8

Cuando Joachim Behaim le contó que, para propiciar un nuevo encuentro con ella se había instalado en una mala buhardilla que sólo ofrecía la ventaja de que se podía observar desde la ventana la calle de San Jacobo y el lugar preciso donde se habían encontrado, ella decidió en el acto acudir, corriendo, volando, a esa mala buhardilla, siquiera por ver cómo estaba alojado allí su amado. La idea de que la gente pudiese murmurar de ella había dejado de preocuparle, pues su enamoramiento había adquirido tales proporciones que podía con el miedo y los escrúpulos. Pero como Behaim no la invitaba a ir a verle, como sólo le seguía contando cómo la había buscado en vano y cómo había permanecido hora tras hora junto a la ventana esperando pacientemente, Niccola vio que tenía que tomar la iniciativa.

– Supongo que no pensaréis -dijo elevando los ojos hacia su amado con una sonrisa-, que iré a veros a esa habitación, ya sea mala o buena. Sabéis que eso va en contra de las buenas costumbres y por lo tanto no lo exigiréis de mí. No digo que no abunden en esta ciudad mujeres que lo harían con mil amores, pero yo no soy de ésas, vos también lo sabéis. Sería una falta de decoro… pero si a pesar de todo accediese por el amor que os tengo y porque lo deseáis tanto, decidme francamente, ¿qué pensaría la gente de mí en vuestra casa? Quizás podríais hacer que ningún vecino de la casa se cruzase en mi camino, ¿pero habéis pensado que cuando yo franquease la puerta, que deberíais dejar abierta, y entrase en el zaguán, podría ser vista por alguien que me conoce, y entonces… ¡Qué desgracia! Prefiero no pensarlo, sería el fin de mi reputación, toda la ciudad me señalaría con el dedo. Será mejor que no hablemos más del asunto… ¿no os parece? Tratad de sacar esa idea de vuestra cabeza si valoráis en algo mi honor.

Contrariado, Behaim se pasó la mano derecha por su brazo izquierdo como solía hacer cuando algo se oponía a sus deseos. Su descontento se dirigía contra sí mismo, se tachaba de estúpido por no saber manejar la situación. Ciertamente sabía que no había hecho a Niccola esa proposición a la que ella se oponía con tanta vehemencia, pero estaba convencido de que había revelado sus deseos y pensamientos con alguna palabra precipitada e imprudente echando, de esa manera, todo a perder.

– No obstante -prosiguió la muchacha después de un momento de reflexión-, es posible que tengáis razón al decir que en esta posada no estamos ya a salvo de las miradas curiosas. Yo también he pensado en ello. Hace tan sólo unos días fue ese messere Leonardo y sus amigos, y ayer, como ya os dije, me crucé, al venir aquí, con un hombre que me miró, no puedo deciros de qué manera… como si estuviese al corriente de lo nuestro y de todo. Estoy muy preocupada. Si pensáis que realmente puedo pasar sin que me vean y sin correr ningún riesgo… ¿quizás con un pañuelo delante de la cara? Pero de qué me sirve eso, me han dicho, y me lo repiten a menudo, que ya de lejos se me reconoce por mi manera de caminar. Dime, querido, ¿encuentras tú algo especial en mi manera de andar, algo que me distinga de las demás? ¿No? ¿O sí? ¿De verdad? ¿Y piensas que a pesar de todo podría arriesgarme? Hace falta mucho valor, créeme, y yo no soy valiente. Pero estoy segura de que tiene que haber un santo, uno a quien pueda invocar una pobre muchacha que quiere entrar sin ser vista en la casa donde vive el amado. Para todo lo que se emprende existe un santo a quien poderse dirigir. Cuando yo era pequeña me decían que invocase a santa Cecilia para aprender a leer y escribir. Con su ayuda aprendí después a cantar, y a tocar el laúd, y a hilar la lana, pues así quería ganarme la vida, pero disfruto más aún haciendo flores con papeles de colores, pues soy muy hábil con las tijeras. Aconséjame pues, amado mío: ¿antes de ir, debo encender una vela a santa Catalina o es san Jacobo el más indicado en este caso? Pues esa calle lleva su nombre. Lo mejor sería que me encomendase al santo que asiste a los ladrones para que puedan penetrar sin ser vistos en casa ajena. Pero no conozco el nombre de ese santo. Mancino podría decírmelo, él conoce a todos los que pertenecen al gremio de los ladrones. Pero está enfadado conmigo y hace días que me rehuye.

