Durante todo el día, mientras estuve leyendo, la lluvia estuvo cayendo constantemente, chapoteando en la grava que hay bajo la ventana del salón y formando charcos en la hierba empapada. Excepto por la ocasional visión de algunas ramas desnudas que se atisbaban entre la niebla, no había nada que pudiera verse por encima del muro, salvo aquella niebla gris que giraba en volutas. En más de una ocasión levanté la mirada de las páginas que contenían la narración de John Montague y sentí escalofríos antes de que el calor de la chimenea me devolviera a Elsworthy Walk.
Mucho antes de llegar al final supe que sólo mi parecido con Nell pudo haberle perturbado de aquel modo; eso… y la alocada sospecha, tal y como lo sugirió, de que yo pudiera ser Clara Wraxford. Mi corazón había aceptado esa posibilidad -y, de hecho, me había aferrado a ella, antes incluso de que mi cabeza hubiera comenzado a comprender qué significaba todo aquello, aparte de que tenía la absoluta convicción de que Nell jamás podría haberle hecho daño a su hija. Había muchas preguntas que quería plantearle al señor Montague, pero en su carta había un algo extraño, definitivo, un aire de despedida, como si no esperara volver a saber de mí nunca más.
Mi tío había decidido hacer frente al mal tiempo saliendo a cenar con algunos amigos artistas (para mi alivio, pues yo no habría podido decidir qué debería contarle, si es que debía contarle algo); así que me puse la cena en una bandeja, junto a la chimenea, mientras estudiaba la genealogía que John Montague había trazado. Se había levantado un viento horrible y estaba haciendo traquetear las contraventanas, y lanzando cortinas de lluvia contra los cristales.
El árbol genealógico se había dibujado de tal modo que Clara Wraxford (1868-¿?) y Constance Langton (n. 1868) aparecían situadas juntas al final de la página. Toda mi vida me había visto como una parte separada e independiente del mundo. El proverbio del doctor Donne, según el cual «Ningún hombre es una isla» [54], siempre había generado en mí sentimientos contrapuestos; nuestra casa en Holborn había sido, tristemente, una isla, cerrada en sí misma, y la muerte de Alma aún nos había aislado más. Para muchas personas, supongo, la relación con los Wraxford les habría resultado profundamente indeseable, pero a pesar de su historia oscura y siniestra, mi mundo aparecía repentinamente ensanchado.
Observando detenidamente los débiles trazos y líneas que nos conectaban, y suponiendo, sólo suponiendo, que yo fuera Clara Wraxford, pensé: ¿qué podría deducirse? En primer lugar, que Nell era inocente del peor de los crímenes que se le habían achacado… Pero su solo diario era una prueba suficiente para mí, aparte de que estaba completamente segura de que ella no había tenido nada que ver en la muerte de la señora Bryant. Y si realmente le había disparado a Magnus mientras éste se encontraba en la armadura, lo habría hecho para salvar su propia vida… y la de Clara. Me pregunté si el señor Montague no habría cometido un grave error al no llevar todos esos diarios a la policía.
Por otro lado, si John Montague hubiera decidido ocultar no sólo el paquete de papeles que había encontrado en el bolsillo del gabán de Magnus, sino también la daga, la pistola y el fragmento de tela, la muerte de Magnus se habría considerado un accidente, el resultado de un experimento estrafalario -una expresión que él mismo había utilizado al hablar de su tío Cornelius-, y por tanto, si Nell hubiera escapado con Clara, no habría necesitado ocultarse, una vez que todo se hubiera sabido.
¿Qué había ocurrido la noche en que murió la señora Bryant? En su última anotación, Nell decía que había pensado espiar desde la biblioteca y averiguar quién la había convocado allí. Tal vez, al final, se lo pensó mejor. Quizá estaba realmente dormida cuando la criada llamó a su puerta con la noticia de la muerte de la señora Bryant. Y luego, algunos momentos más tarde, aquella misma noche, ella y Clara desaparecieron de la habitación.
No debería permitir, me dije con gran severidad, que mi mente se enredara en frases como «arrebatados del mundo en cuerpo y alma…».
Y, desde luego, Nell no había sido arrebatada en cuerpo y alma, porque Magnus la había visto -o dijo que la había visto- en la escalera, después de que todo el mundo hubiera abandonado la mansión.
Pero si Nell lo había encerrado en la armadura (y yo realmente no puedo, en lo más profundo de mi corazón, pensar de otro modo), ella tuvo que regresar a la casa una vez que todos la hubieran abandonado, o bien permaneció escondida durante todo ese tiempo. Estando sola, podría haber evitado que la encontraran, pero eso habría resultado imposible si llevaba consigo a Clara. Y si se había ido de la mansión por la mañana temprano, jamás habría vuelto trayendo a Clara de nuevo con ella.
Sobre todo, no habría vuelto con Clara si había planeado huir desde el principio. ¿Y si había llegado a un acuerdo con alguien para encontrarse al amanecer, a unas cien yardas por el camino adelante, por ejemplo, para que las sacara sanas y salvas de allí? ¿Y si, en otras palabras, la muerte de la señora Bryant hubiera sido, desde el punto de vista de Nell, una espantosa coincidencia y nunca hubiera tenido la intención de participar en la sesión de espiritismo en absoluto?
Pero… teniendo la libertad tan al alcance de la mano, ¿por qué habría tenido que regresar a la mansión?
Porque había olvidado su diario. Tan pronto como esas palabras adquirieron forma en mi pensamiento, comprendí cómo debió de ocurrir todo: seguramente permaneció despierta hasta altas horas de la madrugada, esperando temerosa las primeras luces del amanecer (ni siquiera se atrevería a encender una luz), vestida apresuradamente… no, ya estaría completamente vestida desde varias horas antes… Luego cogería a la niña, bien arropada y dormida, aún drogada por el láudano, y cerraría la puerta tras ella, aterrorizada ante la posibilidad de que el ruido de la cerradura pudiera delatarla, pero sabiendo que ello le proporcionaría algún tiempo más para poder alejarse de la mansión. No es extraño que se dejara el diario… El único á misterio consistía en averiguar por qué se había arriesgado en volver a por él.
Sí, ella había pensado en recuperar el diario, pero para entonces toda la casa ya estaba en pie. Nell había quedado atrapada en la mansión y su cómplice se había visto obligado a irse con la niña y abandonar a la madre a su suerte.
Me di cuenta entonces de que había olvidado la cuestión de los diamantes y el joyero que la policía había encontrado debajo del entarimado. Simplemente, yo no creía que ella hubiera estado pensando en robarlos aquella maldita noche… ni siquiera sabría de su existencia.
Pero podría haberlos cogido por Clara, después de aquel último enfrentamiento con Magnus. Puede suponerse que Nell se hubiera escondido en la parte superior de la casa, que hubiera conseguido evitar a quienes la buscaban -tal vez yendo de una habitación a otra-, hasta que sus perseguidores abandonaran. Entonces, ella habría esperado hasta que hubiera partido el último de los carruajes y habría descendido por las escaleras… y, entonces, habría visto a Magnus en el rellano inferior. Él la habría perseguido, ella habría escapado… en esos momentos, Nell volvía a ser una verdadera prisionera. Así pues, en la desesperación, se habría enfrentado a él con una pistola (¿la llevaba siempre consigo?) y le habría ordenado que se metiera en la armadura. Después, huyó, abandonando allí a Magnus… pero ¿cómo estaba tan segura de que él no iba a poder liberarse? Muy probablemente él trató de desembarazarse cuando Nell quiso cerrar las planchas frontales de la armadura, y ella le disparó en defensa propia, y trabó el mecanismo por temor a que pudiera recobrarse… o a lo que pudiera convertirse estando muerto.
Después… había corrido hasta su habitación para recoger su diario y descubrir que… ¿ya no estaba? Seguramente su primera intención fue huir, sabiendo que su propia vida ya estaba perdida, y pensando sólo en Clara. Quizá Magnus había querido comprar su propia vida con los diamantes cuando vio que ella pensaba dispararle… Aún no puedo imaginarme a Nell ocultando el joyero bajo el entarimado, pero en aquella gargantilla pudo haber visto un futuro halagüeño para Clara, aun cuando el suyo se fuera al traste.
El fuego ardía sólo en pavesas. La lluvia prácticamente había cesado, pero el viento ululaba débilmente en la chimenea. Añadí una última paletada de carbón.
Magnus había dicho, en su última carta al señor Veitch, que estaba oscureciendo mientras escribía. Para cuando se produjo aquel terrible enfrentamiento, ya debía de ser completamente de noche. Quedarse otra noche en la mansión habría sido inconcebible para Nell; pero entonces… ¿adónde había ido? Desde luego, no con Clara, pues ello habría significado que cualquiera que estuviera con la niña se habría convertido en cómplice de asesinato.
¿Qué habría hecho yo si hubiera estado en el lugar de Nell? Recordé, como una punzada en las entrañas, el enfermizo sentimiento de horror que se había apoderado de mí tras la muerte de mamá. Para Nell aquello debió de ser infinitamente peor: la horca pendía sobre ella, y tenía que saber que si la atrapaban, Clara se vería condenada a crecer como la hija de una asesina, apartada de la sociedad.
Pero no la habían atrapado. Cuanto más lo pensaba, más probable me parecía que, como había temido John Montague, Nell hubiera acabado sus días en alguna parte inaccesible de los bosques de Monks Wood. Porque… ¿cómo podría haber escapado, con todo el condado buscándola?
Y si Clara había sobrevivido, debía de haber crecido bajo otro nombre, y sin saber jamás, tal vez, que Nell había sido su madre.
Alguna amiga de confianza -una mujer seguramente- se había hecho cargo de Clara, y la había alejado de la mansión la mañana de aquel fatídico sábado. Y después esperó en vano durante cinco días, preguntándose qué habría sido de Nell, antes de que se difundieran los espantosos descubrimientos de John Montague.
O quizá Nell había sobrevivido, y le había escrito a esa amiga suya diciéndole: «Estoy perdida; te ruego que te asegures de que Clara no sepa nada de esto; te enviaré dinero para ella si puedo… es decir… cuando haya vendido los diamantes…».
Y si a la amiga no le hubiera sido posible mantener a Clara consigo, pero hubiera sabido que Nell tenía una prima lejana llamada Hester Langton, una mujer sin hijos, de unos cuarenta años, de una rama apartada de la familia Lovell, que vivía con su marido cerca de Cambridge…
«Absurdo», dijo la parte racional de mi mente. Pero John Montague se había conmocionado ante el parecido que yo guardaba con Nell, y allí estaban aquellos dos nombres, juntos, uno al lado del otro, en el árbol genealógico, nacidos en el mismo mes del mismo año, con sus nombres comenzando por la misma inicial… Y aproximadamente un año después de la desaparición de Nell, Theophilus Langton había abandonado su puesto en Cambridge y se había trasladado a Londres, como si repentinamente hubiera recibido una suma de dinero secreto.
Ni siquiera era necesario que los Langton supieran que la niña huérfana en cuestión era Clara Wraxford; bastaba que supieran que era una niña con una historia trágica y un misterioso benefactor, que les entregaba a la niña como si fuera suya.
Era una locura, sí. Pero eso lo explicaba todo, y todas las piezas parecían encajar, incluso mi atracción por las sesiones de espiritismo. Y explicaba, sobre todo, la afinidad que sentí hacia Nell desde las primeras páginas de su narración, como si la voz que oía en aquellas líneas me resultara familiar…
A la mañana siguiente bajé las escaleras sin una idea clara de lo que debería contarle a mi tío, y me encontré con que a él se lo habían contado todo respecto al misterio de Wraxford sus propios amigos, y estaba deseando compartir sus averiguaciones conmigo.
– Te asombrará saber, querida, que la historia de esa nueva casa tuya está escrita con letras de oro en los anales del crimen. La señora Wraxford verdaderamente oscurece a lady Macbeth: no sólo mató a su mecenas y a su marido, sino también a su hija pequeña, y se escapó sin dejar rastro con una gargantilla de diamantes valorada en diez mil libras…
– Nada de eso pudo probarse, tío. Durante todo el día de ayer estuve leyendo un informe privado de la tragedia, y no creo que ella fuera culpable; salvo… quizá… de haber sido la causa de la muerte de su marido en defensa propia.
– Bueno, es una salvedad muy notable… -contestó-. Y, si puedo hacer una pregunta, ¿qué pruebas aporta el señor Montague para llegar a esas conclusiones? A juzgar por el relato de Erskine, relativo a la investigación judicial sobre el asesinato de Magnus Wraxford (me ha prometido que me buscará los recortes de prensa), parece un caso muy claro.
– Yo tengo mi propia opinión al respecto, tío, pero… me temo que no debería decirte mucho más… ni dejarte leer el relato del señor Montague sin pedirle permiso.
– Bueno, si no se me permiten ver las pruebas -dijo un tanto ásperamente-, difícilmente me podrás culpar de preferir el veredicto del forense, de la policía y de la gente en general.
Y se fue con paso airado a su estudio. Por sus gestos pude comprender que mi tío se había sentido herido en su orgullo por el hecho de que la señorita Wraxford me hubiera dejado la propiedad a mí, en vez de a él -que era el pariente masculino más cercano- y, en realidad, no podía culparle por sentirse un tanto agraviado. De modo que escribí inmediatamente al señor Montague preguntándole si podía mostrarle los papeles a mi tío, y diciéndole cuánto me gustaría volver a hablar con él, en cualquier momento, cuando pudiera volver por Londres. Pero como los días transcurrieron sin que recibiera contestación, comencé a preguntarme si tal vez le habría ofendido o si quizá mi carta se habría extraviado. A lo largo de la semana, muy hábilmente, mi tío procuró no mencionar a los Wraxford, pero la desconfianza entre nosotros se mantuvo hasta que, diez días después de haberle escrito al señor Montague, llegó una carta remitida desde Aldeburgh, dirigida a mí y con una letra desconocida.
Estimada señorita Langton:
Lamento mucho tener que comunicarle por la presente la muerte de mi apreciado colega, el señor John Montague, acaecida el día 21 del corriente. Puede tener la absoluta seguridad de que nos seguiremos ocupando de sus intereses en la propiedad Wraxford; seguramente ha visto usted el anuncio sobre la herencia de la mansión, que se ha puesto ya definitivamente a su nombre, señorita Langton; yo mismo inserté ese aviso en The Times, tal y como el señor Montague habría querido que hiciera, estoy seguro. Le ruego, señorita Langton, que me tenga por su más seguro servidor,
BARTHOLOMEW CRAIK
P. S.: Puesto que su última carta para el señor Montague se señalaba como «Personal y confidencial», le devuelvo la carta sin abrir y en sobre aparte, junto con otra carta que ha llegado recientemente concerniente a la propiedad Wraxford.
John Montague había muerto al día siguiente de haberme enviado su confesión. Pero… ¿cómo había muerto? Mi tío, después de haber leído la carta del señor Craik, por voluntad propia cogió un coche de punto y fue hasta el British Museum para repasar los periódicos de Suffolk de la semana anterior, pero sólo volvió con la noticia de que John Montague se había ahogado.
– Parece que tenía la costumbre de bañarse en el mar, incluso con el tiempo más inclemente, pero en esta ocasión el frío (o eso se da por seguro) fue al parecer demasiado para él. Su cuerpo apareció en el paseo de la playa a la mañana siguiente. Hubo una investigación, desde luego; el médico forense dijo que había sido una muerte accidental, y añadió una advertencia sobre los peligros del baño marino en tan extremas circunstancias.
Recordé entonces, con amarga intensidad, las palabras de John Montague acerca de «nadar mar adentro, en las gélidas profundidades hasta que me falten las fuerzas y me hunda bajo las olas…».
– Pero… ¿nadie ha sospechado… que podría haberse ahogado deliberadamente?
– No, querida. ¿Por qué crees eso? Puede que ir a nadar en enero no sea tu idea de ejercicio sano, pero algunas personas piensan que obra maravillas en la circulación sanguínea.
– No lo creo -dije desconsolada.
De repente, la carga me pareció demasiado pesada como para sobrellevarla sola, así que le entregué a mi tío todo el fajo completo de papeles bajo la promesa de que lo guardara en secreto. Mientras lo leía, soporté otro periodo de tiempo largo y opresivo, preguntándome si yo podría haber sido culpable de la muerte de John Montague; finalmente mi tío volvió a aparecer a última hora de la tarde, mirándome con un gesto inusitadamente sombrío.
– Ahora lo comprendo -dijo-. Ahora comprendo por qué pensaste inmediatamente en el suicidio; me temo que es muy posible. Pero, para mí, en primer lugar, el misterio es por qué te envió estos papeles.
– Pensó que… dijo que yo le recordaba a Eleanor Wraxford.
– Pero no hay nada sorprendente en eso: al fin y al cabo, sois parientes.
– Quiero decir… él quería que yo supiera que ella era inocente, porque…
– Pero… ¿cómo es posible que pienses eso? -exclamó mi tío-. ¡Si había alguna mínima duda sobre su culpabilidad, estos papeles la disipan por completo!
Lo miré asombrada.
– Tío… ¿no entiendes que Nell jamás podría haberle hecho daño a su hija Clara ni pudo haber asesinado a la señora Bryant? Y, tal y como te dije ayer, si ella le disparó cuando Magnus estaba en el interior de la armadura, sólo lo hizo porque temía por su vida… y la de Clara…
Y quise añadir que mi existencia era la demostración palpable de que no mató a su hija, pero tuve miedo de que se riera de mí.
– ¿Se trata únicamente de simpatía hacia otra mujer, querida? No te comprendo…
– Supongo que siento… cierta simpatía hacia ella -admití dubitativamente-. Más que eso… confío en ella. Siento que podría reconocer su voz si la oyera. Todo lo que hizo… incluso huir de aquel espantoso lugar… lo hizo por Clara. No fue ella la que invitó a la señora Bryant a la mansión: lo hizo Magnus Wraxford, y era un hombre malvado… ¿es que no lo ves?
– No, querida, no lo veo. Las personas locas pueden parecer muy razonables, ya sabes, y actúan movidas por grandes delirios que procuran ocultar hasta que es demasiado tarde. Ella misma decía que sufría alucinaciones…
– Las llamaba «visitas», tío.
– Es lo mismo. Escúchame: ella pudo haber creído sinceramente todo lo que escribió en sus diarios, pero eso no significa que nosotros debamos creerla. Incluso John Montague admite tal posibilidad, y eso que estaba absolutamente enamorado. No frunzas el ceño, querida: esto es innegable. Y debes recordar que el abogado admiraba notablemente a Magnus Wraxford, hasta el día en que fue a visitar a Eleanor a la mansión.
»Y, después de todo, no veo por qué estás en contra de Magnus. Si consideras el matrimonio desde su punto de vista, ella misma admite que se comportaba con admirable contención. Nunca la golpeó, ni la amenazó, ni la forzó… Ella dice que le tenía un miedo mortal, pero seguramente el doctor estaba haciendo todo lo posible para calmar la furia de una mujer joven y peligrosamente perturbada. Y luego, por si se precisara alguna prueba más, él dice en su última carta que la vio en las escaleras…
– Entonces, tío… ¿crees que mató a los tres: a su marido, a su hija y a la señora Bryant?
– En el caso de Magnus no es cuestión de creer o no creer: el dictamen del médico forense fue más que suficiente, y si necesitas pruebas adicionales, las tienes en las manos. La señora Bryant pudo haber muerto perfectamente por un sobresalto, pero… ¿de verdad no te resulta abrumadoramente posible que Nell fuera la causante? Y respecto a la niña, ¿quién podría o querría habérsela llevado?
»Me lo niegas con la cabeza, querida, pero… ¿qué me dices de la gargantilla de diamantes? Supongo que no discutirás que Magnus la compró para ella… y que ella se la llevó. La hipótesis más caritativa es que huyó con la niña, en un ataque de remordimiento… quizá mientras el propio Magnus aún estaba vivo, aunque encerrado… y que sus restos mortales yacen en algún hoyo inaccesible en el corazón de Monks Wood. ¿Es que puedes explicar de otro modo la secuencia de hechos?
– Si Magnus realmente se ocupaba de ella -dije-, ¿por qué permitía que la señora Bryant la insultara, insistiendo en que estuviera presente en la sesión de espiritismo… y dejándola sola en aquella casa maldita? Y no sabemos si ella cogió la gargantilla de diamantes; sólo tenemos la palabra de Magnus, según el cual, al parecer, pensaba dársela a Nell. Quizá la compró para la señora Bryant. Y cuando Magnus y el doctor Rhys irrumpieron en su habitación aquella mañana…
Mi voz se fue apagando al recordar la última «visita» de Nell. Había presentido la muerte de Edward Ravenscroft… y después, su propia desaparición y la de su hija. Volví atrás en las páginas de John Montague:
Y así, el hombre que poder tuviera para domeñar la fuerza de los rayos sería el Ángel vengador del Día del juicio…
– ¿No te extraña, tío -dije con inquietud-, que casi todos los que se acercan a esa especie de armadura acaben por desaparecer o mueran de algún modo inusual? Thomas, Felix y Cornelius Wraxford, la señora Bryant, Nell, el propio Magnus… y Magnus podría haberse equivocado… o haber mentido respecto a la mujer que vio en las escaleras.
– Querida… ¿no estarás invocando a los espíritus malignos en defensa de Eleanor Wraxford? No puedes pensar en serio que un espíritu robó la gargantilla de diamantes o se le enganchó el vestido en la armadura…
– No, tío… Pero alguna otra persona podría haberlo hecho. Imagina que Magnus estuviera envuelto en algún ritual satánico… y que sus cómplices se rebelaran contra él…
Un carbón estalló, sobresaltándome con un fuerte chasquido y una minúscula lluvia de chispas.
– Eso, realmente, querida, es aferrarse a la última esperanza. Tendrás pesadillas si no tienes cuidado. La gente no se disuelve en el aire. Por muy siniestro que pueda parecerte el asunto de la armadura, en la actualidad hay muchos caballeros ilustrados que están involucrados en ese mismo tipo de experimentos, la Sociedad para la Investigación Física, por ejemplo, y con evidentes buenos resultados. Y respecto a la insistencia de Magnus en que Nell le acompañara a la mansión, de nuevo te recuerdo que sólo contamos con la versión de los hechos según la propia Nell. No debes dejarte llevar por tu imaginación. Realmente el señor Montague hizo muy mal en enviarte estos papeles; estrictamente hablando, deberíamos entregárselos a la policía.
– Tío, me prometiste…
– Lo sé, lo sé… Y no tengo intención de hacerlo. Eso sería convertir nuestra vida en un circo. Pero debes ser consciente de que, al guardar silencio, estamos ocultando pruebas de un caso de asesinato. Si el señor Montague se suicidó, ésta es con seguridad la razón: él no estaba poniendo en tus manos solamente su reputación, sino su vida… a menos que su salud fuera peor de lo que estaba dispuesto a admitir en su carta.
– Me temo que así era -dije, recordando aquel mortecino matiz grisáceo en su piel.
Ya era completamente de noche en el exterior. Me levanté y corrí las cortinas; temblé con el frío que desprendían los cristales, regresé junto a la chimenea y aticé los carbones.
– Lo mejor que puedes hacer con estos papeles -dijo mi tío mientras yo utilizaba el atizador en la chimenea- es arrojarlos al fuego.
– Pero… tío… ¡jamás podría hacer eso! Se lo debo a la memoria del señor Montague y debo intentar descubrir qué ocurrió realmente en la mansión. -No me había dado cuenta realmente de lo que sentía hasta que no me oí decir aquellas precisas palabras-. Y tengo que saber qué fue de Nell y, además, jamás podría destruir sus diarios: podrían ser…
Me interrumpí de inmediato al ver el enojo en el rostro de mi tío. Levantó las manos en un gesto de falsa desesperación y no dijo ni una palabra más acerca del misterio de los Wraxford. A la mañana siguiente nos entregaron con el correo una carta remitida por el señor Craik.
18 Priory Road,
Clapham SW
25 de enero de 1889
A la atención de la señorita C. M. Langton
Por medio de Montague y Craik, notarios públicos Wentworth Rd.
Aldeburgh
Estimada señorita Langton:
Le ruego que perdone esta intromisión por parte de un completo desconocido. Mi nombre es Edwin Rhys, y soy el único hijo del difunto Godwin Rhys (doctor en Medicina). Mi padre fue médico de Diana Bryant, que murió en Wraxford Hall en el otoño de 1868. Él certificó su muerte considerando que se debió a un paro cardiaco y, a pesar de la ausencia de pruebas en contra, se vio en la ruina debido a una campaña que se desató contra él, plagada de rumores e insidias. En el invierno de 1870, quebrados su salud y su ánimo, se quitó la vida.
