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Vista desde la loma que daba al valle, la ciudad amurallada de Tyr parecía el cuerpo de una araña sin patas. La zona más grande de la ciudad constituía el abdomen de la araña, en tanto que la cabeza contenía el palacio del rey y el barrio de los templarios; aproximadamente en el centro de la zona más grande, dominando el estadio y la arena, se alzaba el zigurat de Kalak, una gigantesca torre cuadrada escalonada construida con enormes bloques de piedra argamasada. El Nómada había escrito que se habían necesitado miles de esclavos trabajando desde el amanecer hasta el anochecer durante más de veinte años para construir el monumental edificio. La torre se alzaba por encima de la ciudad, dominando los barrios bajos y mercados que la rodeaban, y resultaba visible a kilómetros de distancia de los muros exteriores de la ciudad.

En el extremo opuesto del estadio, separada de la zona principal de la ciudad por una gruesa y elevada muralla, se encontraba la Torre Dorada, el palacio donde había vivido el rey-hechicero, Kalak. Rodeada de jardines exuberantes y paseos de columnas, la Torre Dorada estaba circundada por el barrio de los templarios, donde los siervos del rey habían residido en medio del lujo, aislados de las gentes a las que dominaban.

Había tres grandes puertas que daban acceso a la bien fortificada ciudad. La Puerta Principal estaba orientada hacia las montañas y daba acceso al extenso recinto del palacio. La Puerta del Estadio, situada entre el barrio de los templarios y el de los comerciantes, conducía al estadio y a la arena. La Puerta de las Caravanas, en el extremo opuesto de la ciudad desde el palacio, era la entrada principal a la ciudad, y daba a la calle más amplia y bulliciosa de Tyr, la Avenida de las Caravanas, que atravesaba el barrio de los mercaderes hasta llegar a la plaza del mercado central, cerca de la base del zigurat de Kalak.

La Puerta Principal era la más cercana al sendero que descendía de las colinas situadas al pie de las montañas, pero Sorak no esperaba que lo dejaran entrar por la puerta del palacio y por lo tanto decidió rodear la muralla exterior, pasando junto a las granjas y campos de las afueras para dirigirse a la Puerta de las Caravanas. Montaba uno de los crodlus pertenecientes a los bandidos muertos y conducía a los otros sujetos por una cuerda. En realidad no habría sido necesario atarlos, ya que habrían seguido tranquilamente a Chillido, pero el joven no consideró necesario llamar la atención sobre sus extraordinarios poderes -por lo menos, no aún- y además tuvo el buen sentido de mantener la espada oculta bajo la capa.

Los guardias de la puerta lo sometieron a un breve interrogatorio antes de dejarlo pasar. Él les explicó que era un simple pastor que criaba y adiestraba crodlus en el altiplano, y que había traído aquella reata para venderla en el mercado.

A los centinelas lo que más les interesó fue Tigra, puesto que no habían visto nunca antes un tigone domesticado. Tigra no era precisamente manso, pero Sorak no lo mencionó; explicó que había criado al animal desde que era un cachorro y que la bestia le obedecía en todo y le era de gran ayuda para cuidar el rebaño de crodlus. Acto seguido demostró su control sobre el tigone con unas pocas órdenes sencillas, que Tigra obedeció al instante, y animando luego a los guardias a acariciarlo, cosa que uno de los más osados se atrevió a hacer y que pareció satisfacer al resto cuando comprobaron que el animal permitía la caricia sin sacudirse el brazo de encima. En realidad aquellos hombres estaban siempre ansiosos por admitir comerciantes en la ciudad, ya que los beneficios de cualquier cosa que se vendiera en los mercados de Tyr estaban sujetos a un impuesto que iba a parar a las arcas de la ciudad, que era de donde salía el dinero para pagar sus sueldos. No obstante, advirtieron a Sorak que sería responsable de cualquier daño que su tigone ocasionara, tanto a la vida como a la propiedad.

En cuanto atravesó las enormes puertas, el joven se encontró circulando por la Avenida de las Caravanas, la calle más ancha de la zona principal de la ciudad. Todas las otras calles que vio partir de aquella avenida eran poco más que estrechos callejones que serpenteaban por entre los apiñados edificios. Mientras conducía a los crodlus por el bulevar, lo asaltó una desconcertante aglomeración de imágenes, sonidos y olores. En las Montañas Resonantes no había existido escasez de estímulos para los sentidos, pero la primera impresión de la ciudad estuvo a punto de provocarle un ataque de confusión y pánico.

¡Cuánta gente!, exclamó Kivara muy excitada. ¡Y cuánto ruido!

Parece un hormiguero, intervino Eyron, sorprendido. ¿Cómo puede vivir tanta gente junta en un espacio tan pequeño?

En tan sólo el espacio ocupado por una manzana, Sorak vio humanos, elfos, semielfos e incluso algunos enanos y semigigantes. Algunos conducían carretas o empujaban carretillas de madera; otros llevaban cestos sobre la cabeza o grandes pesos a la espalda, todos yendo y viniendo en una continua riada de gente que iba y venía de la plaza del mercado central. El mercado se extendía hasta las puertas de la ciudad, con tiendas y tenderetes instalados a ambos lados de la bulliciosa calle. Vio nobles recostados en la comodidad de sus resguardadas literas, que hacían caso omiso de los mugrientos pordioseros sentados sobre el polvo que extendían las manos, suplicantes. Soldados armados se mezclaban con la muchedumbre, al acecho de ladrones y rateros. Los vendedores de comida canturreaban sus ofertas a los transeúntes, y comerciantes con mercancías de toda clase levantaban sus artículos y los voceaban para atraer clientes.

Sorak no había experimentado jamás tal baño de olores. Acostumbrado desde hacía mucho tiempo a captar el más tenue de los rastros en las frescas y vivificantes brisas de la montaña, se sentía avasallado por el olor de tantos cuerpos entremezclándose a su alrededor, los olores almizcleros de los rebaños de animales y las bestias de carga y los fuertes aromas de carnes regadas y condimentadas cocinándose sobre braseros en los tenderetes de comida. Mediaba un gran abismo entre esto y la pacífica y espiritual atmósfera del convento villichi y la bucólica serenidad de las Montañas Resonantes.

