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Ocho años más tarde, en otoño de 1506, Joachim Behaim se dirigía de nuevo a Milán en viaje de negocios procedente de Levante. En Venecia, donde había desembarcado, sólo había permanecido algunas horas pues no tenía que guardar géneros en los almacenes. En dos bolsas forradas de seda llevaba sus mercaderías. Eran piedras preciosas. Una de las bolsas contenía zafiros, esmeraldas y rubíes tallados, una docena en total, todo piezas de excepcional belleza, la otra, piedras de menor valor: amatistas, topacios orientales y jacintos; su intención era ofrecerlas, tanto unas como otras, a los nobles y oficiales franceses que estaban acantonados en Milán. Pues Milán, se encontraba en manos de los franceses.

Cuando en 1501 el rey de Francia descendió de los puertos alpinos con un ejército de suizos y franceses para invadir la Lombardía, habían hecho traición al Moro dos de sus capitanes rindiéndose a los franceses. Y por otro lado, ni el emperador romano ni el rey de Nápoles habían cumplido sus pactos de alianza, pues no habían acudido en auxilio del Moro. De esa manera éste había perdido su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente, su libertad. Había caído en manos de Luis XII, el rey de Francia, y pasaba sus últimos años en una prisión situada en lo alto de una roca de la ciudad de Loches, en Turena, a orillas del Indre.

Los milaneses se entendieron bastante bien con su nuevo amo. «Ya que estamos obligados a tener a ejércitos extranjeros dentro de nuestras murallas -decían-, preferimos los franceses a los españoles. Pues los españoles son seres refunfuñones y hoscos que se pasan el día arrodillados en las iglesias, mientras que los franceses llevan la diversión y el buen humor a donde van. Y en cuanto a su cristianismo, dicen: "¿Servir a Dios? ¿Por qué no? Pero no vamos a olvidar que a veces también es bueno caminar un poco por las sendas del mundo terrenal".»

Joachim Behaim se dirigía por lo tanto a Milán. Pero cuando hizo un alto en Verona y se puso a buscar alojamiento para él y su caballo, le sorprendió el comportamiento sumamente extraño e incomprensible de los habitantes de la ciudad.

Las personas con las que se cruzaba se quedaban mirándole y luego juntaban las cabezas y cuchicheaban. Había algunos que al verle parecían asustarse. Se paraban en el sitio, meneaban las cabezas y se santiguaban una, dos y hasta tres veces como si tratasen de conjurar una desgracia. Otros actuaban con auténtico descaro, le señalaban con el dedo o intentaban por medio de señas, gestos y ademanes atraer sobre él la atención de sus acompañantes.

– ¡Al diablo con ellos! -murmuró-. ¿Qué le pasa a esta gente? Bonita manera de mirarle a uno. ¿Es que no han visto nunca un comerciante alemán que viene de Levante?

En la primera posada que encontró, el posadero le miró fijamente y luego le cerró la puerta en las narices con un «¡Dios me libre!» y se negó a abrirla de nuevo pese a las insistentes llamadas, voces e imprecaciones de Behaim. En la siguiente posada, el patrón también se mostró asombrado y sorprendido por la aparición de Behaim, pero se mantuvo correcto. Lamentaba, dijo, no poderle acoger en su casa, pues estaba completa; ni con la mejor voluntad del mundo podía proporcionarle una habitación, y con mil excusas le empujó hacia la puerta.

Sólo en la tercera posada consiguió Behaim alojamiento para él, y un lugar y un saco de pienso para su caballo. El posadero, sin embargo, también le miró asombrado y asustado; su perplejidad no le dejó pronunciar palabra, pero Behaim le dijo en tono irritado:

– ¿Qué manera es ésa de mirarme? ¿Y cuánto tiempo me vais a tener aquí esperando? Sabed que no tengo un carácter precisamente paciente.

– Ruego al señor me perdone -dijo el posadero serenándose-. Os parecéis a cierta persona que he visto recientemente. Creí tenerla delante de mí, pues el parecido es asombroso.

