Wraxford Hall
martes, 26 de septiembre de 1868
Ya todo es oscuridad… No sé qué hora es. Clara duerme profundamente en su cuna; tan profundamente que he estado a punto de ir a verla para asegurarme de que respira. Me encuentro horriblemente cansada, pero ya sé que no me dormiré. Mi cabeza zumba como un enjambre de avispas; no puedo pensar y sin embargo debo hacerlo… por ella. Dispongo de tres días antes de que llegue Magnus: tres días en los cuales debo poner por escrito todo lo que ha ocurrido, y prepararme para lo que me temo que ocurrirá.
Al menos he encontrado el escondite perfecto para ocultar este diario. No me atreví a comenzarlo en Londres, por temor a que Magnus pudiera encontrarlo. Si lo llegara a saber… pero eso no ocurrirá. No debo asumir que va a ocurrir lo peor… o perderé toda esperanza.
Comenzaré por describir esta habitación, o más bien estas dos habitaciones, ya que Clara duerme en una pequeña alcoba a la que se accede desde este cuarto… supongo que antaño fue un trastero o un vestidor. Estamos en la primera planta, aproximadamente a medio camino de un pasillo que se quiebra y gira tantas veces que una apenas puede estar segura de dónde se encuentra. Tuve que volver atrás y contar tres veces para convencerme de que hay catorce habitaciones en este corredor. Las escaleras para los criados se encuentran en la parte trasera de la casa, con una puerta que da a la parte principal de la mansión, en la fachada.
En mi habitación, los paños de madera de las paredes se han fregado y hay alfombras nuevas, lo cual resultaría tranquilizador si no sospechara que se ha hecho más por la señora Bryant que por mí. Dado que voy a presidir su sesión de espiritismo, deben guardarse las apariencias… no es que ella vaya a poner un pie aquí. El suelo cruje allá por dondequiera que vaya, y poco importa cuán suavemente camine. La cama es antigua, con dosel de cuatro columnas, pero la tela se ha retirado… sin duda estaba tan vieja que serían prácticamente jirones; al menos la ropa de cama está limpia y seca. Hay un arcón, un aguamanil, un tocador, todo tallado en una madera vieja y oscura. El escritorio que estoy utilizando… De nuevo, no sé si la presencia de este escritorio debo considerarla tranquilizadora o siniestra. ¿Estaba aquí o Magnus ordenó que trajeran un escritorio a esta habitación? Es como si dijera: «Querida… sé exactamente lo que pretendes escribir, así que no imagines que puedes evitar que lo lea».
El escritorio se encuentra bajo la ventana, la cual, durante el día, se abre casi como un precipicio a una descuidada explanada de hierba que se ha segado tan recientemente (lo vi esta mañana) que los tallos tienen un pálido color amarillento o blancuzco. Los árboles que rodean la explanada son tan altos que apenas dejan ver la mitad del cielo. Pero ahora no se ve nada en la ventana, salvo la llama de una vela reflejada bajo la imagen borrosa de mi rostro: tras eso, la oscuridad es absoluta.
Me he preguntado hasta la saciedad si Magnus sometió mi voluntad cuando tuvo éxito en aquella sesión de mesmerismo, o si nubló mi percepción lo suficiente como para conseguir mi consentimiento. Pero si lo hizo, el recuerdo se ha perdido más allá de lo que puedo recordar, y sólo me queda el sentimiento de culpa por haberme casado con él. Sabía que no lo amaba, y debería haberle dicho que había cambiado de opinión, como Ada me rogó que hiciera. Recuerdo su rostro pálido y apesadumbrado el día de la boda; no la he vuelto a ver desde entonces. En mis cartas le digo que soy maravillosamente feliz, y ella hace como que me cree; y por eso nuestras cartas se han ido haciendo cada vez menos frecuentes. Pero no se lo contaré a ella: ya tiene suficientes penas.
¿Cómo pude imaginar que acabaría amándolo como él evidentemente me amaba a mí? Ahora me parece que incluso antes de casarnos ya huía de su roce, pero seguramente no era así… Puede que el deseo convierta a los hombres en seres completamente ciegos… incluso a un hombre tan sutil e inteligente como Magnus. Respecto a la noche de bodas -debo escribirlo-, el acto me resultó inmensamente doloroso, pero mi disgusto pareció excitarle aún más… (¿Habría sido así también con Edward? No lo creo). La violación se repitió la noche siguiente, y la siguiente (apenas tengo recuerdos en absoluto de los días en que no me agredía), e intenté fingir… o convencerme de que me acostumbraría, pero aunque el dolor físico disminuyó con el tiempo, la sensación de violación sólo se incrementó. Como yo había rechazado el viaje de novios, fuimos directamente a su casa en Munster Square. Mi habitación estaba en el segundo piso; la suya se encontraba en el primero, pero durante aquellos primeros días -¿o fueron semanas?- él consideró mi habitación como la suya propia, hasta la mañana en que todo cambió para siempre…
Seguramente bajé a desayunar antes, aunque no recordaba haberme vestido ni haberme recogido el pelo. Sólo recuerdo haber visto a la doncella junto al aparador precisamente cuando Magnus apareció en el umbral de la puerta… Fue exactamente como si hubiera estado sonámbula, y me hubiera encontrado de repente, completamente despierta, ante la mesa del desayuno. La doncella se llamaba Sophie, como mi hermana; era una muchacha de unos dieciséis años, pequeña, tímida y amable. Magnus se acercó a mi lado y me puso la mano en la nuca. No pude evitarlo, y me estremecí violentamente cuando me tocó. Sophie lo vio, se ruborizó, y huyó de la sala.
Aquella mano sobre mi cuello pareció convertirse en piedra. Hubo un momento de absoluta quietud; entonces, apartó la mano y pude mirarlo… aterrorizada. El rostro de Magnus era absolutamente inexpresivo. Durante otra pequeña eternidad permanecimos así. Hizo un leve gesto de afirmación con la cabeza, como si se estuviera confirmando algo a sí mismo, y después -como si se hubiera descorrido un telón rápida y silenciosamente-, volvió a sus gestos habituales, y dijo, como si nada en absoluto hubiera ocurrido:
– Confío en que hayas dormido bien, querida.