Sentía la ansiedad de la Centinela, que intentaba asimilar todo aquello; su pulso latía acelerado con el regocijo de Kivara ante la novedad de la experiencia; percibía la infantil admiración de Poesía, el recelo de Eyron y la inquebrantable determinación del Vagabundo de permanecer alerta y evitar que el tumulto y la confusión lo distrajeran. Mientras cabalgaba por la atestada calle, paseando la mirada a su alrededor de una imagen fascinante a otra, notaba la presencia tranquilizadora de la Guardiana, que luchaba por mantener un equilibrio dentro de la tribu a la vista de tantas cosas nuevas para ellos.

No tenía ni idea que pudiera ser así, le comentó Sorak. ¿Cómo puede nadie pensar correctamente con tantas distracciones? ¿Cómo se puede vivir con tanto ruido?

Probablemente uno se acostumbra a ello con el tiempo, respondió la Guardiana.

No creo que yo pueda conseguirlo nunca, repuso Sorak. Sacudió la cabeza. ¿Crees que es así todo el tiempo?

Imagino que amainará con la noche, dijo la Guardiana. Quizás otras partes de la ciudad sean más tranquilas. No lo sé, Sorak. Yo también soy nueva aquí.

Sorak sonrió interiormente ante su broma; luego acalló a Kivara, que quería que se detuviera ante cada tenderete y tienda que pasaban.

También yo siento curiosidad, Kivara, le dijo mentalmente. Hay muchas cosas que ver, pero ahora no es el momento. Ten paciencia.

No tuvo dificultad en abrirse paso por entre la multitud. Montado en un crodlu y conduciendo una reata de otros cuatro tras él, no sólo podía ver muy por encima de la gente, sino que su aproximación hacía que la gente se apartara rápidamente a su paso. Los crodlus tenían fama de morder de vez en cuando y llevarse entre las fauces algun algún o que otro trozo de pierna o brazo; sus bufidos, balidos y resoplidos ayudaban a abrir el paso, y más de una de las personas ante las que pasaban alzaba la mirada para contemplarlo con curiosidad.

¿Por qué me miran de este modo?, preguntó interiormente.

Porque nunca antes habían visto un elfling, respondió la Guardiana.

¿De verdad soy tan diferente?

Si fuéramos a pie, tal vez no se fijaran tan fácilmente en nosotros, explicó la Guardiana, pero montados en un crodlu sobresalimos por encima de la multitud y no pueden evitar vernos. Incluso los semielfos que hemos visto son más altos que el humano medio, y con extremidades más largas. Nosotros tenemos proporciones humanas normales, pero nuestras facciones son diferentes.

Jamás me había sentido tan fuera de lugar, se quejó Sorak. Me ilusionaba visitar la ciudad, pero no creo que quisiera vivir así.

Tras un corto recorrido, el muchacho llegó a una plaza abierta en el centro del distrito comercial, donde los tratantes de animales habían instalado sus corrales. El olor a estiércol se mezclaba con el olor a sudor y el aroma almizcleño de pieles de animales de casi todo tipo. Uno de los corrales estaba lleno de z´ ' tals, la r gartos erguidos que se vendían principalmente por su carne, aunque sus escamas flexibles se utilizaban a menudo para fabricar navajas de afeitar o cuchillos pequeños. Los animales brincaban de un lado a otro en un intento de saltar por encima del parapeto del recinto, pero no conseguían saltar lo suficientemente alto y, como estúpidos, se dedicaban a saltar en masa de un extremo del corral al otro, emitiendo agudos ladridos.

Otro corral contenía jankxes, pequeños mamíferos peludos que vivían en madrigueras comunitarias allá en el desierto y eran apreciados por su carne y piel. Su recinto tenía un grueso suelo de madera para evitar que los animales escaparan cavando un túnel. Perplejos, no paraban de arañar la madera con las zarpas, incapaces de comprender por qué aquel curioso «suelo» no se aflojaba.

Más adelante, Sorak vio corrales más grandes que se utilizaban para guardar kanks. Los enormes y dóciles insectos paseaban perezosamente por sus atestados confines, ofreciendo con el tintineo de sus mandíbulas un acompañamiento de percusión a los gritos y aullidos de todos los otros animales. Sus dermatoesqueletos se utilizaban a menudo como armadura, pero no era una armadura de gran calidad, ya que era quebradiza y había que reemplazarla con frecuencia. Los kanks eran más estimados por la espesa miel verde que segregaban, que era muy alimenticia y se utilizaba mucho como edulcorante en comidas y bebidas.

Más allá de los recintos para kanks había enormes corrales que encerraban erdlus, aves de color rojo y gris incapaces de volar, de unos dos metros de altura y un peso de casi setenta y cinco kilos. Los huevos de erdlu eran un elemento básico en la dieta athasiana. Las asustadizas aves se removían en compacta piña por sus corrales, las largas y fuertes patas pateando el suelo, y sus sinuosos cuellos se estiraban en todas direcciones mientras de sus picos en forma de cuña surgían agudos chillidos ensordecedores, en especial cuando Sorak se acercó a ellas acompañado por Tigra. La presencia del tigone provocó que echaran a correr en círculos entre grititos de alarma.

En el otro extremo de la plaza, en el punto más cercano al zigurat, había una zona abierta en la que no existían corrales, pues los animales allí vendidos eran demasiado grandes para caber en ellos. Los inixes podían alcanzar una longitud de cinco metros y un peso de dos toneladas. No habrían cabido en ninguna corraliza, y por ese motivo estaban encadenados a enormes bloques de piedra que actuaban como anclas e impedían que se pasearan por ahí. Aquellos lagartos tenían los lomos protegidos por gruesos y resistentes caparazones y escamas acorazadas capaces de soportar pesos desmesurados, motivo por el que a menudo se utilizaban en las caravanas para transportar jinetes sentados en cómodas sillas sujetas a sus enormes lomos, e incluso la nobleza acostumbraba a utilizarlos como vehículos para moverse por la ciudad, dejando que los criados condujeran al animal con un pincho de punta de obsidiana mientras ellos se relajaban en sus lujosas y sombreadas sillas trono.

