3

De la lluvia que caía sin cesar, Joachim Behaim pasó a través de una puerta baja a la taberna del Cordero. Sus ojos buscaron en seguida el fuego de la chimenea y cuando vio los haces de leña apilados alrededor del hogar, cerró la puerta tras de sí satisfecho y aliviado, pues un buen fuego de leña era para él imprescindible en una noche tan húmeda y fría. Al parecer el tabernero no escatimaba la calefacción, pero sí, en cambio, el aceite, pues de las dos lámparas que colgaban del techo con cadenas de hierro, sólo ardía una y su luz iluminaba escasamente la amplia sala con sus rincones y nichos. No obstante, en cuanto dirigió una mirada en torno suyo, el alemán se dio en seguida cuenta de que el hombre por el que había venido no se encontraba entre los presentes. Éstos eran unos diez y bebían y hablaban todos a la vez en unas mesas redondas. Entre ellos había algunos vestidos con cierta elegancia según la moda española o francesa, otros, en cambio, tenían un aspecto pobre y andrajoso como si no hubiesen recibido una soldada en mucho tiempo; varios habían venido con mandiles y almadreñas y uno, sentado aparte, que dibujaba sobre el tablero de la mesa figuras geométricas con tiza, llevaba hábito de monje. A todos ellos saludó Behaim inclinándose a derecha e izquierda con la barreta en la mano.

El patrón del Cordero, un hombre corpulento de gesto grave, salió de su rincón y retiró el abrigo empapado de los hombros de Behaim. Luego le preguntó por sus deseos. En ese instante, uno de los parroquianos se levantó, se puso detrás del alemán y, sin que éste le viese, se santiguó tres veces, como hace a veces la gente cuando se cruza en la calle con un ladrón y un bellaco consumado. Algunos parroquianos, entre los canteros, pintores, escultores y músicos, habían acordado gastarle una broma al posadero con la intención de que recibiese una tunda o al menos algunos puntapiés. Como quien no quiere la cosa, habían sacado la conversación de que las posadas y los figones de la ciudad eran visitados, uno tras otro, por un hombre que se dejaba servir los platos más exquisitos, capones, empanadas, bollería fina y vinos selectos, y luego desaparecía sin pagar. Y ante la insistencia del patrón del Cordero, habían acordado que si aparecía ese hombre por la taberna se lo harían saber por medio de una señal, y ahora que el alemán había entrado en el comedor, le habían hecho al tabernero la señal convenida.

– Podéis traerme -dijo Behaim al tabernero que le miraba fijamente a la cara- un trago de vino, pero que sea del mejor.

– ¡Del mejor, por supuesto! Justo lo que yo esperaba – exclamó el ventero enojado por lo que consideraba una desvergüenza de ese hombre-. ¿Y quizás un lomo de cordero bien mechado o un capón con setas finas? Señor voy a decirle una cosa: yo sé lo que sé y tengo mis ojos en todas partes. A mí no se me escapa ni un solo paso que pueda dar alguien. Sé estar alerta. Si yo hubiese tenido que guardar el sepulcro de Cristo… podéis estar seguro de que no habría resucitado.

Behaim no dijo nada, sólo le miró con asombro; no comprendía el sentido de esas palabras, ni por qué no le traían su vino. Pero uno de los maestros canteros que estaban sentados allí con sus mandiles de cuero y sus almadreñas, dijo con la amable superioridad de los que lo saben todo mejor.

– ¡Tabernero, habría resucitado!

– ¡No habría resucitado! -exclamó el amo furioso de que alguien pusiese allí en duda su capacidad de estar alerta-. Se lo habría pensado dos veces, os lo aseguro.

– Habría resucitado -repitió tenaz el maestro cantero dando a entender que al final el tabernero, pese a toda su precaución, sería estafado y el alemán no le pagaría la consumición.

– Pues habría resucitado, ¡qué demonios! ¡Pero antes le habría roto yo todos los huesos del cuerpo! -gritó el patrón fuera de sí por la insistencia del maestro cantero, y en ese momento no pensaba ya en Cristo sino en el alemán que supuestamente pretendía engañarle.

– ¿Por qué grita como un poseso? -preguntó ahora el hombre con hábito de monje levantando la cabeza de sus figuras geométricas-. ¿De qué discute?

– Del Cristo gloriosamente resucitado, reverendo hermano Luca -respondió el maestro cantero con el mayor respeto, pues el hermano Luca enseñaba matemáticas en la Universidad de Pavía.

