No había necesidad de que intervinieras. No has hecho más que empeorar las cosas al interferir.
Simplemente intentaba protegerte de…
– ¡No necesito que me protejan ni de Ryana ni de mis propios pensamientos!
Si hubiera habido extraños presentes para observar esta conversación, sin duda habrían pensado que Sorak era un loco, porque todo lo que habrían visto habría sido al joven sentado sobre una enorme roca plana en medio del agua y aparentemente sosteniendo una conversación unilateral. Habrían oído lo que decía Sorak, ya que hablaba en voz alta, pero parecía hacerlo al aire. Los comentarios de la Guardiana resultaban inaudibles, ya que resonaban tan sólo en la mente del muchacho. Sorak era capaz de sostener conversaciones sin palabras con sus otras personalidades, pero estaba enojado y sentía que, si intentaba mantenerlo todo en su interior, acabaría estallando.
La muchacha se mostraba obstinada y egoísta, dijo la Guardiana. No te escuchaba; no realizaba el menor intento por comprender. Pensaba únicamente en sus propios deseos.
– Estaba aturdida -repuso Sorak-. Y se sentía enfadada, porque tenía la impresión de que le había ocultado cosas. La forma en que le hablaste fue innecesariamente dura y cruel. Siempre ha sido nuestra amiga, más que nuestra amiga. Se preocupó por nosotros cuando nadie más lo hacía.
La gran señora se preocupaba.
– La señora se preocupaba, sí, pero no era lo mismo. Ella reconoció nuestras aptitudes y condición y se sintió obligada a ayudar. Comprendió lo que habíamos sufrido y se apiadó de nosotros; también se sentía obligada hacia la venerable Al´ ' Kali. Ryana se preocupó sin un motivo o condición. Ha sido vergonzoso por tu parte tratarla de ese modo. Y ha sido una vergüenza por nuestra parte que la hayamos engañado todos estos años.
Nadie engañó a la chica, respondió la Guardiana. Retener información no es lo mismo que engañar.
– ¡Palabras! -exclamó Sorak enojado-. Lo cierto es que fue engañada. ¡Si lo hubiera sabido desde el principio, esto no habría sucedido nunca!
Tal vez no, respondió la otra, pero pareces olvidar algo. Tú mismo no lo sabías al principio y, cuando te enteraste, temiste que las otras descubrieran que éramos a la vez hombre y mujer. Pusiste en duda tu misma identidad masculina. Te preocupó muchísimo, de modo que las tres nos callamos y animamos tu propia imagen de ti mismo. Luego, más adelante, cuando tú y la chica…
– ¡Se llama Ryana!
Cuanto tú y Ryana os hicisteis tan amigos, una parte de ti temió decírselo, porque temías su reacción. Si hubo engaño, tú también tomaste parte.
– Puede que una parte de mí tuviera miedo de decírselo -admitió él, de mala gana -. Pero se lo podría haber dicho ahora, y con mas dulzura que tú. Ahora se siente herida, furiosa y confusa, sin que haya hecho nada para merecerlo. Le hemos dado pie y provocado que esperara algo que nunca podríamos ofrecer.
Yo no he dado pie a nadie, protestó la Guardiana. Las villichis no toman compañeros y la mayoría permanecen vírgenes. ¿Cómo iba a saber que ella era diferente?¿Cómo podía saber lo que pensaba?
– ¡Mentira! ¡De todos nosotros tú eres la telépata!
Cierto, pero no podía leer la mente de Ryana cuando dominabas tú. Y, cuando le hablaba por mí misma, siempre me advertías que lo hiciera con respeto, que la tratara como a nuestra amiga. No se leen los pensamientos de una amiga a menos que te lo pidan.
– Siempre tienes una respuesta preparada -se quejó Sorak-; claro que no debería sorprenderme, ya que conoces mis pensamientos tan bien como yo.
A veces mejor incluso.