En el otro lado de la zona abierta, bien apartados del resto de animales, Sorak vio varios mekillots, los más grandes de los saurios athasianos. Los mekillots se utilizaban como bestias de tiro para caravanas, capaces fácilmente de tirar del más pesado de los carromatos, o como saurios de combate, con sillas acorazadas sobre el lomo. Únicamente las firmas adineradas o los ejércitos permanentes podían permitirse comprarlos, ya que los mekillots eran caros de mantener y bastante resabiados. Cualquiera que pasara cerca del campo de acción de sus largas lenguas era susceptible de convertirse en su comida. Tan sólo existía una forma de controlarlos, y era emplear gentes con poderes paranormales como cuidadores. Evidentemente, cualquier comerciante que tratara en mekillots necesitaba emplear un cierto número de tales expertos para mantener a los gigantescos lagartos bajo control, ya que podían con toda facilidad abrirse paso por entre cualquier cercado o partir con los dientes las cadenas más gruesas.

De todos los tratantes de animales de la plaza, sólo uno que comerciaba con inixes tenía crodlus para vender, y Sorak vio que únicamente tenía dos, colocados en un corral aparte. Se aproximó al comerciante, un humano que le dirigió una rápida mirada de arriba abajo y decidió que quería hacer tratos.

– Veo que has traído algunos crodlus -comentó el tratante cuando Sorak desmontó ante él. Y entonces descubrió a Tigra-. ¡Por el dragón! ¡Un tigone!

Tigra no te hará daño -dijo Sorak-. He criado al tigone desde que era un cachorro, y siempre hace lo que le digo.

– No sabía que se podían domesticar -repuso el comerciante con interés-. Debe de requerir mucha paciencia, aunque a un pastor que cría crodlus en la meseta no le faltará una buena cantidad de ese producto, ¿verdad?

Sorak sonrió.

Si el comerciante sentía curiosidad por los antepasados del joven, no lo dijo. Lo que le importaba era hacer negocios. Sorak se replegó para permitir el paso a la Guardiana, y ésta percibió al instante que el tratante intentaría estafarlos.

– ¿Te interesa hacerme una oferta por estos crodlus? -preguntó.

– Tal vez -respondió el tratante-. Pero, como puedes ver, ya tengo dos, y la demanda de crodlus no es muy grande en estos momentos.

– Ya -repuso la Guardiana-. Bien, en ese caso no estarás demasiado interesado en aumentar tus existencias. No te haré perder el tiempo. A lo mejor alguno de los otros tratantes esté interesado en hacerme una oferta.

– Bueno, bueno, no vayamos tan deprisa -interpuso el comerciante a toda prisa-. No dije que no estuviera interesado, sólo que las condiciones del mercado con respecto a los crodlus no son tan favorables como debieran. No obstante, ¿quién puede decir que estas condiciones no vayan a cambiar? Estoy en el mercado cada día, no como un pastor, que no puede permitirse el lujo de esperar a que aumente la demanda. Podría arriesgarme a aumentar mis existencias actuales, si el precio fuera el correcto.

– ¿Qué considerarías un precio justo? -inquirió la Guardiana, y al instante vio en su mente cuáles eran los precios actuales de mercado para los crodlus. Éstos no eran ni mucho menos desfavorables, sino muy al contrario. El hombre tenía ya un pedido en firme de la legión tyriana de doce crodlus, pero no podía satisfacerlo; con los dos que ya tenía y los cinco de Sorak, sólo necesitaría cinco más, y la legión se quedaría con los siete incluso aunque no pudiera completar todo el pedido. No perdería nada en el negocio.

El tratante mencionó una cantidad que era la mitad del precio de salida. La Guardiana respondió de inmediato con una contrapropuesta, triplicando la cantidad que él había dicho. Empezaron a regatear en serio. El hombre ofreció cambiar los crodlus por algunos de sus inixes, de los cuales tenía un excedente, pero la Guardiana declinó y dijo que sólo aceptaría efectivo. Con su habilidad para leer la mente del comerciante, el ente tenía a su oponente en total desventaja, y éste ni siquiera lo sospechaba. No tardaron demasiado en llegar a un acuerdo y la Guardiana acabó aceptando una cantidad sólo ligeramente por debajo del precio de salida de los crodlus, concediendo al otro aquella pequeña satisfacción. Después de todo, los animales no le habían costado nada a Sorak, y éste se alejó a poco con una bolsa llena de monedas de plata que añadir al dinero cogido a los salteadores muertos.

Me pregunto si esto será suficiente, comentó.

No podremos saberlo h b asta averiguar lo que cuestan aquí las cosas, respondió la Guardiana.

Tal vez tendremos que permanecer en la ciudad algún tiempo antes de poder entrar en contacto con la Alianza del Velo, intervino Eyron. Más tarde o más temprano, este dinero se acabará, y ya no tendremos forma de obtener más.

– En ese caso tendremos que encontrar una -replicó Sorak en voz alta. Una o dos personas que pasaban lo contemplaron con curiosidad, y el joven comprendió que debía vigilar aquella tendencia suya a hablar en voz alta cuando conversaba con su tribu. No podía esperar que aquella gente comprendiera.

Recordó una conversación sostenida con la gran señora Varanna.

– Aquí en el convento -le había dicho ella-, existe una mayor tolerancia hacia aquellos que son, de algún modo significativo, diferentes. Eso se debe a que todas sabemos lo que significa ser diferentes nosotras mismas. Sin embargo, ni siquiera las villichis son inmunes al temor y al prejuicio; cuando llegaste aquí, hubo una fuerte oposición a la idea de aceptar a un varón en el convento, y que además era un varón elfling.

– Pero una vez que las hermanas me conocieron, me aceptaron -había respondido él.

– Sí, eso es cierto, y puede que también sea cierto para mucha gente del mundo exterior; pero encontrarás menos tolerancia allí, Sorak. Nosotras, las villichis, sabemos lo que significa ser una tribu de uno porque ha sucedido entre nosotras. Allí afuera, la gente no sabe lo que es. Si lo supieran, no lo comprenderían y los asustaría. Y, cuando las personas se asustan, se sienten amenazadas y se vuelven espantosas.

– Así pues… ¿tendré que ocultar mi auténtica naturaleza a todo el mundo excepto a las hermanas? -había preguntado.

