Una vez que Sorak hubo ganado su primera partida, Krysta se alejó para pasear entre sus otros clientes. Le deseó buena suerte y le hizo prometer que se despediría de ella antes de marcharse. El joven permaneció en la mesa el tiempo suficiente para ganar unas cuantas partidas más y perder algunas otras, jugando de tal modo que, a pesar de abandonar la mesa tras haber perdido, todavía terminó con ganancias. Pasó entonces a otra mesa diferente. Había otros juegos disponibles; algunos muy sencillos, en los que los jugadores apostaban a una bolita de madera que giraba dentro de una rueda, otros más complicados, donde se utilizaban naipes y las apuestas se basaban en la estrategia, pero Sorak decidió seguir con el juego que ya conocía. Todo fue sobre ruedas, y nadie pareció darse cuenta de que hacía trampas, aunque los ojos de Krysta no lo perdieron de vista en toda la noche.
Al poco rato, su bolsa estaba repleta de sus ganancias, a pesar de haber convertido todas las piezas de cerámica en monedas de plata y oro; incluso tuvo que transferir gran parte de sus ganancias a la mochila porque en la bolsa ya no cabían. Cuando se dirigía a la puerta, con Tigra a su lado, tres semigigantes armados con pesados garrotes de nudosa madera de agafari le cerraron el paso de repente.
– – La señora desea hablar contigo -dijo uno de ellos.
Se replegó a toda prisa para que la Guardiana sondeara la mente del semigigante. Allí no había gran cosa; pensamientos simples y brutales y apetitos también simples y bestiales. El semigigante no sabía nada de lo que él había hecho, se limitaba a seguir las órdenes de conducir a Sorak hasta «la señora».
Un sordo gruñido de advertencia brotó de la garganta de Tigra.
– Toda va bien, Tigra -dijo el joven; luego alzó los ojos hacia el semigigante y sonrió-. Os sigo.
Los guardas lo acompañaron hasta el fondo de la sala donde una escalera conducía a los pisos superiores. Subieron al segundo piso y recorrieron un largo corredor, para detenerse finalmente ante dos gruesas puertas de madera situadas en mitad del pasillo. Uno de los semigigantes llamó, y un semielfo abrió la puerta. Sorak observó que el semielfo iba armado con una espada de hierro y varias dagas; los semigigantes no entraron con él.
Se encontró en una sala de estar lujosamente amueblada, con otros tres semielfos montando guardia dentro. Los tres iban también armados. Al fondo de la sala de estar había una arcada cubierta por una cortina, flanqueada por dos pesados braseros de hierro. El semielfo indicó a Sorak con la mano que atravesara la cortina de abalorios, y el joven obedeció acompañado por Tigra mientras que los otros permanecían fuera en la sala. Al otro lado de la arcada se abría una habitación espaciosa con un pesado escritorio de madera finamente tallada en el otro extremo, situado frente a una ventana también en forma de arco que daba a la sala de juego del piso inferior. La ventana estaba cubierta con una cortina de abalorios, de modo que con sólo apartar un par de sartas se podía observar en secreto lo que sucedía abajo.
Había dos sillas colocadas frente al escritorio, y otras dos puertas a cada lado de la habitación. Krysta estaba sentada detrás del escritorio, llenando una copa aflautada con agua helada que vertía de un jarro. La semielfa le tendió la copa.
– Puesto que no parece gustarte mi aguamiel, me tomé la libertad de pedir que me subieran un poco de agua
– explicó-. Y también me han subido un poco de carne cruda de z'tal z´tal para tu tigone. Por favor, siéntate.
Mientras se acomodaba en la silla que le ofrecía, Tigra empezó a devorar ruidosamente el contenido del enorme cuenco depositado en el suelo junto al asiento.
– Rompiste tu promesa -lo reprendió Krysta-. Dijiste que te despedirías antes de marcharte.
– Lo había olvidado -mintió Sorak.
– ¿Tan insignificante soy? -replicó con una leve sonrisa y, sin esperar respuesta, siguió-: Tengo entendido que te ha ido muy bien en las mesas esta noche.
– Debe de ser la suerte del principiante -repuso Sorak encogiéndose de hombros.
– Oh, me parece que la suerte tiene muy poco que ver -respondió ella, abriendo una pequeña caja lacada y ofreciéndosela. Estaba llena de negros bastoncillos fibrosos pulcramente liados. Sorak sacudió negativamente la cabeza, y Krysta retiró la caja, tomó uno para sí misma, lo encendió en una vela de olor que ardía sobre su escritorio y aspiró con fuerza el humo acre que luego exhaló por la nariz-. ¿Realmente creíste que podías utilizar artes paranormales en mi casa de juegos y salir – te con la tuya?
¡Sabe que hicimos trampas!, exclamó Kivara, con voz asustada.
