Enero de 1889
Si mi hermana Alma hubiera vivido, yo jamás habría comenzado a asistir a sesiones de espiritismo. Murió de escarlatina, poco después de su segundo cumpleaños, cuando yo tenía cinco años. Sólo recuerdo fragmentos de los días anteriores a su muerte: mamá bailando con Alma sobre sus rodillas, y cantando como jamás volvería a cantar, y yo leyéndole en voz alta la cartilla a mamá mientras ella balanceaba la cuna de Alma con el pie; y también me recuerdo caminando hasta el Foundling Hospital junto a Annie, nuestra niñera, mientras ella empujaba el cochecito de la niña y yo iba aferrada a él. Recuerdo haber llegado a casa después de uno de aquellos paseos y que me permitieron cuidar de Alma junto a la chimenea del salón, y sentir el calor de las llamas en mis mejillas mientras la sujetaba en mis brazos. Recuerdo también -aunque tal vez sólo me lo contaron- haber estado tumbada en mi camita y temblar, mirando por la ventana, que parecía muy pequeña y muy lejana, y oír el sonido de la lluvia al caer, amortiguado, como si lo oyera a través de una tela de algodón.
No sé cuánto duró mi enfermedad, pero en mi memoria parece como si me hubiera levantado y hubiera encontrado la casa envuelta en tinieblas, y como si mi madre se hubiera tornado irreconocible. Estuvo encerrada en su habitación durante muchos meses, a lo largo de los cuales sólo se me permitieron breves visitas. Las cortinas siempre estaban echadas; a menudo parecía que mamá ni siquiera era consciente de que yo estaba allí. Y cuando finalmente se incorporó y salió de su habitación -parecía una anciana, con el pelo lacio y escaso-, aún permanecía hundida en su insondable dolor. Algunas veces me hacía llamar, y después parecía que no supiera por qué me encontraba allí, como si hubiera acudido a su llamada la persona equivocada. Cualquier cosa que me atreviera a decirle se estrellaba contra aquella gélida indiferencia, y si me sentaba en silencio a su lado, comenzaba a sentir el peso de su amargura sobre mí hasta el punto de creer que me asfixiaba.
Me gustaría poder decir que mi padre también sufrió, pero si fue así, yo no vi ninguna señal que lo demostrara. Su conducta para con mamá fue siempre cortés y atenta, muy parecida a la del doctor Warburton, que solía visitarnos de tanto en tanto y se iba de casa meneando tristemente la cabeza. Papá nunca estuvo enfermo, ni enojado, ni abatido, y gritó el mismo número de veces que apareció en público sin tener perfectamente enceradas las puntas de su bigote. Algunas veces, por la mañana, después de que Annie me hubiera dado la leche con pan, subía las escaleras y observaba a papá y a mamá a través de la abertura de la puerta del salón.
– Espero que estés un poco mejor hoy, querida -solía decir papá.
Y mamá parecía despertar fatigadamente de su ensoñación y decía que sí, que suponía que sí, y entonces papá volvía a la lectura de su The Times hasta que se hacía la hora de ir al British Museum, donde constantemente trabajaba en su libro. La mayoría de los días cenaba fuera, y los domingos, cuando estaba cerrado el museo, trabajaba en su estudio. No iba a la iglesia porque estaba muy ocupado con su obra, y mamá tampoco iba porque nunca se encontraba lo suficientemente bien. Así que todos los domingos Annie y yo íbamos juntas y solas a St George.
Annie solía explicarme que mamá sufría tanto porque Dios se había llevado a Alma al Cielo, lo cual, en mi opinión, era extremadamente cruel por parte del Señor. Pero si Alma era feliz, y nunca más volvería a estar enferma, y podríamos estar juntas de nuevo algún día… ¿por qué mamá se encontraba tan terriblemente abatida? Porque adoraba a Alma, me contestaba Annie, y no había soportado separarse de ella; pero cuando pasara el luto, mamá recuperaría el ánimo. Mientras tanto, y una vez que mamá fue capaz de salir de casa, lo único que podíamos hacer era acompañarla al único lugar al que acudía siempre, el cementerio que había cerca del Foundling Hospital, y poner flores recién cortadas en la tumba de Alma. Yo me preguntaba por qué Dios había dejado el cuerpo de Alma allí y se había llevado sólo su espíritu, y me preguntaba también si Él podría arreglar el alma que se le había roto a mamá, pero Annie evitó responder a mis preguntas diciendo que ya lo comprendería todo cuando fuera mayor.
Annie tenía el pelo moreno, muy estirado hacia atrás, y ojos oscuros, y una manera de hablar muy dulce. Yo pensaba que era muy hermosa, aunque ella me aseguraba que no. Había nacido en un pueblo de Somerset, donde su padre era picapedrero, y tenía cuatro hermanos y tres hermanas; además, otros cinco hermanitos suyos habían muerto cuando eran aún muy pequeños. Cuando me lo contó, yo imaginé que su madre probablemente se habría sentido muchísimo más apenada que la mía. Pues no: según Annie, su madre no había tenido tiempo para lutos; había estado demasiado ocupada cuidando al resto de los chiquillos. Y no: ellos no habían tenido ninguna niñera; eran demasiado pobres. Sin embargo, las cosas habían mejorado mucho últimamente, porque tres de sus hermanos se habían alistado en el ejército y sus dos hermanas mayores habían entrado a servir de criadas, como ella, y todos (excepto uno de los hermanos, que andaba con malas compañías) podían enviar dinero a su madre.
Siempre que hacía buen tiempo, Annie y yo salíamos a dar un paseo por la tarde. Nuestra casa estaba en Holborn, y durante aquellos paseos a veces nos deteníamos en el Foundling Hospital [1] para ver jugar a las niñas hospicianas, con sus baberos blancos y sus batas de estameña marrón. Aquel lugar parecía tan enorme como un palacio, con su avenida de farolas y más ventanas de las que yo podía contar, y había una estatua de un ángel en la entrada. Los hospicianos, eso me decía Annie (porque tenía una amiga, que era también criada y que había estado allí cuando niña), los hospicianos, en fin, eran niños a los que sus madres habían dejado allí cuando eran bebés, bien porque fueran demasiado pobres o porque estuvieran demasiado enfermas para poder ocuparse de ellos. Y efectivamente, para aquellas madres era muy triste tener que abandonarlos, pero al fin y al cabo los hospicianos iban a gozar de una vida mucho mejor en el Hospital. Todos los bebés se encomendaban a buenas familias del campo, hasta que cumplían los cinco o seis años, y después regresaban al Hospital para su escolarización. Comían carne tres veces a la semana, y los domingos, asado de ternera, y cuando ya eran lo suficientemente mayores, los chicos ingresaban en el ejército y las chicas se colocaban como doncellas al servicio de las damas.
A mí me interesaba saberlo todo acerca de aquellas madres que habían entregado a sus bebés al hospicio; después de todo, la madre de Annie había sido muy pobre, pero había conservado a todos sus hijos en casa. Annie parecía un poco renuente a contestarme, pero en alguna ocasión me dijo que la mayoría de los hospicianos estaban allí porque los padres se habían marchado y habían abandonado a las madres a su suerte.
– Así que… si papá se va… -preguntaba yo-, ¿me enviarán a un hospicio?
– Por supuesto que no, mi niña -contestaba Annie-. Tu papá no se va a ir a ninguna parte, y yo estaré aquí para cuidarte. Además, tú ya eres demasiado mayor para entrar en un hospicio.
Aquella tarde, un poco después, mientras nos encontrábamos bajo el ángel, observando a los niños hospicianos que jugaban en la parte correspondiente de su patio, Annie me contó la historia de su amiga Sara, cuya madre la había abandonado en el Hospital porque el padre se había marchado antes incluso de que ella naciera. Sara había conservado el apellido de su madre, Baker, pero no recordaba nada de ella; en cambio, había crecido adorando a la mujer que la cuidó, una tal señora Garrett, de Wiltshire, y había llorado todo lo que se puede llorar cuando tuvo que regresar al Foundling Hospital para ir a la escuela. El señor y la señora Garrett se habrían quedado con Sara encantados, porque todos sus hijos habían muerto, pero eran muy pobres y el Hospital no podía pagarles por cuidar a Sara una vez que la niña alcanzara la edad de ir a la escuela. Sí: a veces se permitía que las señoras del campo se quedaran con los niños a los que cuidaban, pero sólo si podían demostrarle al Foundling Hospital que contaban con suficiente dinero como para ocuparse de ellos adecuadamente; del mismo modo, las madres que habían tenido que dejar allí a sus hijos podían volver y recogerlos si la fortuna volvía a sonreírles.
Creo que yo tenía alrededor de seis o siete años cuando se me ocurrió por primera vez que yo también podría ser una hospiciana. Ello explicaría que viviéramos tan cerca del Foundling Hospital; habíamos vivido en el campo antes de que naciera Alma, aunque yo sólo tenía recuerdos difusos de aquel tiempo, y Annie no podía resolver mi duda, puesto que vino a vivir con nosotros después de que nos trasladáramos a Londres. Por supuesto, yo podría haber sido otro tipo de huérfana: Annie me había dicho que había otros hospicios (y me miró de un modo muy extraño cuando le pregunté si podíamos ir a verlos). Yo había oído hablar también de bebés que habían sido abandonados en las escaleras de las casas, en canastillas: podría haber sido uno de ésos. Tal vez mamá había tenido otros niños que habían muerto y entonces me habrían adoptado a mí, puesto que era huérfana, y habían decidido quedarse conmigo. Y entonces el Señor les había concedido después a Alma… aunque esta teoría conseguía que todo el asunto resultara doblemente inexplicable: si Dios era un Dios tan misericordioso -tal y como decía el señor Halstead en sus sermones dominicales-, ¿por qué se la había arrebatado tan pronto? ¿Es que había pretendido Dios probar la fe de mi madre, como hizo con Job? «Dios te lo da, y Dios te lo quita», había dicho el paciente Job. «Bendito sea el nombre del Señor» [2].
Yo no podía entenderlo; sin embargo, mis sospechas echaron raíces y crecieron. Ello explicaba por qué mamá había querido a Alma mucho más que a mí, y por qué yo nunca pude consolarla, e incluso por qué no la quise tanto como debería, tal y como llegué a intuir con un profundo sentimiento de culpa. Aunque constantemente rogaba a Dios que le devolviera a mi madre la felicidad, temía quedarme a solas con ella en el oscuro salón en el que pasaba sus días. Yo me sentaba en el sofá junto a ella, como si estuviera haciendo labor o fingiendo leer, y sintiendo como si un corsé de plomo se fuera estrechando lentamente en torno a mi pecho, al tiempo que me repetía silenciosamente a mí misma que yo sólo era una hospiciana, y que ella no era mi madre. «Soy una hospiciana; y ella no es mi madre». Lo repetía una y otra vez hasta que me daba permiso para irme, y entonces me reprochaba amargamente haber buscado su comprensión. De hecho, todo lo que sentía por mi madre se reducía a un sentimiento de culpabilidad; incluso me sentía culpable por estar viva, porque yo sabía que ella habría preferido que yo hubiera muerto y Alma hubiera vivido. Pero finalmente, no me habían devuelto al Foundling Hospital, y puesto que papá y ella habían decidido no decirme que yo era una hospiciana, entendí que no estaría bien preguntarles acerca de ello.
Intenté abordar la cuestión con Annie por todos los medios, pero, por alguna razón, ella jamás pareció darse por enterada, y cuanto más intentaba yo llevar nuestra conversación hacia el asunto de los hospicios, más parecía apartarse ella, hasta que repentinamente y sin previo aviso se acabaron nuestros paseos hasta el Foundling Hospital: siempre era «la semana que viene» u «otro día». Una vez le pregunté si pensaba que yo era culpable de que Alma hubiera muerto, y me aterrorizó la vehemencia de su negativa; me preguntó furiosa quién me había metido esas ideas en la cabeza. Pero… ¿y si mamá y papá no le habían dicho a Annie toda la verdad sobre mí? Ella seguramente pensaría que yo era muy mala por imaginar semejante cosa, pero yo nunca estuve lo suficientemente segura de hasta qué punto podía creer lo que me decía respecto a mi pasado.