– Quizá no siempre -había respondido Varanna-. Pero existen cosas en todos nosotros que es mejor guardar para uno mismo, al menos hasta que encontremos a alguien a quien no deseemos ocultar nada, alguien en quien no vacilaríamos en confiar aquello que es nuestra esencia más profunda e íntima. Y ésa es una clase de confianza que sólo se crea con el tiempo. Es bueno valorar la verdad y buscarla, pero hay ciertas verdades que no todo el mundo puede conocerlas. Recuerda eso.

Sorak lo recordaba y recordó también que se encontraba en un mundo totalmente nuevo y que no conocía a aquellas gentes. Y ellas no lo conocían a él. Exterior – mente, ya existían varias cosas en él que eran diferentes, y, en su avance por la atestada calle, los transeúntes no podían evitar darse cuenta. Veían a un desconocido alto ataviado como un pastor, todo él vestido de color marrón, con una espesa melena negra que le llegaba hasta los hombros y facciones algo exóticas. Veían también a un tigone que trotaba a su lado como un animal domesticado. Algunos se encontraban con su penetrante mirada y desviaban a toda prisa los ojos, sin saber realmente el motivo; la gente lo señalaba al pasar e intercambiaba cuchicheos.

Se detuvo en uno de los puestos de comida y pidió al vendedor un cuenco pequeño de verduras cocidas y unos cuantos trozos grandes de carne cruda de z'tal z´tal.

– ¿Cruda? -se sorprendió el buhonero.

– Para mi amigo -dijo Sorak, bajando la mirada hacia Tigra.

El hombre miró por encima de la división de su puesto, situado a la altura de la cintura; al descubrir al tigone tumbado en el suelo a los pies del joven, lanzó un grito y saltó hacia atrás, tirando algunos de sus pucheros.

– No existe motivo de alarma -tranquilizó Sorak al vendedor-. Tigra no te hará nada.

– Si tú lo dices, extranjero. -El vendedor tragó saliva-. ¿Cuántos trozos de carne cruda quieres?

Sorak escogió unos pocos pedazos selectos y se los dio a Tigra; luego pagó al h n ombre y tomó su cuenco de verduras. No había tomado más de dos o tres bocados cuando escuchó el tintineo de caparazón y armadura a su espalda y se volvió, para encontrarse con un pelotón de soldados detenidos a pocos metros de distancia con las espadas desenvainadas. Algunos sostenían picas, que apuntaban hacia Tigra.

– ¿Es tuyo ese animal? -inquirió el oficial que los mandaba. Su voz era severa y contundente, pero aun así revelaba inquietud.

– Sí -respondió Sorak.

– No se permiten animales salvajes dentro de la ciudad -dijo el oficial.

– ¿Y todos esos animales salvajes del mercado? -preguntó el joven sin dejar de comer.

– Están en corrales, bajo control.

– Los inixes no están en corrales -le recordó Sorak-, ni tampoco los mekillots, y son mucho más peligrosos que mi tigone.

– Todos tienen adiestradores -respondió el oficial.

– Como mi tigone. Tigra me pertenece; yo soy el adiestrador.

– El animal representa una amenaza para los ciudadanos de Tyr.

– Mi tigone no amenaza a nadie -protestó Sorak-. Observareis que Tigra permanece en calma a pesar de vuestra actitud hostil y de las armas que me apuntan. Ese tipo de cosas por lo general enojan al animal.

Los soldados situados detrás del oficial intercambiaron nerviosas miradas.

– Es ilegal que el animal esté dentro de las murallas de la ciudad -afirmó el hombre.

Sorak se replegó al interior y dejó que la Guardiana tomara el control. Ésta sondeó la mente del soldado.

– No existe ninguna ley que prohiba prohíba específicamente los tigones dentro de la ciudad -dijo con la voz de Sorak.

– ¿Me estás diciendo que no conozco la ley?

– No, no tengo la menor duda de que conocéis la ley -respondió la Guardiana-. Y también sabéis que no la he quebrantado. No obstante, si deseáis conducirme ante el Consejo de Asesores para aclarar este asunto, no tengo objeción. De todos modos tengo que comunicarles una información importante.

De repente, el oficial pareció no estar muy seguro del terreno que pisaba. Entrecerró los ojos y preguntó:

– ¿Tienes asuntos que tratar con el consejo?

– Sí. Lo cierto es que iba hacia allí y simplemente me había detenido a comer algo. ¿Tal vez tendríais la amabilidad de acompañarme…

La Guardiana detectó dudas en la mente del soldado. Quizá, pensaba éste, fuera mejor no contrariar a aquel desconocido de aspecto curioso. A lo mejor era importante; no parecía en absoluto importante, pero sí muy seguro de sí mismo.

La Guardiana decidió aumentar su incertidumbre.

– Claro está -dijo- que, si tenéis asuntos más importantes que atender, yo no deseo apartaros de ellos. ¿Có o mo os llamáis, capitán, para que pueda alabaros ante el consejo por vuestra diligencia? -Mientras hablaba, dejó que la capa de Sorak se entreabriera un poco para que el oficial pudiera ver la espada.

La mirada del hombre se desvió veloz hacia el arma y observó la empuñadura envuelta en hilo de plata y la cruz de bronce, la delicada vaina de cuero y su insólita forma. Sus ojos volvieron a encontrarse con los de Sorak, y la expresión de su rostro ya no era tan severa.

– Mi nombre es capitán Zalcor. Y, si deseas que te acompañe a las dependencias del consejo, no tengo ningún asunto urgente en este momento.

– Excelente -respondió la Guardiana; devolvió el cuenco vacío al vendedor, que lo había escuchado todo fascinado-. Muchas gracias. Cuando estéis listo, capitán Zalcor.


Sadira estrelló el puño azabache contra la larga y pesada mesa de la pequeña sala del consejo, volcando con ello varias copas de agua.

– ¡Ya basta, Timor! -exclamó enojada, los ambarinos ojos llameando bajo la rubia melena-. ¡Estoy harta de oír lo mismo una y otra vez! ¡No podemos volver, y no lo haremos, a como estaban las cosas antes, por mucho que vosotros los templarios protestéis!

