4

Lo primero que notó Joachim Behaim al despertar a la mañana siguiente fue el hecho sorprendente de que un grueso infolio le hubiese servido de almohada durante la noche. Después cayó en la cuenta de que estaba echado sobre un saco de paja y que se hallaba completamente vestido y cubierto con un abrigo que reconoció como suyo; y mientras se preguntaba de qué manera había llegado a casa y por qué estaba echado sobre un saco de paja y no en su cama, le sobrevino una inquietud que sin embargo desapareció en seguida cuando tentó los bolsillos de su abrigo y encontró en uno de ellos su bolsa de dinero. Se frotó los ojos para quitarse la somnolencia y sólo entonces se percató de que no estaba solo en la habitación. Un hombre se hallaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas a la manera turca y, mientras silbaba tranquilamente, trataba de abrir un arca que parecía descansar sobre dos sillas colocadas juntas; sin embargo, el arca, de eso estaba Behaim seguro, no se había encontrado en su habitación el día anterior y no comprendió para qué le podía servir.

– ¡Fuera de aquí! -dijo en un tono sereno pero terminante, pues quería una vez por todas poner en su sitio a su patrón, el cerero, que al parecer había entrado indebidamente en su cuarto y tenía quizás intención de seguir utilizando en el futuro ese aposento-. ¿Qué buscáis aquí y a estas horas de la mañana? ¡Coged vuestra arca y largaos!

– ¡Buenos días! -dijo el hombre sentado en el suelo-I Así que estáis despierto; si consideráis propio de los deberes de la hospitalidad que salga y os deje solo, lo haré de buen grado, sólo os pido que aguardéis unos minutos pues no quisiera interrumpir mi trabajo en este preciso instante.

– ¡Menos cuentos! -gruñó el alemán-. La próxima vez llamad a la puerta y pedid permiso como es debido.

El hombre que estaba sentado delante del arca volvió la cabeza y se apartó los cabellos castaños de la frente y al hacerlo se vio que sostenía un pincel en la mano del que caían gotas de pintura azul.

– ¡Señor! ¿Qué permiso debo pedir? -preguntó-. ¿Por quién me tomáis y a qué puerta debo llamar?

– ¡Por la sangre de los santos mártires! Tenéis razón, es verdad que no sois la persona por la que os tomaba -exclamó Behaim completamente desconcertado-. ¿Pero quién diablos sois y cómo habéis llegado hasta aquí? Tengo la sensación de haber visto vuestra cara en otra ocasión.

– Soy Marco d'Oggiono, para serviros, señor…, pintor y antiguo discípulo de messere Leonardo. Y anoche fui vuestro compañero de mesa en el Cordero…, ¿os acordáis ahora de mí?

– Por supuesto, señor, por supuesto -dijo Behaim con un bostezo que trató en vano de reprimir-. Tengo que pediros disculpas pues, a decir verdad, os había tomado por mi casero, un individuo de muy pocas luces aunque indiscreto y charlatán… a esos individuos conviene mantenerlos alejados, y lo que opinará de que le manchéis el suelo con pintura azul, es algo que ignoro. De modo que sois el señor D'Oggiono. ¿Y qué buen motivo os conduce tan de mañana hasta mí?

– ¡Señor! -protestó ahora D'Oggiono con cierta impaciencia-. Por lo visto, aún no estáis del todo despierto. Meted vuestra cabeza en agua fría, a ver si os despejáis, allí en el rincón está la palangana. Estáis en mi casa, en mi cuarto y el suelo que mancho es el mío.

– Así que por eso estaba tan desorientado al despertar -explicó Joachim Behaim meneando la cabeza y todavía un poco confuso.

– Ayer -prosiguió el pintor- nos fue del todo imposible averiguar de vos en qué posada os alojabais. Así que os traje a casa y habéis dormido sobre el saco de paja que utiliza en otras ocasiones el reverendo hermano Luca cuando, debido a la hora avanzada o al mal tiempo, pasa aquí la noche. No sé dónde habrá pasado esta noche. Pero ya estuvo aquí esta mañana para pedirme prestados dos carlini, Pues el buen hermano está mal provisto de bienes terrenales. No los obtuvo, pero en cambio tomó uno de mis carboncillos y se marchó satisfecho, pues al ser matemático también es filósofo y, como tal, más apto que nosotros para aceptar las decepciones.