¿Cómo podría saberlo?, replicó Eyron. La Guardiana se habría dado cuenta si alguien hubiera intentado sondearnos. Son simples suposiciones suyas, e intenta engañarnos para que confesemos.
– No comprendo -dijo Sorak frunciendo el entrecejo.
– Por favor -repuso Krysta con expresión irónica-; no insultes a mi inteligencia fingiendo ser inocente. Pago mucho dinero para tener a los mejores crupiers de la ciudad. Cada uno es experto en calcular probabilidades, y en controlar cómo ruedan los dados. Las tentativas más torpes, tales como cuando alguien nos escamotea los dados y los reemplaza por otros cargados, mis jefes de mesa los detectan al instante. Y por lo general pueden saber después de tres o cuatro tiradas si los dados reciben ayuda paranormal; tú fuiste muy bueno ya que necesitaron tres partidas completas para estar seguros de que hacías trampas.
Sorak se maldijo por haber sido tan descuidado. En ningún momento se le había ocurrido que su trampa pudiera quedar al descubierto de un modo tan sencillo. Había estado en guardia contra sondas paranormales cuando debiera haber estado leyendo también los pensamientos de los crupiers. El problema era que la Guardiana sólo podía ejercer una facultad paranormal a la vez, y el juego se había desarrollado tan deprisa que no había habido demasiadas oportunidades de efectuar sondas telepáticas, ni aunque se le hubiera ocurrido intentarlo.
– Sabías que hacía trampas y sin embargo me dejaste seguir jugando -dijo-. ¿Por qué?
– Sentía curiosidad -respondió ella-. Además, no quería arriesgarme a tener un incidente desagradable. Llevas una espada impresionante, y tampoco quise problemas con tu tigone. No deseaba que ninguno de mis guardas o clientes resultara herido.
– Comprendo. No obstante, me has dejado entrar aquí con mi tigone y mi espada. -Volvió la cabeza hacia la arcada tapada por la cortina-. Supongo que esos guardas están ahí fuera escuchando, listos para entrar en cualquier momento.
– Si es necesario -repuso ella-; sin embargo, no creo que lo sea.
Mientras hablaba, Tigra profirió una especie de gruñido quejumbroso, intentó levantarse y se desplomó con un sonoro suspiro.
– ¡Tigra! -Sorak saltó de su silla y se arrodilló junto al caído tigone. El cuenco estaba totalmente vacío-. ¡La comida! -exclamó al comprender-. ¡La has envenenado! -Se llevó la mano a la espada.
– Deja la espada, Sorak -indicó Krysta con voz pausada-, o mis guardas llenarán de flechas tu espalda antes de que puedas desenvainarla.
Echó una mirada por encima del hombro y vio varias ballestas que sobresalían a través de la cortina de abalorios. Apuntaban directamente a su espalda.
– Tus poderes paranormales pueden desviar una flecha -siguió ella-, pero no varias a la vez. A tu mascota no le ha pasado nada. Podría haberlo envenenado con facilidad, pero no deseaba matarlo; la comida sólo estaba rociada con polvos somníferos en cantidad suficiente para dormir al menos a cuatro hombres adultos. El tigone no sufrirá ningún efecto secundario excepto, a lo mejor, un estómago un poco revuelto. Ahora, por favor, siéntate.
Sorak volvió a ocupar su asiento.
– ¿Quieres que te entregue mis ganancias? Tómalas. -Dejó caer la mochila sobre su mesa y luego arrojó la bolsa junto a ella.
– En realidad no me importa tu dinero -dijo ella, con un gesto displicente-. No representa ninguna pérdida para mí, sólo para los jugadores a los que engañaste, aunque de todos modos hubieran perdido. Siempre lo hacen. Es raro el jugador que sabe retirarse mientras va ganando. Si hubieras jugado contra la casa, habría sido diferente, pero me di cuenta de que eras lo bastante sensato como para evitar esos juegos.
– Simplemente porque no los conocía -respondió Sorak.
– ¿Esperas que lo crea? -Lo contempló con expresión dubitativa.
– Tanto si lo crees como si no -repuso él, encogiéndose de hombros-, resulta que es la verdad. Nunca antes había estado en una casa de juego, y empiezo a lamentar no haber seguido la advertencia de Zalcor. Si no quieres el dinero, entonces ¿qué es lo que quieres de mí?
Mientras hacía la pregunta, se replegó al interior y dejó que la Guardiana saliera brevemente al exterior para echar un vistazo a la mente de Krysta. Lo que encontró resultó una sorpresa muy interesante.
– Para empezar, quiero algunas respuestas -respondió la semielfa-. Podemos empezar por quién eres en realidad, y por qué viniste aquí. No eres un simple pastor, eso es seguro.
– No; pero el resto de lo que te conté es esencialmente cierto. De niño, me abandonaron en el desierto para que muriera, y allí me encontró una pyreen que pertenecía a los venerables, quien me devolvió la salud y me condujo al convento villichi. Hasta que llegué a Tyr, toda mi vida la había pasado allí.