– Con el debido respeto, yo no protestaba -replicó el sumo templario con suavidad, tamborileando sobre la mesa con los dedos-, Me limitaba a indicar que todos los problemas que ahora experimentamos son directamente atribuibles a una cosa y a una sola: el fin de la esclavitud en Tyr. No creo que podáis culpar de ello a los templarios, ya que fue idea vuestra liberar a los esclavos, no nuestra.

– ¡Habrá que pasar por encima de mi cadáver para volver a instaurar la esclavitud en Tyr! -dijo el calvo mul llamado Rikus, alzándose de su silla para dirigir una mirada amenazadora al sumo templario.

– Siéntate, Rikus, por favor -intervino Sadira-. Estas disputas constantes no nos conducen a nada. Necesitamos soluciones, no más problemas.

Con una mueca, el macizo ex gladiador volvió a sentarse en la presidencia de la mesa, junto a Sadira.

– En cuanto a aceptar la culpa en esta cuestión -continuó Sadira-, la falta no está a en el edicto que declaró ilegal la esclavitud en Tyr, sino en el régimen que la instauró en primer lugar. Cuando las gentes vivían oprimidas, carecían de esperanza. Sin embargo, ahora que son libres, no tienen un sustento. Les hemos dado libertad, pero eso no es suficiente; debemos ayudarlos a encontrar su puesto en la sociedad tyriana.

– Los templarios jamás han intentado poneros trabas al respecto -respondió Timor-. Lo cierto es que hemos cooperado con este nuevo gobierno hasta el máximo de nuestras posibilidades, pero, aun así, no podéis esperar derribar una institución de muchos años sin tropezar con dificultades. Sin duda recordaréis que os advertí sobre ello; avisé que libertar a los esclavos provocaría estragos entre los comerciantes y alteraría la ley y el orden de la ciudad, pero vosotros teníais la mente puesta en elevados ideales en lugar de en consideraciones prácticas. Ahora cosecháis los resultados de vuestras mal meditadas acciones.

– Lo que recogemos son los resultados de siglos de opresión por parte de Kalak y sus templarios -respondió Rikus colérico. Señaló con el dedo al templario y siguió-: Tú y los parásitos que componen la nobleza habéis engordado con la sangre de los esclavos. Me resulta difícil compartir tu deseo de recuperar todos los esclavos.

– A pesar de lo mucho que odio tener que contradecir a uno de los héroes de la revolución -replicó Timor con sarcasmo-, lo cierto es que yo, personalmente, no deseo en absoluto que mis antiguos esclavos vuelvan a ser esclavos. A los esclavos de mi casa siempre se los trató bien, y todos eligieron permanecer conmigo como criados en lugar de lanzarse al torbellino de incertidumbre que habéis creado para todos los otros antiguos esclavos de Tyr.

– ¿De verdad han elegido quedarse contigo? -preguntó Rikus, frunciendo el entrecejo.

– ¿Por qué no? Pago buenos salarios, tal y como exige

el nuevo edicto. El gasto extra queda fácilmente compensado por la cantidad que les cobro por darles alojamiento y comida.

– Es decir que nada ha cambiado para ellos -dijo Ri – kus con repugnancia-. Les pagas sus salarios con una mano y con la otra recuperas el dinero a cuenta del alquiler. Siguen sin ser otra cosa que esclavos.

– Lamento discrepar -protestó Timor, enarcando las cejas-. Simplemente están experimentando el precio de la libertad. Como esclavos, eran de mi propiedad y yo estaba obligado a cuidar de ellos; como hombres libres, pueden elegir entre marcharse o quedarse, y sólo estoy obligado a pagarles por el trabajo que realizan. No tengo por qué alojarlos, y no hay nada que les impida buscar alojamiento más barato. No obstante, parecen preferir la comodidad y seguridad del barrio templario a la criminalidad y pestilencia que encontrarían en otras partes de la ciudad. Y, puesto que les ofrezco alojamiento de categoría, no considero que sea exagerado cobrarles de acuerdo con ello. De hecho, soy más que justo en esto, ya que no les cobro más de lo que pueden pagar.

– Un templario siempre encuentra el modo de eludir la ley -masculló Rikus despectivo.

– Es suficiente -intervino Sadira con firmeza-. Aunque de ningún modo acepto las racionalizaciones con que se disculpa Timor, éstas subrayan un punto válido; no pensamos en cómo afectaría a la ciudad la prohibición de la esclavitud, y ahora pagamos el precio de ese descuido. La cuestión que se presenta ahora ante el consejo es cómo remediar la situación. La concesión de derechos de propiedad a los antiguos esclavos en los campos de cultivo de Kalak situados fuera de la ciudad no ha solucionado el problema adecuadamente. Muchos no están aprovechando la oportunidad; pero, aunque lo hicieran, no habría suficiente tierra fértil para todos. Y, entre aquellos que han establecido granjas, ya hemos visto surgir disputas sobre derechos de agua, límites y derechos de paso.

» «Tenemos aún decena a s de antiguos esclavos en la ciudad que piden limosna por las calles. Los disturbios en los barrios más pobres, al igual que en el mercado elfo, se han convertido en algo corriente, y se están extendiendo a otras zonas de la ciudad. Las turbas se están volviendo lo bastante grandes para intimidar a los soldados, y, si estos levantamientos continúan, cada vez vendrán menos comerciantes a la ciudad. Muchos ya han empezado a unirse a caravanas que se dirigen a Urik en lugar de venir aquí. Sobrevivimos a una guerra con Urik para vernos abocados ahora a otra más: una guerra comercial. Si nuestro tesoro se reduce aún más mientras el de Urik crece, no pasará mucho tiempo antes de que sean lo suficientemente poderosos para volver a atacarnos.

– Tal y como están yendo las cosas, quizá ni tengan que hacerlo -repuso Timor con ironía-. La gente simplemente les abrirá las puertas para dejarlos entrar.

– Jamás! -exclamó Rikus-. ¡No después de todo lo que han sufrido para acabar con la tiranía de Kalak!

– Es posible que, por el momento, tengáis el apoyo del pueblo -replicó Timor-, pero no contéis demasiado con ello. La memoria de la gente es corta, y la turba es voluble. Los héroes que mataron a Kalak se convertirán muy pronto en los miembros del consejo que han traído la ruina a la ciudad, y la muchedumbre que antes os vitoreaba empezará a clamar pidiendo vuestras cabezas.