Mientras Annie estuvo conmigo, siempre había algo que me obligaba a mirar hacia el futuro. Ella tenía amigas que eran niñeras y que llevaban a los niños a jugar a la plaza, y yo me unía a sus juegos y corría con ellos, y me reía, y olvidaba que era una hospiciana. Pero cuando escuchaba sus conversaciones sobre sus hermanos y sus hermanas, sus tíos y tías, y sus primos, y sus abuelas, recordaba que yo no había visto jamás a ninguno de mis parientes. Cuando fui mayor, supe que papá tenía una hermana viuda en Cambridge, que no nos visitaba porque mamá no se encontraba bien, y que mamá tenía un hermano pequeño llamado Frederick, a quien no había visto desde hacía muchos años. No tenía abuelos vivos, porque papá y mamá ya eran un poco mayores cuando se casaron; el padre de mamá había estado enfermo durante mucho tiempo, y ella se había tenido que quedar en casa para cuidarlo hasta que casi tuvo cuarenta años.
Jamás se me ocurrió pensar que Annie y yo no permaneceríamos juntas indefinidamente. Pero cuando cumplí los ocho años, me llevó a su habitación y me sentó en su cama, me rodeó con sus brazos y me dijo que pronto tendría que ir a la escuela de la señorita Hale, que se encontraba muy cerca de nuestra casa. La pobre Annie estaba intentando que aquello pareciera una agradable sorpresa, pero yo podía notar la tristeza en su voz. Entonces me confesó que nos dejaba; papá había decidido que yo ya era demasiado mayor para tener una niñera, y que Violet, la doncella, podría ocuparse de mí a partir de entonces. A mí no me gustaba Violet: era gorda, y tenía las manos frías, y olía como la ropa sucia que lleva demasiado tiempo en el cesto. En vano le rogué a papá que permitiera quedarse a Annie; me dijo que teniendo en cuenta los honorarios de la señorita Hale, no podíamos permitirnos el lujo de mantener a Annie. Yo le dije que no necesitaba ir al colegio, y que podría aprender todo lo que precisaba en los libros, y así Annie no tendría que marcharse; pero no hubo manera. Si me quedaba en casa, necesitaría una institutriz, lo cual sería aún más caro. Y no: Annie no podía ser mi institutriz porque no sabía nada de francés, ni de historia, ni de geografía, ni de ninguna de las cosas que yo aprendería en la escuela.
Aunque acudí al colegio de la señorita Hale decidida a odiar todo lo que significaba aquella escuela, no estaba preparada para resistir el terrible aburrimiento de las clases. En casa nadie había supervisado mis lecturas, porque Annie no sabía nada de libros y difícilmente podía leer una cartilla. Papá mantenía su estudio cerrado con llave, pero no la biblioteca que había en la puerta de al lado, en una habitación no más grande que una alcoba, y que era para mí una mina de oro en la que tácitamente se me permitía la entrada, en tanto en cuanto cada libro fuera devuelto a su lugar exacto antes de que papá regresara a casa. Y así me acostumbré a leer libros que apenas comprendía, confundiendo sonidos y significados de palabras desconocidas con la ayuda del diccionario del doctor Johnson [3]. Bien al contrario, en la escuela todo lo tenía que aprender a fuerza de repetirlo mil veces, excepto las interminables sumas de aritmética, las cuales me resultaban tan inútiles como difíciles. Y, de nuevo, al convivir con las otras niñas de mi clase, me percaté de mi falta de hermanos y hermanas y parientes. En la escuela apenas podía hablar acerca de los libros que leía y pronto descubrí que un conocimiento prematuro de las obras de Shelley y de Byron no era algo de lo que se pudiera presumir [4].
Y a pesar del aburrimiento, se puede decir que el colegio de la señorita Hale representaba un verdadero alivio frente a la oscuridad en la que se había sumido mi madre. En vez de tomar el té con Annie en la habitación de los juegos, ahora tenía que reunirme con mamá en el salón y sentarme a la mesa y entablar una conversación forzada… la mayoría de las veces sobre lo que había aprendido aquel día en la escuela. Y después nos quedábamos sentadas en silencio en el salón: mamá, bordando mecánicamente o con los ojos clavados en la chimenea, con la mirada perdida, mientras yo daba puntadas en mi propia labor y observaba el lento tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea, contando cuartos de hora tras cuartos de hora, hasta que podía huir a mi cama, en la buhardilla, donde podría leer hasta que la vela se agotara.
En mi segundo año en el colegio de la señorita Hale gané un premio de lectura: un libro de los mitos griegos con maravillosos dibujos. Las historias que más me gustaban eran la de Teseo y Ariadna, la de Orfeo y Eurídice y, especialmente, la de Perséfone en el inframundo. Todo lo que guardara alguna relación con el inframundo me fascinaba… Solía imaginar que el inframundo se encontraba precisamente bajo el suelo de la cocina y que podría encontrar las escaleras para descender al Hades… si fuera lo suficientemente fuerte como para levantar una de las losas. Yo tenía una caracola en la que podía escuchar el sonido del mar, lo cual siempre me reconfortaba: así que podía leer mi libro y ver los dibujos al tiempo que escuchaba las olas del mar e imaginar mis propias historias de Perséfone en el Hades. Seis granos de granada no parecían ciertamente un pecado muy grave [5]. Papá me explicó algún tiempo después que en realidad se trataba de una historia sobre las estaciones y sobre las semillas que esperan bajo tierra a que llegue la primavera -eso era lo que había dicho un erudito de Cambridge-, pero todo aquello me parecía trillado y aburrido, y no explicaba las cuestiones más interesantes, como la historia del barquero Caronte, y Cerbero con sus tres cabezas, y Hades con su casco de la invisibilidad, con el cual podía subir al mundo superior sin que lo vieran…
Extrañamente, quizá, las almas de los muertos no desempeñaban ningún papel en mi inframundo. Era un lugar misterioso, lleno de galerías y secretos, oscuro y sombrío, y en cierto modo, cautivador, por el cual yo podría vagar libremente si conseguía encontrar la entrada. Una vez soñé con una gruta en la que encontraba un cofre profusamente tallado y lleno de oro y plata y piedras preciosas, y cuyo fulgor iluminaba la cueva cuando lo abría; esta historia formaba parte de mi inframundo imaginario junto con su versión contraria, una caja vulgar de madera que parecía vacía al principio y que, cuando la mirabas bien, la oscuridad comenzaba a derramarse por los lados en forma de una niebla oscura y gélida, y a inundar el suelo empedrado de la cueva. También soñaba con los campos de asfódelos [6], alfombradas con flores de riquísima púrpura -o así las imaginaba yo-, y cuando me cansaba de los túneles, podía ascender a los Campos Elíseos, donde el sol brillaba siempre y la música jamás cesaba.
De todos modos, en mi casa, mi hermana muerta siempre estaba con nosotros. Mamá había hecho un santuario de la habitación de Alma. Era una pequeña cámara abierta a su propio dormitorio, y allí conservaba todo como si Alma pudiera reaparecer en cualquier momento: la sábana doblada, su muñeca de trapo favorita sobre la almohada, su camisón extendido, un ramito de flores en un vaso sobre la cómoda… La puerta estaba siempre abierta, pero nadie salvo mamá podía cruzar aquel umbral; mamá se ocupaba personalmente de limpiarlo y disponerlo todo, lo cual resultaba perfecto para Violet, porque era muy perezosa y no le gustaba nada subir las escaleras. Violet dormía en una habitación de la buhardilla, como yo, pero al otro lado del rellano; algunas veces, por la noche, yo podía oír sus refunfuños y sus resoplidos cuando subía las escaleras para irse a la cama. Ahora me pregunto por qué estaría esa mujer durante tanto tiempo con nosotros… si nuestra casa tenía tantas escaleras que apenas se podía ir a cualquier parte sin que se tuvieran que subir al menos dos tramos de escalones.
Aparte de Violet, sólo contábamos con la señora Greaves, la cocinera, que hacía su vida por entero en la planta de abajo. La señora Greaves era viuda, tenía el pelo gris y era corpulenta y con el rostro colorado, como Violet; pero mientras Violet temblaba como una crema de vainilla embutida en sus ropas, la señora Greaves era tan redonda y tan firme como un barril. Aunque la cocina tenía sólo un lúgubre ventanuco que se abría a un patio al nivel de la calle, era el lugar más iluminado y cálido de la casa, porque la señora Greaves mantenía la luz de gas abierta tanto como daba de sí, y en invierno apilaba tanto carbón en los fogones que se podía ver el resplandor rojo latiendo por debajo de las ranuras de la puerta. La señora Greaves impartía las órdenes a Violet, y ésta las ejecutaba lentamente y con desgana, pero obedecía de todos modos. No teníamos lavandería; la ropa blanca la enviábamos a una lavandera externa.
Aparte de la habitación de Alma, mamá no prestaba más atención al mantenimiento de la casa que a cualquier otra cosa, e imagino que papá tampoco debía de saber cuánto nos costaban el gas y el carbón, o al menos no le importaba tanto como para permitir que ello afectara a su tranquila existencia. La señora Greaves dormía en una pequeña habitación, detrás de la despensa, abierta a un patio oscuro y húmedo, de muros altos. El comedor y los salones estaban en la segunda planta; papá tenía el primer piso sólo para él, con la biblioteca, que daba a la fachada, su estudio en el centro, y después su dormitorio, con baño en el rellano, así que nunca se veía precisado a subir más arriba; al menos, yo nunca lo vi subir. Los dormitorios de mamá y de Alma estaban en la siguiente planta, junto con la habitación que había sido de Annie; y más arriba, las buhardillas. Mi pequeña habitación daba al este y a menudo, en invierno, las tardes del domingo, yo subía y me metía en la cama buscando el calor e intentaba perderme en aquel mar de tejados de pizarra y ladrillos ennegrecidos que se extendía hasta la gran cúpula de San Pablo, pensando en todas las vidas que transcurrían tras aquellos infinitos muros.
Siempre me había gustado la señora Greaves, pero mientras tuve a Annie para hablar por mí, yo me había mostrado siempre demasiado tímida para decir algo más que «sí», «no» o «gracias». Y durante mucho tiempo después de que Annie nos hubiera dejado, la eché demasiado de menos como para desear la amistad de nadie más. Pero a medida que fueron transcurriendo los meses, la luz y el calor de la cocina me fueron arrastrando hacia allí, especialmente los sábados, cuando Violet tenía su día de descanso. Al principio simplemente me sentaba en un taburete y miraba; después, poco a poco comencé a ayudar, hasta que me convertí en una experta peladora de patatas y en una eficaz batidora de cremas y masas. En alguna ocasión incluso se me permitía abrillantar la plata, lo cual era para mí un gran privilegio; desde cualquier punto de vista, me parecía que la vida de un criado era con mucho preferible a la vida de una dama.
– Creo que me gustaría ser cocinera cuando sea mayor -le dije a la señora Greaves una tarde de invierno.
Había estado lloviendo durante todo el día y, por encima del suave crepitar de los fogones, se podía oír el borboteo del agua en el sumidero del patio.
– Eso puede decirlo usted aquí, señorita -replicó-, pero la mayoría de las cocinas no son así. Muchas cocineras viven como esclavas, tiritando en la oscuridad, con las manos despellejadas por el trabajo, porque sus señoras apenas les permiten utilizar una pulgada de vela o unos pocos carbones, y ni siquiera pueden imaginar el gas que nosotros disfrutamos aquí. Además, usted va a ser una dama, con una casa y criados a su servicio, y se ocupará de su marido y de sus niños; y entonces, créame, señorita, no querrá dedicarse a pelar patatas.
– Yo nunca tendré niños -dije con vehemencia-. Alguno de ellos podría morir y entonces me ocurriría lo mismo que a mamá, y no volvería a ser feliz.
La señora Greaves me observó con tristeza; yo nunca había hablado antes tan abiertamente del dolor de mi madre.
– La gente del campo en Irlanda, señorita, diría que su madre está… «lejos».
Miré expectante a la cocinera.
– Bueno… sólo son fantasías, entiéndalo… dicen que cuando una persona está… así… es porque las hadas se la han llevado y han dejado a un espíritu en su lugar…
– Y las hadas… ¿devuelven a esas personas alguna vez?
– Pues claro, mi niña… yo perdí a dos hermanos, como sabes, y pensé que mi corazón se rompería de dolor… Aún los echo de menos, pero sé que están a salvo en el Cielo. Y, además, yo tenía otras cosas en las que pensar…
Se detuvo con un gesto de incomodidad.