– A veces desearía poder sacarte al exterior y estrangularte.
Si sirve de algo una disculpa, me disculparé.
– ¡No necesito tus disculpas!
Me refería a la chica, no a ti, respondió la Guardiana. Como de costumbre, sólo piensas en ti mismo.
– Y, como de costumbre, vas directamente a donde duele -dijo Sorak con una mueca de disgusto.
Somos lo que somos, Sorak, repuso la entidad. Para mí resultaría tan imposible hacer el amor con una mujer como a ti hacerlo con un hombre. Kivara… bien, Kivara no tiene vergüenza.
He oído eso, intervino otra voz. De haber hablado en voz alta, habría hablado a través de los labios de Sorak, y su voz habría sido masculina. Pero había hablado dentro de la mente del muchacho y por lo tanto resultaba muy femenina. Era una voz joven y bastante pí i cara.
– Manté e nte fuera de esto, Kivara -ordenó Sorak.
¿Por qué debería hacerlo? ¿No nos atañe esto a todos nosotros?
A ti es a quien menos debería atañer, puesto que aparentemente no posees unas inclinaciones decididas en un sentido u otro, repuso la Guardiana con ironía.
¿Cómo puedo tenerlas si no he tenido experiencia en tales cosas?, replicó Kivara. Si os lo dejo todo a ti y a la Centinela, permaneceremos siempre en la ignorancia a este respecto. La muchacha es atractiva, y siempre nos ha tratado bien. ¿Tan malo habría sido?
La Centinela, como de costumbre, no dijo nada, pero Sorak percibió su recelo. Aquella entidad casi nunca hablaba, pero estaba siempre allí, alerta, enterándose de todo. A diferencia de los otros, que dormitaban de vez en cuando, la Centinela nunca dormía, y Sorak percibía siempre su silenciosa presencia.
– ¡Es suficiente! -exclamó-. No veo otro modo de resolver este problema que permaneciendo virgen, lo que no me parece un precio muy alto con tal de evitar esta repugnante discordia.
Tal vez resulte más alto de lo que crees, dijo Kivara.
Sorak ha decidido, anunció una voz nueva, interviniendo en la discusión como una ráfaga de viento helado. Kivara «se esfumó» al instante, sumergiéndose en lo más profundo de la mente del joven. Incluso la Guardiana calló. Todos lo hacían cuando hablaba la Sombra. Sorak aspiró con fuerza, temblando como si tuviera frío al sentir la lúgubre presencia de la entidad, pero la sombría criatura no volvió a hablar y volvió a replegarse al interior del subconsciente del elfling.
Súbitamente, Sorak se encontró solo otra vez, o tan solo como le era posible estar. Ya no estaba sentado en la roca plana del estanque, sino de pie en el sendero que conducía al convento. El Vagabundo debía de haberlo devuelto al sendero mientras discutía con las otras personalidades, lo que era típico de la forma de actuar de aquella entidad. No tenía tiempo ni paciencia para discutir o charlar. El Vagabundo era eminentemente práctico por encima de todo.
– Sí -dijo Sorak en voz alta, aunque hablando consigo mismo, al darse cuenta de que una vez más, en la intensidad de la disputa, había conseguido olvidar la existencia de su propio cuerpo. Sucedía de vez en cuando, aunque con mucha menos frecuencia que antes-. Ya era hora de que me pusiera en marcha.
Oyó cómo la gran señora decía «adelante», y abrió la puerta de sus aposentos privados. La mujer levantó la cabeza del telar cuando él entró y sonrió.
– Entra, Sorak. He visto cómo te entrenabas con Tamura esta mañana. Me ha dicho que vas a encargarte del adiestramiento de las novicias. Deberías sentirte honrado. Parece que ha escogido a su sucesor.
– Me temo que no voy a aligerar la carga de Tamura, señora -dijo él-. Es por eso que he venido a veros.
– ¡Oh! -Varanna enarcó las cejas.