– ¿Y por el Cristo resucitado armas semejante escándalo? -se dirigió el sabio monje al ventero.

– Sí, y ése es un asunto que me afecta a mí, no a vos -dijo el ventero-. Pues ésta es mi taberna y aquí velo yo por el orden. Yo tampoco me meto con vuestros signos ni con vuestras figuras, excepto para quitarlas con la bayeta cuando os vais, para que pueda sentarse otro cristiano a la mesa.

El monje ya no le oía. Había vuelto a sus cálculos matemáticos.

– ¡Señor! -dijo entonces Joachim Behaim al amo del Cordero-. Todavía estoy esperando mi vino y no sé lo que tiene que ver todo esto con la resurrección del Salvador. Quizás exista alguna relación que desconozco, pero yo no he venido aquí para hablar de teología. Llevaos mi abrigo a la cocina y colgadlo allí junto al hogar para que se seque. Sobre el asado de cordero mechado hablamos más tarde, pero setas no tomo.

El tabernero examinó entonces el abrigo que sostenía en la mano y para su sorpresa, comprobó que estaba hecho del mejor paño y forrado además con piel cara; sin duda valía más que todo lo que pudiese servirle al alemán en una noche. Y empezó a darse cuenta de que el grupo de la mesa se había burlado de él.

– En seguida os traigo de lo mejor que tengo -tranquilizó a Behaim-: mi Vino Santo de Castiglione por el que viene a mi casa gente de todas partes, hasta de Pavía, como aquel reverendo que acaba de intentar, en perjuicio suyo, mezclarse en mis asuntos. Que dibuje sus figuras y me deje en paz. De mí no se burla nadie -prosiguió alzando la voz para que todos le oyesen-. Conozco a mi gente. Con una mirada sé con quién estoy tratando. Pero ya estoy en camino, señor, me voy corriendo.

Y con la cabeza alta, sin dirigir una sola mirada a sus enemigos bajó a la bodega a llenar una jarra de Vino Santo.

Joachim Behaim se sintió muy reconfortado después de probar el vino. «De éste -se dijo a sí mismo- quisiera yo tener todas las noches y en cualquier lugar una jarra llena junto a mi cama.» Se recostó en su silla y cerró los ojos. Y alrededor suyo, continuó la conversación de los pintores y maestros canteros que platicaban sobre asuntos que se hallaban lejos de todo lo que preocupaba o había preocupado alguna vez al alemán.

– … por eso preferiría pintarla de Leda, desnuda y bajando los ojos…

– ¿Con el cisne en el regazo?

– ¿Será posible?¿Qué gente es esa a la que han encargado la obra?

– En índigo, albayalde y oro he gastado nada menos que once liras.

– Desnuda, pero por un lado…

– …y abre el arcón, mete la cabeza dentro como si fuese a desaparecer, y yo me digo, ahora busca el dinero…

– …cubierta con tres velos, así puedo demostrar mi talento, pues es cosa difícil en la pintura…

– ¿Y con el cisne en el regazo?

– ¡Un herrero de armaduras! ¡Un maestro alfarero! ¿Será posible! Y un fundidor de bombardas.

– Entonces saca una pieza de tela de su arcón. Una pieza de tela para una chaqueta, eso pretende darme en lugar del dinero. ¡A mí, que con mi arte he ennoblecido las costumbres de esta ciudad!

– Esos tres estarán ocupados dos años.

– Un necio, un tacaño, ni más ni menos. De buena gana le daba en los morros con su tela.

– Cuando uno no comparte mesa con los potentado que asignan esa hermosa obra…

– ¡Es un tacaño!

– ¿Con el cisne en el regazo?

– Sí, con el cisne en el regazo. ¿Es eso tan importante? Cualquiera sabe pintar un pajarraco así.

– Ahí está Mancino. Al fin llega. ¡Aquí, Mancino!

– Aunque le hubiese llamado el mismísimo Papa, nc habría venido antes. Estaba acostado con esa moza gordc que le lleva de cabeza.

– Camina como un héroe, viene de librar combate amorosos…

– … viene del burdel donde viven los dos.

– En efecto, así es. Directamente de allí vengo. ¿Quién tiene algo que objetar?

La somnolencia del alemán se disipó en un instante pues conocía la voz melodiosa y profunda que había sonado al final. Abrió los ojos. El hombre que había cantado en el mercado, el hombre de rostro surcado de arrugas y ojos ardientes estaba allí en la taberna declamando versos:

Dime que me quieres. Y te lo

premiaré en seguida con avivada pasión.