Yo siempre he creído en la inocencia de mi padre, y aún conservo el deseo de limpiar su nombre. De aquí, como usted habrá sospechado, esta carta. A partir del aviso que apareció ayer en The Times, entiendo que en breve entrará usted en posesión de las propiedades de los Wraxford. Mi esperanza es que entre los papeles de los Wraxford, o en la mansión, hayan subsistido pruebas que puedan borrar la mancha que recayó sobre la reputación de mi padre. Yo escribí en numerosas ocasiones a la señorita Augusta Wraxford, requiriéndole el favor de una entrevista, pero nunca recibí respuesta alguna. Me atrevo a esperar que usted lo entienda de un modo diferente. Si usted consintiera en hablar conmigo, cuando y donde mejor le conviniera, le estaría eternamente agradecido.
Considéreme, señorita Langton, su seguro servidor,
EDWIN RHYS
Edwin Rhys contestó a vuelta de correo a mi nota, agradeciéndomela calurosamente y, para inquietud de mi tío, aceptando mi invitación para tomar el té dos días después. Yo había dado por hecho que él debía de ser relativamente joven, pero el hombre al que hizo pasar Dora al salón no parecía que tuviera más de veinte años. Sólo era un par de dedos más alto que yo, ligeramente fornido, con una melena rubia peinada hacia atrás, la cara ovalada enmarcada por una fuerte mandíbula y una piel que muchas mujeres habrían envidiado.
– Ha sido muy amable por su parte aceptar verme, señorita Langton…
Su voz era grave y educada, y su indumentaria -una chaqueta de pana azul oscuro, pantalones grises de franela, una delicada camisa blanca y un pañuelo- era mucho más de lo que yo esperaba de un joven caballero procedente de Oxford o Cambridge. Sus botas aún estaban empapadas por la lluvia.
– Sentí mucho saber que su padre murió en… en semejantes circunstancias -dije, una vez que nos sentamos junto a la chimenea-. El misterio de los Wraxford ha arruinado muchas vidas.
– Así es, señorita Langton.
– Dice usted en su carta -proseguí- que toda su esperanza es poder limpiar el nombre de… Tal vez querría usted contarme algo más sobre su padre…
– Yo sólo tenía seis años cuando él murió… La mayor parte de lo que sé de mi padre procede de lo que me contaron mi madre y mi abuelo. Mi padre, como usted sabe, fue el médico personal de la señora Bryant, la cual, al parecer, fue una mujer decididamente desagradable. El papel de mi padre consistía básicamente en estar de acuerdo con la señora y consentir sus variopintos caprichos. Un colega mayor se la había presentado; al principio pareció una gran oportunidad, pero el hecho cierto es que aquel médico sólo quería librarse de ella, desde luego. Mi madre se encontró con ella una sola vez, y la detestaba.
– Lo entiendo perfectamente -dije.
Me lanzó una mirada de curiosidad, y entonces me di cuenta de que debía actuar con más cautela.
– Mi madre cree -prosiguió- que Magnus Wraxford apareció en escena alrededor de unos seis meses antes de la visita fatal a la mansión. Mi madre no lo conoció, pero mi padre estaba hechizado y en sus manos… como lo estaba la señora Bryant, por supuesto…
En esta ocasión me mordí el labio y no dije nada.
– … y estaba tan hechizado que no hablaba de nada salvo del doctor Wraxford, aunque su papel como médico era absolutamente superfluo: mi madre dice que igual podría haber sido el perrito faldero de la señora. -Recuerdo que Nell había utilizado exactamente aquella imagen en su diario-. La señora Bryant no ocultaba el hecho de que le había entregado al doctor Wraxford diez mil libras para su sanatorio, mucho antes de que ella hubiera visto la mansión. Él la sometía a sesiones de mesmerismo con regularidad, y me gustaría saber hasta qué punto ejerció su influencia sobre ella. La mayoría de los doctores de nuestros días consideran que el mesmerismo no es más que pura charlatanería.
»El error fatal de mi padre fue firmar aquel certificado de defunción, contra su propia voluntad y conocimiento. La autopsia no encontró nada anormal, pero el hijo de la señora Bryant estaba convencido de que mi padre había conspirado con los Wraxford y había envenenado a la señora por el dinero. Este hombre se había llegado a convencer a sí mismo de que su madre se había arrepentido de su donación de diez mil libras y le habría exigido que se las devolviera… si no hubiera muerto aquella noche. Y así fue como comenzaron a circular los rumores.
»Si mi padre hubiera tenido una consulta propia, podría haber capeado el temporal. Pero para un hombre sin pacientes fijos a los que recurrir, aquellas insidias resultaron fatales. Mi abuelo (por parte de mi madre) podría haberle ayudado, aunque se había opuesto al matrimonio de su hija, pero mi padre se las arregló para ocultar durante más de un año hasta dónde alcanzaban las deudas. Cuando no pudo satisfacer a los acreedores, se pegó un tiro. Tardó tres días en morir.
– Lo lamento mucho, de verdad… -repetí, pensando cuán absolutamente inapropiadas resultaban aquellas palabras-. Y… ¿qué hicieron entonces usted, su madre y su hermana?
– Mi abuelo nos llevó a vivir con él… pero… ¿puedo preguntarle, señorita Langton, cómo sabe usted que yo tengo una hermana?
De nuevo recordé que lo había leído en el diario de Nell.
– Yo… bueno… creo que el señor Montague, el abogado… se ahogó, ya sabe usted… fue muy trágico, hace quince días… debió de decírmelo él… Dígame, señor Rhys, ¿cómo cree usted que murió la señora Bryant?
– Yo no sé qué creer… Mi amigo y colega Vernon Raphael, a quien creo que usted conoce… ¿se encuentra usted indispuesta, señorita Langton?
– No, no… sólo ha sido una indisposición momentánea -oí mis palabras como un eco de las que dijera John Montague-. Por favor, dígame, ¿son ustedes colegas… en qué?
– Ambos somos miembros de la Sociedad para la Investigación Física. Discúlpeme, señorita Langton, pero realmente no parece que se encuentre usted bien…
– No es nada, no es nada… se lo aseguro… ¿Y el señor Raphael, por casualidad, puede explicar las circunstancias que nos interesan?
– No, desde luego -dijo Edwin Rhys, ruborizándose-, por supuesto que no. Sólo me dijo, cuando le conté que venía aquí, que usted y él se conocían…
Comprendí que sólo la verdad -o toda la parte de la verdad que pudiera atreverme a contarle- podría despejar el malentendido.
– No es lo que usted piensa, señor Rhys. Sólo he visto al señor Raphael en una ocasión, cuando asistí a una sesión de espiritismo con mi madre, que era… una ferviente espiritista. Mi hermana… en fin… mi hermana murió cuando era muy niña y mi madre nunca se recuperó de la conmoción de su muerte, y por eso…
– Lo comprendo, lo comprendo, señorita Langton -contestó, aún ruborizado-, y le aseguro que no pretendía dar a entender que…
Sólo Dora, que entró con el servicio de té, impidió que su embarazo llegara a más; la presencia de la criada nos permitió recobrar la compostura.
– Se ha referido usted al señor Raphael como su colega -dije-. ¿Trabaja usted en la Sociedad?
– No. Raphael es uno de los investigadores profesionales de la Sociedad. Yo trabajo para el señor Hargreaves, el arquitecto, como supervisor de las construcciones. Intenté ser médico, como mi padre, pero me temo que la mesa de disección era demasiado para mí… Me uní a la Sociedad hace tres años, con la esperanza de… pero quizá usted preferiría no hablar de eso…
– Hubo un tiempo en que no habría deseado hablar de eso, pero ahora… Mi madre se murió de pena, señor Rhys, no por asistir a las sesiones de espiritismo. La perdí mucho antes de que se muriera.
Realmente, no había pensado en ello de ese modo hasta aquel preciso momento, pero mientras decía aquellas palabras, y con la sensación de que me liberaba de un gran peso que me colgaba del cuello, me di cuenta de que eran completamente ciertas.
– ¿Con la esperanza de…? -le pregunté de pronto.
– Bueno… con la esperanza de tener alguna comunicación con mi padre o, al menos, probar que una cosa semejante es posible…
Su voz se fue apagando, al tiempo que removía el té de su taza.
– ¿Y lo consiguió usted?
– No, señorita Langton, no lo conseguí. El otro día, en una conferencia, el profesor Sidgwick remarcó que veinte años de intensa investigación le han dejado exactamente en el mismo estado de incertidumbre con el que comenzó, y ésa es en buena parte mi propia experiencia. En todo caso, Vernon Raphael es un perfecto escéptico; le he oído decir que la historia del espiritismo se compone únicamente de fraudes y autosugestión… Lo cual me recuerda precisamente lo que le iba a decir antes. El misterio de los Wraxford, me temo, es un motivo de discusión muy popular en el seno de la Sociedad… especialmente entre aquellos que piensan que hay algo sobrenatural en el fondo de todo el asunto, y los escépticos como Raphael que tienen el punto de vista opuesto. Sin embargo, incluso Raphael (ha estudiado profundamente el caso) ha dicho en alguna ocasión que si pudiera observarse alguna vez un fenómeno de ese tipo, Wraxford Hall sería el lugar ideal para llevar a cabo el experimento.
Temblé cuando recordé esas mismas palabras…
– Pero… ésas fueron exactamente las palabras de Magnus Wraxford.
– Sí, Raphael es muy consciente de ello… Ya veo que usted también ha estudiado a conciencia la declaración de mi padre.
Evité responder volviendo a llenar su taza.
– ¿Dejó su padre algún informe o algún diario… de sus relaciones con Magnus Wraxford? -dije sin concederle mucha importancia a la pregunta.
– No, señorita Langton. ¿Y usted… sabe de la existencia de algo… cartas o documentos escondidos en la propiedad… que puedan ayudarme…?
Estuve tentada a decir que sí, pero entonces recordé las palabras de mi tío: «Estamos ocultando pruebas de un caso de asesinato».
– Me temo que no -dije-. Pero si usted quiere examinar los papeles de la mansión… suponiendo que existan. Yo desconozco absolutamente qué puede haber allí. En fin, si quiere usted examinar los documentos, quizá podríamos organizar…
– Es muy amable por su parte, señorita Langton, realmente muy amable. Y… si me permite el atrevimiento… ¿podría usted considerar la posibilidad de que Vernon Raphael, yo mismo y unos pocos caballeros amigos de la Sociedad lleváramos a cabo una investigación?
– ¿Qué clase de investigación, señor Rhys?
– Vernon Raphael insiste en que si se le permitiera el acceso a la mansión, él podría resolver no sólo la cuestión de las influencias sobrenaturales, sino el misterio en sí mismo, por vía demostrativa, y ante testigos expertos. Es decir, afirma que podría demostrar cómo murieron la señora Bryant y Magnus Wraxford, y qué fue de Eleanor Wraxford y la niña… y, a partir de aquí, quizá, podría ayudarme a restaurar la memoria de mi padre.
– ¿Es que tiene el señor Raphael alguna teoría sobre lo que pudo haber ocurrido?
– Le he planteado esa misma cuestión a veces y sólo me ha sonreído enigmáticamente. Raphael guarda cuidadosamente sus cartas, señorita Langton; estoy muy orgulloso de poderle llamar mi amigo, pero su único confidente verdadero es St John Vine, que trabaja con él en todos sus casos; entre los dos han destapado varios fraudes muy ingeniosos, incluido uno que ni el señor Podmore fue capaz de detectar [55]. Todo lo que puedo decir es que Raphael debe de estar muy seguro de sí mismo para hablar así…
– ¿Y usted, señor Rhys? ¿Tiene usted una teoría propia al respecto?
– Bueno… imagino que los Wraxford actuaron en connivencia… quiero decir que la apariencia de distanciamiento entre ellos era artificial, para engañar a la señora Bryant con el fin de sacarle más dinero. Y después, debió de producirse un altercado entre ellos… quizá Eleanor Wraxford sintió celos de la señora Bryant…
– Le aseguro que su teoría es falsa -dije con vehemencia.
– Señorita Langton -dijo tras una pausa-, me parece que usted sabe más de lo que… ¿Está usted segura de que no puede decirme nada que me ayude en la recuperación del buen nombre de mi padre?
– Absolutamente segura, señor Rhys. Digamos simplemente que tengo mis propias razones para intentar que se resuelva este misterio.
En los últimos minutos había concebido un gran deseo de seguir las huellas de Nell Wraxford y ver con mis propios ojos la mansión.
– ¿Cuánto tiempo cree usted que podría durar esa investigación? -pregunté.
– Por lo que me ha dicho Raphael, el equipo sólo necesitaría estar allí una noche… dos, como mucho.
– Pero… la mansión está en ruinas… Ha estado vacía durante veinte años. ¿Cómo podría instalarse allí un equipo…? ¿Cuántos serían?
– Media docena, como máximo. Todos ellos son veteranos expertos, señorita Langton, y se llevarían todo lo que precisaran: camas portátiles, provisiones, infiernillos y todo lo necesario… ¿Cree usted que su tío querría acompañarnos?
– No, señor Rhys. Pero a mí sí me gustaría estar presente… aunque quizá «gustar» no es precisamente la palabra más adecuada. Pero no veo cómo puedo unirme a su equipo sola, sin compañía… No tengo ninguna amiga que pueda acompañarme…
– Señorita Langton, si ésa es la única dificultad, le aseguro por mi vida que yo la protegería como si fuera usted mi propia hermana.
– Es a mi tío a quien tiene usted que convencer, señor… Hábleme de su hermana…
– Gwyneth acaba de cumplir veintiún años. Es aproximadamente de su altura, señorita Langton, aunque es rubia en vez de morena. Es una gran lectora de novelas. Y toca el piano y canta como un ángel…
– Entonces no es como yo. Yo apenas puedo tocar una nota y mi modo de cantar podría considerarse un castigo. ¿Cree usted que se le permitiría unirse al equipo de investigación?
Una sombra cruzó su frente.
– Me temo que no, señorita Langton. Mi madre, verá… mi madre no aprueba que yo ande removiendo viejos escándalos, pues eso es lo que piensa de esta cuestión en concreto. Nunca le ha perdonado a mi padre que nos llevara a la ruina… de nuevo, ésas son sus palabras… ni que arruinara las perspectivas de futuro de mi hermana.
– Eso no tranquilizará a mi tío precisamente. Pero se lo preguntaré y veremos qué dice. Mientras tanto, señor Rhys, confío en que usted conservará todo lo que hemos dicho aquí en la más estricta confidencialidad. Le escribiré en breve.
Cuando me levantaba para despedirme, me di cuenta de que estaba temblando de cansancio… o quizá de temor ante lo que había puesto en marcha…
Desde luego, podría haber desobedecido a mi tío, pero no quería abrir un abismo de desconfianza entre nosotros, y no me atreví ni siquiera a insinuar la posibilidad de que yo pudiera ser Clara Wraxford. No podía decir, de repente, hasta qué punto yo lo creía. Ni podía hablar de la muerte de John Montague, el cual a menudo ocupaba mis pensamientos: a veces me daba tanta pena su final como si hubiera sido un viejo amigo en quien confiara absolutamente; y en otras ocasiones me sentía airada y traicionada, pero entonces recordaba cuán enfermo parecía aquel día, y me preguntaba si se había mantenido con vida sólo por la pura fuerza de la voluntad, hasta que pudo apaciguar las exigencias de su conciencia. Y, por encima de todo, yo sabía que sólo podría estar en paz con su memoria -y conmigo misma- tomando la antorcha que él me había legado.
Mi tío era lo suficientemente bohemio como para no considerar la necesaria compañía femenina como un obstáculo insuperable, pero lamentó en voz alta y muy a menudo que el señor Montague me hubiera hecho llegar esos papeles, y me costó una dura lucha no ceder ante él. Sólo después de que conociera a Edwin Rhys y quedara encantado con él -vino a cenar con nosotros una semana después de su primera visita-, consintió, aunque de mala gana.
Edwin -pronto nos convertimos en buenos amigos me visitó en tres ocasiones durante la quincena siguiente, generalmente para discutir los preparativos de la investigación, la cual se fijó para la primera semana de marzo, pero yo presentí que su interés era más personal. La fuerza de mi reacción en lo relativo a la historia de Nell Wraxford me hizo darme cuenta de que, desde que vine a vivir con mi tío, realmente no había deseado nada ni a nadie. Mi único deseo había sido no sentir nada, y no volver a sufrir aquel horroroso y doloroso sentimiento de culpabilidad y miedo que me había consumido tras la muerte de mamá. La vida con mi tío me había sentado bien porque él sólo deseaba estar a gusto y poder ocuparse de su trabajo tranquilamente. Me había encantado tener aquella relación con la señora Tremenheere y sus hijos, y me había deleitado en la calidez de su hogar, y, sin embargo, algo en mí había permanecido indiferente a su cariño. Ni siquiera había notado mi carencia de sentimientos, como si hubiera perdido el apetito y la necesidad de comida, y, de algún modo, me las hubiera arreglado para sobrevivir sin ella.
Ahora volvía a estar viva, y era consciente de las miradas furtivas de Edwin, de cómo se ruborizaba cuando se encontraban nuestras miradas, de sus intentos por reunir todo su valor para hablarme… Era apuesto y amable, y sus sentimientos albergaban casi una delicadeza femenina. Por mi parte, estaba segura de que yo no le gustaría ni a su madre ni a su hermana, y no más de lo que ellas me gustarían a mí. Pero de todos los jóvenes a los que había conocido, él era con mucho el más atractivo.
Entre una visita y otra de mi nuevo amigo, yo dediqué buena parte de mi tiempo a darle vueltas al asunto del misterio de Wraxford, volviendo una y otra vez a los papeles en busca de claves, hasta que se me ocurrió que podría escribirle a Ada Woodward… si es que podía averiguar dónde vivía. Nell había dicho que ella y Ada se habían distanciado; y había dicho también que no les podía pedir a George y a Ada que la acogieran… y eso fue antes de que Magnus hubiera muerto. Pero habían sido íntimas amigas desde la infancia y quizá si Ada leyera los diarios, podría adivinar algo que a mí se me hubiera pasado.
Aunque aún no le había dicho nada a Edwin de todo lo que sabía, me pareció que lo único que debía ocultar absolutamente era la parte final de la narración de John Montague, y ello, principalmente y desde mi punto de vista, porque confirmaba la impresión general de que Nell era una asesina enloquecida. Finalmente, para Edwin y Vernon Raphael, decidí copiar una parte de la narración de John Montague: desde su primer encuentro con Magnus hasta la desaparición de Cornelius. Aparte de eso, decidí negar la existencia de cualquier otro documento. Si se hubiera tratado sólo de Edwin, le podría haber mostrado el resto, pero no confiaba plenamente en su discreción.
En la biblioteca de mi tío encontré un ejemplar ajado del Directorio eclesiástico de Crockford de 1877, y en él encontré al reverendo George Arthur Woodward, que vivía en el número 7 de St Michael's Close, Whitby, en Yorkshire. No había ningún otro George Woodward en la lista, pero no podía estar segura de que éste fuera el que yo buscaba, así que redacté una carta dirigida a la señora de G. A. Woodward, y remitida a aquella misma dirección, preguntando si la señora era la Ada Woodward que había conocido a Eleanor Unwin, a quien una servidora estaba muy interesada en encontrar. (Escribí como si no supiera nada del asunto de los Wraxford). También le pedía que si ella era Ada Woodward, tuviera la amabilidad de contestarme. Pero transcurrió una semana, y quince días más, sin que hubiera respuesta, y me pareció que no resultaba apropiado volver a escribirle. La única posibilidad que me quedaba era la criada, Lucy, a quien Nell había apreciado y en quien había confiado, pero de esta Lucy ni siquiera conocía su apellido. Sólo sabía que su familia había vivido en Hereford, pero eso había ocurrido veinte años antes. En fin, me quedé sin nada que hacer, salvo darle vueltas a lo mismo y contar los días hasta que llegara el día 6 de marzo.
Desde la seguridad de la chimenea de mi tío, yo me había imaginado como la heroína de la expedición: alentada por la llamada de la sangre, yo sola encontraría la clave decisiva que se les había pasado a todos aquellos hombres que andaban deambulando y dando golpes por toda la mansión, y, finalmente, yo sola daría con el eslabón de la cadena que me conduciría hasta Nell. Pero una vez en el tren, mi preocupación aumentó hasta convertirse en un nudo (muy apretado) en la boca del estómago. Edwin y yo compartíamos un compartimento con Vernon Raphael y St John Vine en el primer tren que partió de Londres. Vernon Raphael se comportó muy bien, y no sacó a relucir en absoluto las circunstancias en las que nos habíamos visto por vez primera. Pero verle de nuevo me trajo perturbadores recuerdos de mi vida en la Sociedad Espiritista de Holborn, y de aquellos extraños días en los que me oía hablando y, como el resto de las personas que me escuchaban, no sabía qué podría ocurrir al instante siguiente. El señor Raphael, de eso podía estar casi completamente segura, no creía en espíritus; aunque se negó a revelar sus planes, la seguridad de sus modales sugería que sabía muy bien qué iba a ocurrir. Pero los recuerdos de Holborn habían excitado el oscuro temor de que si había algo dormido en la mansión, mi sola presencia conseguiría despertarlo…
Una ventisca de aguanieve azotaba el andén cuando nos apeamos del tren en la estación de Woodbridge. Edwin me apremió para que subiera a un coche que nos esperaba, donde me senté mientras las maletas hacían un ruido sordo cuando las arrojaban sobre el techo. Entonces deseé no haber salido de Elsworthy Walk. Todos los árboles estaban sin hojas; antes de que pudiéramos darnos cuenta, cruzamos la ciudad y salimos a una vasta extensión de pantanales: allí todos los colores se habían desvanecido. Ráfagas de viento sacudían el carruaje. Yo escudriñaba el paisaje a través de los cristales veteados por la lluvia, intentando adivinar dónde podría estar el mar, pero las nubes estaban tan bajas que los brezales y el cielo se fundían en aquel gris tan triste. Los caballeros permanecían en silencio; St John Vine, en realidad, apenas había pronunciado una palabra desde que salimos de Londres, e incluso Vernon Raphael parecía desalentado por la desolación del paisaje.
Los bosques de Monks Wood nos engulleron sin previo aviso y, cuando pasamos de la luz grisácea del día a la práctica oscuridad bajo los abetos, los árboles nos amenazaron como una ola negra que emergiera de la niebla. Las ráfagas de aire cesaron, y sólo quedó el amortiguado retumbar de las ruedas, los arañazos de las ramas secas contra el carruaje y ocasionales oleadas de agua que se derramaban desde el dosel de ramas que cubría el camino. Los sombríos perfiles de los troncos de los árboles iban pasando, tan cerca que pensé que podría tocarlos. El nudo que tenía en el estómago se fue tensando aún más a medida que transcurrían los minutos, hasta que la luz regresó tan abruptamente como se había ido.
La descripción de John Montague no hacía justicia a la enormidad de la mansión, ni a la profusión de buhardillas y gabletes, ninguno nivelado ni cuadrado. No había en realidad ni una sola línea recta; todo parecía abombado, o hundido o quebrado. Los muros ya no estaban deslustrados y musgosos, sino ennegrecidos con líquenes y moho, y alrededor de la casa había fragmentos de sillería y estucado que se habían caído de los muros y yacían esparcidos entre las hierbas.
– ¿Cree usted que esto es seguro, Rhys? -preguntó Vernon Raphael cuando nos bajamos y observamos la casa junto al carruaje; en lo más alto, pude ver las puntas de los pararrayos oscilando con el viento.
– No lo sé -contestó Edwin con inquietud-. Si el agua ha penetrado en el edificio… y es muy probable que haya ocurrido, los suelos se podrían haber podrido. De hecho… Señorita Langton, realmente creo que debería coger el coche y volver a Woodbridge. Hay un excelente hotel… O puede volver directamente a Londres, si lo prefiere.
En realidad, estuve muy tentada a seguir el consejo de Edwin, pero sabía que si lo hacía me lo reprocharía siempre en el futuro.
– No -dije-. He llegado demasiado lejos como para retirarme ahora.
Insistieron en que esperara abajo, junto a las escaleras, hasta que Edwin examinara los suelos, mientras Raphael y Vine buscaban la carbonera y encendían las chimeneas en la galería, en la biblioteca y en el salón que durante breves horas había pertenecido a la señora Bryant y donde yo iba a dormir, o iba a intentar dormir, aquella noche. Las chimeneas tiraban realmente mal a causa del viento, así que en las salas se mezclaba el áspero olor del humo con los penetrantes hedores del moho, de las humedades y la putrefacción. Tan pronto como se encendieron los hogares, y todas las maletas se subieron arriba, Raphael y Vine se encerraron en la galería para asegurarse de que allí no había pasadizos escondidos u otras trampas: yo les podía oír dando palmadas en las paredes y golpeando con los nudillos al otro lado del muro mientras me acurrucaba junto al fuego en la biblioteca, intentando desprenderme del frío del viaje y respirando aquel hedor ácido y húmedo del papel podrido.
