EPÍLOGO

1

El contenido de estos libros se compone,

por así decirlo, de puro contenido.

ALFRED POLGAR

sobre las novelas de Leo Perutz


El comerciante de caballos Joachim Behaim, hijo de un mercader de la ciudad bohemia de Melnik, «un hombre de extraordinaria belleza, de unos cuarenta años», y personaje central de la novela El Judas de Leonardo, fue «uno de los hombres más rectos y, al mismo tiempo, más terribles de su tiempo». Su memoria «habría sido bendecida por el mundo si no se hubiese excedido en la misma virtud» que su antepasado literario Michael Kohlhaas. El sentido de la justicia de Behaim semeja una «balanza de oro» y así, tras vender dos caballos de pura sangre al duque Ludovico Sforza, se queda en Milán no sólo por amor, sino para cobrar del usurero Boccetta una vieja deuda. Éste rechaza con sarcasmo la reclamación, cuya legitimidad es «incuestionable», y Behaim busca la manera de «obtener satisfacción por la ofensa sufrida». A diferencia de Kohlhaas, comprende rápidamente que fio tiene sentido «apelar a la justicia pública» y de ese modo no se convierte en un «bandido y asesino» arcaico, sino en un bellaco moderno. Para obtener su dinero, Behaim traiciona el amor que siente por Niccola, hija de Boccetta, y valiéndose de un pérfido engaño, la utiliza como instrumento para cobrar su deuda. Para despedirse extiende, «como debe ser», un recibo por diecisiete ducados a su antigua amada.

La lucha entre Boccetta y Behaim no es la lucha a vida o muerte entre la burguesía mercantil y la nobleza -como la que estalla entre Kohlhaas y el señor feudal Von Tronka-, sino una lucha entre personajes de la tradición literaria. La figura de Boccetta, fácilmente identificable, personifica originalmente la mentalidad económica aferrada a las monedas característica del avaro y usurero cuyo lema es: «Quien conserva el dinero, tiene el honor». Behaim, en cambio, es el tipo del comerciante capitalista moderno que adopta la divisa: «Se puede ganar dinero con cualquier mercancía». El mercader Behaim está tan acostumbrado a medir las cosas de la vida por su valor de mercado, que recomienda al perplejo discípulo de Leonardo, D'Oggiono, que a la hora de vender sus bien pintadas figuras de Cristo, del publicano o de los apóstoles pida por ellas precios fijos; Behaim ni siquiera ve a las criaturas femeninas como individuos, sino que les asigna el nombre genérico de «Anitas». Hasta que se produce su encuentro con Niccola.

Desde ese encuentro El Judas de Leonardo no es sólo una novela sobre el dinero, sino también sobre el amor.

Niccola, la hija de Boccetta, ama a Behaim tan sinceramente que por ese amor no sólo sacrifica su pureza, sino también la lealtad que debe a su padre. Behaim, que en la novela afirma repetidamente «yo me conozco», se enamora locamente de Niccola y confiesa: «No me reconozco, no, ya no soy el mismo». Sin embargo, finalmente sigue siendo el que era, pues tras tomar la decisión de «contraer matrimonio» con Niccola, traiciona su amor por la deuda de diecisiete ducados. Como hace saber a Leonardo hacia el final de la novela, cuando descubre que Niccola es la hija de su deudor Boccetta, «ella ya no podía convertirse en mi esposa, ni seguir siendo mi amada. La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor». Al principio de la novela, el muchacho Giamino definía con las mismas palabras el pecado de Judas ante el maestro Leonardo, y después de que el moribundo Mancino llama la atención de Leonardo sobre el «Judas» Behaim, el maestro puede terminar su Cena.

El Judas de Leonardo es, por lo tanto, también una novela sobre la gestación de una obra de arte, sobre el arte y los artistas. La acción interior de la novela, que gira alrededor del dinero y el amor, conduce al descubrimiento del «Judas» Behaim y permite a Leonardo terminar aquella obra con la cual, según sus propias palabras, «se había convertido en pintor». Como antagonista de Leonardo está concebido el vagante Mancino que se llama a sí mismo «bebedor, jugador, buscavidas, pendenciero, putero», pero al que Leonardo considera sencillamente «un poeta». El lector puede juzgar hasta qué punto está justificada esa caracterización, pues Perutz nos ofrece algunos versos de Mancino. Según el patrón del Cordero, Leonardo y Mancino son sin duda los «mejores ingenios» y a su lado discurren por el Cordero y por la novela de Perutz numerosos artistas conocidos y menos conocidos que a veces no hablan tanto de arte como de las dificultades que tienen para ganarse el sustento; que «la verdadera felicidad es crear obras que no desaparecen en un día, sino que perduran durante siglos» es algo que ninguno de ellos sueña en voz alta y sólo lo hace «con resignación el repostero de la corte».