Poco después se fue, y no regresó hasta muy tarde. Luego, por la noche, fingió que no había ocurrido nada, y cuando llegó la hora de retirarse, ni siquiera me tocó: sólo inclinó levemente la cabeza y me dio las buenas noches; después, se encerró en su habitación. Estuve despierta, tumbada en la cama, casi toda la noche, temiendo oír el sonido de sus pasos subiendo las escaleras. A la mañana siguiente ocurrió lo mismo. Yo no habría sabido que algo iba mal, excepto porque mi esposo no me volvió a tocar. Sophie se despidió poco después, pero si se vio forzada a hacerlo, desde luego no me lo dijo. Día tras día Magnus continuó actuando como si fuera un marido abnegado cuando estábamos con otras personas o delante del servicio, y me sentí impelida a seguirle el juego, porque no sabía qué otra cosa podía hacer. La mascarada no cesó jamás, ni siquiera cuando nos quedábamos solos, aunque esto nunca solía ocurrir durante mucho tiempo. Él estaba fuera la mayoría de los días, viendo pacientes -o eso me decía-, y por las noches, si habíamos cenado en casa, se excusaba con la mayor cortesía tan pronto como retiraban los platos, y no le volvía a ver hasta que aparecía en la mesa del desayuno.
Si hubiera mostrado alguna emoción -aunque fuera ira-, creo que lo habría comprendido. Quizá me habría humillado y le habría rogado que me perdonara, pero la simple perspectiva de ponerme a sus pies me hacía estremecer, porque ahora estaba aterrorizada por lo que quiera que hubiera tras aquella fachada sonriente. Y pocas semanas después descubrí que estaba embarazada.
Pensé que aquella noticia cambiaría nuestra situación, pero cuando al final reuní el suficiente valor para contárselo -fue una mañana, durante el desayuno, cuando la doncella estaba fuera de la sala-, todo lo que dijo fue:
– Así que voy a tener un hijo… Te felicito, querida. Necesitarás vigilar tu salud: has estado un poco delicada últimamente.
No me atreví a preguntarle por qué tenía tanta seguridad en que fuera a ser un varón.
Estuve enferma la mayor parte de mi embarazo, el cual pasé en una suerte de estado de estupefacción, en una nebulosa de días confusos y semanas turbias. Por aquel entonces Magnus estaba fuera la mayoría de los días; para mi alivio, no insistió en tratarme él mismo, sino que encomendó la tarea a un médico mayor, muy parecido al doctor Stevenson. Yo tenía pocas cosas que hacer, salvo descansar cuando estaba cansada, y leer e intentar, por el bien del niño, dominar el temor que me congelaba el corazón. Cuando me encontraba bien, salía a pasear por Regent's Park, a sólo unos cientos de yardas de nuestra casa de Munster Square, con mi doncella Lucy, la única criada que se me permitió contratar.
Lucy es -aunque no podré volver a verla- una muchacha tranquila y dulce; tenía su dormitorio en la habitación de la niñera, junto a la mía, al final del rellano. Se aplicó mucho para mejorar su lectura, y para cuando nació Clara ya leía con mucha soltura. Yo la veía más como una amiga que como una criada, aunque procuré ocultarlo ante el resto de la servidumbre. La casa estaba a cargó del mayordomo de Magnus, Bolton, y de la cocinera, la señora Ryecott; muy a menudo venían y simulaban que me preguntaban algo, y yo les decía que hicieran lo que creyeran más oportuno. Veía en Bolton a un amigo personal de Magnus: era un hombre moreno, enjuto y delgado, siempre vestido de negro. Nos detestamos en cuanto nos vimos, y siempre fui consciente de su desconfianza para conmigo. La señora Ryecott era una mujer adusta de mediana edad, ferviente servidora de Magnus también; y también me parecía una intrusa. Respecto a los demás, Alfred, un muchacho de unos diecisiete años, era el mozo de las cuadras y el recadero, y también estaban las dos criadas, Carrie y Bertha, que vivían atemorizadas por la furia de la señora Ryecott. Ahora todos ellos se encuentran aquí, en la mansión… excepto Lucy, que ha regresado a Hereford para cuidar a su madre, que está muy enferma. Se quedó conmigo hasta el último momento. Yo quería que se fuera directamente a Paddington [46] esta mañana, pero insistió en acompañarme hasta Shoreditch para ayudarme con Clara, y hacer sola el largo camino de regreso.
Creo que sin la compañía de Lucy la soledad de mi embarazo habría sido insoportable. Yo había esperado encontrar nuevos amigos en el círculo de Magnus, pero nuestro distanciamiento y las náuseas de los primeros meses lo hizo imposible. Yo no sabía dónde iba, ni a quién veía, ni qué decía de mí, si es que decía algo, ni nada… Sólo sabía lo que él decidía decirme y yo no tenía modo de saber si lo que me contaba era verdad. Así pues, tenía todo el tiempo del mundo para darle vueltas y más vueltas a sus intenciones. ¿Estaba sólo esperando el nacimiento de su hijo (así se refería siempre al bebé) para encerrarme en un manicomio? Desde luego, podría hacerlo fácilmente, conociendo mi historia. ¿Y si el bebé era una niña, me forzaría de nuevo? También había días en que dudaba de mis propias percepciones (aún dudo en ocasiones): quizá me dejaba sola por consideración hacia mí, y mi aprensión estaba completamente injustificada. Pero… ¿por qué se había casado conmigo? Me deseaba, cierto… pero había muchas mujeres jóvenes más hermosas que yo, mujeres de buena familia y mejor fortuna que habrían sido mucho más complacientes que yo. Entonces temí que mi don (así lo llamaba él) hubiera sido el factor determinante.
Sin embargo, había una certeza de la que no podía desprenderme: que el nacimiento de mi bebé precipitaría cualquier acción que él tuviera la intención de llevar a cabo. Aquella mañana gélida de enero, cuando por vez primera tuve a Clara en mis brazos, me juré protegerla, incluso a costa de nuevas violaciones de Magnus. El doctor y la comadrona se habían ido; yo le había dado el pecho a Clara por primera vez (había decidido no contratar a una ama de cría, por mucho que los conocidos de Magnus pudieran desaprobarlo), y dormí un poco, y pensé que haría bien ordenando a Lucy que fuera a preguntarle a Magnus si quería verla. Pero al parecer Magnus había salido de casa poco después que el doctor, y no supe nada hasta la mañana siguiente, cuando Lucy regresó con un mensaje de Bolton: «El señor envía sus saludos a la señora Wraxford, y lamenta verse obligado a viajar inmediatamente a París por razones urgentes».
