Se ha convertido en una afición. La mente de Hissune se abre ahora en todas direcciones, y el Registro de Almas es la puerta de un infinito mundo de nueva comprensión. Cuando se habita en el Laberinto se adquiere una peculiar sensación del mundo como algo vago e irreal, meros hombres en vez de lugares concretos: sólo el oscuro y hermético Laberinto tiene sustancia, y todo lo demás es vapor. Pero Hissune ya ha viajado mediante sustituto a todos los continentes, ha saboreado extrañas comidas y visto fantásticos paisajes, ha experimentado extremos de frío y de calor, y con todo ello ha adquirido unos conocimientos sobre la complejidad del mundo que, sospecha él, pocas personas tienen. Ahora las visitas se suceden. Hissune ya no tiene que preocuparse de falsificar documentos; es un usuario tan regular de los archivos que un gesto de cabeza es suficiente para permitirle el acceso, y así tiene a su disposición todo el Majipur del ayer. Es frecuente que esté con una cápsula sólo unos segundos, hasta determinar que no contiene nada que le haga avanzar más en la ruta del conocimiento. A veces, en una mañana, solicita y rechaza ocho, diez, doce cápsulas en rápida sucesión. Sí, él sabe que cualquier alma contiene un universo; pero no todos los universos son igualmente interesantes, y cuando lo que puede aprender de las honduras más íntimas de una persona que pasó la vida barriendo las calles de Piliplok o murmurando plegarias en el séquito de la Dama de la Isla no le parece de utilidad inmediata, Hissune considera otras posibilidades. Por eso solicita cápsulas, las rechaza y solicita otras, se sumerge acá y allá en el pasado de Majipur, y persevera hasta que se encuentra en contacto con una mente que promete verdadera revelación. Incluso coronas y pontífices pueden ser latosos, eso ha descubierto Hissune. Pero siempre hay inesperados hallazgos prodigiosos… un hombre que se enamoró de un metamorfo, por ejemplo…
Un exceso de perfección hizo que el pintor espiritual Therion Nismile cambiara las cristalinas ciudades del Monte del Castillo por la oscura selva del continente occidental. Siempre había vivido entre las maravillas del Monte. Había viajado por las Cincuenta Ciudades de acuerdo con las exigencias de su carrera, había cambiado un tipo de esplendor por otro cada pocos años. Dundilmir era su ciudad natal —los primeros lienzos de Therion Nismile representaban escenas del Valle Ardiente, cuadros tempestuosos y apasionados que reflejaban la desigual energía de su juventud— y después vivió varios años en la maravillosa Canzilaine de las estatuas parlantes. Luego se trasladó a Stee la prodigiosa, con unas afueras que costaba tres días cruzar, a la dorada Halanx en los aledaños del Castillo, y estuvo cinco años en el mismo Castillo, donde pintó en la corte de la Corona, lord Thraym. Sus cuadros eran muy apreciados por la serena elegancia y la perfección de forma que contenían, reflejando al máximo la impecabilidad de las Cincuenta Ciudades. Pero la belleza de esos lugares aturde el alma, al cabo de un tiempo, y paraliza los instintos artísticos. Cuando cumplió cuarenta años, Nismile descubrió que había empezado a identificar perfección con estancamiento; aborrecía sus obras más famosas, y su espíritu pedía a gritos revolución, incertidumbre, transformación.
El momento de crisis le sorprendió en los jardines de la Barrera de Tolingar, el maravilloso parque situado en la llanura que separaba Dundilmir de Stipool. La Corona le había solicitado una colección de cuadros de los jardines para decorar la pérgola que estaba en construcción en el contorno del Castillo. Servicialmente, Nismile hizo el largo descenso de la enorme montaña, recorrió los sesenta kilómetros de parque, eligió los escenarios donde quería trabajar, inició el primer lienzo en el promontorio de Kazkas, donde los contornos del parque se elevaban formando enormes volutas verdes, simétricas y fluctuantes. Aquel lugar le había encantado desde niño. En todo Majipur no había lugar más sereno, más ordenado, porque los jardines de Tolingar contenían plantas de una especie particular que se mantenían en trascendental aseo. Ninguna herramienta de jardinero tocaba árboles y arbustos. Las plantas crecían independientemente en gracioso equilibrio, regulaban el espacio entre ellas y el ritmo de renovación, eliminaban la cizaña de los alrededores y controlaban sus proporciones de forma que el modelo original se mantenía constante para siempre. Cuando dejaban caer sus hojas o les parecía preciso eliminar una rama muerta, ciertas enzimas internas disolvían rápidamente la materia desechada para formar compuestos útiles. Lord Havilbove, hacía más de un siglo, fue el fundador de los jardines. Sus sucesores, lord Kanaba y lord Sirruth, continuaron y ampliaron el programa de modificación genética que regía el parque. Y bajo el reinado de la actual Corona, lord Thraym, el programa estaba completado, de modo que la Barrera de Tolingar se conservaría eternamente perfecta, eternamente equilibrada. Nismile fue al lugar precisamente para captar esa perfección.
Un día, el pintor se puso delante de un lienzo blanco, llenó sus pulmones de aire y se dispuso a entrar en estado de trance. Su alma sólo precisaba un instante para separarse de la dormida mente e imprimir en el tejido psicosensible la extraordinaria intensidad de la visión del panorama del pintor. Nismile observó por última vez las suaves ondulaciones, los artísticos matorrales, las delicadas formas de las hojas… y una oleada de rebelde furia chocó contra él. Nismile sintió escalofríos, tembló y estuvo a punto de desplomarse. Aquel inmóvil paisaje, la estática y estéril belleza, el impecable e incomparable jardín, no le necesitaba. Era un paisaje tan invariable como un cuadro, igualmente inerte, paralizado en sus perfectos ritmos hasta el fin del tiempo. ¡Qué espantoso! Nismile inclinó la cabeza y se llevó las manos a su palpitante cráneo. Oyó los tenues gruñidos de sorpresa de sus acompañantes, y al abrir los ojos vio que todos contemplaban horrorizados e inquietos el ennegrecido y burbujeante lienzo.
—¡Tapadlo! —gritó Nismile, y volvió la cabeza.