– Señora… -empezó Sorak vacilante-, creo que es hora de que abandone el convento.
– Ya, comprendo -asintió Varanna.
– No me malinterpretéis. No es que me sienta desgraciado aquí, ni que sea un ingrato…
– No tienes que dar explicaciones -intervino ella, alzando una mano-. Lo esperaba. Ven, siéntate junto a mí.
Sorak se sentó en un banco junto al telar.
– He sido muy feliz aquí, señora -empezó-, y habéis hecho más por mí de lo que puedo expresar en palabras. Sin embargo, siento que ha llegado el momento de que me marche.
– ¿Tiene Ryana algo que ver en tu decisión?
– ¿Ha hablado con vos? -El joven clavó los ojos en el suelo.
– Sólo para solicitar un período de meditación solitaria en la torre del templo -respondió Varanna-. Parecía muy alterada. No le pregunté el motivo, pero creo adivinarlo.
– Es todo culpa mía. Sabía lo que sentía, lo que yo sentía, y hace tiempo que debiera haber hecho algo para desanimarla. Debiera haber intentado hacer que comprendiera, pero una parte de mí todavía abrigaba la esperanza de que… -Meneó la cabeza y suspiró-. Supongo que ahora ya no sirve de nada; le he hecho daño sin querer, y estará mejor si yo me voy.
»Además, Ryana no es el único motivo por el que debo marcharme. He crecido considerándoos a todas como mi familia, pero prevalece el hecho de que no sé nada de mi auténtica familia. No sé nada de mis padres ni de mis orígenes, ni siquiera mi nombre auténtico. El deseo de averiguar todas estas cosas ha ido creciendo en mi interior durante los años hasta tal punto que ya no puedo pensar en otra cosa. Ansío saber quién soy, señora, o quizá debiera decir quién era antes de convertirme en lo que soy ahora. No recuerdo nada de mi pasado más allá del momento en que la venerable pyreen me encontró en el desierto. A veces, en sueños, me parece escuchar la voz de mi madre que me canta, pero no veo su rostro; y no recuerdo a mi padre. ¿Lo vi vi alguna vez? ¿Supo alguna vez de mi existencia? Me voy a dormir cada noche preguntándome quiénes fueron mis padres, si seguirán con vida y si estarán juntos. ¿Los expulsarían igual que a mí? Tantas preguntas, y ni una sola respuesta.
– ¿Has tenido en cuenta que las respuestas, si las encuentras, pueden resultar dolorosas? -inquirió Varanna.
– El dolor no me es desconocido, señora -respondió Sorak-. Y es mejor el dolor de una respuesta que aclara las cosas que el tormento de una pregunta implacable.
– Eso no lo puedo discutir -repuso Varanna, asintiendo-. Ni tampoco, como ya he dicho, me resulta una sorpresa. Eres libre de marcharte, desde luego. No hiciste votos que te liguen aquí.
– Os debo mucho, señora, y es una deuda que jamás podré pagar.
– No me debes nada, Sorak.
– De todos modos, siempre tendréis mi eterna gratitud y mi más profundo afecto.
– No existe para mí mejor recompensa. ¿Has pensado adónde irás desde aquí?
El muchacho negó con la cabeza.
– Lo cierto es que no. Esperaba que a lo mejor podríais decirme cómo encontrar a la venerable Al´ ' Kali. Quizá podríais decirme dónde me encontró y podría iniciar mi búsqueda desde allí, aunque el rastro tiene ya diez años de antigüedad y no la he visto en todo ese tiempo. A lo mejor ni siquiera sigue viva.
– Tal vez no. Es una de las más ancianas de su raza -dijo Varanna-, pero los pyreens son muy longevos. No obstante, localizarla no será fácil, pues los druidas pacificadores son vagabundos, y pocas veces se muestran bajo su auténtico aspecto. De todos modos, creo saber algo que puede ayudarte. Cada año realiza un peregrinaje a la cima del Diente del Dragón, y fue allí donde oyó tu llamada hace diez años.
