Mientras se esperaba a Joachim Behaim en la habitación de D'Oggiono, Leonardo examinaba el arca de madera cuyos lados estaban adornados con la representación de las bodas de Cana y se mostró satisfecho de esa obra que el joven artista había terminado el día anterior.
– Veo -dijo- que en este trabajo penoso y agotador también has tenido presente lo que es guía y gobierno de toda pintura: la perspectiva. El dibujo también es bueno y acertada tu manera de aplicar los colores. Es igualmente digno de elogio que hayas concebido las figuras de tal modo que de su actitud se pueda fácilmente deducir su estado de ánimo. Aquí este mercenario quiere beber y nada más, sólo ha venido a la boda a llenarse de vino. Y este padre de la novia es un hombre honrado, cualquiera puede ver que de su boca sólo saldrán palabras sinceras y que cumplirá lo que ha prometido al novio. Y en cuanto al maestro del banquete, se ve en su cara cuánto le importa que todos los invitados estén bien atendidos.
– ¿Y ese Cristo? -preguntó D'Oggiono que no se cansaba de oír elogios.
– Le has dado rasgos nobles, y la Virgen también posee mucha gracia y dulzura. Pero ese camino que asciende por la colina con esos chopos que no son capaces de dar sombra, no termina de gustarme. Si te sientes inseguro en la representación del paisaje, consulta a la naturaleza y la viveza de la vida.
– ¡Qué desastre! -exclamó D'Oggiono-. Lo sé, y me avergüenzo de haber malogrado por completo esas miserables bodas. He hecho una chapuza y de buena gana convertiría el arca en astillas y alimentaría con ellas mi fogón si no fuese Aporque el hombre ya viene a recogerla mañana.
– Te ha salido perfectamente. Es un trabajo magistral -le tranquilizó Leonardo-. Y sobre tu manera de manejar la luz y la sombra sólo se pueden decir cosas positivas.
Mientras tanto, el escultor Simoni contaba por tercera vez a su amigo, el organista Martegli, el giro tan sorprendente que habían tomado para él los acontecimientos el día anterior.
– Hice una escapada, como suelo hacer varias veces al día, desde mi taller a la iglesia de San Eusorgio y entonces la vi de rodillas, como una desesperada, delante de ese Cristo, que es un trabajo bastante mediocre, el chico que me sostiene el escoplo lo haría mejor. Dios sabe cuánto tiempo llevaba arrodillada allí, sollozando, el rostro afligido, las mejillas inundadas de lágrimas, y al verla así encontré, ni yo mismo sé cómo, el valor de hablarle. No me creerás, pero la llevé a casa, le dije que tenía un padre anciano que estaba enfermo en cama, necesitado de cuidados, y que ella haría una obra cristiana ocupándose de él por la noche, y ella me miró, no sé si me había reconocido, yo la he saludado a menudo, en resumen, podrás creerlo o no, se fue conmigo, parecía que le daba igual lo que pudiese suceder con ella, y por la noche la oí llorar, pero esta mañana cuando traje la leche y el pan para ella y mi padre, me dedicó una sonrisa. Quizás, después de lo que le ha tocado vivir, cuando pase el tiempo y se acostumbre a mí…, ¡Tommaso! Si pudiese retenerla a mi lado, si se quedase… me consideraría el hombre más feliz de la cristiandad. Sí, mírame, no tengo aspecto de galán con mis piernas cortas y mi corpulencia, mi calva y las manos llenas de callos de trabajar con el escoplo y la gubia. Quizás abrigo esperanzas y proyectos vanos, y sin duda tienes toda la razón, Tommaso, en colocarme entre los que intentan convertir el cobre en oro. Pues ese extranjero sigue acaparando sus pensamientos.
– Me acuerdo de él -dijo el organista-. Y comprendo que tuviese que amarle. Es joven y apuesto, tiene rasgos orgullosos…
La puerta se abrió y el hombre de quien hablaban, Joachim Behaim, entró saludando en la habitación. Iba vestido de viaje, llevaba botas de montar y tenía el aspecto de alguien que está dispuesto a subir sobre un caballo para abandonar la ciudad.
Al ver a Leonardo se dirigió hacia él y le presentó sus respetos.
– Hacía tiempo que deseaba conoceros y disfrutar de vuestra compañía -dijo respetuosamente-. Me crucé no hace mucho con vos; fue en el viejo patio del castillo ducal el día en que vendí a su alteza dos caballos, un bereber y un siciliano. Quizás os acordáis de mí, señor.
– Sí, os recuerdo perfectamente -dijo Leonardo aunque sólo tenía ante sus ojos la imagen del bereber.
