasta la cima de la cadena alimentaria para comer semillas. Lo que necesitaba ahora, y lo que los otros ansiaban, era el sabor de la carne recién cazada, la sensación de la sangre caliente descendiendo por su garganta.

Aunque los otros estaban hambrientos, guardaban silencio dentro del cuerpo que todos compartían. No molestaban al Vagabundo ni se inmiscuían en sus pensamientos, y él por su parte era consciente de su presencia, aunque vagamente, porque callaban y guardaban las distancias. Era él el cazador de entre ellos, maestro en el arte de identificar cualquier imagen, sonido y olor de la naturaleza, versado en el seguimiento y acecho, experto en matar deprisa y con eficacia. Todos querían compartir el sabor de la carne recién cazada… todos excepto Sorak, que dormiría durante toda la caza y el interludio de la comida y despertaría sin recordar nada. Los otros aguardaban con tensa expectación.

Aunque el Vagabundo estaba a la vanguardia de su conciencia corporativa, aquellos de ellos que estaban despiertos participaban de sus percepciones y experiencias. No todas las entidades que componían la compleja criatura llamada Sorak compartían la vigilia aquella noche. Poesía dormía, pues prefería la luz del día para estar despierto y así observar con infantil satisfacción lo que Sorak y los otros hacían, y salir al exterior de vez en cuando para cantar o silbar cuando los otros sentían necesidad de su carácter alegre. La temible entidad conocida como la Sombra también dormía, y los otros temían deambular por las profundidades de la esencia de Sorak donde ésta dormitaba. Era como una enorme bestia en hibernación, casi siempre dormida, aunque a veces despertaba para observar como una criatura al acecho en su cueva, que sólo se manifestaba cuando era necesario liberar el lado siniestro de la naturaleza de Sorak.

Más abajo, en lo más profundo de la psiquis de Sorak, dormía un ser que ninguno de los otros conocía realmente, ya que esta entidad nunca despertaba. Todos conocían su existencia, pero sólo en el sentido de que sabían que se encontraba allí, envuelta en capas de protectores bloqueos mentales. Se trataba del Niño Interior, la parte más vulnerable de todos ellos, aquella de la que todos habían surgido. El Niño era el progenitor de los hombres y mujeres en que se habían convertido, pues los había dado a luz diez años atrás en el desierto athasiano, cuando la pequeña y asustada criatura que era había sido desterrada por su tribu para morir en el desierto ignoto. En un último grito desgarrador de abyecto terror, aquel niño había dado a luz a todos ellos y había huido de algo que ya no podía soportar. Ahora dormía, en las profundidades del refugio que se había construido para sí, acurrucado en un sueño parecido a la muerte. Y, en cierto modo, quizás, era una especie de muerte. Era probable que el Niño Interior no despertara jamás. Y, si lo hacía, ninguno de los otros sabía qué sería de ellos.

La Guardiana recelaba. Todos habían nacido cuando el Niño había huido de la vida de vigilia, que se había convertido en una pesadilla. Ahora el Niño dormía. Si despertaba otra vez, podría muy bien ser el final de todos ellos, quizás incluso de Sorak. Sorak, en cierto sentido, no era el Niño crecido. El joven era el primario, porque así era el acuerdo al que habían llegado entre ellos, un pacto que había sido necesario para preservar la cordura general; pero también él había nacido después del hecho, después de que el Niño se durmiera. Si el Niño Interior despertaba, existía la posibilidad -la Guardiana no sabía hasta qué punto era ello probable- de que se integrara con el muchacho, y tal vez también con algunos de ellos. Pero existía asimismo la posibilidad de que Sorak, como el resto de ellos, dejara de existir, y que el cuerpo que todos compartían regresara al Niño que había sido antes; no en una forma física, sino mental. La Guardiana meditaba sobre ello a menudo, y se sentía intrigada.

Kivara no tenía tales preocupaciones. A ella le encantaba la noche, y a menudo efectuaba cortas siestas durante el día para poder mantenerse despierta por la noche, en especial cuando el Vagabundo tomaba las riendas y salía de caza. Kivara no era cazadora. Era puramente una criatura de los sentidos, traviesa y curiosa, una jovencita astuta que carecía de la capacidad de reconocer cualquier límite. Si hubiera podido actuar con total libertad, se habría entregado a todo placer sensual que se le presentara, o habría explorado cualquier nueva experiencia fascinadora que se cruzara en su camino, sin tener en cuenta los riesgos. En ese sentido, podía resultar peligrosa, ya que, si los otros no la vigilaban, podía ponerlos en peligro a todos… y luego huir, regresando al interior para dejar que otro cargara con la responsabilidad de salvaguardar su bienestar.