El Judas de Leonardo es una novela ingeniosa sobre los tres grandes discursos de la edad moderna: dinero, amor y arte. La novela está construida de manera voluntariosa y precisa; los discursos están cuidadosamente asignados a los escenarios y los personajes. El codicioso Boccetta se interesa exclusivamente por el dinero, la bella Niccola aparece sólo en la intriga amorosa, y la vida de Leonardo, él mismo lo dice con cierto orgullo, pertenece únicamente al arte: «Yo no sirvo a ningún duque, a ningún príncipe, y no pertenezco a ninguna ciudad, ningún país, ningún reino. Sólo sirvo a mi pasión de ver, de comprender, de ordenar y crear, y pertenezco a mi obra».

El comerciante bohemio Behaim actúa como protagonista en la intriga del dinero y del amor: él traiciona su amor por cobrar una deuda. Sólo un personaje de la novela juega en los discursos del dinero, del amor y del arte un papel principal: Mancino, un poeta de origen desconocido que, como subraya su balada, no se conoce verdaderamente: «Y qué soy yo en este mundo sino un mercachifle que negocia con lo que tiene en un momento dado, unas veces con versos, otras con mujeres». Ese Mancino, el lector lo averigua, ama a Niccola tan desinteresadamente como a su poesía, pero como no puede vivir de ninguno de los dos amores, ha de prestarse a toda clase de servicios ruines y negocios oscuros.

Los personajes principales de la novela, el viejo codicioso y su bella hija que se enamora de un ser indigno, el mercader que traiciona su amor, el poeta de origen desconocido, todos ellos son figuras artísticas de la tradición literaria pero viven en una novela histórica.

2

Sin preámbulos, transporta Leo Perutz al lector del Judas de Leonardo a los aguaceros lombardos de marzo de 1498 y pronto, hasta el conocedor de la historia de Milán, de la vida y obra de Leonardo y de Villon, tendrá dificultad para distinguir lo que es verdad, lo que es leyenda y lo que es ficción en esta novela moderna. Ya el primer capítulo brinda una excelente ocasión de comprobarlo. Que Leonardo fue exhortado el 29 de junio de 1497 por el secretario del duque Ludovico Sforza a que concluyese los trabajos de la Cena del refectorio del convento de Santa María delle Grazie es un hecho documentado, pero no la descripción que hace Perutz del encuentro que tiene lugar entre el duque, el prior y Leonardo. ¿Una bonita ficción? No, una bonita leyenda que ya en 1554 aparece en los Discorsi de Giovanni Battista Giraldi -que la presenta como un relato verdadero de su padre- de donde la podría haber tomado, embelleciéndola, Vasari para la segunda edición de sus Vite (1568). En la Vita de Leonardo de Vasari, el prior del convento se queja al duque con tanta insistencia por el retraso de Leonardo «que éste se vio obligado a mandar venir a Leonardo y a instarle con la mayor amabilidad a que terminase la obra». Leonardo se justifica ante el duque «algo a lo que nunca se habría prestado frente al prior».


Expuso al duque la esencia del arte y le explicó que los espíritus sublimes crean a veces más cuando menos parecen trabajar, es decir, cuando conciben su obra en la mente y se hacen una idea exacta de la misma, de manera que después las manos sólo han de reproducir y ejecutar lo que ya se encuentra terminado en la idea. Reconoció también, que aún le faltaban dos cabezas; en primer lugar, la del Salvador que no tenía intención de buscar sobre la tierra; […]. Algo parecido le ocurría con la cabeza de Judas, pues por mucho que se esforzase, le parecía imposible imaginar el rostro del apóstol que había sido capaz de traicionar a su señor, el creador del mundo, que tanto bien le había hecho […].