Todos respondieron al instante. Y Nismile, en el centro del grupo, se mantuvo inmóvil como una estatua, hasta que por fin recuperó el habla.
—Informad a lord Thraym que no podré cumplir su encargo —dijo en voz baja.
Aquel mismo día Nismile adquirió en Dundilmir todo cuanto necesitaba e inició el largo trayecto hacia las tierras bajas. Llegó a la amplia y calurosa llanura aluvial del río Iyann, y a bordo de un barco fluvial siguió el interminable curso hacia el puerto de Alaisor. En Alaisor, tras una espera de varias semanas, se embarcó con destino a Numinor, en la Isla del Sueño, donde se demoró un mes. Luego encontró pasaje en un barco de peregrinos que navegó hasta Piliplok, en el agreste continente Zimroeliano. Nismile estaba convencido de que Zimroel no le oprimiría con elegancia y perfección. El continente sólo tenía ocho o nueve poblaciones, que seguramente debían ser poco más que pueblos fronterizos. Todo el interior era selvático, usado por lord Stiamot para confinar a los aborígenes metamorfos después de la definitiva derrota de éstos hacía cuatro mil años. Un hombre cansado de civilización podría rehacer su alma en ese ambiente.
Nismile esperaba que Piliplok fuera un hoyo de fango. Para su sorpresa, se trataba de una ciudad antigua y enorme, construida según un plan matemático enloquecedoramente rígido. Era una deformidad aunque nada refrescante, y Nismile se trasladó Zimr arriba en un barco fluvial. En su viaje pasó por la gran Ni-moya, famosa incluso para los habitantes del otro continente, y no se detuvo allí. Pero en un pueblo llamado Verf obedeció a un impulso, bajó del barco y partió en un vagón alquilado hacia los bosques del sur. Se internó en la espesura hasta que le fue imposible ver rastros de civilización, y levantó una cabaña junto a un curso de agua rápido y sombrío. Habían pasado tres años desde la partida del Monte del Castillo. Durante el viaje siempre había ido solo, y únicamente había hablado con otras personas cuando no tuvo más remedio que hacerlo, y no había pintado cuadros.
Nismile empezó a notar que sanaba. Todo lo que veía en su nueva residencia era desconocido y hermoso. En el Monte del Castillo, donde el clima se controlaba por medios artificiales, reinaba una interminable y dulce primavera, el irreal aire era claro y puro, y la lluvia caía a intervalos previsibles. Pero ahora se hallaba en un bosque tropical cargado de humedad, donde el suelo era esponjoso y blando, con frecuentes nubes y lenguas de niebla, numerosos chaparrones, y una vegetación caótica, una enmarañada anarquía, increíblemente distinta a las simetrías de la Barrera de Tolingar. Nismile apenas usaba ropa, había aprendido mediante tanteo a reconocer qué tipo de raíces, bayas y tallos era comestible, y construyó con juncos una esclusa para capturar a los finos peces de color escarlata que centelleaban como fuegos artificiales entre las aguas. Hizo excursiones de varias horas por la espesa jungla, y saboreó no sólo la extraña belleza del lugar sino también el tenso placer de preguntarse si no se perdería al volver a la cabaña. Solía cantar, en voz alta e irregular, pese a que jamás lo había hecho en el Monte del Castillo. De vez en cuando preparaba un lienzo, pero siempre lo recogía sin haberlo usado. Componía poemas sin sentido, voluptuosas ristras de sílabas, y los recitaba ante un auditorio formado por delgados y altos árboles y lianas increíblemente entrelazadas. A veces se preguntaba cómo irían las cosas en la corte de lord Thraym, si la Corona habría contratado a un nuevo artista para pintar los decorados de la pérgola, y si las halatingas estarían floreciendo a lo largo de la carretera de Morpin Alta. Pero raramente le acudían esos pensamientos.
Nismile se olvidó del tiempo. Transcurrieron cuatro, cinco, quizá seis semanas —¿cómo iba a saberlo?— antes de que viera al primer metamorfo.
El encuentro tuvo lugar en una pantanosa vega a tres kilómetros de la cabaña. Nismile había ido allí a recoger suculentos tubérculos escarlata de los lirios del fango, que sabía machacar y cocer para hacer pan. Los tubérculos estaban muy hondos, y Nismile los arrancó metiendo el brazo en el barro, hasta el hombro, y buscándolos a tientas con la mejilla apretada al suelo. Acabó con la cara cubierta de fango y empapado, con un chorreante puñado de tubérculos en la mano, y se sorprendió al ver que alguien le observaba tranquilamente desde una distancia de diez metros.
Nismile jamás había visto un metamorfo. Los seres nativos de Majipur estaban exiliados a perpetuidad del continente principal, Alhanroel, donde Nismile había pasado toda su vida. Pero se había formado una idea de los aborígenes, y por eso pensó que estaba ante un metamorfo: una criatura enormemente alta, frágil, de piel amarillenta, facciones enjutas, ojos hundidos, nariz apenas visible y pelo fibroso, correoso, de color verde muy claro. El metamorfo sólo vestía un taparrabos de cuero, y llevaba atado a la cadera un puñal, corto y afilado, de madera negra pulida. Con espectral dignidad, el metamorfo se mantenía en equilibrio con una frágil pierna doblada alrededor de la rodilla de la otra. Su aspecto era siniestro y noble, amenazador y cómico al mismo tiempo. Nismile decidió no alarmarse.
—Hola —dijo—. ¿Le importa que recoja tubérculos aquí? El metamorfo guardó silencio.
—Tengo una cabaña río abajo. Me llamo Therion Nismile. Fui pintor espiritual mientras viví en el Monte del Castillo.
El metamorfo le observó con aire solemne. El temblor de una expresión ilegible cruzó su cara. Después dio media vuelta y se deslizó ágilmente en la jungla, donde desapareció casi al instante.
Nismile se encogió de hombros. Siguió escarbando en busca de más tubérculos de los lirios del fango.
Una o dos semanas más tarde encontró a otro metamorfo, o quizás era el mismo, en esta ocasión mientras arrancaba la corteza de una planta que pensaba usar como cuerda en una trampa para bilantunes. El aborigen permaneció mudo tras materializarse en silencio, como una aparición, delante de Nismile, y observó al pintor en la misma postura perturbadora, apoyado sobre una sola pierna. Por segunda vez Nismile intentó entablar conversación con la criatura, pero con las primeras palabras el metamorfo desapareció como un fantasma.