Luego, cuando hubo conducido a Behaim a su aposento y confiado el caballo a un criado para que lo cepillase, se volvió hacia el sirviente que estaba tan asombrado y asustado como él y le explicó su comportamiento.

– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decirle? Ya se sabe que el mal, lo más abominable y hasta lo perverso es voluntad de Dios y ha sido puesto por él en el mundo.

En ese albergue Behaim entabló conversación con un comerciante tirolés de barba pelirroja que venía de Bolonia y se disponía a regresar a Innsbruck. Mientras cenaban, Behaim descubrió que el comportamiento raro y a veces impertinente de los habitantes de la ciudad no había llamado la atención del comerciante tirolés. Behaim se mostró sorprendido y se quejó de que Verona le agradase tan poco.

– Milán, en cambio, ¡qué ciudad! -dijo-. Allí encontráis inmediatamente compañía, amigos, gente que sabe apreciaros. Allí existen excelentes posadas que están perfectamente provistas de todo lo que uno puede desear; a cualquier hombre de rango puedo recibir en ellas. También hay albergues modestos que son impecables, así cada cual se puede organizar como le conviene a su bolsillo. Pero dondequiera que vayáis a comer os servirán platos de un refinamiento y una abundancia como no se encuentran en ninguna ciudad del mundo. Y conozco en Milán una taberna donde dan un vino con el que se podría resucitar a un muerto. Allí acuden los pintores y otros artistas y yo tenía un trato muy cordial con ellos.

Guardó silencio y pensó en los tiempos pasados.


Tras llegar a Milán después de algunos incidentes enojosos, buscó en seguida la posada de los Tres Moros donde solía parar la gente distinguida. Pensaba hospedarse allí y tratar de establecer contacto con los nobles franceses a quienes tenía intención de vender sus piedras preciosas.

El posadero que también tenía el aspecto y los ademanes de un noble, le recibió con cortesía. Behaim se mostró satisfecho con el aposento que le asignaron y los precios que le dijeron y encargó que le subieran a su habitación la cena y una infusión para dormir, pues pensaba acostarse temprano.

Cuando hubieron quitado la mesa y Behaim terminó de tomarse la infusión, llamaron de nuevo a su puerta y el posadero entró en el aposento.

– Disculpad, señor -se excusó- de que venga aunque tengáis todo el aspecto de estar cansado. Quisiera preguntaros si la gente no os miraba a veces de manera extraña cuando os dirigíais hacia aquí.

– Sí -dijo Behaim-. Eso me ha ocurrido cien veces, pero no sólo aquí en Milán, sino ya en Verona y también en los pueblos que tuve que atravesar.

– Si me permitís que os dé un consejo -siguió hablando el posadero-, dejad que os afeiten la barba o que le den otra forma. Hoy ya no se estilan esas barbas.

– ¡Ni pensarlo! -se enojó Behaim, pues estaba orgulloso de su cuidada barba que todavía no tenía un solo pelo gris-. Que me mire la gente como le dé la gana, poco me importa.

– Haced lo que os plazca, señor -dijo el posadero, pero fio se marchó, y después de reflexionar un momento, preguntó-: No habréis visitado todavía a los monjes del convento de Santa María delle Grazie, ¿verdad?

– No. ¿Qué tengo yo que ver con esos monjes? -Se asombró Behaim.

– En el refectorio de ese convento -explicó el posadero-, se encuentra la famosa Cena del maestro Leonardo, el Florentino, y ésa, señor, es una obra que hay que ver sin falta. Seguramente os habréis cruzado alguna vez con ese Leonardo.

– Sí -dijo Behaim-. Traté a menudo con él, y si no me falla la memoria, me invitó a comer o me hizo algún otro honor. ¿Se encuentra en Milán?

