SEGUNDA PARTE

NARRACIÓN DE JOHN MONTAGUE

30 de diciembre de 1870

Finalmente he decidido poner por escrito todo lo que sé de los extraños y terribles acontecimientos acaecidos en Wraxford Hall, con la esperanza de apaciguar mi conciencia, la cual no ha cesado jamás de desazonarme. Es una noche muy apropiada para una decisión semejante, porque hace un frío horrible y el viento ulula por los resquicios de la casa como si no fuera a cesar jamás. Me avergüenza un tanto lo que debo revelar de mi propia historia, pero si deseo que cualquiera pueda comprender por qué actué como lo hice -¿por qué otra cosa iba a embarcarme en esto?-, no debo ocultar nada que tenga alguna relevancia, por muy doloroso que pueda resultar. Confío que mi alma se tranquilizará sabiendo que si el caso se reabre algún día, después de que yo haya muerto, este informe podrá contribuir a desvelar la verdad sobre el misterio de Wraxford Hall.


Me encontré con Magnus Wraxford por vez primera en la primavera de 1866 -yo tenía treinta años-, en calidad de abogado de su tío Cornelius, una responsabilidad que yo había heredado de mi padre. Nuestra oficina era un pequeño negocio familiar establecido en la ciudad de Aldeburgh, y yo había seguido la carrera de mi padre como él había seguido la del suyo. Como todos los chicos de esta parte de Suffolk, yo había oído las leyendas que se contaban de Wraxford Hall, la mansión que se encuentra en el corazón del bosque llamado Monks Wood, a unas siete millas al sur de Aldeburgh en línea recta, pero a bastante más distancia por el camino. El viejo Cornelius Wraxford había vivido allí, en absoluta reclusión, durante tanto tiempo que nadie podía recordar desde cuándo, atendido por un grupo de criados al parecer seleccionados en virtud de sus taciturnas cualidades, al tiempo que la mansión se derrumbaba lentamente a su alrededor y las tierras de la propiedad se echaban a perder. Hasta los cazadores furtivos evitaban aquel lugar, sobre todo porque se decía que en los bosques de Monks Wood -como era de suponer- rondaba el fantasma de un monje… De acuerdo con las leyendas locales, aquel que viera la aparición, moriría antes de un mes. Además, se rumoreaba que Cornelius tenía una jauría de perros tan salvajes que podrían despedazar a un hombre. Algunos decían que aquel viejo avaro guardaba un inmenso tesoro de oro y piedras preciosas; otros sostenían que había vendido su alma al diablo a cambio del don de volar, o por una capa para hacerse invisible, o por algún beneficio diabólico semejante. Además estaba el caso de William Brent, el cazador furtivo, que solía jactarse de que podía cazar tan cerca de la mansión como quisiera sin que los perros del viejo se enteraran, hasta que una noche vio un rostro maligno observándolo desde una ventana del piso superior, y murió al cabo de un mes. De pleuresía, admitámoslo, pero aun así… Mi padre se burlaba de todos esos rumores, pero no podía arrojar luz sobre uno que le afectaba personalmente a él: se había encontrado con Cornelius una sola vez, en la oficina, muchos años antes de que yo naciera. Ya por entonces, decía, Cornelius parecía un anciano: pequeño, encogido y receloso. Desde aquel momento en adelante, todos sus negocios se ventilaron mediante cartas.


Cuando me hice mayor supe algo más de la historia de la mansión por boca de mi padre. Había sido construida en tiempos de Enrique VIII, en el antiguo emplazamiento de un monasterio que había dado al bosque el nombre de Monks Wood. Los Wraxford, como muchas otras familias católicas, habían renegado de su religión durante el reinado de la reina Isabel; Wraxford Hall, de hecho, había servido como fortaleza realista durante buena parte de la guerra civil. Se decía que Carlos II se había ocultado en el escondrijo de los curas [15] que había en la mansión mientras Henry Wraxford se enfrentaba a las huestes de Cromwell. Cuando tuvo lugar la restauración, Henry fue recompensado con un título de caballero, pero aquella distinción murió con él, y durante los siguientes cien años aproximadamente la mansión sirvió como retiro estival de varias generaciones de los Wraxford, la mayoría profesores y clérigos que aparentemente no habían hecho nada reseñable.

En la década de 1780, la propiedad pasó a manos de Thomas Wraxford, un hombre de ambiciones desmedidas que se había casado poco antes con una rica heredera. Este hombre comenzó inmediatamente a hacer reformas, a ampliar la casa y los cimientos, con la idea de convertir aquel lugar en un centro de esplendor social, sordo a todos aquellos que le advertían de la lejanía del lugar y de las dificultades que cualquier persona tendría para llegar hasta allí. Gastó en aquel plan una buena parte de la fortuna de su esposa, así como de la suya propia, pero las grandes fiestas que proyectaba jamás se llegaron a celebrar; las invitaciones fueron rechazadas muy cortésmente y las habitaciones exquisitamente amuebladas permanecieron vacías. Y entonces, alrededor de 1795, murió su único hijo, Félix, a la edad de diez años, cuando se cayó desde la galería superior del gran salón.

La esposa de Thomas Wraxford le abandonó poco después del trágico suceso y regresó con su familia. Él vivió en la mansión durante otros treinta años, hasta que una mañana, en la primavera de 1821, su ayuda de cámara le subió el agua caliente a la hora acostumbrada y descubrió que su señor se había ido. Nadie había dormido en la cama y no había signo alguno de pelea o altercado; las puertas que daban al exterior y las ventanas estaban cerradas con pestillo, como siempre; y lo único que se echaba de menos en aquel escenario era el camisón que llevaba el señor cuando el criado lo había visto por última vez la noche anterior. La casa y las tierras fueron batidas a conciencia, pero todo fue en vano: Thomas Wraxford se había esfumado de la faz de la tierra, y jamás se encontró el menor rastro de él.

En términos generales se admitía que el pobre anciano finalmente había perdido la cabeza y que de algún modo había salido fuera de la casa, en camisón, que habría vagado por el bosque de Monks Wood y habría caído en un hoyo: la zona había sido minada durante siglos en busca de estaño, y algunas de aquellas antiguas obras y galerías aún permanecían abiertas, ocultas por ramas y hojas secas, y constituían verdaderas trampas para los imprudentes. Un año y un día después de la desaparición de Thomas, Cornelius Wraxford, su sobrino y único heredero, solicitó al Tribunal del condado un dictamen que certificara el fallecimiento de Thomas Wraxford, y se le concedió casi inmediatamente. Y así fue como Cornelius, un profesor soltero y solitario, renunció a su cátedra en Cambridge y tomó posesión de la mansión. Y eso era todo lo que podía contarme mi padre, además de que con el correr de los años Cornelius había ido vendiendo gradualmente las tierras que antiguamente constituyeron la propiedad que heredó, excepto los bosques de Monks Wood y la mansión.


Como joven muchacho que era, yo empleé una buena parte de mi tiempo fantaseando con mis amigos sobre la posibilidad de adentrarnos en aquellos bosques, evitando a los perros, e internarnos en la mansión a través de un pasadizo secreto que, según se decía, iba directamente desde la casa hasta una capilla abandonada que había en los bosques cercanos. Ninguno de nosotros había estado realmente en aquellos bosques de Monks Wood y sólo los habíamos visto de lejos, así que nuestras imaginaciones tenían toda la libertad del mundo para pergeñar lo que quisieran. Los terrores que invocamos en aquel tiempo poblaron mis sueños durante años. Nuestros planes, por supuesto, acabaron en nada. A mí me enviaron a la escuela, donde hube de soportar las crueldades habituales, hasta que el golpe de la muerte de mi querida madre me dejó durante un tiempo indiferente a aquellos tormentos menores.

Creo que fue entonces cuando comencé a refugiarme en el dibujo y la pintura, para lo cual poseía una habilidad natural, aunque nunca me lo había tomado muy en serio ni me había ocupado de estudiarlo en exceso. Mi forté eran los paisajes naturales -sobre todo los bosques-, las casas, los castillos y, especialmente, las ruinas. Algo en mí luchaba contra la luz, pero no parecía que aquello tuviera nada que ver con mi destino, el cual consistía en estudiar leyes en el Corpus Christi, el viejo colegio universitario de Cambridge donde estudió mi padre. Hice lo que se suponía que tenía que hacer, y allí, en Cambridge, en mi segundo año, conocí a un joven llamado Arthur Wilmot. Estaba estudiando lenguas clásicas, pero su verdadera pasión era la pintura y, a través de él, descubrí un mundo nuevo que ignoraba por completo. Y fue con este compañero, en Londres, con quien vi por vez primera la obra de Turner, y entonces pude finalmente entender aquellos versos de Keats sobre el gran Cortés mirando el océano con indecible asombro [16]. Durante aquellas largas vacaciones, pasamos tres semanas pintando y dibujando en Escocia, y, con el apoyo y el ánimo de Arthur, yo comencé a creer que mi futuro podría estar en un estudio de arte más que en un despacho de abogados.

Arthur tenía aproximadamente mi altura, pero era ligeramente menos robusto, con una piel blanca que se quemaba fácilmente con el sol y rasgos delicados. Pero la impresión de fragilidad era engañosa, como pude comprobar durante nuestro primer día en Escocia, cuando subió corriendo una cuesta muy empinada con la agilidad de una cabra mientras yo, jadeante, le seguía la estela a duras penas. Siempre me hablaba de un lugar cercano a Aylesbury llamado Orchard House -una perfecta Arcadia, tal y como sonaba en sus labios-, donde tenía la residencia su padre, un pastor anglicano. Y especialmente me hablaba de su hermana Phoebe, a quien simplemente adoraba: se ponía muy nervioso si pasaban más de un día o dos sin tener carta suya. Al final de nuestro viaje acordamos que en vez de regresar a Aldeburgh, le acompañaría a su casa y me quedaría allí al menos durante quince días. Yo no tenía hermanos ni hermanas -mi madre había estado muy enferma tras mi nacimiento- y sabía que mi padre había estado esperando ansiosamente mi regreso. Pero yo no quería decepcionar a Arthur, o eso fue lo que me dije para justificar mi comportamiento.

Orchard House era todo lo que mi amigo me había dicho, y más: era una casa de campo, con techo de paja y deslumbrante encalado, asentada, como su nombre advertía, entre arboledas de manzanos y perales. El padre de Arthur, canoso, cordial y rubicundo, podría haber salido directamente de un lienzo de Birket Foster [17] (aunque yo no lo advertí en aquel momento), como su madre: una mujer tranquila, delgada y delicada -cualquiera podía comprobar que Arthur había heredado su aspecto-, a la que siempre se podía encontrar en el jardín cuando no había otra cosa a la que atender. Y, después… Phoebe. Era preciosa, sí, con el perfil clásico de su madre y su esbelta figura; tenía una melena abundante y brillante del color de la miel oscura, y sus ojos eran avellanados, siempre ligeramente entrecerrados, aunque no había coquetería en ese delicioso gesto. Pero, sobre todo, fue su voz lo que me cautivó: era grave y vibrante, con unos cantarines tonos bajos que conseguían que el asunto más vulgar pareciera cargado de emoción.

Mi amor por Phoebe fue correspondido. Conseguí su palabra de matrimonio casi inmediatamente, aunque el consentimiento para nuestro compromiso tardó mucho más en llegar. Aparté de mi mente cualquier idea de morirme de hambre en frías buhardillas y me apliqué a estudiar leyes, sabiendo que cuanto antes comenzara a ejercer, antes me casaría. Aparte de los sufrimientos de la añoranza que tuve que soportar estando lejos de ella, oscilando entre violentos ataques de euforia y terror de que mi Phoebe pudiera cambiar de opinión, la única nube que se cernía en nuestro horizonte era la cuestión referida al lugar donde íbamos a vivir. Yo pensaba ejercer la abogacía con mi padre, en Aldeburgh; si rechazaba hacerme cargo de la oficina, le rompería el corazón, y ello conduciría tal vez a abrir un abismo eterno entre ambos. Pero quedarme con él en Aldeburgh significaría separar a Phoebe de todo lo que ella más amaba en el mundo. Ella y mi padre intentaron congeniar sólo por mí, pero no sabían exactamente cómo conseguirlo. También supe que nuestro hogar, una casa sencillamente amueblada que miraba a la playa, le parecía a Phoebe un lugar inhóspito y lúgubre.

Al final alcanzamos un acuerdo precario: viviríamos en Aldeburgh, pero en otra casa de nuestra propiedad, en otro lugar, lejos del ruido de las olas, el cual, tal y como Phoebe describió con un gesto de mal humor, le parecía melancólico y agobiante: en más de una ocasión la había sorprendido murmurando inconscientemente: «Rompe, rompe, rompe, en las frías piedras grises, oh, mar…» [18]. Así que íbamos a pasar en Orchard House tanto tiempo como las obligaciones de la oficina me permitieran.