Aquella noche, sin embargo, Kivara tenía suficiente con permanecer despierta y observar, sentir y escuchar. A través de los aguzados sentidos del Vagabundo, la noche le llegaba llena de animación, y ella no tenía intención de inmiscuirse, en parte porque carecía de esa capacidad. El Vagabundo era mucho más fuerte y, si ella hubiera realizado tal intento, se habría limitado a hacerla a un lado con violencia y devolverla al interior, de la misma forma en que espantaría a una molesta mosca del desierto o se quitaría de los pantalones de un capirotazo a una pulga de la arena. Pero Kivara no sentía ningún deseo de salir al exterior cuando el Vagabundo se manifestaba porque a través de él podía experimentar placeres sensuales con mucha más claridad que cuando era ella la que tomaba las riendas. Y además, claro está, estaba hambrienta, y nadie comería hasta que la entidad hubiera cazado.

Eyron se limitaba a esperar… impaciente como siempre. Deseaba que el Vagabundo se diera prisa y les encontrara alguna pieza. Nunca conseguía entender por qué se demoraba tanto. Su naturaleza irónicamente cínica y pesimista lo hacía preocuparse pensando que, tal vez, aquella noche el Vagabundo fracasaría en su caza y tendrían que soportar un día más de Sorak y su comida de druidas. Eso exasperaba a Eyron. Aquellas sacerdotisas estúpidas habían embrollado el pensamiento del muchacho. El chico era mitad elfo y mitad halfling; y tanto los unos como los otros comían carne.

Eyron prefería la suya cruda y recién cazada, pero cualquier carne serviría en lugar del forraje que Sorak comía durante el día. ¿Para qué necesitaba semillas y fruta y hojas de loto? ¡Eso era una dieta para un kank, no para un elfling! Cada vez que estaban en una ciudad y Sorak pasaba ante un puesto donde vendían carne guisada, Eyron la olía y empezaba a salivar. A veces, el mismo Sorak empezaba a salivar impulsado por el hambre del otro, y Eyron percibía la irritación del primario y se retiraba precipitadamente, enfurruñado. Deseó que el Vagabundo no tardara mucho. Quería alimentarse e irse a dormir con la panza llena.

El Vagabundo sintió la impaciencia de Eyron, pero no le prestó atención. Casi nunca prestaba demasiada atención a aquella entidad porque los pensamientos que ésta tenía eran insustanciales y no le interesaban. Eyron no sabía cazar, no sabía seguir un rastro, no era capaz de oler la caza, ni era lo bastante observador para detectar sus movimientos entre la maleza del desierto. No podía oír nada excepto el sonido de su propia voz, de la que se sentía desmesuradamente orgulloso. Eyron, pensaba el Vagabundo, era una criatura estúpida. Él prefería mucho más la compañía de Poesía, que también era estúpido, pero de una forma agradable. Durante el día, cuando el Vagabundo salía al exterior, a menudo dejaba que Poesía saliera con él y entonara una alegre canción que él escuchaba mientras seguía un rastro. Pero escuchar a Eyron era una pérdida de tiempo, se dijo el Vagabundo. Eyron percibió el pensamiento y muy ofendido se mantuvo en silencio.