– No, ya hace tiempo que no vive en nuestra ciudad; dicen que está de viaje -le informó el posadero-. Pero volviendo sobre la Cena…, desde hace años vienen las gentes a millares a contemplarla, y no sólo acude todo Milán y toda la Lombardía, no, también vienen de Venecia, del ducado de Mantua, de las Marcas, de la Romana y de más lejos todavía. Vienen jóvenes y viejos, hombres y mujeres, incluso se dejan traer en parihuelas. Entran en el refectorio vestidos con sus trajes de domingo como quien asiste a una fiesta solemne. Y vienen los campesinos de los pueblos, y ellos también se ponen sus mejores galas para contemplar esa Cena, y cuentan, que uno de ellos trajo consigo a su burro engalanado. ¡Escuchad mi consejo, señor, id a verla! ¡Sí, verdaderamente deberíais hacerlo!

Y con esas palabras se despidió.


A la mañana siguiente, cuando Behaim se hallaba delante de la Cena en el refectorio del convento y, tras haber contemplado a Cristo y Simón Pedro, dejó caer su mirada sobre el Judas que sostenía la bolsa en la mano, sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.

«¡Dios bendito! -se dijo anonadado-. ¿Estoy soñando o qué pasa aquí? ¡Por mi alma que esto es una tropelía, una tropelía infame! ¡Cómo se ha atrevido?»

Miró entorno suyo en busca de simpatía y comprensión por lo que le habían hecho. A pesar de la hora temprana, había numerosos visitantes en el refectorio y todos le miraban, le veían allí, delante del Judas, y nadie abría la boca, remaba un silencio absoluto, como en la iglesia, cuando la campanilla anuncia la consagración. Pero luego, cuando abandonó enfurecido el refectorio y salió al exterior tan rápido como pudo -pues no quería seguir siendo el blanco de esas miradas-, sólo entonces empezaron los presentes a hablar y a llamarse los unos a los otros:

– ¿Has visto? Judas ha contemplado al Judas.

– ¡Viene aquí a mostrarse a las miradas! ¡En lugar de esconderse en el bosque más espeso, en un desierto, en una cueva o en cualquier otro lugar abandonado por el hombre!

– ¡Este lugar le ha atraído, como la encina atrae al puerco!

– ¿Me pregunto si es cristiano y va a misa?

– ¿Para qué va a ir a misa? Dios no deja crecer ninguna semilla en semejante campo.

Mientras tanto, Joachim Behaim se dirigía a su posada Meno de pensamientos furiosos, pues estaba decidido a no permanecer un instante más en Milán. En voz alta desahogaba así su ira impotente:

– ¡Qué infamia! ¿Cabe imaginar una burla peor? Y eso que es un hombre viejo que no sirve más que para ser enterrado. ¡De modo que me retrató con esa intención! ¡Me está bien empleado por tratar con esos pintores y esa chusma! Por mi alma que deberían dar un escarmiento a ese Leonardo, cuánto mal podrá hacer todavía, si persiste en sus vilezas. ¿Un pintor? Ése tiene de pintor lo que un ciruelo de viña. Por la cruz de Dios, ese Leonardo no debe tener mucho cerebro debajo de su gorra si no supo inventar otro Judas que no fuera yo. Se merece que le muelan a palos. ¡No, que le muelan a palos no… a un ser así deberían enviarle a galeras, encadenado!

Había llegado a la plaza de la catedral cuando vino a su encuentro el escultor Simoni con un niño pequeño a su izquierda y Niccola a su derecha. Pero Joachim Behaim, todavía lleno de cólera, los puños cerrados, la cabeza inclinada, pasó junto a los tres jurando en lengua bohemia sin dirigirles una mirada.

El escultor se detuvo y soltó la mano del niño.

– Era él -dijo sintiendo cómo le palpitaba el corazón y le brotaba un sudor frío-. ¿Le has visto?

– Sí -respondió Niccola-. Le he visto.

– Y tú… ¿todavía le amas? -balbució el escultor.

– ¡Cómo puedes hacer una pregunta tan tonta! -dijo Niccola colocándole el brazo alrededor de los hombros-. Créeme, nunca le habría amado si hubiese sabido que lleva el rostro de Judas.

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