– Pero yo no recuerdo dónde fue -repuso Sorak-, ni cómo la llamé.
– El recuerdo sigue dentro de ti, igual que esa habilidad -contestó ella-. Y ahora posees habilidades que no tenías entonces. Examínate a ti mismo en profundidad, y encontrarás la forma. En cuanto al momento, la próxima vez que las lunas estén llenas, hará exactamente diez años que la venerable Al´ ' Kali te trajo aquí.
– En ese caso será mejor que me marche enseguida.
– ¿Qué hay de Ryana? Ha solicitado un período de meditación solitaria que yo le he concedido y que por lo tanto debo respetar. No se la puede molestar hasta que decida abandonar la torre.
– Si he de llegar al Diente del Dragón a tiempo, no puedo esperar; además creo que resultará más fácil así. Decidle… -Se humedeció los labios-. Decidle que jamás quise herirla, pero que el nombre que me disteis es muy apropiado. Sorak es el nómada que debe ir siempre solo.
– Antes de que te vayas… -dijo Varanna, poniéndose en pie-. Espera aquí un momento.
Abandonó o la habitación y regresó al cabo de un momento con un paquete largo y estrecho, envuelto en tela, que depositó sobre la mesa.
– Me dieron esto como un regalo hace muchos años, a cambio de un pequeño favor que realicé durante una peregrinación -explicó, mientras lo desenvolvía con cuidado-. No he tenido ocasión de utilizarlo jamás y creo que te será de más utilidad a ti que a mí.
Retiró la última capa de tela y apareció una espada, guardada en una vaina de cuero.
– Me gustaría que la cogieras, como recuerdo -ofreció Varanna, tendiéndosela-. Es justo que sea tuya. Es una antigua espada elfa.
Por su tamaño, se trataba de una espada larga; pero, a diferencia de tales espadas, tenía una hoja curva que se ensanchaba ligeramente en la punta, casi como un cruce entre un sable y un alfanje, excepto que la punta tenía forma de hoja. La empuñadura estaba envuelta en hilo de plata, con el pomo y la cazoleta de bronce.
Sorak desenvainó la espada y lanzó una exclamación al ver las intrincadas marcas sinuosas de la envoltura sobre la hoja.
Pero… ¡si es una espada de acero!
– Y del más raro -añadió Varanna, aunque el acero en sí mismo era raro en Athas, donde casi todas las armas se hacían de obsidiana, hueso y piedra-. El arte para fundir este acero se perdió hace muchos siglos. Es más resistente que el acero normal y su filo mejor. En las manos apropiadas, resultaría un arma formidable.
– Es un regalo magnífico -dijo Sorak-. Lo conservaré siempre. -Dio unos mandobles con ella-. Está muy bien equilibrada, pero la forma de la hoja es poco corriente. Creía que los elfos llevaban espadas largas.
– Ésta es una espada especial -respondió la señora-, la única de su clase. En su hoja hay escritas antiguas runas elfas. Deberías poder leerlas, si es que no perdí el tiempo enseñándote la lengua de tus antepasados.
Sorak alzó la espada, sosteniéndola sobre las palmas de las manos, y leyó la inscripción de la hoja.
– Fuerte en espíritu, bien templado, forjado en la fe. -Asintió-. Un sentimiento noble de verdad.
– Más que un sentimiento -repuso Varanna-. Un credo de los antiguos elfos. Vive según él, y la espada jamás te fallará.
– No lo olvidaré -aseguró él mientras envainaba la espada-, como tampoco olvidaré todo lo que habéis hecho por mí.
– Cuando estemos todas reunidas en el comedor para cenar, anunciaré que te vas -manifestó Varanna-. Así todas tendrán la oportunidad de despedirse.
– No, creo que preferiría partir discretamente -replicó Sorak-. Ya será bastante difícil marcharme sin tener que decir adiós a todo el mundo.