Mientras andaba, el Vagabundo mantenía la vista fija en el suelo a su alrededor en busca de señales de caza. Su visión nocturna era tan aguda como la de un gato montes, y de improviso descubrió algo; el Vagabundo se arrodilló para examinar unas débiles marcas en el suelo que habrían pasado inadvertidas a cualquiera de los otros. Eran los arañazos producidos por el paso de un erdland, una enorme ave del desierto incapaz de volar que andaba erguida sobre dos largas y fuertes patas terminadas en afiladas garras. El Vagabundo sabía que los erdlands estaban emparentados con los erdlus, que corrían en libertad por el altiplano, pero a los que también criaban los pastores del desierto para venderlos en los mercados de las ciudades. Los erdlus eran muy apreciados por los habitantes de las ciudades, en especial por sus huevos, aunque a menudo también se consumía su carne. Un erdlu salvaje podía resultar difícil de atrapar, ya que se espantaban con facilidad y podían correr a gran velocidad. Sin embargo, al ser aves de mayor tamaño, los erdlands no eran tan veloces. Y, si bien sus huevos no eran tan sabrosos como los de los erdlus, su carne podía resultar una cena satisfactoria; un erdland podía suministrar un festín, bastante carne para llenar varios estómagos hasta reventar, y aún dejar sobras suficientes para que pudieran comer los carroñeros del desierto. No obstante, aunque un erdland no se moviera tan deprisa como su pariente de menor tamaño, abatir uno planteaba otras dificultades.

Un erdland adulto medía unos cinco metros de altura y pesaba casi una tonelada. Sus fuertes patas lanzaban patadas mortales, y sus zarpas infligían graves heridas. Por otra parte, un ave adulta, como lo era ésta a juzgar por su rastro, poseía un gran pico cuneiforme, al contrario que los animales jóvenes, cuyos picos eran pequeños y no tan peligrosos; un erdland adulto picaba con tanta fuerza que podía destrozar un hueso, y un mordisco de su poderoso pico podía arrancar una mano de cuajo.

El Vagabundo estudió con atención el terreno alrededor del rastro. Los erdlands salvajes acostumbraban vagar en rebaños, pero éste parecía solo, y el rastro era reciente. El Vagabundo regresó junto al rastro y empezó a seguirlo, buscando indicios que pudieran decirle si el animal estaba herido. Pocos metros más allá, encontró lo que buscaba: al ave le faltaba parte de una zarpa; no era suficiente para incapacitarla, pero sí para aminorar su velocidad e impedir que corriera junto al resto del rebaño. Ésta había quedado rezagada, si bien no por ello sería presa fácil.

El Vagabundo siguió el rastro, avanzando deprisa pero sin hacer ruido mientras iba tras su presa. De cuando en cuando, casi como un animal, se detenía y olfateaba el aire, para evitar tropezar de improviso con el ave y alertarla de su presencia. Por fin, tras seguir el rastro durante quizás un kilómetro o más, percibió su olor. Los sentidos de un humano no habrían sido lo bastante finos para captarlo, pero el Vagabundo olió el leve olor almizclero de la criatura en el viento. Calculó rápidamente de dónde soplaba la brisa para asegurarse de que se encontraba a favor del viento, y luego avanzó agachado iniciando el acecho.

Tras recorrer tal vez un cuarto de kilómetro, lo oyó. Se movía despacio, y las patas producían débiles ruidos sordos que habrían sido inaudibles para oídos humanos, pero no para los del Vagabundo. Éste volvió a comprobar el terreno. Aunque no había señales de otros depredadores, se tomó el tiempo necesario para confirmar que ninguna otra criatura iba también tras su presa. Los erdlands eran lo bastante grandes para que sólo se atrevieran a atacarlos las criaturas nocturnas de mayor tamaño y ferocidad, pero no sería inteligente centrarse tan sólo en la pieza a mano y descuidar a otro depredador que pudiera acecharla. Eso podía conducir a una sorpresa desagradable, y competir con otro animal por la presa no sólo sería peligroso, sino un modo seguro de dar al erdland tiempo suficiente para escapar.

El Vagabundo notó la ansiedad de los otros pero no hizo el menor caso. Un buen cazador nunca se precipitaba. Se acercó con cautela y muy despacio a su presa. Poco a poco, redujo la distancia entre él y la enorme ave. Tenía sus buenos cuatro metros de altura, con un largo cuello sinuoso y un enorme cuerpo redondeado del que surgían sus fuertes patas como si fueran zancos. El escamoso collar, que el animal hinchaba y dilataba al atacar para que su cabeza resultara mayor y más temible, estaba doblado sobre sí mismo mientras la criatura avanzaba con lentitud, escudriñando el terreno frente a ella en busca de comida. El Vagabundo se agachó al máximo y con suma paciencia empezó a describir un círculo por detrás, teniendo buen cuidado de no hacer el menor ruido, y haciendo caso omiso del tenso nerviosismo de los otros para evitar que nada lo distrajera. Sus movimientos eran ágiles y felinos mientras se acercaba a cuatro patas, deteniéndose de vez en cuando para comprobar el viento y asegurarse de que no había cambiado.