Estuvo fuera durante quince días, y entonces caí presa de malos presentimientos que fueron aún más espantosos precisamente por el gozo de tener a Clara junto a mí. Lo único que no me imaginaba era que él continuaría exactamente igual que antes. El día de su regreso estuvo durante unos instantes junto a la cuna de Clara, observándola con una especie de tibio interés, casi como un hombre puede contemplar distraídamente al hijo de un familiar lejano sólo por cortesía. Más adelante se refirió a la niña como «tu hija», y preguntaría por ella durante el desayuno con su habitual cortesía indiferente.
Transcurrió un mes, y tres más; a menudo, por la noche, cuando yo estaba despierta con Clara, esperaba oír sus pasos aproximándose, pero nunca apareció. Muchas veces me dispuse a preguntarle: «¿Qué pretendes hacer conmigo?». Pero la pregunta siempre murió antes de abandonar mis labios: la perfección de sus modales obligaba al asentimiento. Y, sin embargo, el sentimiento de una crisis inminente era tan evidente como el tictac de un reloj…
Me he visto obligada a interrumpir el diario porque Clara se ha movido en sueños. Parece tan maravillosamente tranquila… Sólo saber que debo ser valiente, por ella, impide que el terror me paralice. Si ocurre lo peor, todo el mundo dirá que debería haberla dejado en Londres, pero con Lucy lejos, no pude consentirlo. Y desde la última «visita»… no me atrevo a separarme de ella.
Si alguien leyera esto -alguien que no sea Magnus, que seguramente lo destruiría en cuanto lo viera-, si alguien leyera esto… podría preguntarse por qué, simplemente, no cogí a Clara y huí de inmediato. No soy una prisionera… o no lo era, antes de venir aquí. Pero no tengo dinero… y no tengo adónde ir. Y estoy tan absolutamente distanciada de mi madre y de mi hermana que ni siquiera conozco su dirección. (Supongo que mamá se habrá ido a vivir con Sophie y su marido). E incluso aunque Ada y yo aún mantuviéramos una relación estrecha, ella y George no podrían acogernos: por ley, Clara y yo pertenecemos a Magnus, y podría reclamarnos inmediatamente. Incluso sin las «visitas», mi huida podría considerarse como una prueba de mi locura, porque yo no tengo absolutamente nada de lo que quejarme: Magnus nunca me ha pegado ni me ha maltratado de ningún modo; ni siquiera me ha levantado la voz jamás. Cierto, no se ocupa en absoluto de Clara, pero he oído que muchos hombres actúan así cuando sus esperanzas en un heredero se ven defraudadas. En este sentido, él es un marido modélico, excepto porque su mera presencia me aterroriza.
No debo dar por hecho que soy una prisionera en este lugar. Desde luego, aquí no hay ningún cochecito de niño y Clara ha crecido tanto que yo no puedo tenerla en brazos más de media hora sin que la espalda me duela horriblemente. Pero si Magnus no tomó precauciones contra mi posible huida en Londres, ¿por qué iba a preocuparse si llamo a Alfred y le pido que me lleve a Aldeburgh? La única persona que conozco por aquí es el señor Montague, que admira a Magnus por encima de todo; aunque me confiara a él, lo cual no pienso hacer, me diría que mis sospechas carecen de todo fundamento y me aconsejaría que regresara a la mansión inmediatamente.
Con todo, hay límites a mi libertad. La biblioteca y la vieja galería en la que Cornelius Wraxford desapareció están cerradas, por razones de seguridad, según Bolton: dice que Magnus guarda todas las llaves. Y todas las habitaciones del piso de arriba están cerradas, las escaleras permanecen acordonadas, y todas las puertas del rellano se mantienen cerradas con candado… o eso dice Bolton; por supuesto, no he intentado abrirlas. El suelo de algunas habitaciones está podrido, me explicó. Todo es perfectamente razonable… excepto por ese ligerísimo aire de insolencia de este hombre, por ese aire de carcelero a la espera de órdenes. Las dependencias que ocupará la señora Bryant se encuentran al otro lado de la biblioteca: se trata de un inmensa cámara, con su dormitorio, su vestidor y su salón. Ella dice que las ruinas le resultan románticas, pero… ¿qué puede querer hacer una mujer que viaja con su propio médico en un lugar tan desolado? Ni siquiera puedo imaginarlo.
Nada supe de su existencia hasta hace unas semanas, cuando una mañana, Magnus me dijo que «la señora Diana Bryant, una paciente mía», nos había invitado a tomar el té en su casa de Grosvenor Street tres días después. Salvo por mis paseos por Regent's Park con Lucy, apenas salía de casa desde el principio de mi embarazo, y Magnus había aceptado todas las invitaciones… él solo. «Estoy seguro de que en tu delicado estado de salud, querida, preferirás quedarte en casa».
Tal había sido su discurso habitual.
– ¿Puedo preguntarte… por qué quieres que me conozca la señora Bryant? -le pregunté, intentando ocultar que mi voz temblaba.
– Bueno, querida… -contestó, afectando sorpresa-, seguramente ya es hora de que comiences a frecuentar la sociedad. La señora Bryant (viuda desde hace años) es una mujer de una considerable riqueza. Sufre una afección coronaria; mi tratamiento ha tenido éxito donde otros han fracasado y se ha convertido en una gran abogada de mis métodos. Estoy seguro de que tendréis muchos asuntos de los que hablar…
Su tono era tan cortés como siempre, pero había un brillo en sus ojos que me desanimó a seguir preguntando.
Aquella semana hizo un calor agobiante -Lucy se vio obligada a encalar el alféizar de las ventanas y sellar con papel de estraza las del cuarto de la niña para evitar el hedor- y el tiempo continuó siendo así hasta el día en que teníamos que visitar a la señora Bryant; entonces, el calor se disipó bajo un espantoso retumbar de truenos y un verdadero diluvio. En cualesquiera otras circunstancias me habría complacido recorrer las calles limpias por la lluvia, pero cuando Magnus se sentó conmigo en el coche, sólo sentí un profundo temor y aprensión.
Me había imaginado a la señora Bryant como una viuda anciana, pero, bien al contrario, era una señora elegante que tal vez rondaría los cuarenta y cinco años; era alta y… escultural, así supuse que los hombres hablarían de ella, y vestía con ropas caras y muy adornadas; también lucía un gran peinado de pelo castaño rojizo, aunque no todo era suyo. Tenía el cutis muy pálido, con un matiz azulado. Yo había escogido deliberadamente un traje gris, de cuello alto, muy sencillo, que no habría avergonzado ni a un cuáquero, y ella me miró de arriba abajo con ostentosa compasión. Tenía una voz grave de contralto, coqueta cuando le hablaba a Magnus, y condescendiente cuando se dirigía a mí.