Edwin hizo una ronda por las salas de la planta y confirmó que eran lo suficientemente seguras, siempre que nunca fueran más de dos personas juntas por cualquiera de los pasillos: algunos corros con mal aspecto en los techos y algunos fragmentos de enlucido desprendidos sugerían que el agua había calado en los pisos superiores. En cualquier caso, estaba preocupado por el suelo de la galería que se encontraba justamente debajo de la armadura: dijo que, para su gusto, había demasiada holgura entre las tablas de la tarima. Luego fue al estudio: pude oírle cogiendo libros y abriendo cajones. Con toda aquella actividad a mi alrededor, la casa no parecía especialmente siniestra, y cuando casi había conseguido desprenderme del frío, me escabullí para ver la habitación que había ocupado Nell.
La quebrantada puerta, abierta, colgaba de las bisagras; las sábanas se habían quitado de la cama, pero extrañamente, sobre la mesa que había junto a la ventana, permanecía una pluma con su plumín oxidado y un frasco de tinta completamente seco… ¿Serían suyos? Nubecillas de polvo se levantaban alrededor de mis pies a medida que avanzaba hacia la alcoba en la que Clara había dormido… ¿En la que yo había dormido? Una cuna baja de madera, también magullada y polvorienta, permanecía en mitad de la salita. La habitación era incluso más pequeña y mucho más oscura de lo que había imaginado a partir de la descripción de Nell, y no provocó en mí ni el más mínimo indicio de reconocimiento… apenas una leve sorpresa. Pensé en mí misma cuando era niña: cuando no podía recordar nada de mi infancia anterior a la casa de Holborn. En la habitación había una ventana minúscula, un cuadradito diminuto, en lo alto del muro. La ventana no estaba abierta, y yo no me encontré con fuerzas para abrirla. Con la puerta cerrada, aquella pequeña habitación habría estado prácticamente en completa oscuridad. No pude ver que hubiera ventilación de ningún tipo.
Mientras avanzaba por el pasillo, había curioseado en las otras habitaciones… todas vacías y sin muebles, pero algunas eran considerablemente mayores que esas dos juntas. Nell probablemente solicitó una alcoba unida a su habitación, para Clara, pero ¿por qué no exigió algo mejor para ella y su hija cuando vio la habitación que se le había preparado?
A medida que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me di cuenta de que en la esquina más alejada de la puerta se había levantado la esquina de la alfombra. Acercándome, vi un hueco en el suelo, de donde se había sacado una pieza del entarimado de poco más de una cuarta de larga; y allí estaba la pieza de madera: debajo de la cuna. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Me arrodillé y escudriñé el hueco, pero estaba demasiado oscuro como para poder ver nada, y no me atreví a meter la mano en su interior. Ése seguramente era, pensé, el «escondite perfecto» que Nell había descubierto para ocultar su diario.
Yo había llevado el diario conmigo y, en un impulso, volví por el oscuro pasillo para ir a buscarlo, mirando nerviosamente a mi alrededor a cada esquina, hasta que pasé el rellano. Débiles sonidos, como de pequeños golpes, procedían de la galería. Si no hubiera sabido quién los hacía, habría huido aterrorizada. El frío me hacía temblar de nuevo; añadí más carbón a la chimenea de mi habitación y me puse en cuclillas junto al fuego, preguntándome si podría resistir una noche sola en aquel lugar. Nell había resistido varias, me dije, y en unas circunstancias de todo punto mucho más terroríficas… pero ella tenía a Clara, a quien debía proteger a toda costa.
Pero… ¿por qué había permitido que Clara durmiera en aquella celda oscura y mal ventilada? (Y, de nuevo, me di cuenta de que estaba pensando en Clara y en mí misma como si fueran dos personas distintas… como si fuéramos hermanas, en realidad). ¿Tal vez escogió aquella habitación porque su disposición significaba que habría dos puertas cerradas entre Clara y aquellos que pudieran hacerle daño? La respuesta no me parecía convincente, pero no se me ocurría otra, y, así, volví a la alcoba con el diario de Nell y muy cautelosamente lo introduje en el hueco, poco a poco, hasta que comprobé que cabía perfectamente.
El doctor Rhys dijo en su declaración que, poco después de forzar la puerta, había visto un agujero en el suelo, en una esquina de la alcoba de la niña. Lo cual significaba, en efecto, que Nell debió de dejar el escondite abierto y a la vista cuando cogió a Clara y se la llevó a su cómplice por la mañana temprano. Su diario se había encontrado abierto y sobre el escritorio… Pero si ella hubiera cogido de allí cualquier otra cosa (¿documentos?, ¿dinero?, ¿joyas?), ¿no habría recordado forzosamente que tenía que coger también el diario, que además tenía a la vista?
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de unas pisadas que procedían del corredor, y oí cómo la voz de Edwin pronunciaba mi nombre. Volví a guardar el diario debajo de mi chal cuando apareció en la habitación.
– ¿Ha encontrado algo? -pregunté.
– No -dijo desanimado-. Raphael me acaba de expulsar de la biblioteca; dice que quiere comprobar el funcionamiento del generador eléctrico. Están actuando con, mucho secretismo, me parece. Me he ofrecido a ayudarlos a buscar el «escondrijo del cura»… porque es seguro que habrá algo de ese tipo, pero han rechazado mi colaboración. Bueno, de todas formas, no importa mucho: nos llevará semanas, e incluso meses, buscar documentos en esta casa; mi idea de encontrar algo que pudiera exonerar a mi padre cada vez me parece más un sueño imposible. Este lugar es sepulcral; nunca había sentido tanto frío…
Con aquel apunte sombrío, nos retiramos y acudimos al salón para dar cuenta del almuerzo que yo había llevado en una cesta. Edwin avivó el fuego convirtiéndolo en una masa abrasadora de carbones, pero aquello no pareció animarlo mucho, ni a mí tampoco. Tal y como había sugerido, en Wraxford Hall había algo más que aquel frío mortal de la casa, y no era una mera ausencia de vida, sino una hostilidad activa. Tras unos breves instantes, Edwin se fue para reanudar su búsqueda. Yo pensé volver a la habitación de Nell, pero no lo hice: bien al contrario, me quedé acurrucada en un viejo sillón polvoriento hasta que caí en un sueño atestado de pesadillas, del cual me desperté para encontrarme con que la habitación se había quedado totalmente a oscuras, y Edwin llamaba a la puerta para advertirme de que el resto de la expedición ya había llegado.
– Damas y caballeros, si tuvieran la amabilidad de ocupar sus asientos, ya estamos casi preparados para empezar…
Las sombras se alargaron sobre los muros cuando Vernon Raphael levantó su farol y nos llevó hasta un grupo de sillas dispuestas como los asientos de un teatro: todas las sillas miraban a la armadura que se encontraba en el extremo opuesto de la sala. Los carbones refulgían en una pequeña chimenea que teníamos al lado. Aunque el fuego llevaba ardiendo varias horas, apenas había podido evitar aquel frío mortal que invadía la galería. La única iluminación procedía de un candelabro que había en lo alto, a la derecha de la armadura. Y por encima de él, sus llamas se reflejaban turbiamente en la negrura de las ventanas.
– Señorita Langton, por favor, le ruego que tome asiento en esta silla, junto al fuego…
Su rostro pálido y la blancura de su camisa se inclinaron hacia delante cuando hizo una leve reverencia, indicándome el lugar con un gesto deliberadamente teatral. Iba vestido con traje de noche, con una larga capa negra que le cubría los hombros. Edwin se acercó a mí y me ofreció el brazo, el cual rechacé indicándole que necesitaba ambas manos para sujetar mi propia capa. El sonido de nuestros pasos reverberaba como si fuéramos veinte personas.
Me senté donde me pedían, con Edwin a mi lado. A su izquierda estaba el profesor Charnell, un hombrecillo mustio de barba blanca, nervioso como un mono, y después estaba el profesor Fortesque, un caballero porcino y lustroso de gestos seguros y ojillos brillantes. El último en llegar fue el doctor James Davenant, que permaneció de pie durante un largo rato, observando la galería. Era el más alto de todos, muy delgado y envarado. Llevaba el cabello gris acerado peinado hacia atrás desde la frente, pero la parte inferior de su rostro quedaba oscurecida por una espesa barba, con profusas patillas y un poblado bigote. Durante el día llevaba lentes ahumadas; según Edwin, había resultado herido en un incendio cuando viajaba por Bohemia, en su juventud, y aquello le había debilitado la vista para siempre. Su voz tenía una ligera ronquera, como si se estuviera recuperando de un resfriado. Parecía satisfecho con dedicarse a ver y observar, pero yo noté que el resto de los caballeros se adherían constantemente a sus gestos y opiniones. Según Edwin, era el único miembro de la Sociedad a quien Vernon Raphael admiraba verdaderamente. Era también un distinguido estudioso del mundo criminal, y había sido consultado por Scotland Yard en varios casos espectaculares, y muy recientemente a propósito de los espantosos crímenes de Whitechapel [56].
Vernon Raphael se alejó de nosotros hasta que estuvo junto a la armadura, donde dejó el farol, cerró la portezuela del mismo, y se volvió hacia el auditorio. Con la temblorosa luz de las velas, la armadura parecía balancearse hacia delante y hacia atrás; los reflejos ascendían y descendían por el filo de la espada. Pude ver entonces los cables serpenteando desde la peana, junto a los pies de Vernon Raphael, y deslizándose bajo la puerta adyacente, hacia el generador eléctrico que había en la biblioteca. A petición suya, habíamos examinado el generador; dijo que, a pesar de los veinte años transcurridos, aún estaba en perfecto estado y que podía funcionar. Recordaba una gran rueca de hilandera, hecha de latón y madera pulida, pero en vez de tener una única rueda, tenía media docena de gigantescos discos de vidrio, uno al lado de otro. St John Vine -un joven oscuro, taciturno y saturnino a quien apenas había visto a lo largo del día- había girado la manilla, lentamente al principio, y después más y más rápido hasta que los discos se convirtieron en difusas ruecas de luz, mientras Vernon Raphael cogía dos cables con dos tenazas de madera y los acercaba gradualmente hasta que un violento rayo azul parpadeó entre ambos extremos, con un zumbido sordo y olor a quemado.
– Damas y caballeros -repitió, como si estuviera ante una audiencia de cincuenta personas-, están ustedes a punto de presenciar una sesión de espiritismo… o un experimento físico, si lo prefieren. Esto fue lo que Magnus Wraxford pretendía llevar a cabo la noche del sábado, el día 30 de septiembre de 1868. No se precisan aquí hipótesis ni conjeturas, porque, tal y como sabemos por la declaración de Godwin Rhys -e hizo una leve reverencia dirigida a Edwin-, el propio señor Wraxford describió con toda precisión lo que pretendía hacer. Desde luego, ustedes se preguntarán cuál es el objeto de reproducir un acontecimiento que nunca tuvo lugar, pero por el momento sólo puedo pedirles que confíen en nosotros.
»Si la señora Bryant no hubiera muerto la noche del día 29 (volveremos a ello un poco más tarde), habría habido cinco personas presentes en la sesión: Magnus y Eleanor Wraxford, la señora Bryant, Godwin Rhys y el difunto señor Montague. Sin duda, Magnus Wraxford les habría pedido a los otros cuatro que formaran un círculo y unieran sus manos, tal y como se hace habitualmente; Eleanor Wraxford, por lo que sabemos, desempeñaría el papel de médium, aunque no por gusto, desde luego. El doctor Magnus Wraxford también dijo que si no se materializaba ningún espíritu por medio de la invocación, ordenaría a su criado Bolton que accionara el generador eléctrico a toda potencia y que él mismo se metería en la armadura… tal y como yo voy a hacer.
»Les pedimos que observen en silencio y sin consultar unos con otros: así no se verán influenciados por las percepciones de otros testigos. En breves minutos estará completamente cargado el generador; confío en que su paciencia será recompensada.
»Y una última cosa: la demostración tiene su riesgo. No importa lo que ocurra, ustedes no deben abandonar sus asientos hasta que no les indiquemos que pueden hacerlo con total seguridad. De otro modo, podrían resultar heridos…
Nos hizo una nueva reverencia, se giró con un revuelo de su capa y accionó la empuñadura de la espada. Aunque todos habían examinado la armadura a la luz del día (yo no reuní el suficiente valor como para acercarme allí), hubo un movimiento de terror colectivo cuando aquella monstruosa figura pareció abalanzarse sobre Vernon Raphael, abriendo sus ennegrecidas planchas pectorales como mandíbulas deseosas de devorarlo. Se introdujo en el interior y la oscuridad se cerró tras él.
Intenté mantener los ojos clavados en la armadura, pero el movimiento de las llamas de las velas me distrajo. No fui consciente de que hubiera ninguna corriente de aire y, sin embargo, casi todas las llamas oscilaron al unísono, como si alguien hubiera pasado por la galería. El calor de la chimenea disminuyó perceptiblemente. Cada sonido, el crujido de una silla, el crepitar de los carbones, el ocasional susurro de los trajes, parecía una intrusión en la mortal quietud de la galería. El filo centelleante de la espada (que Raphael y Vine evidentemente habían abrillantado durante el día) fue otra distracción más que me apartó de la oscura monstruosidad de la armadura, que parecía absorber toda la luz que caía sobre ella…
O casi toda, porque había un débil reflejo amarillo… no, dos débiles reflejos de luz, uno al lado del otro, en el frontal del yelmo. No parecían realmente reflejos, porque no oscilaban cuando las velas tremolaban, y cuanto más los miraba, más brillantes me parecían.
Una estremecimiento aún más agudo confirmó que alguien más lo había visto. El fulgor procedía del interior, y brillaba a través de las ranuras del yelmo justo donde deberían estar los ojos de Vernon Raphael. Lancé una mirada a Edwin y vi mi propio temor reflejado en su rostro.
La luz se fortalecía y cambiaba, oscureciéndose desde el amarillo al naranja y a un vivo y resplandeciente rojo sangre. Cuando esto ocurrió, fui consciente de un zumbido bajo y vibrante, como el sonido de abejas en un enjambre; no podría decir de dónde procedía. Edwin se aferró a mi brazo y estaba a punto de levantarse cuando una voz -creo que fue el doctor Davenant- dijo callada pero firmemente:
– ¡No se muevan, por Dios!
Una deslumbrante luz blanca llenó la galería y me cegó, y un instante después se pudo oír un estallido que estremeció la casa y me ensordeció. Las formas geométricas de las vidrieras quedaron grabadas en mis ojos, y cuando esa imagen se difuminó de mi vista, me di cuenta de que todas las velas se habían apagado; aparte del débil resplandor de la chimenea que tenía a mi lado, la oscuridad era absoluta.
Entonces se oyó un sonido de pasos apresurados procedentes de la biblioteca. Una línea de luz cruzó el suelo; la puerta que daba a la biblioteca se abrió de repente y St John Vine, farol en mano, corrió hacia la armadura y accionó la espada. Las planchas se abrieron, arrimó el farol y todos vimos que no había nadie en su interior.
Todos se levantaron y se acercaron a la armadura. Yo permanecí en mi silla, porque no confiaba en que mis rodillas pudieran sostenerme. Se encendieron más luces; St John Vine iba de un lado a otro, frente a la armadura, retorciéndose las manos y diciendo:
– ¡Se lo advertí, se lo advertí…! -Entonces se volvió hacia mí y pareció recobrarse-. Aún tenemos una posibilidad. Vernon me prometió que si esto ocurría, intentáramos invocarlo. Debemos intentarlo… al menos debemos intentarlo… Señorita Langton, si quisiera usted formar un círculo con estos caballeros, yo haré funcionar el generador. Él ha dado su vida para ofrecernos una prueba; no debemos fallarle…
Intenté hablar, pero no pude. Edwin me ayudó a levantarme mientras el resto reagrupaba las sillas. St John Vine, con el rostro mortalmente pálido, sostuvo en alto el farol para que pudieran ordenarse; todos los testigos parecían conmocionados y temerosos, excepto el doctor Davenant, cuya expresión era absolutamente inescrutable. Antes de que pudiera darme plena cuenta de lo que estaba ocurriendo, me encontré sentada en un círculo, con Edwin a mi derecha y el profesor Charnell a mi izquierda. Ahora tenía a mi espalda la chimenea, así que podía ver la armadura, mientras que Edwin y el profesor Fortesque no.
St John Vine se alejó por la galería, dejándonos en una oscuridad prácticamente absoluta. Cerró el frontal de la armadura y apagó el resto de las luces, excepto las cuatro velas del candelabro, las cuales volvió a encender.
– Unan sus manos -dijo con voz grave- y concéntrense en Vernon. Y recen, si no les importa… Cualquier cosa puede ayudar a devolvérnoslo…
Después cruzó la puerta hacia la biblioteca y la cerró tras él.
La mano de Edwin estaba seca y gélida; la del profesor Charnell parecía un pergamino empapado. En el otro extremo del círculo pude ver el brillo de los ojos del doctor Davenant y el débil resplandor de las velas sobre su frente; estaba todo demasiado oscuro para ver ninguna otra cosa. Estaba a punto de desmayarme y me sentía paralizada por la conmoción, sin embargo pude notar la vibración acumulándose en el círculo… ¿o era sólo el temblor de nuestras manos?
Entonces, las cuatro velas crepitaron y se apagaron, y de nuevo nos vimos sumergidos en la más profunda oscuridad. Alguien -me pareció que podía ser el profesor Fortesque- estaba farfullando el padrenuestro. Ya había llegado al «mas líbranos del mal» cuando un débil resplandor apareció junto a la armadura, una difusa columna de luz que se balanceó durante un momento en el vacío y después se abrió, con un movimiento que parecía el de dos alas desplegándose, en una reluciente figura que se separara del cuerpo de la armadura -ahora sólo difusamente visible con el resplandor- y se deslizara hacia nosotros. No tenía rostro, ni forma, sólo un velo de luz flotando sobre el vacío. Yo no podía moverme, no podía respirar.
Oí el ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse, y un sonido de pasos aproximándose. La aparición brilló hasta detenerse.
– ¡Vernon! -exclamó St John Vine desde la oscuridad-. ¡Manifiéstate…!
– No puedo… estar aquí… -la voz, aunque débil y confusa, fue reconocible: era la de Vernon Raphael-. Pero… ¿no le vas a dar la mano… a un amigo? -y cada palabra era más débil que la anterior.
Las pisadas se acercaron. El borroso perfil de un hombre cruzó entre la aparición y yo. La luz hizo remolinos; apareció un brazo brillante, pero sin mano: sólo una manga vacía, y cuando St John Vine intentó aferrar el brazo… ¡su propia mano lo atravesó! Con un grito de desesperación, quiso rodear con ambos brazos la aparición. Por un instante, hombre y espíritu quedaron unidos; entonces, la oscuridad los engulló y no supe más…
Recobré el sentido cuando noté el sabor del brandy en mis labios y un farol cegó mis ojos. Los carbones chisporroteaban en una chimenea junto a mí. Me di cuenta de que estaba tumbada en el mismo lugar en el que había caído, en el suelo de la galería, pero con un cojín bajo la cabeza. «He tenido un sueño horrible», pensé, volviendo la cabeza y apartándola de la luz que me deslumbraba. Edwin estaba arrodillado junto a mí, con Vernon Raphael asomándose por encima de su hombro.
– Señorita Langton, le ruego que acepte mis más sinceras disculpas… Lo siento, lo siento muchísimo, de verdad… No debería haberla sometido a esta terrible experiencia…
– No, desde luego que no -dijo Edwin muy enojado-. Si yo hubiera tenido la más mínima idea de lo que estabas planeando, Raphael, jamás habría permitido… es decir…
Se interrumpió, embarazado, y me ofreció otro sorbito de brandy.
– No… no lo entiendo… -le dije a Vernon Raphael-. ¿Me ha mesmerizado? ¿He soñado lo del rayo…?
– No, señorita Langton -contestó-. Todo ha ocurrido tal y como usted lo ha percibido… Sólo ha sido una ilusión… una demostración, si lo prefiere, ideada por Vine y por mí mismo. Yo había planeado explicarlo todo después, pero ahora debe descansar… De verdad, señorita: lo siento muchísimo…
– No… -dije, dándome cuenta entonces de mi confusión-. Ya me encuentro bien… y seguramente no podría dormir sin oír su explicación.
Ahora todas las luces estaban encendidas a lo largo de las paredes de la galería, pero el suelo en el que yo me encontraba tendida aún permanecía casi en completa oscuridad. Me cogí del brazo de Edwin y me levanté tambaleante.
– Bueno, si está usted completamente segura… -dijo Vernon Raphael en un tono de evidente alivio.
– ¿Dónde están los demás? -pregunté.
– En la biblioteca -dijo Edwin-. Pensé que usted preferiría…
Agradecida por su consideración hacia mí, y por la oscuridad de la galería, me arreglé el pelo y me sacudí el polvo de la capa, mientras Vernon Raphael iba en busca del resto de los invitados.
– Con razón se dice que quien acude a una sesión de espiritismo en casa de una médium está pidiendo que lo engañen.
Vernon Raphael estaba de pie junto a la armadura, y el resto de nosotros formábamos un semicírculo en derredor.
– La primera vez que oí hablar de este «gabinete de espiritismo», pues no es otra cosa realmente, sospeché que debía de haber algún truco.
Cogió la empuñadura de la espada -yo no fui el único miembro del grupo que dio un paso atrás cuando las planchas de la armadura se abrieron-, mientras St John Vine, que permanecía a un lado, acercó la luz de su farol a la armadura.
– Aunque la parte trasera de la armadura parece absolutamente sólida, también tiene bisagras. El truco es que sólo puede abrirse cuando el frontal está cerrado, y sólo si este resorte -y señaló el pomo de la espada, bajo el guante de malla- se encuentra en la posición correcta. Así pues…
Volvió a pasar una vez más al interior, y cerró las planchas. St John Vine se acercó y pareció tropezar; la luz de su farol iluminó nuestros rostros y nos cegó momentáneamente.
– ¿Ven? -dijo Vernon Raphael, apareciendo por detrás de la armadura-. Sólo se necesita una breve distracción. Y, por supuesto, si se apagaran misteriosamente todas las luces…
St John Vine recorrió los pocos pasos que había hasta la puerta de la biblioteca y desapareció en su interior. Unos instantes después, las llamas del candelabro volvían a apagarse como si una mano invisible hubiera ahogado las llamas con un matacandelas.
– Un clásico de los magos… o de los espiritistas -dijo Vernon Raphael-. Se hace con un tubo de caucho. El siniestro fulgor del yelmo es exactamente igual de simple: sólo se necesita un «farol oscuro», oculto bajo mi capa: este farol sólo tiene una salida de luz y cuenta con un panel deslizante para ocultar la llama y un cristal tintado. Señores: su imaginación hizo el resto.
– Pero… ¿y el rayo? -dijo Edwin-. ¿Cómo pudiste…?
– Polvo de magnesio, mi querido amigo; lo emplean todos los fotógrafos, aunque no lo utilizan en tanta cantidad; nosotros lo hemos mezclado con una parte de pólvora, y lo hemos prendido por medio de un largo hilo fusible desde la ventana de la biblioteca. Hemos tenido suerte de que las chimeneas no tiren bien y haya tanto humo en la galería; de lo contrario ustedes habrían percibido el olor característico a pólvora. Y mientras ustedes aún estaban confundidos y asombrados…
Se apartó un par de pasos de la armadura, con una mano palpando la pared, hasta la esquina donde la enorme chimenea se proyectaba hacia la galería, y se deslizó tras un raído tapiz que colgaba del muro y casi llegaba hasta el suelo. Allí se oyó un débil crujido de bisagras. St John Vine volvió desde el umbral de la biblioteca, desde donde había estado mirando, y apartó con decisión la colgadura, pero allí no había nadie: sólo la pared desnuda con sus habituales paneles de madera. Entonces dio tres golpecitos en la pared: una sección estrecha del muro se abrió y de allí salió Vernon Raphael.
– Estaba seguro de que encontraríamos algo de este tipo -dijo-, aunque no me gustaría permanecer durante mucho tiempo encerrado ahí. La mampostería tiene varios pies de grosor.
– ¿Por qué no me contasteis todo esto…? -dijo Edwin, visiblemente molesto.
– Mi querido amigo… porque queríamos que participaras en la ilusión. Y ahora, señorita Langton y caballeros, si tuvieran la amabilidad de volver a sus asientos, les daré una explicación completa del misterio de Wraxford antes de que pasemos a cenar.
Aún aturdida por todo lo que había visto y oído, me alegré de volver al calor de la chimenea. Mis compañeros parecían también más tranquilos, no sé si por la fuerza de la personalidad de Vernon Raphael o por la sombría atmósfera de la galería.
– El verdadero misterio, en mi opinión, es la muerte de Cornelius Wraxford, más que la de Magnus. Es evidente, leyendo entre líneas el relato de John Montague, que la se ñorita Langton ha tenido la amabilidad de permitirnos leer, que Magnus Wraxford asesinó a su tío. La cuestión es: ¿cómo?
– Discúlpeme -dijo el doctor Davenant-, pero ¿puede usted explicarnos, a quienes no hemos leído esa narración, cómo ha llegado a tan extraordinaria conclusión?