Después de tres largos años nos casamos en la primavera de 1859. Yo sólo tenía veintitrés años, y Phoebe era un año menor. Pasamos parte de nuestra luna de miel en Devon; a mí me hubiera gustado ir a Roma, pero su familia se mostró preocupada por el largo viaje y por los peligros del cólera. Aquellos días y aquellas noches, a solas con ella, me parecieron en aquel momento los más felices de mi vida… Pero a los quince días, Phoebe comenzó a echar de menos Orchard House y, consecuentemente, tuvimos que regresar, para gran regocijo de su familia, hasta que llegó la hora de comenzar nuestra vida en Aldeburgh.

Yo había alquilado un cottage en un lugar muy pintoresco, junto al camino de Aldringham, aproximadamente a una milla de la casa de mi padre y bien lejos del sonido de las olas que rompían sobre los guijarros, pero también bastante aislada: Phoebe se quedaba sola durante todo el día, con la única compañía de nuestra ama de llaves, una mujer muy amable, pero escasamente dada a la conversación. Pocas semanas después de nuestra llegada supimos que mi esposa estaba embarazada, una alegría amortiguada por su creciente nostalgia de Orchard House, que en vano trataba de ocultar. Arthur vino a vernos; por una parte, fue un alivio, pero su visita también proyectó una sombra de amargura sobre nuestras vidas, porque pensaba que yo me estaba comportando de un modo muy cruel al mantener a Phoebe lejos de su familia. Así que decidimos que ella pasaría los últimos meses de su embarazo en Orchard House: poco podíamos imaginar que aquéllos serían los últimos meses de su vida. Yo abandoné el cottage y regresé a casa de mi padre, absolutamente decidido a dejar el despacho y a buscar un empleo en Aylesbury tan pronto como naciera el niño. Pero mi padre estaba tan feliz de verme de nuevo en casa que no me atrevía a decírselo, y así continuaron las cosas hasta que una noche de aquel invierno recibí un telegrama de Orchard House, apremiándome para que acudiera allí inmediatamente. El parto de Phoebe había comenzado prematuramente y duró toda la noche… Mi esposa se había ido debilitando más y más, hasta que decidieron ir a buscar a un médico… Phoebe murió, y nuestro hijo con ella, una hora antes de que llegara el doctor.

Es inútil insistir en aquel dolor infinito, o hablar de sus terribles consecuencias, que se resumen en poco: yo permanecí en Orchard House una semana tras su funeral, hasta que se me hizo insoportable el pensamiento no declarado que toda la familia parecía asumir: que ojalá yo nunca hubiera cruzado el umbral de aquella casa.

Cinco meses después, en agosto de aquel mismo año, Arthur se fue a escalar a las montañas de Welsh, se cayó y se mató.

Volver a Aylesbury para el funeral fue la cosa más dura que he tenido que hacer jamás. Era inútil decirle a sus padres -tan arrasados por el dolor que apenas podían reconocerse sus rostros- que habría preferido que me cortaran la mano derecha antes que verlos morir; pero esas palabras no nos devolverían ni a Phoebe ni a Arthur, ni contestarían a las preguntas que pendían como espadas sobre nuestras cabezas. ¿Por qué Arthur, en lo más intenso del luto por la muerte de su hermana, había abandonado a sus padres para ir a escalar insensatamente? Sus compañeros juraron que había resbalado mientras intentaba subir una pared de roca, pero yo vi en ellos la sombra de una sospecha íntima: puede que Arthur no hubiera decidido deliberadamente poner fin a su vida, pero era absolutamente seguro que se había embarcado en aquella mortal escalada sin que le preocupara mucho vivir o morir.

Durante la larga oscuridad que se abatió sobre mí, el pensamiento de acabar con mi propia vida estuvo constantemente presente. Ni siquiera podía afeitarme sin que se apoderara de mí el impulso de segar mi garganta con la navaja. Las pistolas me llamaban desde los armarios, los venenos desde las estanterías, y siempre estaba allí el ruido del mar, y la imagen de mí mismo adentrándome en las heladas profundidades y nadando hasta que me fallaran las fuerzas y me hundiera bajo las olas. Pero el pensamiento del sufrimiento que mi muerte causaría en mi padre -angustiado como yo por el recuerdo de los estragados rostros de los Wilmot- siempre me contuvo; eso, y como dice Hamlet, el temor de algo después de la muerte: esos versos a menudo acudían a mi memoria [19]. Poco a poco me fui percatando de cuán pesadamente el espectáculo de mi dolor estaba abatiéndose sobre mi padre, y así conseguí salir de una negra noche a un gris amanecer del espíritu. Volví a mi puesto en la oficina y comencé, casi insensiblemente, a tomar conciencia del mundo que me rodeaba, y entonces volví a pintar; al principio eran simples bosquejos, hasta que me encontré vagando por lugares lejanos en busca de nuevos temas para mis dibujos. Pero mi vida, o eso creía yo, ya había terminado efectivamente, y pasarían otros cuatro años antes de que nada pudiera hacer tambalear esta melancólica convicción.


Quizá sea sólo la indeleble impresión que causa la historia de Peter Grimes en The Borough [20], pero yo he notado que muchos visitantes encuentran algo opresivo, e incluso siniestro, en estas tierras del sur de Aldeburgh, las cuales me atraen, creo, por esa precisa razón. El castillo de Orford, especialmente cuando se dibuja contra un cielo nublado y amenazante, es una de mis imágenes favoritas, y desde Orford hay sólo otras tres millas, a través de una zona de pantanos, hasta los límites de los bosques de Monks Wood. Uno puede andar ese camino mil veces sin encontrarse con otro ser humano, y viéndose sólo acompañado por los graznidos solitarios de las gaviotas y los avistamientos ocasionales de un mar picado y gris. Debido al modo en que se extiende el paisaje, el bosque permanece oculto hasta que uno asciende un pequeño collado y se encuentra con el camino encajonado entre oscuras masas de árboles. Yo me encontraba admirando este paisaje una fría tarde de primavera de 1864, y preguntándome si los perros de Wraxford Hall serían realmente tan salvajes como había creído antaño, cuando se me ocurrió pensar que ahora tenía una razón legítima para visitar la mansión.

Convencí a mi padre para que escribiera a Cornelius Wraxford -de quien no habíamos sabido nada durante varios años-, presentándome como su nuevo abogado y solicitando una entrevista. Una semana más tarde llegó la contestación: el señor Wraxford continuaría contando con nuestra oficina, pero no veía ninguna necesidad de mantener un encuentro. Por lo que concernía a mi padre, ahí concluía el asunto. Pero mi antigua curiosidad había renacido y comencé a hacer preguntas. Yo tenía por aquel entonces un amigo entre los furtivos -un hombre a quien yo había sorprendido con las manos en la masa cuando salí a dibujar una mañana muy temprano, y a quien no había delatado- y en un rincón tranquilo de la taberna The White Lion supe que una buena parte del muro exterior de la propiedad se había derrumbado y que los pocos perros que quedaban permanecían encadenados en las viejas caballerizas, en la parte trasera de la casa. El guardia, que ejercía también como mozo de cuadra y cochero, se había dado a la bebida, y rara vez salía de noche, o eso había oído mi informante. De todos modos, la cofradía de los furtivos, me dijo, todavía procuraba evitar acercarse a la mansión, especialmente después del anochecer.

Aquella noche la luna casi estaba llena y, después de salir de The White Lion, me quedé durante mucho tiempo en la orilla del mar, observando el juego de las luces sobre las aguas. Había creído que jamás volvería a escuchar el sonido de las olas sobre los guijarros sin sentirme abatido por el dolor y el remordimiento, pero el tiempo había mitigado el sufrimiento y los versos que el mar me cantaba no eran «Rompe, rompe, rompe…», sino «la espada desgasta la vaina, y el alma desgasta el pecho que la alberga…» [21]. La noche era apacible y clara, y mientras estaba allí se me ocurrió pensar que dibujar la mansión a la luz de la luna podría ser un interesante ejercicio pictórico. Los asuntos del despacho no apremiaban y mi padre siempre estaba dispuesto a concederme permiso para ir a dibujar, así que decidí hacerlo al día siguiente.

Era poco después de mediodía cuando alcancé el collado desde el que se divisaba Monks Wood. Desde allí caminé hacia el norte por el lindero del bosque hasta que llegué a un sendero descuidado, y por él me interné bajo el dosel del arbolado. Pocos minutos después pasé entre los pilares semiderruidos que marcaban los límites de la propiedad. Los viejos robles de antaño habían sido sustituidos por abetos, los cuales crecían muy cerca del camino, ocultando la luz. A medida que me internaba en el bosque, llegué al convencimiento de que el habitual canturreo de los pájaros parecía extrañamente enmudecido, y si había algún animal de caza cerca, desde luego se mantenía lejos y oculto a cualquier mirada. La convicción de que había cogido un camino equivocado se apoderó de mí, hasta que sin previo aviso, el sendero giró bruscamente junto al tronco de un roble gigantesco y apareció ante mí una descuidada extensión de hierbas altas y cardos que debió de ser antaño una explanada de césped. En la parte más alejada de la explanada, quizá cincuenta yardas más allá, se levantaba una gran casa señorial, de estilo isabelino, con deslustrados muros verdosos cruzados por maderos ennegrecidos y coronados por numerosos gabletes. El sol ya estaba ocultándose tras las altas copas de los árboles que tenía a mi izquierda.

El sendero avanzaba a través de la maleza, hacia la entrada principal, con un ramal que se alejaba a mi izquierda, hacia un cottage ruinoso, quizá la casa del guarda. Tras esa casa se veía una hilera de cobertizos y dependencias anejas, todas en ruinas y medio ocultas por los árboles y arbustos que lo habían invadido todo; y más allá todavía, había trazas de un edificio de piedra, con el tejado casi hundido: presumiblemente era la capilla. Wraxford Hall, me lo había dicho mi padre, había tenido en tiempos un parque de varios acres de terreno, pero el bosque finalmente se lo había tragado todo, excepto la casa y los alrededores inmediatos. No había ninguna señal de vida: todo estaba callado y silencioso.

Volví mi atención a la mansión. Los indicios de la desidia de muchos años eran evidentes incluso desde la distancia: maderas combadas, desconchones en el mortero, y una asombrosa profusión de ortigas y arbustos creciendo en los muros, por todas partes. Todas las ventanas estaban cerradas, excepto una hilera del primer piso, que parecía estar al menos a unos treinta pies del suelo. Se me ocurrió pensar que aquéllas podían ser las ventanas de la galería desde la cual el niño Félix Wraxford se había caído setenta años atrás. Las contraventanas de todo el segundo piso eran mucho más pequeñas; y asomándose sobre éstas, estaban las buhardillas, cada cual en su alero y todas en diferentes niveles. Recortado contra el cielo luminoso había aproximadamente doce chimeneas semiderruidas, y sobresaliendo por encima de ellas vi lo que parecían ser unas lanzas ennegrecidas que apuntaban al cielo. Eran pararrayos. Ésta fue mi primera visión de la extraña obsesión de la familia Wraxford.


Es difícil en la actualidad distinguir mis primeras impresiones de todo lo que sucedió a continuación. En aquel momento sentí terror y alegría a un tiempo: mi impenitente melancolía se había desvanecido como humo en el viento. La casa parecía increíblemente viva a la luz de la tarde, como si yo hubiera pasado del mundo real a un sueño en el cual me encontraba, al parecer. Apoyé la espalda contra el tronco de un gran roble, saqué mi cuaderno y mi caja de pinturas y aproveché en lo que pude las últimas luces del día.

Transcurrió una hora, y no vi ningún signo de vida; comenzaba a preguntarme si los perros serían sólo un sueño de la imaginación de mi amigo el cazador. Quizá el propio Cornelius había muerto… pero… no, porque habíamos recibido su carta la semana anterior… aunque, ¿qué sabíamos realmente de él? Podría haber cerrado la casa y haberse ido de allí inmediatamente después de escribirnos. O tal vez vivía en otra casa, más pequeña, en una parte diferente del bosque… Lentamente, el atardecer fue oscureciendo los objetos hasta que no pude distinguir los colores. Dejé mis cosas a un lado y comí lo que había llevado conmigo mientras los perfiles de los tejados y las chimeneas, y los brazos espectrales de los pararrayos, se desvanecieron con las últimas luces del atardecer, hasta que la mansión no fue más que una gran masa oscura encorvada y amenazante ante la negritud del bosque.

Un pálido resplandor a través de la enramada del árbol que tenía detrás me anunció que ya había salido la luna, y comprendí que para que su luz iluminara mi cuaderno, tendría que trabajar fuera del abrigo de los árboles. Convencido entonces de que la propiedad estaba desierta, recogí mis cosas y avancé cautelosamente hacia un lugar despejado bajo las estrellas. A unas treinta yardas de la casa, tropecé con los restos de un murete de piedra, y allí me senté con mi cuaderno y mis lápices. El aire estaba en calma y empezaba a hacer frío; en algún lugar, lejos, un zorro aulló, pero no hubo respuesta desde ningún otro lugar en la oscuridad.

Poco a poco aumentó la pálida claridad; la mansión parecía avanzar lentamente, como si saliera de la oscuridad. Cuando la luna se elevó más, me pareció que las proporciones de la casa cambiaban hasta elevarse amenazadoramente sobre mí, como un precipicio. Me agaché para coger mi cuaderno y, cuando me enderecé, vi encenderse de repente una luz en la ventana inmediatamente superior a la entrada principal: era un resplandor amarillo y tembloroso que comenzaba a moverse hacia la izquierda, pasando de una ventana a la siguiente, hasta que llegó a la más alejada; entonces lentamente regresó e hizo de nuevo la mitad del camino, antes de detenerse y titubear en aquel punto.