Se necesitaba una paciencia infinita, ya que el menor sonido podía poner sobre aviso a su presa. El más leve chasquido de una rama seca de algún matorral enano del desierto, el más ligero crujido del pie sobre las piedras, un cambio repentino de la brisa… y el ave se enteraría de su presencia en un instante y o bien huiría o se volvería y atacaría. Un erdland resultaba de lo más peligroso cuando uno se lo encontraba de frente.

El Vagabundo avanzó despacio, acortando distancias gradualmente entre él y su presa, que seguía sin advertir su presencia a pesar de que él había conseguido acercarse hasta quedar a sólo tres o cuatro metros de ella. Estaba casi lo bastante cerca, pero aún no, aún no lo suficiente. Quería asegurarse.

Sólo dos o tres metros ahora. Si el pájaro se volvía, no podría evitar verlo. La luz de las lunas sobre el desierto hacía que destacara con claridad, y sólo su sigilo y el hecho de mantenerse justo detrás de su presa le habían permitido acercarse tanto.

De improviso el ave se detuvo en seco y elevó alarmada la cabeza mientras erguía el cuello.

Fue entonces cuando el Vagabundo atacó.

Con una rapidez igualada tan sólo por la de un elfo, se incorporó, dio tres zancadas a toda velocidad, y saltó. Aterrizó sobre el lomo en el mismo instante en que el ave emprendía la huida, y apretó las piernas con fuerza alrededor del cuerpo a la vez que se asía a su cuello con ambas manos.

La criatura lanzó un grito agudo y saltó hacia adelante, brincando con fuerza sobre las poderosas patas en un intento de quitárselo de encima, en tanto que al mismo tiempo el collar se hinchaba al máximo y el fuerte y musculoso cuello se retorcía entre sus manos. El Vagabundo se aferró con todas sus energías mientras el ave intentaba torcer la cabeza y picotearlo. Un golpe de aquel potente pico cuneiforme podía partirle el cráneo. El Vagabundo resistió los esfuerzos del ave para girar la cabeza, y se sujetó con fuerza, apretando las piernas, mientras el erdland saltaba de un lado a otro frenético, intentando desmontarlo.

El animal lo intentó todo para soltarse. Lanzó al frente el largo cuello para lanzar a su atacante hacia adelante y hacerle perder el equilibrio de modo que pudiera arrojarlo al suelo, pero el Vagabundo se mantuvo firme y tiró hacia atrás, impidiendo que el ave estirara por completo el cuello. Por un instante, el erdland luchó contra su tirón; luego cedió de improviso y dejó que el tirón llevara el cuello hacia atrás. El Vagabundo estuvo a punto de perder el equilibrio, pero consiguió sujetarse.

La criatura saltaba de una pata a la otra, haciendo lo imposible para desmontarlo, y el Vagabundo sentía arder sus músculos por el esfuerzo de intentar seguir aferrado. El ave torció la cabeza primero a un lado, luego al otro, pero él no se soltó. Cuando el animal volvió a echar el cuello bruscamente hacia atrás una vez más para intentar derribarlo, él se dejó llevar por el movimiento y utilizó la oportunidad para deslizar las manos con rapidez cuello arriba hasta debajo del hinchado collar del erdland, en el preciso punto en que el cráneo se unía al cuello.

El pájaro chilló mientras él intentaba doblarle la cabeza hacia arriba y atrás; los saltos del ave redoblaron, pero el Vagabundo no se soltó. La criatura intentó estirar el cuello hacia adelante otra vez, pero él luchó con todas sus fuerzas para impedirlo, al tiempo que forzaba la cabeza hacia arriba hasta que el pico del ave apuntó directamente al cielo. El pico cuneiforme chasqueó impotente y el animal chilló cuando él forzó la cabeza aún más atrás, los músculos de sus brazos tensos y a punto de estallar. Y, por fin, el cuello se partió.

El pájaro se desplomó como una piedra y chocó con fuerza contra el suelo, mientras el Vagabundo saltaba lejos, aterrizaba violentamente y gateaba para alejarse de sus patas, que se debatieron por unos instantes antes de que el animal quedara totalmente inmóvil. Las demás entidades estaban entusiasmadas. El Vagabundo se incorporó y desenvainó el cuchillo de caza.

