9

Timor se encontraba en el balcón del tercer piso de su magnífica finca del barrio templario, contemplando cómo los rayos del sol centelleaban en la Torre Dorada. El palacio de Kalak permanecía vacío desde la desaparición de Tithian; nadie vivía allí, ni siquiera los esclavos que lo habían mantenido limpio, que habían cuidado los floridos jardines y cumplido el más insignificante capricho de Kalak. Todos los esclavos habían sido liberados, y el Palacio Dorado se había convertido ahora en un simple monumento a la época en que la ciudad había tenido un rey en lugar de un consejo democrático.

Tithian no regresaría; de eso Timor estaba seguro. Y, por derecho, él era el siguiente en la línea de sucesión, Tithian había ascendido al Trono Dorado porque había sido el sumo templario de Kalak, y él mismo había nombrado a Timor sumo templario. Ahora que Tithian había desaparecido, Timor consideraba que el derecho de sucesión debiera haber pasado a él. Excepto que Tithian no había sido declarado muerto; pues su suerte seguía siendo una incógnita. El consejo gobernaba en su ausencia, pero nunca había existido ningún paso formal para resolver la cuestión de un nuevo rey para Tyr; Sadira y Rikus se habían ocupado de ello, manteniendo siempre un conspicuo silencio sobre el tema de la desaparición de Tithian.

Timor no había forzado la situación porque sabía que aún no era el momento adecuado. Tanto Rikus como

Sadira tenían un gran respaldo por parte de los habitantes de la ciudad, y la mayoría de los miembros del consejo, sensibles a los vientos predominantes, también les habían dado su apoyo. De todos modos, el aplastante apoyo popular de que habían disfrutado como héroes de la revolución empezaba a erosionarse. Habían matado al tirano y liberado a los esclavos, y semana a semana habían ido consolidando el poder del consejo, aprobando edictos en ausencia de Tithian que otorgaban más libertad a los habitantes de la ciudad y dificultarían aún más el retorno de la ciudad a un gobierno monárquico. Ése, desde luego, era su plan. Paso a paso, su intención era establecer por ley la desaparición de la monarquía. Se estaba librando otra revolución, una mucho más sutil, pero no menos efectiva. Cuanto más tiempo permanecieran en el poder Rikus y Sadira como voces dominantes en el consejo, más difícil le resultaría a Timor suplantar a Tithian como monarca de Tyr.

Difícil, pensó el sumo templario, pero no imposible. El tiempo trabajaba a su favor, al igual que para Sadira. Desde la institución del nuevo gobierno, Sadira había consolidado su poder en el consejo; en eso, había tenido bastante éxito. Pero, si bien era una mujer muy inteligente, carecía de experiencia en lo tocante a gobernar, y había cometido un gran error. En su precipitación para liberar a los esclavos de Tyr, no había tenido en cuenta el devastador impacto que ello tendría sobre el tesoro y el comercio de la ciudad.

No había trabajo suficiente para todos los nuevos ciudadanos, y, como resultado, las filas de los mendigos y ladrones de la ciudad se habían incrementado de forma espectacular. Los salarios habían caído al haber más personas que competían por un número menor de trabajos, y con frecuencia se producían reyertas multitudinarias en los barrios bajos y el mercado elfo, incluso en la zona comercial. Grupos de mendigos atacaban a esclavos recién liberados, cuya presencia en las calles amenazaba su propio sustento; bandas de malhechores recorrían la ciudad por la noche y aun de día, atacando y robando a los ciudadanos. En los barrios bajos, en el mercado elfo y en la zona comercial, se habían creado grupos de vigilantes para administrar sumaria justicia callejera con la que proteger sus vecindarios. La guardia de la ciudad carecía de efectivos y recursos suficientes para ocuparse de toda aquella agitación, y con frecuencia eran también víctimas de ataques.