– Ridículo -le espetó Krysta-. Tendrás que hacerlo un poco mejor. Todo el mundo sabe que las villichis son una secta femenina; no existen hombres villichis.
– Yo no dije que hubiera nacido villichi -respondió Sorak con calma-. Sólo que me crié en su convento.
– Las villichis jamás aceptarían a un varón entre ellas.
– Me aceptaron. Me dejaron vivir allí porque poseía un gran poder paranormal y porque era un proscrito. Las villichis saben lo que es verse rehuido por ser diferente. La venerable pyreen les pidió que me dieran cobijo en el convento, y, debido a que las villichis honran a los pyreens, la gran señora le concedió su petición.
Krysta apretó los labios, pensativa.
– Las villichis siguen la Senda del Protector y la Disciplina del Druida, igual que los pyreens. Eso, al menos, es cierto; pero encuentro el resto de tu historia difícil de aceptar.
– ¿Qué puede importarte a ti una cosa o la otra? -inquirió Sorak-. A menos, claro, que tu interés vaya más allá de la simple curiosidad y de la cuestión de mis trampas en tu casa de juego. ¿Por qué no pedimos al consejero Rikus que se una a nosotros para que pueda hacer sus preguntas personalmente? Debe de estar cansado de permanecer con la oreja pegada a esa puerta.
Los ojos de la semielfa se abrieron de par en par; pero, antes de que pudiera responder, Rikus abrió una de las puertas laterales y penetró en la habitación.
– Yo tenía razón -dijo-. Jamás fuiste un simple pastor. ¿Así que las villichis te adiestraron en el uso del Sendero? Y sin duda te enseñaron a pelear, también. Eso te hace muy peligroso.
– Tal vez, pero sólo para mis enemigos -replicó Sorak.
– Desde luego -repuso Rikus-. ¿Y cómo me consideras a mí?
– Como alguien que recela de mis motivos -contestó él con una sonrisa.
Rikus sonrió sin alegría alguna, antes de manifestar:
– Bien, pues. Si eres capaz de leer mis pensamientos, sabrás cuál es mi siguiente pregunta.
Sorak volvió a replegarse por unos instantes de modo que la Guardiana pudiera leer la mente del antiguo gladiador. Estaban protegidos, pero la entidad necesitó apenas un instante para percibir lo que el consejero pensaba, y comprobar que se podía confiar en el mul.
– Fue por mera casualidad que vine aquí -explicó Sorak-.No podía saber que planeabas solicitar la ayuda de Krysta para vigilarme puesto que no lo habías decidido hasta después de que abandonara la sala del consejo. Fue sólo la casualidad la que nos condujo al mismo lugar, o a lo mejor fue el destino quien intervino.
– Quizá -dijo Rikus con un gruñido-; pero sigo teniendo mis dudas sobre el resto de lo que nos contaste.
– Lo que conté al consejo es cierto -afirmó Sorak-. No obstante, estoy seguro de que lo descubrirás por ti mismo.
– Pienso hacerlo -replicó el otro-. De todos modos, sigo encontrando dificultades en creer que tu único motivo para venir a nosotros fuera una recompensa.
– No sé cuánto tiempo tendré que permanecer en Tyr -respondió el joven-. En el bosque y en el desierto, puedo vivir de la tierra, pero en la ciudad necesito dinero.
– Comprendo -dijo Rikus-. Y si recibieras tu recompensa esta noche, ¿partirías por la mañana?
– Si puedo elegir, preferiría quedarme.
– En cierto modo sabía que dirías eso -repuso Rikus- ¿Pero por qué? ¿Qué negocios tienes en Tyr?
– He venido a ponerme en contacto con la Alianza del Velo.
El mul pareció sorprendido por su franqueza, pero no tardó en fruncir el ceño.
– ¿Eres también un hechicero?
– No. Busco al Sabio.
– ¿El Sabio? -intervino Krysta, y con un bufido de desprecio añadió-: ¿Te refieres a la leyenda del llamado «mago eremita» que se está convirtiendo en un avangion? Esa historia no es más que un mito.
– Te equivocas -respondió Sorak-. El Sabio vive, y yo debo hallarlo.
– ¿Y crees que la Alianza del Velo puede ayudarte? -quiso saber Rikus.
– Tengo motivos para creer que en la Alianza del Velo hay personas que pueden poseer información que me ayude en mi búsqueda.
Un rápido sondeo paranormal de los pensamientos de Rikus y Krysta reveló que ninguno tenía conexión con la Alianza. Krysta no sentía nada por ellos, ni en un sentido ni en otro; era una superviviente que miraba antes que nada por su propia conveniencia. Rikus mostraba una desconfianza innata hacia los que utilizaban magia, tanto si eran profanadores como protectores, aunque estos reparos se veían suavizados por su experiencia con la hechicera Sadira. Su preocupación con respecto a la Alianza del Velo iba ligada a sus preocupaciones con respecto al gobierno de Tyr, del cual era una parte vital. Consideraba a la Alianza como una influencia potencialmente perjudicial, pero sentía más motivo de preocupación por los templarios, a los que la Alianza se oponía sin tapujos.