– Pero… ¿cómo sabes que están felices en el Cielo? -le pregunté-. Quiero decir que… ¿hay un Cielo, como dice la Biblia?
– Naturalmente, señorita: por supuesto. Y… bueno, ellos también me lo han dicho.
– ¿Cómo han podido decírtelo…? ¿Te hablan sus fantasmas?
– ¿Fantasmas? No, señorita: sus espíritus. A través de la señora Chivers… es lo que se llama una médium. ¿Sabes lo que es un médium?
Le dije que no lo sabía, y ella me explicó -un poco dubitativa al principio- qué era el espiritismo; y también me dijo que pertenecía a una sociedad que se reunía una vez a la semana en un salón de Southampton Row, y me contó lo de las sesiones de espiritismo, y cómo los espíritus de los muertos podían visitarnos desde el Cielo, que algunas personas llaman Summerland [7], para hablar a través de un médium con las personas a quienes amaron.
– Entonces… debería hablarle a mamá de la señora Chivers -le dije-. Así podrá hablar con el espíritu de Alma y será feliz de nuevo…
– No, señorita: no debe usted decirle nada; de ningún modo debe decirle nada de lo que le he contado, o perderé mi trabajo. Señorita: su papá no aprueba el espiritismo, lo sé. Y, además, las damas no van a casa de la señora Chivers: sólo van las cocineras y las sirvientas como Violet y yo.
– Entonces, ¿a las damas no se les permite ser espiritistas?
– No es eso, señorita, pero las damas tienen sus propias reuniones… las que creen. He oído que hay una sociedad de damas y caballeros en Lamb's Conduit Street, pero… recuerde, señorita: yo no se lo he dicho.
Tuve la intención de contárselo todo a mamá aquella misma tarde, pero, como siempre, aquel primer impulso murió frente a su rostro de plomiza indiferencia. Y, además, temía que pudiera causarle algún problema a la señora Greaves. A la mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a papá qué era el espiritismo, diciéndole que había oído hablar de él en la escuela. Por entonces ya se me consideraba lo suficientemente mayor como para desayunar en el comedor, siempre que no hablara mientras papá leía su The Times; mamá ya no desayunaba con nosotros desde que el doctor Warburton le prescribiera un somnífero más fuerte.
– Se trata de una superstición primitiva con ropajes nuevos -me contestó papá, y abrió el periódico con una sacudida de desaprobación.
Ese gesto fue lo más cerca que estuve de ver a papá enfadado. Yo ya había comenzado a sospechar que papá no creía en Dios. Ni siquiera había hecho ninguna objeción cuando dejé de ir a la iglesia, después de que Annie nos dejara, y más adelante descubrí que el libro en el que estaba trabajando se titulaba Fundamentos racionales de la moralidad. Su propósito, por lo que pude averiguar a partir de los escuetos indicios que dejó caer, era probar que uno debe ser bueno aunque no crea que podría arder en el infierno para siempre si fuera malo. A menudo me preguntaba por qué algo tan obvio precisaba un libro que lo demostrara, pero nunca me atreví a decirlo.
Tiempo después, cuando volví a preguntarle a la señora Greaves sobre el espiritismo, ella cambió de conversación, comportándose del mismo modo que Annie cuando le pregunté sobre los huérfanos. Pero la idea de que los espíritus de los muertos se encontraban todos a nuestro alrededor, separados sólo por un delgadísimo velo, comenzó a formar parte de mi mitología privada, junto a los dioses y las diosas del inframundo.
Permanecí en el colegio de la señorita Hale hasta que casi cumplí los dieciséis años, creciendo en una suerte de limbo en el cual era perfectamente libre para leer lo que me apetecía y pasear por donde me apetecía, al tiempo que se acrecentaba en mí el sentimiento de que a nadie le importaría si yo desaparecía de la faz de la Tierra. Mi libertad también me apartaba del resto de las jóvenes, y puesto que yo no las podía invitar a mi casa, ellas casi nunca me invitaban a las suyas. Mamá no mejoraba. Bien al contrario: a medida que pasaban los años, cada vez estaba más abatida y aletargada, deambulando por toda la casa… de la cual ya no salía jamás, ni siquiera para visitar la tumba de Alma, como si estuviera siendo aplastada bajo un peso invisible.
Finalmente, Violet fue despedida, pocos meses antes de que yo abandonara el colegio de la señorita Hale, y fue sustituida (por recomendación de la señora Greaves) por Lettie: una muchacha avispada e inteligente no mucho mayor que yo. La madre de Lettie había muerto cuando ella tenía doce años y la niña había estado sirviendo desde entonces. Aunque hablaba como una muchacha londinense, tenía sangre irlandesa y española por parte de padre, y su piel era bastante morena, como sus ojos, grandes y con párpados gruesos y largas pestañas rizadas. Tenía los dedos largos y estaban arrugados y encallecidos después de fregar durante tantos años, aunque se frotaba con piedra pómez todos los días. Lettie me gustó desde el principio, y a menudo la ayudaba a quitar el polvo o a limpiar, simplemente por hablar con ella. Las tardes de los sábados ella se reunía en los jardines de St George con sus amigas -la mayoría eran criadas, como ella, que servían en casas de Holborn y Clerkenwell- y se iban de paseo juntas. A menudo deseé poder acompañarlas…
Mi vida prosiguió de este modo tan poco formal hasta que una mañana, a la hora del desayuno, sin que se produjera el menor aviso, mi padre anunció que nos abandonaba.
– Ya es hora de que dejes la escuela -me dijo, o tal vez se lo dijo a su plato, porque evitó mirarme a los ojos mientras me hablaba-. Ya eres lo suficientemente mayor como para ocuparte de la casa en vez de tu madre, y yo necesito paz y tranquilidad hasta que concluya mi libro. Así que me voy con mi hermana a Cambridge. Lo he dispuesto todo para que puedas sacar dinero del banco… el suficiente para mantener la casa como hasta ahora, y también he pagado una suscripción a Mudie [8], aunque muchos de mis libros se quedarán aquí, y puedes utilizarlos si quieres. Sólo me voy a llevar los libros de trabajo.
Ya entonces supe que jamás regresaría. Le había pedido muchas veces una suscripción, y siempre me había dicho que no podíamos permitírnoslo.
– Pero… papá -le dije-. Yo ya me ocupo de la casa… -me había estado dando dinero para el mantenimiento todos los jueves por la mañana durante un año o más-. ¿Y cómo vas a vivir más tranquilamente en Cambridge que aquí…?
Un reflejo centelleó en los cristales de sus lentes.
– Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir -contestó-, y no creo que saquemos nada en claro de una discusión. Te he permitido que hicieras lo que quisieras, en todos los aspectos, Constance, y te ruego que seas tan amable de complacerme en esto. Ya he informado a la señorita Hale de que abandonarás el colegio al final de este curso. Hoy mismo te dirá algo al respecto.
Dobló el periódico con pulcritud, se levantó y se fue antes de que ni siquiera pudiera preguntarle si se lo había dicho a mamá.
El día transcurrió en una especie de estupor. Recuerdo que la señorita Hale me llamó a su despacho; era una mujer muy pequeña y rolliza, como si fuera un balón medicinal con piernas… Pero soy incapaz de recordar ni una palabra de lo que me dijo. Sólo cuando regresé a casa aquella tarde y oí el amortiguado sonido de los sollozos de mi madre en su habitación, cuando subía a mi cuarto, se abatió sobre mí el terror absoluto ante la situación en que me encontraba. Me quedé allí plantada, durante una mínima eternidad, en el rellano, esperando que los sollozos cesaran, antes de subir a mi habitación.
Yo había pensado muy poco en el futuro, aparte de aquellas ensoñaciones al final de mis días en el colegio, cuando imaginaba que me casaría con un intrépido explorador y viajaría alrededor del mundo con él, mientras papá y mamá seguían como siempre. Ahora comprendía que mi padre lo había planeado todo: me quedaría aprisionada en casa mientras mi madre siguiera con vida, a menos que mi corazón se endureciera tanto como para abandonarla, como había hecho él. Y ni siquiera podría hacerlo hasta que cumpliera veintiún años y pudiera buscarme una ocupación para subsistir.
Lettie y la señora Greaves, a pesar de toda la simpatía que me demostraban, no se sorprendieron por el abandono de mi padre tanto como a mí me hubiera gustado. La señora Greaves dijo que había sido un milagro que se hubiera quedado tanto tiempo y Lettie apuntó que al menos a nosotras no nos había dejado en la calle, como había hecho su padre con ella. Y quizá, dijo la señora Greaves, podría persuadir a mi madre para que se uniera a la Sociedad de Espiritismo de Holborn una vez que mi padre se marchara de casa; quizá era eso exactamente lo que necesitaba para animarse un poco. Lettie y yo intercambiamos algunas miradas cuando dijo aquello; Lettie me había dicho en secreto que la señora Veasey, que algunas veces presidía las sesiones de espiritismo en Lamb's Conduit Street, le sonsacaba información a los criados sobre sus señores.
Al final reuní el suficiente valor para subir las escaleras de nuevo y llamar a la puerta de mi madre. La encontré sentada en cuclillas, en una sillita baja que guardaba justo a la entrada de la habitación de Alma. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, y parecía tan vieja y encogida que me remordió la conciencia. Me arrodillé y rodeé sus hombros rígidos y aletargados con mis brazos.
– ¿Ya te lo ha dicho tu padre…? -me preguntó en un tono grave y desoladoramente monótono.
– Sí, mamá.
– Ése ha sido mi castigo.
– ¿Por qué, mamá?
– Por haber dejado morir a Alma.
– Pero mamá… no pudiste hacer nada por ella. Y Alma ahora está en el Cielo, y un día estaremos de nuevo con ella…
– Si pudiera estar… segura -susurró.
– Mamá, ¿cómo puedes dudarlo? Era una niña inocente, ¿cómo no iba a ir directamente al Cielo?
– Me refería… a estar segura de que hay Cielo.
Escuché esas palabras con el eco de las preguntas que yo misma le había hecho a la señora Greaves: en vez de intentar persuadir a mamá para que se uniera a la Sociedad, ¡yo misma me reuniría con el espíritu de Alma!
A la mañana siguiente evité encontrarme con mi padre y desayuné en la cocina, y cuando regresé a casa desde la escuela, ya se había ido. Lettie me dijo que mi padre no había ido al museo aquel día; a las nueve y media habían venido dos hombres con una carreta llena de cajas y se lo habían llevado todo a la nueva dirección de mi padre, y hacia las dos ya estaba en camino hacia St Pancras. El doctor Warburton había venido media hora después. Mi padre me había dejado una carta en la mesa del recibidor; toda ella consistía en instrucciones que yo debía seguir, excepto la frase final, que decía: «No es necesario que me escribas, salvo en caso de emergencia. Tu afect. padre, THEO. LANGTON».
No recuerdo haber sentido nada en absoluto; subí aturdida a mi habitación y comencé a ensayar de cara a mi sesión de espiritismo, observándome a mí misma en el espejo, a través de los ojos medio cerrados, e intentando recordar cómo era el sonido de la voz de Alma. Todo lo que obtuve fue una vaga impresión de sus cantarinas palabras incomprensibles cuando rezaba; y no podría decir si era un recuerdo cierto o algo que mamá me había contado, o quizá una confusa recopilación de algo que yo misma había inventado.
Mi madre parecía algo menos abatida aquella tarde; me pregunté si el doctor Warburton le habría dado un sedante. Sentada en una silla, frente a ella, cerré los ojos y me dejé llevar por la calidez de la chimenea. Entonces comencé a cantar con una voz muy aguda y muy bajito, imitando la música del himno «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas» [9], hasta que oí que mi madre me hablaba, con una voz que temblaba por la emoción.
– ¿Alma…?
– Sí, mamá… -contesté, con aquella misma vocecilla infantil, manteniendo los ojos cerrados.
– ¡Alma…! ¿De verdad eres tú…?
– Sí, mamá…
– ¿Dónde estás?
– Aquí, mamá. El ángel me ha permitido venir a verte.
– ¿Por qué no has venido antes, cariño? Se me rompió el corazón cuando te perdí…
No esperaba que me hiciera esa pregunta, y no supe qué contestar.