Se habían producido ya varios incendios de envergadura en los barrios bajos en los que las enfurecidas y frustradas clases más bajas de la ciudad descargaban su rabia sobre su propio vecindario. Todos los incendios habían acabado por ser controlados, pero manzanas enteras de la ciudad habían quedado reducidas a cenizas, y muchos de los comerciantes que tenían sus negocios allí habían abandonado la ciudad, asqueados. Con cada caravana que partía para Altaruk o Gulg o Ledópolus del Sur, se marchaban carretadas de gente que había decidido abandonar la ciudad e iniciar una nueva vida en otra parte, a pesar de las incertidumbres a que deberían enfrentarse. Todo esto trabajaba a favor de Timor.

Durante el reinado de Kalak, los habitantes de la ciudad habían odiado a los templarios, a los que veían, con toda la razón, como opresores que imponían la voluntad del tirano. Sin embargo, con la muerte de Kalak y la ascensión de Tithian al trono, aquella actitud había iniciado un cambio gradual; mientras Tithian luchaba por consolidar su poder, Sadira y Agis, otro héroe de la revolución, se habían ocupado de introducir a toda prisa a través del consejo algunos de sus nuevos edictos progresistas, y el nuevo rey no había tenido más remedio que aprobarlos. Timor se había ocupado de que los templarios estuvieran de acuerdo con los nuevos edictos, y que insistieran tanto como les fuera posible en su aplicación. Se había asegurado de que sus templarios resultaran bien visibles por toda la ciudad, manteniendo el orden y mediando en las disputas, actuando como enlaces diplomáticos entre el pueblo, el consejo y la guardia de la ciudad. Había emprendido una astuta campaña de relaciones públicas para cambiar la imagen de los templarios de modo que de opresores que imponían la voluntad de Kalak pasaran a ser víctimas impotentes del tirano, sojuzgadas por el monarca y obligadas a cumplir sus órdenes.

Día a día, la actitud de la gente hacia los templarios se fue tornando más y más favorable, en tanto que su actitud hacia el consejo empeoraba a ojos vistas. Se empezaba a contemplar a los héroes de la revolución como administradores ineptos de una ciudad que iba hacia la ruina bajo su tutela. La gente empezaba a murmurar, a recordar la época del reinado de Kalak, cuando las cosas iban mucho mejor, cuando los templarios habían estado al mando. Kalak sería un tirano, decían, un profanador demente obsesionado con sus locas ansias de poder, pero los templarios eran los que realmente se ocupaban de todo, y a la ciudad le había ido mucho mejor bajo su eficiencia. Timor no había escatimado gastos para iniciar esta campaña de rumores, pero valía la pena; los ciudadanos ya no murmuraban: ahora hablaban abiertamente en contra del consejo y lo culpaban de todas las desgracias de la ciudad.

Pronto, se decía Timor. El momento no había llegado aún, pero no tardaría. Los días de Sadira estaban contados, al igual que los del corpulento mul que se sentaba a su derecha. No quedaba más que otro eslabón para completar la cadena de acontecimientos que había puesto en marcha. Quedaba aún una amenaza potencial a los planes de los templarios para hacerse con el poder: la Alianza del Velo.

Muerto Kalak, los templarios habían dejado de poseer magia; el tirano había canalizado su poder a través de ellos, pero ellos no eran hechiceros por sí mismos. Excepto Timor. Durante años, se había dedicado resueltamente y en secreto al estudio de aquel arte hasta desarrollar su propio poder; no obstante, sus habilidades, aunque nada insignificantes, quedaban muy lejos del poder que Kalak había controlado. No podía y jamás podría transmitir poder a sus colegas templarios. Tendría que ser un rey- – hechicero para hacerlo, y eso significaba que la Alianza del Velo seguía siendo una seria amenaza. Timor se sentía seguro de sus poderes profanadores, pero no era tan estúpido para pensar que podía enfrentarse solo a la Alianza del Velo.