– Suponiendo que el Sabio exista de verdad, ¿por qué lo buscas? -inquirió Rikus.
Sorak no vio ningún inconveniente en contarle la verdad.
– Quiero descubrir mis orígenes -respondió-. No sé quiénes fueron mis padres; no recuerdo nada de mi vida antes del momento en que la venerable pyreen me encontró en el desierto. No sé en qué tribu nací, ni de qué raza era. Sé que uno de mis padres era un halfling y el otro un elfo, pero no sé quién era quién, ni tampoco qué fue de ellos. Toda mi vida me han obsesionado estas preguntas.
– ¿Y crees que el Sabio te ayudaría a encontrar las respuestas? -preguntó el mul, frunciendo el entrecejo-. ¿No serviría cualquier otro hechicero?
– La pyreen me contó que únicamente el Sabio posee magia protectora con el poder suficiente para apartar los velos del tiempo y los recuerdos olvidados -explicó Sorak-. Y jamás podría buscar la ayuda de un profanador. No habré nacido villichi, pero me crié entre ellas y sus creencias son las mías. Juré seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector.
– Al menos, eres lo bastante franco para admitir que intentas ponerte en contacto con la Alianza del Velo -reconoció Rikus-. O quizá simplemente eres un ingenuo. En cualquier caso, no puedo ayudarte. Como miembro del consejo, difícilmente podría facilitarte el contacto con un grupo clandestino que actúa fuera de las leyes de la ciudad, incluso aunque tuviera información que pudiera servirte.
– Si la tuvieras, ya la tendría yo -sonrió Sorak.
– Sí -Rikus hizo una mueca-, supongo que así sería. Bien, mientras no te metas en líos, puedes quedarte. No puedo decir que me guste tu presencia aquí, pero Tyr es una ciudad libre ahora, y no has quebrantado ninguna ley.
– ¿Lo que hice esta noche no fue un crimen? -preguntó Sorak.
– No se me ha informado oficialmente de ningún crimen -manifestó Rikus dirigiendo una rápida mirada a Krysta. Luego, volviéndose de nuevo hacia el joven, añadió-: Te aconsejo que te asegures de que todo sigue así. Cuando los templarios hayan finalizado su investigación, recibirás tu recompensa. Entretanto, parece que has conseguido fondos suficientes para pagar tu alojamiento y manutención mientras permanezcas en la ciudad. Lo que hagas con respecto a la Alianza del Velo es cosa tuya. Sólo ocúpate de que no se convierta en mía.
Dio media vuelta y abandonó la estancia.
– Parece que le has causado buena impresión -observó Krysta.
– Tiene un modo muy curioso de demostrarlo -respondió él.
– Ése es Rikus -dijo ella con una sonrisa-. No se aprende a ser encantador combatiendo en la arena.
– ¿Dónde lo aprendiste tú, entonces? -quiso saber Sorak.
– No sirve de mucho intentar ocultarte nada, ¿verdad? Sí, luché en la arena. En cuanto a mi encanto, supongo que lo obtuve de forma natural. Una hembra debe utilizar todas las armas de que disponga en este mundo, en especial si es una mestiza de clase baja. Un elfo puro me consideraría contaminada por mi sangre humana, y un varón humano podría desearme, pero sólo para satisfacer sus apetitos; jamás me aceptaría como una igual.
– Sé lo que significa ser diferente -dijo el joven-. He visto cómo me mira la gente por las calles.
– Sí, somos tal para cual -musitó ella-. Y si puedes leer mi mente…
Sorak no necesitaba ser un telépata para saber lo que pensaba.
– Me siento halagado -dijo-, pero hice un voto de castidad.
– Los votos pueden romperse.
– En ese caso ya no son votos -replicó Sorak-, sino simples propósitos para engañarse uno mismo.
– Ya -repuso ella-. Bien, es una pena. No tienes ni idea de lo que te pierdes. De todos modos, un hombre que hace un voto y lo mantiene es un hombre digno de respeto. Si no puedes aceptarme como amante, quizá puedas aceptarme como amiga.
– ¿Una amiga a la que han encargado que me vigile para poder informar de mis movimientos al consejo?
– No es peor que un amigo que vino a mi establecimiento bajo una apariencia engañosa para poder hacer trampa en mis mesas de juego -lo censuró Krysta-. O un amigo al que no puedo ocultar nada porque puede leer todos mis pensamientos.
– Has dado en el blanco -repuso Sorak, sin molestarse en corregir su errónea suposición. En realidad, la
Guardiana sólo podía leerle la mente cuando él se replegaba en sí mismo y ella realizaba un esfuerzo deliberado-. No parece un comienzo muy prometedor para una amistad, ¿no es así?