Todos los terrores de mi infancia renacieron con fuerza ante aquella visión, pero en aquel siniestro caminar de la luz yo vi la perfección de mi dibujo; vi que si podía dominar mi miedo durante el tiempo suficiente como para fijar aquella escena en mi memoria, podría finalmente plasmar en el lienzo una imagen que sería verdaderamente mía. Comencé a trabajar febrilmente, incluso cuando mi piel se erizaba pensando en un rostro maligno que pudiera aparecer tras los cristales, o en el grito -o el disparo- que advertiría que me habían descubierto. La luz de la casa seguía brillando, iluminándose y apagándose constantemente, como si alguien estuviera pasando frente a ella, pues no se percibía ni un soplo de viento. «Es el viejo Cornelius», me dije a mí mismo, «yendo de acá para allá en su casa… Mientras su lámpara esté encendida, no me verá». Parecía que me había convertido en dos personas distintas: una se horrorizaba ante mi locura e imploraba huir de allí; la otra era indiferente a todo excepto a lo que se traía entre manos.


Cerca de medianoche, cuando la luna se encontraba en su cenit, yo ya había hecho todo lo que podía hacer. La luz aún se veía en la ventana; recogí mis cosas y me adentré de nuevo en las sombras del bosque. Había llevado un farol conmigo, pero utilizarlo significaría delatar mi presencia… a lo que quiera que anduviera por los bosques de Monks Wood, y tras cien yardas dando tropezones en medio de una oscuridad casi absoluta, me aparté un poco del camino, me embocé en mi gabán y me acurruqué a los pies de otro gigantesco roble. Allí permanecí, escuchando los crujidos y los susurros en los matorrales que me rodeaban y las ocasionales carcajadas siniestras de algún búho, dormitando y desvelado entre inquietos sueños, hasta que me desperté con el gris amanecer.

Durante los siguientes cinco días apenas salí de mi estudio. Ignoré a mi padre vergonzosamente, pero no podía abandonar el cuadro. Si en algún momento me tumbaba con el fin de descansar y buscar algunas horas de sueño, la imagen de Wraxford Hall flotaba en mi mente, llamándome, exigiéndome volver a él. Trabajé en el cuadro con una seguridad que nunca había tenido -y que no he vuelto a tener desde entonces-, poniendo a prueba constantemente los límites de mi técnica y, sin embargo, guiado por una visión tan irresistible que prácticamente hacía virtud de mis limitaciones, hasta la mañana en que dejé la paleta por última vez y di un paso atrás para admirar lo que parecía la obra de alguien bastante más dotado artísticamente que yo. La escena era a un tiempo melancólica, siniestra y hermosa, y en aquellos largos momentos de contemplación me sentí como Dios ante la Creación: contemplé lo que había hecho y vi que era bueno.

Mi padre, aunque admiró el cuadro, estaba más preocupado por la perspectiva de que yo pudiera ser detenido por entrar en una propiedad privada y me arrancó la promesa de que no volvería a aventurarme en las propiedades de los Wraxford sin una invitación previa. Desde luego, estuve dispuesto a prometérselo, creyendo que sería capaz de aplicar mi talento recién descubierto a cualquier otro asunto que eligiera. Pero mi siguiente estudio de la fortaleza de Orford parecía notablemente inferior a su predecesor, y otro tanto ocurrió cuando me volqué en algunos otros paisajes que me gustaban especialmente. Algo se había perdido: era una carencia de todo punto evidente y, sin embargo, me resultaba imposible de definir… Había perdido aquella especie de colaboración misteriosa entre el pulso y la mirada, una capacidad de la que ni siquiera yo mismo era consciente. Mientras que en aquel cuadro de la mansión simplemente me había dedicado a pintar, ahora todo era trabajoso, forzado, artificioso… Y cuanto más luchaba contra aquella misteriosa inhibición, peor era el resultado. Pensé volver a la mansión, pero además de la promesa que le había hecho a mi padre, me retenía el temor supersticioso de que si intentaba repetir mi éxito… no es que Wraxford Hall a la luz de la luna se fuera a desvanecer ante mis ojos exactamente, pero se revelaría como una pintura vulgar y mediocre. Tal vez estaba engañándome y el cuadro no valía mucho en realidad: esta idea acudía a mi mente con mucha frecuencia, porque en realidad no había sometido el cuadro al juicio de ningún experto… De todos modos, no podía exponerlo, por temor a alarmar a mi padre y a excitar sus miedos sobre el allanamiento de una propiedad privada. Sin embargo, mi corazón insistía en que había pintado algo verdaderamente notable, aunque a un precio que preferiría no haber tenido que pagar.

Entonces, en octubre del año siguiente, todo cambió con la muerte de mi padre, víctima de una apoplejía. Ahora ya era libre para poder dedicarme por completo a la pintura. Salvo por un detalle: el talento me había abandonado y, además, vender el bufete era tanto como traicionar la memoria de mi padre, e incluso la confianza que puso en mí. Nuestros empleados esperaban que yo continuara con la oficina: entre ellos, Josiah, nuestro pasante más antiguo; así que continué en el negocio «por el momento», o eso me decía a mí mismo, dudando si sería la conciencia o la cobardía lo que me mantenía amarrado al bufete. Mi único acto de rebeldía fue colgar Wraxford Hall a la luz de la luna en la pared de mi oficina. (Le dije a todo aquel que me preguntó que lo había sacado de un antiguo grabado). Y allí estaba colgado la tarde en que me encontré por vez primera con Magnus Wraxford.


Yo había recibido una nota suya en la que me decía que le encantaría encontrarse conmigo; pero no decía por qué. Supe, por las notas que mi padre había escrito en los papeles de Wraxford, que Magnus era hijo del hermano más joven de Cornelius, Silas, que había muerto en 1857. Cornelius había redactado un nuevo testamento en 1858, dejando toda la propiedad a «mi sobrino Magnus Wraxford de Munster Square, en Regent's Park, Londres». Por curiosidad, escribí a un conocido en Londres para preguntarle si aquel nombre significaba algo para él. «Pues bien, da la casualidad de que sí lo conozco», me escribió. «Es médico: estudió en París, creo; practica el mesmerismo, lo cual, como usted sabe, está actualmente bajo sospecha entre la mayoría de los doctores reputados. Dice ser capaz de curar afecciones del corazón, entre otras enfermedades, a través de tratamientos mesméricos. Al parecer, sus pacientes (especialmente las mujeres) dicen maravillas de él. Se asegura que personalmente es encantador, aunque no muy rico, lo cual, desde luego, excita todas las sospechas contra él» [22]. No sé muy bien qué esperaba de aquel encuentro, pero cuando Magnus Wraxford entró en la sala supe que me encontraba en presencia de una inteligencia superior. Sin embargo, no había condescendencia en sus gestos. Tenía aproximadamente mi altura (quizá un poco menos de seis pies), pero era más ancho de hombros que yo, y lucía un espeso pelo negro y una pequeña barba afilada, perfectamente cuidada. Sus manos eran casi cuadradas, con largos y poderosos dedos, con las uñas muy cortadas, y sin adornos, salvo en su mano derecha, en la que lucía un bonito sello de oro que ostentaba la imagen del Fénix. Pero eran sus ojos, bajo aquella frente ancha y prominente, lo que cautivaba la atención de cualquiera: eran profundos, de un castaño muy oscuro, y extraordinariamente luminosos. Tras la amabilidad de su saludo, tuve la desconcertante sensación de que mis más íntimos pensamientos quedaban al descubierto ante él. Lo cual tal vez se debía al hecho de que, cuando su mirada se volvió hacia mi cuadro de Wraxford Hall a la luz de la luna, yo admití claramente que había allanado la propiedad sin permiso. Lejos de mostrar su desaprobación, admiró el cuadro con tanta amabilidad que me desarmó, y tanto más cuanto que si alguien debía disculparse, ése era yo.

– Lamento enormemente -dijo- que mi tío quisiera apartarles de la casa de un modo tan desconsiderado. Como usted habrá comprobado, es el hombre más insociable del mundo. En realidad, sólo me soporta a mí porque cree que puedo ayudarle en sus… investigaciones. Pero… ¿usted y yo no nos hemos visto antes? En la ciudad… en la Academia, el año pasado… ¿En la exposición de Turner? Estoy seguro de que le vi a usted allí…

Su voz, como su mirada, era maravillosamente persuasiva; efectivamente, yo había visitado aquella exposición, y aunque no podía recordar haberlo visto, casi estuve medio convencido de que realmente nos debimos de encontrar allí. En cualquier caso, ambos habíamos admirado Rain, Steam and Speed [23], y lamentamos la reacción hostil que aquella obra había inspirado entre los tradicionalistas; y así fue como nos sentamos junto al fuego y hablarnos de Turner y de Ruskin como viejos amigos, hasta que Josiah llegó con el té. Eran las cuatro de la tarde de un día frío y nublado, y la luz diurna ya se estaba desvaneciendo.

– Veo que mi tío estaba trabajando aquella noche… a menos que ese siniestro resplandor en la ventana de la galería proceda de su propia inspiración… -dijo Magnus, mirando de nuevo mi cuadro.

– No… Realmente había una luz; bastante desconcertante, lo confieso. Por aquí la gente cree que la mansión está embrujada y que su tío es un nigromante.

– Me temo que puede haber alguna verdad en esas leyendas -contestó-, al menos por lo que toca al segundo punto… Ya veo que se dio cuenta de los pararrayos.

Yo había hablado muy a la ligera, lo cual había convertido su contestación tanto más sorprendente. Por un momento pensé que debería haber precisado que lo de la nigromancia no era verdad.

– Sí… Nunca he visto un edificio con tantos pararrayos. ¿Teme su tío especialmente las tormentas?

– Al contrario… Pero antes debería decirle que esos pararrayos fueron instalados originalmente hace unos ochenta años por mi tío abuelo Thomas.

– ¿Es el Thomas Wraxford que perdió a su hijo cuando se cayó por la galería y después… desapareció? -pregunté, como si le hubiera escuchado mal de nuevo.

– Así es; esa galería ahora es el laboratorio de mi tío. Pero los pararrayos, que eran una gran novedad antaño, fueron instalados al menos una década antes de la tragedia. Y no: sus oídos no le han engañado hace un instante…

Mi sorpresa ante aquella aparente clarividencia debió de mostrarse en mi rostro.

– El hecho es, señor Montague, que temo que mi tío se haya embarcado en un experimento que puede representar, para él y posiblemente para otros, un peligro mortal si no se hace nada para prevenirlo. Por eso creo que debería ponerle al corriente de la situación y, si tiene usted la amabilidad, recabar su consejo.

Le aseguré que sería para mí un placer hacer todo lo que estuviera en mi mano, y le rogué que continuara.


– Mi tío y yo nunca hemos tenido mucha relación, ya me entiende… Yo le visito dos o tres veces al año y nos escribimos de tanto en tanto. Pero desde mis años de estudiante yo le he proporcionado algunos libros… poco comunes. La mayoría, de alquimia y de ciencias ocultas. Debo decirle que mi tío sufre un morboso temor a la muerte, y en ocasiones creo que eso explica que se haya apartado del mundo. Esa obsesión le ha empujado, es cierto, por extraños caminos de estudio y, en particular, se ha embarcado en la investigación de los alquimistas, en pos del elixir de la eterna juventud… la poción que supuestamente conferiría la inmortalidad a aquel que descubriera su secreto.

»El invierno pasado comenzó a dejar caer indirectas sobre cierto manuscrito alquimista muy raro que había conseguido: era en realidad un trabajo relativamente reciente, de finales del siglo XVII. No dijo quién era el autor ni contó dónde lo había conseguido. Mi tío, como usted habrá comprobado, es profundamente receloso y reservado, pero es evidente que él creía haber encontrado algo verdaderamente notable.

»Y este último otoño me dijo que pretendía cambiar todos los cables de los pararrayos y me pidió que le consiguiera un ejemplar del tratado de sir William Snow sobre las tormentas [24]. No me sorprendió en absoluto: durante años había estado refunfuñando a propósito del peligro de los incendios causados por los rayos. Desde luego, usted se preguntará por qué no ha hecho nada para asegurar la casa contra incendios más terrenales, y la respuesta es que su horror al gasto de dinero es tan poderoso como su temor a la muerte. Así que le envié el libro y no pensé más en ello hasta que vine a visitarlo hace quince días.

»Los pararrayos, le diré, siempre han estado conectados a tierra por medio de un grueso cable negro fijado al muro. Pero ahora comprobé que se ha quitado una sección de cable de unos seis pies de longitud al nivel de la galería. Al principio pensé que estaba siendo reemplazado por partes; un asunto delicado, porque si cae un rayo cuando la sección aún no se ha instalado, toda la potencia del relámpago estallaría en la galería. Pero como averigüé enseguida, la apariencia de un espacio vacío en la línea del cable era engañosa: el muro había sido perforado por dos lugares, de modo que el cable se metía por el agujero de la parte de arriba y volvía a salir por el otro agujero, seis pies más abajo.