Su plan era persuadirlos de que salieran a la luz. Muerto Kalak, desaparecido Tithian y declarada ilegal la magia profanadora en la ciudad, ya no existía ninguna excusa para que la Alianza continuara siendo una sociedad secreta. Antes se los había considerado criminales, pero Kor -a instancias de Timor- había propuesto ya un edicto que serviría de perdón colectivo para la Alianza del Velo, siempre y cuando todos ellos salieran a la luz y tomaran parte en la reconstrucción de la ciudad. Tal y como había dicho en la última reunión del consejo, ¿quién mejor que los miembros de aquella organización, que seguían la Senda del Protector, para supervisar el nuevo programa agrícola que alimentaría la ciudad y re – vitalizaría las mesetas desérticas? Ya se había ocupado de que sus comentarios en el consejo llegaran a oídos de los habitantes de la ciudad, y había hecho colocar carteles por todas partes, solicitando a la Alianza del Velo que se presentaran y tomaran parte en «el reverdecimiento de Tyr».

En cuanto todos los miembros de la sociedad secreta hubieran sido identificados, él podría ponerse en marcha. El plan estaba ya elaborado. En una noche, de un golpe, los templarios y sus agentes eliminarían a la Alianza del Velo mientras se distraía a la ciudad con un monumental motín general que sería provocado a una señal de Timor. Se producirían incendios por toda la ciudad, aunque no, claro está, en los barrios de los nobles y de los templarios, que estarían bien protegidos. En estas zonas solo tendrían lugar incidentes aislados y controlados de saqueos e incendios, simplemente para mantener las apariencias. Timor planeaba hacer que su mansión se quemara hasta los cimientos -después de que la mayoría de sus pertenencias hubieran sido retiradas con discreción- para poder reivindicar su condición de ser uno más del pueblo al haber sido una de las víctimas. Se incitaría a las turbas a saquear y destrozar el distrito comercial, y en una noche, la Noche del Castigo, los templarios se apoderarían del poder y declararían la ley marcial.

En pro de la seguridad pública, Timor se mudaría al palacio y se designaría a sí mismo dictador hasta la restauración de la ley y el orden. Las reuniones del consejo tendrían que suspenderse indefinidamente, puesto que muchos de sus miembros -Sadira, Rikus y aquellos que les eran leales- habrían sido asesinados durante los disturbios. Para castigar a quienes habían destruido la ciudad y derrocado al gobierno, alborotadores y saqueadores serían condenados a esclavitud, para que reconstruyeran lo que habían ayudado a destruir. Y, para mantener la paz y evitar la repetición de tanto sufrimiento colectivo, Timor «cedería a los ruegos del pueblo» y se haría coronar rey.

Era un plan magnífico y cubría cualquier contingencia; pero, antes de poder aplicarlo, había que eliminar la amenaza que suponía la Alianza del Velo, y eso significaba que había que obligarlos a salir a la luz. Los informadores del sumo templario habían oído rumores de que algunos miembros de la Alianza estaban a favor de darse a conocer, de modo que pudieran ocupar el puesto que les correspondía en la sociedad tyriana y trabajar con el nuevo consejo democrático para ayudar en la reconstrucción de Tyr. No obstante, algunos miembros en puestos de importancia dentro de la estructura de poder de la organización se mostraban opuestos. No confiaban en los templarios, y tampoco confiaban en Sadira, de quien se sabía que había practicado la magia profanadora en el pasado, aunque ahora había abjurado de ella.

De una u otra manera, pensaba Timor, había que identificar y neutralizar a aquellos protectores. La cuestión era: ¿cómo? Y ahora aparecía esta nueva amenaza, que había comunicado aquel supuesto «pastor», Sorak. Si era cierto que Nibenay había enviado espías a Tyr para descubrir los puntos débiles de la ciudad con vistas a una invasión, aquello podía trastornar sus planes. Debía llevar a cabo esta investigación con toda energía, a pesar de que no creía ni por un momento que este Sorak fuera un simple pastor.

Había podido vislumbrar por un instante la espada que el joven llevaba bajo la capa. Tenía una configuración de lo más curiosa y, aunque no podía estar seguro, ya que la hoja estaba cubierta por la funda, parecía ser de metal. Un simple pastor no llevaba un arma así; habría estado muy por encima de sus posibilidades. Por otra parte, un pastor no tenía la clase que demostraba Sorak; el elfling tenía el porte de un luchador. Sin lugar a dudas había en él mucho más de lo que se veía a simple vista, y Timor se preguntaba si no sería una estratagema de Nibenay, que lo habría enviado a descubrir posibles puntos flacos en el consejo.