Leo Perutz, que ya en la Viena de 1937 empezó a estudiar numerosas fuentes para su proyecto del Judas de Leonardo, tomó sin duda la leyenda de Vasari como punto de partida para la construcción de la trama de la novela. Es evidente que Perutz también leyó los escritos del propio Leonardo de los que tomó para su novela muchas citas directas e indirectas. El discípulo de Leonardo, Marco d'Oggiono, el matemático Fra Luca Pacioli, los tañedores de lira y poetas de la corte, el novelista Bandello, todos ellos, y muchos clientes asiduos de la taberna del Cordero son figuras históricas y como tales armonizan bien con los personajes de ficción Boccetta, Behaim, Niccola, el cerero y el patrón del Cordero, cuyos modelos deberían buscarse antes en Moliere y Shakespeare que en la historia de Milán.

Pero Perutz no sólo reúne figuras históricas e imaginarias, en el tratamiento de los personajes históricos también maneja con mucha libertad la historia y la ficción, como puede verse en el personaje de Mancino. En su boca pone Perutz una admirable versión de la «Ballade des menus propos» de Villon, la «Balada de las cosas que conozco y de una cosa que no conozco». En verso y prosa, Mancino «cita» a Villon repetidamente, y con estos montajes de citas Perutz alcanza a veces grandes efectos, por ejemplo, cuando deja que el piadoso Mancino pronuncie en su lecho de muerte el verso blasfemo -que en Villon aparece en un contexto completamente distinto-: «Notre Seigneur se taist tout quoy» («Nuestro Señor persiste en su silencio»). El hecho de que François Villon, que nació probablemente en 1431 y cuyo último rastro documentado data de 1463, reaparezca en el Milán de 1498 afectado de amnesia en la figura de Mancino como «un joven enamorado», aunque en opinión de Behaim «más que un galán, parecía la mismísima muerte descarnada», constituye en verdad una construcción audaz que pertenece exclusivamente a Perutz, pues las leyendas habituales dejan morir a Villon en Bélgica o en Inglaterra o le hacen regresar al final de sus días a Francia, como cuenta, por ejemplo, Rabelais. Perutz celebra finalmente un triunfo irónico sobre los hechos históricos al dejar que Villon, cuya vida alcanzó, casi de manera exclusiva, notoriedad pública por sus robos, sufra en su novela a través de la figura de Mancino la herida mortal, cuando Mancino, un cómplice caballeresco, se presta a llevar a Boccetta el dinero que sustrajo Niccola.

La ironía con que maneja Perutz el concepto de la novela histórica se pone especialmente de manifiesto en el «Comentario final del autor» donde reconoce la libertad y audacia de su construcción al dejar que Villon siga viviendo en Mancino. La primera clave de ese comentario final reside en que el autor no argumenta con una sola palabra en favor de la plausibilidad de su construcción. En lugar de ello remite al lector a las conclusiones que puede sacar de esa construcción. Si el lector la acepta, Mancino, alias Villon, pronuncia en la novela los versos del poeta francés con todo el derecho; si no la acepta, deberá considerar que el vilipendiado Mancino es también un plagiario. En la formulación que hace Perutz de esta alternativa, se encuentra la segunda clave del comentario final: el autor, que surge para hacer frente al reproche del plagio, ya no aparece en ese comentario. Delega la responsabilidad de la utilización de los versos de Villon en su figura literaria Mancino a la que dedica como plegaria precisamente un epitafio de Villon…

El lector que esperaba del «Comentario final del autor» alguna aclaración sobre la novela o las intenciones del autor se ve defraudado -pero es compensado con creces por una pieza de enredo magistralmente escenificada donde aparecen el autor, el personaje histórico y el personaje de la novela. Lo único que parece serio en este juego es el amor que siente el autor por su personaje novelesco Mancino-Villon.

3

Perutz trata la historia y la ficción con libertad y soberanía según sus propósitos; en cambio, el orden narrativo de su novela está construido hasta el mínimo detalle. Las premoniciones de los personajes de la novela, que por un lado caracterizan a los propios personajes y por otro, establecen nexos entre acontecimientos muy distantes del proceso narrativo, desempeñan para Perutz un papel especial a la hora de crear una riqueza de relaciones en el desarrollo narrativo. Pocos narradores alemanes de este siglo han hecho de este recurso narrativo un uso tan rico y diferenciado.