Se inclinó y, levantando una de las largas patas del ave, desgarró la parte más blanda del vientre. La sangre corrió a borbotones, y su olor resultaba embriagador. La entidad echó hacia atrás la cabeza y lanzó un grito triunfal. Los otros sintieron su alegría y sensación de logro, el cumplimiento de su propósito, y lo celebraron con él. Luego empezaron a comer.

El Vagabundo no se apresuró mientras se encaminaba de regreso al lugar donde habían acampado. Todos habían comido hasta hartarse y dejado atrás lo suficiente para satisfacer una horda de carroñeros. Nada se desperdiciaría. Sólo los huesos de la enorme ave quedarían para blanquearse despacio bajo el sol del desierto, una vez que sus escamas se hubieran secado y desperdigado con el viento. Tras una cacería afortunada, al Vagabundo le gustaba andar y sentir la noche, saborear sus sonidos y olores, abrir su espíritu a la inmensidad del desierto.

A diferencia del amparo del bosque en las Montañas Resonantes, donde gozaba del dosel de hojas sobre su cabeza y sentía la proximidad de los árboles, los altiplanos eran amplios y al descubierto, una llanura desértica aparentemente infinita que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. El Vagabundo sentía una fuerte afinidad con el bosque, pues éste era y sería siempre su hogar, pero el desierto poseía su propia belleza dulce y salvaje. Era como si él se sintiera a sí mismo expandiéndose en un desesperado intento de llenarlo con su presencia. El bosque era acogedor y confortable, pero aquí, aquí tenía espacio para respirar. Existía una clase de soledad diferente allí en el altiplano; una soledad que lo llenaba con una sensación de la inmensidad del mundo cruel en el que vivía, de su majestad. A pesar de la desolación del desierto, éste poseía una especie de serenidad que infundía una sensación de paz.

Podía ser un lugar brutal, peligroso e implacable donde la violencia golpeaba de improviso al incauto, pero para aquel que no se enfrentaba a él y que era capaz de aceptar su forma de ser podía resultar un lugar de transformación.

El Niño había estado a punto de morir en el desierto en una ocasión, muchos años atrás. Pero, en lugar de ello, la tribu había nacido allí, y ahora había regresado y aprendido cómo sobrevivir en él. Y en los altiplanos de Athas la supervivencia no era ninguna tontería. El Vagabundo meditaba sobre todo esto mientras regresaba al campamento.

Se detuvo de repente. Todos sus sentidos se habían agudizado y concentrado. A poco ya sabía qué era lo que le había alertado, y empezó a correr, a toda velocidad, de vuelta al campamento.


Ryana estiró el brazo rápidamente para coger su ballesta, pero, durante el breve instante en que apartó los ojos, la sombra desapareció. Poniéndose de rodillas tensó el arco e insertó una de las saetas de su carcaj; luego sujetó la ballesta frente a ella, lista para alzarla al momento, en tanto que sus ojos escudriñaban la zona circundante. Tal vez sólo había sido su imaginación, pero estaba segura de haber visto moverse alguna cosa allí fuera; fuera lo que fuera la sombra, parecía haberse perdido en la noche.

Ryana se humedeció los labios, que de repente notaba muy secos; ansiaba que Sorak regresara. Permaneció totalmente inmóvil, alerta, el arco listo, los oídos aguzados para percibir el menor sonido. A lo lejos, resonó el grito de algún animal. Algo que cazaba, o era cazado. Sonaba muy lejano. Deseó arrojar un poco más de leña al fuego, que estaba ya casi apagado, pero no se decidía a bajar la ballesta. ¿Podría haber sido sólo una triquiñuela de la luz de las lunas? La fría brisa nocturna agitó su larga melena mientras permanecía agazapada y esperando, escuchando con atención. ¿Era eso algo que se movía, o sólo el viento, susurrando entre los matorrales?