– Y desde entonces -continuó Behaim-, he oído citar vuestro nombre a menudo y con mucho elogio, y también he sabido cosas de vos que se salen de lo corriente.
Se inclinó de nuevo y luego saludó a D'Oggiono y a los otros dos.
– También yo -dijo Leonardo- estaba deseoso de veros sobre todo porque he de pediros un favor.
– Para mí sería una dicha poderos servir en algo -dijo Behaim con gran cortesía-, sólo tenéis que comunicarme vuestro deseo.
– Sois muy amable -dijo Leonardo-. Lo que os pido es que nos contéis cómo habéis conseguido recuperar vuestro dinero, los diecisiete ducados, de ese Boccetta a quien todo Milán conoce como ladrón y estafador.
– Con lo cual he perdido vilmente mi apuesta y me toca pagar por mucho que me duela -apuntó D'Oggiono.
– Siempre es mejor acudir a la fuente que al vaso de agua -declaró el escultor.
– Es un asunto de poca importancia, apenas digno de ser comentado -opinó Behaim y, atrayendo hacia sí una silla se sentó como los demás-, y yo ya le había advertido el primer día a ese Boccetta que yo no era de los que se dejan quitar el dinero y que, hasta ahora, quien ha intentado jugármela lo ha lamentado siempre, porque al final ha salido perdiendo.
– Estamos deseosos de escuchar vuestra historia -dijo Leonardo.
– Para ser breve, comenzaré diciendo -contó Behaim- que aquí en Milán encontré a una muchacha que me gustó sobremanera. No es que quiera alabarme, pero tengo la costumbre y el don de conseguir sin mucho esfuerzo lo que deseo de las mujeres, y al poco tiempo la hice mía. Yo creía, señores, haber encontrado en ella a la mujer que había buscado toda mi vida. Era bella, llena de encanto y esbelta, la reconocía de lejos por su orgulloso y gracioso caminar y además, era obediente y modesta, no le gustaba la ostentación, me amaba devotamente y no tenía miradas para otros hombres.
Interrumpió su relato y se quedó mirando ante sí pensativo; luego se pasó la mano por la frente con gesto decidido como queriendo apartar de su mente la imagen que habían evocado sus palabras. Y luego prosiguió:
– Ella era la mujer que yo buscaba y, aquí en Milán, la había encontrado. Pero una noche, hace sólo unos días, fui a la taberna del Cordero a beber un poco de vino y hablar con uno de los clientes asiduos y allí averigüé -señaló a D'Oggiono y al escultor-, de esos dos averigüé, que aquella a quien amaba era la hija de Boccetta.
Se levantó bruscamente y, empezó a caminar por la habitación con gran excitación. Luego se dejó caer en su silla y siguió hablando:
– Precisamente ese Boccetta tenía que ser su padre entre todos los miles de hombres que hay en Milán. ¡Que me haya ocurrido eso a mí! Ya veis, caballeros, cómo maltrata a veces el destino a un hombre honrado.
– Quizás Judas Iscariote también se consideraba un hombre honrado -susurró el escultor al organista.
– No puedo describiros, caballeros, -prosiguió Behaim- los pensamientos que me asaltaron. Me avergüenza decirlo, pero aún seguía amándola y, al darme cuenta de ello quedé completamente consternado. Mi dolor era salvaje, impetuoso, inaguantable, no me dejaba comer ni dormir, y por fin decidí dominarme y no dejarle espacio dentro de mí.
– ¿Y eso os resultó sencillo? -preguntó el escultor.
Durante unos instantes, Behaim guardó silencio.
– No, no fue sencillo -contestó-. Tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer la fascinación que ella seguía ejerciendo sobre mí. Pero recuperé mi juicio y me convencí de que yo no debía vivir con ella. Pues vivir con ella no significa sólo compartir la cama por la noche y, como suele decirse, dejar que el campanario encuentre su iglesia, no, significa comer y beber con ella, ir con ella a la iglesia, dormir y velar con ella, confiarle mis preocupaciones y compartir todas las alegrías con ella…, ¡con ella, la hija de Boccetta! Y aunque hubiese llevado dentro el paraíso… no podía convertirse en mi esposa, ni seguir siendo mi amada. La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor.
– Sí -dijo Leonardo pensando en otro-. Eso no lo permitía su orgullo ni su honor.
– No sé quién me asistió en este asunto -prosiguió Behaim-, quién me condujo al buen camino, tal vez mi ángel bueno, o Dios mismo o nuestra amada madre. Pero cuando hube superado ese amor, todo fue sencillo.