Ya al principio de la novela, Perutz se sirve de una forma bastante convencional de premonición del final cuando describe las visiones angustiosas del Ludovico Sforza: «La soledad, aunque sólo durase algunos minutos, le inquietaba y agobiaba; se sentía entonces como si ya hubiese sido abandonado por todos, y un presentimiento sombrío hacía que el más amplio recinto se le estrechase hasta convertirse en un calabozo». En el último capitulo de la novela, el lector averigua que el duque ha perdido en efecto «su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente también su libertad» y que «pasaba sus últimos años en una prisión situada en lo alto de una roca en la ciudad de Loches».

Una forma de la premonición referida al pasado es empleada por Perutz en el primer encuentro entre Behaim y Mancino. Behaim tiene la impresión «de haberse cruzado ya con ese hombre […] alguna vez en uno de sus viajes»; cuando Mancino se acerca a él con una «expresión fría y distante» piensa Behaim de pronto: «Altivo como uno que es conducido a la horca […], y al instante se dio cuenta de lo disparatada que era esa ocurrencia, pues nadie caminaba altivo hacia la horca, más bien digno de lástima, desesperado, reclamando compasión o quizás también indiferente, si se había resignado con su destino». Este «recuerdo vago» sólo se convierte mucho más tarde en una imagen precisa cuando, conversando con Mancino, Behaim recuerda un episodio ocurrido años atrás en el sur de Francia: «entonces vi subir por la carretera un cortejo, dos alabarderos a la derecha y dos a la izquierda, que conducían a la horca a un hombre que caminaba entre ellos y ese hombre erais vos. Pero no teníais aspecto de delincuente, caminabais orgulloso, con la cabeza alta como si estuvieseis invitado a un banquete ducal». Sólo el segundo recuerdo «fructífero» convierte el primer recuerdo «censurado» en una premonición y esa premonición se refiere al pasado de Mancino en el que Behaim quiere poner un orden que para Mancino es inaccesible y carente de importancia.

La premonición más clara y enfática de la novela la tiene el propio Mancino en el cuarto capítulo cuando predice a Behaim que volverá a ver a su «Anita»: «Y recordad lo que os digo: temo que las cosas tendrán un final desastroso para la muchacha. En ese caso también lo tendrá para vos, os lo advierto. Y quizás también para mí».

Esta triple profecía se cumple en la novela: para el futuro «Judas» Behaim, para Niccola que pierde a su amado, y para Mancino que pierde su vida. Que Mancino formule tan ambiguamente el pronóstico que se refiere a sí mismo, guarda sin duda relación con el estribillo de su balada: «Lo conozco todo, menos a mí».

El caso más interesante de una premonición se encuentra en la conversación entre Behaim y el pintor D'Oggiono que en el capítulo cuarto aparece pintando unas bodas de Cana. Behaim piensa en un reencuentro con su «Anita» y reflexiona sobre lo que le dirá cuando llegue esa ocasión. En ese momento, D'Oggiono, que está terminando la imagen del Salvador, cita las palabras de Jesús, «¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!» (Jun.2, 4). «Behaim miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta, parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición» -se siente aliviado cuando el pintor aclara la situación. En el capítulo decimotercero Behaim explica al maestro Leonardo y a sus discípulos cómo ha conseguido cobrar la deuda de Boccetta valiéndose de una artimaña. Cuenta cómo tomó de Niccola el dinero de su padre, cómo la despidió y cómo ella le llamó una «mala persona»: «Pero yo pensé en las palabras que vos -se dirigió a D'Oggiono y señaló el arca con la representación de las Bodas de Cana- dejáis pronunciar al Salvador en esa boda: "¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!". Y le mostré la puerta».

En la primera utilización, la cita del evangelio de San Juan no contiene ninguna premonición -Behaim comete un error de asociación al interpretarla como respuesta a una pregunta que ni siquiera ha formulado en voz alta. Sólo cuando recuerda más tarde la cita y la repite ante Niccola, convierte la primera utilización en la premonición del final de un amor que todavía no ha comenzado.

4

Oh vana gloria delle urnane posse!

