TERCERA PARTE

NARRACIÓN DE ELEANOR UNWIN

1866

Todo comenzó con una caída, poco después de mi vigésimo primer cumpleaños, aunque yo no recuerdo nada entre el momento de haberme ido a la cama, como siempre, y el momento de despertarme tras un larguísimo descanso sin sueños. Me encontraron a primera hora de la mañana aquel día de invierno, tendida a los pies de la escalera, en camisón, y me llevaron de nuevo a mi habitación, donde permanecí inconsciente, y respirando con dificultad, durante el resto del día y la noche siguiente, hasta que me desperté y me encontré al doctor Stevenson inclinado sobre mí. Su cabeza estaba rodeada por un halo de luz verdaderamente extraordinario, que se difuminaba en todos los colores del arco iris… una luminiscencia tan sutil y al tiempo tan viva que me hizo pensar que antes de aquello no había visto en realidad ningún color. Permanecí extasiada por la belleza de aquel halo, demasiado absorta como para entender lo que el doctor me decía. Y durante mucho tiempo -minutos, horas… no sé- todos aquellos que se acercaron a la cabecera de mi cama aparecían bañados en aquella luz sobrenatural, como si mi madre y mi hermana Sophie hubieran salido de las páginas de un viejo libro manuscrito que yo había visto en cierta ocasión… En cada uno de ellos la luz era sutilmente distinta, los colores brillaban y cambiaban a medida que ellos se movían o hablaban. Un versículo me rondaba la cabeza constantemente: «Ni siquiera Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos…» [33]. Entonces, me comenzó a doler la cabeza, cada vez más y más, hasta que me vi forzada a cerrar los ojos y a esperar a que el somnífero hiciera efecto. Cuando desperté, aquella luminiscencia ya había desaparecido.

Todo el mundo suponía que me había caído mientras caminaba sonámbula, una costumbre tan frecuente en mí que cuando era niña mi madre amenazó con encerrarme en una habitación. Pero nunca me había hecho daño hasta entonces. En realidad, mamá nunca se había mostrado muy compasiva con aquella debilidad. Decía que aquello era una prueba más de mi naturaleza egoísta y obstinada, y que me había inventado aquella caída por las escaleras justamente una semana después de que mi hermana hubiera aceptado una propuesta matrimonial. El hecho de que Sophie fuera más joven que yo sólo contribuía a aumentar la ofensa. Porque si yo me hubiera esforzado en hacerme agradable a la vista de los demás, en vez de estar siempre escondida con un libro, también podría haber conseguido un compromiso matrimonial. Yo pensaba que su prometido era un vacuo estúpido, pero no podía negar que yo siempre había resultado una verdadera incomodidad para mi madre.


Aunque en mi vida despierta yo era bastante más valiente que Sophie, siempre había sido más propensa a sufrir pesadillas, así como al sonambulismo. Cuando me hice mayor, los paseos nocturnos se hicieron menos habituales, pero las pesadillas aumentaron en mí la sensación de opresión y angustia. Había una en particular, muy recurrente, que se desarrollaba en una casa enorme que yo no había visto jamás, de eso estaba segura. No era en absoluto como la villa de ladrillos rojos de Highgate donde siempre habíamos vivido, y la casa que aparecía en un sueño nunca era exactamente como la del sueño siguiente, y, sin embargo, siempre que ocurría, yo sabía que estaba en aquel preciso lugar. Siempre estaba sola, perfectamente consciente del silencio, sintiendo que la casa estaba viva, que me observaba, sabedora de mi presencia allí. Los techos eran altísimos, y tenía las paredes paneladas en maderas oscuras, y aunque había ventanas, nunca pude ver nada más allá de los cristales.

En ocasiones sólo permanecía allí durante un breve periodo de tiempo y me despertaba pensando: «He estado en esa casa… otra vez»; pero cuando el sueño llegaba hasta el final, me veía obligada a ir de una sala vacía a otra, aterrada y, sin embargo, incapaz de detenerme, sabiendo que debería correr y huir escaleras abajo -en ocasiones, unas escaleras magníficas y lujosas; en otras, estrechas y viejas-; después, desde una de aquellas habitaciones iba hasta el final de una galería: era una sala muy grande amueblada con arcones tallados y biombos de madera barnizada recubiertos con retorcidos dibujos dorados. En uno de aquellos sueños me veía arrastrada hasta el interior de esa galería, donde había un estrado bajo, sobre el cual se encontraba una estatua de una fiera parecida a una pantera a punto de saltar; era una estatua de metal fundido y muy brillante. Una gélida luz azul comenzaba a resplandecer alrededor de la estatua; y una vibración, como el zumbido de un insecto gigante, se adueñaba de mi cuerpo. Entonces me despertaba gritando y aterrorizada.

En otras pesadillas, más tranquilas pero a su modo incluso más horrorosas, soñaba que me despertaba en mi propia habitación -siempre parecía que estaba en penumbras, con la luz que hay justo antes del amanecer-; todo estaba en su lugar habitual y todo era normal, salvo que mi capacidad para oír era extraordinariamente aguda: la sangre que latía en mis oídos sonaba con tanta fuerza como las olas que rompen en la playa. Entonces sentía que se aproximaba un ser maligno, y se acercaba desde el pasillo o acechaba junto a la ventana; mi corazón comenzaba a latir de tal modo que yo temía que se me fuera a salir del pecho, y me despertaba con el corazón aún latiendo violentamente.


Pocos meses antes de la caída, me desperté una mañana muy temprano porque oí que decían mi nombre muy bajito… o eso creí. Me levanté y, en camisón, me acerqué a la puerta, pero no había nadie en el pasillo. La voz había sonado como la de Sophie, pero cuando me acerqué a su puerta, estaba cerrada. Todo estaba en silencio. La puerta del baño permanecía ligeramente abierta; más allá estaba la habitación de mi madre, y después, el rellano y la escalera, exactamente como en mi mundo de vigilia. Oí que alguien decía mi nombre otra vez, pero en esta ocasión la voz retumbó como un gong en el interior de mi cabeza; la luz se apagó como si hubieran soplado una vela, y algo se precipitó sobre mí desde la oscuridad. Grité y luché hasta que vino de nuevo la luz, junto al ruido de pies que corren acercándose, y me di cuenta de que el demonio que me había atrapado era, en realidad, mi madre.

Mamá estaba justificadamente enfurecida, y yo sólo podía reconocer que merecía estar en un manicomio y que me deberían enviar sin duda a uno si persistía aquel sinsentido histérico. No bastaba con decir que no podía evitarlo: Sophie nunca se había levantado en sueños, ni había despertado a toda la casa con sus gritos, de modo que… ¿por qué yo no podía dominarme? Porque lo hacía premeditada e intencionadamente, porque era una muchacha obstinada, egoísta y contradictoria, y otras muchas cosas parecidas. Yo ya estaba acostumbrada a los reproches de mamá, pero en aquella ocasión fue tan violento y, en mi sentir, tan absolutamente merecido que decidí encerrarme en mi habitación y esconder la llave en un lugar diferente cada noche, con la esperanza de que mi yo soñador no pudiera recordar dónde la había puesto. Cuando vi que los meses transcurrían sin reincidencias, comencé a pensar que estaba curada de las pesadillas y del sonambulismo, y dejé de cerrar con llave mi habitación, hasta la mañana en que Elspeth, nuestra doncella, me encontró derrumbada a los pies de la escalera.


Alrededor de quince días después -ciertamente, después de que el doctor dictaminara que mi recuperación seguía su curso con normalidad- estaba incorporada en la cama, leyendo, cuando mi abuela entró en la habitación y se sentó en una silla junto a mí, mirándome exactamente como lo hacía cuando yo era una niña: llevaba el mismo vestido de seda negra profusamente adornado, el pelo blanco apretadamente ceñido y prendido, y el mismo perfume de lavanda y agua de violetas, tan familiar. La silla crujió cuando se sentó en ella; me sonrió y cogió su labor, como si se hubiera ido sólo quince minutos antes, en vez de haber estado descansando en el cementerio de Kensal Green durante los últimos quince años. Me pareció que la abuela sabía que estaba muerta, pero, en cierto modo, esto no importaba mucho: su presencia junto a mi cama me resultó completamente natural y reconfortante. Y aunque mi propia tranquilidad y la aceptación de la visita me resultarían más tarde tan extrañas como la propia visita, lo cierto es que estuvimos sentadas en silencio, haciéndonos compañía, durante un periodo indefinido de tiempo, hasta que mi abuela recogió su labor, me sonrió otra vez y se fue lentamente de la habitación.

Mamá entró inmediatamente después y yo pensé que se deberían de haber cruzado en el pasillo.

– ¿Has visto a la abuela? -pregunté.

Vi en su rostro una mirada de consternación que me indicaba que no debía insistir… y reconocí que debía de haber estado soñando. Como ocurrió tras la extraña luminiscencia, la aparición de la abuela fue seguida de uno de los peores dolores de cabeza que he tenido que soportar en mi vida. Pero estaba segura de que había estado completamente despierta.

Incluso después de que se me hubiera hecho evidente que aquello era sólo una extraña experiencia, me pareció que no podía pensar que mi visitante fuera un fantasma. Mis lecturas de literatura sensacionalista [34] habían intensificado una imaginación ya muy viva de por sí, y me habían descrito perfectamente cómo deberían conducirse los fantasmas: unas leves transparencias y uno o dos quejidos horripilantes eran, desde luego, lo menos que una podía esperar de los espectros. En cambio, la abuela había sido… bueno, había sido sólo la abuela. Y aunque no me había ocurrido nada semejante con anterioridad, no sentía el más mínimo temor.

El doctor Stevenson había dictaminado que ya me encontraba perfectamente bien y que podía levantarme, y el recuerdo de la visita de mi abuela se había desvanecido hasta el punto de creer prácticamente que aquello había sido un sueño. Y entonces, una noche, después de cenar, vi a mi padre cruzar el vestíbulo delante de mí. No estaba a más de diez pasos. Oí el crujido de las maderas del suelo bajo sus pisadas y pude oler el humo de su cigarro. Sin mirar ni a un lado ni a otro, entró en el estudio y cerró la puerta tras él, exactamente como hacía cuando estaba vivo. Una vez más, no sentí miedo: sólo el incontrolable impulso de levantarme, ir hacia la puerta del estudio y llamar. Como no hubo respuesta, intenté accionar el picaporte. La puerta se abrió fácilmente, pero no había nadie dentro, sólo los familiares y vetustos sillones de piel marrón sobre una desgastada alfombra persa, la mesa labrada con las patas talladas en forma de feroces caras de tigres que me habían fascinado cuando era niña, las estanterías atestadas con libros azules [35], registros militares, historia de los regimientos e informes de antiguas operaciones militares, los persistentes y suaves aromas del tabaco, del cuero y de los viejos libros. Permanecí durante mucho tiempo en la puerta, abismada en los recuerdos.

Mi padre había pasado gran parte de su vida, o al menos de la última parte de su vida, en esa sala; conoció a mamá cuando volvió a Inglaterra de permiso, después de muchos años de servicio con el ejército en Bengala. Tenía unos abundantes bigotes blancos veteados en gris, y una barba que sobresalía hacia delante cuando caminaba, de modo que su mirada parecía feroz. Su piel tenía una pátina amarillenta, porque estuvo muy enfermo cuando padeció de fiebres, y su cabeza calva resplandecía con tanto brillo que yo solía preguntarme si se la puliría en secreto. De tanto en tanto nos llevaba a dar un largo paseo, y si encontrábamos una ladera tranquila en la que no hubiera nadie mirando, nos obligaba a hacer instrucción como si fuéramos soldados, y nos hacía desfilar arriba y abajo durante un buen rato, y a mantenernos firmes y a saludar. A mí me encantaba jugar a eso y solía hacer que Sophie marcara el paso alrededor del jardín trasero hasta que mamá ponía fin a la diversión. A ella no le gustaba que las niñas jugaran a los soldados.

Como era la hija más joven de su familia, mamá se había visto obligada a quedarse en casa cuidando a su propio padre, enfermo crónico, hasta que murió; para enton atestadas con libros azules *ces, mi madre ya tenía treinta años. Era muy pálida y muy delgada, y fue adelgazando cada vez más con la edad, de modo que sus ojos, de un azul claro, parecían haberse hecho más grandes a medida que los huesos del rostro se hacían más prominentes. La casa de Highgate, por lo que pude averiguar, había sido el resultado de un acuerdo entre papá, que hubiera querido vivir en el campo, y mamá, que deseaba tener algún contacto con la sociedad. Cuando yo era niña, no tenía una idea muy clara de lo que podía ser «la sociedad», pero parecía que Highgate se encontraba en los confines más alejados de la misma. No necesitábamos compañía: el capitán James Paget, un viejo amigo y camarada de papá, había alquilado una casa a pocos minutos de la nuestra, y yo me había hecho amiga inmediatamente de su hija Ada desde que tenía siete años. Pero, por alguna razón, los Paget no contaban como «sociedad».

A Ada y a mí a menudo nos tomaban por hermanas, porque ambas éramos bastante altas y muy llamativas, mucho más morenas que Sophie, que era rubia, de piel blanca y respondía al patrón convencional de la belleza familiar. Sophie fue siempre la favorita de mi madre, porque le encantaban los bailes, las fiestas y el cotilleo, y se podía pasar medio día delante del espejo, un tiempo que yo evidentemente prefería emplear enterrando la nariz en un libro, tal y como decía mamá despectivamente. Cuando me hice mayor, me di cuenta de que mis padres estaban profundamente enemistados, y que vivían vidas separadas y, si podían, se evitaban mutuamente. Mientras los Paget permanecieron cerca de nosotros -eran una pareja fiel y enamorada hasta el final-, la ausencia de «sociedad» no pareció importar mucho. Pero poco después de que yo cumpliera los dieciocho años, James Paget murió repentinamente, y pocos meses después falleció mi padre.

Entonces, la madre de Ada se fue a vivir con unos parientes a la Isla de Wight, y Ada se casó con un pastor y se fue a vivir a cien millas de distancia, a una aldea remota de Suffolk… Mientras, yo me quedé en casa, descontenta, infeliz, y riñendo constantemente con mi madre. Había intentado dibujar y tocar el piano, y tenía cierta habilidad para ambas cosas, pero nada más; intenté escribir una novela, y llegué hasta el capítulo tres, antes de que la desconfianza en mi propia creación me obligara a detenerme. Imploré que me permitieran buscar un empleo como institutriz, pero mi madre no quiso ni oír hablar de aquello. El éxito de Sophie a la hora de echarle el lazo a Arthur Carstairs solamente había conseguido incrementar el disgusto que yo le causaba a mamá: solía presentarme como una joven insensible, ingrata, insolente, obstinada, resentida y contradictoria. A pesar de la injusticia de sus recriminaciones, no podía estar en completo desacuerdo, agobiada como estaba por el sentimiento de mi propia inutilidad y por la conciencia de que la vida se me estaba escurriendo entre los dedos.


Al igual que ocurrió con la aparición de mi abuela junto a mi cama, la visión de mi padre fue seguida, tras un singular periodo de calma, por un violentísimo dolor de cabeza. Yo no había establecido ninguna conexión entre la primera «visita» -semejante palabra me resultaba, cuando menos, insatisfactoria- y mi caída. Pero después comencé a preguntarme qué habría ocurrido realmente. Había oído hablar de esa gente denominada «abierta» y quizá el significado de la palabra era más literal de lo que yo suponía. ¿Pudo ocurrir que la caída hubiera abierto alguna fisura en mi consciencia, admitiendo percepciones que debería rechazar? Eso implicaría que las apariciones eran en algún sentido reales, aunque nadie más pudiera darse cuenta… Por supuesto que nadie podía: sólo yo gozaba de aquel poder especial para verlas.

Yo sabía que era mejor no decir nada a mi madre y a mi hermana, y no me atreví a escribirle a Ada para contárselo; le había dicho todo lo de la caída y la extraña luminiscencia que vi después, pero nada más, ya fuera porque no quería inquietar su felicidad o por temor a que pensara que estaba loca, no estaba segura. Dado que los días transcurrieron sin más «visitas», intenté convencerme de que no ocurriría nada más. Pero, sin lugar a dudas, algo en los resortes de mi vida interior se había alterado sutilmente. Era como caminar por una habitación y sentir que el color de las paredes o el dibujo de la alfombra habían cambiado, sin que me fuera posible decir con precisión en qué sentido y cómo. Los olores y los gustos conocidos me resultaban de pronto muy fuertes… Era primavera, de acuerdo, pero era algo más que eso… Era un sentimiento… no era exactamente ansiedad, sino el sentimiento de algo amenazante. En varias ocasiones tuve la sensación, muy poderosa, de saber lo que otra persona presente en la sala diría pocos segundos después. Y en una ocasión, cuando mamá se lamentó entre sollozos de haber perdido una piedra de sus pendientes favoritos, yo la encontré: fui directamente hasta el extremo opuesto de la casa, me dirigí al salón, busqué bajo un armarito que había en el rincón más oscuro, y encontré la piedra perdida, que era de azabache. Yo estaba completamente perpleja y sorprendida, y no sabía cómo podía haber hecho aquello, y me alegré de que mi madre no hubiera presenciado tan sorprendente proeza.

Habían transcurrido varias semanas en este desasosegante estado cuando mamá anunció que la madre de Arthur Carstairs y sus hermanas vendrían pronto a tomar el té. Aquella tarde en cuestión, bajé para reunirme con el resto y para esperar la llegada de nuestras visitas. Cuando entré en el salón, vi a un hombre joven sentado en el sofá, frente a mamá y a Sophie. No lo había visto antes jamás. Sólo era un joven alto, moreno, ataviado melancólicamente con lo que parecía un traje de luto; estaba absorto observando el dibujo de la alfombra que estaba pisando. Parecía como si evitara levantar la mirada por modestia, como si no quisiera que se notara su presencia, pero, aparte de eso, parecía bastante cómodo. Yo me quedé junto a la puerta, indecisa, esperando que me presentaran, pero ninguno de los reunidos parecía estar prestándole la menor atención.

– Siéntate, Eleanor -dijo mi madre, señalándome el sofá. Parecía que me estaba indicando el lugar inmediato al joven.

– Pero… ¿no me presentas…? -balbuceé.

– ¿A quién? -replicó mi madre, mirándome asombrada.

– A… -e inevitablemente tuve que hacer un gesto hacia el joven.

– No sé qué estás diciendo -dijo mamá bruscamente-, y no estoy de humor para tonterías y frivolidades. Siéntate, y no nos molestes con tus despropósitos.

