La leyenda ha oscurecido la verdad sobre Arioc, comprende ahora Hissune, del mismo modo que ha oscurecido la verdad de tantas cosas. Con las distorsiones del tiempo, Arioc ha llegado a tener un aspecto grotesco, de hombre antojadizo, un payaso de repentina inestabilidad. Y no obstante, si el testimonio de lord Calintane tiene algún significado, las cosas no fueron así. Un hombre que sufre y que busca la libertad elige una forma estrafalaria de obtenerla: no es un payaso, no es un demente. Hissune, que también está atrapado en el Laberinto y que anhela probar el aire puro del exterior, juzga al Pontífice Arioc como un personaje inesperadamente simpático, su hermano espiritual a miles de años en el tiempo.
Durante muchos días Hissune no vuelve al Registro de Almas. El impacto de estos viajes ilícitos al pasado ha sido muy fuerte. Su cabeza zumba con los dispersos fragmentos de las almas de Thesme, Calintane, Sinnabor Lavon y el capitán de grupo Eremoil, de modo que cuando todos forman un clamor al mismo tiempo, tiene dificultades para localizar a Hissune, y eso le consterna. Además, tiene otras cosas que hacer. Al cabo de año y medio ha completado la tarea de los documentos tributarios, y ya está tan introducido en la Casa de los Archivos que otra misión le aguarda: un estudio sobre la distribución de los pobladores aborígenes en el Majipur actual. Hissune sabe que lord Valentine ha tenido ciertos problemas con los metamorfos (en realidad hubo una conspiración de los cambiaspectos que le derrocó en los extraños sucesos de hacía algunos años) y recuerda haber oído decir a los nobles del Monte del Castillo, durante su visita allí, que lord Valentine planea integrar a esta raza de un modo más completo en la vida del planeta, si ello es posible. Hissune sospecha por ello que la estadística que le han ordenado compilar tiene cierta utilidad en la gran estrategia de la Corona, y esto le da secreto placer. Y le da también motivo para ciertas sonrisas irónicas. Porque él es muy listo y se percata de lo que está sucediendo al Hissune callejero. Aquel golfillo ágil y astuto que llamó la atención de la Corona hacía siete años es ahora un burócrata adolescente, transformado, domesticado, civilizado, serio. Que así sea, piensa Hissune: uno no tiene siempre catorce años, y llega un momento en que hay que dejar la calle y convertirse en miembro útil de la sociedad. Aun así siente cierta pena por la pérdida del chico que había sido. Parte de la malicia de aquel chiquillo todavía bulle en él: sólo parte, pero bastante. Se ha dado cuenta de que tiene ideas de peso sobre la naturaleza de la sociedad de Majipur, la correlación orgánica de las fuerzas políticas, el concepto de que poder implica responsabilidad, que todos los seres se mantienen en armoniosa unión gracias a un sentimiento de obligación recíproca. Los cuatro grandes Poderes del reino (el Pontífice, la Corona, la Dama de la Isla, el Rey de los Sueños) actúan unidos de forma excelente. ¿Cómo han logrado hacerlo?, se pregunta Hissune. Incluso en una sociedad profundamente conservadora, donde poquísimas cosas han cambiado después de milenios, la armonía de los Poderes parece milagrosa, un equilibrio de fuerzas de forzosa inspiración divina. Hissune no ha recibido educación formal; no puede recurrir a nadie para conocer esos asuntos. Sin embargo, existe el Registro de Almas, con la prolífica vida del pasado de Majipur mantenida en prodigiosa suspensión, lista para liberar su apasionada vitalidad a una simple orden. Es absurdo no explorar ese yacimiento de conocimientos cuando la mente de uno está preocupada por tan graves problemas. Una vez más, Hissune falsifica los documentos. Una vez más, supera con desenvoltura la prueba de los lerdos guardianes de los archivos. Una vez más aprieta las teclas, ahora en busca no sólo de diversión, de gozar de lo prohibido, sino también con el ansia de entender la evolución de las instituciones políticas de su planeta. En qué joven tan serio estás convirtiéndote, se dice, mientras las destellantes luces de numerosos colores vibran en su mente y la oscura e intensa presencia de otro ser humano, muerto hace mucho tiempo pero eternamente intemporal, invade su alma.
Suvrael se extendía como una reluciente espada en el horizonte meridional, una férrea franja de oscura luz roja que lanzaba al aire trémulas vibraciones de calor. Dekkeret, de pie en la proa del carguero donde había hecho el largo y monótono trayecto marítimo, sintió que su pulso aceleraba. ¡Suvrael, por fin! Ese espantoso lugar, ese continente abominable, ese territorio inútil y miserable se hallaba ya a pocos días de distancia y ¿qué horrores aguardaban allí? Pero él estaba preparado. Pasara lo que pasara, tal era la creencia de Dekkeret, sería para bien, en Suvrael igual que en el Monte del Castillo. Dekkeret tenía veinte años, y era un hombretón muy musculoso, cuellicorto y de espalda enormemente amplia. Era el segundo verano del glorioso reinado de lord Prestimion y el gran Pontífice Confalume.
Si Dekkeret había emprendido el viaje a los ardientes desiertos del desolado Suvrael era para cumplir una penitencia. Había realizado una vergonzosa hazaña —sin pretenderlo, ciertamente; al principio apenas se dio cuenta de lo vergonzoso de su acción— mientras cazaba en las Fronteras de Khyntor del lejano norte, y creyó preciso algún tipo de expiación. Fue un gesto romántico y extravagante hasta cierto punto, y él lo sabía, pero podía perdonarse por ello. Si no hacía gestos románticos y extravagantes a los veinte años, ¿cuándo iba a hacerlos? No dentro de diez o quince años, cuando estuviera atado a su rueda del destino y estuviera establecido cómodamente de acuerdo con la carrera inevitablemente tranquila y fácil que seguiría como miembro del cortejo de lord Prestimion. El momento era éste, o ninguno. Por eso había decidido ir a Suvrael a purgar su alma, sin importarle las consecuencias.
Su amigo, consejero y compañero de caza en Khyntor, Akbalik, no pudo entenderlo. Pero naturalmente Akbalik no era un hombre romántico, y además había cumplido los veinte hacía muchos años. Una noche a principios de primavera, mientras tomaban unas botellas de áspero vino dorado en una tosca taberna de las montañas, Dekkeret anunció su intención y la respuesta de Akbalik fue una ruda carcajada de burla.
—¿Suvrael? —gritó Akbalik—. Te juzgas con excesiva severidad. No hay pecado tan inmundo que merezca una excursión a Suvrael.
Y Dekkeret, molesto, creyendo ver paternalismo en la conducta de su amigo, meneó lentamente la cabeza.
—La maldad está en mí igual que una mancha. Haré que arda en mi alma bajo el sol del desierto.
—Haz la peregrinación a la Isla, si crees que debes hacer algo. Que la bendita Dama cure tu espíritu.
—No. Suvrael.
—¿Por qué?
—Para sufrir —dijo Dekkeret—. Para alejarme de los placeres del Monte del Castillo, para ir al lugar menos agradable de Majipur, un depresivo desierto de fieros vientos y aborrecibles peligros. Para mortificar la carne, Akbalik, y demostrar mi arrepentimiento. Para imponerme la disciplina de la incomodidad e incluso del dolor (dolor, ¿sabes qué es eso?) hasta que pueda perdonarme. ¿De acuerdo?
Akbalik, sonriente, hundió los dedos en la gruesa capa de negrísimas pieles de Khyntor que vestía Dekkeret.
—De acuerdo. Pero si has de mortificarte, hazlo completamente. Supongo que no te quitarás esto de tu cuerpo mientras estés bajo el sol de Suvrael.
Dekkeret contuvo la risa.
—Hay un límite —dijo— para mi necesidad de incomodidad.
Cogió la botella de vino. Akbalik casi doblaba la edad de Dekkeret, y era indudable que le divertía la seriedad del joven. Igual le ocurría a Dekkeret, hasta cierto punto; pero ello no iba a desviarle.
—¿Puedo intentar disuadirte por última vez?
—Es inútil.
—Considera la pérdida de tiempo —dijo de todas formas Akbalik—. Tienes que preocuparte de tu carrera. Tu nombre se oye con frecuencia en el Castillo. Lord Prestimion ha dicho magníficas cosas de ti. Un joven prometedor, que llegará muy lejos, con gran fortaleza de carácter, toda esa clase de cosas. Prestimion es joven, gobernará muchos años. Los que sean jóvenes ahora subirán tanto como él. Y aquí estás tú, metido en las montañas de Khyntor, jugando cuando deberías estar en la corte, y ya estás planeando otro viaje más temerario. Olvida esta tontería de Suvrael, Dekkeret, y vuelve al Monte conmigo. Cumple el mandato de la Corona, impresiona a los grandes con tu valía, y trabaja para el futuro. Estamos en una maravillosa época de Majipur, y sería espléndido encontrarse entre los que detentan el poder cuando las cosas progresen. ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué desterrarte a Suvrael? Nadie conoce ese… eh… pecado tuyo, ese insignificante lapso…
—Yo lo conozco.
—En ese caso, promete que no volverás a hacerlo, y absuélvete.
—No es tan sencillo —dijo Dekkeret.
—Malgastar un año o dos de tu vida, quizá perder por completo tu vida, por un absurdo e inútil viaje…
—No es absurdo. No es inútil.
—Excepto en lo puramente personal, lo es.
—No es cierto, Akbalik. Me puse en contacto con la gente del pontificado y me las arreglé para obtener un nombramiento oficial. Voy a Suvrael en misión de pesquisa. ¿No te parece estupendo? Suvrael no exporta su cupo de carne y ganado y el Pontífice quiere saber el porqué. ¿Comprendes? Sigo progresando en mi carrera aún cuando parto hacia lo que a ti te parece una aventura totalmente personal.
—De modo que ya has hecho preparativos.
—Me voy el próximo Día Cuarto. —Dekkeret extendió la mano derecha hacia su amigo—. Serán dos años, por lo menos. Volveremos a vernos en el Monte. ¿Qué te parece, Akbalik, en los juegos de Morpin Alta, dos años a partir del Día del Invierno?
Los serenos ojos grises de Akbalik se fijaron intensamente en los de Dekkeret.
—Estaré allí —dijo lentamente Akbalik—. Espero que tú también.
Esa conversación tuvo lugar sólo hacía dos meses. Pero Dekkeret, mientras notaba el palpitante calor del continente meridional que llegaba a él a través de las aguas verde claro del Mar Interior, creía que la charla ocurrió hacía una eternidad, y que el viaje había sido infinitamente largo. La primera parte de la travesía fue bastante placentera: el descenso de las montañas hasta la gran metrópolis de Ni-moya, y luego por barco fluvial Zimr abajo hasta el puerto de Piliplok en la costa oriental. Después Dekkeret subió a bordo de un carguero, el transporte más barato que encontró, con destino a la ciudad de Tolaghai (Suvrael), y a partir de entonces una travesía hacia el sur, siempre hacia el sur durante un verano entero, en un horrible y reducido camarote situado a favor del viento en una bodega atestada de fardos de pequeños dragones marinos secos. Y cuando el barco entró en la zona tropical, los días ofrecieron un calor desconocido para Dekkeret y las noches apenas fueron mejores. Y la tripulación, en su mayoría un puñado de peludos skandars, se rió de las penurias del viajero y le dijo que disfrutara del tiempo frío mientras pudiera, porque el verdadero calor le aguardaba en Suvrael. Bien, él quería sufrir, su anhelo estaba siendo generosamente satisfecho, y lo peor aún estaba por llegar. Dekkeret no se quejó. No se arrepintió. Pero su placentera vida entre los jóvenes caballeros del Monte del Castillo no le había preparado para noches en vela con el hedor de los dragones que se metía por sus ventanas nasales como si fuera un estilete, ni para el sofocante calor que envolvió el barco pocas semanas después de la partida de Piliplok, ni para el intenso hastío ante la invariable vista marina. El planeta era increíblemente enorme, ése era el problema. Costaba una eternidad ir de un sitio a otro. El viaje desde el continente natal de Dekkeret, Alhanroel, hasta las tierras occidentales de Zimroel había sido un proyecto grandioso: desde el Monte hasta Alaisor en barco fluvial, por mar hasta Piliplok y río arriba para llegar a las montañas de Khyntor. Pero entonces contó con Akbalik para alegrar el tiempo, y gozó de la excitación de su primer gran viaje, la extrañeza de nuevos parajes, nuevas comidas, nuevos acentos. Y le aguardaba la expedición de caza. ¿Y ahora? Encarcelado a bordo de un barco sucio y decrépito, repleto de trozos de carne de diabólico olor… el interminable transcurrir de días de ocio sin amigos, sin deberes, sin conversación…
Si algún monstruoso dragón apareciera, pensó Dekkeret más de una vez, y animara el viaje con una pizca de peligro… Pero no, no, los dragones seguían otro rumbo en sus migraciones; según se decía, una gran manada se hallaba en aguas occidentales frente a la costa de Narabal en esa época, y había otra a medio camino entre Piliplok y el archipiélago Rodamaunt. Dekkeret no vio a las grandes bestias, ni siquiera ejemplares dispersos. Lo que empeoraba el aburrimiento era que no parecía tener ningún valor purgante. Dekkeret sufría, cierto, y él suponía que el sufrimiento curaría su herida, pero la conciencia del acto terrible que había cometido en las montañas no disminuía en absoluto. Tenía calor, estaba aburrido y nervioso, y la sensación de culpabilidad continuaba desgarrándole, y a pesar de ello se atormentaba con la irónica certeza de que lord Prestimion, nada menos que la Corona, le alababa por su gran fuerza de carácter… mientras él no encontraba en su interior otra cosa que no fuera debilidad, cobardía y necedad. Tal vez sea preciso algo más que humedad, hastío y malos olores para curar el alma de una persona, decidió Dekkeret. En cualquier caso ya estaba harto del proceso de llegar a Suvrael, y se encontraba preparado para iniciar la siguiente fase de su peregrinación a lo desconocido.
Todos los viajes tienen su fin, incluso los interminables. El ardiente viento que llegaba del sur se intensificó día tras día hasta que el calor en cubierta impidió caminar y los descalzos skandars tuvieron que fregar el suelo cada pocas horas. Y luego, de pronto, la tórrida masa de tétrica oscuridad que ocupaba el horizonte se convirtió en el borde de una playa y en las fauces de un puerto. Al fin habían llegado a Tolaghai.
Suvrael entero era tropical. Buena parte de su interior era desértica, siempre oprimida por el colosal peso de un ambiente reseco y estancado en cuya periferia remolineaban agotadores ciclones. Pero los bordes del continente eran más o menos habitables, y había cinco ciudades relacionadas a través del comercio con el resto de Majipur. Mientras el carguero entraba en el amplio puerto, Dekkeret se sobresaltó por la extrañeza del lugar. En su corta vida había visto un buen número de las gigantescas ciudades del mundo —doce de las cincuenta que ocupaban las laderas del Monte del Castillo, la imponente Alaisor barrida por el viento, la vasta y asombrosa Ni-moya con sus muros blancos, la espléndida Piliplok y muchas más— y jamás había contemplado una ciudad con el aspecto severo, misterioso y prohibitivo de ésta. Tolaghai se aferraba como un cangrejo a una larga cresta a lo largo del mar. Sus edificios eran bajos y rechonchos, hechos con anaranjados ladrillos secados al sol, con simples rendijas por ventanas, y sólo había plantas dispersas alrededor de ellos, sobre todo deprimentes palmeras que eran todo tronco con minúsculas, plumosas copas a gran altura. Al mediodía las calles estaban prácticamente desiertas. El cálido viento arrojaba rociadas de arena sobre los agrietados adoquines. Dekkeret pensó que la ciudad era algo así como una cárcel en la frontera, brutal y horrorosa, o quizás una ciudad surgida del tiempo, un lugar perteneciente a un pueblo prehistórico, a una raza regimentada y autoritaria. ¿Por qué alguien había decidido construir un lugar tan ominoso? Sin duda por simple eficacia, porque una deformidad así era el mejor modo de hacer frente al clima de esas tierras… Pero de todas formas, de todas formas, pensó Dekkeret, el desafío del calor y la sequía podía haber exigido una arquitectura menos repelente.