– Lo comprendo -Varanna asintió con la cabeza-; yo me despediré por ti. Pero al menos podrás decirme adiós a mí. -Le tendió los brazos y él la abrazó.
– Habéis sido como una madre para mí, la única madre que he conocido. Dejaros es la parte más dura.
– Y tú, Sorak, has sido como el hijo que nunca hubiera podido tener -respondió ella con los ojos húmedos-. Siempre ocuparás un lugar en mi corazón, y nuestras puertas siempre estarán abiertas para ti. Ojalá encuentres lo que buscas.
– La señora me ha comunicado que nos dejas -dijo la hermana portera-. Te echaré en falta, Sorak. Y también echaré de menos el dejarte salir cada noche, Tigra. -La anciana portera extendió la arrugada mano para acariciar el pelo de la cabeza del tigone. El animal ronroneó y le lamió la mano.
– También yo te echaré de menos, hermana Dyona -repuso Sorak-. Fuiste la primera en abrirme las puertas, y ahora, diez años después, eres la última en verme partir.
– ¿Realmente han sido diez años? -La anciana sonrió-. Parece como si hubiera sido ayer; claro que, a mi edad, el tiempo pasa deprisa y los años se convierten en instantes. Buena suerte, Sorak. Ven, abrázame.
La abrazó y le dio un fuerte beso en la arrugada mejilla.
– Buena suerte, hermana.
Cruzó las puertas y descendió por el sendero con paso rápido y decidido. A su espalda, sonaba la campana que llamaba a las hermanas al comedor para cenar. En su mente aparecieron las largas mesas de madera atestadas de mujeres que reían y charlaban, las más jóvenes arrojándose de vez en cuando comida las unas a las otras a modo de juego hasta que las jefas de mesa las reprendían para que desistieran, los cuencos de comida circulando, la agradable y reconfortante sensación de comunidad y familia que ahora abandonaba, tal vez para siempre.
Pensó en Ryana, sentada sola en la cámara de meditación de la torre del templo, la pequeña habitación adonde él mismo se había retirado cuando necesitaba estar solo un tiempo. Le llevarían la comida y la deslizarían por una pequeña abertura en la parte inferior de la gruesa puerta de madera. Nadie le hablaría, nadie la molestaría; la dejarían sola con sus pensamientos hasta que decidiera salir. Y, cuando saliera, descubriría que él se había ido.
Mientras se alejaba del convento a grandes zancadas, se preguntó en qué estaría ella pensando. Habían crecido juntos y ella siempre había sido muy especial para él, mucho más que cualquiera de las otras. Como la misma Ryana había dicho, ella fue la primera en tenderle una mano amiga, y su mutua confianza se había convertido en algo más que amistad. Mucho, mucho más que eso.
Durante años había sido una hermana para él, no una hermana en el mismo sentido en el que todas las mujeres del convento se llamaban unas a otras «hermanas», sino una hermana real. Ya desde el principio se había creado un vínculo entre ambos, un vínculo que siempre estaría allí, no importaba dónde estuvieran o qué distancia los separase. Pero no eran auténticos hermanos, y los dos lo sabían, y era esa información la que impedía un auténtico amor fraternal; de modo que, a medida que crecían y empezaban a sentir los impulsos sexuales de la cada vez más cercana madurez, aquellos sentimientos se habían tornado más poderosos, profundos e íntimos. Era algo de lo que Sorak había sido muy consciente, aunque siempre había evitado enfrentarse a ello.
Porque siempre supiste que era algo que no podía ser, le dijo la Guardiana desde el interior de su mente.
Quizá lo supiera, respondió Sorak también mentalmente, pero me permití una esperanza, y al esperar algo que nunca podría ser, la traicioné.
¿Cómo la traicionaste?, inquirió la Guardiana. Jamás le prometiste nada. Nunca le hiciste promesas.