– No quiero que estés triste, mamá -dije finalmente-, porque yo soy feliz en el Cielo, y un día volveremos a estar juntas y ya nunca nos separaremos.
– Ojalá sea pronto… Mi vida aquí es un tormento… Ojalá todo hubiera pasado ya…
– Debes intentar ser feliz, mamá -repetí desesperada-. Me entristece verte llorar.
– ¿Puedes verme siempre, cariño?
– Sí, mamá.
– Entonces… ¿por qué no has venido antes?
– No pude… encontrar el camino -dije con voz infantil, y evité cualquier pregunta posterior comenzando a cantar de nuevo, dejando que mi voz se fuera apagando gradualmente y mi respiración se tranquilizara. Unos instantes después simulé que me despertaba de repente y, al abrir los ojos, me encontré con mi madre, que tenía la mirada clavada en mí, observándome de un modo que jamás había visto antes.
– Creo que me he quedado dormida, mamá. He soñado con Alma.
– No, hija: has entrado en trance, y Alma ha hablado a través de ti.
– ¿En trance? ¿Qué es…?
– Es… lo que hacen los espiritistas… Yo hubiera querido intentarlo, pero él me lo prohibió… Me dijo que me abandonaría si alguna vez se me ocurría acercarme a una sesión de espiritismo… y, ya ves, de todos modos me ha abandonado…
La emoción ahogó sus palabras, y estalló en un amargo y ruidoso sollozo. Me acerqué y la rodeé con mis brazos, y sentí, por vez primera durante todos aquellos años, desde que Alma muriera, un abrazo consciente, y entonces mis lágrimas se mezclaron con las suyas.
Aquella noche me fui a la cama más feliz que nunca, pensando que mamá finalmente volvía a la luz. Pero la noche inmediatamente posterior quiso que yo volviera a entrar en trance; le dije que no sabía cómo lo había conseguido, pero que lo intentaría… Mientras fingía que me quedaba dormida, me esforcé en pensar en algo nuevo que decir, pero sólo pude reunir vagas imágenes de figuras ataviadas de blanco, bañadas en luz dorada. ¿Qué se supone que se hace en el Cielo, aparte de cantar y tocar el arpa? La señora Greaves había hablado de Summerland; puede que el Cielo fuera como un maravilloso día de verano en el campo, con Alma montando en un pony celestial por campos de flores maravillosas. Pero si Alma aún se mantenía con dos años, esperando que mamá llegara al Cielo (para que no se perdiera sus años de infancia), seguramente sería demasiado pequeña para montar un pony, incluso aunque fuera un pony celestial… En fin, renuncié a intentarlo de nuevo y abrí los ojos, y entonces volví a ver aquella familiar mirada de desolación grabada de nuevo en su rostro.
– ¿No ha venido Alma? -pregunté.
Negó moviendo la cabeza con gesto cansado.
– Pero mamá… ahora ya sabes que está bien en el Cielo; no debes estar triste…
– No puedo estar segura… Tal vez sólo estabas hablando en sueños… ¡Si pudiera oír su voz sólo una vez más…!
La miré con el corazón abatido.
– No sé cómo ocurrió, mamá, pero lo intentaré mañana otra vez -le dije finalmente, y me excusé de inmediato para subir a mi habitación.
Ya podía sentir la negra nube de su dolor elevándose para engullirme, y entonces supe que no podría mantener el engaño yo sola. Y así, a la tarde siguiente, hice acopio de todo mi valor y fui hasta Lamb's Conduit Street, y caminé arriba y abajo por aquella calle hasta que, junto a la tienda de una modista, clavada en la pared, descubrí una placa dorada y desvencijada que decía «Sociedad Espiritista de Holborn». Permanecí durante tanto tiempo allí, dudando, que finalmente la modista salió de la tienda, y cuando le dije que quería ver a la señora Veasey, me señaló otra casa, más abajo, en la misma calle. Allí, una criada que no parecía tener más de diez años me pidió que esperara, y después de unos instantes, una mujer robusta y de pelo gris, vestida completamente de negro, salió a recibirme.
– ¿Y en qué puedo ayudarte, querida? -dijo, con un tono que me recordaba un poco al de Annie.
Comencé a explicarle, muy dubitativamente, todo lo referido a mamá y a Alma, después de lo cual ella sugirió que podríamos ir dando un paseo hasta el Foundling Hospital, donde a ella le gustaba sentarse y ver jugar a los niños. Algo que dijo por el camino me hizo preguntarme si ella también habría perdido a un hijo, pero cuando me atreví a preguntárselo, me respondió que no: ella no había tenido hijos. Su marido, un capitán mercante, se había ahogado en las Indias Occidentales hacía casi veinte años.
– Viene a verme algunas veces… -dijo-. Pero a los espíritus no se les puede ordenar nada, ya sabes…
La mujer suspiró, y me dio unas palmaditas en la mano; era una mujer muy maternal, bastante diferente a lo que yo imaginaba que podría ser una médium espiritista. Mientras caminábamos, le dije que papá nos había abandonado, y le conté que nos había prohibido cualquier relación con nada que tuviera algo que ver con el espiritismo, y para cuando nos sentamos junto a la estatua del ángel, yo ya había decidido confiarme a ella completamente, hasta el punto de confesar mi pretensión de invocar el espíritu de Alma.
– Sé que he hecho mal engañándola -dije-, pero mamá ha sido tan desgraciada, y durante tanto tiempo, que si pudiera convencerse de que Alma está segura y feliz en el Cielo, sólo con eso, creo que se podría recuperar…
– No debes reprochártelo, querida. Por lo que me dices, creo que fue el espíritu de tu hermana el que te impelió a hablar; puede que tengas un verdadero don… y aún no lo sepas.
– ¿Cómo podría saber si lo tengo?
– Bueno, cuando eso ocurre, una se siente… poseída… A veces es tan fuerte que una cree que se va a quebrar en mil pedazos. Y después, cuando te dejan, te sientes vacía… como si fueras un vaso abandonado… Cuando yo era joven, como tú, me llenaba con su luz… Ahora casi nunca vienen a mí… Pero una nunca lo olvida, querida: eso nunca se olvida.
Me dio unas palmaditas en la mano otra vez y suspiró profundamente, y descubrí que había lágrimas intentando huir de mis ojos.
– Pero si ellos no vienen a usted… -me atreví a decir. La señora Veasey no me contestó inmediatamente. Al otro lado de las verjas, las niñas hospicianas se reunían en el patio en grupos de dos, de tres o de cuatro, o jugaban a la comba; podrían haber sido las mismas niñas que Annie y yo habíamos observado diez años antes.
– Debemos ayudar a que la gente crea -dijo finalmente-, como tu pobre mamá. No hay en Londres un médium que no haya fingido alguna vez y, en todo caso, ¿qué hay de malo en consolar a aquellos que están de luto?
– Y… ¿la gente paga por asistir a sus sesiones de espiritismo?
– Por supuesto que no, querida. Hacemos una pequeña colecta al final, y aquellos que tienen posibilidad de hacer un esfuerzo, dan lo que pueden. Pero no se rechaza a nadie que lo necesite.
– Señora Veasey -dije tras una pausa-: ¿ha visto usted alguna vez… un espíritu?
– No, querida. Al menos, no con estos ojos. El don no me ha llevado por ese camino. Pero hay algo en ti, querida… hay algo en ti… No me sorprendería que tú fueras una elegida.
– Pero yo no quiero ser una elegida -dije-. Sólo quiero que mamá vuelva a ser feliz.
– Ésa es una señal del verdadero don, querida: no desearlo. Y respecto a tu mamá… ¿por qué no la traes mañana a nuestra reunión?
– Mamá nunca sale de casa. Desde hace años -dije-, pero a mí sí me gustaría ir… si puedo.
Y así, la tarde siguiente, a las seis y media, salí de casa: le dije a mamá que me dolía la cabeza y que necesitaba dar un paseo. Ella se había sumido de nuevo en su antiguo dolor desesperado, pero yo no quería arriesgarme a una nueva invocación hasta que no hubiera visto cómo dirigía una sesión la señora Veasey. Corría la primera semana de junio, y aún había luz, pero el frío de la noche se sentía ya en el aire. La puerta de la Sociedad estaba abierta; subí por unas escaleras estrechas, tal y como la señora Veasey me había dicho, y entré en una habitación en penumbra y revestida en madera, con las cortinas de las ventanas ya cerradas. El único mobiliario era una gran mesa circular, alrededor de la cual se sentaban seis personas, incluida la señora Veasey, que estaba situada de espaldas a una pequeña chimenea de carbón. Me recibió cariñosamente, presentándome a la concurrencia e invitándome a sentarme frente a ella, entre un tal señor Ayrton, cuya esposa se encontraba al otro lado, y una mujer de edad madura llamada señorita Rutledge. Había también otra pareja de mediana edad, el señor y la señora Bachelor, y el señor Carmichael, un hombre inmensamente gordo cuyas lorzas desbordaban los límites de su chaleco. Tenía ojos llorosos y amarillentos, y resollaba con dificultad cuando respiraba.
Aquellas personas, por lo que pude saber, eran habituales en las reuniones de la señora Veasey. Algunas más aparecieron durante los siguientes minutos, hasta que se ocupó la última plaza libre en la mesa; entonces, el señor Ayrton se levantó y cerró la puerta. Después, él mismo nos invitó a unir las manos y a cantar «Quédate conmigo, Señor» [10], que fue entonada de un modo bastante discordante, junto con otros himnos religiosos, mientras la señora Veasey se fue hundiendo cada vez más en su sillón y pareció dormitar.
La señora Veasey me había hablado de la posesión de los espíritus, y yo aún estaba asustada ante aquella situación cuando ella comenzó a hablar con la voz ronca de un hombre, que el señor Ayrton reconoció inmediatamente como la voz del capitán Veasey. Los mensajes eran bastante vulgares, pero conmovedores: al señor Carmichael, por ejemplo, le dijo que Lucy le estaba observando, como siempre, y que sus «dificultades actuales» se resolverían por sí mismas muy pronto, con lo cual él dejó escapar un enorme suspiro ahogado, casi un sollozo, e hizo después una reverencia con la cabeza. Todos en la mesa recibieron su mensaje, y observé que todos los asistentes permanecían pendientes de cada palabra de la médium. El mensaje para mí era el siguiente: «Alma dice que has hecho lo correcto», y aunque yo sabía que el trance de la señora Veasey era fingido (de hecho, me pareció que su párpado izquierdo temblaba muy ligeramente mientras hablaba ella… o el capitán), se me hizo un nudo en la garganta.
Había dejado de hablar, y yo pensé que la sesión había concluido, pero entonces sus ojos, que habían permanecido cerrados durante toda la actuación, se abrieron de repente y, aparentemente, se clavaron en algo invisible que estuviera flotando sobre la mesa.
– Alma -dijo la voz áspera del capitán-, Alma hablará a través de Constance.
Todos los asistentes se quedaron boquiabiertos. El vello de la nuca se me erizó. La señora Veasey se incorporó violentamente y pareció que recobraba de pronto la consciencia y comprendía todo lo que la rodeaba.
– Señorita Langton -dijo con voz ronca-, debe hacer lo que le pide: cierre los ojos e invoque la imagen de su hermana.
Había en su voz una suerte de mandato apremiante; no podría decir si ahora estaba fingiendo o no. Cerré los ojos, sintiendo las manos temblorosas de mis compañeros sobre las mías, e intenté fijar mi pensamiento en Alma. Después de unos instantes, percibí una levísima vibración y una especie de zumbido corrió por mis brazos y atravesó mi cuerpo.
– ¡Ya siento la fuerza…! -dijo la señora Veasey-. ¿Hay alguien aquí?
«Es sólo un hormigueo… Se me habrán dormido los brazos», me dije a mí misma con temor, deseando que aquella vibración cesara de una vez. Pero me pareció que aquellas palabras brotaban en mi garganta, amenazándome con estrangularme si no las pronunciaba, y para evitar esa sensación, comencé a canturrear con la voz de Alma, tal y como lo había hecho aquella otra tarde, entonando la música de «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas»; lentamente, la tensión se relajó y mis manos dejaron de temblar.
– Alma -dijo la señora Veasey-, dinos por qué has venido.
Ya no había aquella desagradable aspereza en su voz.
– Por mamá -dije con aquella vocecilla.
– ¿Tienes un mensaje para tu mamá?