– Veamos si podemos repararlo -dijo la semielfa-. ¿Has reservado ya alojamiento en la ciudad?
– Aún no, pero iba a alquilar una habitación en la posada del otro extremo de la calle.
– ¿Ese cuchitril pestilente? Si no te asesinan mientras duermes, te devorarán las chinches. Te ofrezco una de las habitaciones del piso superior, que reservo para mis clientes especiales. También puedes hacer tus comidas aquí o hacerlas en cualquier otra parte si lo deseas, pero no encontrarás mejor comida que la que se prepara en mis cocinas. Y tu tigone puede quedarse contigo, aunque te cobraré cualquier desperfecto que ocasione.
– Tu oferta es muy generosa. Pero ¿qué debo hacer yo a modo de compensación?
– A cambio, durante el tiempo que permanezcas en el edificio, frecuenta las mesas y juega a tantos juegos como puedas. Los juegos de naipes, en particular. A los jugadores profesionales les resulta más fácil hacer trampas en ésos. La casa te facilitará el dinero para las apuestas, y te puedes quedar con la mitad de lo que ganes.
– Ya veo -dijo Sorak-. En otras palabras, se puede estafar a tus clientes, siempre y cuando seáis solamente vosotros quienes lo hagáis.
– No estoy en el negocio para perder dinero -declaró Krysta-. No me importa que mis clientes ganen de vez en cuando, pero no deseo ver que nadie gane en exceso. Y si lo hacen es porque probablemente han descubierto algún modo de hacer trampas con éxito. Las apuestas siempre favorecen a la casa, pero de vez en cuando magos, fulleros y personas con poderes paranormales pueden resultar un problema. Siempre me va bien un poco de ayuda al respecto.
– Y, al mismo tiempo, te resultaría más fácil vigilarme para Rikus -añadió Sorak con una sonrisa.
– Cierto, pero, si no tienes nada que ocultar, ¿qué puede importarte? Rikus se preocupa únicamente por la seguridad de Tyr y la estabilidad del gobierno. Mientras no hagas nada que las amenace, a él no le importa lo que puedas hacer.
– Pero debes comprender que mi objetivo es entrar en contacto con la Alianza del Velo -repuso Sorak-. En cuanto haya finalizado mi asunto con ellos, me marcharé. No deseo permanecer en Tyr más tiempo del estrictamente necesario.
– El mejor lugar para establecer contacto con ellos es justo aquí en el mercado elfo -respondió Krysta-. Puedo ayudarte hasta el punto de realizar algunas averiguaciones discretas; pero, aparte de eso, estarás solo porque yo no quiero involucrarme. En cuanto a la duración de tu estancia, tú decides. No obstante, mientras permanezcas aquí, ¿por qué no aprovechar una situación que puede servir a los intereses de ambos? Así pues, ¿qué respondes?
– Acepto.
– Estupendo. Haré que te preparen una habitación, y llamaré a mis semigigantes para que trasladen allí a tu mascota. Creo que dormirá al menos hasta mañana por la mañana. De todos modos, descubrirás que tener un animal salvaje en la ciudad presenta ciertas dificultades. ¿Puedes controlarlo hasta el punto de que no dañe el local ni ataque al personal?
– Me aseguraré de ello -contestó Sorak.
– ¿Estás seguro de poder?
– Por completo.
– No es tan sólo una cuestión de que el tigone tenga poderes paranormales y te obedezca porque mantiene una especie de vínculo contigo, ¿verdad? -dijo ella, contemplando al joven con interés-. Tienes el poder de comunicarte con los animales.
– – Sí.
– ¿Puedes conseguir que hagan lo que tú quieres?
– Con la mayoría de ellos, sí.
– Fascinante -manifestó Krysta-. Entonces eso hace un total al menos de tres poderes paranormales que posees. ¿Cuántos más hay?
Sorak no respondió.
La semielfa lo contempló con fijeza durante un buen rato; luego asintió y dijo:
– Muy bien, no fisgaré. Haré que preparen tu habitación. Entretanto, ¿quizá te gustaría acompañarme a la mesa y cenar algo conmigo?
El comedor de La Araña de Cristal se encontraba en el primer piso, atravesando una arcada y descendiendo por un pasillo a poca distancia de la parte posterior de la sala principal. Una gruesa pared de ladrillo lo separaba de la sala de juego aislándolo de casi todo el ruido. Cualquier débil sonido que pudiera filtrarse quedaba ahogado por los músicos, que tocaban suavemente en flautas de ryl mientras los clientes comían. Mesas y sillas estaban fabricadas con lustrosa madera oscura de aga – fari, y el suelo era de baldosas de cerámica colocadas a mano. Gruesos pilares sostenían el techo de vigas y yeso, y en las paredes se veían numerosas hornacinas abovedadas para las velas. La atmósfera del comedor era de tranquilidad y refinamiento, ya que tan sólo los clientes mas acomodados podían permitirse sus precios.