De todos modos, es como una traición, contestó Sorak.
¿De qué sirve insistir en esta cuestión?, intervino Eyron, una voz cansina que sonaba ligeramente irritable en la mente del muchacho. Se tomó la decisión de marcharn nt os, y nos hemos ido. La chica ha quedado atrás, ya está hecho y el asunto ha quedado zanjado.
Pero sigue existiendo la cuestión de los sentimientos de Ryana, dijo Sorak.
¿Y qué?, replicó Eyron con sequedad. Sus sentimientos son asunto suyo y responsabilidad suya. Nada de lo que hagas lo cambiará.
A lo mejor no, Eyron, repuso Sorak; pero, al convertirme en parte de su vida, soy en cierto modo responsable del efecto que he producido en ella.
Tonterías. Ella es libre de decidir, contestó el otro. Tú no la obligaste a enamorarse de ti. Ella lo eligió.
Si te hubiera conocido a ti, Eyron, probablemente no habría hecho tal elección, contestó Sorak con aspereza.
De haberme conocido, no habría existido ningún malentendido, le espetó Eyron, porque le habría dicho la verdad desde el principio.
¿Sí?, inquirió Sorak. ¿Y cuál es la verdad, según la ves tú?
Que te has enamorado de ella, que Kivara siente curiosidad por explorar nuevas sensaciones, que la Guardiana la considera una amenaza, y que la Centinela se siente amenazada por todo. Al Vagabundo le importa poco, tanto una cosa como la otra, ya que el amor carece de aspectos prácticos, y la Sombra la habría aterrorizado.
¿Y qué hay de los otros?, quiso saber Sorak.
Chillido no es mucho mejor que esa enorme bestia estúpida que nos acompaña, y Poesía jamás la habría podido tomar en serio, ya que no se toma nada en serio. Y no me permitiré hablar por Kether, puesto que Kether no se digna hablar conmigo.
No me sorprende, intervino Kivara.
Nadie te ha preguntado, replicó Eyron.
– ¡Ya es suficiente! -exclamó Sorak en voz alta, exasperado-. ¡Concededme un poco de tranquilidad!
Al poco rato empezó a cantar. Las palabras resonaron fuertes y claras mientras seguía el sendero, entonando una vieja canción halfling sobre una doncella y un cazador que experimentaban por vez primera el amor. Era la voz de Sorak la que cantaba, pero era Poesía y no el joven quien recitaba la letra. Sorak no la conocía, o más bien no la recordaba de un modo consciente, pues se trataba de una canción que su madre le había cantado a menudo mientras lo acunaba. Mientras Poesía cantaba, el Vagabundo conducía sus pasos por el sendero que atravesaba el valle en dirección a las montañas. La Guardiana sumió con dulzura al muchacho en una especie de sopor y lo acunó en soledad, aislándolo no sólo de los otros, sino también del mundo exterior.
Tigra percibió el cambio en él, pero el animal no se sorprendió por ello. Nunca había conocido a Sorak de otra forma. El Vagabundo avanzaba con largas y rápidas zancadas, la ligera mochila de cuero y el odre de agua de Sorak colgados al hombro, la espada sujeta a la cintura. Vestía las únicas ropas que poseía, un par de calzones tejidos en tel j a marrón embutidos en unos altos mocasines de piel anudados con cordones, una túnica amplia también marrón con capucha que le llegaba casi hasta los tobillos, para protegerse del frío aire de la montaña. Las únicas otras cosas que llevaba eran un bastón de madera, un estilete guardado en un mocasín, su espada de acero y un cuchillo de caza en una fina funda de cuero que colgaba de su cintura.