– Y apuesto a que eso te gustaría, ¿verdad? -dijo Rikus apretando los dientes.

– ¿A mí? -contestó él-. Me malinterpretas, consejero. No os guardo rencor ni mala voluntad. Recuerda que también yo me siento en el consejo, y, si la turba empieza a pedir vuestras cabezas, también pedirán la mía; asimismo quisiera añadir que no redundaría exactamente en mi interés que este gobierno fracasara y Tyr cayera en manos de Urik. Como antiguo templario de Kalak, sería de los primeros que el rey Hamanu haría ejecutar.

– Hasta ahora, hemos escuchado una letanía de cosas que hemos hecho mal -dijo Sadira-, pero aún no hemos oído ninguna sugerencia por parte de los templarios sobre qué e podemos hacer bien.

Los demás miembros del consejo asintieron y murmuraron su acuerdo. Ninguno parecía tener sugerencias constructivas que ofrecer, y preferían que tal compromiso recayera sobre los templarios.

– Da la casualidad de que tengo algunas humildes propuestas -respondió Timor.

– Puedo perfectamente imaginar cuáles son -masculló Rikus.

– Déjalo hablar, Rikus -intervino el consejero Kor-. No podemos juzgar estas propuestas hasta haberlas escuchado.

– Gracias -dijo Timor con una leve inclinación de cabeza-. Mi primera propuesta es que establezcamos un arancel sobre todos los productos agrícolas que entren en la ciudad.

– ¿Qué? ¿Más impuestos? -le espetó Rikus con incredulidad-. ¿Es ésa tu solución? ¡Necesitamos estimular el comercio, no expulsar a los granjeros de nuestros mercados!

– Para estimular el comercio, primero debemos tomar medidas para detener la competencia desleal -repuso Timor-. Los antiguos esclavos que tienen granjas fuera de los muros de nuestra ciudad y cosechan para alimentar a los ciudadanos estarán exentos de este arancel, y de este modo podrán comercializar sus productos a un precio inferior que los granjeros que traen sus productos de zonas remotas. Esto asegurará un mercado a nuestros colonos e incentivará a otros para que tomen parte en el programa. Y los beneficios que los colonos obtengan les permitirán contratar jornaleros, que saldrán de las filas de los mendigos de la ciudad.

– ¿Qué sucederá con los granjeros que traen sus productos a nuestros mercados desde zonas más remotas? -preguntó Sadira.

– Tendrán que conformarse con un beneficio menor o vender su mercancía en otra parte.

– Tal vez elijan bajar sus precios lo suficiente para poder competir con el género cultivado localmente -apuntó el consejero Dargo.

– Si el arancel es lo bastante elevado, no podrán competir con los colonos -respondió Timor-. Además, ¿por qué hemos de preocuparnos por ellos? Han estado engordando a base de los beneficios obtenidos en nuestros mercados, y, en ausencia de competencia local, han con n- seguido controlar los precios con la consecuente subida del precio de la comida aquí en la ciudad. El arancel no tan sólo estimularía la producción agrícola, sino que bajaría los precios de los artículos y en consecuencia bajaría el precio de la comida en los puestos de comidas y en las posadas y tabernas de la ciudad. Eso es algo que la gente sin duda apoyaría.

– La idea tiene su mérito -dijo Sadira pensativa-. No obstante, has pasado por alto el hecho de que aún no existe suficiente terreno fértil para repartir.

– Hay más que suficiente para convertir a la ciudad en autosuficiente en cuestión de productos agrícolas -manifestó Timor-, y es justo que aquellos que tuvieron la previsión y laboriosidad para aprovechar el programa desde el principio reciban las mayores recompensas. Para aquellos que se han retrasado en aprovechar el programa, todavía quedarán trabajos como jornaleros en las granjas de los colonos, en cuanto éstos estos empiecen a obtener beneficios. Aunque también pueden aprovechar nuestra segunda propuesta, que creará un nuevo programa para solucionar justo la cuestión que habéis planteado.

»Bajo este nuevo programa -continuó Timor-, el tesoro de la ciudad efectuará préstamos a un interés moderado, a cualquiera que desee instalarse en el valle para criar rebaños que luego se venderían en Tyr. Estos préstamos se podrían utilizar para la compra de animales en nuestros mercados, que servirían para iniciar el rebaño. Y, para aquellos que aprovecharan el programa, existiría la primera vez una exención de la tasa de mercado. De este modo podrían criar z'tals z´tals o kanks o crodlus para nuestro ejército, traerlos a Tyr para venderlos, y utilizar las ganancias para liquidar sus préstamos en plazos razonables. Al igual que los que participan en el programa de granjas, estarían exentos del arancel y esto aseguraría un mercado para sus animales.

– Pero ¿qué les impediría comercializar sus animales en otra parte? -quiso saber otro miembro del consejo.

– Absolutamente nada -replicó Timor-, excepto que les resultaría más conveniente hacerlo en Tyr. El gasto de conducir sus bestias a otros mercados reduciría las ganancias, y estarían obligados a competir con pastores de zonas remotas de las mesetas, que estarían buscando otros mercados para evitar nuestro arancel. Y, como sucede con los granjeros, estos pastores han elevado sus precios por falta de competencia. Este plan serviría para proporcionar un sustento lucrativo a muchos de los antiguos esclavos, al tiempo que abarataría hasta niveles razonables los precios de los animales que consumimos y de otros. Los pastores del programa ganarían dinero, y los habitantes de la ciudad lo ahorrarían; todo el mundo estaría contento, y se alabaría al nuevo gobierno por la recién adquirida prosperidad.

– Por mucho que odie tener que admitirlo -declaró Rikus-, estas propuestas tienen mucho sentido, al menos en apariencia. No obstante, ¿qué impediría a los ciudadanos libres de Tyr tomar parte en los programas y dejar fuera a los antiguos esclavos?