Behaim había seguido entre tanto el consejo del pintor y se había echado una jarra de agua fría por la cabeza. Y mientras se lavaba las manos y la cara dijo:

– Así que, señor D'Oggiono, anoche habéis realizado conmigo, al menos una de las siete sagradas obras de misericordia, claro que fue a costa de la comodidad del reverendo hermano, de manera que os estoy agradecido a vos y a él, a partes iguales. Además, también habéis encendido la estufa, y ésa es ya la segunda de las sagradas obras.

– En cuanto a la tercera, o sea el desayuno -explicó D'Oggiono-, es, por desgracia, bastante insustancial. Sol puedo ofreceros pan y cebollas tiernas y después, media sandía.

– ¡Pan y cebollas tiernas! -exclamó Behaim-. ¿Pensáis acaso que normalmente desayuno truchas con trufas? ¡Vengan esos panes y esas cebollas, voy a atracarme como un mozo de mulas!

Mientras Behaim tomaba el desayuno, el pintor D'Oggiono reanudó su trabajo. Tenía que adornar con representaciones del Evangelio el arca de madera que formaba parte del ajuar de la hija de unos ricos burgueses. En el lado frontal del arca se distinguían ya un Cristo, una Virgen y gentes del pueblo.

– Siempre es la misma canción -se quejó D'Oggiono-. Todos piden el milagro y los episodios de las bodas de Cana sobre sus arcas. He pintado esa dichosa boda no menos de ocho veces y me han encargado una novena; ya estoy cansado de ese maestro de banquete y de sus jarras de vino. Esta vez dije al padre de la muchacha y al novio que, para variar, y en vista del carácter de los matrimonios actuales, podía pintar sobre el arca nupcial el encuentro de Cristo con la mujer adúltera, pero no querían ni oír hablar de ello e insistían erre que erre en su milagro de Caná. ¡En fin, qué le vamos hacer! ¿Qué opináis vos, señor, de ese Cristo?

– ¿De ese Cristo? Bueno, no imagino que alguien pueda pintar con más dignidad al Salvador -dijo Joachim Behaim que no estaba muy acostumbrado a vestir con palabras su opinión acerca de cuadros y otras obras de arte.

A D'Oggiono pareció bastarle esa alabanza.

– Supongo que messere Leonardo que, como vos sabéis, fue mi maestro de pintura, tampoco estará del todo descontento con ese Cristo -explicó-. Pero si os dijese lo que me pagan por esa obra, os haríais cruces por lo poco que gano, sobre todo teniendo en cuenta lo que cuesta hoy una onza de laca. Sí, esos burgueses saben defender su interés, negocian y regatean conmigo como si se tratase de la venta de una carretada de leña.

Suspiró, dirigió una mirada a sus medias remendadas y sus zapatos desgastados y luego se puso a pintar una aureola de oro y ocre alrededor de la cabeza de su Cristo.

– Yo no acepto baráteos ni regateos -dijo Behaim que ya había terminado su desayuno-. El precio de mi mercancía está perfectamente calculado y de lo que debo pedir no perdono ni un solo céntimo. Vos tenéis vuestra mercancía: Cristo y sus apóstoles y su santa madre y los fariseos, Pilatos, los publicanos, los tullidos, los leprosos y todas las mujeres del Evangelio, además de los santos mártires y los tres Reyes Magos de Oriente; y yo tengo mi mercancía: raso veneciano y alfombras de Alejandría, pasas en tarros, y azafrán y jengibre en sacos de hule. Y del mismo modo que actúo yo con mi mercancía: cuesta tanto, y no hay regateos que valgan, y el que no esté de acuerdo que siga su camino, deberíais vos mantener el precio que habéis fijado para vuestros santos y mártires. Tanto, debéis decir, cuesta un Cristo bien pintado por mí, tanto un publicano o un apóstol. Pues si no mantenéis los precios fijados por vos, no alcanzaréis jamás la prosperidad, a pesar de todo vuestro arte y todo vuestro esfuerzo.

– Es posible que tengáis razón -admitió el pintor que seguía dando pinceladas a la aureola del Salvador-. Nunca había contemplado la cuestión con ojos de comerciante. No obstante hay que tener en cuenta que si no pueden regatear conmigo, se dirigirán a otros pintores que abundan aquí como los moledores de pimienta en Venecia, y yo me quedo sin encargos y caigo, como suele decirse, de la sartén en la brasa.

– Está bien -opinó Behaim un poco contrariado-. Haced lo que os plazca, vos sabréis lo que os conviene. No es fácil aconsejaros, ya lo veo.