Haré de tu cama el cielo

en el burdel donde vivimos los dos.

– ¡Tabernero! -se interrumpió sentándose a la mesa de sus amigos.- Sírveme lo que puedas por una moneda de cobre, pero elige con cuidado los platos para que no salgas perdiendo, pues no tengo en el bolsillo más que esta moneda de cobre, aunque es auténtica y de buena ley. ¿Por dónde iba?

Tuve en este combate la fortuna del vencedor,

como antaño Aquiles, el señor de los mirmidones.

Me marché dejándola dormida

en el burdel donde vivimos los dos.

– Esos versos -opinó uno de los hombres a cuya mesa estaba sentado- ya te los hemos oído más de una docena de veces y hasta el tabernero puede recitarlos de memoria. Invéntate versos nuevos, Mancino, a lo mejor te ganas así una cena.

Behaim hizo una seña al ventero para que se acercase.

– ¿Quién es el hombre que acaba de entrar? -preguntó-. El de la moneda de cobre. Tiene un aspecto muy singular.

– ¿Ése? -dijo displicente el tabernero-. No sois el primero a quien extraña su aspecto. Un versificador, un poeta. Recita sus versos y de esa manera consigue sus almuerzos. Le llaman Mancino porque lo hace todo con la mano izquierda, incluso cuando se bate con la espada, reparte golpes y estocadas con la izquierda pues además es un auténtico matón. Nadie sabe cómo se llama en realidad, ni él mismo lo sabe. Le encontraron una mañana, con la cabeza abierta y le llevaron al cirujano y cuando volvió en sí, había olvidado toda su vida anterior, ni siquiera podía decir su nombre. Curioso, señor, que uno pueda olvidar su nombre. Messere Leonardo que viene aquí a menudo y conversa con él… ¿cómo, señor? ¿No conocéis a messere Leonardo? ¿Messere Leonardo que ha hecho en bronce el caballo del difunto duque? ¿No habéis oído hablar nunca de él? Permitidme la pregunta: ¿de dónde venís? ¿Venís de la tierra de los turcos? Dejad que os diga una cosa: hombres como ese Leonardo recorren el mundo quizás una vez cada cien años. ¡El mejor de todos los ingenios, señor! ¡En todas las artes y todas las ciencias el mejor ingenio! Yo, como tabernero, sé que es en la cocina donde estoy en mi elemento, no me preguntéis a mí, aunque tampoco me aventaja nadie a la hora de comprar vino, pero preguntad a los otros, preguntad a quien queráis en Milán por messere Leonardo, el Florentino, preguntad al reverendo hermano Luca que está allí enfrente, o al maestro D'Oggiono, el pintor, que está sentado al lado de Mancino… sí, exacto, al lado del susodicho Mancino, y messere Leonardo dice que debido a la herida de la cabeza y a la anatomía había olvidado su nombre y su origen. A veces cree acordarse, me refiero a Mancino, y entonces desvaría, dice que es hijo de un duque o de algún otro noble y que había realizado viajes de placer, y que tenía casas en la ciudad, fincas, estanques con peces, bosques y la jurisdicción sobre numerosos pueblos y que todo eso le estaba esperando, pero no sabía dónde. Luego se lamenta de no haber sido nunca más que un pobre vagabundo, de haber soportado mucha hambre, frío y otras calamidades y de haber pasado rozando la horca en varias ocasiones. Sólo Dios conoce la verdad. Hace años que viene a esta taberna, unas veces le pagan la cena sus amigos, otras, no. En fin, a mí no me importa invitarle a una rebanada de pan con salchicha de tocino. El italiano lo habla a la manera de la gente que viene de las montañas saboyanas, quizás se encuentra allí su ducado, a no ser que se encuentre en la luna. Dicen que anda durante el día con mujeres indecentes, y eso es todo lo que sé de él.

El tabernero tomó la jarra de Behaim para volverla a llenar. El hombre del que había hablado estaba recostado en su asiento con los ojos dirigidos hacia las vigas ennegrecidas del techo donde colgaban las salchichas de tocino. Entonces se dirigió a su compañero de mesa.

– Tenéis razón -dijo- al reprocharme que os fatigo con versos que ya conocéis. Por eso acabo de componer unos nuevos que quizás no os desagraden del todo. Escuchad, pues, la balada de las cosas que conozco y de una cosa que no conozco.