—¡Aguarde! —gritó Nismile—. ¡Me gustaría hablar con usted!
Pero el pintor estaba solo.
Pocos días después se encontraba recogiendo leña cuando se dio cuenta de que alguien estaba examinándole.
—He atrapado un bilantún y estoy a punto de asarlo —se apresuró a decir al metamorfo—. Hay más carne de la que yo necesito. ¿Quiere compartir mi comida?
El metamorfo sonrió —Nismile consideró el enigmático temblor como una sonrisa, aunque podía ser cualquier cosa— y a modo de réplica experimentó un repentino y asombroso cambio, convirtiéndose en una imagen perfecta del pintor, maciza y musculosa, con ojos oscuros y penetrantes y pelo moreno hasta los hombros. Nismile pestañeó bruscamente y se echó a temblar. Luego, tras recobrarse, sonrió y decidió juzgar la imitación como cierta forma de comunicación.
—¡Maravilloso! —dijo—. ¡No llego a comprender cómo lo hacen!
Hizo una señal al metamorfo.
—Acérquese. Me costará hora y media asar el bilantún y mientras tanto podemos hablar. Entiende nuestro idioma, ¿no? ¿No?
Hablar a un duplicado de sí mismo iba más allá de lo grotesco.
—¿No quiere decir nada, eh? Dígame: ¿hay alguna aldea metamorfa en los alrededores? ¿Alguna aldea piurivar? —corrigió, al recordar el nombre con que se denominaban los metamorfos—. ¿Eh? ¿Muchos piurivares por aquí, en la jungla?
Nismile hizo un nuevo gesto.
—Venga conmigo a la cabaña y encenderemos una hoguera. No tendrá vino, ¿verdad? Es lo único que echo de menos, creo. Un vino fuerte, como el que hacen en Muldemar. Supongo que no volveré a probarlo, pero en Zimroel hay vino, ¿no? ¿Eh? ¿No quiere decir nada?
Pero el metamorfo respondió únicamente con una mueca, tal vez una sonrisa, que retorció la cara de Nismile formando una imagen cruel y extraña. Después el piurivar recuperó su aspecto en menos de un segundo y se alejó con serenas y flotantes zancadas.
Nismile confió durante un rato en que el metamorfo regresaría con una botella de vino, pero no volvió a verlo. Curiosas criaturas, pensó. ¿Estaban enojados porque él había acampado en su territorio? ¿Le mantenían bajo vigilancia por temor a que él fuera la vanguardia de una ola de colonizadores humanos? De un modo muy curioso, Nismile no creyó encontrarse en peligro. En general se consideraba a los metamorfos como una raza malévola; no había duda de que eran seres inquietantes, extraños e insondables. Había infinidad de relatos sobre ataques metamorfos a remotos poblados humanos, y seguramente el pueblo cambiaspecto albergaba amargo odio hacia los hombres que habían llegado a su mundo para desterrarlos y llevarlos a las junglas. Sin embargo Nismile se consideraba un hombre de buena voluntad, que jamás había hecho daño al prójimo y que sólo deseaba paz para vivir, y por eso imaginó que un sutil sentido impulsaría a los metamorfos a comprender que él no era su enemigo. Ojalá pudiera hacerme amigo de ellos, pensó Nismile. Tenía ansias de conversar después de tanto tiempo de soledad, y sería excitante y remunerador intercambiar ideas con la extraña raza. Incluso podría retratar a un metamorfo. Últimamente había vuelto a pensar en continuar su arte, experimentar una vez más el momento de éxtasis creativo mientras su alma cubría la distancia que la separaba del lienzo psicosensitivo y grababa las imágenes que sólo él podía moldear. Seguramente él era distinto ahora del hombre cada vez más infeliz que había sido en el Monte del Castillo, y esa diferencia se reflejaría en su obra.
Durante los días siguientes Nismile ensayó discursos para ganar la confianza de los metamorfos, para superar la rara timidez de esos seres, la delicadeza de conducta que impedía cualquier tipo de contacto. A su debido tiempo, pensó el pintor, se acostumbrarán a mi presencia, empezarán a hablar, aceptarán mis invitaciones para comer juntos, y entonces quizá quieran posar…
Pero en los días que siguieron Nismile no vio más metamorfos. Vagó por el bosque, buscó en espesuras y zonas arbóreas envueltas en niebla, lleno de esperanza, y no encontró un solo metamorfo. Llegó a la conclusión de que se había mostrado demasiado audaz con ellos —¡y que luego hablaran de la maldad de los monstruosos metamorfos!— y al cabo de un tiempo perdió la esperanza de tener nuevos contactos con ellos. Y eso le molestó. No había ansiado compañía mientras tal cosa era improbable, pero tener la certeza de que había seres inteligentes en algún lugar de la región encendió en él una sensación de soledad difícilmente soportable.
Un húmedo y caluroso día varias semanas después del último encuentro con un metamorfo, Nismile se hallaba andando en la fría laguna formada por una presa natural de rocas a medio kilómetro de su cabaña, cuando vio una silueta pálida y delgada que avanzaba con rapidez por una espesa trama de arbustos de hojas azules cerca de la orilla. Nismile salió del agua, despellejándose las rodillas con las rocas.
—¡Aguarde! —gritó—. ¡Por favor! ¡No tenga miedo! ¡No huya!
La silueta desapareció, pero Nismile, tras meterse frenéticamente entre la maleza, la vio otra vez al cabo de unos instantes, apoyada en un enorme árbol de vivida corteza roja.
Nismile se detuvo bruscamente, perplejo, porque no estaba viendo a un metamorfo, sino a una mujer.
Ella era esbelta y joven, estaba desnuda y tenía un espeso cabello castaño rojizo, pequeños y erguidos pechos y ojos brillantes e inquietos. No daba muestras de estar asustada del pintor, era un duende que había disfrutado impulsándole a esta cacería. Mientras la miraba boquiabierto, ella le observó de arriba abajo, sin apresurarse, y después prorrumpió en risas de sonido claro y agudo.
—¡Tienes todo el cuerpo lleno de rasguños! —dijo la mujer—. ¿No sabes ir por el bosque con más cuidado?