Luego, cuando entre besos y votos de amor, hubieron convenido el día y la hora, y todo lo que les parecía necesario, Niccola dirigió una breve mirada de despedida al comedor de la posada que había hecho su servicio y salió sigilosamente. Desde la carretera, bajo la tenue luz del atardecer, mostró a su amado, que de pie junto a la ventana la seguía con la mirada muy satisfecho con el éxito que se atribuía a sí mismo, tres dedos de su mano alzada para recordarle que debía esperarla al día siguiente en su habitación a las tres de la tarde.

Como tenía que cuidar de que su amada no fuese importunada por alguna mirada curiosa cuando entrase en la casa y corriese hacia su aposento, Behaim consideró conveniente confiar una vez más su secreto al cerero. Halló a éste en la cocina ocupado con la cena, asando castañas y manzanas sobre la plancha caliente del fogón.

– ¡Adelante, acercaos! -exclamó el cerero, contento de que viniese alguien con quien poder conversar, y a modo de saludo blandió como una espada la cuchara con la que empujaba y removía las castañas-. Apuesto que habéis venido para invitaros a mi cena, no cabe duda de que se percibe el olor a manzanas asadas por toda la casa y estas castañas, que son las mejores que pueden encontrarse en el mercado, vienen de Brescia. Hay suficientes para dos, la mesa estará lista en un instante y además os serviré también una ensalada de finas hierbas. Hoy sois mi invitado, mañana seré yo el vuestro. ¡Conque sentaos y servíos!

Y como tenía por una de las mayores dichas de este mundo procurarse a costa de los demás una buena y abundante comida, añadió:

– Si queréis, os diré hoy mismo cuál es mi plato favorito para que tengáis tiempo de prepararlo para mañana. ¿Qué os parece un cochinillo asado para los dos?

– He venido -dijo Behaim, frotándose el brazo izquierdo- para comunicaros que mañana…

– ¿Es día de ayuno? -le interrumpió el cerero-. Ya lo sé. Pero en ese aspecto no soy mejor que un turco. También un viernes me parece buen día para tomar un cochinillo asado, o una perdiz, si preferís, y aunque vos lo consideréis un pecado, es de los que se lavan con un poco de agua bendita. Pero como prefiráis, también podemos comer de vigilia contentándonos como buenos cristianos con un guiso de tencas o, mejor aún, con cangrejitos salteados en mantequilla acompañados de rebanadas de pan tostado, ésa sería le perfecta cena de vigilia.

Echó la cabeza hacia atrás, y con delectación dejó que los cangrejos se deshiciesen uno tras otro en su boca.

– Comeremos -dijo Behaim-, si no es hoy o mañana, sin duda en otra ocasión. Hoy sólo he venido para deciros que mañana espero visita. Ella vendrá aquí, me lo ha Prometido, y me hace un gran honor.

– ¿Quién vendrá aquí? -preguntó sin mostrar especial curiosidad el cerero y, abandonando el sueño de su plato favorito, peló dos castañas y las introdujo en su boca.

– La persona a la que estaba buscando. La he encontrado -le explicó Behaim.

– No sé a quién estabais buscando. ¿Así que a quién habéis encontrado? -Quiso saber el cerero.

– A la muchacha -dijo Behaim-. Esa de quien os hablé, ¡haced memoria!

– De modo que la habéis encontrado. Bueno, eso no me sorprende -dijo el cerero-. ¿No os había predicho que la encontraríais? También averiguasteis a través de mí dónde debíais buscarla, sólo tuvisteis que seguir mis consejos. Ya veis las molestias que me tomo, una vez más, en asistiros en todo, siendo como sois forastero y encima poco hábil y carente de toda experiencia. Y ahora que habéis conseguido volver a verla gracias a las indicaciones que os di… ¿seguís tan chiflado por ella?