Durante toda esta conversación, aquel joven continuó observando tranquilamente el suelo, con aquel mismo gesto de modestia. Yo me quedé paralizada, percatándome de que mi madre y Sophie me estaban hablando, pero incapaz de apartar mis ojos de aquel hombre, el cual, como si repentinamente se diera cuenta de mi apuro, se levantó del sofá y comenzó a caminar hacia mí. Pude oír el susurro de su traje y el sonido de sus pisadas sobre el suelo. Se detuvo a un par de pasos de mí, aún con la cabeza inclinada hacia el suelo; automáticamente, me aparté de su camino para dejarle salir. Pero, entonces, al verlo por detrás, fue como ver una figura pintada que hubiera salido de un lienzo, y se reveló como una simple capa de pigmentos flotando en el aire; pareció replegarse sobre sí mismo al observarlo de lado, hasta que no fue más que una delgada lámina de oscuridad, rodeada de una luz verdosa. Después, todo aquello también se desvaneció y me quedé atónita y muda, con el sonido de la campanilla de la puerta sonando en mis oídos.

«No debo desfallecer», me dije a mí misma, y haciendo acopio de toda mi resolución, pude dominar aquella conmoción y retirarme torpemente por el corredor hasta alcanzar la seguridad del salón posterior de la casa. Allí, me derrumbé sobre un diván, al tiempo que me comenzaba a palpitar la cabeza. El dolor pronto fue tan atroz que perdí la noción del tiempo, hasta que alguien, no podría decir quién, me trajo un somnífero y pude caer en una bendita inconsciencia.

A la mañana siguiente, al principio me quedé desconcertada y confusa al verme vestida y tumbada sobre el sofá del salón. Elspeth me trajo una taza de té y la terminante orden de mamá de que me quedara donde estaba hasta que viniera el doctor, pero ni Sophie ni ella vinieron a verme. Cuando apareció finalmente el doctor Stevenson, mirándome de un modo extrañamente severo, me pareció evidente, por sus preguntas, que todos los demás no habían visto nada raro. Lo único que pude imaginar y lo único que pude decirle fue que me había dejado engañar por una ilusión óptica y por el repentino ataque de jaqueca, y que por eso había pensado que había visto a alguien sentado en el sofá, pero no era nada realmente… sólo un momento de confusión. El doctor no pareció muy interesado en mi dolor de cabeza, y después de que se fuera, aún transcurrió mucho tiempo hasta que pude escuchar que la puerta principal se cerraba tras él.

Yo estaba preparada para otra andanada de improperios de mi madre, pero no para aquel gélido desprecio con el que ignoró mis tristes excusas.

– Ya veo que estás haciendo todo lo posible para destruir la felicidad de tu hermana -sentenció-. Y respecto a esos dolores de cabeza, deberías pensar en los que tú nos causas con tu maldad y tu resentimiento. Es una enajenación mental: eso es lo que ha dicho el doctor, y todo se debe a los celos que tienes de tu hermana. Hay médicos que saben cómo curar a las jóvenes que son premeditadamente histéricas, como tú; pero si eso tampoco diera resultado, tendremos que encerrarte en un manicomio.

– Lo siento, mamá, lo siento muchísimo -dije-, pero no lo hago a propósito, de verdad… Nadie desearía soportar este horrible dolor…

– Ese dolor no es nada comparado con el que le has causado a tu hermana. ¿Cómo te atreves a contradecirme, después del espectáculo que hemos dado ante la señora Carstairs y sus hijos?

– ¿Estaban muy enfadados? -pregunté humildemente.

– Dado que estabas dispuesta a arruinar su visita, no creo que eso sea de tu incumbencia. Ahora, escúchame: si no fuera por Sophie, ahora mismo te enviaría a un cirujano. Pero si los Carstairs sospecharan que hay una mota de locura en nuestra familia, Arthur podría anular el compromiso. Y si lo hace, te encerraré en un lugar remoto para siempre, aunque eso no fuera ningún consuelo para la pobre Sophie. Te concederé una última oportunidad. Corrige tu comportamiento, o haré que te extirpen esa maldad a la fuerza.

Cuando estaba furiosa, mi madre era capaz de esgrimir las amenazas más extravagantes, pero aquellas últimas palabras las pronunció con un comedimiento acerado y gélido. Y aunque yo no sabía qué podía hacerle un cirujano a una joven histérica, la última frase había recorrido mi piel como un escalofrío de terror. Yo ya era mayor de edad, pero había leído demasiadas novelas en las cuales inocentes heroínas acababan confinadas en manicomios como para dudar del poder de mi madre al respecto, y quizá ese mismo poder podría conseguir que acabara a merced del bisturí de un cirujano. Yo no tenía dinero, ni posibilidad de ganarme la vida. Ni siquiera conocía las disposiciones del testamento de mi padre, salvo que la renta de sus propiedades apenas daba para mantenernos, según los repetidos lamentos de mamá.

Por lo demás, en cualquier momento podría aparecer otra «visita», incluso más a destiempo que la última. Si aquel joven hubiera aparecido diez minutos más tarde, yo podría haber ido directamente a la consulta de un cirujano… o al manicomio. Aquel hombre me había parecido completamente inocente e inofensivo hasta el momento en que desapareció. Pero… ¿era una simple coincidencia que hubiera aparecido precisamente cuando los Carstairs estaban a punto de llegar? Las perspectivas de mi vida eran demasiado terribles como para afrontarlas yo sola. Me recluí en mi habitación y comencé a escribir una larga carta a Ada, y no me detuve hasta que no la acabé, la sellé y la deposité en la oficina de correos.

A la hora de cenar, aquella misma noche, Sophie me dijo, muy fríamente, que mamá y ella habían conseguido ocultar la agitación que sentían ante los Carstairs y que habían dicho que yo había sufrido una recaída tras la conmoción cerebral que había padecido por el accidente en las escaleras. Pero eso fue todo. Durante el resto de la cena, Sophie y mamá intercambiaron puntualmente observaciones triviales, y yo abandoné la mesa tan pronto como la cortesía me lo permitió, con la sensación de que ya estaba condenada. Así que cuando recibí la contestación de Ada, invitándome a visitarla tan pronto como fuera posible, resultó para mí un inmenso alivio.


Necesité reunir todo mi valor para pedirle a mi madre que me dejara ir. Gracias a Dios, no puso ninguna objeción.

– Quizá sea lo mejor -sentenció con una increíble frialdad-. Sí, quizá sea mejor que te mantengas alejada hasta que Sophie se haya casado sin percances. Ya te escribiré cuando llegue el momento para saber si podemos confiar en que asistas a la ceremonia sin causarnos ningún disgusto.

Mientras hacía los preparativos para el viaje, me sentí aterrorizada ante la perspectiva de que pudieran arrebatarme mi libertad por culpa de otra «visita». En la medida de lo posible me mantuve encerrada en mi habitación hasta que mi equipaje estuvo asegurado en el cabriolé. La sombra del terror me acompañó durante todo el camino a través de los sórdidos barrios de Spitalfields y Bethnal Green, hasta la Shoreditch Station, y solamente me sentí realmente tranquila cuando vi a George Woodward en el andén de la estación de Chalford. Aunque estaba en medio de la multitud, habría sido imposible no verlo, dado lo llamativo de su pelo naranja (ninguna otra palabra haría justicia a semejante color), tan alborotado que siempre daba la impresión de que acababa de salir de un vendaval. Ada y él se conocieron en Londres, y se casaron tras un noviazgo mínimo, cuando inesperadamente a él le ofrecieron ir a vivir a Chalford.

La rectoría de Chalford -una casa grande y antigua de piedra gris, con un jardín cercado con una tapia (un «patio», en la lengua de los habitantes del lugar)- me pareció el lugar más encantador que hubiera visto jamás.

– No pensarías eso si vinieras en enero -dijo Ada-, cuando el viento del este aúlla alrededor de la casa y la nieve se amontona contra las paredes. Yo pensaba que los inviernos de Londres eran muy fríos… hasta que vine aquí.

Pero con el agradable tiempo de junio, en el esplendor del follaje y las flores, Chalford se acercaba al paraíso. La rectoría estaba junto al cementerio de la iglesia, rodeada de campos y zonas de arbolado, y alejada del núcleo del pueblo. Old Chalford había sufrido el embate de la peste negra en el pasado: todas las casas se quemaron para combatir la plaga y se levantó un nuevo asentamiento a un cuarto de milla de distancia. La población de la aldea se había reducido a poco más de cien almas; la mayoría eran granjeros cuyos abuelos y bisabuelos habían labrado prácticamente del mismo modo los mismos acres de tierra. Al norte y al oeste de la parroquia había tierras de labranza; al este, pastos, con brezales y pantanales que se hacían visibles a medida que uno se acercaba al mar.

En una semana ya había recuperado el color en las mejillas, y dormía tan profundamente que apenas era consciente de mis sueños. Ada y yo caminábamos varias millas todos los días, y comencé a ver el campo con otros ojos. Cada ondulación del terreno, cada sendero, incluso cada seto y cada valla en aquella aldea tenían su propio nombre y su propia historia, desde el Camino de la Gravilla, en los linderos occidentales, hasta el Campo del Horno Romano, junto al río, en el extremo oriental. En nuestra primera excursión encontré una piedra de las brujas -un pedernal blanco con un agujero en el centro, muy apreciado por los campesinos como augurio de buena suerte-, y lo coloqué bajo mi almohada, en calidad de amuleto contra posibles visitantes [36]

Aunque no había duda de que Ada no se arrepentía en absoluto de su decisión, como había profetizado mi madre de un modo muy desagradable, pude comprobar que llevaba una existencia completamente aislada. Desde hacía tiempo ansiaba tener un niño, pero tras un año de matrimonio, aún no se había quedado embarazada, y había comenzado a temer que pudiera ser estéril. Y respecto a George, Ada me confesó que cada vez estaba más angustiado porque dudaba de su vocación.

– Puedo escuchar, y preguntar, y entender todo lo que me dice, creo, pero George echa de menos el trato con otros intelectuales como él. Ha leído a Lyell, y a Renan, y los Vestigios, y también a Darwin, y ha comenzado a preguntarse, después de todo, qué queda para la fe [37]. Él prefiere no hablar de ello, pero le remuerde la conciencia, porque está viviendo del dinero de gentes que esperan y suponen (sobre todo en una parroquia rural como ésta) que el pastor acepta la verdad literal de las Escrituras. Él cree en la bondad, en la humanidad y en la tolerancia, y practica lo que predica, lo cual es más de lo que puede decirse de la mayoría de los pastores que se llaman a sí mismos devotos.


Ya llevaba en Chalford quince días cuando George propuso una excursión para ir a ver el antiguo castillo normando de Orford: un pequeño asentamiento costero que estaba aproximadamente a unas seis millas de distancia. George había estado allí sólo una vez, pero parecía perfectamente seguro del camino que debíamos seguir cuando nos pusimos en marcha aquella mañana tranquila y nublada. Quizá habíamos avanzado ya una milla antes de que admitiera que aquél no era el camino que había tomado la vez anterior.

– Bueno -exclamó confiadamente-, estamos caminando más o menos hacia el sureste, así que no nos hemos desviado demasiado.

Incluso yo tuve que admitir que había algo desolador en el paisaje una vez que dejamos atrás las tierras de labranza. En aquel lugar no había nadie y no había indicios de que hubiera casas; sólo había ovejas vagando por las retamas y los brezales, y ocasionales avistamientos de un mar gris plomizo. Después de otra media hora de camino, el sendero comenzó a empinarse, al tiempo que el terreno formaba laderas a ambos lados. Densos matorrales verdes cercaban las laderas, pero la cima de la colina, cuando nos aproximamos, estaba casi pelada, prácticamente segada por las ovejas, y apiñada como una colcha -ésa fue la imagen que me vino a la cabeza- en curiosos pliegues y montículos que no parecían en absoluto naturales, como si alguna gigantesca criatura hubiera estado haciendo túneles o madrigueras bajo la superficie. Yo estaba a punto de preguntar cómo se habían formado esos pliegues cuando alcanzamos lo alto de la pendiente, y una oscura extensión de bosques surgió ante nosotros.

– Esto sólo puede ser Monks Wood -dijo George-. Estamos más al sur de lo que suponía. Éste es, con mucho, el bosque más antiguo… y más grande… de esta parte del país.

– ¿Hay un monasterio… ahí?

Desde donde nos encontrábamos, el densísimo dosel vegetal parecía infinito, y se extendía hacia el sur tan lejos como podía alcanzar la vista.

– Sí, hubo un monasterio antaño -dijo George-, pero fue saqueado por los hombres de Enrique VIII.

– ¿Y después?

– Las tierras pasaron a manos de la familia Wraxford, como pago por sus servicios a la Corona, y han pertenecido a esa familia desde entonces. La mansión de Wraxford Hall se construyó sobre los cimientos del monasterio; ahora prácticamente está en ruinas, creo. No la he visto.

– ¿Y vive alguien allí ahora?

– No. No vive nadie desde que… Bueno, ha estado vacía durante algún tiempo.

– ¿Y está muy lejos la mansión de aquí? -insistí.

– No sé -contestó George de un modo cortante-. El bosque es privado; pertenece a la familia.

– Pero si no hay nadie viviendo allí… Me encantaría verla.

– Sería allanamiento de una propiedad privada. Además, el bosque tiene mala reputación por los alrededores; ni siquiera los cazadores furtivos entran en él de noche…

– ¿Qué quieres decir? ¿Que es un bosque encantado?

– Supuestamente. Hay cuentos que…

Se detuvo ante una inquisitiva mirada de Ada.

– No me importa hablar de fantasmas, de verdad -dije-. Nunca pienso en mis… en «mis visitantes» como… como fantasmas. Además, ya estoy muy recuperada. Me gustaría saberlo todo de esa mansión: parece un lugar extraordinariamente romántico. ¡Ah, mirad! ¡Hay un camino que baja al bosque…!

– No -dijo George con firmeza-. Debemos continuar hasta Orford.

– Entonces, si no quieres llevarnos allí -dije-, insisto en que me cuentes todo acerca de ese lugar.

– Hay muy poco que contar -dijo George al tiempo que comenzábamos a andar de nuevo-. De acuerdo con la superstición local, el bosque está habitado por el fantasma de un monje, que aparece siempre que un Wraxford está a punto de morir; se dice que si alguien ve esa aparición, morirá en el plazo de un mes. No me sorprendería que los propios Wraxford hubieran difundido ese rumor para mantener a la gente alejada de su propiedad. La familia no ha participado en los asuntos de la zona nunca; al menos, nadie recuerda que semejante cosa haya ocurrido jamás… Pero no hay nada extraño en eso. No: lo único verdaderamente extraño es que los dos últimos propietarios han desaparecido.

– ¿Qué quieres decir con que «han desaparecido»?

– Exactamente eso: ni más ni menos. Fijaos: los dos incidentes ocurrieron con una diferencia de unos cincuenta años. El primero fue un tal Thomas Wraxford, un caballero… Tenía grandes planes para la mansión cuando la heredó, en la década de 1780, creo, pero entonces su único hijo murió en un accidente y su esposa regresó con su familia. Él vivió solo en la mansión durante muchos años, hasta que envejeció; entonces, una noche se fue a la cama, como siempre, y cuando su ayuda de cámara fue a la mañana siguiente a despertarlo… ya no estaba allí. Aquella noche, poco después de que él se retirara, se desató una gran tormenta, con rayos y truenos, pero después la noche se quedó muy clara. Nadie había dormido en su cama y no había indicios de altercado o lucha, de modo que todo el mundo dio por sentado que el anciano se había internado en el bosque (desorientado por la tormenta quizá), y que se había caído en una sima o algo por el estilo. El bosque está lleno de maleza, ya lo ves, y aún quedan algunas construcciones antiguas (se hicieron minas en busca de estaño hace siglos): en fin, un lugar perfecto para morir.

– ¿Y… el otro? -pregunté con un leve temblor.

El camino había descendido otra vez, y ahora discurría en paralelo a las lindes del bosque, que efectivamente parecía muy denso, y tan estrangulado por enredaderas y ramas caídas que la mirada apenas alcanzaba a ver unas yardas.

– Cornelius Wraxford: el sobrino de Thomas, y su familiar varón vivo más cercano. Cornelius solicitó al tribunal de la Cancillería un certificado de la muerte legal de Thomas. Este Cornelius era profesor en algún oscuro colegio universitario de Cambridge, pero renunció a su plaza en cuanto se le entregó el certificado y tomó posesión de la mansión. Allí permaneció durante otros cuarenta y cinco años, viviendo la vida de un perfecto solitario, hasta que la pasada primavera, ocurrió lo mismo que en la ocasión anterior: se retiró a sus aposentos, como siempre, y de nuevo, por una extraña coincidencia, fue una noche de una violenta tormenta eléctrica, y no se le volvió a ver.

– ¿Y… qué crees tú que le ocurrió?

– ¡Quién sabe! Desde luego, la historia dio para muchas habladurías; la opinión general en la taberna The Ship es que a ambos se los ha llevado el demonio. Yo sólo me pregunto si el destino de Thomas Wraxford pudo haber ejercido alguna influencia en la mente de su sobrino hasta el punto de que se trastornara y, con la tensión de la tormenta, se sintiera impelido a seguir el ejemplo de su tío.

– Como el rey Lear en el monte [38] -dijo Ada-. Recuerdo perfectamente esa tormenta: si salió durante la tempestad, efectivamente debía de estar loco.

– ¿Y quién será el nuevo propietario de la mansión? -pregunté.

– Creo que el heredero se llama… Magnus Wraxford. No sé nada de él… también ha pedido un certificado de defunción de Cornelius. Puede que alguien se haya extrañado ante esta circunstancia en el tribunal, pero no creo que tenga muchos problemas para conseguirlo: Cornelius debía de tener ochenta años, por lo menos.

– Muy bien -dijo Ada-, ya es hora de que hablemos de algo más amable.

No quise insistir en el tema, pero la imagen de un anciano vagando por un bosque oscuro permaneció viva en mi mente, incluso mucho después de que hubiéramos perdido de vista Monks Wood.


Aproximadamente una hora más tarde alcanzamos a ver el castillo de Orford, un gigantesco edificio almenado, levantado en piedra irregular de color marrón y mortero grisáceo. le yergue en un elevado montículo de tierra, y más allá se ven algunas casas dispersas, aunque el asentamiento parece completamente desierto. Cuando nos acercamos, vi un caballete a cierta distancia de la fortaleza. Había un lienzo con un esbozo en él, pero no había ni rastro del artista, el cual presumiblemente se había ido a alguna de las casas de campo circundantes. No pude resistir el deseo de ver el cuadro…

Era, tal y como supuse, un estudio del castillo, en óleos, no en acuarelas, y me recordó un lugar que conocía, pero que no pude identificar en el momento. El artista había captado la voluminosidad y la grandeza de la torre, de modo que parecía empequeñecer al observador, pero había en la pintura algo más: algo siniestro, un sentimiento de amenaza latente. Las ventanas pareadas que tenía la fortaleza bajo las almenas le hacían creer a una que eran ojos… ¡Sí, eso era…! ¡Era como la casa de mis sueños: vigilante, viva, atenta…!

– Es… hum… estremecedor -dijo George, acercándose a mí.

– Muy siniestro -replicó Ada.

– Yo creo que es precioso -dije.

– Me alegra que lo crea -dijo una voz que parecía surgir de la tierra, a mis espaldas.