Sólo había un invitado más: su médico, el doctor Rhys, un galés pequeño y menudo, con ojos muy grandes y prominentes de color azul… casi turquesa, en realidad, que le conferían una expresión de asombro permanente. No parecía que tuviera más de veinticinco años, pero ya estaba casado y tenía un hijo y una niña muy pequeña. Me pareció que estaba un poco avergonzado por su papel… una especie de médico faldero, y estaba claramente esclavizado por Magnus. La señora Bryant se lanzó a un recuento exhaustivo de sus experiencias en manos de la profesión médica: al parecer, Magnus había estado mesmerizándola durante algún tiempo, con la absoluta aprobación del doctor Rhys. A pesar del estudiado desdén de la señora Bryant, no me sentí tan incómoda como había esperado, hasta que me percaté de que el doctor Rhys me estaba estudiando con curiosidad profesional, lanzándole miradas a Magnus, que estaba sentado a mi lado, pero un poco detrás. «Magnus le ha contado lo de mis visitas», pensé, y después me dije: «Los certificados de locura deben firmarlos dos doctores».
Mi taza tiritó sobre el plato que sostenía en la mano. La señora Bryant se interrumpió en mitad de una frase y me preguntó, con gesto de disgusto, si me encontraba indispuesta.
– No -contesté-, sólo un poco… es decir… no, no, en absoluto.
– Me agrada oírlo. Es usted muy afortunada -dijo intencionadamente- Por ser la esposa de un médico tan eminente y por poder disponer de sus servicios a cualquier hora del día.
Me obligué a sonreír y a susurrar algo apropiado. Con la excusa de ir a dejar mi taza, moví la silla un poco para poder ver a Magnus. Tras su afable máscara, pude detectar un brillo de diversión. «Debo conservar la calma», pensé. «No seré un juguete en tus manos…».
Pero la siguiente observación de la señora Bryant me preocupó sobremanera.
– Señora Wraxford, su esposo me ha dicho que se ha convertido en el propietario de Wraxford Hall. Después de tanto tiempo y de tanta demora innecesaria, debe de estar usted encantada.
Cuando acepté casarme con Magnus, le dije que no deseaba volver a ver u oír nada de la mansión, jamás; y desde que se produjo nuestro distanciamiento, en ocasiones me pregunté por qué guardaba silencio sobre aquel asunto cuando sabía que aquello le daba poder para herirme. Entonces se me ocurrió, con una repentina sensación de frío, que todos estaban actuando concertadamente, intentando provocar en mí un ataque histérico que justificara mi internamiento. Las recargadas paredes del salón de la señora Bryant, profusamente adornadas, parecieron cerrarse en torno a mí. Bajé la cabeza, porque no confiaba en poder hablar razonablemente.
– La mansión, desde luego, está en un estado muy precario -dijo Magnus suavemente-. Pero estoy seguro de que algunas habitaciones pueden resultar aún habitables para nuestro… experimento. La señora Wraxford no sabe nada de ello -añadió-. No he querido molestarla con ese asunto hasta que se arregle la propiedad.
Yo deseaba que continuara, pero no lo hizo. Todas las miradas se volvieron hacia mí, como si yo fuera una actriz que hubiera olvidado su papel.
– ¿Un… experimento? -dije, lamentando y odiando aquel temblor en mi voz.
– Sí, querida -dijo Magnus-. Estoy seguro de que recordarás la noche en que nos encontramos por vez primera, cuando apunté que la mansión sería el escenario ideal para una sesión de espiritismo… dirigida bajo estrictos principios científicos. También dije que esa sesión podría confirmar o no, de una vez por todas, la cuestión de la inmortalidad. La señora Bryant tiene mucho interés en el espiritismo y está deseosa de poder participar, así como el doctor Rhys.
– Naturalmente -dijo Godwin Rhys. Lanzó una mirada a la señora Bryant, hizo como que consultaba su reloj y se levantó-. Y ahora, si me disculpan, me temo que debo dejarles… una cita importante… ya saben. Encantado de haberla conocido, señora Wraxford. Espero con impaciencia que podamos volver a encontrarnos de nuevo muy pronto.
Su despedida fue demasiado estudiada y artificiosa como para que yo pudiera encontrar algún consuelo en el hecho de que no hubiera dos médicos en aquel salón. Esperaba que Magnus dijera algo, pero fue la propia señora Bryant quien se dirigió a mí.
– Con tantos prejuicios irreflexivos al respecto, señora Wraxford, ésta es una oportunidad que no podemos ignorar. ¿Sabe usted que mi propio hijo quiso encerrarme en un manicomio simplemente por asistir a las reuniones del señor Harper [47]?
Negué con la cabeza mecánicamente.
– Así que… señora Wraxford -añadió-, estoy segura de que usted comprende nuestras dificultades. Estoy tan d. También a distancia».lamentablemente desilusionada con los médiums (incluido el señor Harper, aunque eso no excusa el monstruoso comportamiento de mi hijo), que casi había desesperado de volver a comunicarme de nuevo con mi querido padre, hasta que su esposo… Oh, es tan alentador encontrar a un hombre de ciencia con una mentalidad tan abierta… Pero vayamos al caso: entiendo, señora Wraxford, que usted es una médium con un don, aunque se niega a ejercitarlo…
Durante unos instantes me quedé sin palabras, mientras la señora Bryant me miraba con fingido interés. Entonces la sangre me ruborizó las mejillas y me descubrí hablando…
– No, señora Bryant. Está usted equivocada. Es una enfermedad, no un don; no puedo controlarlo, y no querría ejercitarlo si pudiera evitarlo. Y ahora… le ruego que me perdone… Esperaré en el coche.
Me levanté y me volví sin mirar a Magnus, y caminé hacia la puerta aunque las piernas apenas me sostenían, rogando al cielo que me mantuviera en pie y no me derrumbara hasta que no hubiera abandonado la sala. La ira me condujo escaleras abajo hasta la calle, donde un atónito Alfred me ayudó a subir al coche. Sólo cuando estuve sentada, y temblando violentamente por la reacción, me percaté de que me había convertido en un juguete en manos de Magnus. Y también me percaté de que había agravado mi humillación diciendo que esperaría, pero antes de que pudiera recobrarme para ordenarle a Alfred que se pusiera en marcha, Magnus apareció en la escalinata de la puerta.