—No quería que se fuera.
—Oh, no pensaba irme muy lejos. ¿Sabes una cosa? He estado observándote mucho rato antes de que me vieras. Tú eres el hombre de la cabaña, ¿verdad?
—Sí. Y usted… ¿dónde vive?
—Por aquí, por allí —dijo ella, en tono frívolo.
Nismile la contempló maravillado. Su belleza le encantaba, su descaro le aturdía. Ella puede ser una alucinación, pensó. ¿De dónde ha salido? ¿Qué hacía un ser humano, desnudo y solitario, en una espesa jungla?
¿Un ser humano?
Naturalmente que no, comprendió Nismile, con el repentino pesar de un niño que ha recibido un codiciado tesoro en un sueño, despierta radiante de alegría y percibe la triste realidad. Al recordar la facilidad con que el metamorfo le había imitado, Nismile imaginó la turbadora posibilidad: se trataba de una picardía, de una mascarada. Miró atentamente a la mujer en busca de un rasgo de identidad metamorfa, una fluctuación de la proyección, un rastro de los afiladísimos pómulos y los ojos hundidos oculto en aquel rostro gozosamente descarado. Ella era convincentemente humana en todos los aspectos. Sin embargo… qué raro encontrar en la jungla un miembro de raza humana, era mucho más probable que se tratara de un cambiaspecto, un embaucador…
Nismile no quería creerlo. Decidió enfrentarse a la posibilidad de una decepción en un consciente acto de fe, esperando que así ella fuera lo que parecía ser.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Sarise. ¿Y tú?
—Nismile. ¿Dónde vive?
—En el bosque.
—Entonces habrá algún poblado humano a poca distancia. Sarise hizo un gesto desdeñoso.
—Vivo sola.
La mujer se acercó. Nismile notó la creciente rigidez de sus músculos, algo que se retorcía en su estómago, quemazón en la piel… Y Sarise pasó los dedos con mucha suavidad por los cortes que las plantas habían dejado en los brazos y en el pecho del pintor.
—¿No te molestan estos rasguños?
—Están empezando a molestarme. Tengo que lavarlos.
—Sí. Volvamos a la laguna. Conozco un camino mejor que el que has seguido. ¡Sígueme!
Sarise separó las frondas de un espeso montón de helechos y dejó al descubierto una senda estrecha y casi borrada. Echó a correr graciosamente, y Nismile detrás de ella, deleitado por la desenvoltura de los movimientos, por la acción de los músculos de la espalda y las nalgas de la mujer. El pintor se zambulló en la laguna un instante después de Sarise, y ambos chapotearon un rato. La frialdad del agua alivió el picor de los cortes. Al salir, Nismile sintió el deseo de abrazarla y estrecharla entre sus brazos, pero no se atrevió. Se tendieron en la musgosa orilla. Había malicia en los ojos de Sarise.
—Mi cabaña no está lejos —dijo Nismile.
—Lo sé.
—¿Le gustaría visitarla?
—En otro momento, Nismile.
—De acuerdo. En otro momento.
—¿De dónde eres? —preguntó ella.
—Nací en el Monte del Castillo. ¿Sabe dónde está eso? Fui pintor espiritual en la corte de la Corona. ¿Sabe qué es la pintura espiritual? Se hace con la mente y un lienzo sensible, y… Puedo hacerle una demostración. Podría retratarla, Sarise. Yo miro atentamente una cosa, capto su esencia con lo más profundo de mi consciencia, entro en una especie de trance, como si estuviera soñando pero sin dormir, transformo lo que he visto en algo personal y lo lanzo sobre el lienzo. Capto la verdad del tema en una llamarada de transferencia… —Hizo una pausa—. Te lo explicaría mejor haciéndote un cuadro.
Sarise no parecía estar escuchándole.
—¿Te gustaría tocarme, Nismile?
—Sí. Mucho.
El espeso musgo azul turquesa era igual que una alfombra. Sarise rodó hacia él y la mano del pintor se detuvo sobre el desnudo cuerpo… y titubeó, porque aún existía la duda de que ella fuera un metamorfo que se divertía jugando con él un perverso juego de los cambiaspectos. Una herencia de miles de años de espanto y aversión afloró en su mente, y le aterrorizó tocar aquel cuerpo y descubrir que la piel poseía la repugnante textura húmeda y fría que él atribuía a los metamorfos, o que ella cambiara de aspecto y se convirtiera en un ser extraño en el momento de abrazarla. Sarise tenía los ojos cerrados, los labios separados, la lengua moviéndose entre ellos como la de una serpiente: estaba aguardando. Horrorizado, Nismile hizo un esfuerzo para poner la mano en los senos. Pero la carne era cálida y blanda, muy parecida a la carne de una mujer joven, al menos por lo que Nismile recordaba después de tantos años de soledad. Tras un tenue gemido, Sarise se apretó a él. Durante un horrible instante la grotesca imagen de un metamorfo surgió en el cerebro del pintor, un ser sin curvas, con largas piernas y desprovisto de nariz, pero apartó ese pensamiento y se entregó por entero al flexible y vigoroso cuerpo femenino.
Durante muchos minutos después ambos permanecieron inmóviles, juntos, con las manos cogidas, sin decir nada. Tampoco se movieron con la suave lluvia que cayó: dejaron que la rápida llovizna se llevara el sudor de sus cuerpos. Nismile abrió los ojos por fin y vio que ella le observaba con curiosidad.
—Quiero pintarte —dijo él.
—No.
—No ahora. Mañana. Vendrás a la cabaña y…
—No.
—Hace años que no pinto. Es importante que empiece de nuevo. Y tengo grandes deseos de pintarte.
—Yo tengo grandes deseos de que no me pintes —dijo ella.
—Por favor.
—No —dijo suavemente Sarise. Se separó y se levantó—. Pinta la jungla. Pinta la laguna. A mí no, ¿eh, Nismile? ¿De acuerdo?
El pintor contestó con un triste gesto de aceptación.
—Tengo que irme —dijo Sarise.
—¿No quieres decirme dónde vives?
—Ya te lo he dicho. Por aquí, por allí. En el bosque. ¿Por qué me haces esas preguntas?
—Para poder encontrarte de nuevo. Si desapareces, ¿dónde te buscaré?