Me giré al tiempo que una figura se levantaba entre la hierba crecida que había un poco más allá. Era un hombre -un hombre joven-, delgado, no especialmente alto, con pantalones de tweed Y camisa sin cuello, bastante inapropiados para un pintor.

– Siento haberles asustado -dijo, sacudiéndose las briznas de hierba de su traje-. Estaba dormido, y sus voces se colaron en mis sueños. Me llamo Edward Ravenscroft: a su disposición.

Como me ocurría con la pintura, me pareció que me recordaba a alguien a quien había visto antes, pero no pude recordar quién era o dónde lo había visto, y estaba completamente segura de que no había escuchado ese nombre jamás. Realmente era un caballero muy apuesto, con el pelo castaño cruzando de lado a lado su frente, con la piel clara, un poco curtida y enrojecida por el sol; tenía ojos oscuros, que mantenía entrecerrados, y una nariz larga y prominente, afilada como una cuchilla, y una cautivadora sonrisa.

– Somos nosotros quienes deben disculparse -dije, después de que George hubiera hecho las presentaciones- por entrometernos en su cuadro… y en su sueño.

– No, no, en absoluto: ha sido un delicioso despertar -contestó, mientras me sonreía-. Entonces, ¿le parece a usted que debería considerarlo terminado?

– Oh, sí. Es perfecto: me recuerda un sueño que solía tener… bueno, debo confesar que era más bien una pesadilla.

– Muy gratificante… aunque no querría perturbar sus sueños. Lo más difícil es saber cuándo hay que dejarlo; limpié mi paleta hace una hora, porque temí que pudiera estropearlo.

Estuvimos conversando durante algún tiempo, y nos contó que estaba haciendo un recorrido turístico a pie por el condado, realizando esbozos y pintando cuando se terciaba; nos dijo que era artista profesional, y que subsistía de momento con lo que le pagaban por pequeños encargos: la mayoría, cuadros de casas de campo; también nos contó que era soltero y que su padre viudo vivía en Cumbria. Durante los últimos días se había alojado en una posada cerca de Aldeburgh, y había hecho excursiones por toda la costa.

Ya entonces supe que quería volver a ver a Edward Ravenscroft y comencé a alabar las bellezas de Chalford, con la esperanza de que nos hiciera una visita. Y, en efecto, le gustó tanto lo que yo le dije de Chalford que preguntó si podía acompañarnos de regreso, y alojarse en The Ship para visitar aquella parte del condado. Para entonces George ya había descubierto cuál era el camino que deberíamos haber cogido para visitar el castillo, así que el sendero de regreso a casa nos condujo por un lugar alejado de los bosques de Monks Wood. Sólo fue necesario un intercambio de miradas reveladoras con Ada para que Edward fuera invitado a quedarse algunos días como huésped en la rectoría. Y esto ocurrió mucho antes de que llegáramos al Campo del Horno Romano.


Aquellos «días» de Edward como huésped en la rectoría se convirtieron en una semana, que empleamos completamente en la deliciosa ocupación de estar juntos (o así ha quedado en mi memoria), caminando durante horas todos los días o charlando en el patio. Más allá de su talento para la pintura, Edward no era especialmente culto, ni había leído mucho; no tenía gran interés en la religión ni en la filosofía… Pero era guapísimo -esta palabra me vino a los labios desde el principio, y conviene más que «apuesto»- y tenía un don para la alegría que consiguió mostrarme el mundo con otros colores, y lo amé. El cuarto día me besó y me declaró su amor -o quizá fue al revés, no lo recuerdo-, y desde aquel momento en adelante -lo escribiré, aunque suene a inmodestia o a algo aún peor- deseé que me hiciera el amor, sin saber siquiera qué significaban esas palabras exactamente, y que fuera más allá de besarme y abrazarme con fuerza, hasta que sintiera que me derretía de felicidad.

Me habría casado felizmente con Edward aquella misma semana, pero él me dijo desde el principio que no podía permitirse el lujo de casarse hasta que no se hiciera un nombre. (Subsistía con una pequeña asignación que le proporcionaba su padre, que era maestro retirado).

– Hasta que te vi -me dijo-, sólo vivía para la pintura…

(Yo no estaba completamente convencida de esto… La seguridad con la que me abrazaba me sugería que yo no era la primera mujer a la que había enamorado, pero yo era demasiado feliz como para que eso pudiera importarme).

– Ahora -añadió- sólo pienso en el día en que podamos estar juntos para siempre, y cuanto antes pinte una obra maestra, antes llegará ese día.

Ada y George, naturalmente, estaban preocupados por la rapidez con la que se había desarrollado nuestro noviazgo, y también por la necesidad de ocultar a mi madre nuestro compromiso matrimonial -porque eso era lo que yo creía que había entre nosotros-. Ada había dejado de ejercer de acompañante tras los primeros días, no sin temores y sospechas, que sólo me comunicó en secreto, sobre lo que mamá diría si lo descubriera…

– Mamá nunca lo aprobará -repliqué-. Ya sabes lo que piensa de los artistas; esto significará una completa ruptura entre las dos. Y no hay ninguna razón para decírselo por ahora… no, hasta que no podamos casarnos.

– Quizá no debamos decírselo -dijo Ada-, pero debes pensar en el escándalo que se formaría si… si se conociera que Edward te ha seducido bajo nuestro techo. Si tu madre lo descubriera, con toda seguridad escribiría al obispo y George perdería su trabajo…

– ¡Pero Edward no me ha seducido! Soy mayor de edad, y lo adoro, y no necesito el consentimiento de mamá para casarme con él…

– Eso no impide que tu madre pueda formar un escándalo. Y, además, un hombre… incluso un hombre bueno, como estoy segura de que es Edward… un hombre puede aprovecharse del amor que una mujer siente por él, especialmente cuando ambos son un poco alocados, como vosotros, y no tienen ninguna perspectiva inmediata de matrimonio. No pienses que soy insensible, querida: sé muy bien qué significa desear estar con la persona que te ama, pero sólo lo conoces desde hace una semana, y simplemente es muy poco tiempo para que puedas confiar en él… e incluso en ti misma. Sobre todo porque aún estás convaleciente.

– Sí, pero yo ya sé más de él de lo que Sophie sabrá nunca de su Arthur Carstairs. Nunca he estado más segura que en este momento. Y respecto a los «visitantes»… estoy segura de que sólo los produjeron las terribles cosas que ocurrían en casa… ¿Me estás diciendo que Edward no se puede quedar aquí?

– Me temo que no se puede quedar… al menos hasta que no le hayas dicho a tu madre que estás comprometida.

– Entonces… se lo diré -repliqué-, aunque estoy segura de que no nos dará su bendición. Pero… por favor, deja que Edward se quede… sólo unas semanas más…


Y así, a pesar de los recelos y sospechas de Ada, se acordó que Edward podía quedarse… de momento. Él insistió en contribuir, tanto como pudiera, en el sostenimiento de los gastos de la casa, tal y como hice yo, aportando una libra a la semana que mi madre me había entregado para cumplir con la visita. Aunque era muy pobre, Edward estaba comenzando a labrarse un nombre como pintor. Algunos de sus cuadros se habían vendido en una galería privada «situada en el peor lugar de Bond Street», como dijo alegremente, pero no obstante era en Bond Street [39]. Aparte de su estudio de la fortaleza de Orford, yo sólo había visto unos pocos lienzos recientes que enviaron desde una posada de Aldeburgh; todos ellos eran estudios de ruinas o lugares terribles, y todos mostraban las mismas cualidades y rasgos de verosimilitud y ensoñación a un tiempo. Ada le había ofrecido que se quedara en la habitación que quisiera (la rectoría, evidentemente, se había construido con la idea de que albergara una familia muy numerosa), y él había escogido un salón en desuso que se encontraba en la primera planta, con amplios ventanales y una buena luz del norte, y que le serviría tanto de habitación como de estudio. En los días de nuestro compromiso, Edward volvió al trabajo con entusiasmo. Aunque hablaba frívolamente de pintar una obra maestra, yo sabía cuán profundamente ansiaba el reconocimiento: estaba seguro de su talento, y sólo necesitaba la aceptación del mundo para confirmarlo.

Medité mucho acerca de cómo podría yo contribuir a que llegara ese día y pensé que podría intentar ganar algún dinero… Pero todo fue en vano. Aceptar un empleo como institutriz o dama de compañía -incluso aunque me lo hubieran ofrecido- significaría separarme de Edward, y de mis amigos. Pero sabía que no podía vivir indefinidamente de la caridad de George, por mucho que temiera regresar a Highgate, lo cual a su vez planteaba la temida perspectiva de escribir para contárselo a mi madre, porque retrasarlo mucho más no sería justo con Ada y George, ahora que toda la aldea sabía que Edward y yo estábamos comprometidos. Sin embargo, lo retrasé, porque cada vez que me sentaba con la intención de escribir, el pensamiento de la furia de mi madre se cernía sobre mí como una tormenta, anulando todo lo demás. Yo le había hablado a Edward de mis problemas con mamá, e incluso le había hablado de las amenazas de confinamiento en un manicomio, pero atribuí los «problemas» a mi sonambulismo, en vez de a mis «visitas»: ésa fue la única cosa de la que no me atreví a hablarle… Ni siquiera entonces supe por qué. ¿Dudaba de su amor?, me pregunté. No, por supuesto que no. Entonces, ¿por qué no decírselo? Mi conciencia parecía sugerirme que yo debería hablarle de aquello, pero entonces… sólo conseguiría que se preocupara por mí, y no había ninguna necesidad de ello, ahora que ya volvía a estar bien…

Mi único motivo de inquietud, aparte de ése, era el sentimiento recurrente de que yo había visto a Edward antes, en algún lugar, y que era importante -no sabía por qué que recordara dónde. A veces me descubría a mí misma observando a mi amado, pensando «¿Dónde te he visto?», sintiendo que la respuesta me rondaba la cabeza como cuando una palabra olvidada parece estar en la punta de la lengua, pero resulta imposible pronunciarla finalmente. Ni podía comprender por qué esta preocupación estaba ligada a un sentimiento de inquietud de que todo -salvo la amenazante confrontación con mi madre- era demasiado perfecto y mi felicidad demasiado completa… Era un temor vago y supersticioso que sólo me inquietaba cuando estaba sola. Quise convencerme de que esas preocupaciones eran meramente el recuerdo de mi antigua enfermedad… la cual, en esos momentos, estaba ya perfectamente curada, por supuesto.


Pocas semanas después, Edward decidió ir a visitar a su padre a Cumbria. A mí me habría encantado ir con él, pero viajar juntos sin compañía y sin el permiso de mi madre… era de todo punto imposible. Edward quería decírselo a su padre en persona, de modo que yo me apliqué a la tarea de escribirle a mi madre a la mañana siguiente de su partida. Había comenzado a escribir media docena de cartas («Ya sé que no aprobarás…» o «Me temo que te disgustará saber…») y las había descartado todas. Hasta que finalmente escribí: «Te sorprenderá, y espero que no te disguste, saber que estoy prometida en matrimonio con el señor Edward Ravenscroft, el artista». Parecía más adecuado no mencionar que Edward había estado en la rectoría… En fin, lo difícil era pensar en algo, cualquier cosa, que no aumentara el disgusto de mi madre.

Aún estaba luchando con la carta cuando George regresó de una visita que había hecho a Aldeburgh. Dijo que se había encontrado con John Montague, un conocido suyo del que ya me había hablado, en compañía de un caballero muy agradable que resultó ser Magnus Wraxford, el probable y futuro propietario de Wraxford Hall. Era tan agradable, de hecho, que George había invitado a ambos a cenar al día siguiente. Lamenté mucho que Edward se perdiera esta cena, porque el señor Montague era un pintor aficionado muy perspicaz; también era el abogado de la familia Wraxford. Al parecer, el doctor Wraxford iba a quedarse sólo unos días en la ciudad, para asistir a una vista judicial sobre la desaparición de su tío.

Ada, a pesar de que no se le había avisado, se alegró mucho por George.

– Tiene tan pocas oportunidades de hablar con intelectuales… -dijo-. Aunque Edward siempre resulta una compañía deliciosa, desde luego…

No podía estar en desacuerdo con Ada, porque la teología de Edward no iba más allá de exclamar: «Si cuando muera descubro que hay otra vida, me sentiré gratamente sorprendido. (Al menos, confío en que sea una sorpresa agradable). Y si no hay otra vida, todo será olvido. Soy partidario del carpe diem, me temo». Pero, más que aprovechar el día, yo utilicé el revuelo de la preparación de la cena como una excusa para dejar a un lado la carta que debía escribir a mi madre, de modo que no pude terminarla hasta la mañana siguiente. Y sólo la concluí porque Ada insistió en que si íbamos a hablar de mi compromiso matrimonial delante del doctor Wraxford -un médico de Londres con muchísimos conocidos, presumiblemente-, la carta debería estar en el buzón de mi madre, indefectiblemente, antes de que el caballero llegara a la ciudad. Ada y yo estábamos de pie, junto a la ventana del salón, cuando se presentaron nuestros invitados. Yo llevaba un sencillo vestido de noche, blanco, que mi madre deploraba profundamente (con el argumento de que estaba tan pasado de moda que podría haberse llevado el siglo pasado). Ada iba de azul oscuro, y yo imaginé que bajo el sol del atardecer, con los últimos rayos de luz prendidos en nuestro pelo, compondríamos una hermosa estampa. Pero no estaba preparada para el efecto que causaríamos -que causaría yo, concretamente, como pronto pude comprobar- sobre el señor Montague.

No obstante, a primera vista, Magnus Wraxford fue quien captó mi atención. Era muy poco más alto que John Montague, aunque más ancho de espaldas, pero a su lado, el señor Montague parecía moverse entre profundas sombras a medida que avanzaban por la alfombra. Magnus Wraxford no tendría más de treinta y cinco años, lucía un hermoso pelo negro y una barba negra muy recortada que le daban cierto aire mefistofélico, y ojos oscuros de notable luminosidad.

Aunque George había dicho que era apuesto, su simple presencia me resultó estremecedora. El dicho de que los ojos son las ventanas del alma revoloteó en mi pensamiento cuando le tendí la mano, pero cuando se tocaron nuestros dedos tuve la desconcertante sensación de que por un momento mi propia alma se había vuelto transparente a su mirada.

– Encantado de conocerla, señorita Unwin.

Su voz era grave y sonora, y me recordaba a alguien, no estaba segura de a quién.

– Y éste es el señor Montague -dijo George.

Me volví para saludarle -era un hombre muy reservado, vestido de negro, con el pelo castaño ya menguante- y comprobé que estaba muy nervioso. John Montague me observaba atónito… y cuando nuestras miradas se encontraron, se esforzó en ocultar su conmoción, como si hubiera visto un fantasma. Algo en su expresión de espanto me recordó fugazmente mi última «visita»; su gesto me pareció una sombra siniestra de la cual huí rápidamente. La mano que había cogido la mía era fría, y temblaba perceptiblemente.

– Y yo también, señorita… Unwin… estoy… estoy encantado, muy encantado… -dijo, tropezando en cada palabra.

– Gracias, señor. Siento mucho que mi… mi prometido, el señor Ravenscroft, no pueda estar aquí para conocerle.

No quería declarar mi compromiso con tanta precipitación, pero su nerviosismo me impelió a ello. Él se sobresaltó visiblemente cuando pronuncié la palabra «prometido», y me pareció que hacía un gran esfuerzo para dominar sus emociones.

– El señor Ravenscroft es un artista… profesional -dijo Ada- y viaja mucho en busca de nuevos motivos para sus cuadros.

– Muy interesante -dijo el señor Montague, con la mirada aún clavada en mí-. Es decir… quiero decir que…

Se hizo un embarazosísimo silencio mientras esperábamos a que continuara.

– Señorita Unwin -dijo finalmente-, debe usted perdonarme. El hecho es que… usted guarda un extraordinario parecido con mi difunta esposa Phoebe, y ello me ha perturbado lamentablemente…

– Oh, cuánto lo siento… -contesté-. Ya sé que su esposa falleció… ¿Ocurrió recientemente?

– No. Murió hace ya seis años.

– Lo lamento mucho… -repetí, y no pude imaginar nada más que decir.

Estando tan cerca, su conmoción por el parecido que yo guardaba con su difunta esposa resultaba absolutamente inquietante. Para mi alivio, Ada lo apartó un poco de nosotros y el doctor Wraxford comenzó a conversar conmigo.

– ¿Y el señor Ravenscroft vive cerca… de aquí?

– No siempre… -dije con cierta incomodidad-. Como ha dicho Ada, viaja mucho. Ahora ha ido a Cumbria a visitar a su padre.

– Edward Ravenscroft… No recuerdo haber oído ese nombre, pero tal vez haya visto algún trabajo suyo.

– Seguramente no… aún -dije-. Edward todavía se está abriendo camino en este mundo… sólo tiene veintiséis años, ya sabe… aunque estoy segura de que tendrá éxito.

– Entonces, esperaremos con expectación para contemplar los frutos de ese éxito. Soy un verdadero entusiasta de la pintura, señorita Unwin, especialmente de los artistas contemporáneos.

– Oh, da la casualidad -dije un tanto dubitativa- de que tenemos aquí uno de sus cuadros. Estoy segura de que a él no le importaría que la vea usted… y el señor Montague también, si quiere.

El estudio de la torre de Orford ya estaba enmarcado, y estaba colgado en la pared de enfrente del salón. Ambos caballeros -John Montague había recobrado la compostura, aunque yo sentí que su mirada se desviaba hacia mí cada vez que pensaba que yo no me daba cuenta- examinaron el cuadro en silencio durante algún tiempo, mientras George y yo esperábamos el veredicto. Ada había salido para comprobar cómo iba la cena.

– Es muy bueno… realmente muy bueno -dijo el doctor Wraxford finalmente-. Y de lo más original… ¿Ha estado el señor Ravenscroft en París?

– No -contesté-, aunque espera ir pronto.

Edward estaba decidido a ir a París en nuestra luna de miel, y noté que me ruborizaba cuando pensé en ello.

– En ese caso… es aún más impresionante, ¿no cree, señor Montague?

– Eh… sí, sí… muy interesante, como dice usted. Yo debo de haber intentado pintar esa torre al menos una docena de veces… y no he conseguido que mis cuadros sean ni la mitad de buenos que éste.

– ¡Vamos, vamos…! Mi querido amigo -dijo Magnus-, usted sabe que su cuadro de la mansión puede competir con cualquiera… de hecho, hay algo en esta pintura que me recuerda la suya. El señor Montague -nos explicó- ha pintado un soberbio estudio de Wraxford Hall a la luz de la luna.

– Y me temo que ése será mi canto del cisne. Tal vez haya oído usted, señor Woodward, una superstición que corre entre los cazadores furtivos: dicen que aquel que vea el fantasma del monje morirá en el plazo de un mes. En mi caso y dadas las circunstancias, aunque no he visto ningún fantasma, parece que ha sido mi talento el que ha muerto.

Lo dijo con cierta despreocupación, pero la amargura en su tono de su voz resultó evidente.