– Díganle a mamá… -me detuve, pensando frenéticamente-. Díganle a mamá… feliz en el Cielo. Díganle a mamá que venga aquí.
– Se lo diremos. Y… ¿te gustaría decirle algo a alguien más?
No contesté, pero volví a mi canturreo, dejando que se desvaneciera gradualmente, y unos instantes después simulé que me despertaba.
Tres días más tarde, mi madre volvió a salir a la calle con ojos soñolientos. Aunque aún no tenía sesenta años, podría haber pasado por mi bisabuela, ataviada con su raído vestido de luto, mortecino y descolorido, aferrada a mi brazo. Su expresión, cuando la miré, era la imagen del desconcierto, pero parecía extrañamente indiferente, y entonces me di cuenta de que no podía ver las cosas que yo le señalaba; sus ojos se habían debilitado tanto que su mundo no alcanzaba ahora más que unos pocos pies a su alrededor.
La señora Veasey me había dicho en privado que estaba segura de que Alma querría hablar nuevamente a través de mí, y lo que sucedió después era la prueba. Yo sentí cómo la mano de mi madre se estremecía en la mía cuando comencé a cantar con la voz de Alma, y aunque hizo más o menos las mismas preguntas, y recibió más o menos las mismas respuestas que le di en el comedor de casa la primera vez, cuando terminó la sesión estaba anegada en lágrimas de felicidad. Nos quedamos durante algún tiempo allí, hablando con el señor y la señora Ayrton, que habían perdido a sus dos hijos por el cólera, y les invité a tomar el té la semana siguiente, pensando que todo iría bien.
Y durante algún tiempo pareció que así sería. Mamá continuó obsesionada con Alma hasta el punto de desentenderse de cualquier otra cosa: se negó a utilizar gafas con la excusa de que no necesitaba ver nada. Yo estaba tan encantada de verla con otras personas que no me importó mucho que todas las conversaciones versaran sobre los parientes muertos en este mundo y los gozosos encuentros en el venidero. La Sociedad se reunía dos veces por semana y, entre una sesión y otra, yo me encontraba con la señora Veasey y me sentaba con ella en un banco frente al Foundling Hospital. Allí me fue instruyendo en las «artes mediúmnicas», siempre con la idea de que nosotras sólo estábamos ayudando a los espíritus en su cometido, y sugiriéndome mensajes que Alma podría dar a otros participantes en las sesiones. Finalmente me di cuenta de que la señora me había elegido como su sucesora, aunque nunca estuve segura de sus razones, como nunca estuve segura de si creía en lo que hacía o no: sospecho que, como yo, ella había sentido destellos de un poder, fugaz e incierto, que se derramaba sobre ella cuando menos lo esperaba.
Insistió en que había una afinidad entre nosotras; pero yo estaba convencida, también, de que además estábamos ligadas por nuestros secretos. Ninguna de las dos podía arriesgarse a desenmascarar a la otra, y en ocasiones me pregunté si no sería ésa la razón por la que me había elegido. También supe que los donativos se incrementaron notablemente a medida que se desarrollaba nuestra colaboración. Todo el dinero, desde luego, quedaba en manos de la señora Veasey, pero aunque la conciencia a menudo me martirizaba, aquella impostura no me parecía del todo malvada, sobre todo… porque lo hacía por mamá.
Nuestra Sociedad estaba lejos de ser fastuosa: se admitían a nobles venidos a menos y a respetables amas de casa, gentes en la periferia de su clase social. La mayoría de los concurrentes, incluida mamá, por supuesto, estaban deseosos -si no decididos- a creer lo que la médium les dijera, y, con la ayuda de la señora Veasey, comencé a ganarme una reputación, la cual me resultaba tan emocionante como inquietante. Confieso que disfrutaba con aquel poder que me confería la capacidad de tener a hombres y mujeres adultos pendientes de mis palabras. Y a veces -aunque nunca estuve completamente segura de ello- sentí que mi trance fingido llegaba a convertirse en un trance real. En esos casos, todos los sonidos me resultaban perfectamente audibles: el crepitar de los carbones en la rejilla de la chimenea, el débil silbido de la respiración asmática del señor Carmichael, e incluso la sangre parecía latir con fuerza en mis oídos, y entonces los sonidos comenzaban a adquirir la forma de palabras, o una especie de apariencia de palabras, como si fuera una conversación que se oye a lo lejos. Y así, cuanto más mentía, menos creía en nada que se pareciera al reino de los espíritus que nosotras invocábamos con semejante convicción.
Yo esperaba que mamá se conformara con los mensajes habituales de Alma, pero a medida que el otoño fue adentrándose y los días se hicieron más cortos, la antigua mirada fantasmal se adueñó otra vez de sus ojos. Me preguntaba cómo podía estar segura de que era Alma quien realmente hablaba en las sesiones. ¿Y por qué yo no podía invocarla en casa? Yo había intentado evitar estas preguntas insistiendo en que desde la primera vez Alma había querido llevarnos al círculo de la señora Veasey, pero mis palabras sonaron vacías incluso a mis propios oídos. Oír la voz de Alma ya no demostraba nada: mi madre quería verla, tocarla, cogerla, y puesto que había sabido por otros asistentes a las sesiones que había médiums que podían conseguir que los espíritus se hicieran visibles, comenzó a pedirme que la llevara a ver a uno de esos médiums. La señora Veasey desaprobaba ese tipo de manifestaciones: el uso del «gabinete», declaró con firmeza, era una señal segura de embuste. Pero éste no era un argumento que pudiera plantearle a mamá. Pensé entonces en idear un mensaje de Alma que hiciera referencia a aquellos versículos bíblicos: «Bienaventurados sean aquellos que no han visto y, aun así, han creído» [11], pero dudé de que aquello pudiera servir para calmar sus deseos. Así que decidí asistir a una sesión de espiritismo en la que los espíritus se manifestaran, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera presentar una Alma convincente ante la mirada mortecina de mi madre.
Varios miembros de nuestro círculo habían hablado (aunque nunca en presencia de la señora Veasey) de una tal señorita Carver, cuyas sesiones se celebraban en la casa de su padre, en Marylebone High Street. Se decía que Katie Carver era muy hermosa, y capaz de invocar no sólo a su espíritu protector (un espíritu igualmente atractivo que respondía al nombre de Arabella Morse), sino a una asombrosa muchedumbre de ánimas. Solamente después de asegurarme un lugar en la sesión, y después de haber pagado una guinea (con propósitos caritativos), me percaté de que debería haberme presentado con un nombre falso. La señorita Lester, la joven que me había cogido el dinero, me mostró una sala en penumbras, amueblada, como nuestra propia sala en Lamb's Conduit Street, con una gran mesa circular, pero ricamente alfombrada. Había varias velas encendidas sobre la mesa y se veía una especie de nicho amplio en una esquina. Aquel receptáculo tenía unos seis pies cuadrados, y del techo colgaban pesadas cortinas hasta el suelo, acordonadas en la parte de atrás para mostrar que allí dentro no había nada, excepto una sencilla butaca.
Cuando se ocuparon todos los asientos (creo que habría unas quince personas), la mismísima señorita Carver hizo su aparición, y todos los caballeros se levantaron y la saludaron con una escueta reverencia. Era realmente hermosa; pequeña, espléndida en sus atributos y rubia, con el pelo trenzado y enrollado sobre la cabeza, y ataviada con una sencilla túnica de muselina. La señorita Lester nos presentó uno a uno; los asistentes iban vestidos con ropas más cuidadas y caras que los de la reunión de la señora Veasey, pero el único nombre que podría recordar es el del señor Thorne, un joven alto y rubio que se sentó en la mesa frente a mí. Algo en su expresión atrajo mi atención (¿un indicio irónico de que se estaba divirtiendo?), y vi que la señorita Carver le lanzaba una mirada fulminante cuando llegó el turno de presentarlo.
Yo ya sabía que en esas sesiones la médium se sentaba en «el gabinete», pero me sorprendió cuando la señorita Carver hizo una señal y varios caballeros (pero no el señor Thorne) la acompañaron a aquel receptáculo y observaron cómo la señorita Lester, usando algo que parecían pañuelos de seda, ataba firmemente a su señora a la silla. Se examinaron los nudos con minuciosidad y los caballeros volvieron a sus asientos; la señorita Lester apagó la luz del gabinete, corrió las cortinas, y nos pidió que uniéramos nuestras manos.
– No deben ustedes romper el círculo a menos que el espíritu se lo ordene -dijo-. Las manifestaciones representan un gran esfuerzo para la señorita Carver, y podría resultar herida si ustedes no hacen exactamente lo que se les ordena.
Entonces nos invitó a cantar «Oh, Señor, tú siempre has sido nuestro refugio» [12], cogió el candelabro y salió lentamente de la sala, dejándonos en la más completa oscuridad.
Ya habíamos cantado quizá media docena de himnos, dirigidos por una potente voz de barítono que sonaba a mi derecha, cuando de pronto me di cuenta de que había un débil resplandor en el gabinete. Aquello brillaba con un halo luminoso, rodeando el contorno de una cabeza, y parecía desplegarse hacia abajo configurando la imagen de una mujer, velada con tejidos de luz. Se deslizó fuera del gabinete y comenzó a rodear la mesa. A medida que se acercaba, yo podía ver el movimiento de sus miembros bajo el velo, y después, el fulgor de sus ojos y una apariencia de sonrisa. El efecto de aquella manifestación se puso de inmediato en evidencia en las agitadas respiraciones de mis compañeros.
– Arabella -dijo una voz masculina desde la oscuridad, a mi izquierda-, ¿vienes a mí…?
Pasó junto a mi silla, dejando tras de sí un distintivo olor a perfume (y, creo, a ser humano), acercándose cada vez más a la mesa, hasta que el hombre que había hablado quedó iluminado débilmente por el fulgor de sus ropajes; le besó la coronilla de su cabeza calva, provocando un profundo suspiro en los presentes, antes de apartarse nuevamente. Aquella figura casi había completado una vuelta a la mesa cuando pude oír una exclamación apagada y el crujido de una silla: otra luz flotaba en la oscuridad, frente a la anterior. Era una pequeña redoma radiante que iluminaba el rostro del señor Thorne mientras alargaba la otra mano y agarraba al huidizo espíritu por la muñeca.
– No hay ninguna necesidad de que forcejee, señorita Carver -dijo secamente-. Mi nombre es Vernon Raphael, de la Sociedad de Investigaciones Físicas. ¿Le importaría explicar lo que ha ocurrido a nuestros amigos?
Repentinamente, en la sala se formó un verdadero alboroto. Me soltaron las manos, las sillas se apartaron y se encendieron varias cerillas que mostraron al señor Thorne (o el señor Raphael, en realidad) sujetando el brazo de una enfadadísima señorita Carver, cuyo corsé y cuyas enaguas aparecían ahora claramente visibles por debajo de las diáfanas capas de algo que parecía ser muselina engrasada. Un instante después, la señorita Carver consiguió soltarse y rápidamente volvió al gabinete, tirando de las cortinas y cerrándolas tras ella.
Yo esperaba que los asistentes la sacaran a rastras de allí, pero en vez de eso, para mi asombro, varios caballeros apresaron a Vernon Raphael, echándole en cara su intervención, y gritándole que era un ultraje, y una violación y una completa ignominia, mientras lo expulsaban por la puerta. Impulsivamente, me levanté y seguí a los caballeros…
– ¡De acuerdo, de acuerdo…! ¡Puedo irme solo…! -oí que decía Vernon Raphael mientras los hombres lo empujaban escaleras abajo a empellones. Lo arrojaron a la calle y, tras él, voló su sombrero. Nadie en absoluto se había fijado en mí, así que me puse la capa y el sombrero que había dejado en el recibidor y seguí sus pasos por la escalera. Allí esperé hasta que oí que la puerta se cerraba detrás de mí; Vernon Raphael se alejaba lentamente, sacudiendo el polvo de su sombrero.
Cuando descubrió que caminaba tras él, me miró tristemente.
– ¿También viene usted a reprocharme mi crueldad con los espíritus, señorita… señorita…?
– Señorita Langton. Y no, no voy a reprocharle nada. Sólo quería…
Me detuve, pensando qué era exactamente lo que quería de él. A la luz del día, su pelo tenía un color pajizo, con tintes rojizos; sus ojos lucían un intenso y gélido color azul, y su rostro poseía unos rasgos ligeramente vulpinos, pero me gustó el divertido tono de su voz. Comenzamos a caminar juntos; ya era tarde y la calle estaba relativamente solitaria.