»En su carta, mi tío sólo me había dicho que quería "llevar a cabo algunas reformas". Yo no tenía la menor idea de lo que podría significar aquello, pero cuando me encontré frente a esa extraña instalación, confieso que un escalofrío me recorrió la columna vertebral.

»Me recibió, como siempre, su mayordomo Drayton (un individuo melancólico de sesenta años, o más), que me informó de que mi tío estaba muy ocupado en la biblioteca y que había dado órdenes de que no se le molestara antes de la cena. Esto no era muy habitual; sus invitaciones nunca son para más de dos días, y él sólo me ve cuando quiere algo. De hecho, para ser sincero, si él no me hubiera hecho su heredero, dudo que hubiera mantenido esta relación.

»Mi tío, añadiré, ha mantenido los mismos y escasos criados desde que yo le conozco. Ahí está Grimes, el cochero, que también sirve como mozo de cuadra y recadero; su mujer, que es la cocinera (espartana en extremo), una criada muy anciana, y Drayton. Mi tío viste el mismo traje raído un día sí y otro también; no creo que se haya vestido para cenar desde el día que salió de Cambridge, lo cual debió de ocurrir hace cuarenta y cinco años. La mayor parte de la casa, como habrá usted observado, está cerrada: Grimes y su mujer ocupan el cottage del guarda, y las otras habitaciones de los criados se encuentran en el segundo piso, en la parte trasera de la casa.

»Las estancias de mi tío consisten en la gran galería -y de nuevo señaló las ventanas iluminadas que se veían en mi cuadro-, y la biblioteca y el estudio contiguos. La galería quizá tiene cuarenta pies por quince; la biblioteca es de igual tamaño, pero con el estudio en una esquina, junto al rellano.

»Cuando uno entra en la galería por las puertas principales, se ve, en el extremo opuesto de la sala, una inmensa chimenea. Pero ningún fuego ha ardido allí durante siglos: ese espacio está ocupado por lo que a primera vista parece ser un gigantesco arcón. En realidad, es un sarcófago hecho de cobre, tan corroído y deslustrado por los años que sólo quedan restos del cincelado ornamental. Lo ordenó construir sir Henry Wraxford, en torno al año 1640, como una especie de memento mori: sus restos están en el interior.

»En un nicho que hay entre la chimenea y la pared de la biblioteca hay una gran armadura, curiosamente ennegrecida… como si se hubiera quemado. Uno podría imaginar que se trata del trabajo de un artesano medieval, pero al aproximarse a ella se comprueba que, desde la cintura para abajo, recuerda más bien a uno de esos ataúdes egipcios que tienen forma de figura humana. Fue fabricada en Augsburg, hace menos de cien años, aproximadamente por las fechas en que Von Kempelen construyó su famoso autómata que jugaba al ajedrez [25]; Thomas Wraxford la trajo de Alemania como parte del nuevo mobiliario de la mansión.

»Por lo demás, la galería está bastante desnuda de mobiliario, excepto por una pareja de sillones de respaldo alto y una gran mesa bajo las ventanas, que le sirve a mi tío como mesa de trabajo y que está justamente donde aparece la luz en su cuadro. Los retratos de los Wraxford del pasado cuelgan sobre la mesa; la pared de enfrente está adornada con la habitual colección de armas antiguas, trofeos y tapices descoloridos, confiriendo al lugar un aire de verdadera desolación. Es un lugar frío, sombrío y solitario, que huele a humedad y decadencia.

»La biblioteca inmediata alberga la típica miscelánea de un caballero rural, atiborrada con obras que uno jamás desearía leer. Siempre que me ha permitido entrar allí, la mesa estaba limpia de libros y papeles: guarda sus obras de alquimia en un armario cerrado. El estudio es también su dormitorio; hay un lecho portátil en una esquina, y en esta sala también hace todas las comidas, por lo que yo sé, excepto cuando yo lo visito. Aparte de esto, no hay más que polvo y pasadizos vacíos. Supongo que nadie habrá puesto un pie en los pisos superiores desde el pasado siglo.

»Contaba con un par de horas libres antes de que mi tío saliera de la biblioteca a las siete, así que salí de la casa de nuevo para observar más detenidamente los cables de los pararrayos.

»En esta ocasión comprobé que la ventana de la galería que se encuentra más cerca del cable principal, y justamente sobre el punto en el que el cable desaparece en el muro, estaba ligeramente entreabierta; los fallos de la carpintería en la ventana, probablemente, están demasiado altos para que mi tío pueda advertirlos. Y aunque no podía estar completamente seguro, me pareció bastante probable que la armadura estuviera colocada exactamente allí, bajo la ventana. Estas sospechas a medio elaborar bullían en mi mente, y, sin embargo, no podría definir exactamente qué significaba todo aquello. Hice una ronda completa por la mansión, pero no se había modificado nada más».


Estaba tan ensimismado con su historia que me sobresaltó la llamada de alguien a la puerta; era Josiah, que venía a encender las lámparas y a avivar un poco el fuego, y entonces comprobé que ya casi era de noche en el exterior.

– Lo siento -dijo Magnus-, creo que le estoy robando demasiado tiempo, y quizá usted tenga otros asuntos de los que…

Le aseguré que no tenía ningún asunto del que ocuparme. Este hombre poseía un extraordinario talento natural para ajustar su discurso a la lengua y el ritmo de su oyente, tan sutilmente que uno apenas era consciente de ello, y sin embargo ya sentí, apenas tras una hora de charla, que me encontraba en compañía de un viejo amigo en quien podía depositar toda mi confianza. Y así, habiéndome comunicado que se había hospedado en The White Lion, le rogué que se quedara a cenar en mi casa, lo cual, después de las habituales excusas, aceptó muy agradecido, y mientras se cumplía la hora, tomamos un refrigerio y continuó con su relato.


– En general -dijo-, las comidas con mi tío se celebran en una pequeña sala de desayunos que se encuentra en la parte trasera de la casa. Pero en esta ocasión Drayton había dispuesto dos cubiertos en el cavernoso comedor, un mausoleo polvoriento y revestido con paneles de madera oscura, situado justamente debajo de la biblioteca. Allí no hay chimenea. Mi tío se presentó con una bufanda y gruesos guantes de lana; por mi parte, hubiera agradecido tener a mano mi gabán. Comimos a la luz de unas pocas velas, en una mesa en la que podrían comer cuarenta, con Drayton rondando detrás de mí en algún lugar indeterminado, en la oscuridad. Mi tío continuaba lanzándome miradas furtivas y después apartaba sus ojos de mí… Una docena de veces pensé que estaba a punto de dirigirme la palabra, hasta que al final carraspeó, le hizo una señal con la mano a Drayton para que abandonara la sala y sacó un manojo de papeles del interior de su abrigo.

»"Ya sabes", me dijo mi tío, dando golpecitos sobre el documento, "que te he hecho mi heredero. Ahora quiero que tú me hagas un favor. Si yo muriera de forma natural…" (me hubiera gustado preguntarle qué otra forma de morir tenía en mente, pero me contuve), "tengo algunas instrucciones para el mantenimiento de la propiedad que me gustaría que tuvieras en cuenta". Y comenzó a leer una lista de piezas y objetos que bajo ningún concepto deberían venderse o sacarse de la casa, comenzando por la mesa en la que estábamos comiendo. Continuó con los objetos que había en otros salones, marcándolos en la lista con el dedo, pero mecánicamente, al acaso, como si su pensamiento estuviera en otro lugar.

»Pero cuando llegó a lo que él llamaba "mis aposentos", es decir, la galería, la biblioteca y el estudio de la planta superior, su comportamiento cambió por completo. La armadura de la galería debía dejarse exactamente tal y como se encontraba, durante el tiempo en que la mansión perteneciera a la familia. Esto me lo dijo con vehemencia terminante, y en un tono que impedía cualquier contradicción: me dijo que pretendía que esa orden fuera una condición para la recepción de la herencia. Aunque yo no sé si… y tal vez sería poco adecuado preguntar si…

– No he sabido nada de su tío desde hace años -dije-. Y puede que haya consultado a otras personas, desde luego.

– No: estoy seguro de que les habría pedido consejo a ustedes. Y ha añadido la misma cláusula por lo que respecta a la biblioteca, pero la pasión ya le había abandonado, y después de señalar los contenidos de algunas salas más, dijo que lo redactaría todo como un codicilo anejo a su testamento.

»Después se quedó en silencio, tamborileando con sus dedos enguantados sobre la mesa.

»"Si yo desapareciera", dijo repentinamente, "es decir, en caso de que pareciera que yo hubiera desaparecido… si Drayton, por ejemplo, te informara de que no me pueden encontrar, en ese caso, nadie debe entrar en mis aposentos. Nadie, ¿comprendes? No es preciso que se lleve a cabo ninguna búsqueda; y no debe informarse a ninguna autoridad; no debe hacerse nada, hasta que hayan transcurrido tres días y tres noches. Y después, si yo no diera señales de vida, puedes entrar en mi taller y… hacer lo que consideres necesario. Pero no debes mover nada, te lo repito: nada, o perderás cualquier derecho a la herencia. ¿Aceptas estas condiciones? Responde: ¿sí o no?".

»Cogió el documento, que evidentemente era su testamento, y lo agarró con las dos manos, como si se dispusiera a romperlo en mil pedazos si yo no le complacía.

»"Muy bien: de acuerdo", contesté, "pero seguramente sería más conveniente consultarlo con el señor Montague".

»Cuando dije esto, él dejó escapar un gruñido, con perdón: "No me fío de los abogados y, además, tú tienes más que perder que él. ¿Me das tu palabra de honor? Muy bien. Y ahora debo continuar con mi trabajo. Drayton se ocupará de ti y te servirá el desayuno por la mañana. Estoy seguro de que querrás ponerte en camino tan pronto como te sea posible…".

»Se levantó, recogió sus papeles y abandonó la sala sin mirar atrás.

– Discúlpeme, pero… -le interrumpí, y no pude evitar preguntarle-: ¿Su tío es siempre así de… brusco?

– Así de insultante, más bien, aunque usted sea demasiado educado para decirlo. Bueno… no. Incluso para sus modos habituales, esto fue excepcionalmente descortés, pero en realidad apenas lo noté. Me quedé solo durante algún tiempo más, sentado a la mesa, absorto y meditando su extraña petición, mientras las velas se consumían y la estancia se quedaba aún más fría. ¿Había pasado mi tío de la excentricidad a la locura más absoluta? Tal era la conclusión obvia, y, sin embargo, no me parecía que hubiera estado en presencia de un lunático. ¿O le había estado dando vueltas a la desaparición de su predecesor hasta que…? ¿Hasta dónde? La respuesta debía de estar en la galería, si es que estaba en algún lugar. Pero… ¿cómo entrar? Cuando mi tío se retira por la noche, cierra y echa los cerrojos de todas las puertas de la casa. Hubiera dejado por imposible cualquier averiguación, pero entonces, cuando me retiraba a mi habitación, pensé en el cable.

»La luna estaba en su cuarto creciente; y puesto que el cielo estaba claro, había suficiente luz como para salir fuera y poder ver. Le dije a Drayton que necesitaba tomar el aire, y que no me esperara levantado; ya cerraría yo las puertas cuando volviera a entrar. Desde las sombras de las viejas cocheras estuve observando la casa mientras transcurrían las horas. La medianoche llegó y pasó; era más de la una y media cuando se apagó la luz en el estudio de mi tío. Esperé otra media hora, volví a la fachada de la casa y comencé a escalar la pared.

»Aunque la noche era perfectamente serena, y sólo unos jirones de nubes cruzaban al acaso frente a la luna, lancé más de una mirada aprensiva al cielo cuando saqué un par de guantes y comencé a escalar. El muro estaba lo suficientemente descascarillado como para proporcionar algunos apoyos a mis pies, y a pesar del frío, ya estaba empapado en sudor antes de alcanzar el estrecho parapeto que recorría toscamente el nivel del piso de la galería. Un poco por encima de la cornisa, el cable desaparecía en la pared. El antepecho de la ventana al menos estaba a siete pies por encima del parapeto; para alcanzar la siguiente sección del cable, tendría que elevar todo mi peso mientras mantenía el equilibrio en la cornisa, agarrar el cable con la mano izquierda y balancearme hasta alcanzar la ventana entreabierta con la mano derecha.

»En cuclillas sobre el parapeto, apenas me atrevía a mirar hacia abajo. Aquellos versos sobre el hombre que recogía hinojo marino en los terribles acantilados acudieron a mi memoria y estuvieron a punto de paralizarme [26]. Hice la última parte de la escalada con un último esfuerzo desesperado y alcancé jadeante el alféizar de la ventana.

»La luz de la luna iluminaba el bulto oscuro de la armadura, que se encontraba prácticamente debajo de mí. Las puertas de la biblioteca estaban cerradas, para mi alivio, y no se veía ninguna luz por las rendijas. Descendí junto a aquella figura con yelmo y esperé hasta que mi respiración se calmó y recobró su ritmo normal.