– Los milaneses -dijo pensativo D'Oggiono- son recelosos de nacimiento, ninguno se fía de su vecino, cada cual piensa que el otro le quiere cobrar de más y estafarle, y así regatean conmigo como regatean con los campesinos que traen al mercado trigo, miel, garbanzos o lino y que, ciertamente, son unos estafadores redomados, pues con sus caras ingenuas engañan a todo el mundo. De vos los alemanes se dice, sin embargo, que sois gentes honradas, y verdaderamente lo sois. Cuando empeñáis vuestra palabra, no os echáis atrás.

Dejó a un lado el pincel y contempló con ojo crítico su trabajo mientras Behaim se acariciaba la barba.

– Y por eso -prosiguió D'Oggiono al cabo de un breve silencio-, tampoco me preocupan los dos ducados, aunque no tenga un documento vuestro que me los garantice.

Joachim Behaim le miró con ojos de asombro.

– ¿Qué ducados son ésos? -preguntó dejando de acariciarse la barba.

– Hablo de los dos ducados que anoche, cuando estábamos en el Cordero, apostasteis contra uno de los míos -explicó D'Oggiono-. Y no creáis que carezco por completo de medios y que soy incapaz de cumplir una apuesta. Tengo ahorrada una pequeña cantidad.

– En efecto, recuerdo algo de una apuesta y de un apretón de manos -murmuró Behaim pasándose la mano por la frente-. Pero que me lleve el diablo si sé de qué se trataba. ¡Un momento, dejadme pensar! ¿Se trataba de los turcos? ¿De que pudiesen llegar a Venecia el año que viene?

– Se trataba de Boccetta, de quien decíais que os debía dinero -le recordó D'Oggiono-. Se trataba de ese dinero. Os jactabais de ser capaz de hacer frente a cien como él y que conseguiríais el dinero. Y yo dije…

– ¡Pimientos! -exclamó Joachim Behaim regocijado dejando caer pesadamente la mano sobre su muslo-. ¿No decíais que mi pretensión valía diecisiete pimientos? Ya os enseñaré qué clase de pimientos. ¡Maldita sea! Claro, de eso se trataba. Sois un hombre honrado por habérmelo recordado. ¡Había olvidado por completo el asunto!

– Ya me había dado cuenta -reconoció el pintor con una sonrisa apurada-. Y aunque decía que no me preocupaba por vuestros dos ducados…

– Preocupaos más bien por el vuestro -le interrumpió Behaim-, pues prácticamente lo habéis perdido. Sólo tengo que averiguar dónde vive o se aloja ese Boccetta o dónde se le puede encontrar y luego ya le presentaré mis respetos. Y que vuestro ducado esté listo para viajar. Despedíos de él, dadle algún buen consejo para el camino, pues irá conmigo a Oriente.

– ¡Señor! -dijo D'Oggiono-. Eso lo dudo mucho y mis dudas están bien fundadas, aunque por desgracia, también debo confesar que mis ducados siempre han sido un poco errantes, nunca han querido quedarse conmigo mucho tiempo. Y en cuanto a Boccetta, no es un hombre difícil de encontrar. Sólo tenéis que ir hasta la puerta de Vercelli y luego seguir todo recto por la carretera hasta que veáis a mano izquierda varios montones de piedras que en otros tiempos fueron el muro de un huerto. Entonces atravesáis el huerto y allí puede ocurrir que os caigáis en el pozo que está completamente cubierto de cardos. Si evitáis ese peligro, llegaréis a una casa, o si preferís a una cuadra de muías, pues se encuentra en un estado lamentable, o sea que llegaréis a cuatro muros con un tejado, en resumen, preguntad por la casa del Pozo cuando hayáis dejado atrás la puerta de Vercelli.

– Pasada la puerta de Vercelli, pregunto por la casa del pozo -repitió Behaim-. Eso no es difícil de retener. ¿Y allí encontraré a Boccetta?

– Suponiendo que a vuestra llamada os abran la puerta -explicó D'Oggiono- y suponiendo que no halléis antes un fin ignominioso en el fondo del pozo, encontraréis a Boccetta en esa casa. Y ahora os diré el curso que seguirá esta historia. Cuando se entere de vuestro nombre y del motivo de vuestra visita, estará, justo ese día, agobiado de trabajo, dispuesto a salir a cenar en ese preciso instante, tendrá una cita ineludible por un asunto importante, estará cansado de los negocios del día, tendrá que emprender una peregrinación para obtener unas indulgencias, escribir y enviar cartas, se sentirá enfermo y necesitará tranquilidad… si no opta simplemente por daros con la puerta en las narices.

– ¡Por quién me tomáis! -exclamó Behaim indignado-. ¿Pensáis que no sabría responder a tales excusas? Cobrar forma parte de mi profesión como moler colores de la vuestra. ¿Para qué serviría yo, si no fuese capaz de hacerlo?