– Señor Raphael, ¿trabaja usted para la Sociedad… para desvelar fraudes?
La señora Veasey me había advertido contra la Sociedad de Investigaciones Físicas: escépticos y descreídos, así los llamaba ella, sin respeto por los que se han ido.
– Bueno… sí, en cierto sentido. Soy uno de los investigadores profesionales de la Sociedad, pero detectar fraudes es sólo parte de mi trabajo… casi una afición, en realidad. ¿Y usted, señorita Langton? ¿Qué le ha traído a usted al salón de la señorita Carver?
Una vez más deseé no haber revelado mi nombre. ¿Qué ocurriría si dirigiera sus miradas hacia Holborn? Entonces me percaté de que nosotras en realidad teníamos muy poco que temer, pues ahora yo conocía su rostro.
– Curiosidad -le dije-. ¿Cree usted, señor Raphael, que todos los médiums son unos embaucadores?
– Todos los médiums que aseguran manifestaciones, sí.
– ¿Y los médiums mentales? -le había oído describirlos con esas palabras a la señora Veasey.
Él me miró con curiosidad.
– Veo que conoce usted un poco la materia. Algunos son fraudulentos; y del resto, la mayoría son víctimas de la autosugestión.
– ¿La mayoría?
– Bueno… yo soy un escéptico, no un ateo absoluto… al menos, no todavía. Gurney y Myers… ¿sabe quiénes son…? Gurney y Myers han recopilado algunos casos muy interesantes. Están investigando casos en los que se asegura que se ha visto la aparición de un amigo o un pariente en el momento en el que esa persona ha fallecido, pero aún no han dado su veredicto. ¿Y usted, señorita Langton? ¿En qué cree usted?
– No sé en lo que creo, pero… mi hermana murió cuando yo tenía cinco años, y mi madre ha estado postrada de dolor desde entonces. Francamente, señor Raphael, si pudiera encontrar un médium que pudiera convencerla de que Alma está feliz en el Cielo, haría todo lo posible por que tuviera ese consuelo. Por eso me gustaría saber… si hay alguien que usted me pudiera recomendar…
– Mi trabajo, señorita Langton, es desvelar fraudes, no recomendarlos -y me pareció que lo decía más divertido que indignado.
– Eso es perfecto para ustedes, señor Raphael, que son inteligentes y están seguros de sí mismos y son dueños del mundo, pero para aquéllos como mi madre, que simplemente se sienten abrumados por el peso de la pena, ¿por qué privarlos del consuelo que podría ofrecerles una sesión de espiritismo?
– Porque es un consuelo falso.
– Ésa es una doctrina muy dura, señor Raphael. Es una religión muy masculina, si me permite decirlo así. ¿Es que usted nunca ha mentido, o ha guardado silencio, para evitar el dolor de otra persona? Si usted hubiera perdido a un hermano, por ejemplo, y su madre llegara a estar tan abatida como la mía, ¿realmente afirmaría usted de un modo tan severo, como hizo mi padre, que ella no podría conseguir ningún consuelo en esas sesiones?
Para ser justos, pareció un tanto avergonzado.
– Le confieso, señorita Langton, que me costaría mucho desengañarla. Pero piense usted en la otra cara de la moneda: ¿qué me dice de todos esos médiums que se aprovechan sin escrúpulos de las personas afligidas, y sólo por conseguir dinero? ¿Cree usted que se les debe dar rienda suelta?
– Supongo que no -contesté de mala gana-. Pero no todos son así.
– Habla por experiencia, evidentemente.
– Sólo un poco… ¿Así que no hay nadie, entonces, que usted pueda decirme…?
– Verá, señorita Langton: lo que su madre necesita es la ayuda de un doctor, no de un médium.
– Durante los últimos doce años la ha estado visitando un doctor -le dije-, y no ha conseguido que se sintiera ni un poquito mejor…
– Ya entiendo… La dificultad, señorita Langton, es que si le sugiriera un lugar donde sé que se cometen fraudes, incluso aunque sólo lo sospechara, yo estaría incumpliendo mi deber para con la Sociedad de Investigaciones Físicas. Y, además, se considera que la señorita Carver es la mejor de Londres; usted ha visto con sus propios ojos cómo la defienden sus celosos admiradores…
– Pero probablemente, después de lo que ha ocurrido hoy, habrá perdido la reputación para siempre -le dije.
– En absoluto -dijo jovialmente-. Se formará un verdadero escándalo en la prensa espiritista, y algunos de sus seguidores abandonarán, pero otros los reemplazarán. Es parte del juego.
– ¿Es así como lo ve?
Su contestación se perdió bajo las voces de un vendedor ambulante; nos estábamos acercando a Oxford Street y el ajetreo callejero aumentaba por momentos.
– Señorita Langton -dijo-, pensaba volver a mis aposentos en la Sociedad, en Westminster, pero puedo acompañarla a casa… si es que va hacia allí…
– No, gracias. Estoy muy acostumbrada a caminar sola.
– Entonces… tal vez pueda verla de nuevo…
– Lo siento -contesté-, pero eso es completamente imposible. Adiós, señor Raphael.
Regresé a casa decidida a no participar más en sesiones con manifestaciones de espíritus, pero una simple mirada a mi madre, acurrucada en el sofá del salón, con las cortinas echadas, fue suficiente para que cambiara de idea. Pensé que a Vernon Raphael no se le permitiría volver al salón de la señorita Carver y, con la desolación de mamá infectando la casa como si fuera la peste, creí que no tenía nada que perder… Y así, al día siguiente, volví a Marylebone High Street. La señorita Lester, como yo pensaba, no se había dado cuenta de que me había ido durante la sesión anterior y cortésmente aceptó mis elogios hacia la señorita Carver, así como un donativo de tres guineas (todos mis ahorros) para la causa espiritista. Le conté la grave situación de mi madre, y le pregunté si era verdad que los espíritus se podían materializar a diferentes edades. Y le dije anhelante que si mi madre pudiera coger a Alma tal y como la había cogido cuando estaba viva, podría encontrar la paz al fin. La señorita Lester me preguntó, entre otras cosas, si yo podía recordar qué perfume utilizaba mamá cuando Alma aún estaba entre nosotros. Los perfumes, dijo gravemente, pueden ser de gran ayuda a la hora de invocar espíritus. Pero, por supuesto, añadió, la señorita Carver desearía entrevistarse con mi madre antes de la sesión. Los vergonzosos embustes del señor Raphael habían puesto en grave peligro su salud, y por tanto, desgraciadamente, debían mantenerse en guardia ante posibles injerencias peligrosas.
A las ocho de la tarde del sábado siguiente me encontraba sentada junto a mi madre en el salón de sesiones de la señorita Carver, estudiando disimuladamente los rostros de los asistentes que se encontraban alrededor de la mesa. Yo había intentado persuadir a mamá de la necesidad de guardar el secreto, para no herir los sentimientos de la señora Veasey, pero no estaba completamente segura de que me hubiera entendido. Observé cómo llegaban los últimos asistentes con la sensación de haber añadido demasiados pisos a mi castillo de naipes.
Como en la ocasión anterior, la señorita Carver quedó atada a su butaca. La señorita Lester cerró las cortinas y nos invitó a unir las manos y a cantar «Guíame, luz de bondad» [13]. Cuando se apagaron las luces sentí que la mano de mi madre temblaba en la mía. Ya habíamos acabado prácticamente «El Señor es mi pastor» cuando un débil haz de luz anunció la aparición de Arabella. Los cánticos se apagaron. Oí un crujido de sillas y sentí que las respiraciones se agitaban; pero esta vez la luz permaneció informe, flotando como los fuegos fatuos en el hueco del gabinete. Después de unos breves instantes, comenzó a flotar hacia mí, siguiendo, pensé, la circunferencia de la mesa, aunque en aquella absoluta oscuridad ni siquiera podría haber sabido si las paredes que nos guarecían se habían desvanecido a nuestro alrededor.
Entonces, desde algún lugar, por encima de nosotros, una voz comenzó a cantar con una vocecilla aflautada el himno «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas». Yo le había contado a la señorita Lester todo acerca de las canciones de Alma, pero, aun así, sentí un escalofrío, y la mano de mi madre se sacudió convulsivamente.
– ¡Alma…! -gritó.
Aquel canturreo cesó y un perfume de agua de violetas se derramó sobre nosotras. Era un perfume que mi madre no había utilizado desde el día en que Alma murió. Aquella débil mancha luminosa se estremeció, brilló y pareció abrirse como una flor en la silueta resplandeciente de Arabella, que nos miraba desde el otro lado de la mesa. Acompañada por murmullos de asombro, vino el espíritu flotando alrededor de la mesa hasta que estuvo exactamente detrás de nosotras.
– Alma ha venido del Cielo para consolar a su mamá -dijo una voz de mujer desde lo alto, en la oscuridad-, pero sólo puede quedarse un instante…
El perfume de agua de violetas se hizo más penetrante. Mi madre ya había soltado mi mano, y aunque sólo podía entrever su perfil, supe que se volvía en la silla y alargaba sus brazos hacia la pequeña forma reluciente, la cual se estremeció débilmente cuando mi madre la cogió. No era un simple muñeco: ¡era un verdadero niño envuelto en pañales luminosos!
– Alma… -murmuró-. Por fin, por fin, por fin…
Oí que alguien estaba llorando en la oscuridad, cerca de mí. Las lágrimas anegaron mis ojos, y tuve que reprimir el impulso de darle las gracias a la señorita Carver con un susurro; estaba de pie, entre nosotras, y tan cerca que yo podía sentir el calor de su cuerpo. Así permanecimos, quizá durante veinte segundos, antes de que la señorita Carver tendiera sus brazos de nuevo y mi madre, para mi sorpresa, le devolviera al niño sólo con un profundo suspiro, que tuvo su eco alrededor de la mesa cuando la resplandeciente figura se volvió, se apartó y se desvaneció en la oscuridad.
Mi madre sonreía y lloraba alternativamente mientras caminábamos hacia casa, dándome las gracias una y otra vez.
– ¡Por fin…! -volvió a exclamar-. Por fin puedo descansar en paz…
Recuerdo que abracé a Lettie cuando nos abrió la puerta; y recuerdo también haberme preguntado cómo demonios iba a conseguir que mamá no se lo contara todo a nuestros compañeros de sesiones espiritistas en Lamb's Conduit Street, y si valía la pena intentar que no lo hiciera. Quizá, después de todo, ya no tendríamos ninguna necesidad de acudir a más sesiones. Intenté persuadir a mamá de que tomara un vaso de vino durante la cena, pero no quiso.
– Soy perfectamente feliz, querida Constance, y no tengo hambre en absoluto. Me iré a la cama ahora, y así podré soñar con Alma.
Después me dio un beso y subió las escaleras, mientras yo las bajaba para ir a la cocina, para cenar con Lettie y la señora Greaves, y contarles hasta qué punto me había arriesgado; después, subí a mi habitación, donde dormí profunda y plácidamente por vez primera desde hacía mucho tiempo, y me desperté con los rayos del sol de otoño filtrándose oblicuamente por la ventana. Mamá no bajó a desayunar, pero esto era bastante normal… Lettie solía subirle una bandeja alrededor de las diez: llamaba suavemente a la puerta y la dejaba allí, para que mi madre la cogiera cuando quisiera. Pero cuando dieron las once me percaté de que estaba comenzando a ponerme nerviosa. Al final decidimos forzar la puerta con un atizador, y la encontramos en la cama, con el faldón bautismal de Alma aferrado contra su pecho, y con una lánguida sonrisa en el rostro. Había un frasco vacío de láudano en la mesita de noche, y una nota en la que se podía leer: «Perdonadme: no puedo esperar».