A pesar de ser bastante tarde, el comedor estaba lleno. En el exterior, a un simple tiro de piedra, los mendigos se apiñaban en la calle, arropándose con las mugrientas capas para protegerse del frío nocturno, o enterrándose entre la basura en un esfuerzo por mantenerse calientes y encontrar algo que comer. Aquí, tras un grueso muro, los ricos ciudadanos de Tyr cenaban los más delicados manjares entre partida y partida, en las que, con toda tranquilidad, apostaban sumas que habrían alimentado a aquellos pobres mendigos durante meses.
La mesa privada de Krysta se encontraba en un rincón retirado al que se accedía subiendo unos peldaños y a través de un arco cubierto por una cortina de abalorios. Sorak observó que todas las camareras eran jóvenes y uniformemente bellas, lo que indicaba que a Krysta no parecía preocuparla la competencia. Todas las cabezas se volvieron cuando entró en la estancia del brazo de Sorak y lo condujo hasta su reservado.
– ¿Con qué puedo tentarte? -le preguntó cuando se sentaron-. Mis cocineros son los mejores de la ciudad. Puedo recomendar el z'tal z´tal cocido a fuego lento con salsa de vino, o la raya de las nubes cocida con huevos picantes de erdland en gelatina. Si deseas algo más sencillo, tenemos los filetes de mekillot más deliciosos de todo Tyr.
– ¿Podría comer unas verduras?
– ¿Verduras? -repitió Krysta, abriendo los ojos de par en par.
– No como carne -explicó Sorak.
El filete de mekillot suena tentador, dijo Kivara, y su hambre de carne activó las glándulas salivares del joven.
Jamás he probado raya de las nubes, añadió Eyron, llenando a Sorak de curiosidad sobre la experiencia.
El elfling hizo caso omiso de todos ellos.
– ¿Cómo es posible que no comas carne? -inquirió Krysta sorprendida-. Tanto elfos como halflings son cazadores que comen carne.
– Es sencillamente lo que yo he elegido -respondió Sorak, intentando no pensar en los miembros carnívoros de la tribu, que preferían la carne cruda y recién sacrificada, con la sangre aún caliente-. Me crié según las costumbres de las villichis, que son vegetarianas.
– Surto mi despensa de las carnes y manjares más exquisitos que se pueden comprar con dinero -suspiró ella-, y todo lo que tú deseas son verduras.
– Y un poco de pan y agua, por favor.
– Como quieras -repuso Krysta, sacudiendo la cabeza con resignación.
Dio la orden a la camarera, pidiendo verduras cocidas para Sorak y z'tal z´tal para ella. Les llenaron las copas, la de ella con aguamiel y la del joven con agua helada, y les trajeron una cesta de pan recién horneado, que aún conservaba el calor del horno.
– Y bien -dijo ella mientras le dedicaba un brindis con su copa-, ¿cómo fue eso de ser el único varón en un convento lleno de mujeres?
– Me sentía como un intruso, al principio, pero las hermanas no tardaron en aceptarme.
– Las hermanas -repitió Krysta con una sonrisa maliciosa-. Qué pintoresco. ¿Es así como realmente pensabas en ellas?
– Es así como se llaman unas a otras -respondió él-. Y es más que un simple tratamiento educado; somos todos como una familia. Las echaré en falta.
– ¿Quieres decir que no piensas regresar?
– Sé que siempre sería bien recibido, pero no. -Sorak sacudió la cabeza-. Aunque he vivido con ellas, me he entrenado con ellas y he crecido bajo las enseñanzas del Sendero, no soy villichi. Ha llegado el momento de que encuentre mi propio destino en el mundo, y no creo que regrese.
– ¿De modo que no te consideras a ti mismo como uno de ellas? -preguntó Krysta.
– No; no pertenezco allí. A ese respecto, no sé si pertenezco a alguna parte. Los halflings jamás me aceptarían porque soy en parte elfo, y los elfos tampoco me aceptarían porque tengo una parte halfling. Ni siquiera sé si hay alguien que sea como yo.
– Te debes de sentir muy solo -dijo Krysta, rozándole el pie con el suyo por debajo de la mesa, a lo que él contestó retirando inmediatamente el pie-. Sé en cierto modo lo que se siente cuando a uno no lo aceptan -continuó-. Aunque, claro está, hay muchos semielfos en la ciudad, del mismo modo que hay semienanos y semigigantes. Habrás observado que la mayoría de los que trabajan aquí son mestizos. Los contrato primero porque existen muchos lugares en la ciudad donde no los contratarían, y el trabajo que podrían encontrar, escaso como es el trabajo en Tyr en estos días, paga los salarios más bajos. Fuera de la ciudad, no habría mucho que podrían hacer; trabajar en una granja, quizá, o hacerse pastores. Muchos se convierten en bandidos, ya que no tienen otra elección. Ninguna tribu los aceptaría, y se vuelven despiadados y amargados.