En su inocencia, Dekkeret pensó que podía bajar a tierra al instante, pero las cosas no eran así en Tolaghai. El barco permaneció anclado más de una hora antes de que las autoridades portuarias, tres yorts de sombrío aspecto, subieran a bordo. Luego siguió la prolija tarea de la inspección sanitaria, el manifiesto de carga y el regateo de la cuota de atraque. Y por fin la docena de pasajeros recibió autorización para desembarcar. Un mozo de cuerda de raza gayrog cogió el equipaje de Dekkeret y preguntó el nombre del hotel. El viajero replicó que no había reservado habitación en ninguno, y la criatura semejante a un reptil, con la lengua en continuo movimiento y el negro y carnoso cabello retorciéndose como una masa de serpientes, le dedicó una mirada frígida y burlona.
—¿Qué piensa pagar? —dijo—. ¿Es usted rico?
—No mucho. ¿Qué puedo conseguir por tres coronas por noche?
—Poca cosa. Un lecho de paja. Sabandijas en las paredes.
—Llévame allí —dijo Dekkeret.
El gayrog reflejó la máxima sorpresa que un gayrog puede reflejar.
—No estará contento allí, distinguido caballero. Su porte indica señorío.
—Tal vez, pero mi bolsa es la de un pobre. Correré el riesgo de las sabandijas.
En realidad la posada no era tan mala como podía temerse: vieja, escuálida y depresiva, sí, pero así era todo lo que se veía, y la habitación que dieron a Dekkeret era casi palaciega después del alojamiento en el barco. Y tampoco ahí había el hedor de la carne de dragón marino, sólo el árido y penetrante olor del aire de Suvrael, como lo que hay dentro de una botella cerrada desde hace mil años. Dio al gayrog una moneda de media corona, que el mozo de cuerda no agradeció, y sacó sus escasas pertenencias.
A últimas horas de la tarde Dekkeret salió de la posada. El asfixiante calor no había menguado, pero el cortante viento parecía menos violento, y había más gentes en las calles. De todas formas la ciudad resultaba repulsiva. Era el lugar ideal para cumplir penitencia. Dekkeret acabaría aborreciendo las insípidas fachadas de los edificios de ladrillo y el marchito aspecto del paisaje, y echó de menos el suave aire puro de su ciudad natal, Normork, en la falda del Monte del Castillo. ¿Por qué, meditó, puede una persona tomar la decisión de vivir aquí, cuando hay muchísimas oportunidades en los continentes más benévolos? ¿Qué severidad del alma impulsa a millones de sus conciudadanos a flagelarse con las diarias crueldades de la vida en Suvrael?
Los representantes del pontificado tenían sus oficinas en la gran plaza sin adorno alguno que miraba hacia el puerto. Las instrucciones de Dekkeret le exigían presentarse allí, y pese a lo tarde de la hora encontró el lugar abierto, porque con el socarrante calor todos los ciudadanos de Tolaghai observaban la norma del cierre a mediodía y tramitaban sus asuntos hasta la puesta del sol. Dekkeret tuvo que esperar un rato en una antesala decorada con enormes retratos en cerámica blanca de los monarcas reinantes: el Pontífice Confalume de frente, con aspecto benigno pero de abrumadora grandeza y el joven lord Prestimion, la Corona, de perfil, con un brillo de inteligencia y dinamismo en sus ojos. Majipur tenía suerte con sus gobernantes, pensó Dekkeret. Siendo niño había visto a Confalume, entonces Corona, mientras presidía un tribunal en la maravillosa ciudad de Bombifale en lo alto del Monte, y tuvo deseos de llorar de puro gozo al contemplar la serenidad y radiante fuerza del monarca. Pocos años después lord Confalume accedió al pontificado y fue a vivir a las cavidades subterráneas del Laberinto, y Prestimion fue la nueva Corona. El último era un hombre muy distinto, tan imponente pero lleno de arrojo, vigor e impulsiva autoridad. Mientras la nueva Corona efectuaba la gran procesión por las ciudades del Monte, lord Prestimion vio al joven Dekkeret y, de acuerdo con su casual e imprevisible modo de proceder, le eligió para que tomara parte en el adiestramiento de caballeros en las Ciudades Altas. Un hecho que parecía haber ocurrido hacía un siglo, dados los grandes cambios acaecidos desde entonces en la vida de Dekkeret. A los dieciocho años se dio el placer de fantasear, de soñar que un día llegaría al trono de la Corona. Pero luego llegaron las desdichadas vacaciones en las montañas de Zimroel. Y ahora, con veinte años recién cumplidos, mientras se impacientaba en una polvorienta oficina de una deslustrada ciudad del inhospitalario Suvrael, Dekkeret pensó que carecía de futuro, sólo una desolada senda de años sin sentido que debía consumir.
Llegó un yort, gordinflón y con el semblante avinagrado.
—El archirregiomando Golator Lasgia le recibirá ahora —anunció.
Se trataba de un título resonante. Pero su poseedor era una mujer esbelta, de piel morena, casi tan joven como Dekkeret, que hizo a éste un atento escrutinio con sus ojos, grandes, brillantes y solemnes. De un modo rutinario, la mujer le saludó haciendo con la mano el símbolo del pontificado y cogió el documento de credenciales que Dekkeret le tendía.
—El iniciado Dekkeret —murmuró—. Misión de investigación, por encargo de la prefectura provincial de Khyntor. No lo entiendo, iniciado Dekkeret. ¿A quién sirve usted, a la Corona o al Pontífice?
—Pertenezco al personal de lord Prestimion, tengo una categoría muy baja —dijo Dekkeret, muy violento—. Pero mientras estaba en la provincia de Khyntor, la oficina del pontificado tuvo la necesidad de investigar cierto asunto en Suvrael, y cuando los funcionarios locales descubrieron que yo iba rumbo a Suvrael, me pidieron que aceptara la misión en aras de la economía, aunque yo no estaba al servicio del Pontífice. Y…
Golator Lasgia, muy pensativa, dio golpecitos a los documentos de Dekkeret que estaban sobre el escritorio.
—¿Usted iba rumbo a Suvrael? —dijo—. ¿Puedo preguntar el motivo?
Dekkeret se ruborizó.
—Un asunto personal, y discúlpeme.
Ella no le dio más importancia.
—¿Y qué asuntos de Suvrael pueden tener un interés tan urgente para mis hermanos pontificios de Khyntor, o mi curiosidad al respecto está también fuera de lugar?
El nerviosismo de Dekkeret aumentó.
—Tiene relación con un saldo comercial desfavorable —respondió, casi incapaz de resistir aquella mirada fría y penetrante—. Khyntor es un centro de producción, comercia productos a cambio de la ganadería de Suvrael. En los últimos dos años las exportaciones de blaves y monturas de Suvrael han descendido constantemente, y ahora surgen problemas en la economía de Khyntor. Los fabricantes tienen dificultades por haber dado tanto crédito a Suvrael.
—Nada de esto es nuevo para mí.
—Me han pedido que inspeccione las tierras de pasto de Suvrael —dijo Dekkeret— para determinar si puede esperarse un alza de la producción ganadera en breve plazo.
—¿Le apetece un vaso de vino? —dijo inesperadamente Golator Lasgia.
Dekkeret, desorientado, consideró los cánones sociales. Mientras él dudaba, Golator Lasgia sacó dos frascos de vino dorado, partió los sellos con gestos decididos y tendió a Dekkeret uno de los recipientes. Dekkeret lo cogió mientras esbozaba una sonrisa de agradecimiento. El vino estaba frío, y era dulce y ligeramente efervescente.
—Vino de Khyntor —dijo ella—. De este modo contribuimos al déficit comercial de Suvrael. La respuesta, iniciado Dekkeret, es que durante el último año del Pontífice Prankipin una terrible sequía azotó el continente… Y usted, iniciado, tal vez se pregunte qué diferencia hay aquí entre un año de sequía y un año de lluvias normales, pero hay diferencia, iniciado, hay una diferencia notable… Y las regiones de pastos sufrieron. No había forma alguna de alimentar al ganado, así que sacrificamos tantas reses como podía absorber el mercado, y vendimos gran parte de las existencias restantes a rancheros de Zimroel occidental. No mucho después de que Confalume llegara al Laberinto, volvieron las lluvias y la hierba empezó a crecer en las sabanas. Pero cuesta varios años volver a formar los rebaños. Por lo tanto el desequilibrio comercial continuará algún tiempo, y luego se corregirá. —La mujer sonrió sin cordialidad—. Bien. Le he ahorrado los inconvenientes de un insípido viaje al interior.
Dekkeret se percató de que sudaba mucho.
—A pesar de todo, debo hacerlo, archirregiomando Golator Lasgia.
—No averiguará más que lo que acabo de explicarle.
—No pretendo ser irrespetuoso. Pero la misión me exige en concreto que vea con mis propios ojos… Ella cerró los suyos un momento.
—Llegar a las tierras de pasto en estos momentos significaría para usted grandes dificultades, extrema incomodidad física, quizá considerable riesgo personal. Si yo fuera usted, me quedaría en Tolaghai, probaría las diversiones que hay aquí y me ocuparía de ese asunto personal que le ha traído a Suvrael. Y después de un intervalo apropiado, redactaría el informe en consulta con esta oficina y volvería a Khyntor.
Inmediatas sospechas florecieron en el pensamiento de Dekkeret. La sección del gobierno para la que trabajaba aquella mujer no siempre cooperaba con el personal de la Corona. Ella, de un modo muy diáfano, intentaba ocultar algo que estaba pasando en Suvrael. Y aunque la misión de investigación sólo era un pretexto para viajar por Suvrael, y no la tarea fundamental, Dekkeret tenía que considerar su carrera, y si permitía que un archirregiomando pontificio le embaucara con tanta facilidad, después las pasaría mal. Dekkeret se arrepintió de haber aceptado el vino. Mas para ocultar su confusión se concedió aún una serie de suaves sorbos.
—Mi sentido del honor —dijo por fin— no me permitiría seguir un curso tan fácil.
—¿Cuántos años tiene, iniciado Dekkeret?
—Nací en el duodécimo año del reinado de lord Confalume.
—Sí, en ese caso su sentido del honor seguirá causándole escozor. Venga, acompáñeme a mirar este mapa.
La mujer se levantó resueltamente. Dekkeret no esperaba que fuera tan alta, casi igualaba su estatura, y ese detalle le confería una apariencia de fragilidad. Su cabello, moreno y muy rizado, emitía una fragancia sorprendente que destacaba incluso sobre el aroma del fuerte vino. Golator Lasgia tocó la pared y apareció un mapa de Suvrael en brillantes tonalidades ocre y castaño rojizo.
—Esto es Tolaghai —dijo ella, tocando la punta noroeste del continente—. Las tierras de pasto están aquí. —Indicó una franja que empezaba a mil o mil doscientos kilómetros tierra adentro y se extendía en irregular círculo alrededor del desierto, en el corazón de Suvrael—. De Tolaghai parten tres puntos principales al territorio ganadero. Ésta es la primera. En la actualidad está azotada por tormentas de arena y ninguna clase de transporte puede usarla con seguridad. Ésta es la segunda ruta: aquí tenemos algunos problemas con bandidos cambiaspectos, y también está cerrada a los viajeros. La tercera ruta es la del paso de Khulag, pero esa carretera ha caído en desuso últimamente, y un brazo del gran desierto ha empezado a invadirla. ¿Se percata de los problemas?
Dekkeret se esforzó en mantener la calma.
—Dado que Suvrael se dedica a criar ganado para exportarlo, y puesto que todas las rutas entre las tierras de pasto y el puerto principal están bloqueadas, ¿es correcto afirmar que la falta de pasto es la verdadera causa del reciente descenso en la exportación de ganado?
Golator Lasgia sonrió.
—Hay otros puertos. En ellos embarcamos la producción en la situación actual.
—Bien, entonces, si voy a uno de esos puertos, encontraré una carretera que me lleve al territorio ganadero.
La mujer volvió a tocar el mapa.
—Desde el invierno pasado el puerto de Natu Gorvinu es el centro del comercio ganadero. Es éste, en la parte oriental, frente a la costa de Alhanroel, a diez mil kilómetros de aquí.
—Diez mil…
—Hay pocas razones para el comercio entre Tolaghai y Natu Gorvinu. Una vez al año, quizá, un barco va de un sitio a otro. Por vía terrestre la situación es peor, porque las carreteras que salen de Tolaghai no se conservan al este de Kangheez…—indicó una ciudad a mil kilómetros de distancia— y más allá, ¿quién sabe? El continente no está excesivamente poblado.
—¿Entonces ¿no hay forma de llegar a Natu Gorvinu?—dijo Dekkeret, perplejo.
—Hay una forma. Por barco desde Tolaghai hasta Stoien, en Alhanroel, y desde Stoien hasta Natu Gorvinu. Sólo tardará poco más de un año. Cuando usted llegue de nuevo a Suvrael y penetre hacia el interior, claro está, la crisis que ha venido a investigar seguramente habrá concluido. ¿Otro frasco de vino dorado, iniciado Dekkeret?
Muy aturdido, Dekkeret aceptó el vino. Las distancias le habían dejado estupefacto. Otro horrendo viaje por el Mar Interior, volver a su continente natal, Alhanroel, únicamente para dar media vuelva y hacer una tercera travesía en dirección a la punta opuesta de Suvrael para acabar averiguando, tal vez, que mientras tanto habían cerrado las carreteras del interior, y… no. No. Una penitencia no podía prolongarse tanto. Mejor abandonar la misión que someterse a tales absurdos.
—Es tarde —dijo Golator Lasgia mientras él seguía dudando— y sus problemas precisan larga consideración. ¿Ha hecho planes para cenar, iniciado Dekkeret?
De pronto, de un modo sorprendente, los oscuros ojos de la mujer emitieron un malicioso fulgor muy familiar.
En compañía del archirregiomando Golator Lasgia, Dekkeret descubrió que la vida en Tolaghai no era forzosamente tan triste como había indicado la primera, superficial inspección. Ella le llevó al hotel con un vehículo flotador —Dekkeret notó el disgusto de la mujer al ver el lugar— y le aconsejó que descansara, se lavara y estuviera listo al cabo de una hora. Un crepúsculo cobrizo había descendido sobre la ciudad, y cuando se cumplió la hora el cielo era tremendamente negro; sólo algunas extrañas constelaciones dejaban en él su irregular huella, aparte del indicio de una o dos lunas crecientes muy cerca del horizonte. Golator Lasgia vino a buscarle puntualmente. En lugar de la severa túnica, la mujer vestía ahora una prenda de malla muy ceñida, absurdamente seductora. Dekkeret se asombró. Había tenido éxito con las mujeres, sí, pero por lo que sabía él no había demostrado interés por aquella mujer, nada que no fuera el respeto más formal. Y sin embargo, era obvio que ella preveía una noche íntima. ¿Por qué? Ciertamente no por la irresistible sofisticación y el atractivo físico de Dekkeret, ni por ventajas políticas que él pudiera conferir a la archirregiomando, ni por cualquier otro motivo racional. Con una excepción, que Tolaghai era un sucio y apartado lugar donde la vida era incómoda e insulsa y él era un joven forastero capaz de ofrecer una noche de diversión a una mujer todavía joven. Dekkeret se sintió utilizado, pero por lo demás no vio nada malo en ello. Y después de haber pasado meses en el mar estaba ansioso de correr ciertos riesgos en nombre del placer. Cenaron en un club privado de las afueras, en un jardín elegantemente decorado con las famosas plantas animales de Stoienzar y otros prodigios vegetales que impulsaron a Dekkeret a calcular qué parte de las modestas reservas de agua de Tolaghai se dedicaba a mantener florido ese lugar. En otras mesas, muy separadas, había suvraelitas con elegantes vestiduras. Golator Lasgia inclinó la cabeza para saludar a algunos, pero ninguno habló con ella ni dedicó indebidas miradas a Dekkeret. Dentro del local soplaba una brisa fría y refrescante, la primera que había notado Dekkeret desde hacía semanas, como si allí estuviera funcionando una milagrosa máquina de los antiguos, algún aparato emparentado con los que generaban la deliciosa atmósfera del Monte del Castillo. La cena fue una espléndida combinación de fruta ligeramente fermentada y filetes de pescado de carne verde claro, tierna y jugosa, acompañada de un selecto vino seco de Amblemorn, nada menos, una de las Ciudades de la Falda del Monte del Castillo. Golator Lasgia bebió sin restricciones, igual que él. Los ojos de ambos cobraron brillo y animación, y las frías formalidades de la entrevista en la oficina quedaron atrás. Dekkeret se enteró de que ella era nueve años mayor que él, que había nacido en la húmeda y exuberante Narabal en el continente occidental, que había entrado al servicio del Pontífice cuando era una jovencita y que llevaba diez años en Suvrael. El ascenso al alto cargo administrativo que desempeñaba en Tolaghai lo había conseguido después que Confalume accediera al pontificado.