En el convento, la dieta había sido estrictamente vegetariana. De vez en cuando, se habían precisado pieles y cuero, y en tales ocasiones se habían cazado animales, pero siempre con moderación y con gran solemnidad y ceremonia. Las pieles se curtían y utilizaban, y la carne se salaba y cortaba en piezas de cecina para que la primera sacerdotisa que marchara en peregrinaje la distribuyera entre los necesitados. A Sorak se le había enseñado a venerar la vida, y él seguía y respetaba las costumbres villichis, pero los elfos eran cazadores que comían carne, y los halflings eran carnívoros hasta el punto de alimentarse de sus enemigos, de modo que la tribu de uno había llegado a un compromiso. En las ocasiones en que Sorak había ido al bosque por su cuenta, el Vagabundo cazaba mientras Sorak dormía. Sólo entonces se atiborraba la tribu de carne cruda y aún caliente. Era eso lo que la tribu hacía en estos momentos.
Cuando Sorak volvió a recuperar la conciencia, había pasado bastante tiempo y era de noche. Se encontraba sentado ante una fogata que no recordaba haber encendido, y sentía el estómago lleno. Comprendió que había matado y comido -o, más bien, que el Vagabundo lo había hecho-, pero no se sintió molesto. Aunque la idea de comer carne cruda de animales recién cazados no lo atraía en absoluto, sabía que estaba en su sangre y que no podía escapar de su propia naturaleza. Seguiría siendo vegetariano; pero, si sus otras personalidades elegían ser carnívoras, era cosa suya. De un modo u otro, se cubrían las necesidades del cuerpo que todos compartían.
Alzó los ojos hacia las estrellas y la silueta de las montañas, intentando orientarse para poder determinar qué distancia había recorrido el Vagabundo mientras él dormía. Se incorporó y se alejó de la luz de la fogata, para escudriñar el terreno a su alrededor. Los elfos poseían una mejor visión nocturna que los humanos, y como resultado la visión nocturna de Sorak era muy aguda. En la oscuridad, sus ojos brillaban como los de un felino, y no le costó distinguir el terreno que lo rodeaba.
El terreno descendía hasta un valle situado bastante más abajo, lo que indicaba que había ascendido casi hasta lo alto de la cumbre, y a lo lejos consiguió distinguir la torre del templo, sobresaliendo por encima de los matorrales. Se preguntó si Ryana seguiría allí, y luego rápidamente apartó o ese pensamiento de su mente. Eyron tenía razón, se dijo, y no servía de mucho insistir en ello ahora. Había abandonado el convento, probablemente para no regresar, y lo sucedido allí pertenecía a una parte de su vida que ahora ya era pasado. Tenía que mirar al futuro.
A lo lejos, más allá de las cumbres de las montañas que rodeaban el aislado valle, podía distinguir las cimas más altas de las Montañas Resonantes como sombras proyectadas sobre el cielo, con el Diente del Dragón destacando claramente por encima de todas ellas, inquietante y siniestro.
E É l nombre se debía a su aspecto. Alzándose por encima de las cordilleras más altas, era ancho en su base, pero se estrechaba bruscamente a medida que ascendía hasta que sus laderas resultaban casi verticales, y, ya cerca de la cima, describía un ángulo aún más pronunciado, de modo que sus laderas no sólo eran verticales, sino que describían una curva en un lado, como un diente o colmillo gigantesco que arañara el cielo. A una enorme distancia de las civilizadas ciudades de las mesetas, una expedición a través del desierto y montañas arriba -aunque sólo fuera para llegar a las estribaciones más bajas del imponente pico- habría resultado ya de por sí ardua. Los terribles peligros que se corrían durante el ascenso disuadían a los más aventureros de escalar el Diente del Dragón, ya que, de los pocos que lo habían intentado, todos habían fracasado, y la mayoría no había sobrevivido.