DANTE, Purgatorio, 11 canto, v. 91


En el capítulo duodécimo del Judas de Leonardo se le concede al chambelán Antonio Benincasa el honor de «poder recitar al sufriente duque los versos de Dante», y lee aquellos versos del canto undécimo del Purgatorio donde el iluminador de libros Oderisi da Gubio, refiriéndose a su arte, lamenta con palabras elocuentes la vanidad de la fama terrenal. En este pasaje de la novela se aborda abiertamente el tema que en la acción cambiante en torno al dinero, el amor y el arte permanece más bien en un segundo plano, y que, sin embargo, constituye un tema principal permanente: la vanidad de las cosas. En una escena burlesca de la novela, el cerero formula el tema con la expresividad propia de su ámbito vital: «Después de la muerte, el mayor destructor es el tiempo, y al vinagre no se le nota que también fue vino un día», y antes de morir Mancino insta así a sus amigos: «Os pido que lloréis mis días perdidos, han pasado tan veloces como la lanzadera del tejedor».

El tema de la vanidad de las cosas se acentúa eficazmente por medio de la estructura cronológica de la novela que arranca en el año 1498 con los sombríos presentimientos del duque Ludovico Sforza y cuya acción principal tiene lugar ese año; su último capítulo se desarrolla, sin embargo en 1506, cuando las visiones angustiosas del duque ya se han hecho realidad. Al final de la novela, cuando Behaim regresa a Milán, es como si llegase a otra ciudad y otra época; aparte de Niccola y su marido, el escultor Simoni, Behaim no encuentra a ninguno de los antiguos personajes de la novela, y a aquellos dos, no los reconoce. Con este final los acontecimientos lejanos acaecidos en la suntuosa corte de Ludovico Moro adquieren el carácter de pérdida irrecuperable. Pero ya durante esa etapa brillante hay indicios inconfundibles del carácter efímero de la buena vida de Milán, como pone de manifiesto la visión del exilio de Leonardo: «[…] y se vio en un país extranjero, muy remoto, sin amigos ni compañeros, sin hogar, solo y en la mayor indigencia dedicado a las artes y las ciencias». Pero el problema de la falta de patria afecta también a otras figuras de la novela. Sin duda el prototipo del apatrida es Mancino, el poeta sin memoria que una veces fantasea «que es el hijo de un duque o de algún otro noble», que otras se queja «de no haber sido nunca más que un pobre vagabundo, de haber soportado mucha hambre, frío y otras calamidades y de haber pasado rozando la horca en varias ocasiones». Incluso el avaro Boccetta es un hombre, «que perteneció antaño a la nobleza de la ciudad de Florencia». El poderoso duque Ludovico Moro, cuya corte es el escenario de los capítulos primero y duodécimo, termina, lejos de la patria, en una prisión francesa; el mentor del príncipe ducal es «un griego que se había convertido en apatrida tras la caída de Constantinopla», y hasta Behaim reconoce en la única etapa simpática de su vida, es decir, cuando está enamorado, el carácter apatrida de su inquieta existencia: «¡Dios mío, qué vida que he llevado todos estos años! De un lado para otro, a caballo, en barco, a tierras griegas, turcas, moscovitas, luego otra vez a Venecia, a los almacenes. Y de nuevo a los mercados, a las cortes, siempre detrás del maldito dinero».

Leo Perutz no escribió en su vida ningún texto autobiográfico, y su insistencia estricta en la autonomía del arte no le permitió nunca incluir elementos autobiográficos en sus textos literarios. No obstante, cabe suponer que los temas de la transitorie-dad y de la falta de patria guardan una cierta relación con la época y las condiciones en que fue creada la novela. Ya en la Viena de la segunda mitad de 1937, había comenzado Perutz a documentarse de manera intensiva antes de ponerse a escribir El Judas de Leonardo; tras la entrada de las tropas alemanas en Austria y durante el exilio en Palestina suspendió temporalmente sus trabajos sobre la novela. En Tel Aviv se ocupó intensamente de problemas matemáticos y se dedicó a otros propósitos literarios antes de abordar de nuevo El Judas de Leonardo en 1941. Entre 1941 y 1947 escribió paralelamente en las novelas Nachts unter der steinernen Brücke y el Judas que volvió a abandonar entre 1947 y 1951 para terminar primero la novela de Praga. Desde 1951 hasta siete semanas antes de su muerte, el 25 de agosto de 1957, Perutz se dedicó exclusivamente al Judas de Leonardo. Tal vez la «calma artística» que se había instalado en su trabajo literario en la última fase de su vida estaba motivada por el exilio de Perutz. En 1942 escribía a un amigo:


Trabajo, ciertamente, ¿pero para quién y para cuándo? El mundo escuchará y leerá después de la guerra cosas muy distintas de las que elaboro aquí tan arduamente detrás de un alambre de espino intelectual y que sin ninguna vivencia y sin ningún acontecimiento notable invento y redacto en un alemán pulcro. Con nadie puedo hablar una palabra sobre problemas de trabajo o sobre ideas.