Los días que sucedieron a la muerte de mi madre, afortunadamente, se desdibujaron en mi memoria. Puedo esbozar, más que recordar, el sentimiento de plomiza oscuridad que invadía mi cuerpo, como si el tormento de mi madre hubiera recaído sobre mí. Y recuerdo, también, la convicción de que no volvería a comer o a dormir de nuevo, que me quedaría tumbada boca arriba en mi cama y permanecería allí, sin llorar, en la oscuridad, preguntándome qué sería de mí, o si debía ir a la policía y contar lo que había hecho, arriesgándome a ir a la cárcel. Pero no dije nada de las sesiones de espiritismo al doctor Warburton, ni a mi padre, cuando apareció en casa terriblemente enfadado (había sido una falta de consideración por parte de mamá, fue todo lo que dijo, haberse envenenado precisamente cuando él comenzaba a trabajar en el segundo volumen de su obra) y anunció que dejaba de pagar el alquiler de la casa.
Como ocurría en todas las conversaciones que había mantenido con él, estábamos sentados en la mesa del desayuno. No me pareció que notara que yo no había comido nada.
– Es un desagradable contratiempo -dijo-, pero supongo que tendrás que venir a vivir con nosotros a Cambridge. Mi hermana te encontrará un trabajo cerca de casa y, por lo demás, debes intentar portarte bien y no causar más molestias.
– ¿Y qué será de Lettie y de la señora Greaves?
– Deben buscarse otros trabajos, desde luego.
– Pero papá…
– Ten la amabilidad de no interrumpirme. Recibirán la acostumbrada paga de un mes por el finiquito, lo cual, en mi opinión, es un acto más que generoso, y tú puedes darles referencias, si te apetece. Y, ahora, tengo muchos asuntos de los que ocuparme, gracias a tu madre… a este suceso desafortunado… No, no, no digas ni una palabra más, por favor. Volveré tarde.
Para mi sorpresa, Lettie y la señora Greaves se tomaron la noticia filosóficamente.
– Estaremos bien, señorita Langton -dijo la señora Greaves-. Sé que la señorita nos dará unos buenos informes, y no cambiaría mi vida por la que usted va a tener en Cambridge.
De hecho, me sentía como si fuera a ir a la cárcel, pero no tenía ánimo para protestar. Le envié a la señora Veasey una carta dolorosamente tranquila, diciéndole que mamá había muerto y que no me sería posible volver a verla a ella o a nadie del grupo, y, mientras luchaba con la sintaxis, me preguntaba cuánto tiempo pasaría. antes de que los grupos de la señorita Carver y de la señora Veasey se mezclaran.
Mamá fue enterrada una desapacible y desolada mañana de octubre, y sólo mi padre, la señora Greaves, Lettie y yo estuvimos junto a su tumba.
Aproximadamente una semana después del entierro, yo me encontraba doblando y guardando la ropa de mi madre y preguntándome qué debería hacer con las cosas de Alma cuando subió Lettie para decirme que había llegado un caballero preguntando por mí. Mi padre estaba fuera, como siempre; decía que estaba constantemente atareado con el asunto de cerrar la casa, pero yo sospechaba que empleaba la mayor parte de su tiempo en el museo. Bajé aturdida las escaleras, esperando encontrarme con alguien relacionado con el traslado de los muebles o los libros, pero, bien al contrario, me encontré con un hombre pequeño y rechoncho que me resultaba vagamente familiar, aunque yo estaba segura de que no lo había visto jamás. Llevaba una chaqueta de pana verde, bastante raída, y unos pantalones grises de franela, con una mancha de pintura en una rodilla, y parecía tener entre cincuenta y sesenta años. Su calva estaba rodeada por una melena de un marrón ceniciento, larga y rebelde en los flancos, de modo que ocultaba sus orejas. Unas patillas enmarañadas, la barba y un grueso bigote escondían su boca y buena parte de sus mejillas; tenía los ojos de un castaño oscuro, con ojeras muy marcadas y arrugadas, y su piel (por lo que pude ver) parecía abrasada por el sol.
– ¿Señorita Langton? Me llamo Frederick Price, y creo que debo de ser su tío. He visto en The Times la noticia de la muerte de mi hermana… de su madre… y he venido a presentarle mis condolencias.
Lo miré con aire de cierta sorpresa. No podía siquiera vislumbrar en aquel hombre ni un rasgo que me recordara a mi madre.
– Gracias, señor. Me temo que mi padre no volverá a casa hasta muy tarde… En realidad, rara vez se encuentra en casa. ¿Desea tomar una taza de té?
– No quisiera molestarle en las presentes circunstancias…
– No me molesta -contesté. Hablaba en voz baja y parecía titubear levemente, pero había algo en su cadencia que me llamaba la atención-. Me vendrá bien ocupar mis pensamientos en otros asuntos.
Lo conduje hasta el salón, donde muchos de los adornos y los muebles ya estaban embalados; había una caja a medio llenar junto a la chimenea.
– Debe usted preguntarse por qué no nos hemos visto nunca… -dijo-. El hecho es que perdí cualquier contacto con su madre después de su boda; no supe que estaba viviendo en Londres hasta que vi la noticia el otro día… Y, bueno… para ser franco, nunca tuvimos mucha relación, en parte porque yo la vi muy poco. Discutí con mi padre, ya sabe… Él quería que fuera pastor y yo quería ser pintor, y todo acabó horrorosamente: me desheredó y yo huí a Italia antes de cumplir los veintiún años. Y allí se quedó la pobre Hester… Se quedó para cuidarlo, y supongo que eso le dolió… ¿quién podría culparla? Y después, cuando mi padre murió, no pude o… en fin, no volví a casa. La última carta que recibí de ella me decía que estaba comprometida y que iba a casarse. Esperaba que al final mi hermana pudiera ser feliz… En 1875 regresé a Londres y cogí casa en St John's Wood, donde tengo mi estudio desde entonces. No sabía que tenía una sobrina a sólo tres millas de distancia…
– Yo tampoco sabía que tenía un tío artista.
– Yo diría que más bien soy lo que me manden. En mis tiempos fui… veamos… ilustrador (que ha sido el trabajo en el que he empleado la mayor parte de mi vida), copista, grabador, dibujante y restaurador, así como pintor por encargo… ¿Fue una larga enfermedad…? Perdón, me refería a su madre…
– Sí, pero no en el sentido que usted… La verdad es que… -Y, tras esas palabras, decidí narrarle toda mi historia.
Me escuchó muy seriamente y sin muestras de sorpresa, incluso cuando le conté todo lo de las sesiones de espiritismo, y me las arreglé de algún modo para llegar hasta el final sin derrumbarme.
– Así pues, ya ve usted, señor… aunque mi padre no lo sabe, yo soy la causa de la muerte de mi madre.
– Se juzga usted demasiado severamente -replicó-. Por todo lo que me ha contado, lo maravilloso es que mi hermana no hubiera puesto fin a su vida mucho antes. Usted se ha comportado muy generosamente, y no debería reprochárselo.
Dejé escapar un sollozo entonces, pero vi que mi conducta le resultaba muy incómoda y me dominé en cuanto pude.
– Y ahora -me dijo-, ¿se irá usted con su padre a casa de su tía en Cambridge?
– No la conozco, no la he visto nunca. No me quieren y preferiría irme lejos… pero… sí, debo ir.
– Comprendo -dijo, y permaneció en silencio durante unos instantes-. Constance… si yo pudiera… -titubeó al fin-. Yo soy soltero… y me conozco lo suficientemente bien como para decir que soy un egoísta: adoro mi tranquilidad y mis comodidades, y la seguridad de que puedo irme al estudio después de desayunar y que nadie me molestará durante las diez horas siguientes. Tengo una cocinera y una doncella, ambas excelentes mujeres, pero a veces me molestan con sus preguntas. Ahora… si yo contara con alguien que se ocupara de la casa por mí… alguien que tuviera en consideración lo que me gusta y lo que me disgusta, y que se preocupara de que todo se hiciera correctamente… digamos… una joven tranquila y discreta… y especialmente si su padre estuviera dispuesto a concederle una asignación… porque yo no soy precisamente rico… No sería un trabajo demasiado pesado, y la casa es lo suficientemente grande para que usted tuviera sus propias habitaciones.
Una semana más tarde ya estaba instalada en casa de mi tío, en Elsworthy Walk. Estaba tan aliviada ante la perspectiva de no tener que ir a Cambridge que habría estado contenta con una cama en un sótano. Pero encontrarme con una habitación en el piso superior, con la ventana mirando al este, hacia las laderas herbosas de Primrose Hill, me pareció de todo punto milagroso. La mesa del comedor estaba siempre atestada de libros y periódicos; la idea que tenía mi tío de la comodidad consistía exactamente en dejar las cosas donde mejor le parecía, y le encantaba que a ambos nos gustara leer durante las comidas: algunas veces se pasaban los días, enteros sin intercambiar más que un «buenos días» o un «buenas noches». Al principio no podía salir de casa sin temer que acabaría tropezándome con alguien del círculo de la señora Veasey o de la señorita Carver, pero nunca ocurrió, y mi tío nunca volvió a hacer referencia a las sesiones de espiritismo. A cambio del Foundling Hospital, ahora tenía Primrose Hill, y a menudo, aquel otoño, me senté junto a la ventana para ver a los niños jugar… y encontré en aquellas escenas un secreto consuelo para mi espíritu.
Pero incluso en esta apacible situación pasaron muchos meses antes de que el peso de la culpa y el remordimiento comenzara a aliviarse, y sólo fue para dar paso a una inquietud de espíritu cada vez mayor.
Mis obligaciones en la casa estaban muy lejos de ser gravosas y me permitían disponer de una gran cantidad de tiempo. Mi tío, pronto lo comprendí, evitaba cualquier expresión de emoción; y creo que no era porque fuera una persona insensible, sino porque temía el efecto que las emociones pudieran tener sobre él. Por ciertos detalles que dejó entrever, llegué a sospechar que a veces su conciencia le remordía por haber abandonado a su familia, especialmente a mi madre, a quien podía haber seguido la pista fácilmente, y que haberme acogido a mí había sido su modo de compensar aquel abandono. Parecía que le agradaba tenerme en casa: yo era la persona con la que podía mantener una conversación cuando a él le apetecía conversar, y le permitía concentrarse en sus propios pensamientos cuando no le apetecía, y si él se dio cuenta de mis tribulaciones, no dejó entrever el menor indicio de ello. En cualquier caso, yo no le podría haber dicho en qué consistían mis preocupaciones.
Me fui acostumbrando a la soledad y no eché de menos -o no creí que echara de menos- el contacto con otras personas de mi edad; no tenía ningún interés particular y ninguna ambición concreta y, ciertamente, no deseaba casarme. Y, aun así, había algo que deseaba fervientemente, una ansiedad innombrable y secreta que sólo podía calmar caminando durante horas seguidas, hiciera sol o diluviara, hasta que conocí todas las calles del barrio, hasta Hampstead, donde las casas daban paso a los caminos y los campos… Pero nunca volví a Holborn.
Al final encontré un empleo como institutriz de los hijos de un tal capitán Tremenheere, que estaba sirviendo en la Artillería Real en el cuartel de Ordnance Hill. Mi tío se enojó un poco por esto, pero, como le recordé, la asignación que me dispensaba mi padre pronto cesaría y yo no podía permitirme vivir de su caridad. Yo estaba contenta con mi trabajo y pronto aprendí a querer de verdad a mis tres alumnos, pero aun así, la inquietud persistió; no podía zafarme del sentimiento de que estaba caminando como una sonámbula por la vida, esperando a que comenzara mi verdadera existencia… o lo que quiera que fuese.
En la primavera de 1888 mi padre murió repentinamente de un ataque de apoplejía. Lo supe por una carta que me envió mi tía, la cual me escribió diciéndome que mi padre le había dejado todo a ella, con instrucciones de que continuara librándome la asignación hasta que se cumpliera mi mayoría de edad, en el mes de enero siguiente. No me invitaba a acudir al funeral, ni yo quise ir: yo sabía que no había significado nada para él y creo que lloré por mi propia falta de dolor, más que por aquel hombre al que apenas había conocido.
Aquel verano fue tan frío y lluvioso que difícilmente mereció ese nombre, y el otoño se ensombreció aún más por los continuos sucesos y atrocidades acontecidos en Whitechapel [14]. Mis paseos solitarios se redujeron: ya no me sentía tranquila caminando más allá de los límites de St John Wood; y, después, en diciembre, el capitán Tremenheere fue trasladado a Aldershot, y se llevó a su familia con él.