– Por supuesto -dijo Vernon Raphael, y procedió a resumir los pasajes más relevantes, principalmente aquellos que se referían al descubrimiento del secreto de la armadura, tal y como el propio Magnus lo había relatado aquella primera tarde en la oficina de John Montague-. El resultado de aquella conversación -prosiguió- fue convencer a John Montague de que su cliente estaba practicando la alquimia, y que era un lunático peligroso… Para prepararlo, en otras palabras, para su muerte inminente ocurrida en circunstancias extrañas, precisamente cuando estaba a punto de agotar las últimas reservas del capital que ofrecía la propiedad de los Wraxford. Pero John Montague jamás había visto a Cornelius, y lo conocía sólo por su reputación como un hombre siniestro y solitario. Naturalmente, estaba dispuesto a creer el cuento que Magnus había urdido para él… incluyendo la supuesta hostilidad de Cornelius hacia su sobrino y único heredero.
»Sin embargo, en la biblioteca que tenemos ahí mismo, ustedes no podrán encontrar ni una sola obra de alquimia. Ni, por supuesto, encontrarán una copia del tratado de sir William Snow a propósito de las tormentas, ni ningún otro trabajo sobre esa materia. John Montague, cuando vino aquí a petición de Drayton, encontró algunos papeles quemados en la chimenea del estudio. Pero los libros no arden con tanta facilidad: nadie puede deshacerse de una colección completa de libros de ese modo. Lo que les estoy diciendo es que esa colección de libros de alquimia jamás existió, y que no importa cómo acabara sus días Cornelius: lo cierto es que su forma de morir no tuvo nada que ver con la alquimia. Y aún más: digo que ese manuscrito de Tritemio jamás existió, excepto por el fragmento que Magnus inventó en honor del señor Montague; y digo finalmente que la historia que Magnus le contó a su tío era una muy diferente.
»No tenemos razón alguna para dudar de que Cornelius Wraxford estuviera efectivamente aquejado de un temor malsano hacia la muerte, aunque sólo sea porque el plan de Magnus no podría haber resultado efectivo si tal temor no hubiera existido. Recuerden también que Magnus Wraxford era un hombre de grandes poderes persuasivos, un reputado mesmerista… y creo firmemente que poseía un genio excelente para la improvisación. Supongan ustedes que vino a ver a su tío y le dijo algo de este tenor: "Conozco un invento nuevo y maravilloso, con extraordinarios poderes para alargar la vida, basado en los trabajos del gran profesor Faraday; y, además, tiene la ventaja de que te permitirá estar absolutamente a salvo durante las tormentas eléctricas. Casual y afortunadamente, esta armadura se adapta perfectamente a nuestro propósito: si me permites, la prepararé para que puedas utilizarla". Uno de los expertos que llevaron a cabo la investigación, como ustedes recordarán, explicó que la armadura funcionaría como una "jaula de Faraday", en la cual toda la carga eléctrica pasa por el exterior del receptáculo dejando al ocupante completamente ileso. El médico forense se burló de esta idea, pero para un viejo temeroso, cuyo único contacto con el mundo exterior era lo que le pudiera contar su sobrino, aquello podría haber sonado perfectamente plausible.
»Con la activa cooperación de su tío, Magnus había construido lo que se podría considerar una trampa mortal y que se ajustaba perfectamente a la siniestra reputación de la mansión. La muerte del joven Felix Wraxford en 1795, y la subsiguiente desaparición de Thomas en 1821 (doy por seguro que ambas fueron accidentales, pero eso nunca lo sabremos), se entretejieron también en la historia que Magnus se estaba inventando, sin duda con la mirada puesta en su utilidad una vez que la mansión pasara a sus manos.
»Pero había una grave dificultad: los rayos podrían caer sobre la mansión a la semana siguiente o bien podrían no caer durante los siguientes diez años, y nada garantizaría que Cornelius quisiera ocupar la armadura en ese caso. Y Magnus, habiendo preparado a John Montague para la inminente muerte de Cornelius, ahora tenía que asegurarse de que ocurriría. Yo estoy seguro de que su plan era abandonar su casa de Londres y trasladarse a una parte remota del país… digamos… a Devon, por ejemplo, adoptar un disfraz adecuado y venir a la mansión. Una vez en las dependencias de su tío (y les recuerdo una vez más que sólo conocemos las relaciones que había entre ellos por lo que decía el propio Magnus), podría haber acabado con la vida del anciano fácilmente, habría colocado el cuerpo en la armadura y podría haber descargado "un rayo" desde la seguridad de los bosques circundantes.
»Arriesgado, dirán ustedes, y estoy de acuerdo. Pero, como un verdadero artista, estaba preparado para correr cualquier riesgo si ello le permitía alcanzar el objetivo que perseguía. Y entonces la fortuna vino en su ayuda con un increíble golpe de suerte: John Montague estaba tan nervioso por la tormenta que se aproximaba que le envió un telegrama a Magnus para contárselo, dándole así algunas horas para prepararlo todo.
»Ahora ya no había necesidad de ningún rayo artificial. Magnus sólo tenía que colocar el cuerpo de su tío en la armadura y huir sin que nadie lo viera. Pero… ¿por qué no pudo encontrarse el cuerpo? Incluso suponiendo que un rayo verdaderamente cayera sobre la mansión, no creo que Cornelius se hubiera vaporizado en el aire: el propio destino desgraciado de Magnus es la prueba de ello. Y me niego a creer que su desaparición en el momento justo fuera una mera coincidencia. Sin embargo, no es evidente que la desaparición de Cornelius favoreciera los intereses de Magnus: el hecho cierto es que se vería obligado a soportar un retraso de dos años antes de poder tomar posesión de la propiedad, además de un enojoso y caro proceso en los tribunales.
Levantó la mano para adelantarse a una pregunta del profesor Charnell.
– Con su permiso, me gustaría completar mi tesis antes de entrar a debatirla. Durante ese intervalo de dos años, Magnus Wraxford se casó con una joven que supuestamente poseía poderes psíquicos: un cómplice ideal para el fraude que pensaba perpetrar.
Yo había escuchado, hasta ese momento, con arrebatada atención, pero la última observación me dejó helada. Estaba a punto de protestar cuando me di cuenta de que no podía hacerlo sin desvelar la existencia del diario.
– Aunque las pruebas de Godwin Rhys, John Montague y el mayordomo Bolton condujeron al tribunal a creer que los Wraxford habían estado distanciados durante algún tiempo, es posible que el distanciamiento entre ellos fuera fingido, inicialmente, para favorecer la seducción de la señora Bryant por parte de Magnus, y quizá también para acrecentar el efecto de los poderes de Eleanor Wraxford: si la vieran como una médium que actúa incluso contra su deseo, la ilusión sería aún más convincente. Magnus hizo el primer acercamiento, y tuvo éxito al conseguir sacarle las diez mil libras iniciales antes de que Eleanor Wraxford entrara en escena. Ese dinero, como ustedes saben, se convirtió en una gargantilla de diamantes: un bien fácilmente transportable y canjeable.
»La intención de Magnus, estoy seguro de ello, era poner en escena una sesión de espiritismo que se parecería mucho a la demostración de esta noche. El don de Eleanor Wraxford habría entrado en acción y probablemente el marido fallecido de la señora Bryant habría aparecido, animándola a dedicar su fortuna completa al sanatorio de Magnus Wraxford. Pero para cuando el grupo llegó a la mansión, Eleanor Wraxford se había rebelado contra su marido. Quizá estaba celosa de la señora Bryant, o quizá, como alguien ha sugerido, tenía pensado fugarse con su amante. Su condición mental, en cualquier caso, era ciertamente inestable. Había sido despreciada por su propia familia, y su novio anterior había muerto aquí mismo, en la mansión, en misteriosas circunstancias. Y, según Magnus, tal y como dejó dicho Godwin Rhys, ella había previsto su muerte en una visión. Magnus la había enviado aquí con su bebé, de quien ella no se podía separar, para preparar su parte en el engaño.
De nuevo abrí la boca para protestar, y de nuevo me lo pensé mejor.
– Magnus debió de tener una confianza casi absoluta en su poder sobre ella. Pero luego su plan se fue al traste con la muerte de la señora Bryant la misma noche de su llegada.
»Tal vez recuerden ustedes que se encontró una nota, con la caligrafía de Eleanor Wraxford, invitando a la señora Bryant a encontrarse con ella aquí, en la galería, a medianoche. Aquí se ofrecen varias posibilidades. Puede ser que Eleanor hubiera pensado traicionar el plan de Magnus, o simplemente arruinarlo aterrorizando a la señora Bryant. Ustedes han podido ver cuán fácil resulta aterrorizar a una dama de corazón sensible utilizando este entramado; a una dama de corazón sensible se le puede dar un susto de muerte, literalmente. Desde luego, Magnus corría el riesgo de fracasar con su demostración y, así, matar la gallina de los huevos de oro, pero se trataba de un riesgo que tenía que correr. Además, la señora Bryant habría asistido a la sesión con la esperanza de ser testigo de algo verdaderamente asombroso. Por el contrario, en esta cita previa, fue cogida completamente por sorpresa y su corazón no lo resistió.
»El resto ya es bien conocido: Eleanor Wraxford se las arregló para volver a la seguridad de su habitación mientras aún se estaba dando la señal de alarma. Apenas es necesario que les recuerde -añadió con una reverencia al doctor Davenant- que el conocimiento popular de la locura está bastante desencaminado. Un hombre… o, como aquí, una mujer, en un ataque de locura puede cometer los crímenes más monstruosos y, aun así, parecer perfectamente lúcida y aparentemente racional.
»En algún momento, durante la noche, Eleanor Wraxford puso en escena su desaparición. Ocultó a su hija, o la mató… Siento causarle angustia, señorita Langton, pero lo último parece también lo más probable. Una mujer sola habría tenido más posibilidades de ocultarse y hacer fracasar la búsqueda que se llevó a cabo después; una mujer con un bebé, prácticamente no tendría ninguna. A menos que hubiera acordado entregar a la niña a un cómplice, lo cual habría tenido que planear con anterioridad… y entonces, ¿por qué traer a la niña aquí?
Yo no había pensado en esta objeción cuando ideé mi propia teoría, pero comprendí, con una terrible sensación de ansiedad, la fuerza de la misma.
– Cualquiera que fuera el destino de la niña, Eleanor Wraxford se las arregló para ocultarse hasta que Magnus se quedó solo en la mansión. Ella se enfrentó a él con una pistola, cogió los diamantes, le obligó a entrar en la armadura y trabó el mecanismo… todo esto resulta evidente a partir de las pruebas aportadas por el abogado Montague. Eleanor tal vez sólo quiso mantenerlo atrapado el tiempo suficiente para poder huir; pero puede que los nervios le jugaran una mala pasada en última instancia, como testifican la pistola abandonada y la pieza rasgada de su vestido que apareció prendida en la armadura.
»Y, finalmente, la ironía definitiva: un rayo cayó realmente sobre la mansión aproximadamente un día después. Quizá Magnus Wraxford ya estaba muerto… Espero que fuera así. No le desearía un destino semejante ni a mi peor enemigo. No creo que fuera reducido a cenizas instantáneamente, como concluyó el médico forense; muchos hombres han sido golpeados por un rayo en campo abierto y, aun así, han sobrevivido. Es más probable que la energía del rayo incendiara las ropas y el cuerpo se fuera quemando lentamente, como ocurre en las combustiones espontáneas, tan vívidamente descritas por Dickens [57], excepto que en este caso la combustión tuvo lugar en el interior de un espacio cerrado, y por esa razón fue más completa.
»Y he aquí lo que sucedió, damas y caballeros. Nunca sabremos qué fue de Eleanor Wraxford y su niña; sospecho que ambas yacen en alguna sima oculta y aún no descubierta de los bosques de Monks Wood.
Hizo entonces una reverencia y los caballeros respondieron con un breve aplauso, al cual yo no me uní. El fuego había ardido débilmente mientras Vernon Raphael había estado hablando; mis pies estaban entumecidos de frío. Para mí, la revelación prometida había quedado en nada. Su admiración por Magnus había quedado patente, mientras que había despreciado a Nell como a una loca que había desbaratado un plan maravilloso y elegante. Se me ocurrió pensar, de hecho, que Vernon Raphael y Magnus Wraxford tenían mucho en común…
Miré a los demás y me encontré a los caballeros esperando que me levantase. La idea de asistir a su debate me resultó repentinamente insoportable. No es que tuviera hambre o sed; simplemente estaba muerta de frío.
– Me gustaría retirarme -le dije a Edwin-. No necesito nada, sólo un farol. Así pues, caballeros, si me disculpan…
Me levanté casi tambaleando y la habitación pareció girar alrededor de mí, de modo que me vi obligada a cogerme del brazo de Edwin. Acompañada por murmullos de preocupación, hicimos el largo camino de la galería y entramos en el frío aún más gélido del rellano, donde Edwin inmediatamente comenzó a disculparse por la desagradable experiencia de la noche.
– Yo elegí venir -contesté-, así que no hablemos más de ello.
Sentí su anhelo… Esperaba una mirada, una sonrisa o un gesto de complicidad, pero fui incapaz de corresponderle.
Alguien se había ocupado de encender el fuego en mi habitación, y tan pronto como hube cerrado la puerta ante Edwin, encendí las dos velas polvorientas que había sobre la repisa de la chimenea. Arrastré la cama portátil tan cerca del hogar como me fue posible y me tumbé completamente vestida, con el quinqué encendido en una silla, junto a mí. El olor a aceite y metal caliente me resultó vagamente reconfortante, así como la seguridad de que Edwin estaría en la habitación contigua, entre el rellano y mis aposentos.
Cuando el calor comenzó a calentarme los huesos, lentamente, me percaté de que lo que verdaderamente me había desanimado, aparte del tono general de Vernon Raphael, era el temor de que aquel investigador pudiera estar en lo cierto respecto a Nell. Después de todo, él sólo había deducido (a partir de lo que yo le había mostrado) que Magnus había asesinado a su tío, o al menos había planeado asesinarlo. Nunca había considerado esa posibilidad y, sin embargo, todo tenía sentido… Por lo que tocaba a su explicación del misterio, en todo, salvo en pequeños detalles, Vernon Raphael simplemente se había hecho eco de las deducciones del médico forense.
Pero si yo le hubiera mostrado el resto de los documentos del señor Montague y de Eleanor Wraxford, éstos sólo habrían reforzado su convicción en la culpabilidad de Nell.
Sin embargo, Vernon Raphael había dicho algo… algo que me había tocado una fibra sensible, casi como si hubiera derramado un cubo de agua fría sobre mi propia teoría… Sí: la hipótesis de que si Nell había decidido entregarle a Clara a un cómplice, ¿por qué la trajo a la mansión?
¿Y por qué, entre todas las habitaciones que podría haber escogido, eligió para Clara la alcoba más oscura y cerrada?
Porque con la puerta cerrada, nadie podría decir si allí había una niña o no.
Cogí el diario de Nell y el informe de la investigación según John Montague y fui pasando distraídamente las hojas a la luz del quinqué.
Nadie había dicho que hubiera visto a Clara en la mansión…
Volví a la primera página del diario, el diario que ella decía que no se atrevía a comenzar en Londres, por temor a que Magnus pudiera encontrarlo. Y, sin embargo, lo había dejado abierto sobre la mesa…
Ella había querido que él lo encontrara. Yo había caído en la trampa: el diario era una ficción y nada de lo que hubiera en él podía creerse.
No… no exactamente. Todo aquello sobre el fracaso de su matrimonio, su odio hacia él, la señora Bryant, todo lo que Magnus sabía o podía controlar, todo aquello podía ser verdad y tendría como objetivo herir a su esposo o dañarlo en lo más profundo, de tal modo que no tuviera duda sobre el resto.
¡Clara nunca había estado en la mansión! Alguien (¿la criada Lucy, tal vez?) se había llevado a la niña a un lugar seguro, mientras Nell había venido a la mansión sola. La parte más peligrosa del engaño habría sido llevar a la niña (una muñeca arropada con mantillas y pañales, quizá) del carruaje a la habitación. No resultaba extraño que quisiera hacerlo ella todo…
Pero… ¿por qué? ¿Cuál era el objetivo del engaño?
Que pareciera que la maldición de Wraxford Hall había vuelto a repetirse, que a Clara y a ella se las habían llevado los poderes de la oscuridad. Había inventado la última «visita» para «predecir» su destino.
Pero el engaño no había resultado del todo exitoso. Magnus había visto el diario e inmediatamente ordenó la búsqueda.
¿Sería posible que Nell hubiera llegado a pensar que realmente Magnus Wraxford creía en los espíritus, a pesar de todo el escepticismo que decía profesar? ¿O acaso pensaba Nell que otros creerían aquel embuste de su aparición, aunque su marido no lo hiciera? ¿O la muerte de la señora Bryant trastocó todos sus planes?
¿Y cómo pensaría escapar? Sin Clara, podría haber huido a pie. Y puesto que había dejado el diario en la mesa precisamente para que Magnus lo encontrara, Nell tenía buenas razones para escapar temprano, en cuanto hubiera luz suficiente para poder ver el camino a través de los bosques de Monks Wood.
¿Qué había dicho Vernon Raphael sobre Magnus…? Que «poseía un genio excelente para la improvisación». Nell había estado tan ocupada en crear su propia ilusión que no se había percatado de cómo podía usarse el diario contra ella. La carta de Magnus -la única que había encontrado John Montague, dirigida al señor Veitch también estaba repleta de mentiras, y también era falso el pedazo del vestido de Nell prendido en la armadura. Nell nunca había vuelto a la mansión, y Magnus no había muerto en Wraxford Hall.
Entonces, ¿de quién eran las cenizas que se encontraron en la armadura?
Desde luego, no eran de Nell; el médico que llevó a cabo la investigación dijo que eran los restos de un hombre de la edad y la altura aproximadas de Magnus.
Para poner en escena una sesión de espiritismo que resulte convincente, todos los médiums necesitan un cómplice. Magnus había dicho que Bolton iba a hacer funcionar el generador eléctrico, pero la máquina era un mero elemento decorativo. Y Magnus era seguramente demasiado astuto para confiar en Bolton.
No: el cómplice había sido alguien muy distinto, un hombre al que nadie había visto, que entró sin ser notado en la casa por la noche y se escondió en algún lugar del laberinto de habitaciones que hay en el piso superior, donde nadie tenía permitida la entrada. Pagado generosamente, quizá, y sin saber siquiera lo que había en juego… ese hombre estaba destinado a no salir vivo de la mansión.
Había algo que John Montague había mencionado… sí, el relámpago que la gente de Chalford pensó que había visto en Monks Wood el domingo por la noche… Magnus había quemado el cuerpo en la armadura, y después descargó el «rayo», tal y como Vernon Raphael había hecho durante el experimento.
O puede que yo estuviera equivocada respecto al cómplice y, simplemente, Magnus hubiera traído las cenizas a la mansión… Era médico, después de todo. Pero, en ese caso -en cualquier caso-, él ya había planeado su desaparición.
Volví a hojear el diario de Nell, y revisé todas las referencias sobre aquellos días y semanas que él pasaba fuera de casa… ¡Magnus había estado viviendo una doble vida durante todo el tiempo!
Y Nell debía de saber que si la capturaban (y la intentaría capturar tan pronto como se difundieran las noticias del horroroso descubrimiento de John Montague), Magnus seguramente se encontraría entre los espectadores que vendrían a verla ahorcar por haberle asesinado a él.
Mi pensamiento había ido enlazando una conclusión tras otra con tal rapidez que no me había dado cuenta de los extremos a los que había llegado. Como Nell había insistido en que no había nada de Magnus en Clara, yo había podido utilizar esa idea a mi conveniencia, y había imaginado a Nell como a mi verdadera madre en un mundo imaginario, donde las razones comunes no se aplican. Entonces me vi atrapada en el repentino y vertiginoso terror de que yo podía ser Clara Wraxford. A pesar de las dos velas y el resplandor del fuego, las sombras que se alargaban tras los muebles (dos polvorientos sillones, un escaño de madera, algunas sillas más y los armarios) eran extraordinariamente oscuras. Levanté el quinqué intentando iluminar la habitación en derredor, y sólo conseguí formar más sombras en el papel descamado de las paredes, y sobre el techo agrietado y combado, el cual parecía abultarse aún más cuando la luz lo iluminaba. ¿Cuánto tiempo me duraría el aceite?
De mala gana me levanté y apagué las dos velas. Sólo tenía que resistir las horas que quedaban hasta el amanecer, me dije, y al día siguiente por la tarde ya estaría a salvo en St John's Wood.
¿Y después qué? ¿Se suponía que Magnus aún estaba vivo? ¿No tenía el deber de informar a la policía? Pero no me harían caso, no más que Vernon Raphael, que lo tergiversaría todo hasta que todas las pruebas apuntaran a Nell. El único medio cierto para probar la inocencia de Nell -al menos el único medio que yo podía entrever- era encontrar a Magnus Wraxford. Probablemente había sacado la preciosa gargantilla del país para vender los diamantes… y, naturalmente, ésa era la razón por la que los había comprado previamente. Como otros muchos detalles en su plan, los diamantes también habían servido a un doble propósito: ayudarle a desaparecer y perfilar las mandíbulas del cepo que había tendido para Nell, mucho antes de que Bolton la hubiera visto con John Montague.
Y ésa era la razón, se me ocurrió, por la que Nell describió aquel encuentro de un modo tan superficial. Sabiendo que Magnus leería el diario, no quería crearle problemas a John Montague, si podía evitarlo. Pero para cualquier otra persona, aquella indiferencia en el relato podía entenderse -y quizá el propio Magnus lo había entendido así- como la prueba de la ocultación de una relación culpable.
Magnus había tendido su red con tanta astucia que cada mínima prueba se presentaba como una máscara de Jano [58]. Al menos Edwin me escucharía y guardaría silencio sobre el diario de Nell si yo se lo pedía, pero incluso él, me temía, no me creería sin alguna prueba tangible que demostrara que Magnus no había muerto en la armadura.
Había otra posibilidad. Seguirle la pista a Magnus era para mí evidentemente una tarea imposible, pero si conseguía atraerlo para que me siguiera la pista a mí… Si, por ejemplo, le hacía saber que poseía pruebas de su culpabilidad, descubiertas aquí, en la mansión… especialmente si el rumor afirmaba también que yo era Clara Wraxford. Pero esto era una locura, e insistir en ello sólo conseguiría hacerme mal. Bajé la intensidad del quinqué tanto como pude y allí estuve tendida y despierta durante varias horas, con el temor corriendo por mis venas, hasta que me dormí, rendida por el cansancio, y me desperté medio helada en la luz gris del amanecer.
A las once de la mañana tenían que venir dos carruajes -por lo que pude saber, los cocheros se habían negado a quedarse en la mansión durante la noche- para devolvernos a Woodbridge. Hice mis abluciones rudimentarias en agua helada y me quedé en la habitación tanto como me fue posible, aunque, una vez que hube guardado mis cosas, no tenía realmente nada que hacer allí, salvo dar vueltas y tiritar. Había hecho todo lo posible por tener una apariencia presentable, sin embargo me sentía sucia y desaliñada, y el deslustrado espejo que había sobre la repisa de la chimenea no hizo nada por animarme.
El hambre y el frío me expulsaron al final a la penumbra del rellano y a los alrededores de la biblioteca, donde el resto de la gente estaba desayunando té y tostadas, preparadas en la chimenea de la biblioteca. Sintiéndome profundamente cohibida, le aseguré a todo el mundo que me encontraba recuperada totalmente de mi desmayo, y que había dormido perfectamente bien, y me permitieron sentarme junto a la chimenea, y allí presenté mis respetos a Edwin y a Vernon Raphael, entre los cuales sentí que existía una cierta hostilidad, al menos por parte de Edwin.
– Me pregunto, señorita Langton -dijo Vernon Raphael, después de que yo hubiera agradecido su amabilidad-, qué pensó usted de mi exposición de la noche pasada… Me quedé con la impresión de no le había parecido completamente convincente.
– Me pareció… me pareció que todo lo que dijo acerca de Cornelius Wraxford era muy convincente -contesté, con la esperanza de que no me preguntara nada más.
– ¿Pero…? -añadió.
Edwin le lanzó una mirada de ira, y entonces me percaté de que el resto de los caballeros estaba esperando mi contestación.
«Si no puedo ser fiel a Nell en este momento», pensé, «nunca seré lo suficientemente valiente para defenderla».
– Creo que Nell Wraxford era inocente -dije-. Y pienso que todas los datos que parecen incriminarla fueron urdidos por Magnus Wraxford… incluidas las cenizas que se encontraron en la armadura. No creo que esté muerto. -Un murmullo de sorpresa recorrió la sala-. Estoy segura de que usted despreciará mis opiniones como si fueran las imaginaciones absurdas de una mujer desocupada…
– Quizá. Podría considerarlas en esos términos -dijo Vernon Raphael- si usted no me hubiera permitido ver ciertos pasajes de la narración de John Montague. ¿Es que tiene usted otras pruebas?