»Debería decir que mi tío siempre se había mostrado reacio a dejarme entrar en la galería. Desde luego, no podía negarme el derecho a ver los retratos de mis ancestros, pero nunca me dejó allí solo con ellos; así pues, yo había visto aquella armadura sólo en la distancia. Está colocada sobre una especie de pedestal metálico; su mano derecha, embutida en cota de malla, descansa sobre el pomo de una espada desenvainada que apunta hacia abajo, hacia el suelo, tal y como se encuentra ahora. Pero a mí sólo me importaban las dos partes del cable que se metían en la galería desde el exterior: una estaba conectada con la parte trasera del yelmo, y la otra, al pedestal metálico; así pues, si un rayo cayera en la mansión, toda la fuerza de la corriente pasaría directamente a través de la armadura.

»Necesitaba más luz y decidí arriesgarme a encender una vela que había llevado conmigo. Con aquel dubitativo resplandor, la armadura parecía inquietantemente vigilante. La espada brillaba bajo su mano derecha envuelta en la cota de malla, y la punta de la hoja, pude verlo, encajaba en una ranura que había en el pedestal metálico. Impulsivamente, quise coger la espada por la empuñadura.

»La espada se movió como una palanca cuando la cogí, y la mano metálica se desplazaba también con ella. Cuando tiré suavemente hacia mí, un temblor recorrió toda la armadura. Yo retrocedí aterrado, pero mi manga se prendió en la empuñadura y la espada se arqueó todo lo que daba de sí. Pareció que la armadura repentinamente cobraba vida: las láminas ennegrecidas del pecho se abrieron de pronto, como si un monstruoso ocupante estuviera forzándolas para salir.

»Pero estaba completamente vacía. Acerqué un poco más la luz y vi que las láminas de metal habían sido engarzadas con bisagras por ambos extremos, de modo que toda la parte de la mitad delantera (exceptuando los brazos) se podía abrir hacia fuera. Cuando volví a empujar la espada hacia su posición inicial, las láminas del pecho se volvieron a cerrar casi sin hacer ruido. Las junturas y articulaciones eran apenas visibles: seguramente hubo un experto armador que empleó meses de laborioso trabajo.

»Había descubierto el secreto de mi tío, pero… ¿qué significaba? ¿Qué creía él que podía ocurrir cuando, tarde o temprano, un rayo cayera sobre la mansión? ¿Tendría la intención de comprar o engañar a alguna persona inocente para que ocupara la armadura (o ataúd) durante una tormenta? ¿Pretendería observar el resultado de semejante experimento? "Si pareciera que yo hubiera desaparecido", había dicho, "nadie deberá entrar en mis aposentos hasta que hayan transcurrido tres días y tres noches". ¿Era ése el tiempo que precisaba para huir si su víctima moría?

»¿O esperaba que algo… apareciera? Confieso que se me pusieron los pelos de punta cuando pensé en ello… y esa perspectiva plantea dudas sobre el estado mental de mi tío. Pero ahora ya estaba decidido a descubrir sus intenciones, y comencé a mirar por allí para buscar pistas. Había pensado que no había nada interesante en la gran mesa, pero entre las sombras, en un extremo, descubrí un delgado volumen en folio, encuadernado en piel.

»No era un libro impreso, sino un manuscrito, redactado con una retorcida caligrafía gótica. En la página del título sólo decía: "Trithemius. El poder de los rayos. 1697". Algunas tiras de papel se habían insertado entre las páginas, en varios lugares. Éste era, seguramente, el misterioso trabajo alquímico que tanto había excitado a mi tío. El verdadero Tritemio, como usted sabrá (yo lo tuve que buscar en el British Museum cuando volví a Londres), fue abad de Sponheim a finales del siglo XV, un supuesto mago acusado de haber compuesto "obras diabólicas"; se dice de él que inventó el "fuego eterno". Pero nuestro Tritemio, el autor del manuscrito, no aparece en ningún catálogo, lo cual sugiere que mi tío posee la única copia… o una de las pocas que haya [27].

»Intenté leerlo desde el principio, pero aunque la obra está en inglés, me resultó del todo impenetrable, así que volví una de las páginas que había marcado mi tío. La ilustración que encontré allí me puso la piel de gallina de nuevo. Consistía en cuatro recuadros alargados, el primero aparentaba una armadura (no podría decir si estaba ocupada o vacía) con un palo largo o una vara proyectándose verticalmente desde el yelmo. En el segundo se veía un rayo luminoso y dentado golpeando el extremo de la vara; en el tercero, la armadura aparecía rodeada de un halo de luz. Y en el último se podía ver (aunque la habilidad del artista era bastante deficiente) una figura deslumbrante que comenzaba a separarse de la armadura, o quizá los dos estaban fundidos, no podría asegurarlo.

»Regresé a los primeros pasajes marcados, pensando que haría mejor leyéndolo por orden, y supe de pronto que debía anotarlo. Ésta es una copia ajustada de lo que encontré».

Y diciéndome estas palabras, me tendió una hoja de papel.


Como la piedra imán debe buscar el Septentrión, así hube yo de hallar por experimental probatura que un fulgoroso rayo puede ser atrapado por una vara de hierro asentada en la cima de una colina. Y así, a la pregunta que el Señor Todopoderoso hizo a Job, me atrevo a contestar en modo afirmativo:


«¿Parten los rayos a tus órdenes

diciéndote: "Aquí estamos"?» [28]


Por eso se halla escrito en el Libro del Juicio:


Y el Ángel cogió el incensario y lo llenó con fuego del altar, y lo arrojó sobre la tierra. Y hubo truenos y voces y relámpagos y…» [29]


Y así, el hombre que poder tuviera para domeñar la fuerza de los rayos sería el Ángel vengador del Día del Juicio… -la oscuridad como la luz, y en esto reconocemos a los gnósticos- y tendría dominio y poder sobre las almas de los vivos y los muertos: poder para atar y desatar, et alzarse y abajarse, et si fuera un adepto verdadero, podrá llevar a buen fin el rito del cual he escrito en otro lugar. Porque así un árbol joven puede injertarse en uno viejo, así


– Me temo que eso es todo -dijo Magnus cuando le miré expectante-. Ya había girado la página cuando oí un ruido proveniente de la parte de la biblioteca: era el ruido de una llave girando en una cerradura. Apagué con un soplido la vela, cerré el libro y me dirigí tan rápidamente como fui capaz a la entrada principal. Pero los pasos se estaban ya acercando a la puerta de la biblioteca y sabía que las puertas de la casa no se podían abrir y cerrar a toda prisa sin hacer mucho ruido. Y tampoco tenía tiempo para salir por la ventana, encaramarme en el alféizar y cerrar la hoja de la ventana tras de mí. Podría haberme agazapado bajo la mesa grande, pero la idea de ser descubierto y tener que arrastrarme ignominiosamente delante de mi tío… No: sólo había un lugar donde esconderme. Cogí el pomo de la espada, tiré hacia mí y me metí en la armadura, deslizando mi brazo derecho en el lugar metálico que le correspondía y tirando de la espada. La armadura se cerró en torno a mí, y me sumí en la más absoluta oscuridad.

»Tenía muy poco aire, incluso al principio, y pronto me resultó un lugar ardiente y asfixiante. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude observar un débil resplandor, y descubrí que si me elevaba sobre mis punteras podía ver, a través de las ranuras de la celada, la luz de la vela de mi tío -finalmente, supuse que era mi tío- andando por la sala. Cuando la luz se detuvo frente a mí -incluso de puntillas sólo podía ver el techo-, esperé durante un tiempo que me pareció eterno que las láminas metálicas frontales se abrieran de repente. Al final, la luz se apartó y se desvaneció en un amortiguado tableteo de cerraduras y cerrojos. Pero no me atreví a moverme enseguida. Cuando todo volvió a quedar en silencio, me vi atrapado por un terror mortal que fue invadiéndome y enredándome en las palabras que acababa de copiar: "Porque así un árbol joven puede injertarse en uno viejo…". E imaginé negras nubes cerniéndose sobre la mansión…

»Pero… ya es suficiente. Lo menciono sólo para explicar por qué, cuando al final salí de aquel sofocante ataúd, sólo pensé en huir de allí. Baste decir que el descenso resultó ser aún más peligroso que la subida, y que alcancé el suelo firme con un buen número de arañazos y heridas. Para mi alivio, mi tío no vino a buscarme a la mañana siguiente. Pensé decirle a Drayton lo que sabía, pero dudé de su capacidad para ocultarle nada a su señor, así que me limité a comentar que estaba preocupado por la salud de mi tío. Drayton me ha prometido enviarme un telegrama a Londres si sucede algo raro.

»Y esto, finalmente, me conduce directamente al propósito de mi visita. Como usted sabrá, tengo un interés particular en las afecciones del corazón y a menudo me veo obligado a abandonar la ciudad cuando se requiere mi opinión en otros lugares. Así que no siempre se me puede encontrar con la premura necesaria, en cuyo caso Drayton vendría directamente aquí. Pero más allá de ponerle al corriente de la situación, me gustaría preguntarle si usted podría sugerir algún medio legal por el cual pudiéramos prevenir un desastre, en vez de esperar a que estalle la tormenta… y nunca mejor dicho. Aunque, como representante legal de mi tío, tal vez considere usted que es impropio ofrecerme algún consejo.

El fuego prácticamente se había consumido; recordaba vagamente haber oído que Josiah se había ido ya hacía algún tiempo.

– Dadas las extraordinarias circunstancias del caso, no creo que sea impropio aconsejarle, en absoluto -le dije mientras rellenaba nuestras copas-. Pero el único camino que se sigue de todo lo que me ha dicho es uno muy drástico: el confinamiento en un manicomio. Y, por supuesto, por lo que le atañe a usted, el riesgo es que si no prospera ese intento, su tío podría muy bien vengarse y desheredarle. ¿Cree usted que dos colegas suyos podrían firmar un certificado…? Como presumible heredero, usted no podría firmarlo, desde luego.

– No estoy seguro de que pudiera conseguir dos firmas -contestó-. No podemos probar que pretenda usar la armadura para algún propósito siniestro; probablemente argumentaría que está embarcado en una investigación científica sobre los efectos de los rayos. Y respecto a su exigencia de que nadie entre en sus dominios durante los tres días posteriores a que (presumiblemente) no conteste tras la puerta, y suponiendo que él pusiera por escrito todo esto, ¿estoy legalmente obligado a acatar sus exigencias? ¿Perdería la propiedad si no lo hiciera?

– Si me trajera una provisión semejante a mí -dije, después de pensar en ello durante unos momentos-, me negaría a escribirlo en el testamento, porque semejante disposición resulta contradictoria. Un testamento no obliga hasta que no se sustancia, y no puede sustanciarse hasta que el testador ha muerto. Usted no puede saber si él ha muerto o no hasta que no entre en la galería, lo cual él le ha prohibido hacer; pero si usted cree que él está enfermo o moribundo, tiene el deber moral de prestarle asistencia, y esto se lo reconocería sin duda la ley. El riesgo que afronta usted, desde luego, es que si entra y no está muerto, bien podría llevar a cabo la amenaza de desheredarle. De hecho… suponiendo que Drayton viniera a verme, y dijera que está preocupado por su tío, sería mejor que fuera yo el que entrara en la galería. Lo peor que podría hacerme sería prescindir de mis servicios, suponiendo que estuviera vivo; y si estuviera muerto, bueno… ello evitaría ciertas complicaciones…

Cuando planteé esta idea, se me ocurrió que tal vez estaba siendo imprudente, pero Magnus me dio las gracias tan afectuosamente que retractarse hubiera sido un poco grosero. Así quedó el asunto por el momento, y salimos a la gélida noche para caminar unos centenares de yardas hasta mi casa.


Durante mucho tiempo me había acostumbrado a no tener compañía, pero Magnus consiguió que hablara aquella noche… De pronto me vi hablando de Phoebe y de Arthur como no lo había hecho a lo largo de muchos años y de la gran oscuridad de espíritu que había sucedido a sus fallecimientos. Hablé también de la extraña pérdida de habilidad artística que sucedió tras haber pintado Wraxford Hall a la luz de la luna, y de cómo, en mis esfuerzos por superar esa incapacidad -o esa maldición, pues llegué a creer que eso era realmente-, había abandonado primero los óleos, luego las acuarelas y finalmente me había conformado con el lápiz y el carboncillo, como si renunciar a todo excepto a las técnicas más sencillas pudiera de algún modo romper el embrujo.

– Estoy seguro de que está usted en el buen camino -dijo Magnus-. Y, créame, yo he tenido pensamientos semejantes respecto a mi propia profesión. A pesar de todos los avances, yo no veo que la medicina haya avanzado mucho desde los tiempos de Galeno. Podemos inocular vacunas contra la viruela o amputar un miembro gangrenoso en treinta segundos, pero cuando se trata otras enfermedades, no estamos mejor equipados que una anciana de una aldea con una alacena llena de plantas medicinales. Y nosotros, es decir, la mayoría de mis colegas, parecemos decididos a despreciar cualquier tratamiento, aunque sea efectivo, para el cual aún no tengamos una explicación en términos físicos.