– Estoy seguro -dijo George- de que su talento sólo necesita un descanso durante algún tiempo. Además, usted es abogado y muchos asuntos reclaman su atención: no puede esperar que su trabajo supere el de hombres que no tienen nada que hacer a lo largo de todo el día más que pintar.

La expresión del señor Montague sugirió que no estaba en absoluto de acuerdo con esa teoría, pero cualquier respuesta que hubiera considerado fue reprimida, porque en ese momento sonó la campanilla que nos invitaba a cenar. Cuando retiraron los platos del pescado ya era completamente de noche. George estaba sentado en la cabecera de la mesa, dando la espalda a la chimenea apagada, con Ada y Magnus Wraxford a su derecha, y John Montague y yo a su izquierda, frente a las ventanas: una disposición que yo agradecí mucho, porque así no tendría que cruzar la mirada con él a menos que se dirigiera a mí directamente, lo cual apenas hizo. Aún estaba intentando sacudirme la premonición que él había inspirado.

Hasta ese punto, la conversación había girado en torno a la elección del señor Millais para la Academia [40], sobre las nuevas investigaciones bíblicas, sobre la eficacia del mesmerismo a la hora de mitigar el dolor e incluso como remedio para curar, una práctica que, según el doctor Wraxford, había sido prematuramente rechazada por la profesión médica. Habló durante algunos minutos sobre la naturaleza de la sugestión mesmérica y cómo podía influir incluso sobre el corazón y sus movimientos.

– A pesar de nuestro supuesto progreso -dijo a modo de conclusión-, nosotros, es decir, la mayoría de mis colegas, parecemos positivamente decididos a despreciar cualquier tratamiento que no podamos explicar en términos físicos, aunque sea efectivo. Ésta es la gran dificultad del mesmerismo; ésta, y su uso indebido en manos de charlatanes y curanderos. Oh, debe usted perdonarme, Montague… Ya le he hablado en alguna otra ocasión sobre este asunto…

John Montague murmuró algo que no pude entender.

– ¿Es posible mesmerizar a alguien contra su voluntad? -preguntó George.

– Es posible, sí… si se trata de un sujeto muy impresionable; pero sólo un charlatán lo haría.

– Y una vez hipnotizado, ¿el sujeto se sentiría impelido a hacer cualquier cosa que le ordenara el mesmerista?

– Yo dudo mucho que un individuo maduro y racional pueda ser impelido a actuar contra sus más profundos instintos. En todo caso, no tengo mucho interés en llegar hasta ese punto.

– Creo que usted ha señalado que, en estado de trance, se puede capacitar a un sujeto para que vea personas que no se encuentran presentes -dijo Ada.

Yo adiviné, por el modo como evitaba mi mirada, que hacía esa pregunta pensando en mí.

– Sí, absolutamente cierto.

– ¿Y eso podría explicar, en su opinión, que los espiritistas y los médiums crean que pueden mantener relaciones con los muertos?

– Efectivamente, podría explicarlo, señora Woodward: al menos podría explicarlo en aquellos médiums que no están simplemente perpetrando fraudes, lo cual es desgraciadamente muy común en los círculos espiritistas.

– ¿Y es posible -pregunté, esforzándome en mantener la voz firme- que una persona pueda caer en trance sin darse cuenta de ello y, de ese modo… ver… personas que no se encuentran presentes?

El doctor Wraxford me observó durante un instante antes de responderme. Sentí que estaba intentando adivinar qué estaba escondiendo tras la pregunta. Era bastante perturbador… el modo en que sus ojos oscuros reflejaban la luz de las velas.

– Sí. Es posible. Pero que un sujeto caiga en un trance profundo sin darse cuenta de ello… bueno, eso sería muy raro, señorita Unwin, a menos que usted se esté refiriendo a ese estado particular y característico que se da entre el sueño y la vigilia…

– No… -repliqué, reuniendo todo mi valor-. Supongo que… quiero decir que… una amiga me contó en cierta ocasión una extraña experiencia: una tarde entró en una habitación donde estaban sentadas su madre y sus hermanas, y vio a un hombre joven en el sofá… un joven al que no había visto nunca. Entonces, ella se dio cuenta de que ese hombre era invisible para los demás. El joven se levantó y se dirigió hacia donde estaba ella… ella no tuvo miedo, y después, la figura pareció desvanecerse en el aire. Por eso me gustaría saber… si es que mi amiga pudo caer en un trance.

– No creo que un estado de trance pueda explicarlo… ¿Está usted segura de que su amiga no se estaba engañando o…?

– Estoy completamente segura de que la experiencia fue tal y como ella la describió.

– Y su amiga no tuvo miedo… Es verdaderamente extraño…

– No. No tuvo miedo del joven: ella me dijo que no creía que fuera un fantasma, porque parecía muy normal… podía oír el ruido de sus pisadas sobre el suelo. Pero todo aquello la impresionó muy vivamente, porque sabía que el resto de los presentes no lo había visto.

El salón permaneció de repente en silencio. Me percaté de que las miradas de John Montague se dirigían sucesivamente al doctor Wraxford y a mí en varias ocasiones.

– ¿Y ésa ha sido la única experiencia de su amiga?

– Creo que sí… Ocurrió unas semanas después de una mala caída que la dejó inconsciente durante muchas horas.

De nuevo volví a sentir la presión del penetrante examen del doctor Wraxford, como si supiera lo que yo estaba omitiendo.

– Desde luego… tendría que examinar a esa joven señorita para estar seguro, pero podría muy bien ser que su amiga hubiera sufrido una lesión en el cerebro, la cual probablemente se curará con el tiempo.

– Estoy segura de que se sentirá muy aliviada de oír eso, señor.

– ¿Aliviada, señorita Unwin?

– Porque se va a curar, quise decir.

– Ah, comprendo.

El doctor Wraxford continuó observándome con inquisitivo interés. Sentí que estaba deseando decirme algo más, pero Ada rompió el silencio preguntando si había noticias respecto a la investigación judicial sobre la desaparición de su tío.

– Creo, señora Woodward, que el certificado de su fallecimiento se librará con bastante celeridad. Pero el señor Montague está en mejores condiciones de contestarle a usted.

– Debería ser sencillo y rápido -dijo John Montague-. En un caso como éste, donde no hay conflicto de intereses… quiero decir, que nadie pierde nada por una certificación de deceso, la tarea del tribunal consiste sencillamente en decidir si, dadas las pruebas disponibles, es altamente probable que la persona desaparecida esté muerta. Y dado que Cornelius Wraxford era un hombre mayor y débil, el hecho de que no haya sido visto desde la noche de la tormenta, hace ya tres meses, es suficiente: si salió de la casa, no podría haber sobrevivido una noche en el bosque.

»La única dificultad real es explicar cómo pudo salir de sus dependencias. Drayton, su ayuda de cámara, me dijo que él le vio retirarse a las siete de la tarde, antes de que rompiera la tormenta. Cuando yo llegué allí, unas veinticuatro horas después, todas las puertas estaban cerradas y acerrojadas por dentro, de tal modo que me vi obligado a romper la puerta que daba al estudio. Con seguridad, todas las ventanas estaban cerradas y los pestillos estaban echados también… y, en todo caso, están demasiado altas para que el anciano pudiera alcanzarlas. Así pues, o bien salió por un pasadizo secreto, aunque una indagación cuidadosa no reveló ningún indicio de nada semejante, o Drayton y yo nos equivocamos. A Drayton no se le puede preguntar nada: sufrió un ataque y murió, como ustedes sabrán, mientras yo estaba buscando al anciano. Desde entonces me he preguntado si las puertas de la galería, las cuales abrí desde el interior, en un estado de considerable nerviosismo, podrían haber estado sólo trabadas, y no cerradas con pestillo, como pensó el inspector de la policía; es más fácil dudar de mis propios recuerdos que creer que un hombre simplemente se ha desvanecido en el aire; y eso, espero, será lo que piense también el tribunal.

– Me he preguntado a veces -dijo George- si la desaparición de su propio tío… en… digamos… en similares circunstancias pudo haber tenido alguna influencia en su mente.

– Es muy posible -admitió el doctor Wraxford-. La condición mental de mi tío era muy frágil y la conmoción de la tormenta…

El doctor y John Montague intercambiaron algunas miradas, y yo creí que iba a continuar, pero entonces entró Hetty, la camarera, con la carne asada. George se ocupó de trincharla y Ada desvió la conversación hacia asuntos más ligeros.


Reconfortada por el diagnóstico del doctor Wraxford (eso fue exactamente lo que pensé), decidí disfrutar del resto de la velada. Habría sido perfecta, pensé, simplemente con que Edward hubiera estado a mi lado en vez del señor Montague… Pero entonces, reflexioné, no me habría atrevido a preguntarle nada al doctor Wraxford a propósito de «los visitantes».

Las cortinas no estaban echadas y el reflejo dorado de las llamas de las velas ondulaba entre los perfiles de los setos y los árboles; la imagen borrosa de mí misma parecía suspendida en el aire tras el hombro de Ada, reflejada en el oscuro cristal. Absorta en este juego de sombras, dejé de prestar atención a lo que sucedía en la mesa hasta que me di cuenta de que el doctor Wraxford llevaba hablando algún tiempo.

– … si algo sobrevive a la muerte o no -estaba diciendo-, y si la respuesta es afirmativa, en qué forma: ésta es, con toda seguridad, la gran cuestión de nuestros días. Yo creo que no se puede responder negativamente, porque siempre debemos estar abiertos a la suposición de que los muertos sobreviven, pero no pueden comunicarse con nosotros. Desde luego, un ejemplo innegable de comunicación desde el más allá establecería la verdad de una vez por todas. ¡Imaginen ustedes qué descubrimiento sería! El hombre que lo descubriera se encontraría junto a Newton y Galileo. Para todos aquellos que han recibido el don de la fe, por supuesto, esto queda fuera de toda duda -George pareció un poco incómodo en ese momento-, pero para aquellos que quieren ver antes de creer… Confío, señor Woodward, en que no encuentre ofensivas estas especulaciones…

– No, en absoluto -dijo George-. Me parece un asunto fascinante. Pero, desde su punto de vista, ¿qué constituiría una verdadera prueba? ¿Acaso una comunicación del más allá que no pudiera provenir de ninguna otra fuente? Los espiritistas, creo, aseguran que reciben mensajes de ese tipo a menudo.

– En ese punto reside la dificultad. Ninguna manifestación de los espiritistas convencerá jamás a un escéptico. Y si ustedes han asistido en alguna ocasión a una sesión de ese tipo, como he hecho yo, para mi desgracia, sólo para revelar un fraude, sabrán que la mayoría de las comunicaciones que se reciben a través de un médium son de una banalidad tan asombrosa que cualquiera pensaría que la vida del más allá es insoportable.

– Entonces, ¿diría usted que todas esas manifestaciones pueden explicarse como fraudes o engaños?

– La gran mayoría lo son, sí. Debería detenerme un instante antes de decir «todas», siquiera porque me gusta mantener la mente abierta. Desde un punto de vista científico, no hay ninguna conexión necesaria entre la doctrina cristiana, o la de cualquier otra religión, y la naturaleza de la vida después de la muerte, si es que la hay. Todas las religiones, por lo que yo sé, sostienen la promesa de alguna suerte de inmortalidad, bien sea el paraíso de los cristianos o los mahometanos, el ciclo del eterno retorno en varias religiones de la India y del Lejano Oriente, o el limbo de los chamanes. Todos los pueblos han tenido sus dioses, y se han derramado ríos de sangre por defender al verdadero Dios. Sin embargo, es posible que todos estén equivocados… o que todas esas creencias tengan un origen común. Hablando lógicamente, una prueba de cierta supervivencia no demostraría, en sí misma, la existencia de un dios, ni de ello se seguiría que la vida ultraterrena sea eterna. De hecho, para ser perfectamente lógicos, de ello no se seguiría que todos los seres humanos necesariamente sobrevivirían a la muerte.

– En ese punto, se separa usted de un modo radical de la doctrina cristiana -dijo George-. Yo diría que la sentencia que asegura que todos somos iguales a los ojos de Dios es una de las piedras angulares del cristianismo.

– Muy cierto, pero desde mi posición del científico escéptico, desgraciadamente, yo no puedo dar nada por seguro. Hablando desde mi experiencia como mesmerista, no hay ninguna dificultad en creer que el cielo y el infierno, y los dioses, los demonios, los fantasmas y los espíritus están todos en el cerebro humano… con la salvedad de que esto no los hace menos reales o menos poderosos que en el antiguo orden del mundo. Pensamos en la mente como un objeto enclaustrado en los estrechos límites del cráneo, pero podríamos igualmente imaginar una caverna llena de aguas oscuras y conectada por algún pasaje subterráneo con las infinitas profundidades del océano, y pensar en cada individuo como una diminuta gota de agua en una mente oceánica que lo contiene todo: todos los dioses y demonios, los paraísos y los inframundos de todas las religiones de la Tierra, toda la historia, todos los conocimientos, todo lo que ha ocurrido desde siempre. Sería una mente sobre la cual podría decirse verdaderamente que nada se ha perdido, ni siquiera el nacimiento de un gorrión…

Se detuvo, girando el pie de su copa de vino entre el pulgar y los otros dedos, y buscando reflejos de oscura luz carmesí en el cristal.

– Pero todo eso no son más que meras especulaciones, y estábamos hablando de la búsqueda de una prueba. Supongamos, para seguir con el argumento, que la comunicación desde el otro lado sea posible, y que exista una cosa semejante a la clarividencia (por la cual entiendo, específicamente y a falta de una palabra mejor, el poder de percibir a los espíritus y comunicarse con ellos): sabemos, puesto que no tenemos ni un solo ejemplo probado, que la auténtica clarividencia debe de ser extraordinariamente rara. Pero no importa, supongamos que nos hemos topado con alguien que parece poseer esa facultad…

»Tomemos, por ejemplo, si usted nos lo permite, señorita Unwin, el caso de la experiencia de su amiga. Si un joven exactamente igual hubiera muerto recientemente, o poco después, y su amiga, sin conocerlo en absoluto, lo hubiera reconocido en un retrato… bueno, eso merecería la pena investigarse. Y si ella no hubiera tenido una, sino varias experiencias semejantes, entonces tendríamos un caso de clarividencia… en principio.

Me retorcí las manos en el regazo y me esforcé en dominar la respiración. ¿Es que George había hablado con el doctor Wraxford acerca de mis «visitantes»? Seguramente no; se acababan de conocer.

– Respecto a las pruebas, la dificultad obvia es que nadie más puede ver los espíritus. Pero esta noche, bajo el estímulo de nuestra conversación, he comenzado a vislumbrar cómo podría conseguirse… Sabemos que en el trance mesmérico un sujeto puede adquirir inusuales poderes mentales: el francés Didier, que podía leer la mente, jugaba a las cartas con los ojos cerrados e identificaba el contenido de sobres cerrados con gran exactitud, es sólo el ejemplo más conocido [41]. Luego si el poder de la clarividencia existe, es posible inducirlo mediante la sugestión mesmérica.

»Así pues, tomemos a un grupo de individuos y sometámoslos a un trance mesmérico, digámosles que han adquirido el poder para ver espíritus, pero, en cualquier caso, sin darles ninguna orden de lo que tienen que ver. Pongámoslos en un lugar propicio junto a nuestro presunto clarividente, el cual no ha sido mesmerizado, obviamente, y junto a otros dos observadores de confianza que tampoco hayan sido mesmerizados. Entonces, si el clarividente y los sujetos mesmerizados, todos ellos, relatan una idéntica experiencia y el resto de observadores no ven nada, pero se percatan de que los otros miran en la misma dirección y reaccionan a los mismos estímulos… en ese caso, confieso que estaríamos más cerca que nunca de obtener una prueba objetiva, y a muy poco de poder atrapar a un espíritu e interrogarlo delante de la Royal Society [42].

– ¿Qué entiende usted como un «lugar propicio»? -preguntó George, que, como el señor Montague, había estado escuchando con asombrada fascinación.

– Confieso que no puedo pensar en otro lugar mejor que la mansión… Las casas antiguas siempre me han parecido que acumulan calladamente, como las botellas de Leyden, los influjos del pasado [43]… Desde luego, muy probablemente todo acabaría en nada, pero sería interesante llevar a cabo el experimento… si contáramos con un clarividente, por supuesto.

Una vez más sentí su inquisitiva mirada sobre mí.

– ¿Cree usted, señorita Unwin, que su amiga querría participar en nuestro experimento? Es decir… suponiendo que las experiencias de su amiga se hayan desarrollado en los términos que hemos expuesto…

– Me temo que no querría, señor -dije casi sin aliento, sintiendo perceptiblemente que mi rubor desmentía todos mis esfuerzos-. La conozco lo suficientemente bien como para poder decir que si fuera tan desdichada que… y volviera a ver algo… sólo querría que la curaran de esa dolencia.

– Exactamente -dijo el doctor Wraxford con tristeza, y no pude menos que mirarlo con cierta sorpresa-. Yo siempre he pensado que la marca irrefutable de un verdadero clarividente tendría que ser el deseo de librarse de esa capacidad a toda costa. Eso no significa, por supuesto, que su amiga esté tan angustiada como usted dice…

– Qué interesante -dijo Ada con firmeza-. Ahora, caballeros, es hora de que la señorita y yo nos retiremos y les dejemos a ustedes beber un poco de vino tranquilamente.


– Lo siento, lo siento muchísimo, querida… -dijo Ada tan pronto como estuvimos a salvo en el piso de arriba-. No tendría que haber sacado a colación ese tema jamás…

– Hiciste bien -dije-. Fui yo quien quiso preguntarle, y si no hubiera sido por la última parte de… Dime: ¿George le contó algo ayer sobre mis visiones?

– No -contestó-, estoy segura de que no. Pero el doctor Wraxford parece un observador muy perspicaz, y supongo que habrá imaginado que tú y tu amiga sois la misma persona.

– Espero no haberme traicionado delante del señor Montague. Era tan inquietante… ¡me tomaba por su esposa! Pero no quiero que Edward sepa nada de mis visiones por ahora. ¿Crees que el doctor Wraxford estaba bromeando cuando dijo lo del experimento en su mansión…?

– No lo sé -dijo Ada-. Parece que utiliza y descarta ideas como quien se quita y se pone una chaqueta. Parecía que lo estaba diciendo completamente en serio… hasta que hizo esa observación sobre la Royal Society. Es un hombre muy inteligente. Estoy segura de una cosa: George está completamente fascinado. Y ahora, querida, debes irte a la cama y no pensar más en todo eso… Pareces completamente agotada.