Había designado varios templarios para que investigaran las afirmaciones que Sorak había presentado ante el consejo, ya que no podía permitirse correr riesgos; pero, al mismo tiempo, había enviado a un equipo de templarios para que se turnaran en la vigilancia del joven. Cada vez que un vigilante era relevado, éste informaba a Timor sobre las actividades de Sorak. El último informe recibido había resultado especialmente instructivo.

Sorak había sido escoltado por el capitán Zalcor y un pelotón de la guardia de la ciudad hasta los barrios bajos de la ciudad, para que pudiera obtener alojamiento barato mientras en apariencia aguardaba que la investigación confirmara la validez de sus afirmaciones. Sin embargo, en cuanto Zalcor se hubo marchado, Sorak se encaminó directamente a La Araña de Cristal, y al poco rato se había visto al mismísimo Rikus entrando también en la casa de juego. No podía tratarse de una coincidencia. Era bien sabido que la semielfa que dirigía la casa de juego había sido anteriormente gladiadora, igual que Rikus, y sin duda ambos se conocían. Y ahora Sorak estaba allí, también. Era una clara indicación de connivencia. Sólo que ¿cuál era su plan?

¿Era posible, se preguntó Timor, que Rikus y Sadira hubieran conseguido descubrir sus planes para la Noche del Castigo? Pero desechó la idea con la misma rapidez con que ésta le había pasado por la cabeza. Si así fuera, sin duda ya lo habrían arrestado; ni la ausencia de pruebas habría impedido a Rikus y Sadira actuar contra él. Sadira era de las que creían en que el fin justifica los medios. No, debía haber algo más. Si él intrigaba en su contra, ¿no podían ellos estar intrigando contra él?

Ni Rikus ni Sadira ocultaban su desconfianza y antipatía hacia los templarios, pero, por el momento, éstos gozaban de un fuerte respaldo entre los habitantes de la ciudad. Si Sadira actuaba contra ellos ahora, tendría dificultades para justificar sus acciones, a la vez que daría la impresión de utilizar los mismos métodos de Ka – lak. Por otra parte, si ella pudiera presentar una acusación fundamentada contra los templarios…

– Claro -musitó Timor para sí-; planea acusarnos de connivencia con los supuestos espías de Nibenay. Está utilizando al elfling para ello. Todo esto ha sido tramado para que los templarios parezcan traidores ante el pueblo.

– Mi señor…

Timor se dio la vuelta. Uno de sus templarios se encontraba en la entrada de sus aposentos.

– ¿Sí, que sucede?

– Hemos detenido a dos de los espías -anunció el templario-. Encontramos uno en el emporio de Kulik, y el otro fue arrestado en el mercado elfo, saliendo de la tienda de vinos El Gigante Borracho. Se lo vio en diferentes posadas y tabernas haciendo preguntas sobre la Alianza del Velo.

– ¿De veras? -dijo Timor-. ¿Dónde están ahora?

– Abajo, señor, aguardando vuestras órdenes.

– Excelente. Haz que los traigan aquí.

Se sirvió un poco de vino y se llevo la copa a los labios. Al cabo de un instante, escuchó gritos en las escaleras, y luego una pelea. Frunció el entrecejo. Se oyeron más gritos y el sonido de golpes; luego varios de sus templarios entraron, acompañados por soldados de la guardia de la ciudad, arrastrando a los dos prisioneros. Curiosamente, los prisioneros más que resistirse intentaban atacarse el uno al otro.

– ¿Qué significa todo esto? -inquirió Timor, la voz cortante como un trallazo-. ¿Cómo osáis provocar un alboroto en mi casa?

Los dos hombres callaron y clavaron en él sus ojos. Luego uno se volvió para lanzar una mirada furiosa al otro y le espetó:

– ¡Si le cuentas algo, hijo bastardo de un vadeador del cieno, te arrancaré la lengua y haré que te la comas!