– Escuchad la nueva balada de Mancino de las cosas que… ¡Vamos! ¡Empieza! ¡Ya estamos callados, somos todo oídos! -exclamó el compañero de mesa que estaba sentado a su izquierda.

El tabernero que regresaba con la jarra llena de vino se detuvo en la puerta para ver lo que ocurría.

– Sin embargo, se encuentra en esta sala un caballero -prosiguió Mancino, inclinándose hacia la mesa de Behaim- a quien nadie conoce y que quizás no siente deseo alguno de escuchar mis versos. Quizás desea beber su vino en paz.

Behaim, que al ver que todos le miraban, comprendió que hablaban de él, se levantó al instante y le aseguró que, al igual que los demás, estaba deseoso de escuchar sus versos. Añadió que encontraba escaso placer en beber su vino en solitario y que había venido con la esperanza de intervenir en alguna conversación divertida. Y luego dijo su nombre: Joachim Behaim.

– ¡Basta de cumplidos! -le animó uno de los camaradas de Mancino, un hombre calvo que lucía un mostacho canoso-. Sentaos con nosotros y beberemos y pasaremos un buen rato juntos. Yo me llamo Giambattista Simoni, soy escultor en madera y podéis ver un Cristo juvenil mío en la catedral, justo a la derecha de la puerta principal, en la primera capilla lateral. Aquí en el Cordero soy el maestro de los novicios.

– Que el diablo me lleve si no averiguo ahora dónde puedo encontrar a esa Anita -murmuró Behaim; luego, con la silla en una mano y la barreta en la otra, se acercó a la mesa y dijo de nuevo que se llamaba Joachim Behaim. Oyó cómo le decían los otros nombres, que olvidó al instante, y se sentó junto al escultor calvo que se había llamado a sí mismo maestro de novicios.

– ¡Porque nos conozcamos más de cerca! -dijo éste levantando la copa-. ¿Habéis estado ya en la catedral? -preguntó seguidamente, pues como buen milanés estaba orgulloso del emblema que había erigido la ciudad en honor de Dios y en el suyo propio.

– No. He oído misa en la iglesia de los hermanos predicadores -le explicó Behaim-. Se hallaba en un lugar cómodo para mí y sólo tenía que recorrer unos pocos metros. Claro que eso ya se acabó. Pues donde vivo ahora tengo la iglesia de San Jacobo, pero no está tan cerca. Hoy precisamente he dejado mi posada del callejón de los Orfebres.

Y tras responder y haber satisfecho la curiosidad del maestro de novicios, se inclinó sobre la mesa y trató de entablar una conversación con Mancino.

– Señor -comenzó-, si no me engaña la memoria, os vi hace unos días en el mercado…

– ¿Qué se le ofrece, al caballero? -preguntó Mancino que estaba puliendo mentalmente sus versos.

– En el mercado de las verduras. Estabais un poco elevado, es decir, sobre un tonel de col…

– La balada de las cosas que conozco -dijo Mancino Poniéndose en pie-. Tiene tres estrofas, seguidas, como siempre, de un breve estribillo.

– … y cantabais -siguió insistiendo el alemán-. Y la muchacha que pasaba por allí…

– ¡Silencio! ¡Silencio para Mancino! -gritó en ese instante el maestro cantero desde la mesa contigua con tal derroche de voz que el hermano Luca, que seguía enfrascado en sus dibujos geométricos, dio un respingo. El tabernero que se disponía a llenar de vino el vaso de estaño del alemán, se quedó con la jarra alzada, rígido como una estatua.

Mancino se había subido encima de su silla. La luz mortecina de la lámpara caía sobre su rostro lleno de surcos. Todo estaba en silencio, sólo se oían los lamentos y gemidos de las almas en pena en la chimenea. Y comenzó:

Conozco el árbol por su corteza,

conozco las artimañas del gitano,

conozco al amo por los criados,

conozco el mandoble, conozco la estocada,

conozco al cura por la sotana,

conozco a las putas que hacen la calle,

conozco el honor, conozco la vergüenza,

lo conozco todo, menos a mí.

El tabernero bajó la jarra que ya le pesaba demasiado. Los dos maestros canteros estaban sentados como titanes cansados con la mirada fija en sus almadreñas; uno apoyaba la barbilla en su puño, el otro la frente. El hermano Luca había levantado su cabeza de sabio. Sin darse cuenta, marcaba con la tiza en la mano el ritmo de los versos. Y Mancino prosiguió:

Conozco el vino por el tonel,

conozco las bufonadas de los bufones,

conozco la virtud, conozco el pecado,

conozco el grito de cada pájaro.