– No puedo decírselo -contesté, deseando que mi voz no sonara excesivamente temblorosa-. Me he comprometido… a guardar el secreto.
– Pero… señorita Langton: si usted posee alguna prueba que demuestre lo que nos está diciendo, ¿no es su deber hacerlo público?
– No es suficiente para convencer a un tribunal, ni a ningún hombre convencido previamente de la culpabilidad de Eleanor Wraxford -dije, con la sensación de deslizarme hacia el borde de un precipicio.
– Pero esa prueba… le ha convencido a usted, señorita Langton -insistió-. ¿No puede usted decirnos por qué?
– No puedo responder a más preguntas, señor Raphael. Sólo puedo decir que mi mayor deseo es ver que se demuestra que Eleanor Wraxford es inocente.
Se produjo entonces un momento de embarazoso silencio, y luego, como si actuaran de acuerdo con una señal que nadie dio, todos los caballeros se levantaron y comenzaron a recoger sus cosas.
Me retiré una vez más a mi habitación, con la intención de quedarme allí hasta que llegaran los carruajes, pero el confinamiento me resultó insoportable. Después de estar yendo de acá para allá durante unos minutos angustiosos, decidí echar una última mirada a la habitación en la que había estado Nell. Cuando llegué al rellano, vi entre las sombras, al otro lado del hueco de la escalera, la puerta del estudio, abierta, y una figura alta que salía de allí: era el doctor Davenant. Miró hacia la biblioteca, como si quisiera asegurarse de que nadie lo estaba siguiendo, cruzó confiadamente el rellano y desapareció en el pasillo que conducía a los dormitorios. Para cuando alcancé la entrada del corredor, el sonido de sus pisadas ya no se oía.
Me detuve a escuchar en cada esquina del pasillo, avanzando tan calladamente como podía, hasta que avisté la habitación de Nell. Una luz pálida se derramaba por la puerta, ondulando en el polvoriento suelo del pasillo y, mientras yo la observaba, una sombra cruzó el suelo iluminado. Un terror supersticioso se apoderó de mí; me volví para huir, pero mi pie resbaló en algún fragmento de enlucido que se había desprendido de la pared, y un tablón de la tarima crujió ruidosamente. La sombra se oscureció y pareció elevarse sobre la pared de enfrente… El doctor Davenant apareció ante mí.
– Oh, señorita Langton… Perdóneme si la he asustado… y discúlpeme por tomarme la libertad de investigar en su casa. Ésta era, supongo, la habitación que ocupó Eleanor Wraxford…
No llevaba las lentes de cristales tintados, y sus ojos brillaron débilmente en la luz que había en el umbral de la habitación.
– Sí, señor. Ésa era.
Hizo un gesto señalando la puerta, como si estuviera invitándome a examinar algo en el interior, y dio un paso atrás para permitirme entrar en la habitación. La cortesía me impelió a obedecer, contra mi instinto, y un momento después me encontraba de pie junto a la mesa de Nell, con el doctor Davenant entre la puerta y yo.
– ¿Quería mostrarme algo, señor? -pregunté, incapaz de ocultar el temblor de mi voz.
Su rostro prácticamente se ocultaba tras el bigote y la barba, pero me pareció que había un destello de diversión en sus ojos, los cuales eran tan oscuros que el iris parecía tan negro como las pupilas. Me pregunté si aquel rasgo era consecuencia de las heridas que había sufrido.
– Las observaciones que ha hecho hace unos momentos en la biblioteca me resultan de lo más estimulantes… -dijo, ignorando mi pregunta por completo. Su voz sonaba profunda y más sonora de lo que yo recordaba-. Creo que dijo que usted tenía pruebas de que Magnus, y no Eleanor Wraxford, es el verdadero culpable, pero que se había comprometido a guardar el secreto… No he podido evitar pensar en quién puede ser esa persona a la que usted le prometió guardar el secreto.
– No puedo decírselo, señor.
– Desde luego, señorita Langton. Sólo que se me ocurrió pensar que si usted se las hubiera arreglado para encontrar a Eleanor Wraxford, el secreto estaría evidentemente justificado, puesto que ella aún debe hacer frente a una acusación que le acarrearía la pena de muerte…
El tono de sus palabras era muy cortés, e incluso indiferente, pero había un tono de burla en ellas. Enmarcado en el umbral de la puerta, parecía elevarse sobre mí.
– Está usted muy equivocado, señor.
Temía pedirle que me dejara pasar, por si decidía impedírmelo.
– Ya veo… -dijo, y su mirada se apartó de mí para fijarse en la cuna que permanecía en aquella sombría alcoba-. Y… ¿qué cree usted que fue de la niña?
Mi corazón dio una sacudida y, por un momento, apenas pude articular palabra.
– Yo no… señor, no debería usted apremiarme así… Ahora, le ruego, por favor…
– Señorita Langton, escúcheme. Su deseo de probar la inocencia de Eleanor Wraxford es absolutamente loable, pero… ¿y si está usted equivocada? Una mujer capaz de matar a su hija es capaz de cualquier cosa.
– Pero es que ella no…
– Parece usted muy segura de eso. Y yo le digo, señorita Langton, que por ocultar información está corriendo usted un serio peligro. Si está usted en lo cierto y Magnus Wraxford está aún entre nosotros, tendrá mucho interés en cerrarle la boca a usted. Y lo mismo ocurre si Eleanor Wraxford cometió esos crímenes. Pregúntese, señorita Langton, cómo el asesino de Whitechapel ha conseguido evitar que lo detengan cuando todos los hombres de Londres andan tras él… ¿no será simplemente porque el asesino es… en realidad… una mujer?
– Supongo que no me estará diciendo, señor, que Eleanor Wraxford… -dije, retrocediendo ante él.
– No, no estoy diciendo eso, señorita Langton; sólo digo que una mujer, una vez que ha matado, puede ser tan violenta como cualquier hombre… y más proclive a engañar a todos los que la rodean. Por eso es por lo que le pido que confíe en alguien experto en la evaluación de pruebas en casos criminales… en mí, por ejemplo. Todo lo que me diga, por supuesto, quedará en la más estricta confidencialidad; en realidad, me encantaría comunicarle a Scotland Yard su planteamiento… Desde luego, su nombre no tiene por qué aparecer en absoluto. En interés de la justicia, señorita Langton, y por su propia seguridad, le ruego que confíe en mí.
Su voz se había suavizado y su oscura mirada, mientras hablaba, se había clavado en mis ojos. Por un instante, confiar en él me pareció la única cosa racional que podía hacer. Aunque estaba embozada en mi capa de viaje, comencé a tiritar de nuevo… y él aún permanecía de pie entre la puerta y yo.
– Gracias, señor, pero debe excusarme ahora… Consideraré lo que me ha dicho.
– Desde luego, señorita Langton.
Inclinó la cabeza, dio un paso atrás en el pasillo, y me dejó pasar.
Aterrorizada por aquel encuentro, fui en busca de Edwin, a quien encontré en la galería, triste y desconsolado en el extremo más alejado de la sala, contemplando la entrada del «escondrijo del cura».
– ¿Por qué no confiaste en mí? -me preguntó cuando llegué a su lado-. ¿Pensaste que yo tampoco te creería?
– No… -dije-. Todo se me ocurrió por la noche…
– ¿Y no puedes decirme nada más?
Dudé.
– Tal vez… -dije-, pero no donde otras personas puedan oírnos… ¿Qué estás haciendo?
– Hay algo extraño en todo esto -dijo-. El espacio en el interior de este lugar no es más grande que el que ocuparía un ataúd puesto de pie. Nadie resistiría más que unas pocas horas encerrado aquí. Sin embargo, la mayoría de estos escondrijos se construyeron para ocultar a un hombre durante días enteros, e incluso semanas. Si tuviera tiempo… pero los carruajes estarán aquí dentro de un minuto…
Me preguntaba si me estaba sugiriendo que él y yo nos quedáramos unas horas más en la casa, pero entonces apareció St John Vine. Nos dijo que sólo había llegado uno de los carruajes; al otro se le había roto un eje cuando ya estaba a medio camino entre Woodbridge y la mansión. Le seguimos y bajamos las escaleras; salimos a la explanada herbosa que había frente a la casona, donde el doctor Davenant, con los ojos nuevamente ocultos tras los cristales tintados, estaba conversando con Vernon Raphael. Incluso los árboles más cercanos aparecían envueltos en niebla; no había viento, pero hacía tanto frío que respirar era como inhalar alfileres de hielo. Por supuesto, todos pretendieron que ocupara uno de los cuatro asientos disponibles, pero rechacé el ofrecimiento con la excusa de que había prometido consultar algunos documentos familiares que me había pedido el señor Craik.
– El señor Rhys se ha ofrecido amablemente a quedarse conmigo -dije, percatándome con cierta incomodidad de la expresión sardónica de Vernon Raphael-. Díganle al cochero que regrese a buscarnos a las tres.
Mi corazón latió con fuerza cuando me percaté de que uno de los otros caballeros también tendría que quedarse con nosotros, pero en ese momento el doctor Davenant resolvió el problema anunciando que él regresaría caminando.
– Necesito hacer un poco de ejercicio -dijo-, y probablemente llegaré a Woodbridge mucho antes que todos ustedes.
Nadie intentó disuadirle, y media hora después, Edwin y yo estábamos solos en Wraxford Hall.
Yo ya había decidido contarle todo a Edwin -excepto la idea de que yo podría ser Clara Wraxford- y en cuanto me hube convencido de que su promesa de guardar el secreto era firme, saqué todos los papeles y me senté con él junto al fuego de la biblioteca. En aquellos momentos me pregunté si algún día volvería a entrar en calor. Con todos los demás ya lejos de Wraxford Hall, la quietud de la mansión resultaba tan opresiva que me resultaba difícil elevar la voz por encima de un susurro. Edwin me hizo muchas preguntas a medida que leía, y parecía acoger de buen grado mi teoría cuando intercambiábamos opiniones.
– Debes perdonarme si aún dudo… -dijo mientras disfrutábamos de un almuerzo improvisado con pan y queso y fiambre-. Aquí hay muchas cosas en las que ni siquiera había pensado antes. Pero, suponiendo que estés en lo cierto y Magnus fuera responsable de todas las muertes, incluida la de la señora Bryant, ¿cómo entraba y salía? Debe de haber un pasadizo secreto bajo la galería, porque la galería es el corazón de todos los crímenes que se han cometido aquí. Y ese escondrijo que descubrió Raphael puede ser la entrada a ese pasadizo.
Después de comer, aún disponíamos de una hora hasta que llegara el carruaje -me percaté con inquietud de que la niebla se había cerrado todavía más-, así que volvimos a la galería, donde Edwin comenzó a hurgar en una caja de latón que había junto a la armadura.
– Le pedí a Raphael que dejara esto aquí, por si acaso… No nos dijo que hubiera traído un segundo «rayo» -dijo Edwin, levantando un cilindro grisáceo del que parecía colgar un cordel medio alquitranado. Volvió a dejarlo allí cuidadosamente y sacó una pequeña maza de madera y comenzó a investigar el estrechísimo «escondrijo del cura».
A pesar del frío, me quedé allí observando cómo golpeaba con la maza y presionaba y tanteaba las piedras de la pared. Los ecos sonaban horriblemente. Los viejos Wraxford, con sus rostros difuminados por la mugre de siglos, nos miraban desde los muros; la luz de las ventanas, por encima de los retratos, adquiría un tono gris anodino.
– Estos refugios -dijo Edwin- se construían precisamente para resistir un ataque directo. Hay casos registrados en los que los muros quedaban medio derruidos mientras el fugitivo, estando a un paso de las piquetas, queda a salvo y no lo descubrían. La fuerza bruta no hace más que trabar aún más el mecanismo… Es cuestión de encontrar el truco…
El muro de piedra parecía estar construido sólidamente.
– ¿Qué te hace pensar que ahí hay algo? -pregunté.
– Para empezar, la posición de esa tumba: ¿por qué iba una persona a colocar un sarcófago en el interior de una chimenea?
– Porque… ¿no es realmente una tumba?
– Puede que tengas razón… Aunque no estaba pensando en eso; los candados del sarcófago no se han tocado durante décadas: están muy oxidados. No, no… Se coloca un sarcófago en la chimenea para asegurar que nadie va a encender fuego en ella. Lo cual significa que hay algo en la chimenea que debe protegerse.
En el ejercicio de su profesión, Edwin era un hombre totalmente distinto, seguro y firme como jamás lo había visto antes. Usaba la maceta de madera y una pequeña barra metálica a modo de escoplo, comprobando cada piedra, poco a poco. Deseé poder hacer algo, algo que no fuera esperar y tiritar, e intenté sacudirme la sensación de estar siendo observada. Aunque no golpeaba el escoplo especialmente fuerte, cada golpe formaba ecos que parecían andanadas de cañonazos, y en ocasiones me parecía que podía oír pasos tras los ecos. También la luz parecía enturbiarse cada vez más y cada vez más perceptiblemente, aunque aún no eran las tres.
– ¡Eureka! -gritó Edwin.
Había ido golpeando hacia abajo, todo el muro interior, y estaba arrodillado en el suelo. Ahora, mientras observaba cómo extraía una piedra, me acerqué al hueco (lo cual no me habría gustado haber hecho) y después de un breve esfuerzo sacó una vara de madera con marcas, del tamaño aproximado de una vela.
– ¡Qué extraño…! -dijo-. Esto es una clavija de seguridad, pero sólo podría estar aquí si hubiera alguien dentro… Tengo que romper el mortero…
Yo no veía nada en absoluto, pero capté la nota de preocupación en su voz.
– No pensarás que… -comencé.
– Seguramente no.
Se aferró al borde de la abertura que había practicado. Con un crujido áspero, una parte del enladrillado se derrumbó hacia dentro formando una especie de puerta baja y estrecha; una nube de polvo y arenilla se expandió por la galería y se asentó lentamente a nuestro alrededor.
– Bueno… -dijo Edwin tosiendo-; ahora ya estamos seguros de que no hay nadie ahí dentro… nadie vivo, al menos…
Adelantó el farol, y vi a través del polvo una estrecha escalera de piedra que subía en espiral hacia la oscuridad.
– Mira… -entonces, un ruido que provenía de la biblioteca le interrumpió.
Permanecimos durante unos instantes atentos, pero el sonido no se repitió. Edwin se detuvo, dejó de golpear con la maceta y recorrió los diez pasos que había hasta la puerta de la biblioteca. Le seguí, pues no deseaba quedarme sola.
No había nadie en la biblioteca, y no había causa aparente para que se hubiera producido aquel ruido… pero entonces vi que las páginas del manuscrito de John Montague, que yo había dejado sobre la piel cuarteada de un sillón, se hallaban ahora dispersas por el suelo, con los diarios de Nell entre ellas.
– Una corriente de aire, quizá… -dijo Edwin, aunque no había ninguna corriente de aire allí.
Y algo más había cambiado: en el exterior, donde los árboles deberían encontrarse a poco más de cincuenta yardas, ahora no se veía nada en absoluto: nada salvo un vapor denso y aborregado que lamía los cristales de las ventanas.
– ¿Será capaz el cochero de encontrar el camino hasta aquí? -susurré.
– No lo sé; esperemos que levante la niebla antes de que oscurezca. Mientras tanto, podemos intentar averiguar adónde conducen esas escaleras.
Con una última mirada de preocupación en torno a la biblioteca, volvimos a la galería. Cuando Edwin ya se disponía a adentrarse por la abertura, me entró el pánico.
– ¿Y si te quedas atrapado ahí? -dije-. No sabré cómo sacarte…
– No podemos entrar juntos -dijo-, por si acaso…
– Entonces… -repliqué-, yo subiré mientras tu vigilas… Subiré un poco. De verdad: así no tendré tanto miedo…
Le arrebaté el farol de las manos y avancé un paso hacia el umbral del hueco abierto, adentrándome en una cámara cilíndrica que apenas tendría tres pies de fondo. El polvo y la arenilla formaban una gruesa película sobre el suelo empedrado. Iluminé la parte de arriba, pero sólo pude ver los giros de la espiral de la escalera.
– Tendré que subir unos peldaños… -dije.
– ¡Por Dios, ten cuidado!
Tentando cada peldaño, fui ascendiendo torpemente, temiendo tropezar con la falda. Aquel aire polvoriento sólo conseguía que me picaran los ojos. Había telarañas cubriendo los muros, pero parecían antiguas y quebradizas, y nada se movía cuando yo acercaba el farol a ellas. Pensé que así es como deben de oler las tumbas antiguas, las tumbas que permanecen cerradas durante.cientos de años, donde incluso las arañas han muerto de inanición.
Al menos había subido dos espirales completas: después, las escaleras finalizaban frente a una puerta de madera muy pequeña, abierta en el muro de modo que formaba un paso sólo lo suficientemente alto como para pasar erguido. Mi pelo rozaba el techo pétreo de la cámara. Miré las escaleras, hacia abajo, y me vi atacada por el vértigo, así que tuve que aferrarme al pomo de la puerta para evitar caerme. El pomo giró en mi mano y la puerta se abrió con un crujido.
Era una sala, o más bien una celda, quizá de seis pies por cuatro, y el techo apenas se elevaba unos dedos por encima de mi cabeza. La puerta se abría hacia dentro, hacia la izquierda, dejando el espacio justo para una silla y una mesa apoyada contra la pared contraria. Sobre la polvorienta superficie de la mesa había una licorera, una copa de vino, dos palmatorias, una escribanía con media docena de plumillas, todo ello cubierto de suciedad, y un armarito acristalado que tenía dos estantes, con treinta o quizá cuarenta volúmenes que parecían idénticos.
Aquello era todo el mobiliario, pero mientras permanecía allí observando la mesa, me di cuenta de que mi farol no era la única fuente de iluminación. A lo largo del muro, a mi derecha, había media docena de estrechas franjas de luz turbia. Quise entonces adelantarme hacia allí, y sentí una corriente de aire helado en el rostro, y me di cuenta de que aquella sala secreta y su escalera se habían construido en la anchura de la gran chimenea, con unas hendiduras de ventilación en el muro exterior.
Sólo tres pasos me separaban de la estantería. A través de los polvorientos cristales pude ver que no había indicación alguna en los lomos de los libros; eran libros manuscritos encuadernados en piel, etiquetados cada uno con un año, y ordenados en la estantería por orden, desde 1828 hasta 1866. Dejé el farol sobre la mesa, y tiré de la puerta de la derecha hasta que se abrió con un chillido de bisagras, y extraje el último volumen.
5 de enero de 1866
El duque y la duquesa de Norfolk se han ido esta mañana; deben estar mañana en Chatsworth. La duquesa me ha halagado con un gran cumplido y me ha dicho que la hospitalidad de Wraxford Hall sobrepasa todo lo que ha conocido el presente año. Sólo se quedaron dieciocho personas, que esperarán a lord y lady Rutherford el sábado. El tiempo es verdaderamente inclemente, pero los caballeros más jóvenes saldrán a montar de todos modos. Le he comentado a Drayton la necesidad de traer más champán…
Leí una anotación tras otra: todas describían meticulosamente una serie de fiestas celebradas en la mansión… que seguramente jamás habían tenido lugar. La mansión que había imaginado la fantasía de Cornelius Wraxford -¿quién si no podría haber escrito aquello?- estaba rodeada de jardines de rosas, rocallas, estanques, campos de césped para jugar al croquet y tirar con arco, todo ello atendido por un pequeño ejército de jardineros. En el gran salón de Wraxford Hall se celebraban todas las noches suntuosos banquetes, a los cuales asistía la flor y nata de la sociedad inglesa, y fabulosas partidas de caza tenían lugar en los cotos de Monks Wood. Consulté varios volúmenes más y descubrí que eran todos idénticos: un registro diario de una vida suntuosa y maravillosa que nadie había vivido, mientras la verdadera mansión se hundía paulatinamente en la ruina y la decadencia.
La voz de Edwin, amortiguada pero evidentemente preocupada, sonó seguida de varios ecos en la escalera. Yo me había dirigido directamente hacia el armario de los libros sin mirar a mi alrededor, pero entonces, cuando me volví y cogí el farol, vi un lío de ropas viejas tiradas tras la puerta.
Pero no eran sólo ropas viejas, porque había algo más allí… algo que, en vez de manos, tenía unas garras apergaminadas y un cráneo encogido no mayor que el de un niño, del cual colgaban aún unos pocos mechones de pelo blanco y lacio. La boca, y la nariz y las cuencas de los ojos estaban atestadas de telarañas…
No creo que me desmayara, pero mi siguiente recuerdo son los brazos de Edwin rodeándome y su voz tranquilizándome, un tanto preocupada, y diciéndome que todo había pasado…
– No debemos quedarnos aquí -dije, desembarazándome de él-. Imagina que alguien nos encierra…
– No hay nadie en la mansión, te lo prometo. Sí… creo que es Cornelius…
Cogí el último volumen del diario y, apartando la mirada del espantoso amasijo que había tras la puerta, le seguí con paso vacilante mientras bajábamos las escaleras; poco después llegamos a la biblioteca, que ahora me parecía relativamente cálida. En el exterior, la niebla estaba tan cerrada como antes.
– Sólo son las tres y media -dijo Edwin-. El cochero todavía puede encontrar el camino…
Pero sus palabras no sonaban como si lo creyera realmente.
– ¿Y si no…?
– Tenemos comida y carbón suficiente para pasar la noche; esperemos que no tengamos que utilizarlo.
Si tuviera que pasar la noche sola en la mansión, pensé, me volvería loca de miedo. Él añadió a la chimenea lo que quedaba de carbón… Dijo que había más en la carbonera, y atizó el fuego mientras yo le contaba lo que había descubierto, consciente en cada pausa de la expectante quietud que nos rodeaba.
– Así que Vernon Raphael tenía razón -dijo Edwin- cuando afirmaba que Cornelius no era en absoluto un alquimista.
– ¿Y respecto a la posibilidad de que Magnus lo asesinara? -pregunté.
– No, no creo… Como dijo Raphael, a Magnus no le interesaba que Cornelius desapareciera; y si se tomó todas aquellas molestias para crear la leyenda de la armadura, ¿por qué no dejó el cuerpo dentro? Tal vez Cornelius simplemente murió ahí arriba, de un ataque al corazón o de apoplejía, aunque parece una extraordinaria coincidencia… a menos que se muriera de miedo ante la tormenta. De hecho… Magnus no podía saber de la existencia de esa sala secreta: de lo contrario, habría encontrado el cadáver y se habría librado de los gastos y molestias de un proceso judicial en el que empleó dos años.
– Pero Magnus no sabía nada de la vida imaginaria de su tío -dije-. Nunca pensé que podría sentir lástima por Cornelius; pero, por supuesto, el hombre que John Montague describió era una invención de Magnus. Tal vez era un buen hombre: después de todo, mantuvo a los mismos criados durante todos aquellos años.
– Tal vez lo fuera -dijo Edwin, pasando las páginas del libro manuscrito-, pero… ¿por qué demonios se ocultó en esa celda para escribir todo esto?
– Porque… porque tal vez le resultaría más fácil, escondido allí, imaginar la mansión que él deseaba que fuera -dije-. Y porque tenía que mantenerlo en el más absoluto secreto… en algún sentido, incluso para sí mismo. ¡Pobre viejo! Sin embargo, todo lo que sabemos de Magnus lo convierte en un ser aún más malvado.
– Como dices, ni siquiera podemos estar seguros de que esté muerto. Cornelius no menciona a Magnus en ninguna parte en estos libros; parece que mantuvo esa vida imaginaria hasta el último día de su existencia. La última anotación es del día 20 de mayo de 1866… «El viernes esperado de lord y lady Cavendish»: el día de la tormenta. Todo parece una extraña coincidencia, a menos que… Déjame ver de nuevo la declaración de John Montague…
– Sí, aquí está… El señor Barrett hablando de los efectos de un rayo: «En un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor encuerdo de haber sido golpeado por un rayo». Podría haber ocurrido algo así. Cornelius podría haber vuelto instintivamente a su refugio contra los rayos, y podría haber muerto allí por los efectos retardados del impacto, o por una conmoción cerebral… Por cierto… me parece que deberíamos prepararnos para pasar otra noche aquí.
En el exterior, la oscuridad era tal que ni siquiera se veía la niebla. Dentro, en la biblioteca, los deslustrados muros y las estanterías repletas de libros encuadernados en piel parecían absorber la poca luz que quedaba. Edwin se levantó y encendió dos cabos de velas que había sobre la repisa de la chimenea.
– Dadas las circunstancias, creo que deberíamos compartir la habitación en la que dormiste la pasada noche; no tenemos carbón suficiente para mantener dos fuegos encendidos toda la noche, y, en todo caso…
– Sí -dije tiritando.
– Entonces, lo que debo hacer en primer lugar, antes de que oscurezca completamente, es traer más carbón de la carbonera. No -dijo, viendo el temor en mi rostro-, a mí tampoco me gusta dejarte sola, pero sin carbón nos congelaremos…
Encendió su farol, cogió el cesto del carbón y salió al rellano, dejando las puertas entreabiertas. Sus pisadas se alejaron, con las tarimas crujiendo a cada paso, y transformándose en un eco amortiguado cuando comenzó a bajar, hasta que el ruido cesó por completo y todo quedó en un silencio absoluto.