– Ahora que conozco su naturaleza y su manera de ser estoy aún más enamorado que antes -le confesó Behaim.

– A juzgar por lo que decís, parece que ser una mujer muy aceptable -apuntó el cerero-. En fin, no quiero que os falte mi consejo en este asunto. ¡Tomadla y divertios, quedaos con ella unos cuantos días, pero no demasiados, y luego dejádmela a mí y búscaos otra!

– ¿Por qué, demonios, habría yo de hacer eso? -preguntó asombrado Behaim-. Ya veis que estoy loco por ella.

– Precisamente porque lo veo os doy ese consejo que algún día me agradeceréis estrechándome la mano, pues como amigo os hablo. Ya me doy cuenta de que es una que no necesita tambores ni pífanos para hacer bailar a los hombres. Si os enredáis demasiado en esta aventura, dentro de poco no sabréis qué hacer y ya no podréis deshaceros de ella.

– ¿Deshacerme de ella?

– Sí. Libraros de ella a tiempo y de buena manera.

– ¡Pero qué estáis diciendo! -exclamó Behaim-. Quiero que sepáis que sólo tengo una idea: hacer todo lo posible por que siga siendo mía, deseo que este amor sea duradero y por eso, cuando me vaya de aquí, llevaré a la muchacha conmigo, estoy decidido, pues de todas las que he encontrado es la mejor, la más bella y la más discreta y no hay muchas cosas en este mundo que me importen tanto como compartir con ella el amor.

Y sólo cuando hubo expuesto al cerero la situación, tuvo tiempo de tomar aliento.

– ¡Bah, el amor! -dijo con un profundo suspiro el cerero-. ¿Qué sabéis vos del amor? Un breve placer seguido de un largo y amargo llanto, eso es el amor, si no preferimos llamarlo, como los filósofos, un mero delirio que confunde los sentidos. De acuerdo, imagináis amarla y estáis decidido a guardarla para vos y sería necio querer hacer una buena obra con alguien que no la sabe valorar. No hablemos más de ello. ¿Y aquel otro personaje por el que me habéis preguntado? ¿Os ha devuelto los escudos que le habíais prestado?

– ¡No me habléis de él! -dijo Behaim poniéndose furioso-. Pero ése pagará, de eso podéis estar seguro, me suplicará incluso que acepte de él los diecisiete escudos.

– Se me acaba de ocurrir -dijo el cerero atacando las Manzanas asadas-, que a lo mejor vuestra amada tiene una amiga, una personita joven y hermosa; a esas muchachas se las ve casi siempre acompañadas. Si ella la trajese, yo no tendría nada que objetar, pues siendo cuatro se charla mucho mejor que siendo tres.

– ¿Siendo tres? ¿Siendo cuatro? -se indignó Behaim- ¿Qué pretendéis? No quiero saber nada de tríos ni de cuartetos, quiero estar y seguir estando a solas con ella. ¿No lo comprendéis?

– No, no lo comprendo en absoluto -declaró el cerero meneando la cabeza-. ¿Por qué queréis privarle del placer de disfrutar de mi compañía? Pues cuando estoy inspirado merece la pena estar conmigo, podéis creerme. Cada palabra una ocurrencia, derrocho alegría, soy pura chispa, la gente está pendiente de mis palabras y no para de reír.

– ¡Escuchadme bien! -dijo el alemán perdiendo la paciencia-. La espero mañana hacia las tres, y viene porque le he asegurado que no se cruzará con ninguna cara desconocida en esta casa. Por consiguiente, no aparezcáis, os lo aconsejo, pues si asomáis vuestra nariz aunque sólo sea por un instante, caeré sobre vos y os daré una tunda que los médicos discutirán durante semanas qué hacer para que podáis caminar a gatas. Yo soy así. ¿Me habéis entendido?