Para mi sorpresa, parecía realmente encantado y se acomodó junto a mí.
– Debo pedirte disculpas, querida -me dijo amablemente-, por la falta de tacto de la señora Bryant. Como has podido ver, está acostumbrada a hacer las cosas a su modo…
– ¿Por qué has…? ¿Cómo has podido…?
Iba a decir «humillarme así», pero las palabras murieron con el recuerdo de la humillación que había sufrido en su presencia.
– Querida, dado que nuestras relaciones han sido últimamente un poco… tensas, pensé que la petición recibiría mejor acogida si provenía de la señora Bryant… en vez de mí.
– ¿Cómo es posible que puedas pensar eso? -dije entre sollozos-. Habría preferido mil veces que me lo pidieras tú… aunque no habría aceptado… en vez de traicionarme con esa mujer vanidosa y vulgar…
Estuve a punto de añadir: «Esa mujer vanidosa y vulgar… que es tu amante… o desea serlo», pero me contuve a tiempo.
– Vanidosa y vulgar, puede ser, querida, pero también es nuestra mecenas. Ya ha contribuido generosamente a mi causa y si fuéramos lo suficientemente afortunados como para ser testigos de una verdadera manifestación en la mansión, su generosidad estaría asegurada… Por eso me gustaría que reconsideraras tu negativa.
– En otras palabras: me estás pidiendo que colabore en un fraude.
– Querida… deberías conocerme mejor. Se trata de un experimento científico que se efectuará ante testigos; sólo requiere tu presencia, te lo aseguro.
– Y entonces… esperas que te acompañe a un lugar maldito donde mi… donde Edward murió.
– Sí, querida.
Lo dijo con aquel mismo aire de buen humor, pero ahora había en su voz un tono de crispación que parecía el susurro que produce el acero al deslizarse contra el acero, como una espada que se introduce en su vaina.
– ¿Y… si me niego?
– Estoy seguro de que no te negarás, querida. Tu salud aún es delicada. Creo que necesitas pasar algún tiempo… en el campo.
– Pero estoy con Clara… y no puedo separarme de ella. Y la mansión no es lugar para un bebé…
– Entonces quizá sea hora de que dejes de darle el pecho y te apartes un poco de ella. Ése es uno de tus síntomas, querida: tu innecesaria preocupación por esa niña. Nunca te he pedido nada hasta ahora; estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que no he podido ser un marido más complaciente.
Esperaba que le contradijera, pero en esta ocasión no me atreví.
– Muy bien, entonces -añadió-. Dejaré que decidas lo que quieres hacer con la niña. Puedes llevarla contigo si quieres, y dile a Bolton lo que necesitas en tu habitación. Él y yo iremos mañana para preparar la visita de la señora Bryant, dentro de tres semanas.
– ¿Y… después? ¿A cuántas sesiones más me pedirás que acuda?
– Con suerte, querida, a ninguna más. Y si todo transcurre tal y como espero, quizá podamos entonces discutir… cómo deseamos que sea nuestra vida en el futuro. Oh, ya estamos cerca de Cavendish Square… Aquí vive un caballero al que necesito consultar. Hasta la noche, querida.
Magnus no regresó a casa hasta muy tarde, y partió hacia la mansión antes de que yo bajara a desayunar a la mañana siguiente. Varias veces a lo largo del día cogí a Clara en brazos con la intención de huir, pero a cada momento se me representaba vivamente que no tenía ningún lugar a donde ir. Lucy se daba perfecta cuenta de mi angustia, pero yo nunca me había confiado a ella, y no me atreví a hacerlo entonces. Aunque Magnus había planteado su amenaza tan claramente como si me hubiera restregado el certificado de locura en la cara, podría habérmelo dicho en presencia de testigos y haber negado bajo juramento que pretendiera nada semejante… como podría haber negado fácilmente, si hubiera querido, que me había ofrecido la separación.
Pero si estaba planeando una estafa, ¿de qué modo podría ayudarle mi presencia allí? La señora Bryant se había comportado horriblemente conmigo, pero ¿cómo podía estar seguro Magnus de que yo no la avisaría en secreto? ¿O cómo podía estar seguro de que no lo traicionaría después de la sesión? Sólo había un modo de asegurarse mi lealtad… A menos que no fuera un fraude y Magnus creyera verdaderamente que podía aparecerse un espíritu: yo había previsto la muerte de Edward en una «visita», y él había muerto en la mansión… Intenté apartar aquel pensamiento, pero estuvo agazapado durante todo el día en las esquinas más oscuras de mi mente, y en este estado de ansiedad me fui a la cama.
Me desperté -o eso pensé- al amanecer, con la angustia de un terrible presentimiento. La habitación era como mi viejo dormitorio en Highgate, pero de algún modo sabía que estaba en Wraxford Hall. Entonces recordé, con un terror que pareció que se me iba a salir el corazón del pecho, que había estado paseando con Clara por los bosques de Monks Wood la tarde anterior, y la había dejado dormida bajo un árbol. Salté de la cama, abrí la puerta y comencé a correr por el pasillo. Ya había pasado la puerta de Lucy antes de que me percatara de que estaba realmente despierta y me encontraba junto a las escaleras, envuelta en una media luz grisácea, con el corazón latiéndome violentamente.
La casa estaba completamente en silencio. Regresé sin hacer ruido por el pasillo hasta la habitación de la niña, que estaba entre la habitación de Lucy y la mía, y abrí suavemente la puerta.
Había una mujer inclinada sobre la cuna. Me estaba dando la espalda, pero pude distinguir que era joven, con el pelo muy parecido al mío, y llevaba un vestido azul pálido que me resultaba extrañamente familiar. Mientras yo me quedaba petrificada en el umbral, ella cogió a Clara y se volvió para mirarme. ¡Era yo misma! Durante unos momentos, eternos y gélidos, permanecimos así, y entonces la mujer y Clara comenzaron a disolverse, exactamente como ocurrió con la aparición en el salón en Highgate, hasta que no quedó nada, salvo una voluta de lívida luz verde flotando entre la cuna y yo. Después, también aquello se desvaneció; el suelo se balanceó y me derrumbé, y oí, muy lejos, a Clara llorando, antes de que la oscuridad me engullera.