A pesar de todo, permanecí levantada hasta altas horas, reprochándome sucesivamente haber engañado a Edward -¿qué podría decir yo si al señor Montague o al doctor Wraxford se les ocurriera hablar de «mi amiga» en su presencia?- y temiendo la respuesta de la carta que había enviado a mi madre. Estas preocupaciones se tornaron cada vez más angustiosas… hasta que caí rendida en un sueño inquieto, del cual desperté, o eso me pareció, en un sueño muy vívido… Me encontraba deambulando por una mansión enorme y desierta, que identifiqué como Wraxford Hall, buscando una joya preciosa que Edward me había regalado. La joya había desaparecido. No supe cómo, pero comprendí que toda la culpa residía en mi propio descuido. Para empeorar las cosas, no podía recordar de qué clase de piedra se trataba, porque a medida que pasaba de una habitación a otra, una voz en mi cabeza canturreaba: «¡Esmeralda! ¡Zafiro! ¡Rubí! ¡Diamante…!». Una y otra vez, una y otra vez, y ninguna de esas joyas parecía la mía, porque la piedra desaparecida era diferente: era una gema de un color más hermoso que cualquiera de aquéllas, y sabía que debería ser capaz de verla, e incluso de recordar su nombre, pero no podía…

En el sueño, la mansión estaba absolutamente en silencio. La luz que todo lo envolvía, incluso en los pasadizos donde no había ventanas, era pálida y grisácea, como la que hay en los días nublados. Las salas, en su mayoría, estaban casi vacías; cada una parecía contar con su propio tramo de escaleras a la entrada, dos o tres peldaños de subida o de bajada, y los pasadizos, construidos en el mismo estilo, también tenían diferentes niveles. Aunque la casa, en sí misma, no era especialmente siniestra, mi ansiedad y preocupación por el destino que hubiera podido correr la joya se agudizaban gradual y constantemente hasta que se convertían en un insoportable zumbido…

Entonces se me ocurrió que aún no había buscado en el comedor. Aquel pensamiento propició un vertiginoso cambio de escena: la luz disminuyó hasta convertirse en una pálida tiniebla marrón, y yo me encontraba en el umbral de la sala en la que había cenado aquella misma noche. Las cortinas estaban echadas y las velas, apagadas; el salón parecía estar vacío, pero cuando avancé hacia la mesa, vi, por encima del respaldo de la silla en la que se había sentado George, la oscura silueta de una cabeza. De algún modo supe que la cabeza era la del doctor Wraxford. Aún tenía tiempo para volverme y salir calladamente de aquel lugar, pero quizá la joya había caído en el tapizado de mi silla, y si caminaba de puntillas hacia delante, muy cuidadosamente, podría verla. Ya me encontraba a pocos pies de la figura inmóvil cuando pude oír una voz que hablaba a mi espalda, desde la puerta; su voz sonó como una campana, cada vez más y más fuerte, hasta que me hizo gritar… «¡No…!». Y entonces me desperté en medio de una luz gris apagada y me encontré de pie, junto al primer escalón, en lo alto de las escaleras.


Nuestros invitados se quedaron a dormir aquella noche, pero yo no volví a verlos, y permanecí en la habitación hasta que se marcharon al día siguiente. Yo tenía la intención de contarle mi sueño a Ada, aunque no el episodio de sonambulismo, pero cualquier pensamiento al respecto quedó apartado de mi cabeza cuando llegó un telegrama de mi madre. Sólo eran dos palabras: «Regresa inmediatamente». Supe al instante que tendría que desobedecerla y le supliqué a Ada que me permitiera dejar todas mis cosas en la rectoría y volver aquella misma tarde, si había trenes de regreso.

– Pero, entonces, nos estaremos enfrentando abiertamente a ella -dijo Ada-, y puede escribir al obispo. Sus acusaciones no necesitan ser ciertas para que George pierda su puesto…

– Entonces… debo encontrar un modo de detenerla -dije-. Lo que más teme del mundo es perder a Arthur Carstairs. Y no importa lo que ocurra, jamás volveré a vivir con ella; si no puedo quedarme contigo, buscaré un trabajo. Preferiría ser camarera a volver a vivir con mamá…

– No sabes lo que estás diciendo -dijo Ada-. Pero… por supuesto, puedes volver aquí, con nosotros. Quizá no sea todo tan malo como temes…


En el camino hacia Londres intenté imaginar cada posible amenaza que mamá podría emplear, y pensé algunas respuestas adecuadas. Pero cuando el coche de punto subió por Highgate Hill, aún me sentía absolutamente incapaz de afrontar aquella terrible situación. También me di cuenta de que, aunque Highgate era un lugar precioso, ya no era mi hogar. Pensé en mi padre, tendido en su tumba unos cientos de yardas más allá… aunque, por supuesto, él no estaba allí: sólo sus restos mortales… pero si papá no había dejado de ser, simplemente… ¿dónde estaba su espíritu? Todo aquello me recordó mis visiones y el hecho de que la última noche había caminado en sueños: era la primera vez después de muchos meses. También me recordó la amenaza de mi madre, que prometió encerrarme… Hasta que finalmente me bajé frente a aquella puerta pintada de negro que me resultaba tan familiar. Temblaba tanto que a duras penas podía mantenerme en pie.

Una doncella que yo no había visto jamás me hizo pasar, y avanzamos hasta el salón que hay al final del pasillo, donde estaba sentada mi madre. No me habló, pero me señaló una silla que estaba delante de ella, como si yo fuera una niña mala que debe recibir un castigo. Mi madre llevaba un vestido de crepé, así que durante un instante me pregunté si algún familiar se habría muerto, y su pelo gris estaba estirado incluso más hacia atrás de lo que era habitual, consiguiendo que los huesos de su rostro sobresalieran aún más bajo su piel estirada. Cuando la doncella se fue y cerró la puerta tras ella, vi que mi madre sujetaba mi carta entre el índice y el pulgar de su mano izquierda.

– ¿Debo entender que estás absolutamente decidida a ser nuestra ruina? -dijo, ondeando débilmente la carta con los dos dedos, como si el mero hecho de tocarla le resultara repugnante.

– No, mamá…

– Entonces, ¿es que te has vuelto loca de repente?

– No, mamá…

– Entonces, definitivamente has decidido arruinarnos la vida. Ese… ese Ravenscroft… ¿dónde lo has encontrado?

– En Orford, mamá. Estaba pintando…

– No me interesa nada la pintura. Sólo me interesa saber cómo es posible que el señor Woodward haya podido permitir que esta desgraciada relación se haya producido. Ha incumplido vergonzosamente con su deber, y escribiré al señor obispo para decirle que…

– Mamá, es lo más…

– ¡No me interrumpas! Quiero saber dónde y cómo te has encontrado con ese libertino y quién le permitió seducirte.

– Edward no es un libertino, mamá, y no me ha seducido… Es un caballero respetable.

– Creía que me habías dicho que era un artista.

– Sí, mamá, es muy bueno…

– Muy bueno, ¡naturalmente! ¡Por supuesto que es un libertino! ¡Un libertino que se ha aprovechado de los caprichos de una niña egoísta y testaruda! Esto es una enajenación mental, como dijo el doctor Stevenson. Debería haberte encerrado antes de que nos deshonraras. Ahora, escúchame: por supuesto, no habrá boda. Te prohíbo mantener en el futuro cualquier comunicación con ese Ravenscroft, y desde luego, no puedes volver a casa del señor Woodward. El doctor Stevenson te examinará mañana, y entonces veremos… qué podemos hacer contigo. ¿Me he expresado con claridad?

Hasta ese momento permanecí sentada, incapaz de moverme, crucificada por su furiosa mirada. Parecía que tenía la lengua pegada en el paladar, y las palabras que me esforzaba en pronunciar salían de mi boca como sonidos inarticulados.

– Sophie no está en casa -dijo mi madre, respondiendo a algo que ella pensaba que yo estaba diciendo-. No quiere verte hasta que te hayas arrepentido de esta maldad. Cuando leyó tu carta, me dijo: «No pensaba que mi hermana pudiera ser tan cruel…».

– ¡Eso no es justo! -grité-. Me importa mucho la felicidad de Sophie. Mamá: ¿es que temes que los Carstairs rompan el compromiso si saben que estoy comprometida con Edward?

– ¿Temer? ¡Ah, temer! ¿Es que estás completamente loca, Eleanor? Si tienen el más mínimo indicio de que mi hija mayor tiene la intención de arrojarse en brazos de un libertino muerto de hambre, por supuesto, nos dejarán plantadas.

– ¿Y cuando Sophie esté casada, mamá?

– La boda está planeada para noviembre.

– Muy bien -dije, haciendo acopio de todo mi valor-, entonces Edward y yo no anunciaremos… no haremos público nuestro compromiso hasta que Sophie se haya casado.

Recordé, mientras hablaba, que ya se lo había dicho al señor Montague y al doctor Wraxford.

– ¿Te atreves a discutir conmigo? ¿Es que no me has oído? ¡No te casarás con ese Ravenscroft de ningún modo!

– Mamá… olvidas que ya soy mayor de edad, y que puedo casarme con quien yo elija.

Mi madre pareció aumentar de tamaño en aquella pálida luz.

– Si no me obedeces -susurró entre dientes-, te retiraré tu asignación. Y dudo que el señor Woodward quiera recibirte de nuevo… si quiere conservar su puesto.

– Si haces eso, mamá -dije sin aliento-, Edward y yo nos casaremos inmediatamente… y entonces, ¿qué será del compromiso de Sophie?

Se puso de pie, con los ojos desorbitados. Pensé que se iba a abalanzar sobre mí como una bestia salvaje, que saltaría sobre mí, y que rodaríamos con la silla por el suelo. Si mi madre hubiera tenido una daga en la mano en aquel momento, estoy segura de que me habría dejado muerta sobre la alfombra. Sin embargo, allí permanecimos, de pie, cara a cara, y entonces me di cuenta, por primera vez, de que yo era más alta que mi madre.

– Entendámonos -dije, con una voz que a duras penas reconocí como mía-: Edward y yo no anunciaremos nuestro compromiso hasta que Sophie se haya casado y, a cambio, tú seguirás entregándome mi asignación hasta que yo me haya casado. Y me tienes que prometer que no escribirás al obispo. ¿Estamos de acuerdo?

Clavó su mirada en mí, sin pronunciar ni una sola palabra, mientras yo me preparaba para otra arremetida. Pero en vez de ponerse furiosa, me habló con gélido desdén, deteniéndose cada pocas palabras, para hacer hincapié en ellas, y con cada pausa rasgaba mi carta en trocitos más pequeños, y finalmente los arrojó esparciéndolos a mis pies.

– Ya veo, Eleanor, que no tienes remedio. Muy bien: les diremos a los Carstairs que estás enferma y que te hemos enviado al campo para una larga convalecencia. Desde luego, estarás demasiado enferma para poder acudir a la boda de tu hermana Sophie. Tu asignación se interrumpirá ese día. Te enviaré todas tus cosas a casa del señor Woodward. De ahora en adelante… sólo tengo una hija. No, no… una cosa más: puedes irte de esta casa ahora. Y no vuelvas nunca más.

Arrojó al suelo los últimos pedacitos de papel y se volvió hacia la puerta, la abrió e hizo sonar la campanilla para llamar a la doncella.

– Esta visita ya se va -oí que le decía-. Puedes enseñarle el camino.

Sus pasos se fueron alejando por el pasillo y oí que subía las escaleras.

– ¿Sería tan amable de pedir un coche? -le dije a la doncella cuando vino-. Me siento un poco débil, y creo que necesito un momento…

La doncella cogió la moneda que le ofrecí, mirando temerosamente al techo, y se fue. «Tengo que irme de aquí», me dije, y avancé tambaleante hacia la puerta y por el recibidor, hasta la entrada del salón. Allí me vi obligada a detenerme, aferrándome al marco de la puerta para sujetarme. La puerta estaba abierta, como había estado la aciaga tarde que nos visitaron los Carstairs. Allí estaba el sofá donde mamá y Sophie estaban sentadas, allí estaba el lugar donde mi madre me pidió que me sentara. Y vi, como si fuera hoy, al joven delgado con su oscuro traje de luto, y entonces me di cuenta con horror dónde había visto antes a Edward Ravenscroft.


No puedo recordar cómo abandoné la casa. Supongo que la doncella me debió de ayudar a subir a un coche de punto, pero en mi cabeza sólo existe un espacio en blanco entre ese momento y el instante en que sentí el traqueteo del coche dando tumbos por las nauseabundas calles de Shoreditch. El viaje en tren discurrió en medio de un adormecimiento nebuloso, durante el cual, gracias a Dios, fui incapaz de pensar, y sólo cuando vi a Ada esperándome junto a la puerta de la rectoría, las emociones del día se deshicieron en lágrimas. La conversación con mi madre fue más que suficiente para justificar mi angustia, y contárselo todo a Ada al menos sirvió para reducir el recuerdo de lo que había visto a un nudo pequeño y helado en la boca del estómago. Pero aquella noche, ya sola en mi habitación, con la cama moviéndose como el coche de punto, y el traqueteo y el rechinar del tren aún resonando con aquellos sonidos metálicos en mis oídos, me vi obligada a enfrentarme a la imagen del joven que había visto en el sofá…

Al menos en apariencia, ambos eran bastante distintos: Edward tenía el pelo largo y revuelto, mientras que el joven del sofá lo tenía corto y escrupulosamente peinado; su piel era lisa y pálida, mientras que Edward la tenía curtida por el viento y el sol; el joven del sofá permanecía sentado, muy derecho y quieto, con las manos aferradas a las rodillas, mientras que Edward siempre se tumbaba desgarbadamente. Pero sus rostros eran idénticos: tenían la misma altura y la misma complexión. Cualquiera podía pensar que uno se había dedicado a la abogacía y el otro a las artes, o sospechar que el joven podría ser el hermano gemelo, e idéntico, de Edward. ¿Cómo pudo habérseme pasado por alto aquel parecido? No puedo ni imaginarlo. Quizá algún instinto protector me empañó la memoria.

«Si un joven exactamente igual hubiera muerto…». Por supuesto, Edward no iba a morir, me dije desesperadamente. Todo es una simple coincidencia. Estaba sobreexcitada tras la escena con mamá. Había exagerado el parecido. Pero el miedo no aflojó sus garras. ¿Me sería posible volver a mirar a Edward sin ver el rostro de la aparición en él? ¿O temía ver… lo que Edward podría ser… en vez de ver lo que era? No sabíamos nada de él, después de todo; aparentemente, había surgido de la tierra… No podía estar segura de que la dirección de Cumbria que me había dado fuera realmente la de su padre… y ni siquiera sabía a ciencia cierta si tenía padre. «¡Absurdo, absurdo!», me decía la voz de la razón: «Esto no es clarividencia», me dije, «sólo es… ¿qué fue lo que dijo el doctor Wraxford…? Sí, sólo es una lesión del cerebro, y se curará sola con el tiempo». Pero aquella frase fue saltando de un pensamiento terrible a otro -una lesión del cerebro, una lesión del cerebro-, hasta que se convirtió en el ruido de las ruedas del tren traqueteando a través de un sueño en el que me veía impelida a volver una y otra vez a Londres.

Si Ada me hubiera preguntado directamente si había algo más que me preocupara, creo que se lo habría dicho, pero ella, naturalmente, atribuyó mi ansiedad y mi abatimiento al enfrentamiento con mi madre. No dije nada sobre la aparición en la larga carta que le escribí a Edward, y sobrellevé varios días de malos presentimientos -me había advertido que escribía muy pocas cartas- antes de que una alegre nota desde Cumbria desvaneciera mis temores más disparatados. Todo iba bien, me dijo en su carta; estaba seguro de que su padre nos daría su bendición y de que mi madre «cambiaría de opinión con el tiempo». «He comenzado un nuevo óleo», escribía, «en el cual he depositado grandes esperanzas… Puede que transcurran aún otros quince días antes de que podamos vernos de nuevo, mi querida niña, pero escríbeme todos los días… y perdóname si yo no lo hago. Te lo compensaré cuando regrese junto a ti».

Para Ada, que siempre había mantenido maravillosas relaciones con su madre y sus hermanas, la idea de una ruptura definitiva entre mi familia y yo era casi inimaginable.

– Debes intentar reconciliarte con ella, Nell -me dijo un día, mientras regresábamos caminando a la aldea-. Sería terrible no volver a ver jamás a tu madre, no importa lo que haya ocurrido entre vosotras.

– Pero me ha forzado a elegir entre ella y Edward -le dije-. La sangre no siempre se aprecia más que el agua [44]. Resulta extraño que me pidas que evite esa ruptura: Sophie y yo nunca hemos estado unidas desde que éramos niñas, y respecto a mamá, no he tenido con ella más que desencuentros. Lo que verdaderamente temo es que comience a crear problemas con el obispo una vez que Sophie se haya casado; nunca me perdonaría que George perdiera su puesto por mi culpa.

– No creo que tu madre lo haga… -dijo Ada-. Formar un escándalo después de la boda sería muy embarazoso para Sophie. Nell, debes entender que resulta muy razonable, desde el punto de vista social, que tu madre intente conseguiros buenos maridos… No frunzas el ceño, querida, sabes perfectamente a qué me refiero. Y sé cuán difícil puede resultar tu madre, pero de todos modos rezo para que os reconciliéis. Si algo nos ocurriera a George y a mí…

– Pero acabas de decir que no crees que mi madre dé problemas -repliqué con inquietud-. ¡Oh, antes viviría a pan y agua en un cobertizo que regresar con mamá, incluso aunque me admitiera de nuevo en casa!

– No hablarías tan a la ligera de cobertizos si tuvieras un niño -dijo Ada tranquilamente-. Lo que quiero decir es esto: imagina que te quedas sola en el mundo… Te arrepentirías amargamente de este distanciamiento.

Pensé en su propia pena, y cambié de asunto, pero no pude evitar preguntarme si Ada pensaba que yo había tratado a mi madre con excesiva severidad, cuando real mente yo no veía qué otra cosa podía haber hecho, por ella y por mí, y así, la cuestión quedó en suspenso entre nosotras, como un silencioso reproche. Quizá fue por esa razón por la que, a la tarde siguiente, rompí nuestra habitual costumbre de ir a dar un paseo juntas después del almuerzo, y salí sola de la casa por mi cuenta.


Aunque se suponía que estábamos en pleno verano, la brisa era fresca y húmeda, y el cielo tenía un color gris acerado. Dejé que mis pies me llevaran donde quisieran, y resultó que quisieron ir hacia el sur, por el camino que George nos había llevado aquel día, cuando nos encontramos con Edward por vez primera. Absorta en mis pensamientos, no me di cuenta de lo lejos que había llegado hasta que el sendero comenzó a empinarse, y entonces me percaté de que los bosques de Monks Wood se extendían hasta el horizonte. Las aulagas y la retama se mostraban dispersas a uno y a otro lado de mi camino; no había ningún signo de vida, ni sonido alguno, excepto los balidos de las ovejas y los desolados graznidos de algunos pájaros. En compañía de George y Ada aquella soledad me había resultado simplemente pintoresca; ahora, me sentí repentinamente pequeña e insignificante.

Mientras permanecía allí quieta, pensando si seguir adelante o regresar, una figura a caballo apareció en el collado que tenía ante mí, dirigiéndose hacia la izquierda… pero entonces se detuvo, como si el jinete estuviera estudiando el terreno. Comencé a preocuparme cuando se volvió y empezó a descender directamente hacia donde yo me encontraba. No sabiendo qué hacer, me quedé inmóvil, con el corazón latiéndome muy rápido a medida que el caballo se acercaba más y más, hasta que la figura que montaba la cabalgadura se mostró primero como un hombre alto con la barba negra muy recortada, y después, como Magnus Wraxford.