—¿Le gusta esto? —preguntó Dekkeret. Ella se encogió de hombros.
—Una se acostumbra.
—Dudo que yo me acostumbrara. Para mí, Suvrael es simplemente un lugar de tormento, una especie de purgatorio. Golator Lasgia asintió.
—Cierto.
Un destello brotó de los ojos de la mujer en dirección a los suyos. Dekkeret no se atrevió a pedir más explicaciones, pero algo le indicaba que ambos tenían mucho en común.
Dekkeret llenó de nuevo los vasos y se permitió el riesgo de esbozar una serena sonrisa de comprensión.
—¿Es un purgatorio lo que busca aquí? —dijo ella.
—Sí.
Golator Lasgia señaló los espléndidos jardines, las vacías botellas de vino, los costosos platos, los manjares a medio comer.
—En ese caso, ha empezado mal.
—Señora mía, cenar con usted no formaba parte de mi plan.
—Ni del mío. Pero el Divino otorga, y nosotros aceptamos. ¿Verdad? —Se acercó a Dekkeret—. ¿Qué piensa hacer? ¿El viaje a Natu Gorvinu?
—Parece una empresa demasiado dura.
—Entonces hágame caso. Quédese en Tolaghai hasta que se aburra. Luego regrese y redacte su informe. En Khyntor nadie estará más enterado que antes.
—No. Debo ir tierra adentro.
La expresión de la mujer se hizo burlona.
—¡Qué dedicación! Pero ¿cómo lo hará? Las carreteras que salen de aquí están cerradas.
—Usted mencionó la del paso de Khulag, la que había caído en desuso. El simple desuso no es tan grave como mortales tormentas de arena o bandidos cambiaspectos. A lo mejor contrato a un experto para que me guíe.
—¿Para ir al desierto?
—Si es preciso…
—El desierto es lugar visitado por fantasmas —dijo Golator Lasgia con suma naturalidad—. Olvide esa idea. Llame al camarero, no tenemos vino.
—Creo que ya ha bebido bastante, señora mía.
—En ese caso, vámonos. Iremos a otro sitio.
Salir del jardín refrescado por la brisa y notar el aire seco y ardiente de la calle fue como una sacudida. Pero pronto estuvieron en el flotador, y poco después en un segundo jardín, éste en la residencia oficial de Golator Lasgia, con una piscina en el centro. Aquí no había máquinas para aliviar el calor, pero la archirregiomando conocía otros métodos para hacerlo: se quitó el vestido y se acercó a la piscina. Su cuerpo, esbelto y flexible, fulguró un instante a la luz de las estrellas, y a continuación se zambulló, se deslizó bajo el agua prácticamente sin un chapoteo. Golator hizo una seña y Dekkeret se apresuró a reunirse con ella.
Más tarde se abrazaron en un lecho de gruesas briznas de hierba cortada de raíz. El acto sexual fue casi una pelea, porque ella se agarró a Dekkeret con sus largas y musculosas piernas, intentó maniatarle las manos, dio vueltas y más vueltas sin separarse de él y sin dejar de reír. Y a Dekkeret le sorprendió la fuerza de aquella mujer, la juguetona ferocidad de sus movimientos. Pero en cuanto acabaron el mutuo examen, ambos se movieron con más armonía, y fue una noche de poco sueño y mucho esfuerzo.
El amanecer fue una sorpresa: de improviso, el sol estaba en el cielo igual que un trompetazo, calcinando las montañas próximas con rayos de ardiente luz.
Acabaron relajados, agotados. Dekkeret miró a la mujer: con la cruel iluminación matutina ella tenía un aspecto menos juvenil que bajo las estrellas.
—Háblame de ese desierto frecuentado por fantasmas —dijo bruscamente Dekkeret—. ¿Qué espíritus encontraré allí?
—¡Eres muy insistente!
—Contéstame.
—Hay espectros capaces de entrar en tus sueños y robártelos. Despojan tu alma de alegría y dejan temores a cambio. Durante el día cantan a lo lejos, te confunden, te apartan del camino con su parloteo y su música.
—¿Debo creerlo?
—En los últimos años muchas personas que entraron en el desierto perecieron allí.
—Por culpa de los espectros ladrones de sueños.
—Eso se dice.
—Será un buen cuento para contarlo cuando vuelva al Monte del Castillo.
—Suponiendo que vuelvas —dijo ella.
—Acabas de explicarme que no todos los que entraron en ese desierto han muerto. Es obvio que no, porque alguien tuvo que vivir para contarlo. Por lo tanto, contrataré a un guía y correré el riesgo entre los fantasmas.
—Nadie te acompañará.
—Entonces iré solo.
—Y morirás sin remedio. —Golator acarició los fuertes brazos del viajero y emitió un suave ronroneo—. ¿Tan interesado estás en morir, tan pronto? Morir carece de valor. No confiere beneficio alguno. No sé qué tipo de paz buscas, pero no puede ser la paz de la tumba. Olvida el viaje al desierto. Quédate conmigo.
—Iremos juntos. Golator se echó a reír.
—Creo que no.
La idea, comprendió Dekkeret, era una locura. Él dudaba de la veracidad de esas historias de fantasmas y ladrones de sueños, quizá lo que ocurría en ese desierto era una artimaña de los rebeldes aborígenes cambiaspectos, e incluso esta posibilidad era dudosa. Tal vez las fábulas sobre peligros eran únicamente un ardid de Golator para retenerle más tiempo en Tolaghai. Muy lisonjero, si era cierto, pero de ninguna ayuda en su viaje. Y ella no se equivocaba al decir que la muerte era una absurda forma de purgación. Si quería que sus aventuras en Suvrael tuvieran significado, debía salir airoso de ellas.
Golator Lasgia le obligó a levantarse. Se bañaron rápidamente en la piscina. Después ella le condujo al interior de la vivienda, la morada mejor amueblada que Dekkeret había visto lejos del Monte del Castillo, y le ofreció un desayuno de fruta y pescado ahumado.
—¿Tienes que ir al interior? —dijo de pronto Golator, a media mañana.
—Una necesidad interna me impulsa en esa dirección.
—Muy bien. En Tolaghai tenemos cierto truhán que a menudo se aventura tierra adentro por el paso de Khulag, o eso afirma él, y vive para contarlo. No me cabe duda de que a cambio de una bolsa llena de reales te guiará hasta allí. Se llama Barjazid. Y si insistes, haré que venga y le pediré que te atienda.
«Truhán» era un término correcto aplicado a Barjazid. Era un hombrecillo flaco y de mala apariencia, vestido de modo zarrapastroso con una vieja túnica marrón y raídas sandalias de cuero. Llevaba también un deslucido collar de huesos de dragón marino muy desiguales. Sus labios eran finos, sus ojos tenían aspecto vidrioso, febril, y su piel estaba quemada, casi negra a causa del sol del desierto. El hombrecillo contempló a Dekkeret como si sopesara el contenido de su bolsa.
—Si le llevo allí —dijo Barjazid, con una voz que carecía por completo de resonancia y sin embargo no era débil—, antes firmará una renuncia, absolviéndome de cualquier responsabilidad ante sus herederos, en caso de que muera.
—No tengo herederos —replicó Dekkeret.
—Parientes, pues. Ni su padre ni su hermana mayor me arrastrarán a los tribunales pontificios si usted perece en el desierto.
—¿Usted todavía no ha perecido en el desierto?
Barjazid se quedó perplejo.
—Una pregunta absurda.
—Usted se mete en ese desierto —insistió Dekkeret— y regresa vivo. ¿Sí? Bien, si conoce su oficio, volverá a salir con vida esta vez, igual que yo. Haré lo que usted haga e iré donde usted vaya. Si usted vive, yo viviré. Si yo perezco, también usted perecerá, y mi familia no podrá llevarle a los tribunales.
—Yo puedo resistir el poder de los ladrones de sueños —dijo Barjazid—. Lo sé después de muchísimas pruebas. ¿Cómo sabe usted que triunfará sobre ellos tan fácilmente?
Dekkeret se sirvió otra taza del té de Barjazid, una rica infusión preparada con un potente arbusto de las dunas. Los dos hombres se hallaban acuclillados en mantas de piel de haigus en la húmeda trastienda de un establecimiento propiedad del sobrino de Barjazid: era obvio que se trataba de un clan muy numeroso. Dekkeret sorbió el fuerte y amargo té mientras reflexionaba.
—¿Quiénes son esos ladrones de sueños? —dijo al cabo de unos instantes.
—No sabría decirlo.
—¿Cambiaspectos, quizá?
Barjazid se encogió de hombros.
—No se han molestado en hablarme de su linaje. Cambiaspectos, gayrogs, vroones, humanos ordinarios… ¿Cómo quiere que lo sepa? En sueños todas las voces son iguales. Es cierto que hay tribus de cambiaspectos perdidas por ese desierto, y algunos son seres violentos dados a la maldad, y quizá tienen la habilidad de entrar en las mentes de otros junto con la habilidad de alterar sus cuerpos. O quizá no.
—Si los cambiaspectos han cerrado dos de las tres rutas que parten de Tolaghai, las fuerzas de la Corona tienen trabajo que hacer aquí.
—No es asunto mío.
—Los cambiaspectos son una raza subyugada. No debe consentírseles que interrumpan el curso normal de la vida en Majipur.
—Fue usted el que sugirió que los ladrones de sueños eran cambiaspectos —observó agriamente Barjazid—. Yo no tengo esa teoría. ¿Quién son los ladrones de sueños? No tiene importancia. Lo importante es que hacen peligrosas para los viajeros las tierras que hay más allá del paso de Khulag.
—¿Y por qué va usted allí?
—Es improbable que yo responda una pregunta que empieza con por qué —dijo Barjazid—. Voy allí porque tengo motivos para ir allí. A diferencia de otras personas, parece que regreso vivo.
—¿Mueren todos los que cruzan el paso?
—Lo dudo. No tengo la menor idea. Es indudable que ha perecido mucha gente desde que se empezó a oír hablar de los ladrones de sueños. Ese desierto siempre ha sido peligroso. —Barjazid revolvió el té. Empezaba a dar muestras de nerviosismo—. Si me acompaña, le protegeré lo mejor que pueda. Pero no le garantizo su seguridad. Por ese motivo le pido que me absuelva legalmente de cualquier responsabilidad.
—Si firmo un documento de ese tipo, sería como firmar mi sentencia de muerte. ¿Qué le impediría asesinarme diez kilómetros al otro lado del paso, desvalijar mi cadáver y culpar a los ladrones de sueños?
—¡Por la Dama, no soy un asesino! Ni siquiera soy un ladrón.
—Pero darle un documento diciendo que si yo muero en el viaje usted no tiene la culpa… ¿No tentaría eso, incluso al hombre más honrado, a traspasar cualquier límite?
Los ojos de Barjazid destellaban de furia. Hizo un gesto como si quisiera poner fin a la entrevista.
—Lo que traspasa cualquier límite es su audacia —dijo mientras se levantaba y tiraba la taza a un lado—. Busque otro guía, ya que tiene tanto miedo de mí.
Dekkeret permaneció sentado.
—Lamento la sugerencia —dijo tranquilamente—. Lo único que le pido es que comprenda mi situación: un joven forastero en una tierra remota y difícil, forzado a buscar ayuda de gente desconocida para ir a lugares donde suceden cosas increíbles. Debo ser precavido.
—Pues sea más precavido. Suba al próximo barco que salga hacia Stoien y vuelva a la vida fácil del Monte del Castillo.
—Le pido otra vez que sea mi guía. A cambio de una buena recompensa, y que no se hable más de firmar ese documento. ¿Cuáles son sus honorarios?
—Treinta reales —dijo Barjazid.
Dekkeret gruñó como si le hubieran golpeado por debajo de las costillas. Le había costado menos de la mitad navegar de Piliplok a Tolaghai. Treinta reales era el salario anual de alguien como Barjazid. Pagar ese precio exigiría a Dekkeret recurrir a una costosa carta de crédito. Su impulso fue responder con el desprecio propio de un caballero, y ofrecer diez reales. Pero se dio cuenta de que había perdido fuerza de negociación al poner reparos al documento solicitado por Barjazid. Si regateaba también el precio, Barjazid se limitaría a dar por concluida la negociación.
—Perfectamente —dijo al fin—. Pero sin documento. Barjazid le miró agriamente.
—Muy bien. Sin documento, ya que insiste.
—¿Cómo hay que pagar el dinero?
—La mitad ahora, la mitad la mañana de la partida.
—Diez reales ahora —dijo Dekkeret—, diez la mañana de la partida y diez el día de mi regreso a Tolaghai.
—Eso condiciona la tercera parte de mis honorarios a que usted sobreviva al viaje. Recuerde que yo no lo garantizo.
—Quizá mi supervivencia sea más probable si retengo una tercera parte de los honorarios hasta el final.
—Uno espera cierta arrogancia en un caballero de la Corona, y uno aprende a ignorarla como simple peculiaridad, hasta cierto punto. Pero creo que usted se ha pasado de la raya. —Barjazid hizo de nuevo un gesto de despedida—. Hay poca confianza entre nosotros. Sería mala idea viajar juntos.
—No pretendo ser irrespetuoso —dijo Dekkeret.
—Pero me exige que quede a merced de su parentela si usted muere, y me considera como un vulgar criminal o como un bandido en el mejor de los casos, y le parece preciso arreglar el pago de manera que yo tenga menos motivos para asesinarle. —Barjazid escupió—. La otra cara de la arrogada es la cortesía, joven caballero. Un dragonero skandar me habría mostrado más cortesía. Yo no busqué este trabajo, no lo olvide. No me humillaré para ayudarle. Con su permiso.
—Espere.
—Tengo otros asuntos esta mañana.
—Quince reales ahora —dijo Dekkeret— y quince cuando partamos, tal como usted quiere. ¿De acuerdo?
—¿A pesar de que piensa que le asesinaré en el desierto?
—Empecé a mostrarme muy receloso porque no deseaba parecer muy inocente —dijo Dekkeret—. He obrado sin tacto al decir las cosas que he dicho. Le ruego que acepte en los términos convenidos.
Barjazid guardó silencio.
Dekkeret sacó de su bolsa tres monedas de cinco reales. Dos eran de vieja acuñación, y en ellas se veía al Pontífice Prankipin con lord Confalume. La tercera era muy brillante, de reciente acuñación, y mostraba a Confalume como Pontífice y la imagen de lord Prestimion en el reverso. Dekkeret tendió las monedas a Barjazid, que cogió la nueva y la examinó con gran curiosidad.
—No he visto ninguna de éstas anteriormente —dijo—. ¿Tendremos que llamar a mi sobrino para que dé su opinión respecto a la autenticidad?
Ya era demasiado.
—¿Me toma por un traficante de moneda falsa? —rugió Dekkeret mientras se levantaba de un brinco y miraba ferozmente al hombrecillo.
El furor vibraba en su interior. Estuvo a punto de golpear a Barjazid.
Pero se dio cuenta de que el otro hombre permanecía completamente impertérrito e inmóvil frente a su furia. Barjazid incluso sonrió, y cogió las otras dos monedas de la temblorosa mano de Dekkeret.
—De manera que a usted tampoco le gustan mucho las acusaciones sin fundamento, ¿eh, joven caballero? —Barjazid se echó a reír—. Bien, hagamos un trato. Usted no esperará que yo le asesine después del paso de Khulag, y yo no mandaré las monedas al cambista para que dé su aprobación, ¿eh? ¿Qué me dice? ¿Acordado?