Miércoles por la noche
Hoy he estado en el lugar donde murió Edward. El cable que intentó escalar está comido por el óxido, que recorre la pared como una mancha oscura. Cuando ayer vi la mansión, por primera vez, pensé que estaba pintada de un verde oscuro y triste, pero lo cierto es que las paredes estaban cubiertas de líquenes, moteadas con mohos y rajadas por las grietas; abajo, en el suelo, había dispersos numerosos pedazos de mortero que se habían desprendido de los muros. Había decidido no llorar, porque sabía que Bolton estaría vigilándome, aunque no había nadie a la vista.
Si Edward nunca me hubiera conocido, hoy aún estaría vivo. Así me atormento, pero si se hubiera quedado conmigo aquel fatídico día, ahora estaríamos casados y Clara sería su hija. (He escrito esto irreflexivamente, pero a menudo me asalta un pensamiento: nunca he visto nada de Magnus en la niña, mientras que con frecuencia imagino que Clara tiene los ojos de Edward… el mismo tono avellanado, veteado con marrones oscuros…). No puedo creer -no debo creer- que estuviera condenado a morir… o que Clara y yo lo estemos porque ambas estábamos presentes en mi última visión. Tal vez he cometido una locura trayéndola aquí, pero… ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si la hubiera dejado en Munster Square con una niñera desconocida y le ocurriera algo… No, no podía hacer eso.
¿Por qué quiso subir Edward por ahí? ¿Era simple curiosidad? ¿Quería ver qué había en la galería? ¿Había una luz donde no debería haberla? ¿O estaba huyendo de algo? El bosque es oscuro incluso a la luz del día; a la luz de la luna sería muy fácil imaginar cosas terroríficas… del mismo modo que ahora puedo oír débiles pisadas caminando por la planta superior… Pero cuando dejo la pluma para escuchar mejor, sólo oigo los latidos de mi corazón.
Jueves por la noche
El señor Montague nos visitó esta tarde. Al principio pensé que Magnus lo había enviado para que me espiara, pero me dijo que había venido por su cuenta. Yo acababa de dejar a Clara durmiendo y, en vez de hablar en la penumbra de las escaleras, con Bolton husmeando en las sombras, le sugerí dar un paseo y sentarnos bajo la ventana de mi habitación, donde podría escuchar a Clara si lloraba. El señor Montague estaba visiblemente más delgado que cuando lo vi por última vez, y su pelo se había veteado con canas.
Me dijo que Magnus le había invitado a asistir a la sesión de espiritismo, que tendría lugar el próximo sábado por la noche; se asombró al saber que yo desconocía este extremo. No creo que él y Magnus sean tan amigos como al principio: la invitación le llegó en forma de una breve nota que no decía nada de la señora Bryant ni del doctor Rhys, ni de lo que iba a ocurrir. En cambio, habló muy amablemente de Edward, y confesó que su aparente desagrado para con él había sido propiciado por la envidia… de su juventud, de su talento y de su belleza. Por esta razón me sentí un poco más cercano a él. Estaba evidentemente nervioso -¿quién no lo estaría?- por la sesión de espiritismo. Creo que es un hombre honesto y honrado, y creo que tendré menos miedo sabiendo que estará presente.
Durante todo el tiempo que estuvimos hablando, no se escuchó ni un solo sonido en la casa, pero tuve la firme sensación de que desde cada ventana de la mansión había alguien observándonos. Cuando el señor Montague se alejó por la hierba segada, llamó mi atención un ligerísimo movimiento en las sombras del viejo cobertizo en que se guarda el coche. Era Bolton, espiando desde la entrada; cuando se dio cuenta de que yo lo había visto, se escondió tras la pared y desapareció.
Viernes… alrededor de las nueve de la noche
La señora Bryant llegó en su coche alrededor de las tres de la tarde, acompañada por Magnus, que venía a caballo. Desde el salón que ella misma iba a ocupar estuve observando durante el tiempo suficiente para ver quién la acompañaba. Aparte del doctor Rhys, venían sólo dos de sus criados: un mozo y el cochero. A los criados se les ha asignado un pequeño dormitorio en el externo opuesto de la amplísima cámara preparada para ella; el doctor Rhys tendrá una habitación al principio del pasillo, así que estará cerca de la señora si se le necesita.
Decidí quedarme en mi habitación hasta que Magnus me reclamara, y esperé durante tres largas horas, con el corazón latiéndome violentamente cada vez que oía pasos en el exterior, en el pasillo, pero nadie llamó a la puerta. Clara se despertó y estuvo inquieta durante unos minutos, lo cual me ayudó a distraerme. Alrededor de las seis llamaron suavemente a mi puerta, pero sólo era Carrie: venía a decirme que al «señor» le gustaría que me uniera a nuestros invitados en la vieja galería a las siete y media; la cena se serviría a las ocho y media. Y así tuve que afrontar otra penosa vigilia mientras la luz del sol desaparecía por encima de las copas de los árboles, al otro lado de la ventana. Pensé que Magnus seguramente desearía darme instrucciones sobre cómo debía comportarme, pero no apareció. A las siete Clara aún estaba despierta, y no tuve más remedio que darle una cucharada del cordial Godfrey [48], porque no sabía cuánto tiempo me vería obligada a estar lejos de ella.
Carrie volvió a las siete menos cuarto para ayudarme a vestir, aunque no precisaba excesiva ayuda, porque había escogido deliberadamente el mismo vestido gris, sin aros ni polisón, que había llevado a casa de la señora Bryant un mes antes. Para cuando el reloj dio la media, las últimas luces del atardecer se habían desvanecido en mi ventana.
Hasta esta noche, el pasillo que hay tras la puerta de mi habitación siempre había estado a oscuras. Ahora se han encendido velas en los quinqués de las paredes, pero el cristal está tan renegrido que sólo pueden ofrecer una luz turbia y tenebrosa. Todo huele a cerrado y a rancio. Esperando encontrarme en cada esquina a Magnus aguardándome con una sonrisa, fui caminando por todo el pasillo en penumbra hasta el rellano. Las puertas dobles de la galería estaban abiertas.
A lo largo de ambas paredes había una hilera de ondulantes llamas. Las ventanas altas brillaban con una débil luz fría; y más arriba aún, el techo permanecía en la más completa oscuridad. En el centro de la gran galería, a unos veinte pasos de mí, había más velas encendidas sobre una pequeña mesa redonda, iluminando los rostros de Magnus, de la señora Bryant y del doctor Rhys, de tal modo que sus cabezas parecían estar colgando sobre las llamas.