Permaneció callado un rato, reflexionando. Luego continuó su relato:
– Ella vino a mi habitación, como venía todos los días, pensando en nuestros juegos amorosos, pero yo fingí estar abrumado por graves preocupaciones. Le dije que estaba falto de recursos, que necesitaba cuarenta ducados y no sabía de dónde sacarlos y que el problema era grave. Ella se asustó un poco y caviló un instante, después dijo que no me preocupase por el dinero, ella podía proporcionármelo, ella conocía una solución, y entonces la tomé por la palabra. Quiero que me comprendáis, caballeros, yo no necesitaba el dinero, tengo en los almacenes de Venecia telas de seda y de lana por valor de ochocientos cequíes que puedo vender con beneficio en cualquier momento.
– Yo creía -comentó Leonardo- que vivíais de comerciar con caballos.
– Se puede ganar dinero con cualquier mercancía -le explicó Behaim-, hoy con caballos, mañana con clavos de herradura, con sémola igual que con perlas o especias de la India. Yo comercio con todo lo que da dinero, unas veces con ungüentos, lociones y arrebol de Levante, otras con alfombras de Alejandría, y si acaso sabéis dónde se puede comprar lino a buen precio, decídmelo pues este año se espera una mala cosecha.
– Has oído, comercia con todo -susurró el escultor al organista-, especularía incluso con la sangre de Cristo si la tuviese.
– Pero volviendo al asunto que deseáis oír -retomó Behaim la palabra-, al día siguiente volvió y trajo el dinero y lo contó delante de mí, cuarenta ducados; creía que me había prestado un gran servicio y estaba muy contenta. No os referiré detalladamente lo que ocurrió después, lo que yo le reproché y lo que ella dijo, pues mi relato os cansaría. En resumen, me confesó que le había sustraído el dinero a su padre por la noche, cuando dormía, y yo le dije que eso era infame y despreciable y que me disgustaba en sumo grado, que iba en contra del espíritu cristiano y el amor filial y que ahora que me había mostrado su verdadera naturaleza, ya no podía ser mía, que se fuese, que no la quería volver a ver. Al principio pensó que era una broma y, echándose a reír, dijo: «¡Qué cosas tengo que oír de un hombre que dice que me ama!». Pero luego cuando comprendió que hablaba en serio, me suplicó, se lamentó, lloró y se comportó como una desesperada, pero yo estaba decidido a no escucharla y no hice caso de sus lamentaciones. Del dinero desconté los diecisiete ducados que me correspondían y le entregué un recibo por esa cantidad, como debe ser, y también le di la suma restante para que se la devolviese a su padre, y así se desarrolló todo siguiendo los principios de la ley, pues yo sólo deseo tener y conservar lo que es mío y no me interesa lo que pertenece a otro. Finalmente, le di la mano para despedirme y le rogué que se fuese y no volviese más, y ella se puso furiosa, sí, se atrevió, tuvo la osadía de llamarme mala persona. Pero yo pensaba en las palabras que vos -y volviéndose hacia D'Oggiono señaló el arca con la representación de las bodas de Caná- dejáis pronunciar al salvador en esa boda: «¡Mujer qué tengo yo que ver contigo!» y le mostré la puerta.
– ¡De modo que habéis malbaratado un gran amor como si fuese una sortija de quincallero! -le recriminó el organista indignado.
– ¡Señor! No sé quién sois ni lo que significan vuestras palabras -le respondió Behaim-. ¿Acaso pretendéis censurarme por haberle devuelto a un padre desesperado su dinero y a su hija?
– Por supuesto que no, nadie os censurará -dijo Leonardo en tono conciliador-. Habéis defendido bien vuestra causa frente a Boccetta…
– Era una causa justa -explicó Behaim.
– Una causa justa, ciertamente, y por eso -prosiguió Leonardo- os rendiré el honor que os corresponde cuidando de que no desaparezca vuestro recuerdo de Milán. Pues el rostro de un hombre como vos merece ser retratado y legado a los que vengan después de nosotros.
Y sacó de debajo de su cinturón su cuaderno de apuntes y su lápiz de plata.
– Me hacéis un honor que sé apreciar -le aseguró Behaim, y sentándose derecho en su silla, se acarició su cuidada y oscura barba.
– ¿Y el amor que sentíais o creíais sentir por ella -preguntó el escultor al alemán mientras Leonardo empezaba a retratarle- se ha acabado por completo?
Behaim se encogió de hombros.
– Supongo que eso es asunto mío, no vuestro -respondió-. Pero si queréis saberlo: todavía no he podido borrarla de mi mente, pues no es de las que se olvidan fácilmente. No obstante, pienso que dejaré de pensar en ella en cuanto haya abandonado Milán y recorrido treinta o cuarenta millas.