Conozco el moho sobre mi pan,

conozco las cuentas que nunca pagué

conozco el infierno, conozco el cielo

lo conozco todo, menos a mí.

Conozco a las moscas en la sopa,

conozco a los corchetes que burlé,

conozco los graneros y los almacenes,

conozco el ¡Dóblate o rómpete!,

Conozco los táleros que tuve antaño,

conozco la belleza que no se marchitó,

conozco la borrachera y el olvido,

lo conozco todo menos a mí.

Conozco la vida, buenas gentes.

Conozco la muerte, ese monstruo salvaje.

Conozco los lances de la fortuna.

Lo conozco todo. Todo menos a mí.

– Ése era el resumen -dijo bajando de la silla de un salto -. Contiene in nuce todo lo que tenía que decir sobre este asunto, y las tres estrofas precedentes sobraban como la mayor parte de lo que fluye de la boca y de la pluma de los poetas. Pero yo estoy disculpado. Lo que me importaba era la cena.

El ventero despertó de su rigidez. Puso la jarra de Vino Santo delante de Mancino.

– No soy versado en bellas artes, como ya sabéis -dijo-. Pero por el semblante del venerable hermano Luca, que es un profesor, veo que habéis creado algo muy bueno y valioso. Pero que seáis capaz de conocer el vino por el tonel, es algo que no podéis contárselo a un tabernero. Ahí habéis fanfarroneado. No obstante, se os perdona. Mientras tanto, probad éste.

Y volvió a bajar a la bodega en busca de vino para Behaim.

Los compañeros de Mancino no dedicaron muchas palabras a sus versos. Pero lo que pensaban sobre ellos se podía adivinar por las pequeñas señas que se hacían, por las miradas que intercambiaban y por su manera de alzar los vasos en su honor. Extrajeron, primero éste, después aquél, una pequeña moneda de plata o algunas piezas de cobre de los bolsillos, luego las juntaron y seguidamente pidieron pescado y carne asada para Mancino.

El posadero regresó; una idea le había venido a la cabeza mientras bajaba a la bodega. Se acercó a Behaim para servirle y le dijo en voz baja:

– ¿Había exagerado, señor? ¡Un ingenio! ¡Uno de los mejores! Tal como os lo había dicho. Pero lo del pan mohoso y las moscas en la sopa no debéis creerlo, eso es una mentira. ¡Moscas en la sopa! ¡En mi taberna! Cierto que el pan puede enmohecerse cuando se pone húmedo, pero entonces no se lo sirvo a mis clientes. ¡Pero los poetas son así! Cuando buscan una rima les importa bien poco arruinar la reputación de un hombre honrado. ¡Moscas en la sopa! ¡En mi casa! En lo que se refiere a las cuentas que nunca pagó… ahí sí se le ha escapado una gran verdad. De eso y no de las moscas…

– Dejadme ahora un rato en paz -le interrumpió Behaim.

– Es igual, el vino corre de mi cuenta -dijo el tabernero que, incapaz de callar en el acto, siguió murmurando-. Lo dije una vez, ahí está mi palabra y no la retiro, a pesar de las moscas. Sí, señores, ya voy, ya estoy aquí, en seguida les atiendo.

El escultor se dirigió de nuevo a Behaim.

– ¿Venís de más allá de las montañas? -preguntó señalando con el pulgar por encima de su hombro como si allí, en algún lugar detrás de él, se encontrase Alemania-. ¿Cruzando el Albula y el Bernina?

– En esta época del año habría sido un viaje penoso -observó Behaim y vació de un trago su vaso de estaño-. No, señor, vengo por mar de los países de Oriente. De los estados del Gran Turco. Estuve por negocios en Alepo, en Damasco, en Tierra Santa y en Alejandría.

– ¿Cómo? ¿Habéis estado entre los turcos? -exclamó sorprendido el escultor-. ¿Y no os han empalado ni torturado?

– En su país empalan y torturan mucho menos de lo que uno se cree -le aleccionó Behaim que se sentía muy a gusto de que todos le mirasen como si fuese un fenómeno.

El escultor se atusó pensativo su pequeño mostacho.

– Sin embargo, dicen que no cesan de derramar sangre cristiana -objetó.