El Judas de Leonardo es una novela histórica que presenta a través del ejemplo del Milán de Ludovico Sforza la grandeza y fransitoriedad de aquella cultura europea a la que estuvo ligado Perutz toda su vida y de la que nunca se vio separado tan dolorosamente como durante su exilio en Palestina.

5

Realmente, el hombre no se diferencia del animal,

salvo en lo accidental, que hace que él sea una cosa divina;

pues donde la naturaleza deja de crear sus copias, allí

comienza el hombre a hacer de las cosas naturales, con la ayuda de la

naturaleza

imágenes infinitas que no son necesarias para aquel

que se limita buenamente, como hacen los animales;

en los propios animales no hay que buscar una disposición para ello.

LEONARDO DA VINCI


Es evidente que Leo Perutz sabía que convertir a Leonardo da Vinci en personaje de una novela histórica era una audacia mucho mayor que dejar que el legendario Frangois Villon perviviese, perdiendo la memoria y el nombre, en una figura novelística. Por esa razón, Perutz no escribió una novela historicoartísti-ca sobre el Leonardo de la Cena; no hizo una descripción literaria del cuadro como había hecho Goethe en su famoso comentario-Bossi y no dedicó una sola frase a la interpretación historicoartís-tica de la obra de Leonardo. Describe la figura de Leonardo desde una gran distancia y, en general, le deja pronunciar frases que nos han llegado de él o que se inspiran en ellas.

Además de todas las otras funciones complicadas que desempeñan en la novela, las figuras de Leonardo y de Villon sirven a Perutz para ilustrar problemas filosoficoartísticos generales. Leonardo es representado como el artista «problema» ebrio de afán cognitivo como le había caracterizado Sigmund Freud en 1910: «Del cuadro le interesaba sobre todo un problema y detrás de éste veía surgir otros innumerables problemas tal como solía hacer en su interminable e inacabable estudio de la Naturaleza. […] En el pasado, el artista había puesto a su servicio al investigador, ahora el servidor se había convertido en el más fuerte y sometía a su amo».

«Quien no sea capaz de conocer y comprender exactamente la anatomía de los nervios, de los músculos y de los tendones», explica Leonardo al poeta Bellincioli en la novela de Perutz, «debería pintar un manojo de rábanos, pero no el cuerpo humano». Antes de iniciar el propio proceso del dibujo y de la pintura, Leonardo tiene que resolver siempre problemas nuevos, problemas cada vez más complicados, y el tesorero ducal no se equivoca cuando atribuye el periodo de «calma artística» que se ha instalado en la creación de Leonardo, al exceso de conocimiento que pesa sobre el artista. Naturalmente, la terapia que propone el tesorero es ilusoria: «Debería olvidar un poco de su arte y de su saber, para realizar otra vez obras hermosas».

Respecto a la figura inconclusa del Judas, Leonardo posee la solución cognitiva del problema en forma de una -por cierto muy moderna- interpretación del pecado de Judas, pero para acceder a ese concepto claro del pecado de Judas le falta la percepción. Por otro lado, Perutz nos muestra que «las percepciones sin conceptos son ciegas» (Kant), al dejar que Leonardo se cruce dos veces con Behaim. En las dos ocasiones éste tiene agarrada su bolsa, como el futuro Judas de la Cena, «Pero messere Leonardo, que estaba con sus pensamientos en el Judas de su Santa Cena, no tuvo ni una mirada para él».