– Como queráis. Como os plazca -dijo, más perplejo que herido en sus sentimientos, el cerero-. Me encerraré en mi tienda; os prestaré también este servicio de amigo. Las amenazas no surten efecto conmigo, pero con buenas palabras se consigue todo de mí. Por cierto, tenía que deciros algo: vos sabéis que el precio del trigo está subiendo, también el vino está más caro y en este invierno riguroso ya he tenido que comprar cuatro veces leña. Y mi afección de la vejiga también me causa algunos trastornos. Así que encontraréis normal que os suba dos carlini el alquiler, pues con lo que pagáis a la semana no tengo ni para la merienda.


Con movimientos rápidos y ágiles se puso Niccola la ropa, y cuando él quiso abrazarla una vez más y atraerla hacia sí con intención amorosa, se zafó de él pues se había hecho tarde. Con una pequeña y divertida mueca giró los ojos y le dijo adiós por ese día, y en la puerta le enseñó con los dedos de su mano a qué hora la podía esperar al día siguiente, y con los mismos dedos le lanzó un beso antes de abandonarle.

Con pasos silenciosos corrió escaleras abajo. Al atravesar el corredor, oyó crujir una puerta y por un resquicio salió la luz vacilante de una vela. Como no encontraba su pañuelo que debía haber dejado arriba, en la habitación de su amado, ocultó su rostro detrás de su brazo doblado como detrás de una máscara protectora y cruzando rápidamente el portal salió a la calle de San Jacobo.

Arriba, en su cuarto, Joachim Behaim no dejaba de pensar en ella y en la hora que habían pasado juntos.

Ahora es mía, se decía lleno de júbilo, me ama, y está claro que soy el primero a quien se entrega. Una criatura tan bella, ahora sé lo bella que es en realidad, y tiene tanto encanto…, ¡qué afortunado soy! ¿No es una bendición de Dios que ella me ame? Y mañana vuelve. Pero entonces Necesito tener en casa algo que ofrecerle, qué demonios, bombones, un zumo de fruta, pastelitos, ¡cómo no lo he pensado antes! Estoy loco por ella, eso está claro, completamente atrapado. No sé si estoy en el cielo o en el infierno. Se diría que el cielo me ha abierto sus puertas, pero cuando ella no está a mi lado, me consumo y es el infierno. Mañana viene. Ah, si esto durase, si pudiese decir todos los días: mañana estará conmigo. Es cierto que como hemos intimado… pero de qué sirve eso, el mundo, la vida terminaran por separarnos. ¡Si pudiese conservarla a mi lado! ¿Para quién me afano? ¡Dios mío, que vida he llevado todos estos años! De un lado para otro, a caballo, en barco, viajando a tierras griegas, turcas, moscovitas, luego otra vez a Venecia, a los almacenes. Y de nuevo a los mercados, a las cortes, siempre detrás del maldito dinero. ¡Dios me ampare, qué pensamientos son éstos? ¿Es que no soy más que un enamorado? ¿Acaso no soy un comerciante, un hombre de balanza y vara? No me reconozco, no, ya no soy el mismo. ¿En que marasmo he caído?

Se acercó a la ventana, abrió el postigo y dejó que el aire del atardecer refrescase su frente.

Ella es mi amada, se dijo, ¿por qué no habría de tomarla como esposa para tenerla siempre conmigo? ¿Acaso busco en ella riquezas, tierras, un palacio? Es hermosa y discreta, de buenas costumbres y modesta, y me ama, ¿qué más quiero?

Se alejó de la ventana. Le sorprendió que no le hubiese venido ya antes la idea de casarse con ella y llevarla consigo cuando abandonase Milán. Pero ahora que había tomado esa decisión, le invadió una gran calma. Todo le pareció fácil y sencillo.

Al fin y al cabo, ¿qué necesito para contraer matrimonio con ella?, se preguntó. La boda se organiza en seguida. Necesito un cura y dos testigos, y hace falta que ella diga «sí», eso es todo.

De camino a casa, cuando empezaba a oscurecer, Niccola entró en la iglesia de San Eusorgio para hablarle a Dios de su amor y su amado.