– Cuando comercian son bastante tratables -explicó Behaim-. Más o menos como vosotros los milaneses; ¿acaso empalaríais y torturaríais al que acudiese a vosotros para comprar armaduras o artículos de mercería? ¿O lo harían los comerciantes de Siena cuando venden su mazapán y sus pastas? Además, tengo una carta firmada por el Gran Turco en persona y eso me procura un cierto respeto.

Mancino miró a Behaim con súbito interés.

– ¿Pensáis que los turcos vendrán a Italia el año que viene?

Behaim se encogió de hombros y alargó la mano para coger el vaso de estaño.

– Están armando una flota poderosa contra Venecia y han enrolado a capitanes de barco expertos -les informó.

– ¡Dios nos proteja! -exclamó uno de los maestros canteros-. Si devoran Venecia para desayunar, Milán les servirá de cena.

– Puesto que el peligro es tan inminente y amenazador -apuntó Mancino-, habría que enviar por fin a un hombre elocuente y ducho en la interpretación de las sagradas escrituras a la corte del Gran Turco…

– ¡Ya estamos otra vez! -exclamó riendo el pintor D'Oggiono, un hombre todavía muy joven a quien le caían sobre los hombros las mechas de pelo castaño-. Esa idea le obsesiona desde hace años -explicó a Behaim-. Piensa que él es ese hombre y quiere convencer al Gran Turco de que ame y venere la divinidad de Cristo.

– Ésa sería una empresa magnífica -dijo Mancino y sus ojos brillaban y ardían.

– Abandonad esa idea -le aconsejó Behaim-. En lo que se refiere a su fe, los turcos son muy particulares.

Luego golpeó la mesa con su vaso de estaño para llamar al tabernero, pues su jarra estaba vacía.

– Yo confío más -retomó ahora la palabra D'Oggiono- en la máquina de inmersión que ha inventado messere Leonardo para perforar los barcos enemigos que se acerquen a nuestras costas.

– Pero hasta ahora -señaló el maestro organista y compositor Martegli- se ha negado obstinadamente a entregar los planos de esa máquina de inmersión a los militares porque la naturaleza perversa de los hombres podría llevarles a hundir los barcos con su tripulación.

– Eso es cierto -dijo el hermano Luca sin levantar la mirada de sus dibujos- y voy a repetiros sus palabras, pues son dignas de ser guardadas en la memoria: «Si a ti, hombre que me escuchas, la construcción y organización del cuerpo humano te parecen tan maravillosas, piensa que el cuerpo es nada en comparación con el alma que habita esa construcción. Pues el alma, sea lo que fuera, es cosa de Dios. Déjala que viva en su obra según su voluntad y su placer y no permitas que tu ira y tu maldad destruyan una vida. Pues, en verdad, quien no valora la vida no merece poseerla».

– ¿Quién es ese Leonardo? -preguntó Behaim-. Oigo hablar de él por segunda vez esta noche. ¿Es el mismo que hizo en bronce el caballo del difunto señor duque? En cualquier caso, sabe utilizar a la perfección sus palabras.

– Es el mismo -dijo D'Oggiono-. Fue mi maestro de pintura y lo que sé, se lo debo a él. Jamás encontraréis a un hombre como él, ni vos ni nadie. Crear por segunda vez un hombre semejante supera la capacidad de la naturaleza.

– También por su aspecto es un hombre espléndido -le informó el escultor-. Quizás tengáis ocasión de verle hoy. Pues sabe que cuando el hermano Luca viene a Milán se le puede encontrar por la noche en el Cordero.

– Eso no se puede afirmar con tanta seguridad -replicó el hermano Luca-. Al menos no con la seguridad que otorgan las matemáticas a los que se apoyan en sus reglas. Pues a veces me encuentro en la Campanilla a esas horas. Pero allí los tableros de las mesas son tan lisos que no hay manera de que agarre la tiza.

Behaim cayó en la cuenta de que no había acudido allí por ese messere Leonardo, y para impulsar el asunto que le preocupaba, abordó de nuevo a Mancino que acababa de terminar de cenar.

– En cuanto a esa muchacha… -entró en materia.

– ¿Qué muchacha? -preguntó Mancino por encima de sus platos.

– La que pasó por el mercado. La que os sonrió.

– ¡Callaos! ¡Ni una palabra de ella! -murmuró Mancino dirigiendo una mirada inquieta al escultor y a D'Oggiono que discutían con el hermano Luca sobre el Cordero, la Campanilla y las matemáticas.