Tomó su abrigo, lo examinó y lo alisó cuidadosamente, Pasó la mano por el costoso forro de piel para quitarle algunas briznas de paja que se habían pegado, y luego cogió su barreta que había colocado D'Oggiono sobre la cabeza de un san Sebastián tallado en madera al llegar a casa la noche anterior, y se acercó a la ventana para ver qué tiempo hacía.

La ventana daba a un patio estrecho, cubierto de escasa hierba y rodeado de una valla; en el extremo alejado del patio había una cuadra. Y allí, para sorpresa suya, Behaim descubrió a Mancino que, provisto de cubo y cepillo estrillaba un caballo pío mientras un segundo caballo bayo, estaba al lado atado a un poste. Mancino, que trabajaba con ahínco, no levantó la vista, y Behaim tuvo de nuevo la sensación de que ya había visto muchos años antes esa cara sombría y arrugada. Pero no se detuvo demasiado en ese recuerdo fugaz, en seguida se puso a pensar en la muchacha que la noche anterior había dado lugar a una discusión entre él y Mancino; la imagen de la joven surgió ante él y la vio caminando sonriente y con los ojos bajos por la calle de San Jacobo y se perdió en sueños.

Si bajo ahora -se le pasó por la cabeza- y le doy a Mancino el pañuelo para que se lo entregue… ella sabrá sin duda quién lo ha encontrado. Y cuando vuelva a cruzarme con ella, se detendrá o se reirá al pasar, pues en Milán las muchachas se pueden permitir algunas libertades cuando tratan con los hombres, y yo diré… Sí, ¿qué le diré?

– ¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!

Behaim giró la cabeza y miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta; parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición.

– ¿Cómo? ¿Cómo? -balbució con voz ronca-. ¿Qué queréis decir y de qué mujer habláis?

– ¡Señor! -contestó D'Oggiono sin interrumpir su trabajo-. Ésas son las palabras que dirigió nuestro Salvador a su santa madre en las bodas de Caná: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?». Consultad el evangelio de san Juan, al principio del todo, capítulo segundo; y en el cuadro yo le doy al Salvador esa actitud y ese gesto, como si acabase de decirlo en ese instante.

– Así es y así está escrito en el Evangelio -dijo Behaim, muy aliviado-. ¿Y sabéis también, señor, que en el patio se encuentra uno de vuestros compañeros, el que anoche me amenazó con un puñal en el Cordero?

– ¿Quién os ha amenazado con un puñal? -preguntó D'Oggiono.

– Ese a quien llamáis Mancino; ignoro cómo se llama en realidad -le informó Behaim.

– Le creo muy capaz -declaró D'Oggiono-. Cuando monta en cólera arremete contra sus mejores amigos con cualquier arma que tenga a mano; es de un carácter muy irascible. Podéis verle todas las mañanas a estas horas en el patio, allí cepilla y hace dar vueltas a los dos caballos del dueño de la Campanilla, pues a los caballos sí que los sabe tratar Mancino, y de esa manera se gana su sopa matutina y algunos soldi que se gasta luego con mujeres en las casas públicas. Nosotros le llamamos Mancino, pues ni él mismo conoce su verdadero nombre y messere Leonardo dice que es un gran misterio que alguien pueda olvidar tan completamente su vida pasada por la lesión de la masa cerebral…

– Eso ya me lo explicó ayer largo y tendido el tabernero del Cordero -le interrumpió Behaim-. Y ahora ha llegado el momento de partir. Os doy las gracias, señor, por vuestras buenas obras, no las olvidaré, os deseo también que vuestro trabajo siga adelante con éxito y recordad lo que os he dicho, os será de provecho. Espero que volvamos a vernos en el Cordero o cuando venga a recoger mi ducado y hasta entonces, ¡que Dios os guarde, señor, que Dios os guarde!

Agitó su birreta y se marchó cerrando tras de sí la puerta sobre la que el hermano Luca había escrito con carboncillo las palabras: «El que vive aquí es un tacaño», por no haber obtenido los dos carlini de D'Oggiono.


– Haced bien vuestro trabajo que no quiero oír quejas de vos -dijo Behaim de buen humor a Mancino pensando que ésa era la mejor manera de entablar una conversación con ese poeta de mercado, taberna y cuadra que cepillaba el caballo.

Mancino levantó la mirada, vio quién estaba a su lado, torció un poco la boca, pero luego dijo en tono amable:

– ¡Buenos días, señor! ¿Habéis estado a gusto en vuestro alojamiento?