»Fíjese, por ejemplo, en el mesmerismo: ha sido el último grito desde hace veinte años; y ahora lo desprecia la mayoría de la profesión como una disciplina no más científica que el espiritismo; sin embargo, el mesmerismo ofrece incalculables beneficios a la hora de aliviar el dolor, y es bastante posible que aporte beneficios en la cura de algunas enfermedades crónicas, incluidas las enfermedades coronarias. Yo mismo he obtenido notables resultados con algunos de mis pacientes, aunque no me atrevería a describirlos en prensa. Ya se me considera un perfecto charlatán sin necesidad de hacerlo.

Ya habíamos tomado el café y el brandy en el estudio -Magnus, como yo, no fuma- y nos habíamos acomodado en dos butacas junto al fuego. Dos velas ardían sobre la repisa de la chimenea; el resto de la sala estaba a oscuras.

Le pregunté cómo podía ayudar el mesmerismo a curar enfermedades.

– Piense -dijo- que su mente influye en la acción de su corazón, sea usted consciente o no de los efectos. Cuando usted tiene pensamientos terroríficos, por ejemplo, su pulso se acelera, su respiración se torna superficial y mucho más rápida. Estamos acostumbrados a pensar que este tipo de reacciones son involuntarias, pero causa y efecto son aquí intercambiables: usted podría evocar una escena terrorífica con el propósito de acelerar su pulso. Los faquires de la India han ampliado este control, podríamos llamarlo así, hasta sus extremos, de modo que todos los procesos corporales que nosotros consideramos autónomos pueden ser controlados por órdenes mentales conscientes: no sólo las acciones del corazón y los pulmones, sino la digestión, el tacto, la temperatura del cuerpo, etcétera. De este modo, un monje hindú puede caminar desprotegido sobre un lecho de ascuas ardientes, o alcanzar una situación similar a la hibernación, y permanecer enterrado vivo durante horas, e incluso días, y salir sano y salvo de una experiencia en la que usted o yo nos habríamos asfixiado en pocos minutos.

»Considere también que a un sujeto mesmerizado se le puede ordenar que no sienta dolor, y no lo sentirá: esto se hace a menudo en los espectáculos y en los teatros, y puede hacerse igualmente en los quirófanos. Y entonces, ¿resulta tan extravagante suponer que si yo sugestiono a una persona para que su sangre circule más libremente después de que se despierte del trance, no se seguirá una mejoría real? En realidad, no veo ninguna razón por la que, basándonos en el mismo principio, a un tumor maligno no se le pueda ordenar disminuir o desaparecer, como ocurre espontáneamente de vez en cuando.

– Pero si eso es verdad -exclamé- y usted dice que ha obtenido notables resultados con sus pacientes, eso significa que ha hecho un gran descubrimiento. ¿Por qué no lo acepta todo el mundo?

– Bien… en primer lugar, no es un descubrimiento mío. Elliotson [30] lo dijo hace más de treinta años, pero hizo de sus demostraciones un circo y fue obligado a abandonar su profesión. En segundo lugar, y principalmente, porque no sabemos cómo influye la mente sobre el cuerpo; podemos hablar de influencias electrobiológicas, o fuerzas ideomotoras, pero son meras etiquetas que aplicamos a un misterio. Yo puedo ver la mejoría, y mis pacientes notan el beneficio del tratamiento, pero para un escéptico es sólo una cura espontánea, y yo no puedo demostrar lo contrario. Hasta que se descubra el mecanismo físico, y se anatomice y se diseccione, este método no será aceptado por la profesión.

– Pero todos los pacientes de los médicos escépticos los abandonarán y vendrán a usted…

– Permítame que le haga una pregunta: si usted se hubiera encontrado mal esta mañana, y un mesmerista le hubiera ofrecido sus servicios, ¿habría aceptado?

– Bueno… no…

– Precisamente. Le habría considerado un charlatán.

– Pero ahora que sé…

– Usted lo sabe sólo porque se ha encontrado conmigo; si hubiera ido a preguntarle a su médico, muy probablemente le habría asegurado que toda esta disciplina está desacreditada desde hace años. Además, hay numerosos casos en los que deben aplicarse los métodos de la medicina ortodoxa; sería muy poco prudente ordenar que un apéndice inflamado no estallara, en vez de extirparlo inmediatamente.

Yo le pregunté la que sin duda es la pregunta más habitual sobre el mesmerismo. Me contestó que no: una persona no puede ser mesmerizada contra su voluntad, ni puede ser impelida a hacer algo que no quiera hacer en su vida de vigilia. En el estado más profundo del trance, en todo caso, un sujeto podría recibir instrucciones para que viera escenas y personas que no están presentes en ese momento.

– Así que si usted me mesmerizara -le dije, un poco desasosegado-, podría sugestionarme para que yo creyera que Arthur Wilmot -habría querido decir «Phoebe», pero temí que pudiera derrumbarme- iba a entrar en esta habitación, y él aparecería… tal y como dicen que los médiums son capaces de invocar los espíritus de los muertos.

No podía dejar de mirar las sombras que había más allá del fuego mientras hablaba.

– Sí -dijo Magnus-, pero la persona que usted vería en el trance no sería un espíritu. Sería una imagen compuesta a partir de los recuerdos que usted tiene de esa persona.

– Pero… ¿podría hablar con esa persona? ¿Podría tocarla? ¿Me parecería estar ante una persona realmente viva?

– Como en un sueño, sí. Pero como en un sueño, esa persona se desvanecería en cuanto usted despertara.

– Pero suponga -insistí- que usted me ordena que despierte del trance, pero que conserve la capacidad para ver…

– Eso no puede hacerse. La «capacidad», como usted la llama, es tan característica del estado de trance como el acto de soñar lo es para el dormir. Suponiendo que en este momento usted estuviera en trance, podría sugestionarle para que, tras despertarse, se levantara, fuese a la estantería y me trajera cierto libro; y muy probablemente usted lo haría, y después se sentiría confundido y se preguntaría por qué ha hecho eso; por el contrario, yo podría ordenar que apareciera esa persona y, finalmente, no apareciera… Oh, me temo que este asunto ya le está enojando.

Le aseguré que no, al tiempo que intentaba dominar la emoción que amenazaba con desbordarme.

– Dígame -me preguntó tras una pausa-, ¿ha participado alguna vez en una sesión de espiritismo?

Una resplandor del fuego se reflejó en su sello cuando levantó la copa.

– No -contesté-, aunque he tenido la tentación… Perdí la poca fe que tenía cuando Phoebe y Arthur murieron, y, sin embargo, no puedo renunciar del todo al sentimiento de que algo de nosotros sobrevive más allá de la tumba. Todo depende de las circunstancias. Aquella noche que pasé dibujando junto a la mansión, por ejemplo… Allí sería muy fácil creer que existen los fantasmas.

– Desde luego -dijo Magnus-. Como debe de haber oído, la galería en la que trabaja mi tío está supuestamente habitada por el fantasma del pequeño Félix, el hijo de Thomas Wraxford. Es muy curioso… -se interrumpió, como si repentinamente se le hubiera ocurrido algo.

– ¿Qué es muy curioso? -le pregunté.

– Oh, nada… sólo que el niño murió durante una tormenta. O eso me contó mi tío en cierta ocasión.

La sala donde nos encontrábamos pareció oscurecerse de repente; noté que una de las velas se había reducido a una débil llama azul.

– ¿Cuántos años tenía su tío cuando Félix murió? -pregunté.

– Alrededor de once. Era un año mayor que Félix. Dice que Thomas Wraxford dejó una narración sobre la muerte de su hijo, pero yo nunca la he visto.

– ¿Y cómo murió exactamente, según su tío? -pregunté.

– Ocurrió que una de las criadas estaba encerando la balaustrada de la escalera principal cuando se desató la tormenta. La mujer vio al niño salir corriendo de la galería y huir por el rellano como si el mismísimo demonio fuera tras él. Corrió directamente hacia la balaustrada con tanta fuerza que la destrozó y se rompió el cuello en la caída.

– ¿Y qué pudo aterrorizarle tanto?

– Mi tío no me lo ha dicho… Cuenta esos pequeños detalles en rarísimas ocasiones, pero nunca contesta preguntas directas. Probablemente al niño le asustó la misma tormenta. Thomas Wraxford, recordará usted, fue el que primero instaló los pararrayos, y quizá comunicó su propio temor a su hijo.

– Y… ¿el fantasma?

– Sara, la criada, asegura que oyó pasos en el suelo de la galería dos veces, mientras se encontraba en el salón que está debajo; en ambas ocasiones, esos pasos fueron seguidos por el rugido de un trueno. Pero la historia de los pasos proviene de la anterior generación de criados.

– ¿Cree usted…? ¿Es posible que su tío estuviera presente… quiero decir, en la mansión, cuando murió Félix Wraxford?

– Él no lo ha dicho así, pero sí: es posible. Creo que el distanciamiento entre Thomas y su hermano Nathaniel (el padre de Cornelius) no se produjo hasta después de la tragedia. ¿Está usted sugiriendo que mi tío pudo ser responsable de la muerte de su primo?

No había querido decir tanto, pero evidentemente me había adivinado el pensamiento.

– Bueno, yo difícilmente podría…

– Por favor, no se disculpe. Se me podría haber ocurrido lo mismo a mí, pero mi pensamiento va por otros caminos. Puedo imaginarme perfectamente a mi tío, de niño, urdiendo un plan para aterrorizar a su primo…

Se quedó callado, contemplando el fuego mortecino. Yo me descubrí a mí mismo imaginando a Cornelius como un niño vestido con ropas viejas y negras, con una máscara de viejo decrépito, agazapado tras la armadura, los cielos oscuros en el exterior, y otro niño, pálido y temeroso, avanzando por la galería… y entonces, un susto, un estrépito de pasos corriendo, un alarido ahogado en el retumbar del trueno. Pensaba en Cornelius, incluso cuando era niño, codiciando la mansión y comprendiendo que sólo Félix se interponía entre sí mismo y la posible posesión de la heredad…

Magnus se inclinó hacia delante para remover las ascuas, rompiendo así mi ensoñación.

– Me decía usted que sus pensamientos van por otros caminos… -sugerí.

– Me preguntaba, y es algo que tendría que habérseme ocurrido antes, si mi tío adquirió realmente el manuscrito cuando nos lo dijo, o lo descubrió en algún lugar de la casa… Me preguntaba, en otras palabras, si Thomas Wraxford ya estaba familiarizado con Tritemio…

Un horrible presentimiento cruzó mi mente.

– ¿Cómo eran las palabras que usted copió? -pregunté-. ¿Cómo era lo del árbol nuevo en el árbol viejo…? Magnus volvió a sacar el papel de su chaqueta.

– «… si fuera un adepto verdadero, podrá llevar a buen fin el rito del cual he escrito en otro lugar. Porque así un árbol joven puede injertarse en uno viejo, así…».

Me pareció leer mi propia aprensión en su mirada.

– Seguramente -dije- ningún hombre puede tener la intención de sacrificar a su propio hijo… -Pero mientras decía esas palabras me di cuenta de que Abraham había pretendido exactamente eso.

– Seguramente -dijo Magnus-. Con toda probabilidad el chico murió por un trágico accidente… -Sin embargo, sus palabras no sonaban del todo convincentes.

– ¿Y la desaparición de Thomas Wraxford? -insistí-. ¿Qué piensa usted de eso, a la luz de las palabras de su tío a propósito de… «desaparecer»?

– Ya veo dónde quiere llegar… -dijo Magnus-, pero sin pruebas sólo podemos especular. Y respecto a mi tío… en cualquier caso, no hay niños en la mansión en este momento. Pero aparte de eso, me temo que tiene usted razón: todo lo que podemos hacer es observar y esperar. Y ahora, mi querido amigo, se está haciendo tarde, y no debo entretenerle más tiempo.

No podía recordar haberle sugerido que se estuviera haciendo demasiado tarde, de ningún modo, pero no pude imaginar otra excusa, y aunque le rogué que se quedara, insistió en que debía irse. Acordamos que le acompañaría hasta The White Lion: el cielo se había despejado, y el aire de la noche era muy frío y estaba en calma, y no había ningún ruido, salvo el débil tableteo de los guijarros en la playa iluminada por las estrellas, a lo lejos, a nuestra izquierda. Magnus regresó a la conversación sobre la pintura mientras caminábamos, diciendo que esperaba que yo pudiera hacer otro estudio de la mansión en circunstancias más felices. Los horrores de los que habíamos hablado no se disiparon fácilmente, y aquella noche mis sueños se poblaron con el sonido de pasos que corren y un maniquí con rostro decrépito.


Aproximadamente durante los siguientes quince días estuve atenazado por los malos presagios cada vez que se nublaba el cielo o el barómetro descendía más de lo habitual. Había recibido una nota de Magnus, tras su regreso a Londres, diciéndome cuán encantado estaba de haberme conocido, y agradeciéndome de nuevo la oferta de ir a la mansión si ello se hiciera necesario, pero nada más. Nos habíamos despedido como amigos íntimos; sin embargo, cuando miré atrás, recordé que yo no había averiguado nada de su vida, ni de sus intereses o aspiraciones, aparte de su trabajo, mientras que yo le había revelado muchas cosas de mí. Nuestro encuentro me había dejado desasosegado e inquieto, sin ninguna idea precisa sobre qué hacer al respecto.