Sólo Mancino, que poco antes de su muerte llama la atención de Leonardo sobre el «Judas» Behaim, consigue asociar el pecado de Judas a la figura que corresponde al concepto. Esta función decisiva para la creación de la Cena sólo es capaz de asumirla Mancino porque está concebido como antagonista de Leonardo: él es el artista que crea de manera inconsciente, para quien el amor significa más que el conocimiento y el saber. Por lo tanto, no es un capricho estético que Perutz deje actuar a Mancino como mediador entre los discursos del dinero, del amor y del arte, y a Leonardo, en cambio, exclusivamente en el ámbito del arte. Porque Leonardo no ama. Freud ha expuesto en su estudio sobre Leonardo que un hombre como él es capaz de concentrar todas las energías del amor, en la investigación y el conocimiento: «Un hombre así investigaría, por ejemplo, con la entrega apasionada que dedicaría a su amor, y podría investigar en lugar de amar».

En la novela, Leonardo explica a la amante del duque por qué no ha terminado aún su Cena: «La verdad es que estoy unido a esta obra como el amante a la amada. Y como sabéis, la amada rechaza a menudo, malhumorada y arisca, a quien solicita su amor con pasión». Precisamente la distancia irónica permite a Leonardo establecer aquí la comparación abierta entre la obra y una amada.

Al contrario que Leonardo, el artista reflexivo, consciente de los problemas, Mancino-Villon es el poeta ingenuo que crea inconscientemente. Aunque opuestos en cuanto a la producción de sus obras artísticas, Leonardo y Mancino se tienen un gran aprecio, y el alto grado de entendimiento que existe entre ellos se percibe claramente por el hecho de que Mancino es capaz de mostrar un «Judas» a Leonardo aunque no conoce el concepto que tiene Leonardo del pecado de Judas.

Perutz no revela en su novela que tiene preferencia por uno de los dos tipos de artista -la clave de esta novela es quizas que el contexto en el que tiene lugar la génesis del producto artístico carece de importancia para la obra de arte terminada. Desde la perspectiva de la Cena terminada, la variada trama de la novela en torno al dinero, el amor y el arte sólo tenía el sentido de proporcionar una expresión formal al concepto del pecado de Judas; en el momento en que la figura de Joachim Behaim queda ligada a ese concepto y Leonardo concluye la Cena, ésta se independiza como obra de arte de los contextos históricos de su génesis.

Perutz ilustra de una manera magistralmente irónica esta independización de la obra de arte respecto al contexto de su génesis, por medio del nombre de «Judas» que en la novela lleva una vida personal errante antes de concretizarse como Judas de Leonardo. Al principio de la novela, Leonardo no presta atención a Behaim, su futuro modelo de Judas, porque «se halla en pensamientos con el Judas de su Santa Cena». El concepto del «Judas de la Santa Cena» se refiere aquí a algo inconcluso, una mera idea relacionada con el concepto del pecado de Judas que aún no ha encontrado una forma.

Cuando Behaim regresa en 1506 a Milán y se halla en el refectorio del convento de Santa María delle Grazie frente a la Cena terminada, las gentes se dicen unas a otras la frase -memorable también para los filósofos que analizan el lenguaje-: «Judas ha contemplado al Judas». El segundo «Judas» de esta frase se refiere sin duda al Judas pintado de la Cena de Leonardo. El «Judas» más interesante de esta frase remite, sin embargo, a Behaim para quien la conclusión de la Cena tiene la importancia de un «bautismo»: él ha perdido su nombre de pila y, a partir de ese momento, lleva el nombre del apóstol que traicionó a Cristo.


Si en la frase «Judas ha contemplado al Judas» sólo desaparece el nombre de Behaim detrás del de Judas, en la última frase de la novela se pone toda la existencia de Behaim bajo el signo de Judas. A la pregunta si sigue queriendo a Behaim, Niccola responde a su marido, el escultor Simoni: «Créeme, nunca le habría amado, si hubiese sabido que lleva el rostro de Judas». Para Niccola la existencia de Behaim ha desaparecido hasta tal punto detrás de la figura del Judas de la Cena que no se da cuenta de la paradoja de su afirmación -pues evidentemente no es Behaim quien lleva el rostro de Judas, sino que es el Judas de la Cena quien lleva el rostro de Behaim. En el título de la novela, Leo Perutz resume todas las alternativas del nombre de «Judas» en una abreviación concisa. Como expresión ambivalente, El Judas de Leonardo remite en primer lugar a Joachim Behaim, en segundo lugar al concepto leonardiano del pecado de Judas y en tercer lugar a la representación de Judas en la Cena. Como expresión de un solo sentido El Judas de Leonardo remite a una gran novela histórica de Leo Perutz.

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