– ¡Ah, estás aquí, querida…! -dijo Magnus, exactamente como si me hubiera visto cinco minutos antes, y no hubiéramos estado separados en realidad varios días.
Avancé reticente hacia ellos. La señora Bryant, resplandeciente en su vestido de seda carmesí y luciendo un generoso y pálido escote, me saludó con desgana; Godwin Rhys hizo una torpe reverencia.
Tras ellos, el muro del extremo más alejado de la galería estaba dominado por una inmensa chimenea. Pero lo que verdaderamente me sorprendió fue aquella mole erguida con aspecto de armadura que se elevaba en las sombras junto a la gran chimenea. La espada relucía entre aquellas manos enguantadas; en aquella luz cambiante, la figura parecía alerta, viva, vigilante. En el interior de la chimenea había un gigantesco cofre de metal oscuro: era la tumba de sir Henry Wraxford. «Ya he estado antes aquí», pensé, pero aquel destello de reconocimiento se desvaneció antes de que pudiera identificarlo.
– El doctor Wraxford nos estaba contando el descubrimiento que hizo entre los papeles de su difunto tío -dijo la señora Bryant con impaciencia.
Hablaba como si yo les hubiera hecho esperar, y me di cuenta de que Magnus lo había preparado todo para que ocurriera así.
– Sí, efectivamente -contestó Magnus. Su tono de voz era tan cordial como siempre, pero con un rasgo de inquietud expectante. Sus dientes reflejaron la luz cuando sonrió, y las pupilas de sus ojos brillaron como llamas gemelas-. Pero quizá deberíamos volver sobre el misterio de su desaparición… absolutamente incomprensible para cualquiera que haya conocido este lugar. Para recapitular: el criado de mi tío, Drayton, le vio retirarse a su estudio a las siete de la tarde el día de la tormenta. Cuando el señor Montague llegó aquí al día siguiente por la tarde, se vio obligado a romper las puertas, y descubrió que todas las que dan al rellano estaban cerradas y candadas desde dentro, y que las llaves aún permanecían en las cerraduras. Nosotros hemos intentado en vano cerrar todas estas puertas desde el exterior, y ni siquiera hemos conseguido que quedaran entornadas. Y, por lo que sabemos, no hay ningún pasadizo secreto, ninguna puerta falsa, ningún escondrijo del cura ni nada semejante. Los tiros de las chimeneas son demasiado estrechos para que pueda pasar un hombre adulto… incluso un hombre tan pequeño como mi tío. Así pues: ¿qué fue de él?
»La única explicación racional (la única que puedo atisbar) es que saliera de algún modo por esa ventana -y señaló una que había sobre la armadura-, que bajara por el cable del pararrayos y se adentrara en el bosque, y se cayera, como se supone de su predecesor Thomas Wraxford, en una de las viejas minas de estaño. No es imposible: encontramos esa ventana cerrada, pero no estaba echado el pestillo. No es imposible, sólo increíble, pensar que un frágil anciano pudiera haber hecho todo eso en la más completa oscuridad, en una noche de terrible tormenta. Yo mismo he escalado esa pared, en bastantes mejores condiciones, y puedo asegurarles que no es una experiencia agradable.
Su mirada centelleó cuando dijo esas últimas palabras mirándome. Apreté los dedos hasta que las uñas se me clavaron en las palmas de las manos, intentando ocultar mi dolor. Durante un año y medio le había temido: ahora supe que lo odiaba.
– Pero si prescindimos de esa ventana, nos veremos forzados a considerar… otras posibilidades menos racionales. Como ustedes saben, el día de su desaparición mi tío quemó una gran cantidad de papeles, incluyendo el manuscrito de Tritemio.
Magnus me lanzó una mirada nuevamente, como si quisiera decirme: «Oh, querida, sé perfectamente que no has oído hablar de Tritemio en tu vida».
– Y saben también que mi tío tenía la extraña convicción (derivada de Tritemio y posiblemente de Thomas Wraxford) de que el poder de un rayo podría utilizarse para invocar un espíritu, empleando esa especie de armadura para recoger toda la fuerza de la descarga. El otro día, al pasar por su estudio, encontré una hoja de papel que había caído tras una hilera de libros: tenía anotaciones, garabateadas apresuradamente, y en algunas partes eran absolutamente incomprensibles.
Sacó de su chaqueta una hoja de papel arrugada.
– No les cansaré a ustedes con la narración de mis esfuerzos por descifrar esta nota. La primera frase legible es: «Por fin, averiguado el significado de T». No sé si «T» es Thomas o Tritemio. Después se refiere a la armadura como «un portal» (esta palabra está muy subrayada) que puede utilizarse para «invocar» o para «ir al otro lado sin necesidad de morir» y rezaba para tener «fuerzas para soportar la prueba». En otras palabras, él creía que si se encontraba en el interior de la armadura cuando cayera un rayo, pasaría al otro mundo sin daño ni dolor, como se dice que los resucitados ascenderán al Cielo el Día del Juicio, según narran las Escrituras.
– Pero seguramente -dijo el doctor Rhys- cualquiera lo suficientemente loco como para ocupar esa armadura durante una tormenta eléctrica acabaría muerto… de hecho… ¿no es posible que su señor tío hiciera exactamente lo que usted sugiere y acabara reducido a cenizas, o incluso a vapor de agua, por la fuerza del rayo?
– Es posible, sí. Pero yo no he encontrado ni rastro de cenizas ni pruebas de nada quemado en el interior de la armadura. Por otro lado, hay hombres que han sido golpeados por el rayo y han sobrevivido… -se detuvo, como si se le hubiera ocurrido algo nuevo-; y otros han muerto instantáneamente o han quedado completamente carbonizados… Pero no conozco ningún caso en el que la víctima simplemente haya desaparecido de la faz de la tierra.
»Y, estoy de acuerdo, todo esto parecería absolutamente increíble si no fuera por el hecho incontrastable de la desaparición de mi tío. Para un científico no hay más que un camino: poner a prueba la hipótesis.
– Pero mi querido doctor Wraxford -dijo la señora Bryant-, no podemos estar sentados aquí durante días o semanas… esperando un rayo.
– Afortunadamente no hay necesidad de eso. He conseguido hacerme con un generador eléctrico… un aparato para crear una poderosa corriente eléctrica que Bolton manejará desde la biblioteca, así no nos molestará. La corriente se dirigirá hacia la armadura por medio de cables que pasan bajo la puerta. Aunque no será tan fuerte como un rayo, al menos la carga es continua.