– ¿Y qué si lo hacen? -objetó Timor-. Nuestro objetivo es disminuir el número de mendigos, tanto si son antiguos esclavos como si no. Si estos programas reducen el número de indigentes o la delincuencia en nuestras calles al garantizar un sustento a aquellos a los que la desesperación empuja a robar, nadie se quejará. Y, si algunos de nuestros ciudadanos abandonan sus trabajos para tomar parte en los programas, eso dejará vacantes que podrían ocupar antiguos esclavos. El objetivo oculto tras estas iniciativas es la necesidad de convertir a Tyr en más autosuficiente si es que queremos que la ciudad sobreviva. Hay que importar menos y exportar más, y a ese fin haré una tercera propuesta, y es que ofrezcamos una deducción tributaria a todo aquel que decida abrir una nueva industria en Tyr que emplee ciudadanos y suministre productos para exportar. Tenemos, por ejemplo, mayores recursos en hierro que cualquier otra ciudad, pero tales recursos jamás han sido explotados de forma adecuada.

– Pero si nuestro tesoro da todos estos créditos y deducciones tributarias, se reducirán los ingresos de la ciudad -objetó el consejero Kor.

– Sólo por ahora -insistió Timor-. Nuestros ingresos caerán durante el primer año; pero, en cuanto los participantes en estos programas obtengan beneficios, se empezarán a pagar los créditos y los ingresos continuarán aumentando, porque tendremos más y más ricos contribuyentes. Eso es lo bueno del arancel de importación; de hecho creamos un nuevo impuesto que no afecta a nuestros ciudadanos y demostramos nuestra preocupación por su bienestar eximiéndolos de pagarlo. En parte, el nuevo arancel compensará cualquier pérdida de ingresos a corto plazo que podamos sufrir a través de la creación de estos programas; pero, entretanto, el resto de nuestra estructura fiscal permanece igual.

– Pero ¿qué hay de estas deducciones tributarias que has planteado? -inquirió Sadira.

– No son más que deducciones al iniciar la operación -respondió Timor encogiéndose de hombros-, y añaden incentivos para poner en marcha los programas. Una vez en funcionamiento, veremos cómo resultan en un aumento de los ingresos. Mientras anunciaremos que, en lugar de aumentar los impuestos para enfrentarnos a los actuales problemas, hemos decidido congelarlos tal y como están ahora, para no añadir una carga más a nuestros ciudadanos, y que incluso utilizaremos los ingresos por impuestos disponibles para crear nuevos empleos. Una vez creados, estos empleos aumentarán nuestros ingresos sin la odiosa necesidad de tener que aumentar los tributos. El consejo se habrá mantenido firme, demostrado su preocupación por la gente y aumentado los ingresos por impuestos de un modo que apenas se notará.

– No sé, pero suena a fraudulento -indicó Rikus con una mueca.

– Oh, perdona. Creía que discutíamos formas de salvar a nuestra ciudad de la destrucción -dijo Timor en tono seco-. Ignoraba que habíamos elevado esta discusión a la moralidad de Tyr, y no he venido preparado para sugerir medidas en esa dirección. Además, creo que descubrirás que ésa no es precisamente una prioridad entre nuestra población. El pueblo no desea honradez y hambre; desean una apariencia de honestidad y comida. Si les cuentas la verdad, te lincharán siempre.

– Un templario siempre sabe cómo matizar la verdad -masculló Rikus en tono agrio.

– Y siempre sabe que la verdad tiene muchos matices -respondió el otro sonriendo-. Si se me permite continuar, tengo una última propuesta, y ésta se refiere a la cuestión de los recursos humanos y semihumanos de Tyr.

– Sigue -indicó Sadira.

Timor asintió con la cabeza.

– Estoy seguro de que todos estaréis de acuerdo en que el mayor bien de una ciudad es su gente, y que cualquier gobierno debería explotar tal potencial al máximo. Lamentablemente, se nos niega todo el valor de este bien porque algunos ciudadanos prefieren ocultar su luminosidad bajo un cesto, o quizá, si lo exponemos de un modo más apropiado, se mantienen bajo tierra.

– ¿Te refieres a la Alianza del Velo? -preguntó el consejero Kor.

– Precisamente. Ahora bien, en el pasado, los templarios y la Alianza del Velo estuvimos enfrentados políticamente, debido a que nosotros servíamos a un rey-hechicero profanador y ellos son todos protectores. O eso afirman, al menos. Estas diferencias políticas ya no existen. Kalak está muerto, Tithian ha desaparecido y este consejo no tiene nada en contra de los protectores. Existen, no obstante, ciertas razones de peso para que la Alianza del Velo permanezca tras un velo, por así decirlo, y la principal es la antipatía del pueblo hacia los que se sirven de la magia.

– ¿Puedes culparlos -le espetó Rikus-, cuando ha sido la magia la que ha arruinado nuestro mundo?

– Tal vez tengas razón -Timor se encogió de hombros-, pero es un punto discutible. Hay quien culpa a la llamada «magia de profanador» de la ruina de Athas, y eximen a los que se llaman a sí mismos «protectores», cuando lo cierto es que ambos utilizan la misma magia. Y es discutible si fue la magia la responsable de convertir nuestro mundo en un desierto o lo fue la ciencia que practicaban nuestros antepasados; con respecto a eso, ciertas condiciones naturales sobre las que nadie tenía ningún control pudieran muy bien haber sido las responsables. De todos modos, ésa no es la cuestión. Tanto con razón como sin ella, la mayoría de la gente cree que la magia es inmoral porque destruye los recursos naturales, y, como resultado, todos condenan a los que utilizan la magia. Se puede desde luego afirmar que tal actitud es manifiestamente injusta con los protectores, quienes convierten en virtud el seguir la Disciplina del Druida y se consideran a sí mismos los custodios de la naturaleza más que sus explotadores.

– ¿Me engañan mis oídos? -exclamó Sadira, con asombro-. ¿Estás haciendo tuya la causa de los protectores?

– Yo no me ocupo de causas, sino de consideraciones prácticas -contestó Timor-. Lo que nos preocupa es llenar las arcas y convertir a Tyr en más autosuficiente. Esto supondrá desarrollar nuestras tierras de cultivo y conseguir buenas cosechas, lo que a su vez implicará una utilización adecuada del agua, la plantación de matorrales y árboles para impedir la erosión del suelo, y así sucesivamente. ¿Quién podría estar mejor cualificado para supervisar tales proyectos que los protectores que componen la Alianza del Velo? También buscamos mejorar nuestra industria… y la magia, aplicada de forma sensata, puede ayudarnos en esa área.