Habíamos colocado dos sillones de piel cuarteada ante la chimenea, de espaldas a la que había en la galería, a medio camino de la pared común. Las largas hileras de estanterías de libros se difuminaban en la oscuridad a un lado y a otro. Se acrecentó en mí la sensación de que alguien me estaba observando; entonces me levanté y me volví para darle la espalda a la chimenea ardiente. Incluso así me resultaba imposible vigilar las cuatro entradas a la vez. Permanecí allí, de pie, observando una puerta tras otra, esforzándome en oír algo por encima de los fuertes latidos de mi corazón. Mis sombras gemelas oscilaban hacia el umbral de la puerta del estudio, y parecía que se movían independientemente. Pensé en apagar las velas, pero entonces no podría ver en absoluto las puertas que daban al rellano.
En la escuela había aprendido que uno puede contar los segundos por los latidos del corazón. El mío latía más rápido que el medido tictac de un reloj, pero comencé a contar de todos modos. No pude mantener la cuenta; llegaba a veinte o treinta, y después me distraía algún sonido fantasmagórico o algún movimiento, y comenzaba de nuevo. Así estuve durante un periodo indefinido, mientras las ventanas se oscurecían más y más… Y Edwin no regresaba.
Supe qué debía hacer: encontrar el otro farol y bajar a la carbonera; puede que Edwin se hubiera caído y se hubiera torcido un tobillo, o se hubiera golpeado en la cabeza, o… Sólo que yo no sabía dónde estaba la carbonera, y mis dientes ya estaban castañeteando de miedo.
Pensé que Edwin había dejado el otro farol en la entrada del refugio secreto. Cogí uno de los cabos de vela de la repisa de la chimenea y, protegiendo la llama con la otra mano, avancé hacia la puerta de la galería.
Aún quedaba allí una débil y difusa luz del atardecer en las ventanas superiores, pero la oscuridad en el extremo opuesto de la galería era ya absoluta e impenetrable, y el brillo de la vela me deslumbraba. El bulto negro de la armadura permanecía allí, amenazante, entre la abertura que daba acceso a la sala secreta y yo; instintivamente, rodeé aquella monstruosidad, con la arenilla crujiendo bajo mis pies, hasta que pude ver la maceta y el escoplo en el suelo, pero no había farol alguno.
Entonces recordé que cuando Edwin me había ayudado a bajar las escaleras de la sala secreta, yo había cogido un volumen del diario de Cornelius, pero no el farol, y Edwin había iluminado el camino de regreso con el suyo. El mío debía de seguir ardiendo sobre la mesa de la sala secreta.
Mis últimas fuerzas me abandonaron y me derrumbé en el suelo, pero me las arreglé para mantener la vela en pie, a mi lado. La cera caliente me quemó el dorso de la mano. «¡Debes levantarte, debes levantarte…!». Una voz en mi cabeza me gritaba esas palabras, pero mis miembros no me obedecían.
Estaba arrodillada a unos pocos pies de la gran chimenea, casi enfrente del sarcófago, que quedaba enmarcado en el círculo de luz de mi vela. «Si no puedes ponerte de pie, ¡arrástrate!», gritó la voz en mi cabeza. Estaba haciendo otro esfuerzo para levantarme cuando creí oír un ruido en la chimenea. Apreté los dientes para evitar que castañetearan. ¡Otra vez! Era un sonido áspero, pesado y amortiguado, como el que produce una losa al deslizarse. Parecía proceder del suelo que yo tenía delante.
El ruido cesó; durante algunos segundos se hizo un silencio absoluto, y entonces hubo un crujido metálico. Contuve la respiración; la vela llameaba inmóvil.
¡La cubierta de la tumba de sir Henry Wraxford se estaba levantando lentamente!
Mi corazón se sacudió violentamente en el pecho y al tiempo dejó de latir por completo. Me pareció que sólo un segundo después me encontraba ya al otro lado de la puerta que unía la biblioteca y la galería, con la llave traqueteando en la cerradura mientras luchaba afanosamente por hacerla girar. Aún podía ver el débil destello de la vela que había dejado frente al sarcófago, brillando a través de la rendija de la puerta. Entonces, otra luz más fuerte comenzó a acercarse a mis pies por debajo de la puerta; hubo un crujido, y un golpe muy fuerte, y un sonido de pasos acercándose…
Pensé que podría huir corriendo por las escaleras, pero no tenía luz ninguna, y el intruso seguramente me atraparía. El picaporte de la puerta se agitó; la puerta se sacudió; los pasos se apartaron decididamente de la puerta. Unos instantes después, estaría ya en el rellano y… y yo no tenía tiempo suficiente para correr y cerrar todas las puertas al otro extremo de la biblioteca. Pensé en las armas que estaban colgadas a lo largo de la pared de la galería… demasiado altas para que yo pudiera alcanzarlas. La caja de latón que Vernon Raphael había dejado en la casa… seguramente allí habría algo que yo pudiera utilizar para defenderme, si es que los temblores de mis manos me permitían sujetar algo y no me desmayaba.
¡El cilindro gris que había encontrado Edwin! Podría encenderlo con la vela y arrojárselo a… a lo que quiera que me estuviera persiguiendo. Seguramente yo moriría, pero si aquello me atrapaba moriría de todos modos, y probablemente de un modo más horrible.
Los pasos aún se estaban alejando. Yo cogí débilmente la llave con ambas manos y la giré. Se produjo un ruido desagradable y un chasquido, pero los pasos no se detuvieron. Saqué la llave y entré de nuevo en la galería justo cuando aquella luz pasó al otro lado de las puertas en el extremo opuesto. La luz de un farol iluminó la pared que había más allá; entonces, los pasos se movieron por el rellano, con la tarima crujiendo a cada paso. Durante un instante pensé que podría librarme de aquello, pero entonces oí el chirrido de las bisagras de las puertas cuando mi perseguidor entró en la biblioteca. Intenté de nuevo meter la llave en la cerradura, pero mi mano temblaba tanto y tan violentamente que apenas podía sentir el metal.
Mi vela aún ardía donde la había dejado, en el suelo. Allí estaba también la caja de latón, dos pasos más allá, en parte oscurecida por la sombra de la armadura. Los pasos se movían en la biblioteca… uno, dos, tres… y entonces se detuvieron. La luz parpadeaba por debajo de la puerta. Mordiéndome el labio para ahogar un gemido de terror, me abalancé sobre la caja y abrí la tapa, pero no pude ver nada en su interior. Mis dedos tocaron algo redondo, y saqué el cilindro. Los pasos volvieron a oírse, pero no podría decir hacia dónde se dirigían.
Fui hacia la vela, casi tropezándome con el vestido. Cuando me arrodillé junto a la llama me di cuenta de que no sabía a qué velocidad ardería la mecha. El suelo parecía encogerse bajo mis pies. «Si te desmayas, te cazará…», me decía la voz. Mejor morir deprisa. Toqué la llama con el final de la mecha y aquello comenzó a arder con un tenue chisporroteo rojizo, pero avanzaba tan lentamente que me pareció que apenas se movía.
En aquel extremo de terror vi mi única posibilidad de salvación. Me acerqué rápidamente a la armadura y accioné el pomo de la espada; y cuando se abrieron las planchas frontales, dejé el cilindro en el interior. Entonces rasgué mi vestido, rompiendo un buen trozo de tela, y cerré con fuerza la armadura dejando prendido el jirón de vestido entre las planchas metálicas. Los pasos se detuvieron, y luego vinieron rápidamente hacia la puerta. Yo huí deprisa hacia la oscuridad hasta que me golpeé violentamente con una pared y tuve el tiempo justo para ocultarme, casi semiinconsciente, tras un tapiz polvoriento… antes de que la luz del farol se derramara por el suelo y revoloteara sobre la tumba. Después, se detuvo en el jirón de tela que había quedado prendido de los pectorales de la armadura.
La figura que sostenía el farol se movió en el círculo de luz que formaba la vela y se detuvo enfrente de la armadura. No era un fantasma, sino un hombre; un hombre alto con una capa larga.
– Señorita Langton… -dijo con una voz profunda y autoritaria-. Soy el doctor Davenant. He venido a rescatarla.
Si no le hubiera oído salir de la tumba, creo que le habría creído.
– Señorita Langton… -repitió-. Salga… No tiene nada que temer…
Una mano enguantada salió bajo la capa y cogió el pomo de la espada. Entonces, una luz cegadora y blanca estalló en la armadura y durante un instante dos figuras ardientes permanecieron allí, cara a cara, con las manos unidas. Luego, la armadura se inclinó hacia delante atrapando al hombre, y derrumbándose de cabeza contra el suelo. La oscuridad regresó con un ensordecedor estrépito. El suelo retumbó y se tambaleó; durante un momento se hizo el silencio, y después se oyó un rumor sordo y profundo, que iba incrementando su fuerza a medida que se aproximaba, hasta que estalló sobre mí con un rugido atronador. Un polvo asfixiante inundó mis pulmones y mis piernas no pudieron sostenerme más, y rodé y rodé como una muñeca de trapo en medio de una tormenta.
Tenía un repugnante sabor acre en la boca y en la garganta, y algo muy pesado me presionaba un lado de la cabeza. Intenté apartarlo y me di cuenta de que era el suelo. Las maderas sobre las que estaba tendida se habían quebrado en fragmentos puntiagudos y afilados.
Un resplandor débil y nebuloso apareció en medio de la oscuridad, a mi derecha. Comencé a arrastrarme hacia él, sin saber qué otra cosa podría hacer, apartando astillas o trozos de algo que parecía cristal, hasta que vi que era la luz de la vela que yo había dejado encendida en la biblioteca. El miedo me había abandonado; tal vez ya había agotado mi capacidad para sentir nada en absoluto. Me puse en pie tambaleante, caminé por el rellano hasta la biblioteca, cogí la vela y regresé a la galería… o a lo que quedaba de ella.
En el extremo más alejado, donde habían estado la tumba, la chimenea y la armadura, había un gran hueco vacío. La mitad del suelo había desaparecido; las tarimas acababan en un abismo de maderas dentadas y astilladas a menos de diez pies de donde yo había quedado tendida. El polvo flotaba en el abismo negro que se abría debajo.
«Edwin está ahí abajo…». Este pensamiento se derramó sobre mí como un jarro de agua fría, despejándome de inmediato el aturdimiento. De pronto, me puse a temblar tanto que apenas podía mantenerme en pie. Aferrándome a la balaustrada y rogando que la temblorosa llama no se apagara, fui bajando lentamente la escalinata principal. El polvo era más intenso a medida que descendía. En la oscuridad resonaban débiles crujidos y pequeños desprendimientos. Abajo, el recibidor de la entrada parecía intacto; me di cuenta entonces de que la chimenea se debía de haber derrumbado sobre el salón de la planta baja.
– ¡Edwin…! -grité cuando llegué al pie de la escalera. No hubo respuesta. Volví a llamarlo, cada vez más fuerte, hasta que su nombre resonó en el hueco de la escalera. Al final, desde la puerta que conducía a la parte posterior de la casa, llegó un sonido muy débil… Tap, tap, tap… Los golpes se hacían más fuertes a medida que me yo me acercaba por un pasadizo de piedra, oscuro y húmedo, con las sombras retorciéndose a mi alrededor, hasta que alcancé una tosca puerta de madera, muy baja, que se abría en la pared.
– ¡Edwin! ¿Eres tú?
Se produjo entonces un grito amortiguado al otro lado y la puerta se estremeció ligeramente. Descorrí el pestillo, y retrocedí con un grito ahogado ante la criatura ennegrecida y encorvada que salió de allí, elevando el farol con una mano ensangrentada… Entonces que vi que era Edwin.
– ¡Constance…! ¡Gracias a Dios! ¿Qué ha ocurrido? ¡Parecía el día del Juicio Final…!
– La chimenea grande se derrumbó… ¿Le viste?
– ¿A quién?
– A Magnus… Debe de haber sido él quien te encerró ahí.
– Constance, has estado soñando… Nadie me ha encerrado aquí. Pensé que había dejado la puerta bien trabada, para que no se cerrara, pero se deslizó y se cerró, y no podía romperla.
– No -dije-. Estaba en la galería: salió de la tumba y quería matarme. Yo lancé la carga de pólvora y magnesio en la armadura y estalló, y debe de haberlo matado…
– Constance… -dijo, mirándome fijamente con absoluta incredulidad-. Has sufrido una terrible conmoción… En todo caso, no podemos quedarnos aquí: el resto de la casa puede venirse abajo en cualquier momento.
Lo guié por el pasadizo hasta el recibidor de la entrada principal. Abrió las puertas abiertas del salón y permaneció allí boquiabierto ante el caos que había en el interior.
– No sé qué será mejor… -dijo finalmente-. No podemos pasar la noche a la intemperie; te morirías de frío. Creo que debemos arriesgarnos a sufrir otro derrumbe. Tu habitación está en el otro extremo de la casa… creo que sería un lugar suficientemente seguro. Romperé algunas sillas para hacer fuego…
Volvimos a subir la escalinata para ir a mi habitación, y nos lavamos un poco en agua helada. Intenté contarle una vez más lo que había ocurrido, pero no quiso oírme hasta que tuvo bien encendido el fuego y yo hube tomado un poco de vino y mordisqueado una galleta. Mientras, el olor del barniz ardiendo comenzó a apoderarse de la habitación.
– Entonces -dijo-, ¿estabas dormida cuando se cayó el muro?
– No. Estaba completamente despierta. Fui a la galería para coger el farol y vi que la cubierta de la tumba comenzaba a abrirse…
– Imposible. Te lo aseguro: esos cierres se habían convertido en óxido sólido…
– Los cierres no se movieron -fue como un destello en mi memoria-. Sólo se abrió la parte superior de la cubierta, donde estaba esa franja de adorno… Oí sus pasos; traía un farol. Yo cogí el cilindro de la caja de latón que había en la galería y lo prendí, y lo arrojé al interior de la armadura… Mira, ¿ves…? Rasgué este trozo de mi vestido para hacerle creer que yo estaba dentro. Y después… dijo que era el doctor Davenant… que venía a rescatarme…
Me detuve de inmediato cuando vi el cambio de expresión en el rostro de Edwin. Estaba mirando con tanta fijeza mi vestido desgarrado que parecía que no hubiera visto un vestido jamás. Nuestras miradas se encontraron y sus ojos mostraron, aterrorizados, que comprendía perfectamente lo que había ocurrido.
– ¿Davenant? -dijo casi tartamudeando-. ¿Has… has volado por los aires a James Davenant?
– Sí, pero era Magnus. Quería matarme… ¿Por qué me miras así?
– ¿No lo entiendes? Si la policía investiga, podrías ser acusada de asesinato o, como mínimo, de homicidio involuntario…
– ¡Pero él salió de la tumba…! ¿Quién más…?
– Tú creíste que salió de la tumba. Pero estabas aterrorizada… había poca luz… Es infinitamente más posible que sólo hayas imaginado que la cubierta del sarcófago se movía… y que Davenant entrara por la puerta principal. Recuerda que la dejamos abierta para que pudiera entrar el cochero que viniera a buscarnos…
– ¡No lo creo! Esta mañana, en la habitación de Nell… le seguí hasta allí… en la habitación… ¡intentó mesmerizarme! No tiene nada en los ojos… ¡y eran los ojos de Magnus! Ha estado intentando averiguar qué prueba tengo contra él. Además, ¿cómo es posible que encontrara el camino de regreso a la mansión en medio de esa niebla? ¡Ha estado aquí todo este tiempo! Esperó hasta que los otros se marcharan y volvió antes de que cayera la niebla. ¿No lo recuerdas? Le oímos… en la biblioteca.
– Ya veo qué quieres decir… -dijo lentamente-. El problema es que, incluso aunque estés en lo cierto, nadie te creerá. Si le cuentas esto a la policía, acabarás en la cárcel… o en un manicomio. En cambio, si dices simplemente que estabas en la biblioteca y hubo una explosión… Si encuentran por casualidad a Davenant, pensarán que fue él quien provocó la explosión.
– Pero si Nell estuviera viva… -comencé.
– ¡Nell, Nell, Nell! -gritó cansado y desesperado-. ¿No ves los estragos que ha causado tu obsesión? ¿Y si Davenant fuera perfectamente inocente? ¡Te estás poniendo una soga al cuello! Y, además, ¡no hay ni el más mínimo indicio de que Nell pueda estar aún con vida! ¿Por qué estás tan segura de ello?
– ¡Porque yo soy Clara Wraxford!
Edwin permaneció en silencio, asombrado, durante largo rato.
– ¿Tienes pruebas de ello? -dijo al fin-. ¿Te lo ha dicho ella?
– No, pero John Montague estaba convencido de ello… por mi parecido con Nell.
– ¿Y… tus padres? ¿Te dijeron…?
– No, no me dijeron nada. Pero me lo dice mi corazón, como se lo dijo su corazón al señor Montague.
– Muy bien, Constance… Esto es simplemente absurdo. Los parecidos no prueban nada: tú y Nell erais familiares, y el parecido puede reaparecer después de varias generaciones. Y John Montague, si tú recuerdas, pensaba al principio que Nell era idéntica a su esposa muerta. Puede que fuera tu parecido con Phoebe lo que le sorprendiera, no lo sé…
– Piensas que estoy loca… -dije con amargura.
– No… loca, no… pero has estado sometida a una gran tensión…
– Es una forma muy cortés de decir lo mismo.
– ¡No, no…! Es sólo que me importa mucho que tú…
– Si yo te importara sólo un poco, me creerías -dije, y me di perfecta cuenta de que me estaba comportando de un modo muy poco razonable, pero no fui capaz de callarme.
– ¡Me importas lo suficiente como para arriesgarme a que me cuelguen como cómplice de asesinato!
Aquellas palabras resonaron de un modo extraño, como si ya las hubiera escuchado antes.
– ¿Es que no lo ves? -grité-. ¡Eso es exactamente lo que le ocurrió a Nell! ¡He caído en la misma trampa…! Todo el mundo pensará que lo hemos matado dos veces…
Me interrumpí, apretando los puños hasta que las uñas se me clavaron en las palmas de las manos.
– Debes olvidarte de todo esto… -insistió Edwin- e intentar descansar. Sólo necesitas recordar lo siguiente: estabas en la biblioteca cuando oíste una explosión, y eso es todo lo que sabes. Y si guardas silencio en lo demás, estarás perfectamente a salvo.
Se levantó y atizó el fuego. Me daba vueltas la cabeza del cansancio y me dolía todo el cuerpo; y a pesar del temor de que se me congelara la sangre en las venas, caí en un vacío oscuro y sin sueños.
Aún crepitaba el fuego cuando me desperté, y por un momento pensé que simplemente había estado dormitando, hasta que vi la luz de la mañana en la ventana. La niebla se había levantado. Edwin no estaba en la habitación. Me levanté y eché el pestillo de la puerta, y me lavé como pude, intentando ahogar la voz que me susurraba: «¡Has asesinado a un hombre inocente!».
Encontré a Edwin abajo, en el desastre ruinoso del salón, investigando entre los escombros. Estaba de espaldas a la puerta y no me oyó llegar, así que lo observé desde las sombras mientras iba de acá para allá. Los escombros alcanzaban varios pies de altura, sobre todo en el extremo más alejado, esparcidos por todo el suelo, en medio de los restos aplastados y destrozados de sillas y muebles. Edwin se encontraba aproximadamente en mitad de la sala, cogiendo y lanzando por los aires los pequeños cascotes que encontraba, apartando los trozos más grandes y colocándolos cuidadosamente a un lado. Su respiración formaba pequeñas nubes, mezclándose con el polvo que se arremolinaba a su alrededor. Alcanzó un travesaño destrozado y se subió a él. Se produjo un deslizamiento y un temblor, y apareció una especie de grueso cilindro negro, y luego un brazo de metal y un hombro. Edwin se arrodilló junto a aquellos restos y vi que su rostro palidecía mortalmente. Un segundo después me vio.
– ¡Quédate ahí fuera…! Sí… me temo que sí es Davenant. Está… quemado, pero aún es perfectamente reconocible. Aún esperaba que realmente pudieras haberlo soñado. Apártate… No podemos hacer nada por él… El coche estará aquí inmediatamente…
Y mientras subíamos la gran escalinata por última vez, añadió:
– Debemos ser claros en todo esto: lo mejor, creo, será decirles… a la policía, quiero decir… lo mejor será decirles que tú estabas en la biblioteca, esperando a que yo regresara con el carbón… lo cual es perfectamente cierto; entonces, creíste que habías oído unos pasos en la galería que está al lado. Un instante después hubo una terrible explosión. Luego, bajaste las escaleras y me encontraste. Esta mañana, yo pensé que tendría que ver si había quedado alguien atrapado en el derrumbamiento, y fue entonces cuando lo encontré. Tú no sabes cómo llegó ese hombre ahí ni qué estaba haciendo ni cómo se produjo la explosión.
– Pero eso… te convertiría en cómplice, como me dijiste anoche.
– No. Estaba equivocado acerca de eso: yo estaba atrapado en la carbonera, después de todo, así que yo no cuento como testigo; yo sólo sé lo que tú me contaste… es decir, que oíste pasos y luego una explosión, y eso es todo lo que sabes.
– Pero si no… si no les decimos que era Magnus, será enterrado como Davenant, y Nell nunca quedará libre de…
– ¡Constance, por el amor de Dios! ¿Es que quieres que te encierren en un manicomio? Si le dices a la policía una sola palabra sobre Magnus, yo les diré que estás delirando por la conmoción… ¿y a quién piensas que creerán?
– Entonces, no te importa en absoluto que estemos haciendo algo malo…
– Lo único que me importa es protegerte de ti misma -dijo- y de la horca, probablemente.
Caía una lluvia fina cuando me volví para mirar la mansión por última vez, y vi la dentada hendidura del muro lateral, y el rígido cable que se retorcía como una serpiente sobre los montículos de la mampostería derruida… Después, la oscuridad de Monks Wood se cerró sobre nosotros. El viaje hasta Woodbridge transcurrió en el más absoluto silencio, mientras el frío se me metía en los huesos. Subí las escaleras de la oficina de la policía sintiéndome aturdida e indiferente ante mi destino, pero en vez de llevarme detenida, me hicieron pasar a una sala privada, me ofrecieron una silla junto al fuego y me agasajaron con un refrigerio mientras Edwin hablaba con el sargento, que aceptó su versión de los hechos sin hacer más preguntas. Una hora después ya estábamos en el tren hacia Londres, pero fue un viaje triste y sombrío. Ni siquiera nos atrevíamos a hablar de lo que decididamente ocupaba nuestros pensamientos, y nuestros esfuerzos por iniciar una breve conversación se apagaron entre las palabras que proferían los traqueteos interminablemente repetidos de las ruedas sobre los raíles: «Has asesinado a un hombre inocente… Has asesinado a un hombre inocente». Me pareció que la despedida de Edwin representó un alivio para ambos en aquel momento.
La reacción de mi tío, una vez que superó su asombro al verme tan sucia y desarreglada, en el recibidor de Elsworthy Walk, fue incluso peor de lo que me había temido.
– ¡Quedarte sola con el señor Rhys! -dijo con frialdad-. Has puesto en peligro tu vida y has arruinado tu reputación… ¿Qué crees que estará diciendo de ti el resto de la gente que fue con vosotros? Y, para rematarlo, te has involucrado en la muerte de ese hombre llamado Davenant… No me cabe la menor duda de que pronto tendremos a los periodistas aporreando la puerta. Y, respecto al señor Rhys, puedes decirle que es persona non grata en esta casa. Francamente, creí que tenías conciencia moral, pero ya veo que estaba gravemente equivocado.
Sólo podía estar de acuerdo con él. Me retiré a mi habitación como una niña castigada, allí permanecí tumbada y despierta durante largas horas, con los ojos abiertos en la oscuridad, hasta que me levanté y encendí la vela, y comencé a pasear por la habitación con una angustia peor que cualquier cosa que hubiera tenido que soportar desde la muerte de mi madre. Pensé que si al menos pudiera estar completamente segura de que era Magnus a quien había matado… Si fuera Magnus, al menos me podría dormir… De lo contrario, debería entregarme a la policía… pero no podía hacerlo sin implicar a Edwin. Una y otra vez reviví aquellos aterradores instantes en la mansión, pero las dudas se mantenían vivas: quizá él había temido realmente por mi seguridad; podría haber encontrado el camino de la casa incluso a pesar de la niebla; y tal vez había descubierto el túnel por casualidad; y acaso no supiera que yo estaba allí hasta que no vio el jirón de tela en la armadura… No. Mi única esperanza era encontrar a alguien que pudiera identificar a Davenant como Magnus y, puesto que él había engañado a todo el mundo durante veinte años, tendría que ser alguien que lo hubiera conocido muy bien. «Si John Montague no se hubiera ahogado», pensé con amargura, «podría haberme salvado…».