—Yo sé dónde encontrarte —dijo ella—. Eso basta.
—¿Vendrás a verme mañana? ¿A la cabaña?
—Creo que sí.
Nismile la cogió de la mano y la atrajo hacia él. Pero ella había cambiado de actitud, se mostraba indecisa, distante. Los misterios de esa mujer latían en la mente del pintor. En realidad ella no le había dicho nada, aparte de su nombre. Le resultaba difícil creer que Sarise, igual que él, fuera un solitario ser de la jungla, una mujer que vagaba a su antojo. Y dudaba que él no hubiera descubierto, después de tantas semanas, la existencia de un pueblo en las proximidades. La explicación más probable continuaba siendo la misma, que Sarise era un cambiaspecto, embarcado por desconocidos motivos en una aventura con un hombre. Y si bien él se resistía a aceptar esa idea, era demasiado racional para rechazarla por completo. Pero ella parecía humana, tenía el tacto de una mujer, actuaba como una mujer. ¿Hasta qué punto llegaba la pericia de los metamorfos para transformarse? Nismile estuvo tentado de preguntar francamente si sus sospechas eran ciertas, pero ello era absurdo. Sarise no había respondido otras preguntas y seguramente no respondería ésta. El pintor se reservó las dudas. Sarise liberó suavemente su mano, atrapada por la de Nismile, moldeó un beso con los labios y desapareció por la senda bordeada de helechos.
Nismile aguardó en la cabaña durante el día siguiente. Sarise no se presentó, cosa que no sorprendió en exceso al pintor. El encuentro había sido un sueño, una fantasía, un interludio más allá del tiempo y del espacio. No esperaba volver a verla nunca. Al anochecer sacó un lienzo de la mochila y lo dispuso para pintar, con la idea de hacer un cuadro del paisaje que veía desde la cabaña mientras el crepúsculo tenía de púrpura el aire del bosque. Estudió la vista largo rato, examinó las verticales de los esbeltos árboles sobre la gruesa horizontal de la irregular extensión de arbustos con bayas amarillas, y finalmente sacudió la cabeza y olvidó el lienzo. El paisaje no tenía nada que precisara la captación del arte. Por la mañana, pensó Nismile, haré una excursión río arriba, cruzaré la llanura para ir hasta esa gran roca con la grieta tan profunda donde crecen las carnosas frutas rojas que parecen astas de cuero. Un panorama más prometedor, seguramente. Pero por la mañana Nismile encontró excusas para retrasar la marcha, y al mediodía pensó que era demasiado tarde para salir. En lugar de eso trabajó en su pequeño huerto, donde estaba trasplantando ciertos arbustos que producían frutas u hojas comestibles. Y eso le mantuvo ocupado durante horas. A últimas horas de la tarde una niebla lechosa se posó sobre el bosque. Nismile entró en la Cabaña. Y pocos minutos más tarde oyó un golpe en la puerta.
—Había perdido la esperanza —dijo a Sarise.
La frente y las cejas de Sarise estaban adornadas con gotitas. La niebla, pensó Nismile. O quizá ella había venido brincando por el sendero.
—Prometí que vendría —dijo ella en voz baja.
—Ayer.
—Hoy es ayer —dijo ella, sonriente. Sacó una botella de la túnica—. ¿Te gusta el vino? He encontrado esto. Tuve que andar mucho para conseguirlo. Ayer.
Era vino gris, de reciente cosecha, un vino cuya efervescencia causaba picor a la lengua. La botella no tenía etiqueta, pero Nismile supuso que era un vino de Zimroel desconocido en el Monte del Castillo. Bebieron la botella entera, Nismile más que Sarise (ella le llenó el vaso repetidas veces) y cuando el vino se acabó salieron de la cabaña para hacer el amor en la fría y húmeda tierra próxima al río. Después dormitaron, hasta que ella le despertó de madrugada y le llevó a la cama. Pasaron el resto de la noche muy apretados, y por la mañana ella no mostró deseo alguno de irse. Fueron a la laguna para iniciar la jornada con un chapuzón. Se abrazaron de nuevo en el musgo azul turquesa. Luego Sarise llevó al pintor al gigantesco árbol de corteza donde se habían conocido, y le indicó una colosal fruta amarilla, de tres o cuatro metros de anchura, que había caído de las enormes ramas. Nismile la observó recelosamente. La fruta se había partido, y en su interior había una pulpa escarlata llena de inmensas semillas negras.
—Una duika —dijo Sarise—. Nos emborrachará.
Sarise se despojó de la túnica y la usó para envolver grandes trozos de fruta. Los llevaron a la cabaña y pasaron toda la mañana comiendo. Cantaron y rieron buena parte de la tarde. Para cenar frieron pescado cogido de la esclusa de Nismile. Más tarde, cogidos del brazo mientras observaban el descenso de la noche, Sarise le hizo mil preguntas sobre su pasado, sus cuadros, su infancia, sus viajes, el Monte del Castillo, las Cincuenta Ciudades, los Seis Ríos, la corte real de lord Thraym, el Castillo de incontables habitaciones. Las preguntas brotaron en torrente, una detrás de otra casi sin que Nismile tuviera tiempo de contestar la anterior. La curiosidad de Sarise era inagotable. Y ello sirvió también para apagar la curiosidad del pintor; aunque ansiaba saber muchas cosas sobre Sarise —todo— no tuvo oportunidad de preguntar, y no se preocupó más, ya que dudaba que ella le respondiera.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó finalmente ella.
Y así se hicieron amantes. Los primeros días hicieron poca cosa más aparte de comer, nadar, abrazarse y devorar el embriagador fruto de los duikos. Nismile dejó de temer, tal como le había ocurrido al principio, que la mujer desapareciera tan inesperadamente como había llegado. El torrente de preguntas amainó al cabo de unos días, pero de todas formas Nismile decidió no aprovechar la ocasión; prefería no traspasar los misterios de Sarise.