– Creí reconocerla, señorita Unwin. Éste es un lugar muy solitario para pasear… -dijo mientras se detenía a unos pasos de mí.

Iba vestido como un caballero que tiene previsto ir de caza, con una chaquetilla negra de montar, con los pantalones de equitación rojos, y con las botas embetunadas.

– Quería estar sola -dije, e inmediatamente me arrepentí de haber pronunciado aquellas palabras demasiado personales.

– Entonces… disculpe que haya perturbado su soledad -dijo, sonriéndome, pero sin hacer ningún movimiento para hacer girar al caballo.

De nuevo tuve la incómoda sensación de que mis pensamientos estaban a la vista.

– No quería decir eso, señor, sólo… -y no supe qué añadir.

– Entonces, si no me estoy entrometiendo… ¿puedo acompañarla?

– Gracias, señor, pero ya me he alejado mucho de casa. Debo volver a Chalford, y eso seguramente le apartará de su camino…

– No, en absoluto, señorita Unwin; estaré encantado de acompañarla, si usted me lo permite, y mi caballo se alegrará del descanso.

«Quiere preguntarme por mi amiga», pensé. Tenía en la punta de la lengua una excusa para negarme a que me acompañara cuando de pronto me di cuenta de que le debía pedir que no hablara de mi compromiso, y decidí hacerlo. Entretanto, él desmontó y comenzó a caminar a mi lado, llevando al caballo por las bridas. Me sentí aliviada de que no insistiera en que me cogiera de su brazo.

Al principio, apenas hablamos -o, más bien, apenas habló-. Mientras tanto, yo intentaba reunir el valor suficiente para decir lo que debía decir, por el bien de Ada y de George. Él me dijo que acababa de ir a ver la mansión para ver qué podría hacerse con ella; la resolución en el caso del deceso de su tío Cornelius era inminente, aunque aún pasarían varios meses antes de que se fijara la validación del testamento. Recordé entonces cuando dijo que la mansión sería un emplazamiento ideal para su experimento de clarividencia, lo cual me irritó sobremanera. Sin embargo, a pesar de mi disgusto, se me ocurrió que aquella era una oportunidad que jamás se me volvería a presentar. Él había hablado del poder del mesmerismo para curar enfermedades nerviosas; había adivinado, estoy segura, que yo estaba hablando de mí misma. Así pues, ¿por qué no preguntarle si conocía algún tratamiento que pudiera prevenir más apariciones en el futuro? Mis contestaciones a sus preguntas eran cada vez más y más vagas a medida que esa idea se apuntalaba en mí, hasta que se hizo absolutamente natural que me preguntara si había algo que me preocupaba.

Con titubeos y con muchas dudas, le conté todo acerca de mis «visitas», desde mi sonambulismo y la caída hasta el momento en que creí reconocer a una persona en el salón de mi casa, una semana antes. Me escuchó atentamente, e incluso me pareció que con admiración, preguntándome muy pocas cosas hasta que hube terminado.

– Espero que comprenda, señor, que esta… esta dolencia… me resulta profundamente angustiosa -dije a modo de conclusión-. Usted mencionó, cuando estuvo cenando con nosotros, la posibilidad de una lesión en el cerebro, que se curaría sola con el tiempo, pero si hay un remedio eficaz y más inmediato para evitar esas apariciones, le estaría sumamente agradecida de que me lo dijera. Tengo muy poco dinero, y con toda seguridad no puedo reunir el suficiente para recibir un tratamiento, pero al menos sería un alivio saber que…

– Mi querida señorita Unwin -me interrumpió, con un gesto casi ofendido-, permítame asegurarle que todos mis conocimientos profesionales están completamente a su disposición. Dejando aparte otras consideraciones, su caso es único, al menos por lo que yo sé, y sería un honor y un privilegio ayudarla en lo que pueda.

»Permítame confesarle, ante todo, que si usted no hubiera decidido librarse de esas «visitas», como usted las llama, me fascinaría ver en qué acaba todo… Aquella noche yo hablé de una lesión en el cerebro, y después hablé de clarividencia: escuchando su historia completa hoy, estoy más convencido que nunca de que ambas cosas no son necesariamente incompatibles. Por supuesto, no sabemos siquiera, a ciencia cierta, que exista clarividencia en su caso (ése es un territorio desconocido); pero no tema, señorita Unwin: haré todo lo posible para asegurarnos de que esas apariciones no vuelvan a ocurrir. La sugestión mesmérica es, creo, la vía más prometedora, aunque tendré que pensar exactamente con qué sugestionarla… Me quedaré con el señor Montague algunos días más; si a usted le viene bien, podría visitarla en la rectoría… Y no, no… Insisto: la única cuestión es si usted me permite que intente llevar a cabo un tratamiento, sabiendo que no puedo garantizar absolutamente el éxito.

Con un gesto de amable desprecio desestimó todas mis objeciones respecto a las molestias que podía causarle o el tiempo que podía robarle, y me aseguró que todo quedaría en el más estricto secreto entre nosotros; además, sugirió que si yo no quería que Ada y George se preocuparan en exceso por mí, siempre podría decirles que el tratamiento era por los dolores de cabeza. La conversación concluyó con mi asentimiento: el doctor Wraxford visitaría la rectoría dos días después, a las tres en punto.

– Aún hay otro favor que querría pedirle, señor -dije-. Por… por varias razones, creo que sería mejor si el señor Ravenscroft y yo no anunciáramos formalmente nuestro compromiso hasta que mi hermana se haya casado, en noviembre, de modo que le estaría sumamente agradecida si esa noticia no saliera de aquí, de nuestro pequeño círculo…

– Pero… por supuesto -contestó-, y, si usted lo desea, se lo comunicaré al señor Montague. Y ahora que la iglesia de St Mary ya está a la vista, entiendo que no debo inmiscuirme más en su soledad. Hasta el viernes, señorita Unwin: salude de mi parte al señor y a la señora Woodward.

Una vez más rechazó con un gesto mis agradecimientos, se acomodó en la silla de montar y espoleó a su caballo en dirección al camino de Aldeburgh. Suponía que me acabaría acompañando durante todo el camino, hasta la rectoría, y me sentí aliviada por no tener que explicar su presencia apresuradamente; y, sin embargo, su repentina partida me dejó con el sentimiento de que aquello había sido un encuentro clandestino. Sólo cuando se perdió de vista me di cuenta de que posiblemente no pudo haberme reconocido a aquella distancia, desde lo alto de la colina, y entendí que no había sido un encuentro premeditado.


El viernes por la tarde, a las tres en punto, el doctor Wraxford se presentó en la rectoría, vestido en esta ocasión con un traje negro, un corbatín alto y un sombrero de copa. Desde nuestro último encuentro, yo había malgastado mucho tiempo en arrepentirme de haber confiado en él. Ada me había preguntado en varias ocasiones si estaba segura de que mi problema no había reaparecido y me regañó por la imprudencia de haberme aventurado tan lejos, y sola, por el monte. A mí no me gustaba tener secretos con ella; y aún me gustaba menos aquel sentimiento de haber traicionado a Edward revelando más de mí misma al doctor Wraxford de lo que había deseado revelarle a mi prometido. Además, la insistencia del doctor Wraxford en tratarme como una amiga más que como una paciente me lo había puesto todo aún más difícil. Pero ya estaba hecho, y todo lo que podía esperar era que su tratamiento resultara efectivo.

Hetty le hizo pasar al pequeño salón donde yo había decidido esperarle. Ada, prudentemente, se había quedado en las escaleras, diciendo que se reuniría conmigo cuando concluyera la consulta. Pero cuando Hetty salió y cerró la puerta, me sentí tan incómoda que estuve a punto de correr hacia las escaleras, confesarlo todo, y pedirle a Ada que estuviera conmigo durante el tratamiento.

– Ahora, señorita Unwin -dijo, como si respondiera a mis pensamientos-, le aseguro que no tiene nada que temer. Lo peor que puede ocurrir es que mi sugestión no surta efecto; en ese caso, usted no empeorará. Es necesario que esté tranquila para que pueda mesmerizarla. Y entonces, en esencia, le daré ciertas órdenes a su cerebro para que rechace cualquier dato extrasensorial que pueda presentársele (en estado de vigilia, por supuesto), y sin importar la fuente de la que provenga. No será consciente de esas órdenes en el momento, ni recordará nada de ello cuando se despierte del trance. Puede que sea necesario repetir el tratamiento en varias ocasiones antes de que resulte completamente efectivo, pero el principio es muy sencillo.

»Hay un obstáculo potencial -añadió-. Para que el tratamiento tenga éxito, debe usted depositar toda su confianza en mí; de otro modo, su mente no será receptiva a la sugestión mesmérica. Por tanto, si usted tiene alguna reserva que le impida ponerse en mis manos, le ruego que lo diga ahora.

– No, señor. Tengo plena confianza en usted -dije entre titubeos-. Sólo… el mesmerismo me preocupa un poco… ¿Podría Ada estar aquí mientras usted…?

– Me temo que en este punto necesitamos aclarar ciertas cosas: la conciencia que usted tendría de la presencia de su amiga aquí impediría que atendiera única y exclusivamente a mi sugestión, y el método podría resultar ineficaz. Los mesmeristas de los teatros, por supuesto, actúan delante de un auditorio, pero cuando se hace con un propósito serio…

– Comprendo -dije-. Entonces intentaré hacer todo lo posible por tranquilizarme.

– Más bien, intente relajar su voluntad, exactamente como si estuviera cansada y deseara irse a dormir. Todo lo que tiene que hacer es mirar y escuchar.

Tras esta orden, me senté en un sillón, con los brazos descansando a los lados y con la cabeza apoyada en un cojín. Él puso una mesa auxiliar pequeña justo delante, y colocó una silla al otro lado, exactamente frente a mí. Entonces cogió una vela de la repisa de la chimenea, la encendió, y la puso en el centro de la mesa que había entre nosotros, antes de correr las cortinas y sentarse en la silla. Deslumbrada por la llama de la vela, no podía ver nada más allá del círculo de luz en el cual nos encontrábamos sentados. El rostro del doctor Wraxford parecía colgar suspendido en la oscuridad que había al otro lado. La luz acentuaba los contornos de sus huesudas mejillas y las bolsas de los ojos; sus pupilas eran tan negras como azabache pulido acogiendo dos reflejos gemelos de la llama de la vela.

Algo centelleó y brilló y comenzó a girar en torno a la llama que había entre nosotros. Parecía una moneda de oro, quizá del tamaño de un chelín, pero estaba grabada por ambos lados con un extraño dibujo geométrico que no pude identificar. ¿Lo llevaba siempre con él? Oí su voz ordenándome seguir el movimiento de la moneda. Vueltas y más vueltas, vueltas y más vueltas… «Tienes mucho sueño, mucho sueño…», canturreaba su voz… Vueltas y más vueltas… «Sientes que los párpados te pesan mucho…», pero una parte de mi mente se mantenía alerta, y no se rendía. Intenté cerrar los ojos, pero se abrieron de nuevo por sí mismos. Seguía manteniendo la tensión: era como si pudiera oír una campana de advertencia sonando al tiempo de las oscilaciones de la moneda.

– Lo siento -musité finalmente-. No puedo hacerlo.

– Ya lo veo -dijo el rostro sin cuerpo que había al otro lado de la vela-. No puedo ordenarle que tenga confianza en mí, señorita Unwin, pero sin ella, no puedo ayudarla.

– Lo siento -repetí desesperada-. No sé qué hacer…

Él se levantó, descorrió las cortinas y la habitación volvió a recuperar su orden natural.

– Puede que hayamos actuado un tanto precipitadamente. Si desea intentarlo de nuevo, volveré mañana a la misma hora…

– Gracias señor -dije-, pero no debo abusar de su generosidad. No, señor, le ruego… Me avergonzaría que usted perdiera otro día por mi culpa. Ahora… ¿tomará el té con nosotros? Ada le ha invitado particularmente…

– Muchas gracias a usted, señorita Unwin, pero debo marcharme. He recordado de camino aquí que tengo que pasar por la mansión. Así pues, quedo a la espera de volverla a ver pronto a usted… y al señor Ravenscroft, por supuesto, cuando regrese de Cumbria.

Y con esas palabras, se fue, dejándome arrepentida de todo corazón de haberle dicho una sola palabra acerca de mis «visitas».


Edward regresó una semana más tarde, y mi temor de que aquella visión pudiera interponerse entre ambos desapareció con la alegría de nuestro primer abrazo y la noticia de que uno de sus cuadros se había vendido por treinta guineas, el precio más alto que había propuesto. Otro éxito como aquél, me aseguró, y podríamos casarnos tan pronto como Sophie estuviera definitivamente desposada.

Yo esperaba que el doctor Wraxford hubiera regresado a Londres, pero el día inmediatamente posterior recibimos una carta de John Montague invitándonos a todos a almorzar en su casa, dentro de una semana. Magnus Wraxford estaba deseando conocer a Edward y vendría especialmente desde Londres para verlo. Para empeorar aún más las cosas, George y Ada tenían un compromiso ese mismo día. Edward, por supuesto, estaba impaciente por acudir a aquella comida y me vi forzada a decirle que el doctor Wraxford había intentado curar mis dolores de cabeza, y a responder a todas las preguntas que me hizo sobre el mesmerismo, y a insistir en que aquello no había funcionado simplemente porque yo era una mala paciente. El día del almuerzo fingí que me encontraba mal en el último momento. Pasé un día largo y triste en la rectoría, esperando a que Edward regresara; vino por fin al anochecer, en un estado de increíble excitación.

– Entonces… ¿el almuerzo ha sido un éxito? -pregunté.

Estábamos sentados en el jardín, bajo la rama de un árbol que estaba empezando a dejar caer sus hojas, en lo que debería haber sido un perfecto atardecer.

– No, el almuerzo exactamente… no. Ha habido un poco de todo. Wraxford y yo ya nos hemos hecho amigos: es un hombre notable, como dijiste, pero creo que no le gusto mucho a John Montague. No lo entiendo: fui muy educado y elogioso respecto a su pintura de la mansión, pero creo que él, simplemente, no quiso romper el hielo. Lamentaron mucho que no hubieras podido ir, especialmente el doctor Wraxford… Creo que lo has conquistado, ya sabes… Después del almuerzo, el doctor y yo dimos una larga caminata por el paseo de la playa, pero Montague no quiso unirse a nosotros, y estoy seguro de que fue por mi causa.

»Pero no, no estoy contento por nada de eso. Lo maravilloso es que observando la pintura de Montague, he tenido la idea de realizar una serie de estudios de la mansión, entre el día y la noche… Es un motivo maravillosamente siniestro. La escena principal será la mansión bajo una tormenta, iluminada por el gran resplandor de un rayo. El doctor me contó todo sobre la desaparición de su tío, ¿sabes?, y la historia resulta ciertamente impresionante… Tengo entendido que la mansión se encuentra actualmente en una especie de limbo legal, pero finalmente acabará perteneciendo a Wraxford. En todo caso, se lo he consultado y dice que no le importa en absoluto que acceda a la propiedad, y que se lo comunicará a Montague. Le pregunté si sabía por qué Montague la había tomado contra mí, pero no me contestó… Sólo dijo que no se lo tuviera muy en cuenta… Pareces preocupada, querida mía, ¿qué ocurre?

– Nada, sólo que… la mansión es un lugar funesto y está tan lejos…

– Oh, no andaré yendo de acá para allá continuamente: dibujaré todos los bocetos de una sola vez… Podré dormir en los viejos establos o en algún lugar así. Wraxford me ha dado un plano del terreno. Espero que tengamos una tormenta antes de que las noches se pongan demasiado frías. No tienes que inquietarte por nada, querida niña: he dormido muchas veces al raso, y sé, puedo sentirlo, que esto va a proporcionarme la fama y, para colmo, nos llevará hasta el altar.


Edward empleó toda una semana -la más larga de mi vida, eso pensé entonces- haciendo bocetos en la mansión. Ada estaba preocupada por mi nerviosismo, y en varias ocasiones sugirió que fuéramos a dar un paseo hasta Monks Wood. Pero yo sabía que Edward odiaba que lo observasen mientras trabajaba; creía que le daba mala suerte. A mí me preocupaba que pudiera considerarme una niña tonta e histérica. Y, aunque no me gustaba admitirlo, temía que pudiéramos encontrarnos de repente con Magnus Wraxford. Me molestaba enormemente que aquel hombre supiera más de mí que el propio Edward; aquello me carcomía la conciencia como si hubiéramos mantenido un romance culpable, y, sin embargo, no podía decidirme a contarle a Edward (ni siquiera a Ada) lo que me había ocurrido con la última aparición.

¿Pero cuál sería la diferencia si lo contaba todo? Él me volvería a llamar su querida niña y me diría que todo era culpa de mi imaginación hiperactiva, y me embaucaría con sus besos, y se marcharía tan alegre a la mansión… de la cual regresaría maravillosamente animado, con un buen número de esbozos bajo el brazo, y se encerraría en su estudio para trabajar.

El tiempo continuó siendo agradable; si acaso, se tornó más cálido a medida que avanzaba septiembre y las hojas caídas comenzaban a reunirse bajo los árboles, y mis malos presagios fueron desapareciendo lentamente, hasta que una tranquila y húmeda noche Edward anunció que había terminado el primer cuadro.

Yo ya había oído algunas cosas de la mansión: las suficientes como para imaginar murciélagos revoloteando en torno a una torre en el crepúsculo… Pero el cuadro era bien distinto: el cielo sobre las copas de los árboles tenía una tonalidad azul pálida, casi sin nubes, en el que se difuminaban sutiles vetas y espirales de esponjoso vapor. Todo en el cielo sugería una idílica escena vespertina, pero ésa no era en absoluto la impresión que causaba la mansión. Las luces del sol sólo parecían acentuar la oscuridad en el bosque circundante y hacer más profundas las sombras en el interior de las ventanas. Y, de algún modo, incluso aunque yo no hubiera visto el modelo original, las proporciones del edificio parecían sutilmente erróneas, como si se estuviera observando a través del agua.

– Estoy muy contento con este lienzo -dijo Edward después de que todos lo felicitáramos-, y espero que Magnus Wraxford también lo esté. Ha vuelto a Aldeburgh. ¿No os lo dije? Recibí una nota suya ayer; se quedará al menos una semana.

– Excelente -dijo George-. Deberíamos pedirle que viniera a cenar de nuevo con nosotros… y a John Montague, por supuesto.

– Sí, estupendo -dijo Edward mientras Ada y yo intercambiábamos inútiles miradas-. Estoy seguro, querida, de que conseguirás que el señor Montague se muestre más afable conmigo.

Les había hablado a todos acerca de la extrema frialdad de Montague para con él. George apuntó que probablemente envidiaba el talento de Edward y la libertad de que disponía para pintar, pero yo me temí que todo pudiera deberse a mi extraño parecido con la esposa muerta del señor Montague.