Dekkeret asintió cansadamente.
—Sin embargo, será un viaje peligroso —dijo Barjazid—, y yo de usted no confiaría demasiado en un feliz regreso. Casi todo depende de su fuerza cuando llegue el momento de la prueba.
—Muy bien. ¿Cuándo partimos?
—El Día Quinto, a la hora del ocaso. Saldremos de la ciudad por la Puerta de Pinitor. ¿Conoce ese lugar?
—Lo encontraré —dijo Dekkeret—. Hasta el Día Quinto, a la hora del ocaso.
Ofreció la mano al hombrecillo.
Faltaban setenta y dos horas para el Día Quinto. Dekkeret no lamentó el retraso, porque así tenía tres noches más con la archirregiomando Golator Lasgia. O eso creyó él, porque en realidad las cosas fueron distintas. Ella no estaba en su despacho de las cercanías del puerto la tarde en que Dekkeret se reunió con Barjazid, y sus ayudantes se negaron a transmitirle el mensaje. Dekkeret vagó por la tórrida ciudad hasta mucho después del anochecer, no encontró compañía de ningún tipo y finalmente se contentó con una cena insulsa y llena de arena en su hotel, todavía con la esperanza de que Golator apareciera milagrosamente y le sacara de allí. No fue así, y durmió a ratos muy nervioso, obsesionado por los recuerdos de los tensos costados, los pechos firmes y menudos y la boca hambrienta y agresiva de Golator. Hacia el amanecer tuvo un sueño, vago e incomprensible, en el que ella, Barjazid y varios yorts y vroones ejecutaban una compleja danza en las ruinas de un edificio de piedra, sin techo y barrido por la arena, y después cayó en un profundo sueño y no despertó hasta el mediodía del Día Marino. La ciudad entera parecía estar escondida a esa hora, pero cuando llegaron las horas más frías Dekkeret fue directamente a la oficina de la archirregiomando, sin encontrarla allí y pasó la tarde con la misma falta de propósito que la noche anterior. En el momento de entregarse al sueño rogó fervientemente a la Dama de la Isla que le enviara a Golator Lasgia. Pero no era función de la Dama hacer tales cosas, y lo único que llegó a Dekkeret durante la noche fue un sueño tierno y alegre, quizá un presente de la bendita Dama (aunque probablemente no lo fue). Dekkeret se vio en una choza con techo de paja en las costas del Gran Océano, junto a Til-omon, y mordisqueó dulces frutas purpurinas cuyo jugo brotó a chorros y manchó sus mejillas. Al despertar había un yort del personal de la archirregiomando que aguardaba en la puerta de su habitación, para comunicarle que debía presentarse ante Golator Lasgia.
Esa noche cenaron juntos tarde, y fueron otra vez a la residencia de ella, para gozar de una noche de amor que hizo que su primer encuentro pareciera una reunión casta. En ningún momento preguntó Dekkeret por qué ella le había negado las dos noches anteriores. Sin embargo todo se aclaró después, mientras desayunaban pieles de gihorna y vino dorado, ambos vigorosos y frescos pese a no haber dormido ni un cuarto de hora.
—Me habría gustado pasar más tiempo contigo esta semana —dijo Golator—, pero al menos he podido compartir tu última noche. Ahora te irás al Desierto de los Sueños Robados con mi sabor en tus labios. ¿Te he hecho olvidar a las demás mujeres?
—Ya sabes la respuesta.
—Estupendo. Estupendo. Es posible que jamás abraces a otra mujer. Pero la última fue la mejor, y pocos tienen tanta suerte.
—¿Tan segura estás de que moriré en el desierto?
—Pocos viajeros regresan —dijo ella—. Las posibilidades de que vuelva a verte son remotas.
Dekkeret se estremeció ligeramente… no por miedo, sino porque había comprendido los motivos personales de Golator. Cierta morbosidad de su amante la había impulsado a negarle las dos noches anteriores, de forma que la tercera fuera mucho más intensa, porque ella debía creer que Dekkeret no tardaría en ser hombre muerto y deseaba el especial placer de ser su última mujer. El pensamiento le produjo escalofríos. Si iba a morir pronto, él habría gozado igualmente las otras dos noches con ella. Pero al parecer las sutilidades de la mente de Golator iban más allá de nociones tan toscas. Dekkeret se despidió cortésmente, sin saber si volverían a verse alguna vez, sin saber siquiera si él deseaba volver a verla pese a toda su belleza y sus voluptuosas habilidades. Excesivos detalles misteriosos y peligrosamente caprichosos yacían enroscados en el interior de Golator.
Poco después de la puesta del sol Dekkeret se presentó en la Puerta de Pinitor, en la parte sureste de la ciudad. No le habría sorprendido que Barjazid hubiera incumplido el acuerdo… pero no, un vehículo flotante aguardaba junto al hoyoso arco de arenisca de la vieja puerta, y el hombrecillo estaba apoyado en el coche. Le acompañaban tres personas: un vroon, una skandar y un hombre joven y delgado, de mirada penetrante, que indudablemente era el hijo de Barjazid.
A una señal de Barjazid la gigantesca skandar de cuatro brazos cogió los dos gruesos bolsos de Dekkeret y los puso sin esfuerzo alguno en el techo del vehículo.
—Se llama Khaymak Gran —dijo Barjazid—. Es muda, pero dista mucho de ser estúpida. Me ha servido muchos años, desde que la encontré sin lengua y más que medio muerta en el desierto. El vroon es Serifain Reinaulion, que suele hablar demasiado pero que conoce las rutas del desierto mejor que nadie en esta ciudad.
Dekkeret intercambió bruscos saludos con el menudo ser tentacular.
—Y mi hijo, Dinitak, también nos acompañará —dijo Barjazid—. ¿Ha descansado bien, iniciado?
—Bastante bien —respondió Dekkeret. Había dormido casi todo el día, después de la noche en vela.
—Viajaremos casi siempre aprovechando la oscuridad y acamparemos durante el calor del día. Entiendo que debo llevarle a través del paso de Khulag, cruzar la estepa denominada Desierto de los Sueños Robados y llegar al borde de las tierras de pasto que rodean Ghyzyn Kor, donde usted tiene que hacer ciertas averiguaciones entre los pastores. Y luego regresar a Tolaghai. ¿Es así?
—Exactamente —dijo Dekkeret.
Barjazid no dio un paso para entrar en el flotador. Dekkeret arrugó la frente… y entonces lo comprendió. Sacó de su bolsa tres piezas de cinco reales, dos viejas de la acuñación de Prankipin la tercera una reluciente moneda de lord Prestimion. Las entregó a Barjazid, que separó la de Prestimion y la lanzó a su hijo. El joven miró recelosamente la brillante moneda.
—La nueva Corona —dijo Barjazid—. Familiarízate con su cara. Vamos a verla a menudo.
—Él tendrá un glorioso reinado —dijo Dekkeret—. Sobrepasará en grandeza incluso a lord Confalume. Una ola de nueva prosperidad barre ya los continentes septentrionales, y antes eran muy prósperos. Lord Prestimion es un hombre vigoroso y resuelto, y sus planes son ambiciosos.
—Los acontecimientos en los continentes del norte —dijo Barjazid, tras encogerse de hombros— tienen poca influencia aquí, y la prosperidad de Alhanroel o Zimroel… no sé cómo decirlo, apenas importa en Suvrael. Pero nos alegra que el Divino nos haya bendecido con otra espléndida Corona. Ojalá él recuerde, alguna vez, que también existe un continente en el sur, y ciudadanos de su reino que lo pueblan. Vamos, es hora de partir.
La Puerta de Pinitor delimitaba una frontera absoluta entre la ciudad y el desierto. A un lado había un barrio de bajas e irregulares villas, un barrio amurallado sin rasgos notables; al otro lado, más allá de la periferia de la ciudad, sólo había un desolado yermo. Nada rompía la vacuidad del desierto aparte de la carretera, una amplia senda pavimentada con adoquines que serpenteaba y ascendía poco a poco hacia la cima de las colinas que rodeaban Tolaghai.
El calor era intolerable. Por la noche el desierto era perceptiblemente más frío que durante el día, pero igualmente abrasador. Aunque desapareció el gran ojo en llamas del sol, la anaranjada arena irradiaba hacia el cielo el calor almacenado durante el día, y rielaba y chisporroteaba con la intensidad de un horno rebosante. Se levantó un fuerte viento —al llegar la noche, según observó Dekkeret, la dirección del viento se invirtió y sopló desde el corazón del continente hacia el mar— pero la diferencia fue nula: terral o marítimo, ambas eran opresivas corrientes de aire tórrido y seco que no tenía misericordia. En la clara y árida atmósfera la luz de las estrellas y las lunas era anormalmente brillante, y también había un fulgor terrenal, una extraña refulgencia de fantasmagórico color verdoso que brotaba en irregulares zonas de las laderas que bordeaban la carretera. Dekkeret se interesó por el fenómeno.
—Surge de ciertas plantas —dijo el vroon—. Brillan con luz propia en la oscuridad. Tocar una de esas plantas siempre es doloroso y a menudo fatal.
—¿Cómo puedo reconocerlas durante el día?
—Parecen trozos de cuerda vieja, curtida por la intemperie y deshilachada, que salen en manojos de las grietas de la roca. No todas las plantas de esa clase son peligrosas, pero hará bien apartándose de todas.
—De cualquier planta —intervino Barjazid—. En este desierto las plantas se defienden muy bien, a veces de formas sorprendentes. Todos los años nuestro jardín nos enseña algún nuevo secreto, siempre horrible.
Dekkeret asintió. No pensaba pasear por allí pero si lo hacía, su norma sería no tocar nada.
El vehículo flotante era viejo y lento, y la carretera empinada. El coche avanzó sin prisa alguna en la tórrida noche. En el interior hubo escasa conversación. La skandar era la conductora, con el vroon al lado, y de vez en cuando Serifain Reinaulion hacía algún comentario sobre el estado de la carretera. En el compartimiento de atrás los dos Barjazid permanecieron sentados en silencio y Dekkeret quedó solo, contemplando con creciente desconsuelo el infernal paisaje. Sometido a los implacables martillos del sol, el terreno parecía golpeado, roto. La humedad que el invierno aportó al territorio fue succionada hacía mucho tiempo, dejando macilentas e irregulares fisuras. La superficie del terreno era como un cutis picado de viruelas en los puntos donde el incesante viento la había bombardeado con partículas de arena, y las plantas, de escasa altura y muy dispersas, eran de numerosas variedades; pero todas estaban retorcidas, torturadas, deformes y nudosas. Dekkeret fue acostumbrándose poco a poco al calor: el calor estaba allí, simplemente eso, igual que la piel de uno, y al cabo de un rato se acaba aceptándolo. Pero la mortífera fealdad de todo lo que contemplaba, la sequedad, la despreocupada desolación tosca y llena de agujeros, aturdía su alma. Un paisaje odioso constituía un nuevo concepto para él, un concepto casi inconcebible. En todos los lugares de Majipur que había visitado sólo encontró belleza. Pensó en su ciudad natal, Normork, extendida a lo largo de los peñascos del Monte, las sinuosas calles, la prodigiosa muralla de roca y las suaves lluvias de medianoche. Pensó en la gigantesca ciudad de Stee, en las alturas del Monte, donde una vez paseó al alba por un jardín de árboles no más altos que su tobillo, con hojas de tonalidad verde que deslumbraron sus ojos. Pensó en Morpin Alta, el reluciente milagro urbano dedicado por entero al placer, situado prácticamente a la sombra del impresionante castillo de la Corona en la cima del Monte. Las abruptas inmensidades forestales de Khyntor, las brillantes torres blancas de Ni-moya, las encantadoras vegas del valle de Glayge… Qué mundo tan hermoso es éste, pensó Dekkeret, qué maravillas contiene. ¡Y qué terrible es el lugar donde me encuentro ahora!
Se dijo que debía alterar su escala de valores y esforzarse en descubrir las bellezas del desierto, o de lo contrario el desierto paralizaría su espíritu. Que haya belleza en el colmo de la sequedad, pensó Dekkeret, belleza en la amenazadora angulosidad, belleza en cicatrices de viruelas, belleza en raídas plantas que por la noche emitían un fulgor verde claro. Que lo puntiagudo sea hermoso, que lo desolado sea hermoso, que lo áspero sea hermoso. ¿Qué es belleza, se preguntó Dekkeret, si no una respuesta aprendida a las cosas que se contemplan? ¿Por qué una pradera es en sí más hermosa que un desierto lleno de guijarros? La belleza, dicen, depende de los ojos del que observa. En consecuencia vuelve a educar tu vista, Dekkeret, no sea que la fealdad de este territorio acabe contigo. Se esforzó en amar el desierto. Apartó de su mente adjetivos como «desolado», «depresivo» y «repugnante» como si extrajera los colmillos de un animal salvaje, y se obligó a considerar el panorama como delicado y alentador. Se forzó a admirar los retorcidos estratos de las fases rocosas visibles y las enormes muescas de los desecados lechos. Descubrió aspectos de gozo en los sucios y exhaustos matorrales. Vio rasgos apreciables en las menudas, dentudas criaturas nocturnas que de vez en cuando cruzaban velozmente la carretera. Y conforme iba consumiéndose la noche, el desierto le pareció menos odioso, luego neutral, y por fin creyó que realmente veía cierta belleza. Una hora antes del amanecer, Dekkeret había dejado de pensar en todo ello. La mañana llegó de repente: un haz de llamas anaranjadas que chocaban en la pared montañosa, al oeste, un brazo de fuego rojo brillante que se alzaba sobre el borde opuesto de las montañas, y luego el sol, con su faz amarillenta exhibiendo una tonalidad verde y bronce más acusada que en las latitudes septentrionales, irrumpiendo en el cielo igual que un globo desatado. En el momento de la apocalíptica salida del sol Dekkeret se sorprendió al recordar con agudo dolor a la archirregiomando Golator Lasgia y preguntarse si ella estaría viendo el amanecer, y en compañía de quién. Saboreó el dolor durante un rato, y después, tras desterrar esos pensamientos, habló con Barjazid.
—Una noche sin fantasmas —dijo—. Se suponía que este desierto es morada de espectros.
—Las verdaderas dificultades empiezan más allá del paso —replicó el hombrecillo.
Siguieron avanzando durante las primeras horas del día. Dinitak sirvió un crudo desayuno, pan seco y vino muy áspero. Al mirar hacia atrás, Dekkeret contempló una vista impresionante. El terreno descendía como un gran delantal leonado, todo pliegues y arrugas, y al fondo aparecía la ciudad de Tolaghai, apenas visible como una confusa masa, con la inmensidad del mar al norte, extendida hasta el horizonte. El cielo no tenía nubes, y su color azul quedaba tan realzado por el tinte terracota del terreno que casi parecía un segundo mar. El calor ya estaba aumentando. A media mañana era simplemente insoportable, pero la conductora skandar, impasible, siguió ascendiendo por el corazón de la montaña. Dekkeret se quedó dormido varias veces aunque era imposible dormir en el atestado vehículo. ¿Iban a viajar la noche entera y después todo el día? Dekkeret no hizo preguntas. Pero cuando la fatiga y la incomodidad estaban alcanzando niveles intolerables, Khaymak Gran viró bruscamente a la izquierda, y descendió por un breve espolón de la montaña y frenó.
—El campamento de nuestra primera jornada —anunció Barjazid.
Al final del espolón, un saliente rocoso se levantaba del suelo del desierto y formaba un refugio en forma de arco. Delante, protegida por sombras a esa hora del día, había una zona de arena que sin duda alguna había sido usada muchas veces como campamento. En la base de la formación rocosa Dekkeret vio una mancha oscura donde, de modo misterioso, brotaba agua de la tierra. No era exactamente un manantial pródigo, pero sí muy útil y venturoso para los sedientos viajeros del desierto. El lugar era ideal. Y era indudable que el trayecto de la primera jornada estaba calculado para llegar allí antes de las peores horas de calor.