Había otra persona que podía reconocerlo… aparte de la propia Nell: Ada Woodward, que nunca me había contestado, aunque aquello no resultaba muy sorprendente: la noticia de que Nell era sospechosa de haber asesinado a su propia hija y a su marido debía de haber resultado un verdadero espanto. Y, desde luego, se habían ido distanciando incluso desde antes de que aquello sucediera. ¿Qué había dicho Nell en su diario al respecto…? «Incluso aunque Ada y yo siguiéramos siendo amigas, ella y George no podrían acogernos: Clara y yo somos legalmente posesiones de Magnus, y él podría reclamarnos inmediatamente».
Pero el diario fue escrito para que Magnus lo encontrara… Mis pensamientos estaban tan turbios por el cansancio y el dolor que al principio no me di cuenta y permanecí con la mirada absorta en aquella página durante unos instantes de perfecta incomprensión… hasta que pude verlo con claridad, y finalmente comprendí por qué Ada Woodward no había contestado mi carta.
Pude oír los sonidos del puerto mientras esperaba en lo alto de Church Lane: hombres gritando, velas batiéndose, rodadas de carromatos, y sobre todos esos ruidos, el incesante graznido de las gaviotas, penetrante y desolador. Más allá de los muelles, el mar aparecía tranquilo, gris y acerado; el salitre del aire se cargaba con las ahumadas pestilencias del alquitrán, del pescado y del carbón, y con los olores pútridos del barro y las algas. Los escalones de piedra continuaban hasta la colina, hacia la iglesia de St Mary y las ruinas de la abadía de Whitby.
Nadie sabía que estaba allí. Le había dejado a mi tío una nota diciendo que había salido, que estaría fuera todo el día y que no regresaría hasta muy tarde, y salí de casa antes de que él bajara a desayunar. Dormité a disgusto en el tren, mientras iban y venían las pesadillas de Wraxford Hall; en los intervalos de vigilia intenté convencerme de que no debía esperar absolutamente nada de aquella visita.
St Michael's Close era un callejón sin salida que bajaba desde Church Lane y terminaba en el número siete: una casita alta y estrecha, encalada, en lo más bajo de la calle, con peldaños que descendían hasta la puerta principal. Tenía la boca seca y mi corazón latía con tanta fuerza que casi resultaba doloroso. Bajé las escaleras, cogí la pesada aldaba metálica y llamé dos veces.
Abrió la puerta una mujer demacrada de mediana edad que debía de haber sido muy llamativa en su juventud, o eso pensé. Su pelo castaño aparecía veteado con franjas blancas, y su piel estaba arrugada y surcada por finas líneas, y había sombras como cardenales bajo sus ojos, pero su mirada aún era clara y luminosa, tanto más sorprendente en aquel rostro marchito.
– Me gustaría hablar con la señora Woodward -dije temblorosa.
– ¿Puedo preguntarle quién es usted? -Su voz era áspera, aunque no desagradable, con un algo del acento local.
– Soy la señorita Langton -dije.
– Espere -contestó, y me cerró la puerta en la cara. Esperé, tiritando, durante lo que me pareció un siglo, antes de que la puerta volviera a abrirse.
– La señora Woodward no está en casa.
– Por favor… -dije-. He venido desde Londres sólo para verla… para entregarle esto…
Saqué el diario de Nell de mi bolso, pero los ojos de aquella ama de llaves no se apartaron de mi rostro.
– Entonces… se lo daré cuando regrese -dijo, extendiendo la mano.
– Lo siento -dije-, pero me gustaría entregárselo en persona… Por favor… esperaré en la calle, si ella quiere salir y hablar conmigo…
– No está en casa -repitió el ama de llaves.
Y mientras me decía eso, una joven apareció en el umbral de una puerta que se avistaba en el pasillo, detrás del ama de llaves. Me pareció que tenía el pelo castaño rojizo, ojos oscuros y una viva y curiosa mirada. Después, la mujer volvió a cerrar la puerta.
Había un murete de piedra en lo alto de la escalerilla de la calle, y allí me senté, decidida a no marcharme. Pocos momentos después vi, por el rabillo del ojo, que se movían las cortinas de la ventana superior de la casa.
Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, la puerta se volvió a abrir y salió otra mujer; era alta, como el ama de llaves, pero con el cabello más oscuro, veteado con hebras grises que reflejaban la luz. Tenía muy marcados los pómulos y un mentón poderoso, y aunque su rostro no estaba tan ajado como el de la otra mujer, también tenía profundas arrugas alrededor de los ojos, los cuales se clavaron sobre mí con evidente disgusto.
– ¿Señorita Langton? -dijo severamente-. Soy la señora Woodward. ¿Qué quiere de mí?
– Le escribí desde Londres hace algunas semanas. ¿No recibió mi carta?
– No. Por favor, dígame qué desea.
– He heredado Wraxford Hall -expliqué-. Me la legó Augusta Wraxford… Pertenezco a la rama de los Lovell. John Montague me entregó los diarios de Eleanor Wraxford…
– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
– Por favor, créame -dije desesperada-. No tengo intención de molestarla a usted ni a Nell… ¿No puede atenderme…?
Me miró en silencio y pensé que todo estaba perdido.
– Suba hasta el final de la escalinata y espéreme junto al cementerio de la iglesia -dijo finalmente, y volvió a desaparecer en el interior de la casa.
Hice lo que me dijo, y permanecí durante otro largo periodo de tiempo entre las ajadas lápidas, acompañada por una brisa gélida que pretendía arrancarme el sombrero y por las gaviotas chillando a mi alrededor. Luego, una figura embozada en una capa apareció en lo alto de la colina y caminó hacia mí por la hierba húmeda.
– ¿Y bien? -dijo muy severamente-. ¿Qué quiere de mí?
– He venido para decirle que Magnus Wraxford ha muerto… Yo lo maté. Hace dos días… en Wraxford Hall. Utilizaba el nombre del doctor James Davenant. Él quería matarme y yo lo maté en defensa propia, pero la policía no sabe nada de todo esto… Creen que fue un accidente. He venido a preguntarle si querría venir usted a Londres… e identificarlo como Magnus Wraxford.
Me miró con horror.
– Señorita Langton, me temo que no se encuentra usted bien… Debería contarle todo eso a un médico… o a un pastor, no a mí.
– Su marido es pastor…
– Mi marido falleció hace diez años.
– Lo siento mucho… -dije-. ¿No era su marido George Woodward, que fue también rector de la iglesia de St Mary en Chalford?
– No. Está usted equivocada -dijo.
Pero aquel tono de desesperación me impelió a continuar.
– Si a Magnus se le entierra como Davenant, todo el mundo creerá, para siempre, que Nell lo mató, y que mató también a Clara: viva o muerta, ella nunca se libraría de ese baldón.
– Sí… ya recuerdo el caso… -dijo con cautela-, aunque no tiene nada que ver conmigo. Y… si finalmente ese hombre que usted dice que ha matado no es Magnus… entonces, ¿qué?
– Usted me está diciendo… -dije mientras lágrimas de desesperación pugnaban por abrirse paso- que si usted viene a Londres y, finalmente, ese hombre no es Magnus, ello conduciría a la policía hasta Nell… y que usted no puede correr ese riesgo.
– Eso lo dice usted, no yo -contestó, pero su voz era ahora más suave.
– Aún hay una cosa… -dije dubitativamente-. John Montague me dijo, poco antes de morir, que yo le recordaba mucho a Nell, y me he preguntado si… si yo podría ser Clara Wraxford.
En esta ocasión no hubo duda: la sorpresa cruzó de parte a parte su rostro.
– Señorita Langton, debe usted comprenderme… No puedo ayudarla. ¿No tiene usted amigos, familia… alguien en quien confiar?
Negué con la cabeza.
– Quizá un médico…
– No hay nadie que pueda ayudarme en estos momentos…
– Lo lamento mucho -dijo sinceramente-. ¿Qué va a hacer ahora…?
– Cogeré el próximo tren de regreso a Londres, y después…
Iba a decir que iría a la policía y lo confesaría todo, pero recordé que no podía hacer eso… por Edwin.
– ¿Y después…? -apuntó.
No sabía qué decir; las perspectivas de futuro parecían tan grises y difuminadas como el océano que aquella mujer tenía a sus espaldas. Cogí los diarios de Nell y se los tendí, pero ella no quiso tocarlos.
– Lo siento -repitió-, pero ahora debo irme. Adiós, señorita Langton. Espero que…
Dudó un instante; luego, se volvió rápidamente y se fue cruzando la hierba del cementerio.
Aquella noche no llegué a casa hasta las diez; mi tío se había retirado a su habitación, como si dijera: «Yo me lavo las manos: allá tú». Pero Dora me había esperado levantada. Me dijo que Edwin había venido dos veces a verme durante mi ausencia, y que me había dejado una nota, que decía simplemente: «Estaré en el jardín Botánico de Regent's Park mañana a las dos, y esperaré allí toda la tarde. Por favor, ven. E.».
– No le diga usted a su tío que se la he dado, señorita, o perderé mi empleo -dijo Dora-. Cuando supo que había venido el señor Rhys, me dijo que no necesitaba que yo le diera ninguna explicación. Y dijo que leyera eso…
Y me señaló un periódico vespertino que mi tío había dejado muy a propósito sobre la mesa del recibidor, con enojados subrayados trazados con lápiz grueso en una columna con el titular: «Distinguido científico hallado muerto: misteriosa explosión en Wraxford Hall». Las frases se enturbiaban ante mis ojos: «El doctor Davenant, FRS [59]… en el curso de una investigación de la Sociedad para la Investigación Física… una violenta explosión… por causas desconocidas… graves daños… espantoso descubrimiento. Se entiende que la propietaria, la señorita Langton, estuvo presente en todo momento y tuvo la fortuna de poder escapar con vida del… Wraxford Hall, como todos los amables lectores recordarán, fue el escenario de un asesinato que tuvo gran repercusión, en 1868… porque el doctor Magnus Wraxford… de la señora Wraxford y su hija… desaparecidos… una sombra de sospecha…».
Dejé el periódico a un lado, y sentí el irresistible deseo de ver a Edwin. Pero a menos que pudiera probar, a sus ojos y a los míos, que yo no había matado a un hombre inocente, un gran abismo se abriría entre nosotros. A través de una bruma de cansancio, se me ocurrió que debería buscar la dirección de Davenant, tal y como había hecho con George Woodward: ¿sería posible que ese hombre no hubiera dejado ni rastro, ni una pista de su vida anterior? Y si yo visitara su casa… con el pretexto de ofrecer mis condolencias…
El número 18 de Hertford Street, en Piccadilly, era una casa incrustada en una larga hilera de viviendas sombrías levantadas en piedra gris oscura. Paseé arriba y abajo al sol -era uno de esos días raros de marzo, deslumbrantes y brillantes, con la brisa cálida de mayo-, haciendo acopio de todo mi valor, hasta que finalmente decidí subir las escaleras y llamar a la puerta.
Después de mucho rato, la puerta se abrió y apareció un hombre pequeño, con el pelo cano, vestido con traje de luto.
– Soy la señorita Langton -dije con voz trémula-. Soy la propietaria de Wraxford Hall y… pensé que debía visitarles para ofrecer mis condolencias a la familia.
– Es muy amable por su parte, señorita Langton, pero me temo que no hay familia a quien usted pueda dirigirse… El doctor Davenant era soltero, y estaba absolutamente solo en el mundo. Yo soy Brotherton, su criado.
– Oh… Me pregunto si… -dije- si podría pasar un momento… Me siento un poco mareada…
Y era la pura verdad, porque mis rodillas estaban temblando tanto que apenas me podía sostener en pie.
– Desde luego, señorita Langton. Por favor, sígame…
Dos minutos después me encontraba sentada en un salón cavernoso con un vaso de vino de Oporto en la mano y con el señor Brotherton revoloteando nerviosamente a mi alrededor.
– Esto debe de haber representado un gran golpe para usted, señor Brotherton.
Pude comprobar que agradecía notablemente que utilizara la palabra «señor» para dirigirme a él.
– Sí, señorita Langton, un gran golpe. Una gran desgracia. Tengo entendido que estaba usted presente en el momento del accidente…
– Sí -dije, agradeciendo la escasa luz de la estancia-, pero me temo que no tengo ni la menor idea respecto a lo que pudo ser la causa de la explosión. Nosotros ni siquiera sabíamos que el doctor Davenant estaba en la casa cuando todo ocurrió. ¿Puedo preguntarle cuánto llevaba usted con él?
– Veinte años, señorita Langton… desde que llegó a Londres.
– ¿Y dónde vivió antes?
– En el extranjero, señorita Langton. Fue un gran viajero en su juventud.
– Tengo entendido que se vio envuelto en un incendio…
– Sí, señorita Langton. Ocurrió en Praga, no mucho antes de que yo entrara a su servicio. El hotel en el que estaba alojado se incendió… Tuvo suerte de poder escapar con vida. Desde entonces siempre llevó guantes, incluso en casa, y lentes con los cristales oscuros, y se dejó crecer la barba… Me dijo que así la piel se regeneraba mejor.
– Su muerte debe de haber sido un duro golpe para sus amigos -sugerí.
– Supongo, señorita. El señor nunca me lo dijo, pero creo que cortó cualquier relación con sus antiguas amistades, a causa de sus heridas. Y durante los primeros años que estuve con él, casi siempre estaba fuera.
Miré a mi alrededor y mi pensamiento buscaba algo a lo que aferrarse. Si Magnus había conservado algo de su pasado, pensé, ¿qué podría ser? Los cuadros, al menos los que podía distinguir en la oscuridad, eran todos paisajes.
– ¿Le gustaba al doctor Davenant la pintura? -dije, con la esperanza de que me enseñara algunas salas de la casa.
– Ya lo creo, señorita Langton. Estaba muy interesado en ello. Cuando no estaba en su estudio, se le podía encontrar en su propia galería, en la planta de arriba. El señor Pritchard, el abogado del señor, me dijo ayer que la colección pasa al Estado.
– Su señor… -dije, repentina e imprudentemente- mencionó que estaría encantado de mostrarme su colección… Desde luego, no podía imaginar que estaría aquí en semejantes circunstancias… tan trágicas…
El señor Brotherton sacó un pañuelo blanco de la manga y se enjugó los ojos. Me obligué a recordarme con dureza! todo el mal que había hecho Magnus y esperé a que el hombre recobrara la compostura.
– Discúlpeme, señorita Langton. Nunca pensé que vería este día… Estoy seguro de que el señor no habría querido que yo la incomodara… Si se encuentra usted bien, ¿le importaría seguirme al piso superior?
Me condujo por un tramo de escalera de piedra; nuestros pasos resonaban con fuerza en aquella quietud, y llegamos a una habitación grande y con paneles de madera en las paredes, mucho más luminosa que la sala de abajo. Ingenuamente, yo esperaba encontrar óleos recubriendo todas las paredes, hasta el techo, pero había sólo una fila de cuadros colgados en la pared, y era muy evidente que se había pensado mucho dónde colocar cada uno. Fui avanzando en derredor, por toda la habitación, con el señor Brotherton a mi lado y con el pensamiento desbocado. El estudio parecía el lugar más apropiado para ocultar algo, pero… ¿qué razón podía esgrimir yo para que me permitiera entrar allí? Si simulaba un desmayo, ¿me dejaría en la casa sola e iría a buscar a un médico? Seguramente no. Llamaría a un criado para que fuera a buscar a un doctor. Pero podría pedirle que me permitiera tumbarme un poco… ¿Había otros criados en la casa? Parecía demasiado tranquila.
Yo había visto que la cinta de la campanilla se encontraba exactamente junto a la puerta por la que habíamos entrado. Casi habíamos llegado al extremo de la galería y yo me estaba preparando para derrumbarme a los pies del señor Brotherton cuando me vi frente a una pintura que representaba una gran casa solariega a la luz de la luna. Yo había pasado mecánicamente de lienzo a lienzo, sin darme cuenta apenas de lo que estaba viendo, cuando el descubrimiento de algo perfectamente conocido me golpeó como una bofetada en el rostro. Estaba mirando un cuadro de Wraxford Hall.
La luna resplandecía sobre la mole oscura de la casa, plateando las tejas de pizarra y brillando en las revueltas del camino como charcos de agua. Las ramas de los árboles aparecían aquí y allá, constantemente, amenazando con abalanzarse sobre la casa; las chimeneas, con los remates torcidos, y sus acompañantes, los pararrayos, destacaban sus siluetas contra los brillos del cielo. Pero la mirada se dirigía, ante todo, hacia aquel hipnotizador fulgor anaranjado de la ventana en la primera planta, sólo ensombrecido por los trazos de las emplomaduras de los cristales; el fulgor reaparecía más débil en las dos ventanas adyacentes y aún más leve en las dos siguientes; más allá sólo había el pálido reflejo de la luz de la luna en los cristales. El cuadro no tenía título, pero la firma en la parte derecha, abajo, podía leerse claramente: «J. A. Montague,1864».
– ¿Cuánto…? ¿Sabe usted cuánto tiempo lleva este cuadro colgado aquí? -dije con voz temblorosa.
– Sólo unas pocas semanas, señorita Langton. Al doctor Davenant le gustaba cambiar los cuadros…
– ¿Quiere decir usted que lo compró recientemente, hace sólo unas semanas?
– Supongo, señorita Langton. No me lo dijo. Aunque me pidió la opinión sobre ese cuadro, cuando estaba yo quitando el polvo aquí una mañana. «Bastante siniestro», me atreví a decir. Pero a él parecía gustarle.
– ¿Y él…? ¿Sabe usted qué casa es ésta?
– No, señorita Langton.
– Es mi casa: Wraxford Hall. El señor John Montague, el hombre que lo pintó, murió hace dos meses… ¿El doctor Davenant nunca le habló de él?
– No, señorita Langton. No que yo sepa…
– ¿Ni de Magnus Wraxford?
– No, señorita… ¿Se refiere usted al caballero que fue asesinado?
– Eso cree todo el mundo.
El anciano guardó silencio durante unos instantes, observando con inquietud el cuadro y a mí.
– Me disculpará la señorita Langton, pero debemos continuar… Hay mucho que ver…
– Por supuesto -dije-. Ha sido muy amable al permitirme ver los cuadros.
Estaban dando las dos cuando bajaba tras él las escaleras, tan exaltada como aliviada. «Soy libre», pensé. «Puedo ir a Regent's Park a ver a Edwin: el peligro se ha desvanecido».
– ¿Qué hará usted ahora? -le pregunté al señor Brotherton, oyendo en esas palabras el eco de la pregunta que Ada Woodward me hizo a mí.
– Gracias por su preocupación, señorita Langton, pero voy a recibir una buena provisión. El señor Pritchard tuvo la amabilidad de decírmelo…
– Me alegra saberlo -dije, pensando al tiempo cuán extraño resultaba que un hombre tan monstruoso pudiera ser generoso con su criado. Miré atrás, por la ventanilla, cuando el coche de punto comenzó su marcha y vi que el señor Brotherton estaba todavía en el pavimento, siguiéndome con la mirada.
Con el nerviosismo, me equivoqué al señalar la dirección por la que quería entrar al parque, así que llegué al lugar donde estaba Edwin por un lugar equivocado. Estaba sentado en un banco, al sol, moteado por los zarcillos de un sauce que comenzaba entonces a mostrar sus primeras hojas; toda su atención estaba fija en el sendero que conducía a la entrada, y no se volvió hasta que no estuve lo suficientemente cerca como para tocarlo. Su rostro se iluminó; se levantó y allí permanecimos en pie, sin movernos, o eso me pareció, durante unos instantes, y entonces me descubrí con los labios besando los suyos, con mis brazos alrededor de su cuello y mis dedos enredándose en su pelo.
– Entonces… ¿me amas también? -dijo, cuando me aparté para mirarlo.
– Sí, sí… te amo -contesté, besándolo otra vez con pasión-. Y todo está bien. Davenant era Magnus, y tengo la prueba de ello: ahora podemos decirle a la policía lo que realmente ocurrió…
Me detuve al ver que su expresión cambiaba.
– Estaba contentísimo de verte -dijo, obligándome a sentarme junto a él en el banco-. Ya se me había olvidado todo eso… Dime qué has descubierto.
– El cuadro de la mansión que pintó John Montague está en la galería de Davenant.
Le conté la aventura matutina, pero aunque me tenía cogida la mano, la ansiedad se reflejaba en su rostro.
– No dudo de ti -afirmó-, pero eso no es una prueba. Cualquiera, incluida la policía, entendería que Davenant la compró en una subasta… es lo más sencillo. No; a menos que encontremos a alguien que pueda identificar el cadáver de Davenant y señale que es el de Magnus…
– Pero hay… -comencé, pero me detuve, comprendiendo la dificultad. Dejando aparte a Nell, Ada sólo daría un paso adelante si el caso ya estuviera esclarecido-. Lo que quiero decir es que hay mucha gente en Londres que conoció a Magnus lo suficientemente bien como para reconocerlo sin su disfraz.
– Sí, pero la policía no los llamará. Por lo que a ellos respecta, él es Davenant, y me temo que ese cuadro no les hará cambiar de opinión. La fuerza de la credulidad: en eso confiaba Magnus cuando regresó a Londres. Él era un actor consumado. Y disfrutaba con el riesgo… hasta el extremo de colgar esa pintura en el momento en el que oye que ha muerto el único hombre que podría delatarlo con toda seguridad. Además de utilizar un disfraz, él sabía que nadie podría reconocerlo porque nadie esperaba verlo… Para todo el mundo, él había muerto en la armadura, en Wraxford Hall.
»E incluso si, milagrosamente, el cuerpo fuera identificado como Magnus, tú no deberías contarle nada a la policía, porque ellos podrían acusarte aún de homicidio involuntario si consideran que no fue en defensa propia… Y, desde luego, podrían entenderlo así, porque nosotros habríamos cambiado nuestro relato de los hechos. No, mi querida niña, debes apartar eso de tus pensamientos. Ahora estás a salvo… -dijo, acercándome a él-. Magnus está muerto; tu conciencia no tiene que preocuparse por él nunca más…
– Pero me preocupo -dije-, porque Nell está viva. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé…
– ¿Y aún crees que ella puede ser tu madre?
– Sí, más que nunca.
– Y… ¿sabes cómo encontrarla?
– Sí -dije-, pero… no puedo arriesgarme a delatarla…
Edwin me miró desconsoladamente.
– No sé qué decirte, querida… salvo que te quiero, y haré lo que sea para ayudarte, lo que quiera que decidas sobre Nell… Pero no debes decirle nada a la policía. ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo -dije, después de lo cual comenzó a besarme de nuevo, y yo lo olvidé todo… hasta que nos devolvió al mundo el ruidoso y escandalizado carraspeo de un caballero que pasaba por allí.
Edwin me acompañó prácticamente hasta la esquina de Elsworthy Walk; quería entrar en casa y solicitar la bendición de mi tío inmediatamente, pero le dije que eso sólo sería causa de un nuevo desastre… Y ésa fue una frase que me resultó bastante desagradable mientras subía las escaleras de la puerta y me disponía a abrir con la llave cuando me encontré con Dora yendo de acá para allá en el recibidor, con el rostro demudado. Dos policías, me susurró, estaban esperándome en el salón; habían llegado diez minutos después de que saliera mi tío, y habían estado esperando durante una hora.
Cuando yo entré en la sala, estaban de pie junto a la ventana, escudriñando la calle. El primero, gigantesco y rubicundo, con patillas asombrosamente pobladas, era el sargento Brewer, con el que había hablado Edwin en Woodbridge. El otro, al que debían de haber elegido por contraste, se presentó en un tono funerario como el inspector Garret, de Scotland Yard: era un hombre alto y enjuto, con modales de director de pompas fúnebres. Declinaron mis ofrecimientos y se sentaron dando la espalda a la ventana, así que me vi obligada a acomodarme en el sofá, frente a la luz que iluminaba completamente mi rostro. Vi que mis manos estaban temblando visiblemente, así que las apreté con fuerza en mi regazo. El sargento sacó una libreta y un lapicero.
– Como comprenderá, señorita Langton -dijo el inspector-, necesitamos un relato lo más completo posible de los hechos acaecidos en este trágico… hum… accidente, y puesto que aún no contamos con su declaración… Me gustaría saber, señorita Langton, si podría comenzar preguntándole por qué creyó usted necesario unirse al equipo de investigación. Eso llamaría la atención de mucha gente, ya que parece bastante inusual que una joven soltera como usted decida acompañar a un grupo de caballeros a un lugar tan remoto y tan inhóspito.
– Sí, señor -dije, sintiendo que me ruborizaba y pensando demasiado tarde que no me había dirigido a él hasta ese momento como «señor»-, pero es mi casa, y yo estaba muy interesada en la tragedia de los Wraxford… que es en parte mi propia historia… quiero decir, la historia de mi propia familia.