Durante lo que pareció una eternidad, Ryana se quedó inmóvil, la ballesta preparada. No se veía ninguna señal de movimiento fuera del campamento, y ahora no oía más que el susurro del viento por entre los pastos resecos del desierto y las ramas de pagafa sobre su cabeza. La hoguera estaba casi apagada del todo. Soltó el aire, dándose cuenta de repente de que había estado conteniendo la respiración, dejó la ballesta en el suelo, y estiró el brazo para coger unas cuantas ramas que echar a la fogata.

Una sombra cayó sobre ella de improviso, y sintió cómo unos fuertes brazos la rodeaban desde atrás.

Con un grito, alzó los brazos y se escabulló de su atacante; luego rodó y lanzó una veloz patada hacia atrás con una pierna. Sintió cómo el pie chocaba con algo y escuchó un sordo gruñido cuando alguien o algo cayó al suelo; entonces se incorporó con una voltereta para enfrentarse a lo que la había atacado.

Las ramas secas que había arrojado al fuego prendieron de improviso, y distinguió lo que en un principio parecía un hombre levantándose. Era muy alto y fornido, con espaldas anchas, cintura estrecha, larga melena oscura y facciones enjutas; pero las proporciones no parecían correctas.

Con aquellos brazos y piernas desmesuradamente largos, semejaba casi un villichi masculino, aunque, claro está, eso era imposible. Advirtió que sus orejas eran puntiagudas y pensó que se trataba de un elfo, y entonces vio sus manos cuando las alzó frente a él, los dedos curvados como zarpas. Las manos eran muy grandes, más del doble del tamaño de unas manos humanas normales, y los dedos eran al menos el triple de largos. Estos últimos parecían ensancharse en las puntas, y entonces, de repente, comprendió lo que eran: ventosas. Con un escalofrío involuntario, se dio cuenta de a qué se enfrentaba. No era un hombre ni un elfo. Era un thrax.

En algún momento, debía de haber sido humano, pero ya no lo era. Era una criatura infame creada por otra como ella. Los primeros thraxes habían sido abominaciones creadas por la magia profanadora a modo de plaga que lanzar contra sus enemigos; pero ni los profanadores habían podido controlarlos. Se volvieron salvajes y huyeron al desierto, donde atacaban por sorpresa a los viajeros. Transformándose en sombras, los thraxes se acercaban sigilosamente a sus desprevenidas víctimas y luego se materializaban a su espalda, las sujetaban con sus fuertes brazos y fijaban las ventosas para absorber toda el agua de sus cuerpos. Infligían tal dolor que por lo general sus víctimas ni siquiera podían resistirse, y morían de una forma horrible, convertidas en cadáveres deshidratados.

Ryana no sabía de nadie que hubiera sobrevivido al ataque de un thrax. Aun cuando la víctima consiguiera soltarse, el contacto con aquellas ventosas hacía que la repugnante magia que había creado a estas vampíricas criaturas pasara a la víctima y, con el tiempo, aparecía un nuevo thrax. La mágica mutación se iniciaba con un escozor en manos y pies, luego en brazos y piernas a medida que los huesos se iban alargando. El dolor aumentaba, extendiéndose por todo el cuerpo, y luego la piel de las puntas de los dedos se resquebrajaba y empezaba a sangrar a medida que brotaban las ventosas de la carne. Al mismo tiempo, aparecía una sed terrible, una sed que, en un principio, podía saciarse chupando los fluidos de pequeños mamíferos. Pero la sed aumentaba, eliminando toda cordura, y sólo una víctima que fuera humanoide o humana podía facilitar suficientes fluidos corporales para saciarla… aunque por poco tiempo.

La arrugada boca del thrax se retorcía sedienta, mientras la repugnante criatura permanecía agazapada al otro lado de la hoguera frente a ella, con los largos dedos terminados en ventosas extendidos y agitándose obscenos.

Ryana sabía que sólo existía una posibilidad de escapar a la muerte, o a un destino peor aún que la muerte, y ésta era asestar un golpe mortal mientras el ser mantenía su forma sólida. La ballesta estaba fuera de su alcance, al otro lado del fuego. La espada seguía en su vaina de cuero, junto a la mochila donde ella la había dejado. No tenía más que sus cuchillos. Con un veloz movimiento, bajó la mano y sacó una de las armas de la parte superior de su alto mocasín y, en un rápido ademán, la arrojó contra la criatura. El thrax se transformó al momento en sombra, y la hoja lo atravesó inofensiva, y fue a dar contra uno de los gruesos troncos del árbol de pagafa, donde se clavó. El repugnante thrax volvió a materializarse mientras se agachaba, listo para saltar.