La skandar y el hijo de Barjazid sacaron esteras de paja de un compartimiento del vehículo flotante y las extendieron en la arena. Después se sirvió la comida: trozos de tasajo, un poco de fruta agria y tibia aguamiel skandar. A continuación, sin decir palabra, los dos Barjazid, y el vroon y la skandar se tumbaron en las esteras y quedaron dormidos al instante. Dekkeret se quedó solo, hurgándose los dientes en busca de un trocito de carne atrapado. Ahora que podía dormir, no tenía sueño. Erró por las cercanías del campamento y observó la extensión de tierra azotada por el sol al otro lado de la zona de sombra. No se veía una sola criatura, e incluso las plantas, raquíticas y mezquinas, parecían esforzarse en mantenerse bajo tierra. Las montañas se alzaban abruptamente hacia el sur. El paso no podía estar muy lejos. ¿Y después? ¿Y después?
Dekkeret intentó dormir. Indeseadas imágenes le importunaron. Golator Lasgia se cernía sobre la estera, tan cerca que él creyó que podía cogerla y abrazarla, pero ella se alejó de pronto y se perdió en la calina. Por milésima vez Dekkeret se vio en aquel bosque de las Fronteras de Khyntor: perseguía a su presa, apuntaba, se echaba a temblar de improviso. Se deshizo de esas imágenes y se encontró paseando junto al gran muro de Normork, con aire fresco y delicioso en sus pulmones. Pero no se trataba de sueños, sólo vanas fantasías y fugitivos recuerdos; el sueño tardó mucho en llegar, y cuando llegó, fue profundo, sin fantasías y breve. Extraños sonidos le despertaron: susurros, cantos, instrumentos musicales a lo lejos, los ruidos tenues pero claros de una caravana formada por muchos viajeros. Creyó oír campanilleos, el redoble de tambores. Durante unos minutos permaneció quieto, atento, esforzándose en comprender. Luego se incorporó, pestañeó, miró alrededor. El crepúsculo había llegado. Dekkeret había dormido durante la parte más calurosa del día, y en ese momento las sombras cubrían el lado contrario. Sus cuatro compañeros estaban levantados y recogiendo las esteras. Dekkeret aguzó el oído en busca de la fuente de los sonidos. Pero los ruidos llegaban de todas partes, o de ninguna. Recordó las explicaciones de Golator sobre los fantasmas del desierto que cantaban de día, confundían a los viajeros y los apartaban del camino verdadero con su charla y su música.
—¿Qué son esos sonidos? —dijo a Barjazid.
—¿Sonidos?
—¿No los oye? Voces, campanas, pisadas, el canturreo de muchos viajeros…
Barjazid parecía divertido.
—¿Se refiere a las canciones del desierto?
—¿Las canciones de los fantasmas?
—Podría ser. O simplemente los sonidos de caminantes que descienden la montaña, cadenas que resuenan, gongs golpeados. ¿Qué le parece más probable?
—Ninguna de las dos cosas —dijo Dekkeret, ceñudo—. No existen fantasmas en el mundo que yo habito. Pero en esta carretera no hay más viajeros que nosotros.
—¿Está seguro, iniciado?
—¿De que no hay viajeros, o de que no hay fantasmas?
—De las dos cosas.
Dinitak Barjazid, que había estado de pie a un lado, escuchando la conversación, se acercó a Dekkeret.
—¿Está asustado?
—Lo desconocido siempre es inquietante. Pero en este momento siento más curiosidad que miedo.
—En ese caso, daré satisfacción a su curiosidad. Cuando el calor del día disminuye, los peñascos y la arena liberan el calor, y al enfriarse se contraen y emiten sonidos. Eso explica las campanadas y tambores que usted oye. No hay fantasmas en este lugar —dijo el joven.
El Barjazid de más edad hizo un brusco gesto. Tranquilamente, el joven se apartó.
—¿No le ha gustado que él me dijera eso, eh? —preguntó Dekkeret—. ¿Prefiere que yo crea que estoy rodeado de fantasmas por todas partes?
—Me da igual —dijo Barjazid, sonriente—. Puede creer la explicación que le parezca más alentadora. Encontrará suficientes fantasmas, se lo aseguro, al otro lado del paso.
Durante toda la tarde del Día Estelar ascendieron la tortuosa carretera de la faz de la montaña, y cerca de medianoche llegaron al paso de Khulag. El ambiente era más frío, ya que el lugar se hallaba a buena altura sobre el nivel del mar y vientos en discordia aliviaban en parte el bochorno. El paso era un amplio corte en la montaña, un corte sorprendentemente profundo; ya había empezado la mañana del Día Solar cuando terminaron de cruzarlo y comenzaron el descenso hacia el desierto del interior, mucho más extenso.
Dekkeret quedó atónito al ver el espectáculo que tenía delante. La brillante luz de la luna le permitió contemplar un escenario de monotonía sin precedentes, que convertía en jardines las tierras del otro lado del paso. El desierto anterior era rocoso, pero éste era de arena, un océano de dunas interrumpido en algunos lugares por pedazos de tierra salpicada de guijarros. La vegetación era escasísima, ni una sola planta en las dunas y tristes brotes en el resto. ¡Y el calor! Del oscuro cuenco que había delante llegaban corrientes en ráfagas de pasmoso ardor, un aire que parecía despojado de nutrición, un aire calcinado hasta la muerte. A Dekkeret le sorprendió que en algún lugar de ese horno existieran tierras de pasto. Trató de recordar el mapa del despacho de la archirregiomando: el territorio ganadero era un círculo que bordeaba la zona desértica más interior del continente, pero cerca del paso de Khulag un brazo de las extremidades centrales había conseguido pasar los límites del círculo… Ésa era la explicación. Al otro lado de la franja de formidable esterilidad se hallaba un verde territorio de hierba y bestias que pacían… o así lo esperaba Dekkeret.
Durante las primeras horas de la mañana bajaron por la faz interior de las montañas y salieron a la gran llanura central. Con la primera luz del alba Dekkeret advirtió un extraño rasgo muy lejos ladera abajo, un óvalo de enorme negrura claramente perfilado sobre el color de ante del desierto, y cuando estuvo más cerca vio que era una especie de oasis; el óvalo negro se convirtió en un bosquecillo de cenceños árboles de largas ramas y pequeñas hojas con manchas de color violeta. Este lugar fue el campamento de la segunda jornada. Las huellas de la arena indicaban que otros grupos habían acampado allí; había restos esparcidos bajo los árboles; y en el claro del centro de la arboleda había toscos refugios hechos con piedras amontonadas rematadas con viejas ramas secas. Al otro lado, un riachuelo salobre serpenteaba entre los árboles y terminaba en una charca de agua estancada, de color verde a causa de las algas. Y poco más allá había otra charca, al parecer alimentada por una corriente de agua que discurría totalmente bajo tierra, cuyas aguas eran puras. Dekkeret vio una curiosa construcción entre ambas charcas, siete columnas de piedra con las puntas redondeadas que llegaban a la altura de la cintura, dispuestas en doble arco. Las examinó.
—Obra de los cambiaspectos —le explicó Barjazid.
—¿Un altar metamorfo?
—Eso creemos. Sabemos que los cambiaspectos visitan a menudo este oasis. Aquí encontramos algunos recuerdos piurivares: varas de oración, fragmentos de plumas, tacitas hechas con mimbre, muy ingeniosas…
Dekkeret miró los árboles, intranquilo, como si esperara que pudieran transformarse durante un instante en un grupo de salvajes aborígenes. Había tenido pocos contactos con la raza nativa de Majipur, los derrotados y desalojados indígenas de la jungla, y lo que sabía de los metamorfos era en esencia rumor y fantasía, leyendas producto del miedo, la ignorancia y el sentimiento de culpabilidad. En otro tiempo los piurivares tuvieron grandes ciudades, eso sí era cierto… Alhanroel estaba salpicado de ruinas, y mientras estudiaba Dekkeret había visto cuadros de la ciudad metamorfa más famosa, la vasta y pétrea Velalisier no muy lejos del Laberinto del Pontífice. Pero esas ciudades habían muerto hacía miles de años, y con la llegada a Majipur del hombre y otras razas, los nativos piurivares se vieron forzados a retirarse a los lugares más oscuros del planeta, principalmente a una gran reserva poblada de árboles en Zimroel, al sureste de Khyntor. Que él supiera, Dekkeret sólo había visto metamorfos de carne y hueso dos o tres veces, frágiles individuos verdosos con extraños rostros sin rasgos salientes. Pero naturalmente los piurivares pasaban de una forma a otra con suma facilidad, ejecutando maravillosas imitaciones, y el menudo vroon, o el mismo Barjazid, podían ser cambiaspectos secretos.
—¿Cómo es posible que un metamorfo, o cualquier otra persona, pueda sobrevivir en este desierto? —dijo Dekkeret.
—Son gente con muchos recursos. Se adaptan.
—¿Hay muchos aquí?
—¿Quién puede saberlo? He encontrado algunas bandas dispersas, cincuenta, setenta y cinco en total. Seguramente hay más. O quizás encuentro siempre a los mismos con diferentes disfraces, ¿eh?
—Gente extraña —dijo Dekkeret mientras pasaba la mano por la lisa cúpula de piedra que remataba la columna más próxima.
Con asombrosa rapidez, Barjazid asió y apartó la muñeca de Dekkeret.
—¡No las toque!
—¿Por qué no? —dijo Dekkeret, estupefacto.
—Estas piedras son sagradas.
—¿Para usted?
—Para los que las erigieron —dijo hoscamente Barjazid—. Nosotros las respetamos. Honramos la magia que pueden contener. Y en esta tierra nadie invita a la venganza de sus vecinos.
Dekkeret contempló asombrado al hombrecillo, las columnas, las dos charcas, los gráciles árboles que le rodeaban. Sintió un escalofrío a pesar del calor. Miró más allá de los confines del pequeño oasis, hacia las dunas de hundidos lomos que dominaban el paisaje, hacia el polvoriento brazo de carretera que desaparecía al sur en la tierra de los misterios. El sol estaba subiendo con rapidez y su calor era un terrible mayal que golpeaba el cielo, la tierra, los escasos y vulnerables viajeros que erraban por el horrible lugar. Dekkeret miró hacia atrás y observó las montañas que acababa de cruzar, un muro inmenso y ominoso que le separaba de la supuesta civilización del tórrido continente. Se sentía aterradoramente solo, débil, perdido.
Se presentó Dinitak Barjazid, tambaleante bajo una gran carga de botellas que por poco cayeron a los pies de Dekkeret. Éste ayudó al joven a llenarlas en la charca de agua pura, una tarea que se hizo inesperadamente larga. Probó el agua: fresca, clara, con un extraño gusto metálico, no desagradable, que según Dinitak procedía de minerales disueltos. Fue precisa una decena de viajes para llevar todos los recipientes al flotador. No habría más fuentes de agua dulce, explicó Dinitak, durante varios días.
Comieron las acostumbradas burdas provisiones y luego, mientras el calor avanzaba hacia el abrumador máximo del mediodía, se acomodaron en las esteras de paja para dormir. Era el tercer día que Dekkeret dormía durante las horas de sol y su cuerpo iba adaptándose al cambio. Cerró los ojos, encomendó su alma a la amada Dama de la Isla, santa madre de lord Prestimion, y casi al instante cayó en un profundo sueño.
Esta vez hubo sueños.
Dekkeret no había soñado debidamente desde hacía muchos días, demasiados. Para él, como para el resto de habitantes de Majipur, los sueños eran parte central de la existencia; por las noches proporcionaban alivio, y muchas cosas más. Ya desde la niñez se enseñaba al individuo a hacer receptiva su mente a los mensajeros del sueño, a observar y recordar los sueños, a llevarlos en su interior durante la noche y las posteriores horas de vela. Y la benévola y omnipresente figura de la Dama de la Isla del Sueño siempre rondaba a las personas, ayudándolas a explorar las entrañas del espíritu; y a través de sus envíos la Dama ofrecía comunicación directa a los millones y millones de almas que moraban en el vasto Majipur.
Dekkeret se vio caminando por una zona montañosa que creyó identificar con la parte alta de la cordillera que había cruzado anteriormente. Estaba solo y el sol era increíblemente enorme, llenaba la mitad del cielo. Sin embargo, el calor no era penoso. Tan empinada era la ladera que Dekkeret podía mirar hacia abajo sin ninguna dificultad, hacia abajo, hacia abajo, un abismo que parecía tener cientos de kilómetros. Y vio una caldera que rugía y emitía humo, un hirviente cráter volcánico cuyo rojizo magma burbujeaba y se agitaba. Esa inmensa vorágine de energía subterránea no le asustó; en realidad sintió una extraña seducción, una poderosa atracción, ansió lanzarse al abismo, zambullirse en sus profundidades y nadar en su fundido corazón. Empezó a descender, corrió y resbaló, se levantó del suelo y flotó, voló por la inmensa ladera. Y al acercarse creyó ver caras en la palpitante lava: lord Prestimion, el Pontífice, el rostro de Barjazid, el de Golator Lasgia… y unas raras imágenes, asustadizas y apenas visibles… ¿eran metamorfos? El núcleo del volcán era una mezcolanza de potentes personajes. Dekkeret corrió hacia ellos rebosante de amor mientras pensaba, «Aceptadme, aquí estoy, ya voy». Y cuando percibió, detrás de todas las imágenes, un gran disco blanco que juzgó era el amoroso semblante de la Dama de la Isla, una profunda e intensa dicha invadió su alma, porque en ese instante supo que estaba recibiendo un envío, y habían transcurrido muchos meses desde la última vez que la bondadosa Dama llegó a su mente dormida.
Dormido pero consciente, observando al Dekkeret del sueño, aguardó la consumación, la unión en sueños de él y la Dama, la inmolación en el volcán que aportara alguna revelación, alguna verdad, algún instante de conocimiento que condujera al gozo. Pero entonces algo extraño cruzó el sueño como un velo que se extiende. Los colores fueron apagándose, las caras se debilitaron. Dekkeret siguió corriendo, bajando por la pared de la montaña, pero tropezó muchas veces, cayó, se magulló manos y rodillas en las ardientes rocas del desierto, y se apartó completamente del camino, fue hacia un lado en vez de hacia abajo, incapaz de continuar. Había estado al borde de un momento de gozo y sin saber cómo ese momento estaba fuera de su alcance, y sólo sentía angustia, desasosiego, aturdimiento. El éxtasis que era la aparente promesa del sueño estaba disipándose. Los brillantes colores se doblegaron ante un gris global, y cesó todo movimiento: Dekkeret se vio paralizado en la ladera, contemplando rígidamente un cráter apagado, y la visión le causó temblores. Apoyó la cabeza en las rodillas y estuvo sollozando hasta que despertó.
Parpadeó y se incorporó. Tenía un martilleo en la cabeza y notaba los ojos secos, y había una depresiva tensión en su pecho y en sus hombros. Los sueños, incluso los más terroríficos, no causaban esas sensaciones, ese arenoso residuo de malestar, confusión, miedo. Eran las primeras horas de la tarde y el cegador sol pendía sobre las copas de los árboles. Cerca de Dekkeret estaban echados Khaymak Gran y el vroon, Serifain Reinaulion. Algo más lejos estaba Dinitak Barjazid. Todos parecían dormir profundamente. El Barjazid de más edad no se veía por ninguna parte. Dekkeret se dio la vuelta, apoyó la mejilla en la cálida arena junto a la estera y se esforzó en liberarse de la tensión. Algo se había torcido en su sueño, Dekkeret lo sabía. Cierta oscura fuerza se había entrometido en su sueño, le había despojado de virtud y ofrecido dolor a cambio. ¿Se referían a eso al hablar de la espectral fama del desierto? ¿Era eso robar un sueño? Dekkeret se encogió hasta formar una irregular bola. Se sentía mancillado, utilizado, invadido. Se preguntó si a partir de ese momento, conforme fueran adentrándose en el horroroso desierto, todos los períodos de sueño serían iguales ¿O serían peores todavía?
Al cabo de un rato Dekkeret volvió a dormirse. Llegaron más sueños, fragmentos confusos y descarriados sin ritmo ni orden. Él se desentendió. Al despertar, el día tocaba a su fin y los sonidos del desierto, los sonidos de los fantasmas, eran como mordiscos en sus orejas: tintineos, murmullos y distantes risas. Dekkeret se encontraba más cansado que si no hubiera dormido.