El pintor no podía librarse de la obsesión de que ella era un metamorfo. El pensamiento le producía escalofríos —que la belleza de Sarise era un engaño, que detrás de esa belleza se ocultaba un ser extraño y grotesco— en especial cuando pasaba las manos por la fresca y dulce tersura de los muslos y los pechos de la mujer. Constantemente tenía que reprimir sus sospechas. Pero las sospechas no desaparecían. No había poblados humanos en esa zona de Zimroel y era muy improbable que una mujer joven —y Sarise era muy joven— hubiera decidido, igual que Nismile, emprender una vida apartada en la jungla. Era mucho más probable, pensaba Nismile, que ella fuera nativa del lugar, un cambiaspecto más de los muchos que se deslizaban como fantasmas por las húmedas arboledas. A veces, mientras Sarise dormía, Nismile la observaba a la tenue luz de las estrellas para comprobar si empezaba a perder su forma humana. Pero Sarise siempre permanecía igual, y aun así, Nismile recelaba de ella.
Y sin embargo… buscar compañía humana o demostrar cordialidad a los hombres no era rasgo de la naturaleza de los metamorfos. Para casi todos los habitantes de Majipur, los metamorfos eran espectros de una época anterior, fantasmas irreales y legendarios. ¿Qué razón había para que un piurivar encontrara al recluido Nismile, se ofreciera al pintor en una convincente farsa amorosa y se esforzara con tanto celo en iluminarle los días y animarle las noches? En un momento de paranoia, Nismile imaginó que Sarise volvía a su estado primitivo en la oscuridad y se echaba sobre él aprovechando que dormía para hundirle un reluciente puñal en el cuello: la venganza por los crímenes de los antepasados humanos del pintor. ¡Pero qué locas eran esas fantasías! Si los metamorfos deseaban asesinarle, no precisaban una charada tan compleja.
Para apartar de sus pensamientos estos asuntos, Nismile decidió reanudar su arte. Un día anormalmente claro y soleado partió con Sarise hacia la roca de las suculentas plantas rojas, con un lienzo blanco bajo el brazo. Ella le observó, fascinada, mientras se preparaba.
—¿Haces el cuadro únicamente con la mente? —le preguntó.
—Únicamente. Preparo la escena en mi alma, transformo, arreglo, y luego… ya lo verás.
—¿No te importa que mire? ¿No lo estropearé?
—Claro que no.
—Pero si la mente de otra persona se mete en el cuadro…
—Imposible. Los lienzos están adaptados a mí. Nismile observó con un ojo cerrado, formó cuadrados con los dedos, se movió unos centímetros a uno y otro lado. Tenía la garganta seca y le temblaban las manos. Habían transcurrido muchos años desde el último cuadro. ¿Habría conservado su talento? ¿Y la técnica? Dispuso el lienzo del modo más conveniente y efectuó mentalmente el contacto preliminar. El paisaje era excelente, vívido, original; los contrastes de color, notables; los rasgos de la composición, fascinantes. La enorme roca, las raras y carnosas plantas rojas con minúsculas brácteas florales de color amarillo en las puntas, la luz salpicada de las sombras de la vegetación… Sí, sí, daría resultado, serviría con creces como el vehículo que permitiría al artista transmitir la textura de esa densa y enmarañada jungla, de ese lugar de formas variables…
Nismile cerró los ojos. Entró en trance. Lanzó la imagen al lienzo.
Sarise emitió un apagado grito de sorpresa.
Nismile notó que sudaba por todas partes. Se tambaleó, jadeó. Al cabo de unos instantes se recuperó y contempló el lienzo.
—¡Qué hermoso! —murmuró Sarise.
Pero Nismile se estremeció al ver cuadro. Vertiginosas diagonales… difusos colores jaspeados… Un cielo oscuro, de grasienta apariencia, con bruscos bucles suspendidos sobre el horizonte… totalmente distinto al paisaje que él intentaba plasmar y, un detalle mucho más preocupante, sin ningún parecido con la obra de Therion Nismile. Era un cuadro tétrico, angustioso, corrompido por impensadas discordancias.
—¿No te gusta? —preguntó Sarise.
—No es lo que tenía en mente.
—Aunque así sea… es hermoso conseguir que la imagen salga en el lienzo de esta forma… y es tan bonito…
—¿Piensas que es bonito?
—¡Sí, claro! ¿No estás de acuerdo?
Nismile la miró fijamente. ¿Este cuadro? ¿Bonito? ¿Estaba halagándole, desconocía los gustos de la época, o realmente admiraba el cuadro? Un cuadro extraño, atormentado, tenebroso y extraño…
Extraño…
—No te gusta —dijo Sarise, y esta vez no era una pregunta.
—No pintaba desde hace casi cuatro años. Quizá me hace falta ir poco a poco, volver a adquirir la destreza…
—He estropeado tu cuadro —dijo Sarise.
—¿Tú? No seas tonta.
—Mi mente se ha entrometido. Mi forma de ver las cosas.
—Ya te he explicado que los lienzos están adaptados únicamente a mí. Podría estar rodeado de mil personas y ninguna afectaría el cuadro.
—Pero es posible que te haya distraído, que haya desviado tus pensamientos.
—Es absurdo.
—Iré a dar un paseo. Pinta otra cosa mientras tanto.
—No, Sarise. Éste es espléndido. Cuanto más lo miro, más me complace. Vamos, volvamos a casa. Nadaremos un rato, comeremos duika y haremos el amor. ¿De acuerdo?
Nismile sacó el lienzo del caballete y lo enrolló. Pero la reacción de Sarise le había afectado más de lo que fingía. Algo muy extraño se había introducido en el cuadro, era indudable. ¿Y si Sarise lo había contaminado de algún modo? ¿Y si la oculta alma metamorfa de ella había proyectado su esencia sobre el espíritu del pintor, tiñendo los impulsos mentales de éste con un matiz no humano?
Caminaron río abajo en silencio. Al llegar al prado de los lirios de fango donde Nismile vio por primera vez un metamorfo, el pintor no pudo contenerse.
—Sarise, quiero hacerte una pregunta.
—¿Sí?
Le fue imposible callar.
—Tú no eres humana, ¿verdad? En realidad eres un metamorfo, ¿no es cierto?
Sarise le miró con los ojos muy abiertos, mientras brotaba color en sus mejillas.
—¿Lo dices en serio?
Nismile asintió.
—¿Yo? ¿Un metamorfo? —Sarise se echó a reír, de forma poco convincente—. ¡Qué idea tan disparatada!