– ¿Y adonde os dirigís? -preguntó D'Oggiono.
– A Venecia -respondió Behaim-. Allí me quedaré cuatro o cinco días y después embarcaré con rumbo a Constantinopla.
– A mí también me gusta viajar -comentó el escultor-, pero sólo donde veo pastar a las vacas. -Y con ello quería decir que no estaba tan demente como para aventurarse a salir a mar abierto o a otras aguas agitadas.
– ¿Queréis volver a tierra de turcos? -exclamó D'Oggiono-. ¿Siendo ellos tan salvajes y aficionados a derramar sangre cristiana, no teméis por vuestra vida?
– El turco -le explicó Behaim-, en su tierra y en sus territorios, es menos malo de lo que dicen, del mismo modo que el diablo es quizás un buen padre de familia en el infierno. Pero supongo que no habréis olvidado que me debéis un ducado. Tendréis que pagar, aunque sólo sea para que aprendáis a tener en el futuro más respeto a las personas de mi condición.
D'Oggiono suspiró y extrajo de su bolsillo un puñado de monedas de plata. Behaim las cogió y las contó. Dio las gracias a D'Oggiono y dejó caer las piezas de plata en su bolsa.
– ¡Mantened un instante vuestra bolsa en la mano! -le pidió Leonardo con una sonrisa. Y mientras Behaim sostenía la bolsa dispuesto a hacerla desaparecer, Leonardo añadió algunos trazos y terminó su dibujo.
Behaim se puso de pie y se desperezó. Luego pidió a Leonardo el cuaderno de apuntes para echarle una mirada. Examinó su retrato, se mostró muy satisfecho y no escatimó los elogios.
– Sí, soy yo -dijo-, y el parecido es realmente extraordinario. ¡Y en qué poco tiempo lo habéis realizado! No exageraban al hablarme de vos. Sí, señor, conocéis vuestro oficio y para más de uno podrías servir de ejemplo.
Pasó una página del cuaderno de apuntes y leyó con asombro lo que había apuntado Leonardo.
«Christofano que es de Bérgamo, recuérdale -estaba escrito allí-. Tiene la cabeza que piensas dar a Felipe. Habla con él de cosas que le preocupan: de epidemias, del peligro de la guerra y del peso creciente de los impuestos. Le hallarás en el callejón de San Arcangelo, donde se encuentra ese bello arco, en la casa de las Dos Palomas, encima de la tienda del cuchillero.»
– Escribís -observó Behaim- a la manera de los turcos, comenzando a la derecha y terminando a la izquierda. ¿Y quién es ese Felipe de cuya cabeza parecéis hablar?
– Felipe, uno de los apóstoles de Cristo -le informó Leonardo-. Sentía un gran amor por el Salvador, por eso le colocaré en un primer plano de mi cuadro, donde mostraré a Cristo entre sus apóstoles durante la Cena.
– ¡Por mi alma -dijo Behaim-, veo que para realizar ün cuadro así os tenéis que preocupar por algo más que de los colores y el pincel!
Y devolvió el cuaderno de apuntes a messere Leonardo. Luego dijo que sentía no poder seguir disfrutando de la compañía de los caballeros, pero el tiempo apremiaba y su caballo ya estaba ensillado. Tomó su abrigo y su barreta, hizo una reverencia a Leonardo mostrándole su respeto, saludó a D'Oggiono y al escultor con la mano y, tras dedicar una leve inclinación de la cabeza al organista Martegli, que se había granjeado su antipatía, salió por la puerta.
– ¡Menudo canalla! -dijo con amargura D'Oggiono agitando los puños-. ¡Y por culpa de ese personaje tuvo que morir Mancino!
– ¡Morir! -dijo Leonardo-. Yo lo llamo de otra manera. Se ha sumado con ánimo orgulloso al Todo, escapando así a la imperfección terrenal.
Guardó su cuaderno de apuntes debajo de su cinturón y las palabras que pronunció expresaban alegría y triunfo.
– Ahora tengo lo que necesito. Y en esta obra se verá que el cielo y la tierra, que Dios incluso, han intervenido y me han asistido poniendo a ese hombre en mi camino. Y ahora quiero mostrar a los que vengan detrás de mí que yo también he vivido sobre esta tierra.
– Y por fin -dijo D'Oggiono-, podréis contentar al duque, a quien servís, y engrandecer la fama de esta ciudad a la que pertenecéis.
– Yo no sirvo -dijo Leonardo- a ningún duque, a ningún príncipe, y no pertenezco a ninguna ciudad, ningún país, ningún reino. Sólo sirvo a mi pasión de ver, de comprender, de ordenar y crear, y pertenezco a mi obra.