Los demás no dieron muestras de haber experimentado molestias mientras dormían. Al levantarse saludaron a Dekkeret como de costumbre: la enorme y taciturna skandar ni le miró, el menudo vroon emitió amistosos y zumbantes gorjeos y retorció y entrelazó los tentáculos, y los dos Barjazid hicieron correctas inclinaciones de cabeza, y si sabían que un miembro del grupo había recibido en sueños la visita de ciertos tormentos, no dijeron nada. Después del desayuno Barjazid sostuvo una breve conferencia con Serifain Reinaulion para determinar la ruta que seguirían esa noche, y luego el coche flotante se puso en marcha de nuevo en la oscuridad iluminada por la luna.
Fingiré que nada extraordinario ha sucedido, decidió Dekkeret. No sabrán que yo soy vulnerable a estos fantasmas.
Pero su resolución duró muy poco. Mientras el flotador atravesaba una zona de secos lechos de lagos de los que sobresalían miles de raros montículos de piedra verduzca, Barjazid se volvió de pronto hacia Dekkeret e interrumpió el prolongado silencio.
—¿Ha dormido bien? —dijo.
Dekkeret sabía que no podía ocultar la fatiga.
—He descansado mejor otras veces —murmuró.
Los lustrosos ojos de Barjazid se fijaron inexorablemente en los del iniciado.
—Mi hijo dice que le oyó gemir mientras dormía, que usted no ha parado de dar vueltas y que se aferraba a sus rodillas. ¿Ha notado el contacto de los ladrones de sueños, iniciado?
—Sentí la presencia de una fuerza inquietante en mis sueños. Si es o no es obra de los ladrones de sueños, no tengo forma de saberlo.
—¿Podría describir las sensaciones?
—¿Acaso es usted un ladrón de sueños, Barjazid? —espetó Dekkeret con repentino enojo—. ¿Por qué tengo que permitir que sondee y hurgue en mi mente? ¡Mis sueños son personales!
—Calma, calma, buen caballero. No pretendía entrometerme.
—Pues déjeme en paz.
—Soy responsable de su seguridad. Si los demonios de este territorio baldío han empezado a llegar a su espíritu, debe informarme por su propio provecho.
—¿Demonios, eso son?
—Demonios, espectros, fantasmas, cambiaspectos descontentos… lo que sean —dijo Barjazid, impaciente—. Los seres que acosan a los viajeros dormidos. ¿Le han visitado o no?
—Mis sueños no han sido placenteros.
—Le ruego que me explique en qué forma.
Dekkeret suspiró lentamente.
—Pensé que había recibido un envío de la Dama, un sueño de paz y alegría. Y poco a poco fue cambiando la naturaleza del sueño, ¿comprende? Se hizo tétrico, caótico, perdió toda su alegría, y cuando acabó yo estaba peor que cuando me había introducido en él.
—Sí, sí, ésos son los síntomas —dijo Barjazid, asintiendo vigorosamente—. Algo llega a la mente, invade el sueño, se sobrepone a él de un modo alarmante, extrae energía.
—¿Una especie de vampirismo? —sugirió Dekkeret—. ¿Criaturas que acechan en este desierto y extraen energía vital de confiados viajeros?
Barjazid sonrió.
—Insiste en especular. Yo no formulo hipótesis de ningún tipo, iniciado.
—¿Ha notado usted el contacto mientras duerme?
El hombrecillo miró a Dekkeret de una forma muy extraña.
—No. No, nunca.
—¿Nunca? ¿Es usted inmune?
—Así lo parece.
—¿Y su hijo?
—A él le ha ocurrido varias veces. Muy raramente, quizá una vez cada cincuenta noches. Pero la inmunidad no es hereditaria, diría yo.
—¿Y la skandar? ¿Y el vroon?
—También les ha afectado —dijo Barjazid—. Poquísimas veces. Les resulta molesto pero no intolerable.
—Sin embargo otras personas han muerto a causa del contacto con los ladrones de sueños.
—Más hipótesis —dijo Barjazid—. Muchos viajeros que han pasado por aquí en los últimos años se quejaron de haber experimentado sueños extraños. Otros se perdieron y no consiguieron regresar. ¿Cómo podemos saber si existe relación entre los sueños inquietantes y la desorientación?
—Es usted un hombre precavido —dijo Dekkeret—. No se arriesga a sacar conclusiones.
—Y he sobrevivido hasta una edad bastante avanzada, mientras mucha gente más arriesgada ha regresado a la Fuente.
—¿Piensa que la mera supervivencia es el mayor logro que puede obtener una persona?
Barjazid se echó a reír.
—¡Habla como un auténtico caballero del Castillo! No, iniciado, creo que vivir es algo más que eludir la muerte. Pero sobrevivir es una buena ayuda, ¿eh, iniciado? Sobrevivir es una excelente exigencia básica para los que persiguen altas cotas. La muerte no sirve para nada.
Dekkeret no quiso alargar el tema. Las escalas de valores de un caballero iniciado y de una persona como Barjazid eran difícilmente comparables. Y además, la forma de discutir de Barjazid revelaba que era un hombre taimado y hábil, y Dekkeret se sentía lento, pesado y paralizado, y le disgustaba estar expuesto a esa sensación. Guardó silencio unos instantes.
—¿Empeoran los sueños al adentrarse en el desierto? —preguntó después.
—Me inclino a creer que sí —dijo Barjazid.
Sin embargo, cuando declinó la noche y llegó el momento de acampar, Dekkeret estaba listo, incluso ansioso de enfrentarse de nuevo a los fantasmas del sueño. Ese día habían acampado a bastante distancia del cuenco del desierto, en una zona baja donde los azotadores vientos habían barrido buena parte de la arena, y el suelo de roca asomaba entre la que quedaba. El seco aire emitía raros crujidos, una especie de zumbido llevado por el viento, como si la fuerza del sol estuviera despojando de materia a las partículas del lugar. Faltaba una hora para el mediodía cuando todos se acostaron. Dekkeret se acomodó tranquilamente en su estera de paja y, sin temor, a punto de dormirse, ofreció su alma a cualquier cosa que pudiera venir. En su orden de caballería le habían enseñado las acostumbradas nociones de valor, claro está, y debía enfrentarse a los retos sin temor, pero hasta el momento apenas se había visto puesto a prueba. En el plácido Majipur había que hacer grandes esfuerzos para encontrar tales retos, había que desplazarse a las partes incivilizadas del mundo, porque en las regiones colonizadas la vida era ordenada y cortés. Por eso Dekkeret decidió viajar. Pero no le fue muy bien en su primera gran prueba, en los bosques de las Fronteras de Khyntor. En Suvrael tenía otra oportunidad. Los desagradables sueños del desierto le ofrecían, en cierto sentido, la promesa de la redención. Dekkeret se entregó al sueño.
Y no tardó en soñar. Estaba otra vez en Tolaghai, pero en una Tolaghai curiosamente transformada, una ciudad con casas de alabastro de elegante aspecto y espesos jardines repletos de verdor. Vagó por una calle, luego por otra, admirando la elegancia de la arquitectura y el esplendor de la vegetación. Su túnica era del tradicional color verde y oro característico del séquito de la Corona, y al encontrar ciudadanos de Tolaghai que disfrutaban de paseos vespertinos, les saludaba haciendo graciosas reverencias e intercambiaba con ellos el símbolo del estallido estelar hecho con los dedos que reconocía la autoridad de la Corona. Vio que se acercaba la esbelta figura de la encantadora archirregiomando Golator Lasgia. Ella sonrió, le cogió la mano y le condujo a un lugar de exuberantes fuentes donde un frío rocío flotaba en el aire. Se desnudaron y se bañaron, y salieron desnudos del perfumado estanque, y pasearon, casi sin tocar el suelo con los pies, hasta llegar a un jardín repleto de arqueados tallos y grandes y relucientes hojas multilobadas. Sin emplear palabras Golator le animó a seguir adelante por umbrosas avenidas bordeadas por hileras de apretados árboles. Golator iba delante, un perfil esquivo y tentador que flotaba a escasos centímetros fuera del alcance de Dekkeret. Luego, poco a poco, la distancia fue aumentando.
Al principio, la tarea de atrapar a Golator no ofrecía dificultades, pero Dekkeret no reducía la distancia y tuvo que avanzar cada vez más deprisa para no perder de vista a la mujer. La piel olivácea de Golator brillaba bajo la luz de la luna, y ella volvió la cabeza varias veces para mirarle, sonriendo esplendorosamente, meneando la cabeza para animarle a cogerla. Pero Dekkeret no podía. Golator le llevaba una ventaja de casi todo el jardín en esos momentos. Con creciente desesperación, Dekkeret se lanzó hacia su amada, pero la imagen de ésta iba menguando, estaba a punto de desaparecer, se hallaba tan lejos que apenas se distinguía la acción de los músculos bajo la reluciente piel desnuda. Mientras se precipitaba por los senderos del jardín, Dekkeret notó un aumento de temperatura, un cambio repentino y constante en el ambiente, porque extrañamente el sol había salido de noche y la fuerza del astro golpeaba sus hombros. Los árboles se agostaron y languidecieron. Las hojas cayeron. Dekkeret se esforzó en mantenerse erguido. Golator era una simple mota en el horizonte; seguía haciéndole señas, continuaba sonriente y agitando la cabeza, pero cada vez más pequeña. Y el sol siguió subiendo, haciéndose más potente, marchitando, incinerando y ajando todo lo que estaba a su alcance. El jardín se convirtió en un lugar de flacas ramas desnudas y suelo árido y agrietado. Una sed horrorosa abrumaba a Dekkeret, pero no había agua, y cuando vio figuras al acecho (metamorfos, eso eran, sutiles y falsas criaturas que no mantenían su aspecto, que fluctuaban y variaban de un modo enloquecedor) detrás de los árboles ennegrecidos y llenos de ampollas, pidió a gritos algo para beber, y recibió únicamente agudas risas tintineantes para aliviar su sequedad. Dekkeret siguió avanzando, tambaleante. La brutal vibración luminosa del cielo estaba empezando a tostarle; notaba que su piel se endurecía, crujía, se contraía, se partía. Un instante más y quedaría chamuscado. ¿Qué había sido de Golator Lasgia? ¿Dónde estaban los sonrientes ciudadanos que hacía poco le saludaban y hacían el símbolo del estallido estelar? Dekkeret no vio el jardín. Se hallaba en el desierto, dando tumbos y tropezando en una tórrida y calcinadora desolación donde incluso las sombras ardían. Un terror genuino brotó en su interior, porque pese a estar soñando experimentaba el dolor del calor, y la parte de su alma que observaba la escena se alarmó, pensando que la fuerza del sueño pudiera dañar la parte física de Dekkeret. Había relatos al respecto, gente que había perecido mientras dormía a causa de sueños de abrumadora potencia. Aunque terminar prematuramente un sueño iba en contra de su instrucción, aunque sabía que debía ver hasta el peor de los horrores hasta la definitiva revelación, Dekkeret consideró la posibilidad de despertarse en aras de su seguridad, y estuvo a punto de hacerlo. Pero juzgó que ello sería una especie de cobardía y juró permanecer en el sueño aunque le costara la vida. Estaba arrodillado, arrastrándose en la ardiente arena, contemplando con anormal claridad misteriosos insectos, diminutos y dorados, que marchaban en hilera por los bordes de las dunas en dirección hacia él… Hormigas, eso eran, con horribles e hinchadas pinzas. Todas, una a una, fueron trepando a su cuerpo y le dieron mordiscos, mordiscos infinitamente pequeños, y se aferraron a su piel, de tal forma que al cabo de unos instantes miles de minúsculas criaturas le cubrían. Dekkeret intentó apartarlas con las manos pero no pudo soltarlas de su cuerpo. Las pinzas resistían y las cabezas de las hormigas quedaban separadas del abdomen; la arena se volvió negra con tantas hormigas sin cabeza. Pero los insectos cubrían la piel como una túnica, y Dekkeret se restregó cada vez con más vigor mientras nuevas hormigas trepaban e hincaban sus pinzas. Dekkeret se cansó de restregarse. En realidad estaba más fresco con ese manto de hormigas, pensó. Los insectos le protegían de la fuerza del sol, aunque también le picaban y le quemaban, pero no de un modo tan doloroso como los rayos solares. ¿Nunca iba a acabar el sueño? Dekkeret se esforzó en dominarse, trató de convertir el flujo de agresivas hormigas en un riachuelo de agua pura, pero no lo consiguió, y volvió a deslizarse en la pesadilla y siguió arrastrándose, agotado, en la arena.
Y poco a poco Dekkeret comprendió que ya no estaba soñando.
No hubo frontera detectable entre el sueño y la vigilia, pero por fin Dekkeret se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y que sus dos centros de conciencia, el soñador que observaba y el Dekkeret del sueño que sufría, se habían fusionado. Mas él continuaba en el desierto, bajo el terrible sol de mediodía. Estaba desnudo, con la piel en carne viva y llena de ampollas. Y había hormigas trepando por su cuerpo, por sus piernas hasta la altura de las rodillas, diminutas hormigas oscuras que hundían las minúsculas pinzas en la carne. Perplejo, Dekkeret se preguntó si no había pasado de un sueño a otro, pero no, por lo que él veía se encontraba en el mundo real, despierto, en el auténtico desierto, perdido en plena inmensidad. Se levantó, se limpió de hormigas, que igual que en el sueño se aferraron a su piel aún a costa de perder la cabeza, y miró alrededor en busca del campamento.
No lo vio. Mientras dormía se había metido en el abrasador yunque del corazón del desierto y se había extraviado. Que esto siga siendo un sueño, pensó intensamente, y que despierte a la sombra del flotador de Barjazid. Pero no hubo despertar. Dekkeret comprendió en ese instante cómo moría la gente en el Desierto de los Sueños Robados.
—¿Barjazid? —gritó—. ¡Barjazid!
Los ecos volvieron a él desde las distantes montañas. Gritó de nuevo, dos, tres veces, y escuchó las repercusiones de su voz, pero no hubo respuesta. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir? ¿Una hora? ¿Dos? No tenía agua ni cobijo, ni siquiera un trozo de tela. Su cabeza estaba indefensa bajo el gran ojo llameante del sol. Era la hora más calurosa del día. El paisaje era igual en todas direcciones, liso, un cuenco poco hondo barrido por tórridos vientos. Dekkeret siguió sus pisadas, pero el rastro desapareció al cabo de pocos metros, ya que el terreno era duro y rocoso y él no había dejado huellas. El campamento podía estar en cualquier punto de los alrededores, oculto por cualquier ligera elevación del terreno. Pidió ayuda otra vez y de nuevo recibió solamente ecos. Si encontraba una duna quizá podría enterrarse hasta el cuello, y aguardar a que remitiera el calor, y por la noche localizaría el campamento gracias a la hoguera. Pero no vio dunas. Si encontraba un lugar alto que le ofreciera una vista general, subiría allí y examinaría el horizonte en busca del campamento. Pero Dekkeret no vio montecillos. ¿Qué habría hecho lord Stiamot en esta situación, se preguntó, o lord Thimin, o cualquier gran guerrero del pasado? ¿Qué iba a hacer Dekkeret? Es absurdo morir así, pensó; será una muerte inútil, desagradable, horrorosa. Volvió la cabeza otra vez, y otra, y otra, para inspeccionar en todas direcciones. No había rastros, y era absurdo ponerse a caminar sin saber adonde iba. Dekkeret se encogió de hombros y se acuclilló en un lugar donde no había hormigas. No existía una táctica asombrosamente inteligente que pudiera salvarle. No existía ningún recurso interno que le condujera, luchando contra una fuerza superior, a la seguridad. Se había perdido mientras dormía, e iba a morir tal como había pronosticado Golator Lasgia, y ahí acababa todo. Sólo le quedaba una cosa, y esa cosa era su fortaleza de carácter: moriría serena y tranquilamente, sin temores, sin enojo, sin rabia contra las fuerzas del destino. Quizá pasaría una hora. Quizá menos. Lo único importante era morir con honor, porque cuando la muerte es inevitable es absurdo comportarse como un chambón.