– Muy interesada. Ya. Y… hum… ¿puedo preguntarle si allí hubo algún… entendimiento entre el señor Edwin Rhys y usted? ¿Son ustedes novios, quizá?
– Sí, inspector -dije, rogando a Dios que no me preguntara cuando habíamos llegado a ese compromiso.
Se quedó callado, para mi absoluta incomodidad, mientras el sargento anotaba algo en su libreta.
– ¿Y se había encontrado usted con el doctor Davenant antes de esa… reunión?
– No, inspector -contesté, deseando detener aquel temblor de mi voz.
Me preguntó, paso a paso, por todo lo que había hecho desde el momento en que llegué a la mansión hasta la partida del resto de los caballeros.
– ¿Y por qué se quedó usted con el señor Rhys, en vez de coger el coche? En su momento… -recordó pasando las hojas de su libreta- dijo usted que quería repasar algunos documentos familiares para el señor Craik.
– Sí, inspector -contesté, e imaginé que se lo había dicho Vernon Raphael.
– ¿Puedo preguntarle qué documentos eran ésos?
– Me refería a documentos que podrían interesarle al señor Craik -dije desesperadamente-. Creí que el siguiente carruaje no tardaría en llegar más de una hora o dos.
– ¿Y qué hicieron el señor Rhys y usted durante todo ese tiempo? Quiero decir… hasta la explosión.
Aunque su tono era estudiadamente neutro, enrojecí por lo que parecía dar a entender.
– Yo… yo… estuve casi todo el tiempo en la biblioteca -dije finalmente-, intentando no pasar frío. Después de revisar los papeles, es decir… creo que me quedé dormida durante mucho rato…
– Ya -dijo el inspector en aquel mismo tono desconfiado.
Hojeó rápidamente su libreta durante una pequeña eternidad.
– El señor Rhys dice que bajó a la carbonera alrededor de las cinco, para coger más carbón -añadió-. ¿Puede usted decirnos qué ocurrió después?
Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.
– Esperé y esperé… no sé cuánto… hasta que se hizo de noche… Tenía miedo de que… Entonces iba a ir a buscarlo cuando oí pasos en la galería…
– ¿Y dónde estaba usted cuando los oyó? ¿En la biblioteca?
– Yo… yo… estaba buscando un farol, cerca de la puerta que da a la galería… donde estaba la armadura…
– ¿Y los pasos? ¿Dónde se oían?
– Al otro lado de la puerta.
– ¿Y no pensó usted que podría ser el señor Rhys?
– No.
– ¿Y por qué no?
– Porque… porque… no parecían los suyos… Él habría subido por las escaleras y habría ido directamente a la biblioteca.
– ¿Y luego?
– Luego hubo… hubo un gran destello de luz… Lo vi por la luz que entraba por debajo de la puerta… Y una explosión. Y… y… entonces corrí por la biblioteca y… y debí de tropezar y golpearme en la cabeza…
– ¿No pasó usted a la galería en ningún momento?
Negué con la cabeza, pues no me atrevía a hablar.
– Entonces, señorita Langton, ¿cómo explica usted esto?
Abrió una pequeña caja de piel y sacó un jirón de tela, chamuscada y ennegrecida por un lado, pero perfectamente reconocible como la que yo había desgarrado de mi vestido.
– El sargento Brewer recuerda haber visto un vestido con el mismo dibujo de este jirón bajo su capa de viaje cuando usted y el señor Rhys fueron a la oficina de policía para dar cuenta del… accidente. Lo encontramos prendido en la armadura, junto al cadáver del doctor Davenant.
– No sé… -dije débilmente-. Debió de prenderse ahí a la mañana siguiente, cuando el señor Rhys y yo estuvimos examinando la armadura.
– Se habría dado cuenta usted.
– Yo… yo… yo… sí creo recordar que algo se prendió en mi vestido, pero no sabía que se había desgarrado… hasta después de la explosión… y entonces imaginé que había ocurrido cuando fui a buscar al señor Rhys…
– Ya. ¿Sería posible ver ese vestido, señorita Langton?
– Le diré a Dora, mi criada, que lo baje… Puede que aún lo tenga.
– Sería de gran utilidad para nosotros. Quizá usted pueda explicar las huellas de pisadas… bueno, parecen las suyas, en el suelo de la galería que aún quedó en pie…
– Es que… es que fui después de la explosión… después de haber recobrado el conocimiento… para ver lo que había ocurrido…
– ¿Después? ¿Después de la explosión? Ya. -El tono de desconfianza era aún más notorio que antes-. Pero hay una zona de marcas… como si alguien hubiera estado tendido allí mientras se asentaba el polvo, y también hay varias huellas de manos… y las mismas huellas de pisadas, señorita Langton, pero que conducen sólo en una dirección: hacia fuera de la galería.
Dos pares de ojos me miraron fijamente mientras transcurrían interminables segundos acusadores.
– No sé… No puedo explicarme cómo… -dije finalmente-. A menos que… quizá… me confundiera sobre el lugar en el que me desperté… de mi desmayo, quiero decir, después de que la chimenea se derrumbara… Debí de correr hacia la galería sin darme cuenta… Me temo que no puedo recordarlo… fue una conmoción tan grande… Me temo que eso es todo lo que puedo decirles.
– Ya -dijo el inspector gravemente-. ¿Está usted segura, señorita Langton, de que no hay nada que le gustaría añadir en su declaración?
Respiré profundamente, pensando que si quería hacer algo, era entonces o nunca.
– Sí, inspector, hay una cosa. He descubierto esta misma mañana que el doctor Davenant era realmente Magnus Wraxford. No murió en la mansión en 1868, como todo el mundo supone.
Los dos hombres se quedaron mirándome con indecible incredulidad.
– Delante de él, pero antes de saber quién era realmente, dije que tenía pruebas que podrían incriminarle… entonces debió de ocultarse… yo creo que no pudo encontrar el camino con aquella niebla tan densa… y encerró al señor Rhys en la carbonera. Quería matarnos a los dos y destruir las pruebas y huir…
– ¿Y qué pruebas son ésas? -preguntó el inspector con visible sarcasmo.
– Por entonces no las tenía. Era sólo… una intuición… Pero esta mañana fui a su casa… y cuando encontré el cuadro del señor Montague…
– Señorita Langton -me interrumpió el inspector-, está usted demasiado nerviosa. No la entretendremos más, por ahora. Pero tendré que hablar de nuevo con usted… Y debo pedirle que no abandone Londres sin decirnos exactamente dónde va y cuándo piensa irse. Y ahora, si puede usted pedirle a su criada que nos traiga ese vestido…
Todo lo que había leído sobre los horrores de la cárcel vino aquella noche a atormentarme: los portazos de las rejas de hierro, el repiqueteo de las cadenas, la oscuridad, el frío, la suciedad, los asquerosos hedores, los gritos de mis compañeras de celda, el rugido de la multitud mientras se me arrastraba, encapuchada, al cadalso… hasta que me desperté finalmente de aquellos terribles sueños, y permanecí tendida, esperando, mientras el alba comenzaba a brillar en otro perfecto amanecer, a que la policía viniera a llamar a la puerta. Yo había prometido encontrarme con Edwin a mediodía, y me di cuenta de que debía escribirle, con el primer correo, para decirle lo que había hecho, y por qué no acudiría a la cita, pero no pude dar con las palabras adecuadas, y después de romper en pedazos media docena de intentos, parecía bastante claro que no podía hacer nada, salvo intentar dormir… Hasta que Dora subió para decirme que había llegado una dama; se había negado a decir cómo se llamaba, pero dijo que le gustaría hablar en privado conmigo y que me esperaría en un banco que hay en lo más alto de Primrose Hill.
Con el corazón latiéndome violentamente, bajé las escaleras y salí por la puerta del jardín, y caminé por la hierba húmeda, con las gotas de rocío brillando como diamantes al sol, hasta que alcancé la cumbre de la colina y vi a una mujer vestida con un traje azul oscuro, con una capa de viaje cubriendo el banco en el que estaba sentada: aquella mujer, demacrada y aterradora, era la que me había abierto la puerta en casa de Ada Woodward. Se levantó y se acercó a mí, y entonces vi que estaba muy pálida.
– Señorita Langton… nos encontramos de nuevo. Mi nombre es… o era, hasta ayer por la noche, Helen Northcote, pero creo que usted me reconocerá mejor como Eleanor Wraxford.
La miré, incapaz de articular palabra, observando cada detalle de su apariencia. Vi que sus ojos tenían reflejos avellanados, veteados en verde. Y había un algo diferente en su voz, que sonaba más grave y más educada de lo que yo recordaba: el acento de Yorkshire había desaparecido.
– Cuando Ada me contó lo que usted le había dicho, y especialmente después de que viéramos las noticias en los periódicos, supe que no podíamos abandonarla a usted, aunque tuviéramos que pagar un alto precio. Vinimos a Londres ayer, pero la policía no le permitió ver el cadáver hasta por la tarde. Ella insistió en ir sola a Scotland Yard. Sólo pudo verlo cuando el inspector Garret regresó de su entrevista con usted. Y, con todo, aún tuvo que esperar varias horas más hasta que consiguieron encontrar a un caballero muy anciano llamado Veitch, que había sido antaño el abogado de Magnus, para confirmar la identificación. Será suficiente añadir que el inspector ha deducido, o eso le dijo a Ada, que Magnus intentó volar la mansión y murió cuando la carga explotó antes de tiempo…
No pude evitar sonreír: el inspector había acabado apropiándose de una teoría que él mismo había despreciado y considerado como una locura sólo unas pocas horas antes.
– Y por entonces, señorita Langton -continuó-, ya era demasiado tarde para avisarla a usted. Ada lamenta no poder estar aquí: le era imprescindible coger el primer tren de regreso a casa.
– Por favor, llámeme Constance… ¿Entiende la policía ahora que usted es completamente inocente?
– La orden de detención sobre Eleanor Wraxford se retirará, sí. Es un sentimiento muy extraño, después de prepararme durante veinte años para lo peor… Pero antes de decirle nada, tiene que contarme su propia historia, ahora que ya lo sabe todo sobre la mía…
Y así, comenzando con la muerte de Alma, reviví para ella el largo camino que me había traído hasta donde me encontraba, con la ciudad a nuestros pies y el brillante hilo del río corriendo a través de la urbe, hasta que cerré el círculo con la visita del día anterior a Hertford Street, mi noviazgo con Edwin y los terrores de la noche previa, todos ellos disipados en ese momento.
– Ahora comprendo… -dijo finalmente- por qué pensaba usted que podría ser mi hija, y por qué deseaba que así fuera… Y si yo me hubiera desprendido de Clara, como usted suponía, yo también lo creería; y no sólo porque usted me recuerda mucho a mí misma cuando era joven, sino por la simpatía que ha sentido hacia mí. Pero… mi querida Constance, no es usted mi hija. Ella está viva y está bien; creo que pudo usted verla un instante justo antes de que cerrara la puerta… Es lo que tenía que hacer, por su bien. Su nombre es Laura Woodward, y ella cree que Ada es su madre… y que perdió a su adorado padre, George, hace diez años.
Las lágrimas anegaron mis ojos, aunque intentaba apartarlas parpadeando. Me cogió la mano, acariciando amablemente los dedos.
– Ya ves: no tenía otra posibilidad. Todo… o casi todo… ocurrió como tú imaginaste. Cuando Lucy y yo salimos de Munster Square por última vez con Clara, Lucy no vino conmigo a Shoreditch, como escribí en aquel diario; la dejé en otro coche que la llevaría a la estación de Paddington, mientras yo iba con Clara a St Pancras, donde Ada me estaba esperando. Todo estaba preparado: ella solía escribirme a un apartado de correos, a una pequeña y triste oficina que hay en Marylebone, adonde yo estaba segura de que Magnus jamás iría a indagar. George no estaba en Whitby por entonces; tenía un trabajo temporal en Helmsley, a treinta millas, y allí fue donde Ada se llevó a Clara, mientras yo iba a Wraxford Hall.
»La noche en la que la señora Bryant murió, yo no fui a la galería. Quería ir, pero me faltó valor al final. Todos estos años me he estado preguntando cómo moriría… y ahora lo sé.
La miré con gesto inquisitivo.
– Magnus debió de haber falsificado aquellas notas que a ella y a mí nos sugerían encontrarnos en la galería. Y yo estuve a punto de hacer lo que él quería que yo hiciera: esconderme en algún lugar cercano. Y entonces… La señora Bryant estaba encaprichada de él, y él con frecuencia la sometía a sesiones de mesmerismo. Ella ni siquiera había leído la nota que se encontró en su habitación; esa nota se dejó allí después, simplemente para incriminarme a mí. Puede que él le propusiera a la señora Bryant una cita secreta, o que le inculcara una sugestión en estado de trance: creo que el doctor Rhys dijo que parecía como si la señora estuviera caminando sonámbula. Y así fue como ella acudió a la galería a medianoche. Si yo hubiera estado observando, con toda seguridad jamás habría dejado que me viera. Entonces probablemente la tapa de la tumba comenzó a abrirse, tal y como usted comprobó la otra noche. El susto, al ver aquello, pudo ser suficiente para matarla, o quizá algo la aterrorizó…
– El fantasma del monje -dije, recordando la historia de aquel obrero que contó John Montague-. Así era como se disfrazaba Magnus… pero no entiendo… ¿Por qué quería Magnus que usted estuviera allí? Usted podría denunciarlo…
– Sí. ¿Y quién me hubiera creído? Para cuando llegara alguien, Magnus habría cerrado la tumba y habría desaparecido en el túnel… Recuerde que había ido a dar un paseo a la luz de la luna, o eso había dicho, un poco antes de medianoche… ¿Y qué habría encontrado quien llegara allí en aquel momento? A la señora Bryant muerta y a mí junto a su cadáver, gritando como una loca que había visto el fantasma de un monje. Me habrían llevado con una camisa de fuerza, y Magnus habría interpretado a la perfección su papel de esposo apesadumbrado…
Se detuvo y suspiró profundamente.
– ¿Por qué se casó con él?
No tenía la intención de preguntar de un modo tan áspero, y cuando vi que no me contestaba inmediatamente, deseé no haber hecho la pregunta: había parecido casi una acusación.
– Creo… -dijo finalmente-, creo que en la única ocasión en la que tuvo éxito en sus sesiones de mesmerismo conmigo, obtuvo alguna preponderancia sobre mi pensamiento; siempre que intentaba reunir el valor para decirle que no podía casarme con él, un coro de voces surgía en mi cabeza: «Pero es tan amable… es tan atento, tan inteligente, tan encantador… ¿Cómo no vas a amar a un hombre como él? ¿Y qué será de ti si no te casas con él? ¡Estarás absolutamente sola en el mundo!». Y fue muy tarde, en el viaje de novios -añadió con un leve temblor-, cuando se me cayó la venda de los ojos.
Permaneció en silencio durante unos instantes, mirando impasible el horizonte.
– Intenté convencerme a mí misma -continuó-, cuando ya era demasiado tarde, de que se había casado conmigo por mi «don», como él lo llamaba. Pero, ya ve usted, yo pensé que su escepticismo era simplemente otra de sus máscaras; pensé que él realmente creía en… poderes sobrenaturales, y probablemente sólo quería utilizar los míos para alcanzar sus propios fines. Cuando, en realidad… él se veía a sí mismo como un dios.
»No, no… -dijo, como si estuviera respondiendo a una objeción imaginaria-. Estoy segura de que mis «visitas» le intrigaban; pero creo que lo que le atrajo fundamental mente de mí fue mi resistencia a sus sesiones de hipnotismo; porque había fracasado en dos ocasiones a la hora de practicar el mesmerismo conmigo, y, me temo, también porque me deseaba… Y por esa razón me odió mucho más cuando descubrió cuánto lo detestaba.
– ¿Y… las «visitas»? -pregunté dubitativamente-. ¿Aquélla en que se vio a usted misma y a Clara fue la única que usted se inventó para aprovecharse de la credulidad de Magnus?
– Sí. Ésa fue la única.
– ¿Y volvieron a suceder…?
– No -dijo con ironía-, y tampoco volvieron aquellos insoportables dolores de cabeza que solían acompañarlas. Aquella caída en las escaleras… Recuerdo que creía que aquello había producido una fisura en mi mente, lo suficientemente ancha para poder atisbar el mundo del más allá… un mundo que jamás habría querido ver. Pero esa grieta volvió a cerrarse… Algunas veces pienso que se debió a la conmoción por la muerte de Edward. Y siempre me preguntaré si debería haberle dicho algo sobre aquella visión, y si él habría sido más precavido si lo hubiera hecho.
– ¿Cree usted que Magnus tuvo algo que ver en la muerte de Edward? -me atreví a preguntar, más dubitativa aún.
– No lo sé. Edward era lo suficientemente atrevido como para haber escalado aquel cable por su propia voluntad, pero Magnus pudo perfectamente haberle animado a hacerlo, o incluso… en fin, procuro no pensar en ello.
– Lo siento -dije-. No debería haberle preguntado…
– No importa: siempre lo tengo en el pensamiento.
– ¿Cómo escapó usted de la mansión? -pregunté, tras unos momentos de silencio.
– De un modo muy parecido al que usted imaginó: salí de la mansión al amanecer de la mañana siguiente, con un traje y un sombrero de Lucy. El disfraz era suficiente para pasar como la criada de una dama. Habría sido demasiado peligroso ir directamente a Yorkshire, de modo que había reservado una habitación, bajo el nombre de Helen Northcote, en un hotel barato de Lincoln. Aún estaba allí cuando empezaron a aparecer las primeras noticias en los periódicos, y entonces me di cuenta de que todo el tiempo que yo había estado planeando mi huida de Magnus, él lo había empleado en tejer una horca para mí.
– Sí -dije-, pero… ¿por qué mató a la señora Bryant la noche anterior a la sesión de espiritismo? Había hecho todos aquellos preparativos, y había llevado a la gente a la mansión…
– Porque… -y se detuvo, como si estuviera buscando las palabras- porque todos aquellos preparativos estaban destinados a hacer creer a todo el mundo que él efectivamente había desaparecido en el interior de la armadura. Ahora que sé que estaba viviendo una doble vida como Davenant, todo tiene sentido finalmente. La mansión estaba cargada con muchas deudas; él ya había convertido las diez mil libras de la señora Bryant en diamantes: aquel cheque fue su condena a muerte. Otro hombre podría haber intentado seguir sacándole dinero a la señora, pero creo que para Magnus el dinero era más un medio que un fin; sólo deseaba el poder: poder y venganza. Si me hubieran arrastrado a un manicomio aquella misma noche, estoy segura de que habría insistido en intentar el experimento de todos modos. Me lo imagino diciendo: «Se lo debemos a la memoria de la señora Bryant». Y Magnus Wraxford habría desaparecido, sin dejar nada detrás, salvo cenizas. Pero cuando su plan original se torció, vio que podía utilizar la muerte de Magnus Wraxford para desatar una venganza aún más terrible contra mí.
– Y, durante todo este tiempo, ¿creía usted que él estaba todavía vivo?
– Sí… vivo y buscándome. Solía tener una pesadilla horrible, una de tantas, en la que yo me encontraba en un cadalso, con la soga rodeando ya mi cuello, y veía a Magnus sonriéndome desde las sombras. Nunca pensé que podría escapar de él, pero estaba decidida a conseguir que Clara se salvara. Y así fue como Ada y George, por mi insistencia, llegaron a ser padres. Dejaron que los criados de Helmsley pensaran que Laura (así la llamamos ahora) era una huérfana a quien habían acogido, pero cuando a George le ofrecieron un puesto en Whitby un año más tarde, ellos comenzaron a hablar de Laura como si fuera su propia hija, y nadie lo puso en duda. Ada le dio referencias a Helen Northcote, y después de tres años como ama de llaves en Chester (los años más largos de mi vida), regresé a Whitby como dama de compañía de Ada.
– Debe de haber sido terriblemente duro para usted -dije-. Quiero decir… saber que la podían detener en cualquier momento…
– Sí -dijo simplemente-. Laura sabe que la quiero, pero siempre he ocultado algo de mí. Prepararse para lo peor, cada vez que un extraño llama a la puerta, deja huellas en una… como puede usted ver…
»Es extraño… o quizá no… que Laura haya crecido pareciéndose tanto a Ada, con su carácter dulce y tranquilo, sin parecerse en nada a mí, e incluso con un don natural para la música, el cual ciertamente yo no poseo. Nadie dudaría jamás de que son madre e hija. Y ahora… gracias a usted, todos esos nubarrones se han alejado de nuestras vidas…
»Ha arriesgado usted su vida por mí -dijo, cogiéndome la mano una vez más-; y ha estado a punto de ir a la cárcel por mí. Nunca la olvidaré. Vine a Londres dispuesta a revelarme como Eleanor Wraxford, si no había otro medio de protegerla a usted. Pero, gracias a Dios, eso no ha sido necesario. La policía ha considerado que no es necesario que el nombre de Ada aparezca para nada en el caso, y Laura no tiene por qué saber nada.
– Pero -dije- usted querrá que todo el mundo sepa quién es usted realmente… ¿De qué otro modo puede limpiarse su nombre?
Se mantuvo en silencio durante unos instantes, observando con la mirada perdida la ciudad.
– Magnus adoraba el poder -dijo finalmente-: el poder de engañar a quien quisiera, de hacerles creer, sentir e incluso ver lo que él quería que todos creyeran, sintieran o vieran. Si ellos no sucumbían a su poder, a ojos de Magnus merecían morir. Y de todo ese terror y toda esa crueldad nació Laura. No hay nada de Magnus en ella. La herencia de los padres no siempre se manifiesta; algunas veces la sangre nace limpia o no se tiñe nunca con los males de sus ancestros.
»Pero el mundo, Constance, no ve las cosas así. La visión de Magnus y la del mundo tienen más en común de lo que nos gustaría admitir. Podría gritar mi inocencia desde cada uno de esos tejados, y la gente aún me creería culpable de algo. No: Eleanor Wraxford será siempre "aquella mujer que mató a su marido"… o a su hija. ¿Y qué podría decir de Clara? Si Laura llegara a saber cómo me llamo realmente, con seguridad acabaría averiguando la verdad.
– Pero… ahora no hay ninguna razón para ocultarle nada… ¿no preferiría saberlo? Eso significaría tener dos madres que la adorarían, en vez de una.
– Sí, pero, en vez de recordar a su padre como un hombre amable y cariñoso, tendría que aceptar que es la hija de un monstruo que se deleitaba en la crueldad, que acabó con la vida de no sabemos cuántas personas y que nunca le importó nada en absoluto. ¿Realmente cree que le gustaría saber eso?
– No, pero… hay una posibilidad… -dije tímidamente-. Si usted me permite ser Clara, podría decir que me entregó a otra familia… exactamente tal y como entregó a Clara a Ada, para protegerme, y ahora nos hemos encontrado de nuevo… Laura podría seguir siendo la hija de Ada, y… y a mí me encantaría tenerla a usted como madre. No se lo diría a nadie, lo prometo, y así Laura podría ser mi hermana…
Mi voz se quebró al final de la frase, y las lágrimas anegaron mis ojos de nuevo. Ella me abrazó y me acarició el pelo y me susurró aquellas palabras de consuelo que tanto había deseado oír en labios de mi propia madre, y me encontré absolutamente incapaz de dejar de llorar hasta que empapé su hombro con mis lágrimas y me tranquilicé en sus brazos, sintiendo el calor del sol en mi espalda y deseando que aquel momento durara para siempre. Pero supe que tendría su respuesta en cuanto levantara la mirada.
– Lo que dices es sólo un sueño feliz, Constance, y no puede ser… El secreto nos separaría a todas: acabaríamos susurrando en las esquinas y más pronto que tarde Laura acabaría sospechando lo que habíamos hecho. No tuve otra elección cuando le entregué a mi hija a Ada: sería imperdonable engañarla una segunda vez.
»No: Eleanor Wraxford desapareció hace veinte años, y ya no volverá jamás. Yo soy Helen Northcote, y así me quedaré, y el secreto que te ruego que guardes, si lo deseas, es que tú y yo nos encontramos aquí esta mañana.
Se levantó, y me ayudó a levantarme. Allí estuvimos de pie, durante mucho tiempo, mirándonos.
– ¿Nunca la volveré a ver? -dije.
– Siempre pensaré en ti -contestó, y me abrazó por última vez, antes de que se volviera y se alejara por la colina hacia el mar de tejados que se veía allá abajo, con la cúpula de San Pablo elevándose sobre la bruma de innumerables chimeneas.
Mi fantasía del inframundo, el que estaba debajo del suelo de la cocina, con sus interminables túneles extendiéndose en la oscuridad, volvió a mi pensamiento mientras observaba cómo se alejaba Nell, recordando cuán a menudo había mirado aquella cúpula cuando era niña. Mis pensamientos regresaron a Edwin, que quizá ya estaba esperándome en los jardines junto a la iglesia, pero me quedé en la colina, mirando cómo se empequeñecía la figura de Nell… mucho tiempo después de que hubiera desaparecido de mi vista.