Mi vigésimo primer cumpleaños pasó, y no encontré otro trabajo, hasta que una mañana, después del desayuno, mientras estaba curioseando descuidadamente un artículo, mis ojos se detuvieron en un anuncio que aparecía debajo:
«Se ruega a Constance Mary Langton, hija de la difunta Hester Jane Langton (de soltera, Price), domiciliada antaño en Bartram's Court, Holborn, que se ponga en contacto con Montague y Venning, notarios públicos, en sus oficinas de Wentworth Road, Aldeburgh, por un asunto que le interesa especialmente».
Yo había imaginado que todo se aclararía con la respuesta del señor Montague, pero su carta simplemente solicitaba «pruebas consistentes que puedan aportarse» de que yo era la verdadera Constance Mary Langton en cuestión. Mi tío bromeó mientras redactaba un certificado a tal efecto, y dijo que, en realidad, por lo que él sabía, yo podía ser una vagabunda que se hubiera colado en la casa de Bartram's Court el día en que a él se le ocurrió llamar… Aquélla era una observación que me perturbó más de lo que él podría imaginar jamás. También se me solicitaba la fecha y el lugar de mi nacimiento -respecto a esto último, sólo pude escribir: «En el campo, cerca de Cambridge»- y declarar si tenía hermanas «u otros familiares cercanos de sexo femenino» vivos, a lo cual contesté que no había nadie, por lo que yo sabía. En respuesta a mi carta, recibí una nota del señor Montague diciéndome que vendría a Londres en los próximos días y que le encantaría visitarme, cuando yo considerara conveniente, «para tratar el asunto del legado». Mi tío pensó, por el texto del anuncio, que el legado procedería de alguien de la rama materna, pero no pudo arrojar más luz sobre el caso: él nunca había tenido demasiado interés en la historia de su familia. Muy probablemente, me advirtió, se trataría de una pequeña suma de dinero o algunas piezas de mobiliario viejo, legado a mi madre por alguna tía olvidada o por algún primo. Pero aquellas breves indagaciones habían vuelto a despertar mis fantasías infantiles, según las cuales había algún misterio en torno a mi nacimiento. Yo nunca le había mencionado esas sospechas a mi tío, y me sentí secretamente aliviada cuando me dijo que no estaría presente en la entrevista, asegurándome que aquello era un asunto que sólo me concernía a mí, sobre todo porque ya era mayor de edad; en todo caso, si lo necesitaba, podía ordenar que alguien fuera a buscarlo al estudio.
El señor Montague vino a verme una gélida mañana de enero. Yo estaba de pie junto a la ventana cuando Dora le hizo pasar al salón, y se detuvo cuando la puerta se cerró tras él, aparentemente conmocionado por algo que vio en mí. Era un hombre alto y enjuto, y ligeramente encorvado, con el pelo gris marcadamente peinado hacia las sienes. Tenía el rostro surcado por arrugas que parecían deberse a un padecimiento o a una enfermedad; su piel era de una tonalidad grisácea, y había sombras oscuras como cardenales bajo sus ojos. Podía tener una edad entre los cincuenta y los setenta, y aun así, mostró cierto aire de inseguridad, incluso de temor, cuando le tendí la mano -la suya estaba helada- y le invité a tomar asiento junto a la chimenea.
– Me pregunto, señorita Langton -comenzó-, si el nombre de Wraxford significa algo para usted.
Su voz era grave y refinada, con un toque gutural.
– Nada en absoluto, señor.
– Comprendo…
Me observó en silencio durante unos instantes, y después asintió con la cabeza como si estuviera confirmando algo para sí mismo.
– Muy bien. Señorita Langton, estoy aquí porque un cliente mío, la señorita Augusta Wraxford, ha muerto hace unos meses, dejando la mayor parte de su hacienda a «mi familiar más cercano de sexo femenino que aún esté viva». Y suponiendo, discúlpeme, que usted sea la verdadera Constance Mary Langton, y la nieta, por rama materna, de Maria Lovell y William Lloyd Price, entonces usted será la principal beneficiaria del testamento de Augusta Wraxford, y la única heredera de Wraxford Hall.
Sus palabras sonaron como si estuviera preparándome para darme noticias de alguna desgracia gravísima.
– La propiedad consiste en una casa señorial abandonada… muy grande, pero de todo punto inhabitable, asentada en varios centenares de acres de bosque cerca de la costa de Suffolk. Las tierras están cargadas con fuertes deudas, y rinde, como mucho, doscientas libras, después de satisfacer a los acreedores…
– ¡Doscientas libras! -exclamé.
– Debo advertirle -dijo, en el mismo tono compungido- que no será fácil encontrar un comprador. Wraxford Hall tiene una historia oscura… pero antes de ocuparnos de eso, estoy obligado a preguntarle algunas cuestiones… aunque, confieso, señorita Langton, que sólo con mirarla… bueno, el parecido es muy notable…
Se interrumpió bruscamente, como si se hubiera impresionado por lo que él mismo acababa de decir.
– ¿El parecido…? -señalé.
– Discúlpeme, es sólo… ¿Puedo preguntarle, señorita Langton, si usted se parece a su madre…? En el aspecto físico, quiero decir…
– No, señor. Mi madre casi medía seis pies de alto, y… es evidente que no me parezco a ella. ¿Puedo preguntarle, señor, cómo ha sabido de mi existencia?
– Por la noticia del fallecimiento de su madre en The Times. La señorita Wraxford me había ordenado seguir la pista de la descendencia femenina de la familia, lo cual resultó una tarea larga y difícil. Yo tenía información hasta la boda de sus padres, pero a partir de ahí se perdía todo rastro, hasta que un empleado mío, que lee todos los periódicos cada mañana, encontró la noticia del fallecimiento. Pero en aquel entonces no me pude tomar la libertad de presentarme ante usted. La señorita Wraxford pensaba que las falsas expectativas son malas para formar la personalidad y, desde luego, mientras ella estuvo viva, siempre cupo la posibilidad de que pudiera cambiar el testamento. Y para cuando ella murió, la antigua casa donde vivió usted ya había cambiado de manos en varias ocasiones… de ahí que ordenáramos publicar nuestro anuncio.
Se quedó en silencio durante unos momentos, observando el fuego.
– Usted decía en su carta -añadió- que nació en algún lugar cerca de Cambridge… ¿No sabe exactamente dónde?
– No, señor.
– ¿Y no tiene usted un registro de su nacimiento?
– Me temo que no, señor. Quizá pueda estar entre los papeles de mi padre, en casa de mi tía, en Cambridge.
– Es posible que no haya ninguno. No hay ninguna entrada en el registro general de Somerset House… pero en aquella época no era obligatorio notificar los nacimientos al registrador -añadió, advirtiendo un cambio en mi expresión-, así que no debe usted alarmarse por ese detalle.
Se detuvo de nuevo, observándome detenidamente, sin que pareciera que se daba realmente cuenta de que lo estaba haciendo. A pesar de su comentario a propósito de los parecidos -o quizá precisamente por eso-, cualquier cuestión que me planteaba excitaba mis recelos y temores. ¿Sospechaba aquel hombre que yo no era hija de mis padres? ¿Poseía incluso alguna prueba al respecto? ¿Debería revelar yo mis propias sospechas? Podía perder una fortuna por hablar, pero quedarme callada sería seguramente peor… quizá incluso delictivo. Dora interrumpió mis pensamientos cuando llamó a la puerta con la bandeja de té, y durante los siguientes minutos me vi obligada a participar en una conversación breve y nerviosa mientras intentaba decidir qué debía hacer.
– Señor, antes de que prosiga usted -dije tan pronto como la puerta se cerró tras la criada-, creo que debería decirle… algunas veces me he preguntado si yo podría haber sido una niña adoptada… una hospiciana. Mis padres nunca me dijeron nada al respecto, pero si yo fuera adoptada… bueno, eso explicaría ciertas cosas de mi infancia… y si yo no fuera su verdadera hija de sangre, entonces…
Me detuve repentinamente, asustada ante la reacción del señor Montague. El poco color que aún conservaba desapareció de sus facciones; su taza de té tiritó sobre el plato y se vio obligado a dejarlo en la mesa.
– Discúlpeme, señorita Langton… es sólo una indisposición momentánea. ¿Querría usted decirme cómo ha llegado a esa conclusión…? Quiero decir… ¿cómo ha llegado… a considerar esa posibilidad?
Y así, una vez más, me embarqué en la narración de la historia de la muerte de Alma, y del hundimiento de mi madre, mis paseos con Annie hasta el Foundling Hospital y la implacable indiferencia de mi padre, pero no mencioné las sesiones de espiritismo, al tiempo que me preguntaba constantemente qué le habría llamado tanto la atención al señor Montague. Aunque el fuego apenas se mantenía vivo, advertí un tenue brillo de sudor en su frente, que se fue haciendo cada vez más evidente, y, aunque hizo todo lo posible por ocultarlo, se estremecía como si sintiera un profundo dolor. Me hizo varias preguntas, la mayoría de las cuales yo no estaba en disposición de contestar, sobre la vida de mis padres antes de que se casaran -yo ni siquiera sabía dónde ni cómo se conocieron-, sobre la procedencia de los ingresos de mi padre, y si yo recordaba algo de lo ocurrido antes de que nos trasladáramos a Londres.
– No recuerdo nada, señor… nada de lo que pueda estar segura.
– Comprendo… Permítame decirle antes de nada, señorita Langton, que incluso aunque sus sospechas se verificaran, el legado se mantendría. Usted es la hija legítima de su señora madre de acuerdo con la ley, y eso es todo lo que la ley precisa. Además…
– Señor Montague -me atreví a decir, cuando vi que no proseguía inmediatamente-, usted ha hablado de ciertos parecidos, y ha sugerido (o eso he intuido) que sabe algo que está relacionado con mis sospechas respecto a mi nacimiento. ¿No querría usted decirme de qué se trata?
Él se mantuvo en silencio, como si estuviera atrapado en un debate interior, lanzando miradas a mis ojos y al fuego, y volviendo a mirarme. Una pálida luz grisácea entraba oblicuamente por la ventana y algunas gotas de agua veteaban el cristal empañado.
– Señorita Langton -dijo finalmente-, le aseguro que yo no sé nada de su historia, nada que no me haya contado usted misma. Lo que usted ha intuido… sólo es una ridícula fantasía por mi parte. No… el mejor consejo que puedo darle es que venda la propiedad, con los ojos cerrados, que coja lo que le den por ella y deje que el nombre de Wraxford se borre de su memoria.
– Pero… ¿cómo puedo estar segura de lo que me dice? -insistí, animada por las dudas que mostraba-. ¿Cómo puedo estar segura si no me dice lo que sospecha… o si no me dice a quién piensa usted que me parezco?
Sus ademanes mostraron que aquellas preguntas le habían conmocionado más de lo que yo esperaba, y volvió a abismarse en el fulgor de las llamas.
– Le confieso, señorita Langton -dijo finalmente-, que no sé cómo responderle. Permítame algún tiempo para pensarlo… Le escribiré en el curso de la semana.
E inmediatamente después se marchó.
Mi tío, naturalmente, se quedó asombrado ante aquellas noticias, pero el nombre de Wraxford no significaba nada para él, más allá de vagas asociaciones con algún antiguo crimen o escándalo del que había oído hablar.
El tiempo continuó siendo muy desagradable y las calles permanecían constantemente enlodadas, con aguanieve medio helada.
Mientras, para mí las horas transcurrían lentamente, en un interminable carrusel de especulaciones, hasta que una mañana, cuatro días después de la visita del señor Montague, me llegó un grueso paquete muy bien envuelto por correo certificado. Contenía otro paquete, también sellado; una breve carta y un árbol genealógico de los Wraxford, dibujado con la misma letra, pequeña y meticulosa.
20 de enero de 1899
Estimada señorita Langton:
Me confió usted su secreto, y yo he decidido confiarle el mío. He conservado este paquete desde hace casi veinte años, y no se ha abierto desde entonces. Como usted comprenderá, estoy poniendo mi reputación en sus manos, pero creo que eso ya no debe preocuparme en exceso. Mi salud está muy quebrantada, pronto me retiraré, y si alguien tiene derecho a tener estos papeles, ese alguien es usted. Cuando los haya leído, comprenderá por qué le dije que vendiera la mansión con los ojos cerrados; incéndiela y abrásela hasta los cimientos, y siembre con sal sus tierras si lo desea… ¡pero nunca viva allí!
Sinceramente suyo,
JOHN MONTAGUE