– ¡Silencio! -ordenó el sumo templario con voz dura-. Aquí el único que amenazará seré yo. -Se volvió a los soldados-. Dejadnos.

– Pero, mi señor, estos hombres son peligrosos… -protestó el sargento de la guardia.

– He dicho que nos dejéis. Interrogaré a estos hombres yo mismo. Podéis retiraros.

– Sí, mi señor.

Los soldados salieron, dejando únicamente a Timor y a sus templarios con los prisioneros, cuyas manos estaban atadas. Los dos hombres se contemplaban mutuamente con expresión desafiante.

– ¿Cómo os llamáis? -inquirió Timor, llevándose otra vez la copa a los labios.

– ¡No le digas nada, miserable renegado! -exclamó el que había hablado antes. El segundo hombre se lanzó sobre él, y los templarios tuvieron que sujetarlos a ambos para mantenerlos separados.

– Muy bien, entonces -dijo Timor, fijando los ojos en el primer hombre y dirigiéndose a él-. Tú me lo dirás.

– ¡No te diré nada, templario!

Timor removió el vino de la copa con el dedo índice. Masculló algo en voz baja, y luego levantó los ojos hacia el prisionero.

– Tu nombre.

El prisionero le escupió.

Timor hizo un gesto de repugnancia y se limpió el escupitajo; luego arrojó el vino de su copa al rostro del hombre. Sólo que ahora ya no era vino. En cuanto tocaron la piel del prisionero, las gotas empezaron a quemarle la carne, y el hombre lanzó un alarido mientras se doblaba sobre sí mismo a causa del dolor, incapaz de alzar las manos hacia el humeante rostro que el ácido devoraba. Los ojos del segundo prisionero se abrieron de par en par aterrorizados cuando su compañero cayó de rodillas entre aullidos de dolor.

– Tu nombre -volvió a exigir Timor en voz baja.

– ¡Rokan! -chilló el prisionero-. ¡Me llamo Rokan!

Timor musitó el contrahechizo y realizó un gesto lánguido con la mano. El prisionero sintió de repente cómo el ardor desaparecía al tiempo que el ácido volvía a convertirse en vino. Permaneció de rodillas, doblado hacia adelante, gimoteando y jadeando.

– Bien, bien, ¿fue sencillo, no es así? -dijo Timor. Se volvió hacia el segundo prisionero y enarcó las cejas.

– ¡D… Digon! -farfulló el otro a toda prisa-. ¡Me llamo Digon!

– ¿Lo veis? -repuso el sumo templario con una sonrisa-. Las cosas son mucho más fáciles cuando la gente coopera. -Se volvió para volver a echar una mirada a Rokan, que seguía arrodillado, doblado sobre sí mismo, sobre el suelo-. Vosotros dos no parecéis apreciaros mucho -manifestó-. ¿Por qué será, me pregunto?

– Porque él era mi jefe, y cree que lo traicioné -se apresuró a explicar Digon.

– ¿Y lo hiciste? -quiso saber Timor, enarcando las cejas.

Digon bajó los ojos al suelo y asintió.

– No tuve elección -contestó-. No tenía voluntad propia. Él me obligó.

– ¿Quién te obligó?

– ¡Sorak, malditos sean sus ojos! -replicó Digo ó n, escupiendo el nombre-. ¡Maldigo el día en que me tropecé con él!

– ¿Sorak? -repitió Timor-. Qué interesante. Cuéntame más.

Después de ver lo que Timor acababa de hacer a Ro – kan, Digon no tuvo reparos en contar todo lo que sabía. Explicó el plan de los bandidos para tender una emboscada a la caravana, y cómo Sorak se había tropezado con ellos cuando estaban apostados como vigías en la loma que daba sobre la ciudad. Timor escuchó con atención mientras Digon relataba la facilidad con que Sorak se había desembarazado de los otros vigías, dejando tan sólo a Digon con vida, y el templario pareció aún más interesado cuando el otro describió la forma en que el elfling lo había desarmado y luego sondeado su mente para leer todos sus pensamientos.