Abril vino frío y borrascoso, y mayo ya estaba bien adelantado antes de que una larga temporada de buen tiempo nos trajera lo que quedaba de primavera. Día tras día acudí a la oficina bajo un deslumbrante cielo azul, deseando que mi ánimo pudiera brillar del mismo modo. Pensé durante mucho tiempo y muy a menudo abandonar la abogacía y probar fortuna como pintor, pero adolecía de fe en mí mismo. Wraxford Hall a la luz de la luna aún colgaba en la pared de mi despacho, recordándome el poder que no pude recuperar y a Cornelius en su fantasmal galería. Varias veces me puse en camino hacia Monks Wood, pero siempre hubo algo que me echó para atrás. El tiempo se tornó más caluroso aún, hasta que una mañana abrasadora y asfixiante salí a la calle para encontrarme con el cielo encapotado, el mar liso e inmóvil, con un amenazador color plomizo. Mi ansiedad fue en aumento, hasta que a primera hora de la tarde telegrafié a Magnus para decirle que se avecinaba una enorme tormenta. No hubo contestación, y pasé el resto del día reprochándome haber enviado aquel mensaje.

El calor fue agobiante durante toda la tarde y el barómetro continuó descendiendo, hasta que cayó la oscuridad sin un soplo de viento. Demasiado inquieto como para leer, me senté fuera, en el jardín, observando la noche. Entonces, a lo lejos, en el horizonte marino, pude ver el primer parpadeo luminoso de un relámpago, ramificándose y multiplicándose en un mudo espectáculo, hasta que el aire comenzó a estremecerse y el distante murmullo de un trueno se elevó sobre el zumbido estridente de los insectos. La aproximación de la tormenta, gradual al principio, pareció aumentar su velocidad a medida que se acercaba, hasta que el cielo del sur se convirtió en un ardiente tapiz de luz. Las palabras de Tritemio volvieron a mi memoria en medio de la conmoción de los elementos: «Y así, el hombre que poder tuviera para domeñar la fuerza de los rayos sería el Ángel vengador del Día del Juicio…». Pensé en la armadura ennegrecida de la galería: si Cornelius estaba lo suficientemente loco como para meterse dentro, ya debería estar convertido en cenizas. Nadie sino un lunático accedería a hacer algo semejante, pero si estaba lo suficientemente loco para hacerlo, lo haría, y poco importaría lo que se le dijera o se le… ¿Y si la persona que se iba a meter allí no hubiera accedido a hacerlo por voluntad propia? Si alguien moría, pensé, aquella muerte recaería sobre mi conciencia… Deberíamos haberle detenido, independientemente de los riesgos que pudiera correr Magnus respecto a su herencia. Pero aquel pensamiento fue interrumpido por una ráfaga de aire, acompañada de un destello, un ensordecedor estallido y un torrente de lluvia. Antes de que pudiera levantarme de la silla, ya estaba empapado.

Me quedé despierto hasta que la tormenta de rayos hubo cesado y el vendaval se alejó, observando el constante parloteo de la lluvia en las plantas y las hojas del jardín. Ya no importaba lo que hubiera podido hacer: ya era demasiado tarde… A menos que la mansión no se hubiera visto afectada, en cuyo caso… ¿me quedaría quieto, simplemente esperando a que la próxima tormenta descargara sobre Wraxford Hall? ¿O debería persuadir a Magnus para que consiguiera el certificado de la locura de su tío? Y si eso fallaba, ¿no debería al menos advertir a Cornelius de que sabíamos lo que estaba tramando? Salvo que… no lo sabíamos. La única certeza aquí era que cualquier intervención sólo conseguiría que Magnus perdiera la propiedad, y yo perdiera a mi cliente, si no mi reputación profesional. Le di vueltas y más vueltas al asunto hasta altas horas de la madrugada, sin que pudiera llegar a ninguna conclusión.

A pesar de todo, a primera hora del día siguiente ya estaba en la oficina y pasé la mayor parte de la mañana dando vueltas, arriba y abajo, en mi despacho, mirando absorto la calle mojada e incomodando constantemente a Josiah con preguntas sobre telegramas y mensajeros. Mi conciencia desasosegada me impedía mencionar el nombre de Wraxford y, cuando finalmente salí para comer apresuradamente en la Cross Keys Inn, el pobre Josiah estaba sinceramente preocupado por mi salud mental. Pero ningún mensaje me esperaba cuando regresé. Y después, a las tres y media, precisamente cuando ya me había convencido de que nada ocurriría, Josiah anunció que un tal señor Drayton deseaba verme por un asunto urgente.

Me había imaginado a Drayton como un hombre alto, pero resultó ser bastante más bajo que yo, enclenque y encorvado en su ajada indumentaria negra, con su cara alargada y pálida, y con los ojos de un spaniel angustiado. Le temblaban visiblemente las manos.

– Señor Montague, señor… Perdone que le moleste, pero el doctor Wraxford… el señor Magnus, es decir… me dijo que podía acudir a usted si… bueno, si el señor… señor Montague. El señor no ha salido a recoger la bandeja del desayuno esta mañana, ni el almuerzo, y no responde cuando he llamado a la puerta, así que pensé que…

– Muy bien -dije-. ¿Ha informado usted al doctor Wraxford?

– Le he enviado un telegrama cuando venía hacia aquí, señor, pero la contestación tiene que venir desde Woodbridge, así que no llegará a la mansión hasta las seis, como muy pronto, aunque el doctor conteste inmediatamente, apenas reciba mi telegrama…

– Ya, ya entiendo… Supongo que quieres que vaya a la mansión y vea si… si todo está bien.

Intenté que mis palabras sonaran tranquilas y seguras, pero un nudo helado se me estaba formando en la boca del estómago.

– Gracias, señor, si pudiera usted venir, le estaría muy agradecido. Grimes está ahí fuera con el carruaje, señor, pero desgraciadamente es un tílburi descubierto, así que tendrá que abrigarse…

Diez minutos después ya estábamos en camino. La lluvia casi había cesado, pero las nubes grises se arremolinaban y pendían sobre el paisaje empapado. Grimes, un individuo austero aquejado de prognatismo, y con un nombre apropiadísimo [31], iba embozado en su capote, tambaleándose como un saco de harina; parecía que hubiera caído en un profundo sueño antes de que hubiéramos llegado al primer miliario. Drayton iba sentado junto a mí, en el interior del viejo vehículo; al principio intenté sonsacarle, pero fue en vano: él no había visto nada, no había oído nada y no había notado nada raro hasta aquella misma mañana. El señor le había dado permiso para retirarse a las siete de la tarde del día anterior, bastante antes de que se desatara la tormenta, diciéndole que no necesitaría nada hasta la hora del desayuno. La tormenta había sido muy fuerte, pero el señor había permanecido en su habitación toda la noche. Y no podía decir si algún rayo había caído en la mansión; Drayton no mostró el menor interés en ese asunto. Le pregunté si consideraba que los pararrayos resultaban tranquilizadores en días de tormenta; pero me pareció que ni siquiera sabía qué eran los pararrayos. Llevaba cuarenta años en la mansión, y todo permanecía exactamente igual desde el día que llegó hasta el día de hoy, o eso le parecía. Cuando me dijo eso, lo dejé estar, y me embocé y me hundí en mi capote.

Durante dos horas y media interminables chapoteamos y dimos tumbos a lo largo de campos desiertos y cenagales y terrenos arbolados. Los caballos avanzaban trabajosa y constantemente, sin alterar nunca su paso; parecían conocer cada revuelta del camino, porque Grimes no se movió a lo largo de todo el trayecto, y Drayton también estuvo dormitando, con la cabeza bamboleándose sobre su pecho, una vez que yo terminé de hacerle preguntas. A pesar de mi grueso capote y el embozo, el frío me caló hasta los huesos, reduciendo mis pensamientos a un apagado estado de aprensión, hasta que me hundí en un sueño en el cual parecía que era consciente de cada crujido y cada chirrido del carruaje, y, al mismo tiempo, estaba seguro y abrigado junto a la chimenea, hasta que finalmente me desperté, helado, en medio de los lúgubres bosques de Monks Wood. Me palpé el chaleco buscando el reloj y vi que ya eran las seis pasadas. Aún tuvieron que transcurrir otros quince minutos antes de que el gigantesco roble se levantara amenazador sobre nosotros y Grimes emergiera de las profundidades de su capote para anunciar, con el tono de alguien que se alegra de las desgracias ajenas:

– ¡Ya estamos en Wraxford!

Envueltos en vapor, los pararrayos casi aparecían ocultos en la neblina que se arremolinaba sobre las ramas más altas de los árboles, la mansión parecía incluso más siniestra y más ruinosa de lo que yo recordaba, y los terrenos circundantes más agrestes y descuidados. El único signo de vida era un hilillo de humo que salía de la chimenea del cottage de Grimes, y que apenas se elevaba en el aire húmedo.

Nos detuvimos entre las hierbas, junto a la puerta principal. Estiré mis miembros entumecidos y descendí del carruaje tan agarrotado que mis pies apenas pudieron sentir la tierra que tenían debajo. Drayton aún estaba peor; le ayudé a bajar, a pesar de sus protestas, preguntándome cómo demonios se las arreglaría en lo más crudo del invierno. Grimes permaneció hundido en su asiento, aparentemente abstraído, y sólo se fue cuando nosotros nos hubimos apeado.

La incertidumbre de mi situación se me hizo patente con toda su fuerza cuando Drayton comenzó a luchar con la llave (evidentemente, abrir la puerta no formaba parte de las obligaciones de la criada) y me invitó a pasar a un vestíbulo inmenso y retumbante dominado por una escalinata que ascendía hacia la penumbra. Bastante arriba, sobre mi cabeza, pude adivinar el rellano desde el cual Félix Wraxford debió de precipitarse hacia la muerte. El suelo estaba desnudo, con losas irregulares; las paredes estaban paneladas con roble oscuro, moteadas con agujeros de carcoma. Todo olía a viejo, a humedad y a decadencia. Y un frío mortal flotaba en el aire.

– Tal vez -le dije a Drayton, intentando dominar el temblor de mi voz- deberías subir antes que yo; después de todo, es posible que tu señor simplemente se haya quedado dormido…

Él me respondió con una mirada tan suplicante y temerosa que me sentí obligado a acompañarle, deseando no haber hecho jamás aquel ofrecimiento temerario mientras subía lentamente las escaleras, junto a lienzos tan oscurecidos por el tiempo y la mugre que sus asuntos eran ya indescifrables. Cuando llegué al rellano, supe (por la descripción de Magnus) que me encontraba ante el estudio, y que los dos juegos de puertas dobles en el muro de paneles oscuros, a nuestra izquierda, conducían a la biblioteca y a la galería. La neblina gris formaba remolinos contra las altas ventanas que teníamos sobre nuestras cabezas; aún había bastante luz, pero se estaba desvaneciendo rápidamente.

– Creo que deberías llamar una vez más… -le dije a Drayton.

Él levantó una mano temblorosa y golpeó débilmente; no hubo respuesta. Me acerqué a él y llamé también, más y más fuerte, hasta que los ecos sonaron como cañonazos de arriba abajo en el hueco de la escalera. Intenté accionar el pomo, pero la puerta no se abrió.

– Es ésta, señor -dijo Drayton.

Su rostro tenía una palidez cenicienta; las llaves bailaban y repiqueteaban cuando me las entregó. La llave no podía entrar en la cerradura; era evidente que había otra por el otro lado, girada de tal modo que no pudiera desplazarse.

– Lo siento mucho, señor -dijo Drayton débilmente-. Me temo que tendré que… -y señaló una silla que había junto a la pared, a nuestra derecha.

– ¿Dónde está la criada? -le pregunté mientras le ayudaba a sentarse.

Murmuró algo ininteligible.

– ¿Y la señora Grimes…? No importa… -dije-. Dígame cuáles son las llaves de las otras puertas.

Me las señaló con un dedo tembloroso y se hundió en la silla, con una mano apretada sobre el corazón.

El martilleo de mi propio corazón me resultó incomprensiblemente violento cuando me aproximé a la entrada de la biblioteca. De nuevo, las puertas no se movieron y la llave no entraba en la cerradura. Sólo quedaba la galería. La alfombra raída había desaparecido por completo en algunos sitios y me desagradaba cómo rebotaban los ecos, pues sonaban de un modo inquietante, como pasos que corrieran. Mientras me acercaba a las puertas de la galería, miré la balaustrada: evidentemente, la habían reparado a la perfección y no habían dejado ni rastro del accidente… si es que lo fue.

Una vez más, las puertas estaban cerradas desde el interior. Golpeé los paneles, y una vez más con ningún resultado, excepto una descarga de ecos. Podía ir en busca de Grimes, pero ¿cuánto tiempo tardaría? ¿Y me obedecería si le encontraba? No quería entrar en los dominios de Cornelius a la luz de una vela.