– Podríais decirme cómo se llama -le propuso Behaim-. Es un favor de hombre a hombre.

– No habléis de ella, os lo ruego -dijo Mancino muy bajo, pero en un tono que no prometía nada bueno.

– O cómo podría encontrarla -prosiguió Behaim que no estaba dispuesto a abandonar la idea que tenía metida entre ceja y ceja.

– No lo sé -dijo Mancino alzando un poco la voz, pero de manera que sólo pudiese entenderle Behaim-. Pero os voy a decir cómo os encontraréis vos mismo: arrastrándoos a casa a cuatro patas, pues así de maltrecho os pienso dejar.

– ¡Señor! -exclamó Behaim-. ¡Os estáis propasando!

– ¡Eh! ¡Hola! ¿Qué ocurre ahí? -exclamó el pintor D'Oggiono cuya atención había sido atraída por las últimas palabras que había pronunciado Behaim en voz alta-. ¿Tenemos bronca?

– ¿Bronca? Bueno, según como se tome -respondió Mancino con la mirada fija en Behaim y la mano en el pomo de su puñal-. Decía que deberíamos abrir la ventana para que entrase el aire y el caballero opina que debe permanecer cerrada. Está bien, que permanezca cerrada.

– Por mí, podéis abrirla -gruñó Behaim, bebió de un trago su vino y la mano de Mancino soltó el pomo del puñal.

Durante un rato reinó silencio y para romperlo, D'Oggiono preguntó:

– ¿Os encontráis en Milán por negocios?

– No exactamente por negocios -explicó Behaim-. Tengo que cobrar un dinero que alguien me debe desde hace años.

– A cambio de una pequeña gratificación -dijo Mancino como si nada hubiese ocurrido- lo cobro para vos. No tenéis que molestaros personalmente, dejad que me ocupe yo. Como sabéis, estoy siempre dispuesto a serviros.

Behaim, creyendo que se burlaba de él, le dirigió una mirada de disgusto pero no le prestó mayor atención. El vino que había bebido en exceso empezaba a subírsele a la cabeza, pero aún era dueño de sus actos y sus palabras, y con ese hombre que había echado mano del puñal tan deprisa, no quería tratos, ni para bien ni para mal. Empezó a explicar a D'Oggiono su problema:

– El hombre que me debe el dinero es un florentino que vive ahora en Milán. Se llama Bernardo Boccetta. Quizás podéis decirme dónde puedo encontrarle.

En lugar de responder, D'Oggiono echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada a la que se sumaron los demás. Al parecer encontraban muy divertido lo que acababa de decir el alemán. Sólo Mancino permaneció serio. Mantenía los ojos clavados en Behaim y sus rasgos expresaban sorpresa y preocupación.

– No sé a qué vienen esas risas -se encrespó Behaim-. Me debe diecisiete ducados. Diecisiete ducados, auténticos y de buena ley.

– Se ve, señor, que sois nuevo en Milán -le explicó D'Oggiono-. No conocéis a ese Boccetta, de lo contrario emplearíais vuestro tiempo en negocios más rentables.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Behaim

– Que vuestro dinero está tan perdido como si lo hubieseis arrojado al mar.

Esas palabras le atravesaron el corazón a Behaim como puñaladas. Reflexionó unos instantes.

– ¡No digáis estupideces! -dijo entonces-. Poseo un documento que respalda mi reclamación.

– ¡Pues guardadlo bien! -le aconsejó D'Oggiono.

– Eso pienso hacer -dijo Behaim con la lengua pesada, pues el vino empezaba a runrunear en su cabeza-. Vale por diecisiete ducados.

– Diecisiete pimientos, eso es lo que vale -se rió D'Oggiono.

El escultor puso su mano sobre el hombro de Behaim.

– Y aunque lleguéis a tener más años que una corneja -le aseguró- no recibiréis de Boccetta ni un pimiento.

– ¡Dejadme en paz con vuestros pimientos! -gritó Behaim-. ¡No me gustan crudos ni asados!

– Voy a deciros cómo se las gasta ese Boccetta -continuó el escultor-. Hasta ahora ha estafado a todos los que han tratado con él. Dos veces hizo quiebra y las dos, había una estafa detrás. Estuvo en la cárcel, pero logró salir sin asumir responsabilidad alguna. Todos saben que es un estafador, pero no hay manera de agarrarle. Cuando exijáis vuestro dinero, os dará palabras, nada más que palabras y en cuanto os deis la vuelta, se reirá de vos y ése será vuestro único beneficio.