– No había nada que pudiera hacer, mi señor -se disculpó Digon al finalizar su relato-. Sabía que, si intentaba buscar a Rokan y advertirle, Rokan me mataría por haber fracasado en mi misión. Yo no tenía ningún otro lugar al que ir que no fuera Tyr, ya que no podía reu – nirme con mis camaradas. Y sabía que, si mi camino se volvía a cruzar con el suyo, él leería mis pensamientos y sabría si lo había traicionado. Lo que me pidió que hiciera no parecía tan difícil. Ir a Tyr y hacer preguntas; ponerme en contacto con la Alianza del Velo y advertirles de su llegada. Eso era todo, y luego yo quedaría libre.

– ¿Y tanto le temías que no te atreviste a desobedecer? -preguntó Timor.

– No lo conocéis, mi señor -replicó Digon, meneando la cabeza-. El elfling es un poderoso maestro del Sendero, y lucha como un demonio. Me hubiera costado la vida desobedecerle.

– ¿Y dices que bajaba de las montañas? -inquirió el sumo templario.

– Sin duda -respondió él-. Desde nuestro punto de observación, habríamos visto a todo el que se acercara desde cualquier otra dirección. No esperábamos que nadie bajara de las montañas; no hay nada allí, ni pueblos, ni aldeas, nada.

– Y sin embargo es de ahí de donde él venía -dijo Timor.

– No se me ocurre ninguna otra explicación, mi señor templario.

– Hummm -musitó Timor-. Interesante. Muy interesante. Así que a los bandidos los enviaron a Tyr, para infiltrar espías en los emporios de los comerciantes y para atacar a la caravana que partirá hacia Altaruk.

– Sí, mi señor.

– ¿Dónde debía tener lugar el ataque?

Digon le dio el lugar exacto donde aguardaban los bandidos.

– ¿Y quiénes son los espías?

Digon también se lo contó, y Timor se sintió fascinado al descubrir que lo que decía correspondía a lo que Sorak había contado al consejo hasta el más mínimo detalle. Aquello parecía eliminar la posibilidad de que el mismo Sorak fuera un espía de Nibenay, como lo hacía ya el que hubiera descendido de las Montañas Resonantes. Nibenay se encontraba justo al otro lado del altiplano. ¿Qué era entonces lo que tramaba el joven?

– Por favor, mi señor -suplicó Digon-. Os he contado todo lo que sé. Os ruego que no me matéis. No haré nada y, además, aún puedo seros útil. Puedo conducir a vuestros soldados al lugar donde los bandidos aguardan para atacar a la caravana; puedo identificar incluso a los que forman parte de la caravana misma.

– Patética y rastrera piltrafa de boñiga de kank -masculló Rokan, la voz ronca mientras alzaba los ojos para mirar a su socio con repugnancia.

Digon lanzó una exclamación ahogada. El rostro de Rokan estaba tan deshecho que ni su propia madre lo habría reconocido. El ácido le había corroído la carne hasta el hueso en algunos lugares, y su rostro era ahora una pesadilla. Al tener las manos atadas a la espalda, no había podido protegerse, aunque instintivamente había vuelto el rostro en el último momento, por lo que casi todo el daño había ocurrido sólo en un lado. Un ojo había quedado disuelto, dejando una cuenca vacía y en carne viva; un pómulo al descubierto brillaba blanquecino, y una esquina de la boca había desaparecido por completo, lo que le proporcionaba un espantoso rictus permanente, la mueca de una calavera; además, en su descenso por la mejilla, las gotas de ácido habían dejado tal rastro sobre la carne que parecía como si lo hubieran arañado unas zarpas.

– Puedes matarme si lo deseas, templario -dijo Rokan, taladrando a Digon con su único ojo-; pero, si los muertos pueden disfrutar de un último deseo, suéltame las manos sólo un momento.