»Hay una teoría, ya lo saben ustedes, según la cual el fundamento de los espíritus puede ser eléctrico. Para que los espíritus se comuniquen con los vivos (la cuestión que intentaremos mañana por la noche), esos entes con seguridad deben estar compuestos de… algo. Un algo capaz de almacenar energía y, sin embargo, evidentemente inmaterial. Así pues, para un científico es natural pensar en términos de fuerzas eléctricas y magnéticas.
»Incluso he comenzado a plantearme que la obsesión de mi tío, quizá, no era tan alocada como yo había supuesto. A menudo se dice que los dioses manejan rayos, y aunque esta imagen representa el primitivo temor ante las fuerzas de la naturaleza, puede también esconder una intuición certera. La misma idea se aplica a las prácticas espiritistas de unir las manos alrededor de una mesa. Los fantasmas y los espíritus se describen generalmente como emanaciones de luz… Uno piensa en el fuego de San Telmo o en los rarísimos fenómenos de los rayos en bola [49]… Ustedes dirán que es una analogía descabellada, pero exactamente igual que un campo magnético puede hacer que un montón de limaduras de hierro se ordenen de acuerdo con un patrón complejo, así el alma, o el principio vital (llámenlo como prefieran), anima el cuerpo terrenal. ¿No podría ser que ese principio vital sea eléctrico, y que adopte alguna forma más sutil que la ciencia aún no ha podido comprender?
»Como les digo, éstas son meras teorías, pero ciertamente nunca tendremos mejor oportunidad para comprobarlas. Mañana por la noche intentaremos invocar a un espíritu, pero si eso fallara, estoy deseando probar un experimento más audaz: he ordenado a Bolton que active el generador eléctrico a toda potencia, y yo mismo ocuparé la armadura.
– Pero… mi querido Magnus -dijo la señora Bryant, olvidando cualquier gesto de discreción-, eso es correr demasiados riesgos…
– Confieso que se precisaría una buena dosis de valor para intentarlo durante una tormenta -dijo Magnus-. Pero así es como avanza la ciencia. Y si tenemos éxito… si hay algo de verdad en ese asunto del «portal»… entonces sus sueños, señora Bryant, se habrán hecho realidad… Puede que no sepas, querida -dijo, volviéndose hacia mí con su sonrisa más encantadora, mientras la señora Bryant ostentaba su triunfo-, que la señora Bryant desea fundar un retiro para espiritistas: un lugar donde las condiciones de estudio sean peculiarmente favorables, apartado del ajetreo de la vida diaria…
Miré a uno y a otro con gesto de incredulidad.
– Ésta es una casa magnífica, señora Wraxford -dijo Godwin Rhys-. Desgraciadamente necesita reformas, desde luego, pero podría ser el orgullo del condado. Y una historia tan pintoresca, la desaparición de dos de sus propietarios, sólo le añade cachet…
– Evidentemente, doctor Rhys -me oí decir-, mi marido no les ha contado que mi prometido, el señor Edward Ravenscroft, murió aquí hace dos años. De lo contrario usted no hablaría tan frívolamente de este maldito lugar. Asistiré a tu sesión de espiritismo, Magnus, porque así lo ordenas, pero no cenaré aquí. Y ahora, discúlpenme…
Había olvidado la amenaza del manicomio, y había olvidado incluso por un instante a Clara. El doctor Rhys se quedó con la boca abierta, pero no profirió sonido alguno; la señora Bryant me miró con temor. Yo lancé una mirada a Magnus cuando me volvía para marcharme, pero en vez de ira… sólo vi triunfo en él. La última imagen de su sonrisa me acompañó hasta la puerta.
Acaban de dar las diez; mi mano aún tiembla mientras escribo. Clara no se ha movido: apenas la siento respirar. Fue una locura darle láudano, pero… ¿qué otra cosa podía hacer? Una vez más, temo que mi ira me haya traicionado y finalmente haya acabado actuando exactamente como pretende Magnus. Casi esperaba que se me emplazara de inmediato a acudir al comedor, pero Carrie subió con una bandeja hacia las nueve menos cuarto, lo cual no hizo sino confirmar mis sospechas. Me había estado provocando, pero yo no lo había comprendido… del mismo modo que la señora Bryant y el doctor Rhys no comprenden que Magnus está jugando con ellos como si fueran marionetas. Pero… ¿qué pretende? ¿Por qué, después de halagar tanto mi «don», ni siquiera lo ha mencionado esta noche? Y si la sesión de espiritismo va a ser un perfecto engaño, ¿por qué quiere que yo esté aquí? Todos parecen someterse a su embrujo, y debe saber que si su plan fracasa, yo seré la primera en denunciarlo… No tiene sentido…
Pero si Magnus cree realmente en ese monstruoso asunto de la armadura, entonces… eso significa
Son las diez y cuarto de la noche
Alguien ha deslizado un mensaje por debajo de mi puerta. Ha debido de ocurrir en los últimos minutos; estoy segura de que no estaba ahí cuando he ido a ver a Clara. Es una sencilla cuartilla de papel, doblada una sola vez, sin firma. La caligrafía es femenina… casi podría ser… la mía.
Venga a la galería esta medianoche. He descubierto el secreto y debo hablar con usted en privado. Destruya esta nota y no se lo cuente a nadie.
¿Quién puede ser? Con seguridad, no será la señora Bryant. Incluso aunque hubiera realizado un espantoso descubrimiento respecto a Magnus, yo sería la última persona a la que esa mujer acudiría. ¿Uno de los criados? No lo creo… Ninguno de ellos se atrevería… o querría… ofender a Magnus. Podría ser el doctor Rhys… pero él seguramente acudiría a la señora Bryant, no a mí.
¿Puede que haya alguien escondido en la casa? Los pasos que creí oír la otra noche… ¿pero quién… y por qué…? O quizá no es más que una trampa.
Pero si hay alguien que verdaderamente quiera ayudarme… Podría ir antes de la medianoche y esconderme tras un tapiz… aunque, entonces, no tendría modo de escapar. No… Iré a la biblioteca y abriré un poco una de las puertas de acceso a la galería: así podré ver lo que ocurre. La luna ya está muy alta en el cielo: no necesitaré luz. Si me descubren, siempre podré decir que he ido a la biblioteca a buscar algo para leer.
Debo arriesgarme.