– Pero tú pareces habértelas arreglado muy bien.
– Sí -replicó Krysta-. En gran parte al igual que tú, recuerdo muy poco de mi niñez. Me vendieron como esclava y me crié trabajando en la arena, recogiendo pedazos de cuerpos y esparciendo tierra para cubrir la sangre derramada. Entre juego y juego, trabajaba en las cocinas, lugar donde aprendí a preparar comida. Con el tiempo, yo también me convertí en gladiadora y me entrené con los otros.
– ¿Así es como conociste a Rikus? -quiso saber Sorak.
– Sí; tenía una compañera que se interesó por mí. Ella veía en mí a una versión más joven de sí misma, y de este modo tanto ella como Rikus se convirtieron en mis protectores. De lo contrario, las cosas habrían sido mucho peores; los gladiadores son gente despiadada y encallecida, y una hermosa semielfa habría recibido un trato desagradable si no hubiera tenido a nadie que cuidara de ella. Un día, me compró un noble, que utilizó su influencia sobre los templarios de Kalak para adquirirme como juguete para sí mismo. Era un anciano, y sus apetitos no demasiado grandes, por lo que no resultaba difícil complacerlo, y era una vida mucho más cómoda que la de la arena, que era dura y brutal y a menudo muy corta. Permanecí con él varios años y aprendí muchas cosas sobre la nobleza; aprendí cómo vivían y qué les gustaba y cómo preferían pasar su tiempo libre, del que tenían un exceso.
Cruzó las piernas bajo la mesa y, al hacerlo, su pie rozó brevemente la pierna de Sorak. Siguió hablando como si no se hubiera dado cuenta.
– Una noche, mientras estaba en la cama con mi amo, el esfuerzo resultó excesivo para él, y se desplomó encima mío. Pensé que se había desmayado, pero, cuando me lo quité de encima, descubrí que estaba muerto. Era tarde, y todos los criados de la mansión dormían, así que cogí todo el dinero que encontré en sus aposentos y huí. Conseguí llegar hasta el mercado elfo, donde alquilé una pequeña habitación en una posada. De día trabajaba en la cocina de la posada, y por la noche iba a las casas de juego. Había aprendido a jugar en la casa de mi antiguo amo y sabía que, aunque algunos juegos están gobernados principalmente por la suerte, en otros se pueden incrementar las posibilidades de ganar mediante la utilización de una buena estrategia. Presté mucha atención, y aprendí mucho.
– ¿Y construiste La Araña de Cristal con tus ganancias?
– No del todo -siguió ella-. Habría resultado peligroso intentar guardar todo aquel dinero conmigo, y no había ningún lugar donde pudiera esconderlo y que estuviera realmente a salvo. Tenía un amigo en un emporio, e invertí, compré participaciones en artículos que salían en caravanas y de este modo recibía parte de los beneficios; y las ganancias obtenidas, volvía a invertirlas. Invertí con cautela y prudencia de modo que no tuviera nunca todo mi dinero puesto en la misma operación. De este modo, el riesgo era mínimo. Por fin obtuve dinero suficiente para abrir mi propio negocio. Para entonces ya era bien conocida entre las empresas dedicadas al comercio, y algunas de ellas vieron la posibilidad de obtener beneficios en la operación y decidieron ayudarme a financiar La Araña de Cristal.
– Así que tienes socios -dijo Sorak.
– Sí; pero casi todo el dinero utilizado para construir la casa era mío, y de este modo yo retengo el control. No obstante, hay dos establecimientos comerciales que tienen un gran interés en el éxito de mi negocio, y, si lo que contaste a Rikus era cierto, sin duda querrán conocerte y a lo mejor contribuirán a la recompensa prometida por el consejo.
– Era cierto -afirmó Sorak-, pero debo confesar que me desconcierta el modo en que actúa el consejo en este asunto. Ni tú ni Rikus parecéis confiar en los templarios y, sin embargo, es a ellos a quienes se ha encargado investigar lo que informé al consejo.
– Se puede confiar en los templarios en lo que respecta a cuidar de sus propios intereses -explicó Krysta-. En lo que concierne a la seguridad de la ciudad, sus propios intereses quedan involucrados íntimamente. Si Tyr cayera bajo el dominio de otra ciudad, como podría ser
Nibenay, los templarios estarían entre los primeros en caer, ya que ellos resultarían la mayor amenaza. Puedes estar seguro de que su investigación será concienzuda y honrada. No quieren que Tyr caiga bajo el dominio de nadie que no sean ellos.
– Así pues el gobierno se ve amenazado no sólo desde el exterior sino también desde el interior.