– No tengo la menor intención de matarte, amigo mío -repuso Timor, sonriente-. Me molesta desperdiciar recursos valiosos. Posees todo un carácter. Es un carácter mezquino, pero lo es hasta la médula, y siempre puedo utilizar a alguien como tú. Pero este pobre desgraciado -añadió, volviéndose hacia Digon-, no evidencia valor alguno.

– ¡Mi señor templario, no! -chilló Digon-. ¡Os puedo ayudar! ¡Os puedo servir!

– Los de tu clase pueden servir a cualquier amo, ya que no tenéis espíritu -contestó Timor-. No me ensuciaré las manos contigo. Te concedo tu petición, Rokan.

Realizó un leve movimiento con los dedos, y el bandido notó cómo sus ataduras se soltaban. Con un gruñido se abalanzó contra Digon, quien, con las manos aún atadas, estaba indefenso. El desdichado gritó e intentó apartar de una patada a su adversario, pero Rokan fue demasiado veloz. En un instante tuvo las manos alrededor de la garganta de Digon y, mientras lo asfixiaba, lo obligó a arrodillarse, luego lo tumbó boca arriba y se sentó encima de él a horcajadas. Digon, con la boca desencajada, intentó en vano llenar de aire sus pulmones. Timor se sirvió un poco más de vino y se acomodó en un sillón de respaldo alto para contemplar cómo Rokan se vengaba.

Con una mano, Rokan siguió apretando despiadadamente la garganta de Digón Digon, mientras introducía la otra en la boca de su víctima y le agarraba la lengua. Mediante un salvaje tirón, arrancó la lengua del desdichado y volvió a introducírsela en la boca para obligarlo a tragársela. El bandido aulló y empezó a dar boqueadas, tanto por culpa de su propia sangre como de la lengua.

– Siempre tuviste la lengua muy suelta, Digon -le espetó Rokan. Luego hundió los dedos y sujetó con fuerza la tráquea del malhechor; con un brusco y potente movimiento, le desgarró la garganta.

– Veo que cumples tu palabra -comentó Timor, recordando la amenaza del bandido-. Un rasgo muy digno de elogio.

Rokan se incorporó y se volvió hacia él, respirando entrecortadamente.

– Si creyera poder conseguirlo, también te desgarraría el gaznate a ti, templario.

– No dudo de que lo harías -repuso él-, si creyeras poder lograrlo. Pero ¿por qué dirigir tu cólera contra mí? No soy más que el intermediario de tu destino. Fue Sorak quien sobornó a tu difunto y nada llorado cama – rada y averiguó todos vuestros planes, y fue Sorak quien reveló esos planes al consejo de asesores. Nos dio vuestros nombres, descripciones detalladas de vosotros y nos dijo dónde se os podría encontrar; también nos avisó de vuestro plan para atacar la caravana cuando abandone Tyr. Nuestros soldados los estarán esperando, y acabarán con ellos hasta el último hombre. Todos tus amigos espías acabarán ante mí, tal vez incluso antes de que finalice esta noche. Habéis realizado el largo viaje desde las Montañas Mekillot hasta Tyr, sólo para encontrar aquí la muerte, y todo ello lo ha provocado un solo hombre, que ni siquiera es un hombre en realidad, sino un mestizo elfling a quien jamás has visto.

– No fue el elfling quien destrozó mi cara -replicó Rokan con voz chirriante y con el único ojo lleno de rabia.

– No, eso es cierto, pero míralo de esta forma: tú y tus cómplices nos fuisteis descritos con todo detalle, y esa descripción se distribuyó a todos los soldados de la guardia de la ciudad. Tu rostro era conocido; pero ahora nadie te reconocería. Si lo consideras de este modo, te hice un favor.

– ¿Y esperas que te dé las gracias?

– No, no en realidad -respondió Timor-, sólo tu obediencia, que podría fácilmente imponer. No obstante, un hombre sirve mejor a su amo cuando también se sirve a sí mismo. Lo has perdido todo, Rokan. Te ofrezco la posibilidad de vengarte del que te ha hundido.

– Sorak -masculló Rokan.