Sorak no sabía si tendría que escalar la montaña. Al menos en una ocasión, su llamada había llegado hasta la pyreen que se encontraba en lo alto de la cima de la montaña, y él había estado entonces en medio del desierto, a kilómetros de distancia incluso de las estribaciones de las Montañas Resonantes. Sin embargo, desde entonces no había conseguido concentrar sus poderes paranormales a un nivel parecido, ni tenía ni idea de cómo lo había podido hacer. La Guardiana, que era de todos ellos quien poseía poderes telepáticos, no había lanzado la llamada; ni tampoco los otros, o al menos no recordaban haberlo hecho. Con el cuerpo que todos compartían arrastrado a una situación extrema, todos se encontraban inconscientes o delirando en ese momento, por lo que tal vez en su delirio y desesperación se habían unido todos en ese esfuerzo o quizás uno de ellos había utilizado reservas ocultas. O pudiera ser que la llamada la hubiera lanzado otro, una de las identidades esenciales, profundamente sepultadas, que ninguno de ellos conocía.
Sorak sabía que existía un «núcleo infantil» enterrado en lo más profundo de su ser, uno al que no podía acceder de forma consciente. Acurrucado y protegido en el interior de su psiquis, este núcleo infantil había sido en una ocasión su personalidad infantil, pero el dolor y el trauma que habían provocado su fragmentación también habían ocasionado la retirada de esta esencia infantil a lo más profundo de su subconsciente, donde permanecía en una especie de estado de estancamiento congelado, su desarrollo interrumpido y sus sentidos paralizados. Ni siquiera la Guardiana podía llegar hasta él, aunque era consciente de su existencia. Había algo -o quizás alguien- que lo protegía de algún modo. Y esta protección, fuera la que fuera, sugería la posible existencia de otras identidades básicas en su interior que, aunque enterradas, no lo estuvieran tan profundamente y formaran niveles entre su núcleo infantil y sus personalidades más desarrolladas.
«Hay tantas cosas sobre mí que no conozco -pensó Sorak-. ¿Cómo pude pensar que…?» Con un esfuerzo deliberado, apartó una vez más la idea de su cabeza, antes de que su mente volviera a ensimismarse en Ryana. Se dio la vuelta adrede para no ver el convento. Había llegado el momento de mirar al frente, pero ¿a qué?
Aparte de buscar a la pyreen, no tenía ni idea de lo que le esperaba más adelante. ¿Conseguiría ella recordar el lugar donde lo había encontrado? Y, si lo hacía, ¿entonces qué? Él podía intentar volver sobre sus pasos, pero ¿con qué fin? Los elfos, al menos los que residían en las ciudades, eran nómadas; los halflings llevaban una vida seminómada alrededor de territorios tribales, y desde luego no vivían en las mesetas. Tanto si era elfa como halfling, la tribu que había expulsado a Sorak haría ya tiempo que se habría marchado. ¿Cómo esperaba poder encontrar un rastro que tenía diez años de antigüedad?
La respuesta era, desde luego, que no podía. Al menos, no de una forma convencional. Sin embargo, con sus habilidades paranormales, existía una posibilidad de que pudiera captar algún tipo de impresión psíquica que hubiera quedado impresa en el paisaje; alguna aberración reveladora que pudiera proporcionar una pista. Si esto no sucedía, tendría que ponerse en camino a su aire, en la dirección que el destino le marcase.
La gran señora Varanna le había advertido que las respuestas que buscaba podían ser difíciles, si no imposibles, de encontrar. Con toda probabilidad pasaría el resto de su vida buscándolas, pero al menos estaría buscando esas respuestas de forma activa en lugar de limitarse a darles vueltas en la cabeza. Y, mientras buscaba, quizá descubriera un propósito para su existencia. En el convento había llevado una vida muy resguardada, una vida de entrenamiento y contemplación, pero había sido necesario enseñarle cómo vivir con aquella particular naturaleza suya. Tenía una deuda de gratitud con la venerable Al´ ' Kali por haber tenido la previsión de llevarlo allí, y sólo esperaba poder encontrarla para expresarle apropiadamente aquella gratitud. Pronto, las lunas de Athas estarían llenas, y entonces, a lo mejor, empezaría a conocer su destino.