– Y mucho -respondió Krysta-. Los templarios servían a Kalak, que era un profanador, y Tithian era el sumo templario. Cuando Kalak fue asesinado, Tithian se convirtió en rey. Si me preguntas, te diré que no era mucho mejor, pero al menos lo controlaba en cierto modo el nuevo consejo constituido primero bajo Agis y luego bajo Rikus y Sadira. Ahora Tithian ya no está, y el consejo gobierna la ciudad. Los templarios se sientan en el consejo en la persona de Timor, y poseen aliados poderosos, tanto en el consejo como entre la nobleza. El consejero Kor es el partidario más incondicional de Timor, pues cree que los templarios acabarán venciendo en la lucha por el poder y por lo tanto está ya haciendo su agosto. Y los nobles no sienten demasiado afecto por este nuevo gobierno que liberó a sus esclavos.
– ¿Qué hay de los comerciantes?
– Los comerciantes mantienen una estricta neutralidad. Sea quien sea quien gobierne Tyr, ellos tendrán que seguir con su negocio, y consideran más sensato no ofender a ninguna de las facciones.
Les trajeron la comida, y Sorak empezó a lamerse inconscientemente los labios ante el aroma de z'tal z´tal asado que surgía del plato de Krysta.
¡Kivara!, exclamó. ¡Deja de hacer eso!
¿Es que debemos comer como ratas del desierto?, inquirió ésta irritada. ¡Me muero por comer algo de carne!
Después de todo, añadió Eyron, no puede decirse que nunca hayamos comido carne.
Yo no he comido carne, protestó Sorak. Vosotros habéis comido carne. Existe una diferencia.
Pues de algún modo se me escapa, replicó Eyron. La carne que yo como alimenta tu cuerpo.
Dejadlo tranquilo, intervino la Guardiana, intercediendo por él. Él no os molesta ni discute cuando cazáis. Tiene el derecho de elegir lo que lo alimenta.
Este miserable forraje ni siquiera podría alimentar a un rasclinn, refunfuñó Kivara.
Sorak hizo como si no oyera la conversación y se limitó a comer sus verduras. Por debajo de la mesa, el pie de Krysta rozó su pierna. Intentó echar la pierna hacia atrás para evitar el contacto, pero ésta permaneció exactamente donde estaba. Perplejo, lo intentó otra vez, sin el menor resultado.
Kivara, gruñó interiormente, ¿qué estás haciendo?
Nada, respondió ésta en tono inocente.
Krysta empezó a frotar su pie contra la pantorrilla del joven.
Así no haces más que darle ánimos, se quejó Sorak. Para.
¿Por qué? Me gusta.
Estás interfiriendo conmigo, protestó el joven enojado. ¡No lo toleraré!
Un poco de ese z'tal z´tal iría perfectamente con las verduras, insinuó ella.
¡Kivara!, exclamó la Guardiana. ¡Eres una desvergonzada, y no es así como actuamos nosotros!
Oh, muy bien, rezongó Kivara en tono enfurruñado.
Sorak retiró la pierna.
– ¿En qué pensabas hace un instante? -preguntó Krysta.
– En que, si vamos a pasar un tiempo juntos, será mejor que nos comprendamos el uno al otro -respondió Sorak-. No puedo darte lo que deseas.
– ¿No puedes o no quieres? -inquirió ella con una sonrisa burlona.
– ¿Hay alguna diferencia?
– La hay para mí. ¿Aceptarías mis insinuaciones si. no fuera por tu voto?
– Estoy seguro de que una parte de mí lo haría -respondió él, con una maliciosa mueca interior dirigida a Kivara-, pero parte de mí sentiría una obligación hacia otra persona.
Krysta enarcó las cejas.
– ¿Otra? ¿Entonces ha habido una mujer en tu vida?
– No en la forma en que tú piensas. Ella es alguien con quien crecí. Una sacerdotisa villichi.
– Ah -sonrió Krysta-. Comprendo. La pasión no tiene por qué ser menos intensa aunque sea casta. ¿O no fue casta?
– Lo fue. Y preferiría no hablar más de ello.
– Muy bien -repuso Krysta-. Respetaré tu voto, a pesar del desafío que resulta tentarte para que lo rompas. Pero dime, ¿si no hubieras hecho un voto de castidad, me rechazarías igualmente a causa de esta joven sacerdotisa?
– No es tan sencillo -dijo Sorak-; pero, si fuera libre de responderte en el modo en que tú lo deseas, no dudaría en hacerlo.
– Una respuesta de lo más diplomática, y no totalmente satisfactoria. Pero supongo que tendré que conformarme. -Bajó los ojos hacia la mesa y sacudió la cabeza-. Resulta casi divertido. No puedo contar los hombres que me han deseado, pero aquel al que yo más deseo, no puedo tenerlo.
– Tal vez es por eso por lo que lo deseas -respondió Sorak.
– Tal vez -dijo ella, y añadió con una sonrisa-: ¿Quieres algo de postre?