– Preferiría que no viniera -dije-. ¿Por qué deberíamos invitarlo cuando se ha mostrado tan desagradable contigo?

– Bueno, no fue tan desagradable… -dijo Edward-. Además, preferiría resolver esos problemas en vez de aumentarlos; y además, no querría dejar de ver a Magnus.

Así pues, se despachó hacia Aldeburgh una invitación para cenar al cabo de cinco días, dejándome aún más amargamente arrepentida de haber mencionado jamás la cuestión de las apariciones. Pero a la mañana siguiente, mientras me encontraba sentada a la sombra de un olmo, intentando concentrarme en mi libro, oí el ruido de cascos en la gravilla y vi a Magnus Wraxford, vestido como si hubiera ido de caza, desmontando a la puerta de la rectoría. Ada y George salieron, y yo supe que debería levantarme e ir a saludarlo, pero no me moví, y un instante después lo perdí de vista mientras se dirigían a la puerta principal. Como pasaron los minutos sin que Hetty viniera a buscarme, me di cuenta de que Magnus debía de haber preguntado por Edward, así que esperé allí con inquietud, esperando que se me llamara en cualquier momento, hasta que al final volvió a aparecer, cruzando el sendero de la entrada sin dirigir una mirada hacia donde yo me encontraba, montó en su caballo y lo espoleó colina arriba.

El sonido de los cascos del animal apenas se había dejado de oír cuando Edward apareció en el jardín y vino corriendo hacia mí.

– ¡Qué suerte hemos tenido! -gritó-. ¿No lo has visto?

– ¿Ver? ¿A quién? Creo que debo de haberme quedado dormida.

– ¡A Magnus! -dijo, cogiéndome en brazos-. Va a comprarme el cuadro… ¡por cincuenta guineas!, y quiere los otros tres, a cincuenta guineas cada uno… ¡sin haberlos visto! ¿No es maravilloso? Yo quería que viniera él mismo y te lo contara, pero dijo que no podía quedarse. Podemos casarnos inmediatamente, en cuanto tu hermana se halle felizmente desposada… ¿y quién sabe? Quizá tu madre quiera ceder un poco y darme la bienvenida a la familia, ahora que soy un hombre de recursos…

Por un instante, me sentí avergonzada de haberme escondido de Magnus, pero aquel pensamiento quedó inmediatamente apartado ante la emoción de lo que Edward me estaba diciendo. Comprendí que hasta ese momento no había confiado en absoluto en que aquel día llegaría; ahora incluso me permití tener la esperanza de que Edward pudiera mantener una agradable relación con mi madre. Aquella noche la celebración se regó con varias botellas de champán, que nos acompañaron en la conversación, la cual se alargó hasta muy tarde, y cuando me fui a la cama, me quedé tumbada despierta durante mucho tiempo, completamente feliz, pero demasiado excitada como para dormir, hasta que, cuando estaba rompiendo el alba, el cansancio finalmente me rindió.


Debió de ser culpa del champán, o quizá fue por aquel calor opresivo e impropio de la estación… En todo caso, me levanté muy tarde, con los indicios de un dolor de cabeza que, a pesar de todos mis esfuerzos por mitigarlo, empeoró notablemente. La humedad era absolutamente insólita. George volvió del pueblo diciendo que nadie podía recordar una cosa semejante; Edward estaba seguro de que estaríamos más frescos en un baño turco. No se adivinaba ni el más mínimo soplo de aire en el patio o en el jardín. Grandes nubes grises colgaban bajas e inmóviles sobre nuestras cabezas, oscureciéndose lentamente a medida que transcurrían las horas. Alrededor de las tres tenía la cabeza como si unas tenazas de acero me estuvieran retorciendo las sienes. Entonces supe que debía retirarme a mi habitación.

Tras un periodo de tiempo indefinido, el dolor comenzó a remitir. Estaba en mitad de un sueño que se desvaneció antes de que pudiera recordarlo cuando me despertó un fogonazo luminoso que iluminó toda la habitación incluso a través de las cortinas que estaban echadas, seguido pocos segundos después por el ensordecedor estallido de un trueno que envolvió la casa y rugió y retumbó y sacudió la rectoría hasta sus cimientos. Casi inmediatamente oí una fuerte ráfaga de viento, el tintineo de las gotas de agua en el cristal de la ventana y, después, el rugido de un diluvio cayendo sobre la grava de la entrada a la casa…

Mi dolor de cabeza casi había desaparecido; fui hasta la puerta. Había lámparas encendidas en el pasillo y comprobé que casi eran las ocho y media. Bajé las escaleras para reunirme con los demás y vi que Ada y George se encontraban de pie junto a la ventana del salón. Por el gesto de Ada supe, antes de que dijera nada, que Edward había salido…

– Se fue poco después de que tú subieras a la habitación. Le dije que te ibas a preocupar muchísimo, pero no quiso escucharme; dijo que esperaba que estuvieras durmiendo hasta la noche y que regresaría antes de que te despertaras.

– Al menos -dijo George-, habrá llegado a la mansión mucho antes de que haya roto la tormenta. A su paso, debería haber llegado allí a las cinco y media… Así que habrá podido refugiarse. Deberíais intentar no…

El resto de su comentario se perdió en un fogonazo cegador y en un estallido atronador que sonó justo sobre la casa, después de lo cual los fogonazos luminosos continuaron, rayo tras rayo, acompañados por un estruendo tan ensordecedor que parecía que el techo fuera a derrumbarse a cada momento. Nos resultó imposible hablar durante muchos minutos, hasta que los rayos y los relámpagos fueron cesando gradualmente y el viento fue remitiendo hasta que no se oyó ningún ruido, salvo el que producía aquel torrente de lluvia constante.


La noche transcurrió inimaginablemente lenta. Volví a bajar con las primeras luces del alba. La lluvia había cesado, el viento era frío y húmedo y venía cargado con los perfumes de la naturaleza agitada y golpeada. Había despojos de la tormenta dispersos por el jardín, desde pequeños tallos y hojas empapadas a grandes ramas, y el agua se había concentrado en grandes charcos sobre la hierba.

George apareció poco después, ataviado con el capote de lluvia y el sueste.

– Bajaré a la mansión -dijo- para acompañarlo en el camino de regreso…

– Yo también iré… -dije.

– No. Debes quedarte… por si acaso no nos encontramos en el camino.

Quince minutos más tarde, ya se había ido. Ada bajó, e hizo todo lo posible por parecer alegre y despreocupada, pero yo podía asegurar, a tenor de su palidez, que tampoco ella había podido dormir. Dieron las seis, y luego las siete, y luego las ocho… A las nueve ya no pude resistirlo más y dije que iría hasta la aldea… Pero apenas había alcanzado la iglesia cuando oí el retumbar de cascos acercándose, y el tílburi de George apareció en la loma y comenzó a descender la colina hacia mí. No venía nadie con él, y entonces supe, en el preciso instante en que pude ver su rostro, que ya no había esperanza.


Tres días más tarde, Edward yacía para siempre en el cementerio de St Mary. George le había encontrado a los pies del muro, exactamente debajo del cable que conectaba los pararrayos con la tierra. Su mochila con los útiles de pintar estaba colgando alrededor de su cuello; al parecer había intentado subir por el cable, presumiblemente antes de que estallara la tormenta, y allí había encontrado la muerte. Pero… ¿por qué había hecho aquello? Nadie lo sabía. Edward no había hecho testamento, de modo que sus pocas pertenencias, incluidos sus cuadros, tenían que ir a manos de su padre, que quedó tan abatido con la noticia que ni siquiera pudo asistir al funeral.

Recuerdo las semanas siguientes como un abismo oscuro y árido. No pude llorar, ni siquiera ante su tumba, y sólo deseé morirme. Magnus Wraxford vino a la rectoría varias veces, y también lo hizo John Montague, pero yo no quise verlos. Ada me dijo que George le había escrito a mi madre, pero que no había recibido respuesta alguna. El anuncio de la boda de Sophie llegó en una tarjeta impresa.

La peor angustia de todas fue reconocer que Edward había encontrado la muerte en el momento en que me conoció. Ada insistía en que cualquiera que pierde a un amado o a un marido podría decir lo mismo. Por supuesto, Edward no habría venido a Chalford si no hubiera estado conmigo, pero yo no me culpaba por eso.

– No es lo mismo -le dije finalmente, una tarde invernal-. Tuve una premonición… una visión de su muerte… antes incluso de que nos conociéramos.

Le conté la historia de aquella «visita», pensando que finalmente comprendería hasta qué punto yo era culpable, pero no lo comprendió en absoluto.

– Ni siquiera te diste cuenta de su parecido -dijo- hasta que se produjo aquella horrible escena con tu madre; estabas conmocionada y alterada: y desde luego, interpretarías del modo más terrible lo que era… un simple sueño en la vigilia, querida. Nada de eso tiene que ver con Edward, en absoluto. Edward murió porque era demasiado osado… osado hasta la temeridad… Él se habría reído de tu visión, tú sabes que él se habría…

– Sí -le dije con aire sombrío-. Pero yo vi la aparición, y él murió. Y nada de lo que cualquiera pueda decirme podrá cambiar eso.


Por aquel entonces había comenzado a darme cuenta realmente de lo que sucedía a mi alrededor, aunque todo me parecía, excepto por Ada y George, absolutamente carente de luz y esperanza, y cuando John Montague vino a visitarnos unos días más tarde, decidí que nada pasaría por verlo. Cuando Ada lo trajo al salón, vi que estaba vestido de luto y pregunté, sin mucho interés, si había perdido a alguien cercano. Su mandíbula parecía aún más alargada y estrecha de lo que yo recordaba, y las arrugas en torno a su boca, más profundas y marcadas, y sus ojos más sombríos y oscuros.

– No -dijo con cierta incomodidad-. Visto así por… por respeto hacia usted.

– Es muy amable por su parte, señor. Especialmente porque sé cuánto le desagradaba mi prometido -le contesté con alguna aspereza.

– ¿Le dijo él eso? -Ni siquiera parecía capaz de pronunciar el nombre de Edward.

– Sí, me lo dijo.

– Lamento mucho haberle dado esa impresión… Señorita Unwin: vengo a decirle que si hay algo en este mundo, cualquier cosa, que yo pueda hacer, o si puedo servirla a usted de cualquier modo, le ruego que no dude jamás en pedírmelo.

Su voz repentinamente comenzó a temblar por la emoción.

– Gracias, señor. Pero no, no necesito nada.

– Y… ¿se quedará usted en Chalford, señorita Unwin?

– No lo sé.

Se hizo entonces un silencio grave y pesado, y, después de unos instantes, se levantó y se despidió. Algunas semanas más tarde, George nos dijo que el señor Montague se había ido al extranjero.

Pero aún quedaba por resolver la cuestión aplazada: ¿qué iba a hacer yo? Mi asignación se había interrumpido tras la boda de Sophie; no tenía dinero y no podía vivir para siempre de la caridad de George: poco importaba cuán cariñosamente insistieran ambos en que debía quedarme con ellos. Yo ya había decidido más o menos buscar un empleo como institutriz en Aldeburgh, donde al menos no estaría excesivamente separada de ellos, cuando George consiguió, a través de un primo del norte de Inglaterra, un nombramiento para ocuparse de una pequeña parroquia en Yorkshire, en la cual debería comenzar a trabajar pocos meses después. Ada me aseguró que aquello no guardaba ninguna relación con mi madre -aunque admitió que el estipendio sería más pequeño-: sólo había sucedido que el beneficiado de la rectoría de St Mary se había recuperado de su enfermedad y regresaría a la aldea la próxima primavera. Y, por supuesto, yo debía ir con ellos; no había discusión posible al respecto y no cabía pensar otra cosa, especialmente teniendo tan reciente la muerte de Edward.

Creo que me podrían haber convencido, de no haber sido por un oscuro temor: me aterrorizaba, sobre todas las cosas, enfrentarme a una aparición que tuviera el rostro de George o de Ada. Era muy fácil para George decir prudentemente que ese tipo de temores eran comunes tras una gran pérdida: él no había visto a aquel «visitante» en el sofá. Racionalmente, yo sabía que vivir con George y Ada no podía resultar un peligro para ellos, pero no había nada racional en mis «visitas». Y si me convertía en institutriz y conseguía que los niños a mi cargo me quisieran… ¿no tenía la responsabilidad de advertir a mis patronos acerca de esa maldición? ¿Y quién querría contratarme si lo contaba?


Una húmeda mañana de enero me dirigí sola al cementerio de St Mary. La brisa venía cargada con los aromas de las hojas caídas; delgadas gasas de niebla serpenteaban entre las lápidas. La tumba de Edward había perdido su aspecto reciente y nuevo, pero el dolor por su muerte era tan agudo como siempre. Me había quedado allí de pie durante algún tiempo, perdida en melancólicas reflexiones, cuando oí unas pisadas en el sendero de gravilla que había detrás de mí, y me volví: era Magnus Wraxford, que se acercaba.

– Señorita Unwin… discúlpeme por molestarla.

– No… Me alegro de verle -dije. No vestía con ropa de montar esta vez, sino que venía ataviado formalmente con un traje negro y un pañuelo blanco-. Siento no haberme encontrado lo suficientemente bien… cuando usted fue a visitarnos.

– No debe disculparse; sólo he venido a ofrecerle mis más profundas condolencias. La muerte del señor Ravenscroft ha sido una verdadera tortura para mi conciencia…

– Fue usted muy amable con él, señor; fue su generosidad la que habría permitido que nos casáramos… si no hubiera sido por…

– No fue generosidad, señorita Unwin, sino reconocimiento de un talento muy notable que el mundo… Oh, discúlpeme… Lo último que querría sería incomodarla aún más. Me temo que yo fui en parte responsable. He deseado mil veces no haberle animado a pintar la mansión…

– No debe culparse, señor -dije, pensando cuánto brillo desprendía el espíritu de este caballero en comparación con el del señor Montague-. Aunque usted se lo hubiera prohibido, Edward habría encontrado el modo de llegar allí y pintarla. En absoluto es culpa suya.

– Es usted muy amable, señorita Unwin.

Permanecimos allí en silencio durante unos instantes, mirando la lápida de Edward, sobre la cual se había grabado:


PARTIÓ HACIA EL UNIVERSO DE LA LUZ


– Lo peor -dije, sin mirar al doctor Wraxford- es saber que encontró la muerte cuando me conoció… Me refiero a la aparición. Nunca se lo dije.

– ¿Cree que habría habido alguna diferencia si lo hubiera hecho? -me preguntó, como si fuera un eco de Ada.

– Quizá no… pero podría ser. Usted dijo que si un joven de su idéntica descripción muriera, ello probaría que soy clarividente…

– «Daría a entender», más que «probaría», señorita Unwin. Pero… sí: creo que usted es lo suficientemente valiente como para afrontar el hecho de que probablemente lo es.

– No -dije con vehemencia-. No lo soy… quiero decir que no soy valiente. Después de esto, ¿cómo puedo vivir con una persona por la que sienta cariño o a la que ame? Es una cosa diabólica, una enfermedad abominable y maligna. Dejaría que me cortaran una mano por librarme de eso… -y rompí a llorar.

Si hubiera intentado consolarme, creo que me habría apartado de él, pero no lo hizo; permaneció a mi lado, en silencio, sin moverse ni mirarme, hasta que me hube recobrado.

– Señorita Unwin -dijo finalmente-, si usted me permitiera intentarlo una vez más… si me permitiera mesmerizarla, y así, espero, prevenir que pueda volver a ocurrir, me sentiría profundamente honrado. Por el momento, me hospedo en The Ship, por el asunto de la propiedad, ya sabe, y no tengo compromisos urgentes en Londres. Estoy enteramente a su disposición.

Pensé de nuevo en su generosidad para con Edward, y en mi propia ingratitud al ocultarme de él aquel otro día, y después de un breve titubeo, acepté. Dijo que me visitaría al día siguiente, hizo una reverencia y se alejó apresuradamente… Y allí me quedé, preguntándome si él también había venido a visitar la tumba de Edward y por qué se encontraba en Chalford cuando su abogado -en ese momento, presumiblemente, el socio del señor Montague- estaba a diez millas de allí, en Aldeburgh.


La tarde siguiente, a las dos, Magnus Wraxford entró de nuevo en el pequeño salón que daba a la parte delantera de la rectoría. En el exterior hacía un día desagradable y sombrío. Yo había dormido muy mal y pasé la mañana yendo de un lado a otro por toda la casa, intentando prepararme para su llegada. Ada sabía ahora exactamente por qué había venido el doctor y yo me sentí más tranquila sabiendo que mi amiga se encontraba en la habitación contigua, leyendo en el comedor; así, le dije al doctor que estaba dispuesta a comenzar cuanto antes. Pero el temor regresó a mi pecho cuando él corrió las cortinas. Intenté concentrarme en la moneda que oscilaba frente a mí, intenté sentir que el sueño me dominaba, pero nuevamente fui víctima de la ilusión óptica y de nuevo advertí que Magnus Wraxford se había transformado en un rostro sin cuerpo, con llamas de vela en vez de ojos, y con una mano cortada oscilando sobre la mesa. Intenté imaginar la mano de Ada sobre la mía, pero sabiendo que ella se encontraba al otro lado de la pared, eso me resultó de todo punto imposible. Mis ojos se negaban a cerrarse; de pronto me encontré escuchando un extraño tono muy bajo en su voz, muy vibrante, en vez de las palabras que estaba canturreando. Una brisa helada rozó mi mejilla. La vela tembló y casi se apagó, de modo que los miembros sin cuerpo que había frente a mí se retorcieron y se estremecieron, y los ojos resplandecieron momentáneamente.

«No puedo continuar», pensé. Y entonces oí a Edward, que decía: «Ese hombre tiene unos ojos extraordinarios… Si yo fuera pintor de retratos, con seguridad desearía tenerlo como modelo». A menudo, cuando intentaba evocar el rostro de Edward, sus rasgos sólo aparecían en mi memoria como una figura de contornos borrosos; y en otras ocasiones aparecía espontáneamente, tan claro y nítido en mi mente como si lo tuviera sentado a mi lado. Ésta fue una de esas ocasiones. Podía oír perfectamente la melodía de su voz: su cara se me presentó, iluminada con la alegría y la esperanza, y, sin embargo, no sentí temor; podía notar su presencia allí, en aquel momento, junto a mí, en aquella habitación oscura. Permanecí vagamente consciente mirando la brillante moneda y los rasgos de Magnus Wraxford flotando tras ella, pero Edward me llamaba desde la clara luz del día, diciendo palabras que yo sabía que eran palabras de consuelo, palabras que me esforzaba en escuchar pero que no podía distinguir, y su presencia permaneció conmigo hasta que, sin ninguna transición perceptible, me encontré en medio de una luz grisácea, con el punzante olor de una vela apagada en mi nariz, y Magnus Wraxford mirándome desde arriba. A través de las cortinas abiertas pude ver la niebla retorciéndose en volutas junto a los cristales de la ventana.