Dekkeret aguardó la llegada de la muerte.
Pero lo que llegó en lugar de la muerte —diez minutos, media hora después… a él le fue imposible saberlo— fue Serifain Reinaulion. El vroon apareció igual que un espejismo hacia el este, caminando lenta y trabajosamente bajo el peso de dos botellas de agua, y cuando estuvo a cien metros de Dekkeret agitó dos tentáculos.
—¿Está vivo? —gritó.
—Más o menos. ¿Es usted real?
—Muy real. Hemos estado buscándole durante media tarde. —Con gran agitación de sus correosas extremidades, la menuda criatura puso una botella en las manos de Dekkeret—. Tenga. Beba a sorbos. No se precipite. No se precipite. Está tan deshidratado que se ahogará por goloso.
Dekkeret reprimió el impulso de apurar la botella de un largo trago. El vroon tenía razón: un sorbo, otro sorbo, modérate o te harás daño. Dejó que el agua goteara en su boca, enjuagó ésta, mojó la hinchada lengua y, por último, permitió que el agua pasara por su garganta. Ah. Otro precavido trago. Otro más, luego un buen trago. Dekkeret se mareó ligeramente. Serifain Reinaulion le pidió la botella. Dekkeret apartó al vroon, bebió de nuevo, se frotó las mejillas y labios con un poco de agua.
—¿A qué distancia estamos del campamento? —preguntó finalmente.
—Diez minutos. ¿Tiene fuerza para caminar, o voy a buscar a los demás?
—Puedo caminar.
—Vámonos, pues. Dekkeret asintió.
—Un sorbito más…
—Coja la botella. Beba cuanto le apetezca. Si se debilita, dígamelo y descansaremos. Recuerde, yo no puedo llevarle.
El vroon partió lentamente hacia un bajo reborde arenoso a quinientos metros al este. Tambaleante y aturdido, Dekkeret marchó detrás del otro, y se sorprendió al ver que el terreno se inclinaba hacia arriba. El reborde arenoso no era tan bajo, comprendió; una ilusión creada por el resplandor hacía opinar de otra forma. En realidad la arena se alzaba hasta alcanzar dos o tres veces la estatura de Dekkeret, suficiente altura para ocultar montículos inferiores al otro lado. El flotador estaba aparcado en las sombras del montículo más lejano.
Barjazid era la única persona en el campamento. Miró a Dekkeret con un reflejo de aparente desprecio o preocupación en sus ojos.
—¿Se fue a dar un paseo, es eso? ¿A mediodía?
—Sonambulismo. Los ladrones de sueños me embaucaron. Fue igual que estar hechizado. —Dekkeret temblaba, ya que las quemaduras de sol habían empezado a afectar los sistemas difusores de calor de su organismo. Se dejó caer junto al coche y se acurrucó bajo una ligera túnica—. Cuando desperté no vi el campamento. Estaba seguro de que iba a morir.
—Media hora más y habría muerto. De todas formas debe tener fritas las dos terceras partes del cuerpo. Tuvo suerte de que mi hijo despertara y viera que usted había desaparecido.
Dekkeret apretó la túnica alrededor de su cuerpo.
—¿Así muere la gente aquí? ¿Caminando dormidos a mediodía?
—Es una de las formas, sí.
—Le debo la vida.
—Me debe la vida desde que cruzamos el paso de Khulag. Si hubiera viajado solo ya habría muerto cincuenta veces. Pero dé las gracias al vroon, si es que quiere darlas. Él hizo el trabajo real de encontrarle.
Dekkeret asintió.
—¿Dónde está su hijo? ¿Y Khaymak Gran? ¿También están buscándome?
—Volverán enseguida —dijo Barjazid.
De hecho, la skandar y el joven aparecieron instantes después. Sin dedicar una sola mirada a Dekkeret, la skandar se echó en la estera de dormir. Dinitak Barjazid sonrió maliciosamente.
—¿Ha sido un paseo agradable? —dijo.
—No mucho. Lamento los inconvenientes que he causado.
—Nosotros también.
—Tal vez deba dormir atado a partir de ahora.
—O con un gran peso apoyado en el pecho —sugirió Dinitak. Bostezó—. Intente estar quieto hasta la puesta de sol, como mínimo. ¿Lo hará?
—Eso pretendo —dijo Dekkeret.
Pero le fue imposible dormir. La piel le picaba en mil puntos a causa de las picaduras de los insectos, y las quemaduras de sol, pese al refrescante ungüento que le dio Serifain Reinaulion, le hicieron sentirse atroz. Tenía una sensación de sequedad, de tener polvo en la garganta que ninguna cantidad de agua curaba, y una dolorosa vibración en los ojos. Como si estuviera examinando una irritante llaga, Dekkeret repasó los recuerdos de su penosa experiencia en el desierto: el sueño, el calor, las hormigas, la sed, la certeza de una muerte inminente. Con sumo rigor, buscó momentos de cobardía y no encontró ninguno. Desaliento, sí, y rabia, e incomodidad, pero no había ningún recuerdo de pánico o de temor. Bien. Bien. La peor parte de la experiencia, decidió, no había sido el calor, la sed o el peligro, sino el sueño, el oscuro e inquietante sueño, el sueño que una vez más había empezado con gozo y que en su mitad había sufrido una sombría metamorfosis. Que se me niegue el solaz de sueños saludables es como morir en vida, pensó Dekkeret, mucho peor que perecer en un desierto, porque morir sólo ocupa un momento mientras que soñar afecta todo el futuro de la persona. ¿Y qué conocimiento estaban impartiendo esos desolados sueños suvraelitas? Dekkeret sabía que los sueños enviados por la Dama debían estudiarse atentamente, si era preciso con la ayuda de un practicante del arte de interpretar sueños, porque contenían información vital para la conducta correcta que debía seguirse en la vida. Pero estos sueños no podían ser de la Dama, emanaban más bien de un oscuro Poder, de cierta fuerza siniestra y opresiva más dada a tomar que a dar. ¿Cambiaspectos? Tal vez. ¿Y si alguna tribu de metamorfos había conseguido mediante engaño uno de los artilugios que permitían a la Dama de la Isla llegar a las mentes de su congregación? ¿Y si esa tribu estaba al acecho en el tórrido corazón de Suvrael y elegía sus víctimas entre confiados viajeros, robaba en las almas de éstos, los despojaba de vitalidad, imponía una desconocida e insondable venganza a los seres que habían hurtado su mundo?
Cuando las sombras de la tarde se alargaron, Dekkeret notó que estaba volviendo a caer dormido. Se resistió, puesto que temía el contacto con los invisibles intrusos que entraban en su alma. Mantuvo los ojos abiertos, desesperado; contempló el desierto que iba oscureciéndose y prestó atención al espectral canturreo y a los zumbidos del desierto. Pero era imposible tener a raya al agotamiento por más tiempo. Dekkeret cayó en un sueño ligero y desasosegado, interrumpido de vez en cuando por fantasías que, de acuerdo con sus percepciones, no procedían de la Dama, ni de otra fuerza externa, sino que flotaban al azar en los estratos de su fatigada mente, fragmentos de incidentes sin sentido e imágenes dispersas e incomprensibles. Y luego alguien le zarandeó para despertarle… el vroon, era el vroon. La mente de Dekkeret estaba nebulosa y actuaba con lentitud. Se sentía paralizado. Tenía agrietados los labios y dolorida la espalda. Había caído la noche, y sus compañeros ya estaban levantando el campamento. Serifain Reinaulion ofreció a Dekkeret una taza de cierto jugo, dulce, espeso y de color verdeazulado, y él lo bebió de un solo trago.
— Vamos — dijo el vroon — Es hora de continuar.
El desierto sufrió un nuevo cambio y el paisaje se hizo violento y abrupto. Era obvio que se habían producido grandes terremotos en la zona, y más de uno, porque el terreno estaba fracturado y levantado, con gruesos bloques de suelo del desierto amontonados y formando ángulos increíbles y enormes e irregulares taludes al pie de los bajos y destrozados peñascos. En esta caótica zona de turbulencia y desorden sólo había una ruta transitable: el amplio lecho suavemente curvado de un río extinto en lejanos tiempos cuyo arenoso suelo se desviaba en largos y suaves recodos entre montones de rocas agrietadas y partidas. Había una gran luna llena en el cielo y el grotesco escenario tenía un brillo casi diurno. Al cabo de varias horas de atravesar un territorio tan parecido de un kilómetro a otro que era casi como si el vehículo flotante no se moviera, Dekkeret conversó con Barjazid.
—¿Cuánto nos queda para llegar a Ghyzyn Kor?
—Este valle es la frontera entre desierto y tierras de pasto. —Barjazid apuntó hacia el suroeste, donde el lecho del río desaparecía entre dos impresionantes y escarpados picos que se elevaban como dagas del suelo del desierto—. Más allá de ese lugar, el desfiladero de Munnerak, el clima es totalmente distinto. En el lado opuesto de la pared montañosa las nieblas marinas penetran de noche procedentes del oeste, y la tierra es verde y adecuada para el pastoreo. Mañana acamparemos a medio camino del desfiladero, y lo cruzaremos pasado mañana. El Día Marino, a más tardar, usted estará en su alojamiento de Ghyzyn Kor.
—¿Y ustedes? —preguntó Dekkeret.
—Mi hijo y yo tenemos asuntos en otra parte de la zona. Volveremos a buscarle a Ghyzyn Kor dentro de… ¿tres días? ¿Cinco?
—Cinco serán suficientes.
—Sí. Y luego el viaje de vuelta.
—¿Por la misma ruta?
—No hay otra —dijo Barjazid—. ¿No le explicaron en Tolaghai que el acceso a las tierras de pasto estaba cortado, excepto por este desierto? Además, ¿por qué tiene miedo a esta ruta? Los sueños no son tan espantosos, ¿no? Y mientras no vaya por ahí dormido, no correrá ningún peligro.
Parecía muy sencillo. En realidad Dekkeret estaba convencido de que sobreviviría al viaje. Pero el último sueño había sido suficiente tormento, y aguardaba sin alegría alguna los que aún pudieran llegar. Cuando acamparon la mañana siguiente, Dekkeret se sintió nervioso a la hora de volver a confiarse al sueño. Durante la primera hora del período de reposo se mantuvo en vela, atento al estruendo metálico de las demolidas rocas que se agitaban y estremecían con el calor, hasta que el sueño tapó su mente como una espesa nube negra y le cogió desprevenido.
Y a su debido tiempo un sueño se apoderó de él, y ese sueño, Dekkeret lo sabía, iba a ser el más terrible.
Primero hubo dolor: un dolor persistente, un retortijón, una punzada. Y luego, de súbito, una desgarradora explosión de luz deslumbrante en las paredes de su cráneo, una explosión que le hizo gruñir y agarrarse la cabeza. El angustioso espasmo pasó enseguida, empero, y Dekkeret percibió la suave presencia de Golator Lasgia cerca de él, una presencia que le calmaba y le mecía en sus senos. Ella le acunó, murmuró cosas en sus oídos y le tranquilizó hasta que abrió los ojos. Después Dekkeret se incorporó y miró alrededor, y vio que había salido del desierto, que estaba libre de Suvrael. El y Golator se hallaban en un fresco claro de un bosque donde árboles gigantes con troncos de corteza amarilla perfectamente rectos se alzaban a inmensurables alturas. Un río de rápido curso, tachonado de salientes rocosos, corría y bramaba violentamente casi a los pies de los visitantes. Al otro lado de la corriente el terreno descendía bruscamente, dejando ver un lejano valle, y en el punto más alejado de éste, una grisácea montaña, serrada y coronada de nieve, que Dekkeret reconoció al instante como uno de los nueve inmensos picos de las Fronteras de Khyntor.
—No —dijo él—. No quiero estar aquí.
Golator se echó a reír, y el bonito timbre de la risa fue un detalle siniestro en los oídos de Dekkeret, como los delicados sonidos que el desierto emitía durante el crepúsculo.
—¡Pero si es un sueño, amigo mío! ¡Debes aceptar lo que llega en los sueños!
—Yo dirigiré mi sueño. No tengo deseos de regresar a las fronteras de Khyntor. Mira, el panorama cambia. Estamos en el Zimr, acercándonos al gran recodo del río. ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves la ciudad de Ni-moya, que destella delante de nosotros?
Dekkeret veía la inmensa ciudad, blanca y perfilada sobre el verde fondo de las boscosas montañas. Pero Golator meneó la cabeza.
—No hay ninguna ciudad, amor mío. Son los bosques del norte. ¿Notas el viento? Escucha el sonido del río. Ven… arrodíllate, coge las agujas que han caído al suelo. Ni-moya está muy lejos, y nosotros hemos venido aquí a cazar.
—Te lo suplico, quiero que estemos en Ni-moya.
—En otra ocasión —dijo Golator.
Dekkeret no pudo imponerse. Las mágicas torres de Ni-moya fluctuaron, se hicieron transparentes y desaparecieron, y sólo quedaron los árboles amarillos, las frías brisas, los sonidos del bosque. Dekkeret se estremeció. Era prisionero del sueño y no había escape posible.
Cinco cazadores con toscas vestimentas negras de piel de haigus aparecieron en el sueño, hicieron rutinarios gestos de deferencia y tendieron a Dekkeret distintas armas: el romo tubo de un lanzaenergía, un puñal corto y centelleante y otra arma blanca más larga con un gancho en la punta. Dekkeret sacudió la cabeza, y un cazador se acercó y sonrió burlonamente, mostrando una dentadura con mellas y una amplia boca que apestaba a pescado frito. Dekkeret reconoció aquella cara, y apartó la mirada, avergonzado, porque se trataba de la cazadora muerta en las Fronteras de Khyntor aquel día de hacía un millón de años. Si ella no estuviera aquí, pensó Dekkeret, el sueño sería soportable. Qué diabólica tortura, forzarle a revivir todo esto.
—Coge las armas que ella te ofrece —dijo Golator Lasgia—. Los estitmoys se van y debemos ir en su busca.
—No tengo deseos de…
—¡Qué tontería, creer que los sueños respetan los deseos! El sueño es tu deseo. Coge las armas.
Dekkeret comprendió. Con fríos dedos, aceptó las armas blancas y el lanzaenergía y las colocó en lugares apropiados de su cinto. Los cazadores sonrieron y le gruñeron algo en el confuso y tosco dialecto del norte. A continuación echaron a correr a lo largo de la orilla del río, dando largos y desenvueltos saltos, tocando el suelo sólo una vez cada cinco zancadas. Y de buen o mal grado, Dekkeret corrió con ellos, con torpeza al principio, con idéntica gracia flotante después. Golator, al lado de él, avanzaba al mismo paso sin ninguna dificultad. El moreno pelo revoloteando sobre su cara, los ojos brillantes de excitación. Viraron a la izquierda, se introdujeron en el corazón del bosque y se desplegaron en una formación semicircular que se ensanchaba y encogía para hacer frente a la presa.
¡La presa! Dekkeret vio tres estitmoys de piel blanca que brillaba como un farol en las profundidades del bosque. Las bestias vagaban inquietas, gruñían ante la presencia de intrusos, pero se mostraban reacias a abandonar su territorio. Eran grandes criaturas, tal vez los animales salvajes más peligrosos de Majipur, rápidos, potentes, astutos, el terror de las tierras septentrionales. Dekkeret sacó el puñal. Matar estitmoys con un lanzaenergía no era deporte, y además podía dañar buena parte de la valiosa piel del animal. La táctica acostumbrada consistía en ponerse muy cerca de la presa y matarla con un arma blanca, preferiblemente el puñal, y si era preciso el machete de punta encorvada.
Los cazadores miraron a Dekkeret. Elige uno, estaban diciéndole, elige tu presa. Dekkeret señaló con la cabeza. El del medio, indicó. Los cazadores sonrieron fríamente. ¿Qué estaban ocultándole? También aquella otra vez había sido así, el desdén apenas oculto que la gente de la montaña sentía por los consentidos caballeretes que buscaban mortíferas diversiones en los bosques. Y aquella excursión había terminado mal. Dekkeret levantó el puñal. El estitmoy del sueño que se movía nervioso detrás de los árboles era increíblemente enorme, una inmensidad de gruesas ancas que un hombre solo era capaz de matar si únicamente llevaba armas de mano. Pero era imposible retroceder, Dekkeret sabía que estaba destinado a la suerte que el sueño le ofreciera. Mediante cuernos de caza y palmadas los cazadores contratados provocaron el pánico de la presa. El estitmoy, encolerizado y desconcertado por los repentinos y estridentes sonidos, se irguió, dio violentas vueltas, rascó los árboles con sus garras, viró en redondo y, más por disgusto que por miedo, empezó a correr.