– Ha ido mejor de lo que había merecido y de lo que podía esperar -le informó Behaim-. Si ese caballero -señaló con el pulgar hacia la ventana de D'Oggiono- no se hubiese ocupado de mí tan cristianamente, me habrían recogido esta mañana del arroyo.

– Porque vosotros, los alemanes -declaró Mancino-, no sabéis distinguir entre un vino y otro. Ese que os sirvió ayer el tabernero del Cordero no es de los que se pueden beber por jarras.

– Así es -dijo Behaim-. Uno siempre comprende las cosas después. Hoy me habláis con mucha cordura pero ayer bufabais como un demente.

– Porque -se disculpó Mancino- no parabais de hablar de aquella muchacha aunque yo os rogaba insistentemente que dejaseis de hacerlo. No quería que mis compañeros se enterasen de la amistad y del afecto que siento por esa criatura. Ellos se habrían frotado las manos y no habrían dudado en arrastrar por todos los charcos y callejuelas de la ciudad la reputación de la pobre muchacha. En adelante recordad esto, señor: ¡ni una palabra sobre esa muchacha delante de mis compañeros!

– ¿De veras? -se maravilló Behaim-. Pero si me había parecido que eran personas honorables y de buenas costumbres.

– ¡Por supuesto que lo son! -exclamó Mancino sujetando por la brida al caballo pío que empezaba a ponerse nervioso-. Personas honorables y de buenas costumbres. Pero yo no. Yo nunca he pertenecido a las personas honorables, y de mis costumbres, mejor no hablar. En resumen, mis compañeros piensan que una muchacha que sienta aprecio por mí, que tan sólo conteste mi saludo no puede ser más que una de esas mujeres cuyo amor se puede obtener por dinero.

– A decir verdad, no daba esa impresión -apuntó Behaim completamente sumido en el recuerdo de la muchacha-. Pero si fuese una de ésas, ningún precio sería demasiado alto.

– Es hermosa y pura como una rosa joven -dijo Mancino sumergiendo el cepillo y su brazo desnudo en el cubo de agua.

– Tiene un buen cuerpo -admitió Behaim- y también posee una tez fresca, no es una de esas anémicas. No puedo decir que me desagrade. Si pudieseis darme una pista, indicarme en qué iglesia oye misa…

– ¡De modo que no sólo pretendéis que yo sea vuestro alcahuete sino que lo sea también Dios nuestro señor! -le recriminó Mancino.

– ¿Alcahuete? -exclamó indignado Joachim Behaim-. ¡Señor! ¡Hablad con más respeto de las cosas sagradas! Supongo que uno podrá oír misa sin que os escandalicéis por ello. ¿Quién habla de alcahuetear? Quiero devolverle el pañuelo que ella ha perdido y yo he recogido.

Sacó el pañuelo de lino boccacino de un bolsillo de su abrigo y se lo mostró a Mancino.

– Sí, es su pañuelo, lo reconozco -dijo cogiéndolo cuidadosamente con dos dedos de su mano mojada-. Se lo regalé el día de su santo junto con un frasquito de esencia de flores. De modo, que se le cayó al suelo.

– Sí, y podéis devolvérselo con un amable saludo de quien iba caminando detrás de ella -le encargó Behaim-. Y no voy a negar que desearía volver a verla, me gustó bastante y, quién sabe, quizás yo también le gusté. Pero de improviso desapareció sin dejar huella, ¿y qué se cree? ¿Que tengo tiempo para seguirle la pista por todas las callejuelas de Milán? ¿Para buscarla en todas las iglesias y todos los mercados? No, eso no me lo permiten los asuntos que he de resolver en Milán, ¡decídselo a mi Anita!

– ¿A quién decís que informe de los asuntos que habéis de resolver? -Quiso saber Mancino.

– A mi Anita, a quién si no -dijo Behaim-. ¿O acaso no se llama así? Podríais decirme de una vez su nombre.

Mancino hizo caso omiso de su deseo.

– ¿De modo que iréis a ver a ese Boccetta para pedirle vuestro dinero? -preguntó.

– Sí, eso haré -aseguró Behaim con firmeza-. Mañana o cuando sea, iré a verle y zanjaré el asunto. En cuanto a esa muchacha a quien, según parece, no debo volver a ver…

– Volveréis a verla -dijo Mancino y en su rostro la tristeza sucedió a la ira-. Sí, puesto que no lo puedo evitar. Pero recordad lo que os digo: temo que las cosas tendrán un final desastroso para la muchacha. En ese caso también lo tendrán para vos, os lo advierto. Y quizás también para mí.

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