– Lo siento -dije-. Lo intenté…

– Desde luego, señorita Unwin, pero… francamente, nunca he visto nada semejante. Parece como si fuera a caer en un trance profundo, pero entonces… no responde a ninguna de mis sugestiones. Me parece que ni siquiera las escucha…

– Me temo que no -dije-. He tenido un sueño… al menos creo que ha sido un sueño… con Edward. Me estaba hablando, pero no podía entender lo que decía.

– Comprendo. -Había un tono de frustración en su voz, pero no podía culparle por ello: decididamente, no estaba acostumbrado a fracasar-. Entonces… quizá realmente se haya quedado dormida, aunque no lo parecía…

– Lo siento mucho, de verdad, señor -repetí-. Siento mucho haberle hecho perder tanto tiempo…

– No, en absoluto -dijo, recuperando su buen humor con una triste sonrisa-. Sólo estoy avergonzado por mi propia incompetencia. ¿Podríamos intentarlo de nuevo mañana?

– Señor, no creo que… -comencé a decir, pero él rechazó mis protestas, declinó la oferta de tomar el té con nosotros y se fue antes de que yo pudiera recordarle que estaba invitado a cenar.

Aquella noche hablé de aquel problema con Ada y George.

– Estoy segura -dije- de que si el doctor le permitiera a Ada sentarse conmigo, yo caería rápidamente en trance, pero él dice que podría interferir en mi concentración.

– Comprendo -dijo George-. No hubiera pensado jamás que una tercera persona pudiera constituir un obstáculo, pero yo no sé nada de la ciencia del mesmerismo… Para hablar francamente: ¿temes que esté abusando de tu confianza?

– Tal vez… aunque no siento exactamente eso. No sé qué es exactamente lo que me desconcierta.

– A mí me parece -dijo Ada un tanto titubeante- que si sus intenciones no fueran honorables, insistiría en verte en otro lugar. Estaría corriendo un gran riesgo aquí…

– Sí, tienes razón… -dije.

– Me pregunto si serán sus ojos -dijo George- o el modo en que su mirada refleja la luz… Estoy seguro de que eso es lo que hace de él un buen mesmerista, pero resulta un tanto inquietante.

– Debe de ser eso -dije, y decidí que no permitiría que mi inquietud resultara un obstáculo en adelante.

Sin embargo, mi desasosiego volvió a hacerse patente en la siguiente sesión, cuando la habitación se oscureció y Magnus Wraxford adoptó de nuevo la apariencia de una cabeza cortada y una mano oscilando sobre la llama de una vela. «No debo temerle», me dije muy seriamente, y me percaté de que si entrecerraba levemente los ojos, podía enfocar con más precisión la reluciente moneda, y me di cuenta de que si me concentraba en respirar profunda y regularmente, poco a poco conseguía apartar mi atención de los perturbadores tonos graves de su voz, de modo que parecía como si yo me estuviera ordenando a mí misma que me relajara, que tuviera sueño, que me durmiera, cada vez más y más profundamente… hasta que desperté a la luz del día y pude ver cómo se deshacía la espiral de humo de la vela apagada, y no pude recordar nada tras mi «No debo temerle».

Por un momento pensé que había vuelto a fracasar, pero entonces vi que me estaba sonriendo; todos sus gestos, e incluso su apariencia, parecían sutilmente distintos.

– Muy bien, señorita Unwin: ha permanecido usted en trance durante más de veinte minutos.

– Y… ¿cree usted que ya estoy curada?

– No puedo garantizarlo, me temo. Pero… sí: soy muy optimista y, por supuesto, usted sabe que puede requerirme siempre que lo desee.

Era muy extraño cómo se había transformado… Parecía más cortés, menos intimidatorio. Se inclinó hacia mí; estábamos sentados uno enfrente del otro, sólo separados por un palmo, y por un momento pensé que quería besarme, hasta que comprendí que sólo deseaba recoger su moneda dorada. Al principio me asombré y después me asusté: ¿es que quería que me besara? ¿Cómo podía desearlo cuando Edward acababa de morir cuatro meses antes?

Magnus -así lo llamaba ahora en mis pensamientos- se quedó a cenar aquella noche, invitado por George, y se mostró absolutamente encantador. No hubo conversaciones relativas a la caza o a las sesiones de espiritismo: sólo hablamos de libros y pinturas, y recordamos constantemente a Edward, y por vez primera desde su muerte me sentí casi en paz… aunque un tanto incómoda conmigo misma, precisamente por sentir eso. Magnus no parecía tener ninguna prisa por regresar a Londres, y me sentí aliviada -por razones que preferiría no tener que examinar demasiado detenidamente- de que George no le invitara a pasar el resto de su estancia en Chalford con nosotros.

A la mañana siguiente me levanté y descubrí que brillaba el sol, que apenas se había dejado ver durante semanas enteras, y entraba por la ventana de mi habitación. Fue uno de esos tranquilos y extraños días de enero en los que, durante unas breves horas, el mundo aparece bañado por una deslumbrante luminosidad y una está casi dispuesta a creer que los días nunca volverán a ser grises y lluviosos. La acostumbrada pena que me asaltaba al despertarme aún estaba presente, pero la tristeza había perdido su cara más amarga y dolorosa. O, más bien, me percaté de que aquella pena había ido menguando imperceptiblemente con el tiempo.

Estaba sentada en el jardín, con un libro en mi regazo, sin leer y sin pensar en nada, sino absorta simplemente en disfrutar de la calidez del sol, cuando una sombra se interpuso ante mi silla, y al mirar hacia arriba vi a Magnus de pie, a pocos pasos de mí.

– Discúlpeme -dijo-, no quise sobresaltarla.

– Oh, no… -dije-. Pero creo que George y Ada han salido…

– Sí, me lo ha dicho la criada. He venido a verla a usted.

El sol me daba en los ojos, de modo que no podía ver su cara, pero mi corazón comenzó a latir cada vez más rápido.

– ¿No quiere sentarse?

– Gracias -dijo, acercando la silla en la que Ada había estado sentada y colocándola frente a mí.

Venía ataviado como aquel día que hablamos en el cementerio, y su pañuelo y la pechera de su camisa refulgían con la luz del sol.

– Señorita Unwin… Eleanor, si me permite… -su voz parecía extrañamente dubitativa-, me pregunto si tiene usted alguna idea de lo que he venido a decirle…

Negué moviendo la cabeza sin pronunciar ni una sola palabra.

– Ya sé que dirá que es demasiado pronto… pero, Eleanor, no sólo he llegado a admirarla… sino a amarla. Es usted una mujer de un valor, una inteligencia y una belleza poco comunes, y… en pocas palabras… he venido a pedirle que sea mi esposa.

Lo miré durante unos minutos sin decir absolutamente nada.

– Señor -tartamudeé finalmente-, doctor Wraxford… me siento muy honrada por… usted me honra más de lo que merezco… y estoy profundamente agradecida por toda su amabilidad hacia… hacia Edward… y hacia mí también… Pero debo declinar su… Es demasiado pronto, como usted dice, pero, sobre todo, porque no creo que pueda amarle a usted, o a cualquier otro hombre, como amé a Edward, y no sería ni justo ni correcto aceptar… aunque… es decir… no sería justo -concluí, apenas sin convicción.

– No le pido tanto -replicó-. No deseo ni espero ocupar el lugar de Edward en su corazón; sólo tengo esperanza en que pueda amarme de un modo distinto.

Incluso cuando estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para rechazar su oferta, no pude evitar contemplar todas las ventajas de aceptar su proposición. Era inteligente, culto, apuesto, y quizá rico, y si no me había curado de mis «visitas», al menos estaría cerca de mí si volvían a presentarse…

– Lo siento -dije finalmente-, pero no puedo… Debería usted buscar una mujer que le ame con todo su corazón, como yo amé a Edward. Y, además, suponiendo que mi enfermedad vuelva a afectarme, si viera alguna aparición con su rostro…

Pero mientras hablaba supe que él constituía exactamente una protección contra aquellas apariciones.

– Sólo puedo decir, Eleanor, que me casaré con usted o con nadie. Yo era feliz siendo soltero, no tenía intención de casarme, pero usted se ha adueñado de mis pensamientos como jamás creí que pudiera hacerlo mujer alguna. Y respecto a su enfermedad, como usted la llama, se encuentra usted perfectamente, aunque no podemos estar seguros de que esté completamente curada. Queramos o no, tiene usted un poder que quizá sólo puede contenerse parcialmente. No me da miedo, pero a mucha gente le aterrorizaría -se inclinó hacia mí y me cogió la mano (la suya estaba sorprendentemente fría) y clavó sus ojos en los míos con aquella luminosa mirada-, pero temo que caiga usted en manos de aquellos que, si lo supieran, simplemente la encerrarían en un manicomio… ¿No fue eso lo que me dijo? ¿No fue su propia madre quien la amenazó a usted con internarla en un manicomio?

– Pero no puedo casarme simplemente porque… Debe usted darme tiempo -y me interrumpí de pronto, percatándome de lo que había dicho.

– Desde luego -dijo, sonriendo-. Todo el tiempo del mundo. Al menos, así puedo conservar la esperanza.


Ada y George se mostraron sorprendidos, aunque no extrañados, al oír que Magnus Wraxford me había propuesto matrimonio, y estuvimos hablando de ello hasta altas horas aquella noche.

– Si no estás segura de tus sentimientos -me decía Ada-, no debes aceptar. Siempre tendrás un hogar donde estemos nosotros.

Me fui a la cama decidida a rechazar su oferta. Pero también sabía que no podía ser una carga para ellos durante mucho tiempo más. Ada aún esperaba y ansiaba tener un niño, y un sueldo que apenas podría mantener a tres… ciertamente no sería suficiente para cuatro. Di vueltas y más vueltas en la cama, durante horas, o eso me pareció, antes de caer rendida en sueños inquietos, de los cuales sólo recuerdo el último.

Me desperté -o soñé que me despertaba- al amanecer, pensando que había oído que mi madre me llamaba. No me resultaba nada extraña su presencia en la rectoría; permanecí tumbada allí, escuchando, durante algún tiempo, pero la llamada no se repitió. Al final, me levanté de la cama y fui hasta la puerta vestida sólo con el camisón, y miré fuera. No había nadie en el pasillo, en el cual todo parecía que estaba exactamente igual que cuando estaba despierta, pero repentinamente me atenazó una aprensión aterradora. Mi corazón comenzó a latir con mucha fuerza, más y más ruidosamente, hasta que me percaté de que estaba soñando… y me encontré de pie en la más completa oscuridad, sin saber en absoluto dónde me encontraba. Sentí que había una alfombra bajo mis pies desnudos, y tropecé con un pliegue. Mi corazón aún latía violentamente, y adelanté una mano hasta que topé con algo de madera -un palo o algo parecido-; entonces deslicé un pie hacia delante hasta que sentí el borde sobre un espacio vacío… Había estado a punto de caer por las escaleras abajo.


A la mañana siguiente, Magnus Wraxford volvió a la rectoría y renovó su proposición de matrimonio. Y esta vez, acepté.


Una mañana gris de primavera, pocas horas antes de casarme con Magnus Wraxford, estuve una vez más junto a la tumba de Edward. Mis dudas habían comenzado aquella misma tarde: al contárselo a Ada y a George, había podido oír un tono de forzada felicidad en mi propia voz, y había podido ver mi propia inquietud reflejada en sus rostros. ¿Por qué no le dije, inmediatamente, al día siguiente, que había cambiado de opinión y que ya no quería casarme con él? En fin… cambiar de opinión con frecuencia es una de las prerrogativas femeninas, después de todo. No lo hice porque había dado mi palabra, porque ya le había rechazado la primera vez, porque él había depositado toda su confianza en mí… Las razones se multiplicaban como las cabezas de la Hidra. Había roto en mil pedazos los numerosos intentos de decirle por carta que no podía casarme con él porque no lo amaba como una esposa debe amar a su marido… Y cada vez que llegaba al «porque», podía oír su contestación: «No espero tanto; sólo espero que me ames cada día más…».

No podía comprender cómo había dado mi consentimiento a una proposición semejante, sólo en el curso de una hora en el jardín de la rectoría, y cómo pude pasar en tan breve tiempo de aceptar a un hombre al que apenas conocía a fijar el día de la boda en el plazo de menos de tres meses. Magnus había dicho que aunque podría casarse perfectamente por la iglesia, sería una hipocresía por su parte no declarar su carencia de fe cristiana, y, de algún modo, al admitir esta circunstancia, me encontré aceptando una ceremonia civil, que se celebraría con licencia especial el último sábado de marzo [45]. Y antes de que pudiera darme cuenta, ya se había ido, dejándome con un ligero roce de sus labios en mi frente. Y cuando volvió al día siguiente fue para ofrecerme un viaje de bodas a cualquier lugar del mundo, y durante tanto tiempo como yo deseara. Le dije que no, que prefería embarcarme en la vida de casados sin más, pensando que al menos así no me vería obligada a quedarme sola con él tan pronto; pero después esa idea me pareció tan desconsiderada que me sentí incapaz de exponer mis dudas, tal y como había decidido: al fin y al cabo, él estaba dispuesto a apartar su trabajo sólo por darme gusto.

En todo caso, parecía que no quería nada más de mí: sólo que fuera su esposa, y compartiera con él su fortuna, y que viviera más o menos como me complaciera mientras él continuaba con su trabajo…No quería nada más de mí, excepto que le diera un hijo. Apenas me atrevía a considerar lo que aquello implicaba, pero también me culpé por aquellas dudas. Edward había muerto y yo jamás amaría a otro hombre del mismo modo; lo que pudiera sentir por Magnus sería completamente diferente, y quizá lo mejor sería no hacer comparaciones. No todas las mujeres que se casan satisfactoriamente aman a su maridos como yo había amado a Edward, esto era evidente, pero de todos modos adoran a sus hijos. Y, además, si rompía mi compromiso, ¿qué sería de mí? No podía quedarme con George y Ada, y al final, me quedaría completamente sola en el mundo.

Todo lo que recibí de mi madre, en respuesta a mi carta dolorosamente escrita, fue una fría nota de felicitación, lamentando que hubiera escogido para mi boda un día en el que resultaba de todo punto imposible que ella o Sophie pudieran asistir, puesto que Sophie se encontraba en aquel momento «en una condición delicada» -el eufemismo sólo podía entenderse como un insulto calculado- y le resultaría imposible abandonar Londres en ese estado; y, por supuesto, mi madre no podía ni pensar en dejar sola a Sophie para asistir a una ceremonia civil en tales fechas.

La generosidad de Magnus resplandeció con tanto más brillo cuanto más ruin fue la conducta de mi madre. Y, aun así, mi aprensión aumentó, hasta que Ada, que como siempre había adivinado mi inquietud, se ofreció para hablarle a Magnus en mi nombre.

– Pero… ¿qué voy a hacer si rompo mi compromiso? -dije llorando.

Apenas hacía quince días que me había comprometido con él.

– Quédate con nosotros -dijo Ada.

– No, no puedo. Si rompo mi compromiso de boda tendré que irme lejos de aquí. Quedarme sería una vergüenza para mí y…

– ¿Temes que si no te casas con él y no está junto a ti para ayudarte, tus problemas se repetirán? -preguntó Ada amablemente.

– Quizá…

– Eso no es suficiente para casarte, Nell. Permíteme que hable con él… o que hable George, si lo prefieres.

– No… no debéis…

– Entonces, ¿no puedes decirle que tu corazón aún le pertenece a Edward?

– Ya lo hice… ya se lo dije… la primera vez que me pidió matrimonio. Dice que no le importa.

– Pero Nell, me dijiste que él quería tener niños… ¿Entiendes lo que eso significa?

– Sí… pero no hablemos de eso… ahora.

– Bueno, entonces… pídele que te dé más tiempo -dijo Ada.

– Lo intentaré -contesté.

– No: prométeme que lo harás.

– De acuerdo… lo prometo.


Pero, fuera como fuera, lo cierto es que el momento adecuado para hablar con Magnus nunca llegó. Él estuvo muy ocupado con sus pacientes durante los dos meses siguientes y apenas pudo encontrar días para visitar brevemente Chalford. Yo me esforcé en disfrutar mis últimas semanas de libertad, pero la sombra de mi inminente matrimonio pendía sobre todos mis actos. George y Ada intentaron repetidamente persuadirme para que rompiera el compromiso, pero en todas aquellas conversaciones me sentí impelida a asumir el papel de abogado de Magnus, contradiciendo todos los argumentos de mis amigos con retahílas de sus virtudes y de mis propios defectos. Y cuando él apareció tres semanas antes de la fecha de la boda, ya en posesión de la licencia de matrimonio, tuve que asumir la inevitabilidad de comenzar con los últimos preparativos.


No es que hubiera mucho que preparar, porque yo ya había advertido que deseaba una boda pequeña y sencilla, y en esto, como en todo lo demás, él hizo lo que le pedí al pie de la letra. La inminente ceremonia era, desde cualquier punto de vista, una parodia de lo que se suponía que debía ser el día más feliz de mi vida, pero cualquier rastro de normalidad se había desvanecido con la negativa de mi madre a acudir, y desde que la ceremonia se planteó sólo como un paso previo para celebrar un banquete para cuatro personas. (No se me ocurrió nadie a quien deseara invitar, aparte de George y Ada, y todos los amigos de Magnus parecían estar dispersos por los rincones más inaccesibles del mundo). Ada y George, por supuesto, ofrecieron la rectoría, pero yo no quise, ni eso ni nada que pudiera haber disfrutado si me hubiera casado con Edward. La felicidad yacía enterrada en el cementerio de St Mary, y además, ya no importaba lo más mínimo que las costumbres de una boda se rompieran.


En cierta ocasión, como último recurso, Ada me había puesto a prueba diciéndome que traicionaba la memoria de Edward.

– Si le he traicionado, ya está hecho -contesté-, y romper mi compromiso no lo reparará.

Esas mismas palabras regresaron a mi mente cuando me encontraba junto a la tumba de Edward, la misma mañana de mi boda. En realidad, no podía sentir que hubiera sido desleal con él, ya que aquel matrimonio tenía muy poco de lo que yo quería para mí misma, y muy mucho de… una especie de compulsión moral. Le había dado mi palabra a Magnus en un momento de abandono personal, y me había persuadido de que podría llevar calor y felicidad a su vida a cambio de todo lo que había hecho por mí. Y si desde entonces me había sentido como una persona que sueña que está ante un notario y que está cediendo una preciosa posesión, y de repente se despierta y se encuentra en la oficina de su abogado, pluma en mano, con la tinta de su firma secándose… bueno, mi palabra no era menos palabra por eso. «Él nunca ocupará tu lugar, nunca», le dije calladamente a Edward. Y después, casi con furia, pensé: «Si me hubieras hecho caso y te hubieras mantenido apartado de esa mansión…». Pero de nuevo el sentimiento de su presencia se desvaneció.

– Perdóname -dije en voz alta mientras colocaba sobre su tumba las flores que había recogido para él… nomeolvides, campanillas, lirios y jacintos,

Y después, con los ojos anegados en lágrimas, me aparté de allí.

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