Sin apartar los ojos de la criatura, Ryana volvió a inclinarse veloz y sacó el otro cuchillo de la bota; sostuvo el largo estilete frente a ella y se agazapó ligeramente, los pies bien separados. El thrax vio el segundo cuchillo y vaciló. En ese instante de momentánea vacilación, Ryana proyectó el poder de su mente y, con sus poderes paranormales, lanzó las ramas que ardían en el fuego directamente al rostro del thrax. El ser retrocedió de forma instintiva y alzó las manos, y Ryana se lanzó sobre él. Pero la criatura se recuperó rápidamente, mucho más deprisa de lo que la joven había previsto, y, mientras ella lo acuchillaba, él se convirtió en sombra.

La sombra dio un salto atrás, lejos de ella, y el thrax volvió a materializarse, más cauteloso esta vez, y comenzó a dar vueltas a su alrededor vigilándola con atención. Hizo una o dos fintas hacia ella, en un intento de obligarla a lanzar el cuchillo, pero Ryana ya sabía que eso no funcionaría. En su lugar, sacó otro cuchillo, el largo de hoja ancha de la funda sujeta a su cinturón. Estas armas eran las únicas que le quedaban, junto con sus poderes paranormales y su ingenio. El thrax sabía ahora que ella no era presa fácil, una mujer solitaria que caería víctima de su propio terror. Pero la criatura estaba sedienta, y ella era la única bebida disponible en muchos kilómetros a la redonda.

Empezaron a girar cautelosos, sin que ninguno tomara la iniciativa de atacar. El thrax intentó conseguir que la joven lanzara una de las armas, pero ella resistió la tentación, permaneciendo alerta a cualquier oportunidad de atacar, aunque cada vez que hacía un movimiento hacia la mortífera criatura, ésta se convertía en sombra otra vez y se desvanecía, en un intento de mezclarse entre las otras sombras y caer sobre ella por detrás. Ryana no podía permitir que su vigilancia se relajara ni un instante, porque ese instante resultaría fatal.

Era consciente de que no podría resistir indefinidamente. Más tarde o más temprano, el thrax la engañaría y se deslizaría a su espalda en forma de sombra, o su sed lo impulsaría a un ataque frontal directo, bajo la forma de sombra, y la envolvería con sus espectrales apéndices para luego materializarse en su mortífera forma.

Acababa de pasar esa idea por su cabeza, cuando el thrax se transformó en sombra y saltó sobre ella. En lugar de retroceder, como él había esperado, Ryana corrió a su encuentro y atravesó a la criatura en su fantasmal estado antes de que pudiera materializar las manos sobre ella. La muchacha contuvo las náuseas que la asaltaron mientras se abría paso a través de la sombra y se sentía empapada por su repugnante gelidez. Una vez al otro lado, se volvió para enfrentarse otra vez al thrax que volvía a materializarse, demasiado tarde para atraparla, pero listo para un nuevo intento. ¿Cuánto tiempo podría aguantar esto? El tiempo favorecía al ser. Ella estaba cansada, y su adversario lo sabía. Un desliz, un paso en falso, y todo habría terminado.

Sus posiciones ahora eran casi idénticas a las que habían ocupado durante el primer ataque del thrax. La ballesta seguía fuera de su alcance, al igual que la espada, y no podía perder tiempo yendo a buscarlas.

Pero ella era villichi, educada en el Sendero, y era sólo eso, si es que había algo, lo que le confería una ventaja. Mientras vigilaba al thrax, sin apartar la mirada de él ni por un segundo, proyectó el poder de su mente y lo concentró en el cuchillo que había arrojado antes, incrustado ahora en el árbol de pagafa. Muy despacio, el arma empezó a soltarse detrás del thrax. Al percibir que se liberaba, la joven mantuvo la concentración en el cuchillo, y al mismo tiempo lanzó uno de los otros cuchillos que sujetaba. El thrax se transformó rápidamente en sombra y la hoja lo atravesó inofensiva; cuando volvió a adoptar forma sólida, Ryana lanzó veloz el segundo cuchillo, sin dejar de mantener sus poderes paranormales fijos en el cuchillo que estaba liberando del tronco de pagafa.