—Respóndeme, Sarise. Mírame a los ojos y respóndeme.
—Esto es una locura, Therion.
—Por favor. Respóndeme.
—¿Quieres que demuestre que soy humana? ¿Cómo lo hago?
—Quiero que me digas que eres humana. O que eres de otra raza.
—Soy humana —dijo ella.
—¿Puedo creerte?
—No lo sé. ¿Puedes creerme? Te he respondido. —Los ojos de Sarise brillaban de alegría—. ¿No parezco humana? ¿No actúo como humana? ¿Tengo aspecto de ser una imitación?
—Tal vez yo no puedo notar la diferencia.
—¿Por qué piensas que soy un metamorfo?
—Porque sólo los metamorfos viven en esta jungla —dijo él—. Me parece… lógico. De todos modos… pese a… —Nismile titubeó—. Mira, ya me has respondido. Ha sido una pregunta estúpida y me gustaría cambiar de tema. ¿De acuerdo?
—¡Qué extraño eres! Debes estar enfadado conmigo. Crees que he estropeado tu cuadro.
—No es cierto.
—Eres mal mentiroso, Therion.
—Muy bien. Algo estropeó el cuadro. No sé qué ha sido. No es el cuadro que yo pretendía pintar.
—Pues pinta otro.
—Lo haré. Acepta posar para mí, Sarise.
—Ya te dije que no quería.
—Necesito hacerlo. Necesito ver qué hay en mi alma, y la única forma de saberlo…
—Pinta el duiko, Therion. Pinta la cabaña.
—¿Por qué no quieres posar?
—La idea me desagrada.
—No me das una respuesta real. ¿Qué tiene de malo posar…?
—Por favor, Therion.
—¿Temes que te vea en el lienzo de una forma que te desagradara? ¿Es eso? ¿Que obtenga otra respuesta a mis preguntas cuando te retrate?
—Por favor.
—Déjame pintarte.
—No.
—Entonces dime una razón.
—No puedo dártela —dijo ella.
—En ese caso es imposible que te niegues. —Nismile sacó un lienzo de la mochila—. Ahí, en el prado, ahora mismo. Vamos, Sarise. Ponte junto al río. Sólo será un momento…
—No, Therion.
—Si me amas, Sarise, no te negarás.
Fue una torpe hazaña de chantaje, y Nismile se avergonzó por ello. Y Sarise se enojó, porque el pintor vio un áspero brillo en los ojos de su compañera, un brillo que no había visto hasta ese momento. Los dos se miraron durante un largo, tenso instante.
—Aquí, no, Therion —dijo ella por fin, en tono frío y desabrido—. En la cabaña. Dejaré que me retrates allí, ya que insistes.
Ninguno de los dos habló durante el resto del camino.
Nismile tuvo deseos de olvidar el asunto. Creía haber impuesto por la fuerza su voluntad, haber cometido una especie de ultraje, y casi ansiaba poder retirarse de la posición que había conquistado. Pero el retorno a la fácil armonía anterior entre los dos era imposible. Y él debía obtener la respuesta que precisaba. Muy nervioso, el pintor preparó el lienzo.
—¿Dónde me pongo? —preguntó Sarise.
—En cualquier parte. Junto al río. Junto a la cabaña.
Sarise se acercó a la cabaña con andar indolente y despacioso. Nismile inclinó la cabeza para dar su aprobación y, apenas sin ánimo, efectuó los preparativos finales antes de entrar en trance. Sarise le miraba con expresión de enojo. Brotaban lágrimas de sus ojos.
—¡Te amo! —gritó bruscamente el pintor.
Se sumió en el estado de trance, y lo último que vio antes de cerrar los ojos fue que Sarise alteraba su postura: la mujer puso fin a su taciturna indolencia, irguió los hombros, sus ojos cobraron repentino brillo y apareció una sonrisa en los labios.
Cuando Nismile abrió los ojos, el cuadro estaba terminado y Sarise miraba tímidamente al pintor desde la puerta de la cabaña.
—¿Cómo ha salido? —preguntó Sarise.
—Ven. Júzgalo tú misma.
Sarise se acercó. Examinaron juntos el cuadro, y al cabo de unos instantes Nismile pasó el brazo por los hombros de su compañera. Ésta se estremeció y se apretó al pintor. En el cuadro se veía una hembra con ojos humanos y nariz y labios metamorfos, sobre un fondo irregular y caótico de discordantes tonos rojos, anaranjados y rosas.
—¿Ya sabes lo que querías saber? —dijo en voz baja.
—¿Fuiste tú el metamorfo del prado? ¿Y las otras dos veces?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me interesabas, Therion. Quería conocerte a fondo. Jamás había visto una persona como tú.
—Todavía no puedo creerlo —musitó Nismile.
Sarise señaló el cuadro.
—Créelo, Therion.
—No. No.
—Ahora conoces la respuesta.
—Sé que eres humana. El cuadro miente.
—No, Therion.
—Demuéstralo. Cambia de forma. Cambia ahora mismo. —Nismile la soltó y se apartó un poco—. Hazlo. Hazlo por mí.
Sarise le miró tristemente. Luego, sin transición perceptible, se convirtió en una réplica del pintor, igual que la vez anterior: la prueba definitiva, la irrebatible respuesta. Un músculo tembló violentamente en la mejilla de Nismile. Miró sin pestañear su propia imagen, y hubo un nuevo cambio: algo terrorífico y monstruoso, un ser de pesadilla que era un globo picado de viruelas, de piel grisácea y lacia, ojos grandes como platos y un pico negro en forma de gancho. Y después una tercera transformación: un metamorfo más alto que el pintor, con el pecho hundido, deforme. Y por fin apareció otra vez Sarise, con cascadas de pelo castaño rojizo, manos delicadas, firmes y fuertes muslos.
—No —dijo Nismile—. Eso no. Basta de imitaciones.
Sarise volvió a ser un metamorfo. Nismile asintió.
—Sí. Así está mejor. Quédate así. Es más hermoso.
—¿Hermoso, Therion?
—Me pareces hermosa. Así. Tal como eres. El engaño siempre es horrible.