– Sí, Sorak. Puedo decirte dónde encontrarlo. Y, cuando el resto de tus cómplices sean conducidos ante mí, tendrán que escoger entre convertirse a mi causa o morir. Creo que ambos sabemos cuál será su elección.

– ¿Deseas la muerte de este elfling? -inquirió Rokan-. Considéralo hecho. No necesito ayuda; puedo ocuparme de él yo mismo.

– Oh, me parece que no. El elfling es un maestro del Sendero y, al parecer, muy hábil con la espada, también. Sería mejor no correr riesgos. Realiza un servicio para mí, y para ti mismo, y habrás probado tu valía.

– ¿Y luego? -preguntó el bandido.

– Y luego descubrirás que las recompensas por servirme son mucho mayores que por saquear caravanas o espiar para Nibenay.

– ¿Y mi rostro? -quiso saber Rokan-. ¿Puedes utilizar tu magia para curarlo?

– A lo mejor -sonrió Timor, y sus dedos juguetearon con el pie de la copa-. Más adelante.

– ¿Cuándo exactamente? ¿Por qué debo creerte? Pides mucho, pero prometes poco.

– Prometo más de lo que jamás podrías imaginar, estúpido -contestó Timor- En cuanto a devolverte el rostro, considéralo un incentivo.

– La magia profanadora sigue prohibida en Tyr -contestó. Rokan-. Estoy seguro de que al consejo le fascinaría enterarse de que el sumo templario es un practicante clandestino de la hechicería profanadora.

Timor emitió una risita complacida.

– Sí, estoy seguro de ello, pero jamás se lo contarás.

– ¿Qué me detendría? Puedes matarme en cualquier momento que lo desees. Sólo me ahorraría la incertidumbre de la espera.

– Matar a un hombre es algo muy sencillo -contestó Timor-. Utilizarlo de forma constructiva es más creativo, y en última instancia más provechoso. Tú, como jefe, lo comprendes tan bien como yo. Quizá no temas a la muerte, pero eres un superviviente; incluso tienes la arrogancia necesaria para intentar negociar con aquellos que están por encima de ti. Yo respeto eso. Pero yo soy el futuro de Tyr, Rokan, y sin mí tú no tienes futuro. Observa.

Timor extendió la mano con indiferencia y, murmurando un rápido conjuro, juntó los dedos con el pulgar, como si apretara alguna cosa entre ellos.

El malhechor sintió una opresión en la garganta. Se sujetó el cuello con las manos e intentó chillar, pero únicamente un débil graznido escapó de sus labios. No podía hablar; todo lo que conseguía emitir era una especie de gruñido áspero.

– Imagina tu futuro, Rokan -manifestó Rokan-. Privado del habla, el rostro desfigurado, te verías reducido a mendigar por las calles. Sentado en un rincón y chirriando como un lagarto deforme, con la esperanza de que algún transeúnte no sienta excesiva repugnancia por tu aspecto y se compadezca lo suficiente para arrojarte a la palma alguna insignificante pieza de cerámica. Hay castigos peores que la muerte, amigo mío. Podría dejarte así, y permitir que siguieras viviendo.

Separó los dedos, y Rokan hizo esfuerzos por respirar en medio de un violento ataque de tos.

– Creo que nos comprendemos mutuamente, ¿no es así? -inquirió Timor con suavidad.

– Sí, mi señor -contestó Rokan, recuperando la voz.

– Excelente -dijo el sumo templario con una leve sonrisa; luego se volvió hacia sus templarios-: Llevad a este hombre abajo y ocupaos de que coma bien y descanse. Preparadle una habitación en la zona destinada a la servidumbre. Necesitará armas, pero creo que él es quien mejor puede deciros lo que necesita. -Se giró hacia Rokan-. Te conducirán a tu alojamiento. Permanece allí hasta que te haga llamar. Y piensa en el elfling, Sorak. Tu ruina se la debes a él. La suya se deberá a ti.

Mientras los templarios se llevaban al bandido, Timor se sirvió más vino. Empezaba a sentirse a gusto y satisfecho en su interior; las cosas progresaban a la perfección, pensó. Lo que se dice a la perfección.

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