El thrax volvió a adoptar el aspecto de sombra, y el segundo cuchillo lo atravesó, y ahora, al verla desarmada, la criatura se materializó una vez más, lista para atacar. A su espalda, el cuchillo incrustado en el árbol de pagafa acabó de soltarse, giró sobre sí mismo, y salió despedido al frente, dirigido por la energía paranormal, para clavarse en la espalda de la criatura, justo entre los omóplatos.

El thrax aulló y volvió a transformarse en sombra, por lo que el cuchillo clavado en su espalda cayó al suelo; pero, en ese instante, Ryana dirigió su concentración a la espada, que descansaba a los pies del árbol de pagafa, junto a su mochila. La hoja de hierro saltó de su vaina y voló sobre el fuego con la empuñadura por delante, directamente a la mano tendida de la joven.

En cuanto el ser volvió a adoptar su forma normal, Ryana se hizo a un lado a toda velocidad y, blandiendo la espada, describió un amplio arco que decapitó a la criatura de un solo tajo. Ésta cayó al suelo, con un chorro de oscura sangre borboteando por el cuello, y la cabeza seccionada rodó hasta la hoguera. El largo y grasiento cabello se encendió, y el olor de carne quemada inundó la nariz de la muchacha, que retrocedió a punto de vomitar.

De improviso, sintió otra vez aquel hormigueo en la parte posterior del cuello y giró en redondo, la espada tendida ante ella. El Vagabundo se encontraba allí inmóvil, contemplándola con expresión ecuánime. La joven suspiró llena de alivio y, agotada, bajó el arma.

La entidad se adelantó y bajó los ojos hacia el cuerpo decapitado de la criatura, cuya sangre teñía la arena.

– Thrax -se limitó a decir. Luego la miró a ella y asintió con aprobación. Sin otra palabra, se encaminó hacia la hoguera, donde ardía la cabeza del thrax, cuya carne carbonizada despedía un olor nauseabundo al consumirse. Tras arrojar un poco más de leña, el Vagabundo se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, apoyó la cabeza sobre el pecho, y se durmió. Al cabo de un instante, la cabeza volvió a alzarse y Sorak la miró.

– Parece que has tenido una noche movida -comentó-. Puedes dormir ahora, si quieres. Yo montaré guardia hasta el amanecer.

– ¿Cuándo regresaste? -preguntó ella, la respiración entrecortada aún por el esfuerzo realizado.

– Acabo de despertar.

– Me refería al Vagabundo.

– Ah. Un momento, se lo preguntaré. -Su rostro adoptó una expresión preocupada y lejana por unos instantes; luego su atención volvió a dirigirse a ella-. Al parecer llegó poco antes de que matases al thrax -dijo.

– ¿Y no se le ocurrió ayudarme? -inquirió ella asombrada.

– Parecías tener la situación controlada. No quiso interferir en tu cacería.

– ¿En mi cacería? -repitió ella, incrédula-. ¡Luchaba por salvar la vida!

– Con éxito, por lo que parece -repuso Sorak, echando una ojeada al cuerpo decapitado del thrax.

– ¡Maldita sea, Sorak! ¡Podrías haberme ayudado!

– Ryana -dijo él en tono de disculpa-, perdona, pero yo dormía durante todo ese episodio.

La joven dejó caer los hombros con un suspiro y arrojó la espada al suelo junto a él.

– Muy bien -replicó, con una mueca-. Por supuesto.

– Estás enojada conmigo.

– No -su voz tenía un toque de resignación-, ¡pero desde luego me gustaría decirle cuatro verdades al Vagabundo!

– Adelante, si eso hace que te sientas mejor. Te oirá.

– Oh, ¿de que serviría? -contestó ella, dejándose caer al suelo a su lado-. Lo más probable es que sólo le produjera perplejidad.

– Me temo que eso es cierto -asintió Sorak-. Pero de todos modos, si sirve de algo…

– Limítate a ir a recoger mis cuchillos -respondió ella, acurrucándose en el suelo y cubriéndose con su capa-. Estoy cansada, y todo lo que deseo es dormir.

Apoyó la cabeza en la mochila y cerró los ojos. No recordaba haberse sentido nunca tan cansada. Cuando volvió a abrir los ojos, ya había amanecido.

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