Cogió la mano del metamorfo. Tenía seis dedos, muy largos y finos, sin uñas ni articulaciones visibles. La piel era sedosa y débilmente brillante, y no tenía el tacto esperado por Nismile. El pintor pasó las manos por aquel cuerpo, enjuto y prácticamente descarnado. Ella se quedó completamente inmóvil.
—Debo irme —dijo ella al fin.
—Quédate conmigo. Vive aquí en mi compañía.
—¿A pesar de todo?
—A pesar de todo. En tu forma verdadera.
—¿Sigues queriéndome?
—Muchísimo —dijo Nismile—. ¿Te quedarás?
—Cuando vine a verte la primera vez, fue para observarte, para estudiarte, para jugar contigo, incluso para burlarme de ti y hacerte sufrir. Eres el enemigo, Therion. Tu raza siempre ha sido el enemigo. Pero cuando empezamos a vivir juntos descubrí que no había motivos para odiarte. No a ti, como individuo especial, ¿comprendes?
Era la voz de Sarise que salía de unos labios extraños. Qué raro, pensó Nismile, es muy parecido a un sueño.
—Empecé a desear estar en tu compañía —dijo ella—. Para que el juego durara siempre, ¿comprendes? Pero el juego debía tener un final. Y sin embargo sigo deseando estar contigo.
—Entonces quédate, Sarise.
—Sólo si me quieres de verdad.
—Ya te lo he dicho.
—¿No te horrorizo?
—No.
—Vuelve a retratarme, Therion. Demuéstramelo con un cuadro. Muéstrame amor en el lienzo, Therion, y me quedaré.
Nismile la pintó día tras día, hasta que terminó los lienzos, y los colgó en el interior de la Cabaña: Sarise y el duiko, Sarise en el prado, Sarise en la lechosa niebla del atardecer, Sarise en el crepúsculo, verde sobre fondo púrpura. No hubo forma de preparar más lienzos, pese a que el pintor lo intentó. Pero era igual. Ambos realizaron juntos largos viajes de exploración, siguieron el curso de los ríos, fueron a lejanas partes de la jungla. Sarise le enseñó nuevos árboles y flores, las criaturas de la selva, dentudos lagartos, gusanos dorados y siniestros amorfibotes de voluminoso aspecto que pasaban los días durmiendo en fangosos lagos. Hablaron muy poco; la hora de responder preguntas había pasado y ya no hacían falta palabras.
Pasaron días, semanas, y en un territorio sin estaciones era difícil medir el paso del tiempo. Quizá fue un mes, quizá fueron seis. No encontraron a nadie. La jungla estaba repleta de metamorfos, explicó Sarise, pero todos se mantenían a distancia, y ella esperaba que la dejaran en paz para siempre.
Una tarde de constante llovizna Nismile fue a mirar las trampas, y al volver una hora más tarde supo inmediatamente que pasaba algo raro. Mientras se acercaba a la cabaña vio salir a cuatro metamorfos. Estaba seguro de que uno era Sarise, pero no sabía cuál de los cuatro.
—¡Un momento! —gritó mientras los cambiaspectos pasaban junto a él. Echó a correr detrás del grupo—. ¿Qué van a hacer con ella? ¡Suéltenla! ¿Sarise? ¿Sarise? ¿Quiénes son éstos? ¿Qué quieren?
Durante un instante un metamorfo cambió de aspecto, y Nismile vio a la joven del pelo castaño rojizo, pero sólo durante un instante. Después vio otra vez cuatro metamorfos que se deslizaban como espectros hacia las entrañas de la jungla. La lluvia se hizo más intensa, y el denso banco de niebla que cubrió la zona impidió la visibilidad. Nismile se detuvo al borde del claro, desesperado, aguzando el oído para captar sonidos pese al chapoteo de la lluvia y la fuerte palpitación del río. Creyó oír sollozos, creyó oír un grito de dolor, pero quizá fue un simple sonido de la jungla. Era imposible seguir a los metamorfos en una impenetrable zona de espesa niebla blanca.
Nismile jamás volvió a ver a Sarise, ni a otro metamorfo. Durante algún tiempo confió en que encontraría cambiaspectos en el bosque y le matarían con sus pequeños puñales de madera pulida, puesto que la soledad era intolerable. Pero no fue así, y cuando se convenció de que estaba viviendo en una especie de cuarentena, apartado no sólo de Sarise —suponiendo que estuviera viva— sino también de la comunidad metamorfa, Nismile comprendió que no podía seguir morando en el claro cercano al río. Enrolló los lienzos de Sarise, desmontó cuidadosamente la cabaña e inició el largo y peligroso regreso a la civilización.
Faltaba una semana para su cuadragésimo cumpleaños cuando Nismile llegó a las cercanías del Monte del Castillo. En su ausencia, descubrió, lord Thraym había accedido al pontificado y la nueva Corona era lord Vildivar, hombre poco amante del arte. Nismile alquiló un estudio junto a la orilla del río, en Stee, y siguió pintando. Sólo trabajó utilizando sus recuerdos: tétricas e inquietantes escenas de la vida selvática, donde a menudo aparecían metamorfos al acecho en segundo plano. No era un tipo de cuadros con posibilidad de hacerse popular en el alegre y despreocupado mundo de Majipur, y al principio Nismile encontró pocos compradores. Pero más tarde su obra llamó la atención del duque de Qurain, que estaba empezando a cansarse de risueña serenidad y perfectas proporciones. Bajo el patrocinio del duque la obra de Nismile se hizo famosa, y en los últimos años de su vida dispuso de un mercado dispuesto a comprar todo lo que pintara.
Muchos pintores imitaron a Therion Nismile, aunque nunca con éxito, y el maestro fue objeto de numerosos ensayos críticos y estudios biográficos.
—Sus cuadros son turbulentos y extraños en grado sumo —le dijo un día un erudito—. ¿Ha ideado algún método para pintar lo que ve en sueños?
—Sólo trabajo partiendo de mis recuerdos —dijo Nismile.
—Dolorosos recuerdos, me atrevería a conjeturar.
—En absoluto —respondió Nismile—. Todo mi trabajo pretende ayudarme a volver a captar una época de alegría, una época de amor, los momentos más felices y preciados de mi vida.
Nismile miró más allá del hombre que le interrogaba y vio distantes nieblas, espesas y blandas como la lana, que remolineaban entre altos árboles unidos por una enmarañada red de lianas.