De las tres entradas, la puerta del estudio había parecido menos sólida que las otras. Volví sobre mis pasos hacia Drayton, que se había desplomado en la silla y apenas parecía consciente, empujé con el hombro el panel superior y pareció ceder. Me aparté un poco y lancé todo mi peso contra la puerta, esperando que el panel se rompiera; en lugar de eso, la puerta se abrió de pronto con un estallido y se hizo pedazos… Me precipité a través del umbral cuando los cerrojos y las cerraduras se desprendieron de los armazones de madera: las jambas estaban podridas por la carcoma.

No había nadie en el estudio, el cual medía quizá veinte pies por diez, con una chimenea al fondo. Contra la pared, a mi izquierda, había una cama portátil, aseadamente arreglada, debajo de varias estanterías de obras teológicas. Más allá, en esa misma pared, otra puerta permanecía abierta. A mi derecha, bajo las ventanas, una mesa, una cajita de hojalata e, incongruentemente, un lavamanos. A pesar del frío, el aire olía a sucio y a rancio. Y había algo más: un leve olor a cenizas, que se fue haciendo más evidente cuando me dirigí intranquilo hacia la otra puerta. El olor procedía de una masa de papel ennegrecido y calcinado que había en la chimenea.

La sala siguiente era, como me había dicho Magnus, una típica biblioteca de caballero rural, con altas estanterías cerradas en tres paredes, una escalera para los estantes más altos, más paneles oscuros de roble, alfombras raídas, sillones de piel y una gran chimenea en la pared del fondo. Y ni rastro de Cornelius, incluso cuando reuní todas mis fuerzas para mirar al otro lado de la esquina, en la alcoba que se encontraba tras la pared del estudio: no había nada, salvo una gran mesa vacía; ni libros ni papeles sobre ella, ni sobre ninguna de las mesas o las sillas. Ambas puertas en el muro contiguo a la galería estaban cerradas.

«Si yo desapareciera…». Tragué saliva y caminé a zancadas hacia la puerta más cercana de las dos y moví el pomo, deseando que estuviera cerrada. Pero la puerta giró hacia dentro con un chirrido y con un gemido de bisagras, abriéndose a un salón desnudo de suelo entarimado y una larga mesa bajo las ventanas, que comenzaban a oscurecerse. Allí estaba la enorme chimenea acogiendo el sarcófago y flanqueada por la oscura mole de la armadura, exactamente tal y como Magnus lo había descrito… pero no había ningún maniquí decrépito tirado en el suelo, y ningún lugar para esconderse, como había dicho Magnus: ningún lugar salvo la ennegrecida figura que se elevaba amenazadora, cada vez más alta, a medida que yo me aproximaba a ella, hasta que me pareció que alcanzaba los siete pies de altura.

Temblando como si estuviera a punto de ser mordido por una serpiente, me acerqué a la empuñadura de la espada. Cuando mis dedos tocaron el frío metal, oí un sonido ahogado, seguido de un golpe seco, a mi espalda. Ese ruido acabó de romperme los nervios y me retiré directamente hacia la biblioteca. Cuando por fin llegué al rellano, con el sonido de mis propios pasos reverberando a mi alrededor, oí otro grito proveniente de la oscuridad de abajo. Por un instante creí que era Drayton, hasta que lo vi tumbado en el suelo, en las sombras, junto a la silla, y me di cuenta de que el Altísimo le había llamado a su presencia.


Recuerdo que encontré a la anciana criada Sarah temblando a los pies de la escalera, pensando que había regresado el fantasma. (Recibió la noticia de la desaparición de su señor con indiferencia, pero estalló en lágrimas cuando le conté lo de Drayton). Recuerdo que salí dando traspiés hacia el cottage y llamando en vano a Grimes, que ya estaba borracho, cogí un farol de su mujer y salí en camino hacia Melton en plena oscuridad. Pero el frío no abandonó mis huesos y los temblores aumentaron a medida que caminaba, hasta que los dientes me tabletearon en la cabeza. Creo que debí de permanecer varias horas agazapado junto al fuego en la posada Coach and Horses, incapaz de conseguir que mis dientes dejaran de castañetear, y con la extraña sensación de estarme viendo a mí mismo desde lo alto, desde algún lugar cerca del techo; y después ya estaba temblando en una cama extraña, con el rostro muerto de Drayton dando vueltas en mis pesadillas, mientras ardía de fiebre y me congelaba sucesivamente. Otros rostros vinieron y se fueron en mi delirio, el de Magnus entre ellos, pero no puedo decir cuáles eran reales y cuáles meras alucinaciones.

La fiebre hizo crisis al cuarto día, dejándome muy débil pero, aparte de eso, perfectamente. El doctor que me atendió -George Barton, de Woodbridge, un individuo afable y sensato de cuarenta y cinco años, aproximadamente- me dijo que la mansión y el bosque habían sido batidos a conciencia sin resultado. No me atreví a preguntar si habían abierto la armadura; sus modales francos y cordiales no invitaban a hablar de alquimia y ritos sobrenaturales.

Magnus vino a verme a la mañana siguiente, pidiéndome todas las disculpas posibles por mi horrorosa experiencia; estaba en Devon cuando se dio la alarma y no había llegado hasta última hora del día siguiente. Aún no había noticias de Cornelius.

– ¿Ha ido usted a la mansión? -pregunté.

– Sí, ayer estuve todo el día allí. El inspector Roper, de Woodbridge… ¿lo conoce usted?, el inspector Roper pensaba que yo debía mirar en los papeles de mi tío para ver si nos aportaban alguna pista…

– ¿Y…?

– Me temo que no tenemos nada. Parece que quemó gran cantidad de papeles… ¿vio usted las cenizas en la rejilla de la chimenea? Creo que quemó incluso el manuscrito de Tritemio. Aún quedaban algunos fragmentos, y creo que reconocí la escritura, pero todos ellos se desmenuzaban en cuanto se tocaban.

– «Quemaré mis libros…» [32].

Las palabras de Fausto vinieron involuntariamente a mis labios.

– Confieso -dijo Magnus- que ese mismo pensamiento se me ocurrió a mí…

– ¿Y… la armadura?

– Vacía. Le mostré al inspector Roper el mecanismo y le conté algo acerca de la obsesión alquímica de mi tío, pero rechazó todo el asunto diciendo que eran supersticiones medievales. Tiene la idea de que Drayton se equivocó al pensar que había visto retirarse a mi tío… y… sí, ya sé que usted encontró todas las puertas cerradas por dentro, pero Roper insiste en que la puerta que usted forzó debía de estar sólo atascada, y no cerrada con llave.

Cuando despegué los labios para protestar ante esa afirmación me di cuenta de que no podía jurar positivamente que la cosa fuera tal y como yo la había contado. La fiebre había enturbiado mi memoria.

– Como ve, no es fácil discutir contra el pétreo sentido común. Roper, sólo para completar su teoría, piensa que mi tío abandonó la casa en algún momento a lo largo de la tarde anterior, en todo caso, no más tarde del anochecer, y que la tormenta lo sorprendió en el bosque. Como él dice, uno puede pasar a tres pies de un cuerpo en los bosques de Monks Wood y no darse cuenta de que está allí.

– ¿Y usted? -pregunté-. ¿Qué cree usted?

– Estoy casi inclinado a estar de acuerdo con Roper, aunque sólo sea porque la alternativa parece completamente monstruosa… Y ahora, mi querido amigo, no debo abusar más de sus fuerzas. No sé qué habrá sido de mi tío, pero tendré que solicitar un certificado de fallecimiento, y si usted no encuentra ningún conflicto en ello, me encantaría que se ocupara de mis asuntos. A propósito, me gustaría saber, puesto que el inspector Roper parece decidido a ignorar las posibilidades más oscurantistas, si el asunto de Tritemio y de la armadura podría quedar entre nosotros… la reputación de la mansión ya es lo suficientemente siniestra.

Le aseguré que todo eso quedaría como un secreto entre nosotros. Y con esa conversación tan poco concluyente, nos despedimos.

Se deducía que Cornelius no había puesto por escrito ninguna de aquellas extrañas provisiones que había proyectado durante su última conversación con Magnus, y que los términos del testamento de 1858 permanecían inalterados, aunque podrían pasar otros dos años, tal y como estaban las cosas, antes de que se concediera el certificado de fallecimiento. El señor Cornelius Wraxford les había dejado cien libras a Grimes y a Eliza, y otras cien a Drayton y a Sarah (que evidentemente había sido la mujer conviviente de Drayton; supe después que su mujer legal le había abandonado muchos años antes). Mi padre no había mencionado estas disposiciones, y me sorprendió su generosidad. Todo lo demás era para Magnus: una pesada carga en lugar de una cuantiosa herencia, porque la propiedad estaba cargada con innumerables deudas.


Hubo una extraña coda a la desaparición de Cornelius. Un par de meses después del suceso, estaba yo conversando con el doctor Dawson, que se había hecho cargo del dispensario local, y me contó la historia de un paciente suyo que había muerto recientemente. Este hombre, un obrero itinerante, había estado en los bosques de Monks Wood la noche de la gran tormenta (posiblemente para revisar algunas trampas que hubiera puesto allí, pero esto sólo era una suposición). En cualquier caso, se había perdido y vagó por el monte hasta que llegó a la vieja capilla de Wraxford. Agobiado por el calor asfixiante, se tumbó a descansar un poco junto a la entrada, se quedó dormido y se despertó cuando ya era de noche. La tormenta aún no se había desatado, pero con las estrellas oscurecidas por completo, no se atrevió a moverse: no podía ver absolutamente nada.

Entonces, un relampagueo de luz se adivinó en la negrura, titilando entre los árboles a medida que se acercaba a él. Pensó en gritar para pedir ayuda, pero algo en aquel silencio y aquel decidido aproximarse lo pusieron nervioso. (En todo caso, aquel hombre no era de por aquí, y no sabía nada acerca de la fama de la mansión). A medida que la luz se acercaba más y más, pudo descubrir la figura de un ser humano, aunque no podía distinguir si era hombre o mujer, con un farol en la mano. De nuevo estuvo a punto de gritar cuando vio que la figura iba envuelta… no en un capote de lluvia, sino en hábitos de monje, con el capuz echado sobre la cabeza. Entonces comenzó a temer por su alma, y habría corrido desesperado hacia el bosque, pero sus miembros estaban paralizados por el miedo. Las ramas crujieron bajo sus pies cuando la figura pasó a su lado; era alto, dijo, demasiado alto para ser un hombre mortal, y cuando pasó junto a él pudo adivinar bajo el capuz algo como la palidez mortal de la carne… ¿o era el hueso?

La figura no se detuvo, sino que se adelantó directamente hacia la puerta de la capilla. El obrero oyó que estaba utilizando una llave, y el crujido y el chasquido de una cerradura, y después, el chirriar de las bisagras cuando la puerta se batió hacia el interior y la figura entró en la capilla, cerrando la puerta tras él. El resplandor del farol refulgió a través de una ventana enrejada.

Ahora tenía la posibilidad de huir… Sabía que si la figura volvía a salir, le vería. Pero sólo podía ir tan lejos como la luz de la ventana pudiera guiarle, por temor a caer y permitir así que aquella criatura embozada se abalanzara sobre él. Comenzó a avanzar a gatas alrededor de la capilla, manteniéndose en el límite del difuso semicírculo de luz. Entonces vio que la ventana no tenía cristal, y que sólo cuatro oxidadas barras de hierro le separaban de lo que estaba ocurriendo en el interior.

La figura encapuchada permanecía con la espalda vuelta hacia él, de cara a un sepulcro de piedra que se encontraba en la pared de enfrente; el farol colgaba de un gancho en lo alto. Mientras observaba, la figura se adelantó y empujó la losa del sarcófago y allí se oyó el rechinar de la piedra sobre la piedra. De nuevo le fallaron los miembros; sólo pudo observar cómo la criatura cogió el farol, se apoyó en el borde, y con un movimiento rápido se tumbó en el interior del sepulcro, recolocando la losa cuando lo hizo, hasta que sólo quedó un hilillo de luz amarilla en la rendija. Un momento después, también esa luz se extinguió, y el obrero se quedó de nuevo en la más absoluta oscuridad.

Entonces recuperó todas sus fuerzas y se lanzó ciegamente al interior del bosque, cayendo y tropezando de un obstáculo en otro, hasta que se derrumbó de cabeza en el tronco de un árbol. Más tarde, después de un tiempo que no pudo fijar, el violentísimo estallido de un trueno le despertó. Incluso bajo los árboles, iba calado hasta los huesos, y cuando finalmente pudo abandonar arrastrándose los bosques de Monks Wood, a la mañana siguiente, se encontraba peor que nunca en su vida. Lo llevaron al dispensario, donde sobrevivió al primer absceso de fiebre y pudo contar su extraño relato al doctor Dawson, pero sus pulmones nunca se recuperaron, y otra infección acabó con él antes de que concluyera el mes.

Dawson, aunque pensaba que era una historia pintoresca y que valía la pena contarla, naturalmente, consideraba la desafortunada historia de aquel hombre como un sueño provocado por el delirio y la fiebre. Por supuesto, yo estuve de acuerdo con él, pero me recordó de un modo desasosegante la vieja superstición sobre la mansión, y la imagen de una figura encapuchada con un farol inquietó mi imaginación durante muchos meses después…

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