Joachim Behaim descargó el puño sobre la mesa.

– Soy capaz de despachar a cien como él -balbució-. Haré valer mis derechos. Apuesto dos ducados contra uno.

– ¿Dos ducados contra uno? -exclamó D'Oggiono-. Acepto la apuesta. ¿Trato hecho?

– Trato hecho -dijo Behaim tendiendo la mano a D'Oggiono por encima de la mesa.

– Podéis llevarle a los tribunales -tomó ahora la palada el organista Martegli-. Sí, podéis hacerlo, pero en ese caso se quedarán los abogados y los procuradores con vuestro dinero y no ganaréis nada. Pensad bien lo que digo. El oprobio y la vergüenza no le afectan.

– ¿Quién sois vos? -preguntó Behaim en su borrachera-. No os conozco. ¿Por qué os metéis en mis asuntos?

– ¡Disculpad! -murmuró turbado el maestro organista que era un hombre callado y humilde.

– Ese Boccetta -refirió el escultor- es un tipo raro. Vive como el más pobre de los mendigos, lleva él mismo su cesta cuando va al mercado a comprar col, pan duro y raíces, pues otra cosa no llega a su mesa. Y eso que podría permitirse todas las comodidades y vivir como un prelado. Dinero tiene de sobra, pero lo ha enterrado o escondido, quizás debajo de un montón de clavos herrumbrosos o Dios sabe dónde. Malvive por temor a malvivir algún día.

– Como una sanguijuela -dijo Behaim bostezando.

– Sí, es una verdadera sanguijuela -le dio la razón el escultor.

– Yo -dijo Behaim señalando su pecho-. Yo sí que soy una sanguijuela cuando me cuelgo de alguien. No tendrá una hora de respiro. Ni una sola hora. Y no pienso…

Sus pensamientos se volvieron confusos. Trató de incorporarse pero no pudo. Se dijo a sí mismo que tenía que volver a casa, arrastrándose a cuatro patas, para ser exacto, pues no le estaba permitido caminar derecho como las demás personas. Durante un rato se quedó sentado con la mirada perdida, luego recordó lo que pensaba decir:

– … irme de Milán hasta que no tenga mi dinero.

– En ese caso -opinó uno de los dos maestros canteros arrimándose un poco- haríais bien en encargar vuestra lápida en mi taller. Pues es aquí, y no en otro lugar, donde seréis enterrado. No lo toméis a mal, señor, pero ése es mi oficio.

Joachim Behaim oyó esas palabras pero no entendía su significado. El tabernero se había acercado a él y reclamaba su dinero. Tuvo que reclamarlo hasta tres veces y alzar cada vez más la voz, sólo entonces comprendió Behaim que tenía que pagar su vino. Sacó su bolsa, y con mano insegura esparció diversas monedas sobre el tablero de la mesa. El tabernero retiró lo que le correspondía, metió el resto del dinero en la bolsa y depositó ésta en la mano del alemán.

Durante un rato, Behaim permaneció inmóvil, medio dormido, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada sobre el pecho. Sus dedos agarraban firmemente la bolsa del dinero. De pronto oyó que hablaban de él.

– Un alemán que viene de Levante. Se ha emborrachado. Nadie le conoce. No sabemos qué hacer con él.

Joachim Behaim bostezó, alzó la cabeza y abrió los ojos. Vio al hombre con el que se había cruzado ese mismo día en el patio del viejo castillo, conversando con el hermano Luca -ese hombre de nariz aguileña, cabellera ondulada, cejas pobladas y poderosa frente, el hombre de aspecto atemorizante-. Quiso levantarse y hacer una reverencia, Pero no fue capaz. La cabeza se abatió sobre su pecho y el sueño le invadió.

Por segunda vez ponía el destino a Joachim Behaim en el camino de messere Leonardo, y de nuevo tenía Behaim Su bolsa del dinero agarrada con mano firme. Pero los pensamientos de Leonardo estaban con la estatua del difunto duque al que había representado montado a caballo.

– Es el tratante que vendió hoy al Moro dos hermosos caballos -dijo-. Ojalá hubiese venido antes a Milán. Si yo hubiese dispuesto de su gran beréber como modelo para el caballo del duque, esta obra habría resultado mejor.

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