– A ver si lo comprendo -intervino Rikus-. ¿Los templarios proponen que a la Alianza del Velo, una organización que durante todos estos años han intentado destruir, se le dé un papel en la reestructuración de Tyr? -Sacudió la cabeza-. No lo puedo creer. Debo de estar soñando.

– En el pasado, los templarios intentaron destruir a la Alianza del Velo porque Kalak lo ordenó. Consideraba a la organización como una amenaza, y nosotros los templarios actuamos como leales siervos de nuestro rey. Sin embargo, Kalak está muerto ahora, y nuestra lealtad está con el nuevo gobierno de Tyr.

– En cualquier dirección en que sople el viento, ¿verdad? -dijo Rikus.

– Es un gobierno que quizá no nos quiera demasiado -replicó Timor dirigiendo una mirada maliciosa al antiguo luchador-, pero se ha considerado conveniente incluirnos, por muy incómodo que resulte, en gran parte porque prescindir de nosotros habría resultado mucho más inconveniente. No importa, estamos agradecidos por el papel que se nos permite representar en el futuro de la ciudad que ha sido siempre nuestro hogar.

– ¿Esperas que creamos que no le guardáis rencor a la Alianza del Velo? -preguntó Sadira.

– No guardo rencor a nadie -respondió Timor-. Soy un templario, y sólo busco cumplir con mi deber. Como tal, no puedo apoyar la existencia de ninguna organización clandestina, por muy bien intencionada que afirme ser, que funcione independiente y violentamente en desacato de las leyes. Siempre he estado convencido de que la Alianza del Velo es, en el fondo, un grupo subversivo de descontentos que albergan criminales bajo el disfraz de patriotismo y elevados imperativos morales; aunque ell f os discrepará a n, claro está.

»De todos modos, en pro de la disminución de la anarquía dentro de nuestra ciudad y para conseguir que nuestra ciudadanía resulte más productiva, estoy dispuesto a concederles el beneficio de la duda. Kalak está muerto, y el motivo de su sigilosa existencia en nuestra ciudad ya no existe. Dejemos que demuestren que son lo que siempre han afirmado ser y salgan a la luz para ayudar a este gobierno a construir el futuro de la ciudad. Que demuestren al pueblo que la magia puede utilizarse como un poder para el bien, y se ganen así su apoyo.

A cambio, propongo ofrecer una amnistía a todos los que aprovechen esta oferta.

– ¿Y tú crees que saldrán a la luz? -inquirió Sadira escéptica.

– Aquellos que realmente crean en lo que la Alianza del Velo afirma representar no tendrán motivos para rechazar tal oferta, aunque supongo que algunos la rechazarán. Aquellos que tienen y siempre han tenido inclinaciones criminales no darán la cara, y al negarse a hacerlo demostrarán lo que realmente son; pero al menos aquellos de entre ellos que tengan buenas intenciones tendrán una oportunidad de salir de su escondite y tomar parte en nuestra sociedad.

– Propongo que adoptemos las propuestas de Timor -anunció el consejero Kor.

– Apoyo la moción -lo secundó inmediatamente el consejero Hagon.

– No tan deprisa -intervino Rikus.

– La moción ha sido secundada -replicó el consejero Kor-. Se acusó a los templarios de no aportar ninguna iniciativa constructiva. Bien, pues parece que han aceptado nuestro desafío y han presentado algunas que son excelentes. El reglamento nos ordena ahora poner a votación estas propuestas.

– Ése es el reglamento -se vio forzada a admitir Sadira-. ¿Votos a favor?

Se produjo una exhibición de manos; Rikus fue el único que no la levantó.

– Se acepta la moción -declaró Sadira, que se había abstenido. Como directora del consejo, sólo habría votado en el caso de un empate-. Se ordena al secretario del consejo formular las propuestas como nuevos edictos, que se presentarán a esta cámara para la aprobación del texto antes de ser instituidos. Y ahora ¿hay alguna…?

El chambelán del consejo golpeó la punta de su bastón contra el suelo en la entrada de la sala.

– Con la indulgencia del consejo -dijo-, un capitán de la guardia de la ciudad ha llegado con un visitante que afirma tener cosas que tratar con el consejo.

Sadira frunció el entrecejo.

– No sé de nadie que haya solicitado hablar ante la cámara hoy. ¿Quién es este visitante?

– Dice llamarse Sorak -respondió el chambelán.

– No conozco a nadie con ese nombre -repuso Sadira. Paseó la mirada por los otros miembros del consejo-. ¿Conoce alguno de vosotros a este Sorak?

Todos los otros miembros negaron con la cabeza e intercambiaron miradas.

– ¿Qué es lo que quiere tratar? -quiso saber Sadira.

– No lo dijo -contestó el chambelán-, sólo que era muy urgente y que concernía a un asunto de la mayor importancia para la seguridad del gobierno de Tyr.

– Sin duda otro descontento que quiere airear sus quejas -rezongó el consejero Hagon-. ¿Hemos de malgastar nuestro tiempo con esto?

– Esta cámara existe para servir al pueblo, no para negarles el derecho a expresarse ante el gobierno -dijo Sadira.

– Que solicite audiencia en la sesión adecuada, cuando celebramos el foro habitual -propuso otro de los miembros del consejo.

– Si, tal como dice, trae noticias que pueden afectar la seguridad de Tyr, deberíamos escucharlo -objetó Rikus-. Yo digo que lo dejemos hablar.

– Haz entrar al visitante, chambelán -ordenó Sadira.

– Hay… algo más -respondió el hombre con voz vacilante.

– ¿Y bien? -inquirió Sadira-. ¿Qué es?

– Hay un tigone con él, e insiste en que lo acompañe.

– ¡Un tigone! -gritó Rikus, poniéndose en pie.

– La criatura parece mansa -dijo el chambelán-. No obstante, es un tigone adulto.

– ¿Un tigone domesticado? -se sorprendió Sadira-. Esto es algo que quiero ver.

– ¡No irás a permitir esto! -exclamó el consejero Hagon.

– Haz entrar al visitante -ordenó Sadira.

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