– Quizás estás enojado -dijo en voz baja, arrodillada delante de la imagen del Salvador-, porque ahora soy suya sin tu sagrado sacramento. ¿Pero no fuiste tú mismo quien puso en mi corazón ese deseo que me empujaba todos los días a reunirme con él? Por fin ha ocurrido hoy, por la tarde. No le he hecho esperar mucho, es cierto, pero yo pensaba que cuando dos seres se quieren como nosotros, y desean verse y se aprecian, no deberían perder el tiempo, pues nadie sabe lo que puede pasar entre tanto. ¡Perdóname si he obrado mal, ten piedad de nuestro amor, guíalo para que tenga un final feliz, para mí y para él!

Como su padre siempre echaba el cerrojo a la misma hora del anochecer, aunque ella no hubiese regresado a casa, de manera que tenía que llamar a la puerta y pedir a voces que la dejase entrar y, cuando por fin abría, escuchar sus sermones, sólo le quedó el tiempo justo para rezar un rápido padrenuestro.

Fuera, delante de la puerta de la iglesia, se encontraba tel como venía del trabajo, en delantal de cuero y zuecos de ladera y con la gubia en la mano, el escultor Simoni que acababa de cruzar el callejón para contemplar en la iglesia el cuerpo del Señor, durante la consagración. Cuando reconoció a Niccola, atusó su pequeño mostacho, contento de verla y, quitándose la gorra, la saludó dejando al descubierto su calva. Ella le dio las gracias con una sonrisa fugaz y siguió su camino.

No le conozco, pero me saluda cada vez que me cruzo con él, dijo para sus adentros apretando el paso. Me mira como si supiese dónde vivo. ¿Será uno de los que le piden dinero prestado? ¿Me conoce de eso? No, no tiene aspecto de haber caído en manos de mi padre. Ay, cómo me avergüenza que la gente me mire con esos ojos llenos de compasión. No saben que gano con mis manos el pan que como. Mancino lo sabe y de cuando en cuando me trae lana para hilar. Hoy no me gustaría encontrarme con él. Sería una desgracia que nos cruzásemos. Sólo tiene que mirarme a la cara para saber dónde he estado y lo que ha pasado. No debe enterarse. Él me ama y si supiese lo que ha ocurrido, se consumiría de pena y dolor como se consume una vela.

La puerta no tenía el cerrojo echado. Cuando subía por la carcomida escalera al aposento donde estaba su cama, le llegó desde la sala de estar la voz de Boccetta.

– Dejad de hablarme de la misericordia de Dios y de los amargos sufrimientos de Cristo, pues es como si soplaseis en una estufa apagada. ¿Enfermo, decís? Es muy dueño de estar enfermo y también puede morirse, si le divierte, eso a mí no me importa. Le habéis avalado y pagaréis. Y ahora, señor, id con Dios o con el diablo… como más os guste. Mañana traéis el dinero. Si no lo traéis me reiré viéndoos asomar la cabeza entre los barrotes de la cárcel.

Arriba, en su cuarto, Niccola se arrojó sobre su cama.

– ¡Amado -imploró y se lamentó- llévame contigo! ¡Llévame lejos de este hombre extraño que es mi padre, sácame de esta casa que es peor que una cárcel, llévame lejos de Milán! Me preguntabas si te amaré siempre. Ay, amado, llévame contigo, y si existe allá arriba un amor como el de la tierra, te amaré toda la eternidad.


El cerero, que había observado por el resquicio de la puerta cómo Niccola abandonaba sigilosamente la casa, cerró la puerta y para no gastar, apagó su vela.

– Es bonita -admitió-. Esbelta y alta. Ese alemán es de los que siempre se llevan lo mejor de la bandeja. Estoy harto de él. Viene a la cocina, me cuenta mil sandeces, me roba el tiempo. Pero ella le quiere, se le ha metido en la cabeza. En fin, así son las muchachas de hoy, en nosotros no se fijan pero corren detrás de los extranjeros, no tienen vergüenza, son unas viciosas. Frente a los demás se dan aires de devotas y virtuosas, pero en el corazón tienen los siete males.

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