La cacería había comenzado.
Dekkeret sabía que los cazadores estaban separando los animales, apartando a los dos rechazados para que él tuviera una clara oportunidad con la bestia elegida. Pero él no miró ni a derecha ni a izquierda. Acompañado de Golator y un cazador, se lanzó hacia adelante, en persecución del estitmoy del centro que avanzaba estruendosa y violentamente por el bosque. Se trataba del peor momento de la cacería, pues si bien los hombres eran más rápidos, los estitmoys estaban mejor dotados para atravesar barreras de maleza, y la presa podía perderse por completo en la confusión de la carrera. En esa zona el bosque era poco denso, pero el estitmoy buscaba protección, y Dekkeret no tardó en tener que forcejear para superar árboles jóvenes, enredaderas y matorrales bajos, casi sin poder mantener la vigilancia sobre el albo fantasma que huía. Con terca intensidad, Dekkeret siguió corriendo y blandiendo el machete para cruzar la espesura. Todo era terriblemente familiar, una vieja historia, en especial cuando vio que el estitmoy volvía atrás, daba la vuelta por la parte hollada del bosque como si planeara un contraataque…
Pronto llegaría el momento temido por el soñador Dekkeret, el instante en que el enloquecido animal tropezaría con la cazadora de la dentadura mellada, cogería a la montañesa y la arrojaría contra un árbol. Y Dekkeret, sin querer o sin poder detenerse, seguiría adelante, continuaría la cacería, dejando abandonada a la mujer; cuando aquella bestia carroñera, rechoncha y con grueso hocico emergiera de su madriguera y destrozara el estómago de la herida, nadie podría defenderla, y sólo más tarde, cuando las cosas estuvieran más calmadas y hubiera tiempo para retroceder hacia la cazadora, Dekkeret lamentaría la insensible concentración que le había hecho desentenderse de la compañera caída para no perder de vista a la presa. Y después vergüenza, sensación de culpabilidad, interminables autoacusaciones… Sí, reviviría todo eso mientras dormía sometido al asfixiante calor del desierto suvraelita.
No.
No, no era tan sencillo, porque el lenguaje de los sueños es complejo, y entre las densas nieblas que de repente cubrieron el bosque Dekkeret vio que el estitmoy retrocedía, atacaba a la mujer de la dentadura mellada y la derribaba… pero la mujer se levantó, escupió varios dientes llenos de sangre y se echó a reír. Y la caza continuó. Mejor, la caza retrocedió hasta el mismo punto: el estitmoy salió de súbito de la parte más oscura del bosque y atacó al mismo Dekkeret, le despojó del puñal y el machete que llevaba en las manos, le alzó dispuesto para asestar el golpe mortal… Pero no hubo golpe mortal, porque la imagen varió y fue Golator la que apareció bajo las enfurecidas garras mientras Dekkeret iba de un lado a otro cerca de su amada, incapaz de moverse en una dirección útil. Luego la víctima fue de nuevo la cazadora, y otra vez Dekkeret, y de pronto, increíblemente, el enjuto Barjazid, y después Golator Lasgia. Mientras Dekkeret observaba, una voz muy cercana le dijo:
—¿Qué importa? Todos debemos una muerte al Divino. Quizás era más importante que usted siguiera a la presa.
Dekkeret se sorprendió. La voz pertenecía a la cazadora de la dentadura mellada. El sonido de esa voz le dejó perplejo y tembloroso. El sueño era cada vez más enredado. Dekkeret se esforzó en penetrar en los misterios de lo que veía.
Barjazid estaba junto a Dekkeret en el oscuro y fresco claro del bosque. El estitmoy atacó una vez más a la montañesa.
—¿Así fue realmente? —preguntó Barjazid.
—Supongo que sí. Yo no lo vi.
—¿Qué hizo usted?
—Continuar corriendo. No quería perder el animal.
—¿Lo mató?
—Sí.
—¿Y luego?
—Retrocedí. Y encontré a la mujer. Así…
Dekkeret señaló con el dedo. El husmeante animal carroñero estaba a horcajadas sobre la mujer. Golator se encontraba muy cerca, con los brazos cruzados, sonriente.
—¿Y después?
—Llegaron los otros. Enterraron a su compañera. Despellejamos el estitmoy y volvimos al campamento.
—¿Y después? ¿Y después? ¿Y después?
—¿Quién es usted? ¿Por qué me hace estas preguntas?
Dekkeret vio fugazmente su cara bajo el hocico y los colmillos de la bestia carroñera.
—¿Sintió vergüenza? —dijo Barjazid.
—Naturalmente. Puse los placeres del deporte por encima de una vida humana.
—Usted no tenía forma de saber que ella estaba herida.
—Lo percibí. Lo vi, pero no me permití verlo, ¿comprende? Yo sabía que la mujer estaba herida. Continué corriendo.
—¿A quién le importaba?
—A mí.
—¿Se molestó la gente de la tribu?
—Yo me molesté.
—¿Y qué? ¿Y qué? ¿Y qué?
—Eso me preocupó a mí. Ellos se preocuparon por otras cosas.
—¿Se siente culpable?
—Naturalmente.
—Es usted culpable. De ser joven, de hacer tonterías, de ser ingenuo.
—¿Y usted es mi juez?
—Naturalmente que lo soy —dijo Barjazid—. ¿Ve mi cara?
Barjazid, se arrancó las mejillas, curtidas por la intemperie, tiró y retorció hasta que su correosa piel bronceada por el desierto empezó a desgarrarse, y la cara salió como una máscara, dejando ver otro rostro debajo: un rostro deforme, irónico y espantoso, arrugado por una risa burlona y convulsiva, y ese rostro era el de Dekkeret.
En ese instante Dekkeret experimentó una sensación extraña, como si una brillante aguja de penetrante luz se introdujera por la base de su cráneo. Sufrió el dolor más intenso que jamás había conocido, una repentina e insoportable punzada de agobiadora angustia que ardió en su cerebro con monstruosa fuerza. La angustia encendió una llama en su conciencia, y con esa funesta luz se vio él mismo tétricamente iluminado, necio, romántico, un niño, el único inventor de un drama que a nadie más interesaba, el creador de una tragedia con un solo espectador, un hombre que buscaba purgación por un pecado sin contenido, un pecado que no era tal, un pecado de, a lo sumo, complacencia para consigo mismo. En plena agonía, Dekkeret escuchó un gran gong que sonaba muy lejos y el seco y áspero sonido de la demoníaca risa de Barjazid. Tras un repentino retorcimiento, Dekkeret se liberó del sueño y se revolvió, tembloroso, estremecido, todavía atormentado por la hiriente estocada del dolor, aunque éste ya empezaba a menguar mientras las últimas ataduras del sueño iban soltándose.
Dekkeret trató de levantarse y se vio envuelto en un espeso y almizcleño pelaje, como si el estitmoy le hubiera atrapado y estuviera aplastándole con su pecho. Fuertes brazos le agarraban… cuatro brazos, comprendió. Mientras completaba el trayecto de salida de los sueños, Dekkeret se dio cuenta de que sufría el abrazo de la giganta skandar, Khaymak Gran. Seguramente él debía haber gritado mientras soñaba, se habría agitado, y al intentar levantarse torpemente la skandar había supuesto que él iba a dar un nuevo paseo de sonámbulo y estaba resuelta a impedírselo. Ella estaba abrazándole con fuerza suficiente para romperle las costillas.
—No pasa nada —murmuró Dekkeret, apretado contra el abundante pelaje gris de la skandar—. ¡Estoy despierto! ¡No voy a ir a ninguna parte!
La skandar siguió aferrada a él de todos modos.
—Está… haciéndome… daño…
Dekkeret se esforzó en respirar. Con su desmesurada y torpe solicitud, Khaymak Gran podía matarle con maternal amabilidad. Dekkeret empujó, incluso pateó, se retorció, golpeó a la skandar con la cabeza. Al contorcerse entre los cuatro brazos, hizo perder el equilibrio a Khaymak Gran, y ambos cayeron al suelo, ella debajo de él; en el último momento los brazos de la skandar se abrieron, y Dekkeret pudo escabullirse. Cayó de rodillas y se quedó encogido, con dolor en diez sitios distintos y aturdido por lo ocurrido en los últimos segundos. Pero el aturdimiento no le impidió, en el instante en que se levantaba, ver que Barjazid, al otro lado del flotador, se quitaba apresuradamente cierto mecanismo que llevaba en la frente, un aro muy delgado parecido a una corona, e intentaba ocultarlo en un compartimiento del flotador.
—¿Qué es eso? —preguntó Dekkeret en tono imperioso. Barjazid tenía el rostro anormalmente encendido.
—Nada. Un simple juguete.
—Quiero verlo.
Barjazid hizo una señal. Dekkeret vio por el rabillo del ojo que Khaymak Gran se ponía de pie y avanzaba hacia él, pero antes de que la poderosa skandar consiguiera su propósito Dekkeret se escabulló, dio la vuelta al vehículo y se puso junto a Barjazid. El hombrecillo aún estaba atareado con su intrincado artificio. Dekkeret, cuya estatura descollaba sobre la de Barjazid igual que la de la skandar sobre él mismo, se apresuró a coger la mano del otro hombre y la puso detrás de la espalda de éste. Luego sacó el mecanismo de la caja donde estaba guardado y lo examinó.
Todos los viajeros estaban despiertos en ese momento. El vroon contemplaba la escena con ojos saltones y el joven Dinitak, tras sacar un cuchillo no muy distinto al del sueño de Dekkeret, miró a éste amenazadoramente.
—Suelte a mi padre —dijo.
Dekkeret puso a Barjazid delante de él para usarlo como escudo.
—Diga a su hijo que se deshaga de ese puñal. Barjazid guardó silencio.
—O suelta el puñal o estrujo este objeto en mi mano. ¿Qué prefiere?
Barjazid dio la orden con un suave gruñido. Dinitak tiró el cuchillo a la arena casi a los pies de Dekkeret, y éste, tras avanzar un paso, lo puso más cerca y le dio una patada para alejarlo. Dekkeret suspendió el mecanismo delante de la cara de Barjazid: un objeto de oro, cristal y marfil, muy bien acabado, con misteriosos cables y conexiones.
—¿Qué es esto? —dijo Dekkeret.
—Ya se lo he dicho. Un juguete. Por favor… démelo, antes de que lo rompa.
—¿Qué finalidad tiene este juguete?
—Me divierte mientras duermo —dijo roncamente Barjazid.
—¿De qué forma?
—Mejora mis sueños y los hace más interesantes.
Dekkeret observó el artilugio con más atención.
—Si me lo pongo yo, ¿mejorará mis sueños?
—Sólo le causará daño, iniciado.
—Explíqueme qué efectos le produce.
—Es muy difícil explicarlo —dijo Barjazid.
—Esfuércese. Intente encontrar las palabras. ¿Cómo se las arregló para ser un personaje de mi sueño, Barjazid? Estar en ese sueño personal no era de su incumbencia.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—¿Que yo estaba en su sueño? —dijo, muy nervioso—. ¿Cómo puedo saber las incidencias de su sueño? Nadie puede meterse en el sueño de otra persona.
—Creo que esta máquina le ayudó a meterse allí. Y tal vez le ayudó a saber qué soñaba yo.
Barjazid respondió únicamente con sombrío silencio.
—Descríbame el funcionamiento de esta máquina, o la haré papilla en mi mano.
—Por favor…
Los gruesos y fuertes dedos de Dekkeret apretaron una de las partes aparentemente más frágiles del artilugio. Barjazid contuvo la respiración, su cuerpo se puso tenso pese a la presa de Dekkeret.
—¿Bien? —dijo Dekkeret.
—Su conjetura es cierta. Este aparato… este aparato me permite entrar en mentes dormidas.
—¿De verdad? ¿Dónde ha conseguido esto?
—Es un invento mío. Un concepto que he estado perfeccionando desde hace años.
—¿Como las máquinas de la Dama de la Isla?
—Distinto. Más potente. Ella sólo puede hablar con las mentes. Yo leo los sueños, controlo su forma, me apodero de la mente dormida de una persona de un modo más completo.
—Y este artilugio lo ha hecho usted. No lo ha robado de la Isla.
—Es mío —murmuró Barjazid.
Un torrente de cólera recorrió a Dekkeret. Durante un instante quiso aplastar la máquina de Barjazid con un rápido estrujón y luego machacar al mismo inventor. Al recordar las verdades a medias, las evasivas y francas mentiras de Barjazid, al pensar en que Barjazid se había entrometido en sus sueños, en la crueldad del hombrecillo al distorsionar y transformar el reposo curativo que Dekkeret precisaba con tanta urgencia, en que había interpuesto capas de temores, tormentos e incertidumbres en el presente enviado por la Dama, su auténtico y dichoso descanso, Dekkeret sintió una furia casi asesina porque le hubieran invadido y manipulado de esa forma. Su corazón latió con fuerza, su garganta se secó, su visión se hizo confusa. Su mano retorció el doblado brazo de Barjazid hasta que el hombrecillo gimió y lloriqueó. Con más fuerza… con más fuerza… rómpeselo… No.
Dekkeret llegó a un pico interno de cólera, permaneció allí un instante y descendió hacia la tranquilidad por la otra ladera. Poco a poco fue recuperando la estabilidad, recobró el aliento, menguó el tamborileo que había en su pecho. Mantuvo agarrado a Barjazid hasta que se sintió totalmente tranquilo. Después soltó al hombrecillo y lo lanzó contra el flotador, Barjazid se tambaleó y se aferró al curvado lateral del vehículo. El color había abandonado sus mejillas. Se frotó suavemente el brazo magullado, y miró a Dekkeret con una expresión compuesta de terror, dolor y resentimiento por partes iguales. Dekkeret examinó con cuidado el curioso instrumento, pasó las yemas de los dedos por las elegantes y complejas partes. Luego hizo ademán de ponérselo en la frente. Barjazid se quedó boquiabierto.
—¡No lo haga!
—¿Qué sucederá? ¿Lo estropearé?
—Sí. Y se hará daño.
Dekkeret asintió. Barjazid podía estar engañándole, pero no se atrevió a comprobarlo.
—No hay ladrones de sueños cambiaspectos en este desierto, ¿me equivoco? —dijo al cabo de unos instantes.
—Así es —musitó Barjazid.
—Sólo usted, que experimenta en secreto con las mentes de otros viajeros. ¿Cierto?
—Cierto.
—Y que causa la muerte de esos hombres.
—No —dijo Barjazid—. No pretendía matar a nadie. Si murieron fue porque se alarmaron, se confundieron, porque se dejaron llevar por el pánico y corrieron hacia lugares peligrosos… porque andaban mientras dormían, como usted…
—Pero murieron porque usted se había entrometido en sus mentes.
—¿Quién puede asegurarlo? Algunos murieron, otros no. Yo no tenía deseos de que alguien pereciera. ¿Recuerda que cuando usted se fue por ahí nosotros nos apresuramos a buscarle?
—Le contraté para que me guiara y me protegiera —dijo Dekkeret—. Los otros eran inocentes desconocidos que usted acosaba desde lejos, ¿no es cierto?
Barjazid guardó silencio.
—Usted sabía que la gente moría como resultado directo de sus experimentos, y continuó experimentando.
Barjazid se encogió de hombros.
—¿Desde cuándo hace esto?
—Varios años.
—¿Y por qué razón?
Barjazid miró hacia el coche.
—Se lo dije una vez. Nunca responderé una pregunta de ese tipo.
—¿Y si rompo su máquina?
—Va a romperla de todas formas.
—Nada de eso —replicó Dekkeret—. Tenga. Aquí la tiene.
—¿Qué?
Dekkeret extendió la mano, con la máquina de los sueños en la palma.
—Vamos. Cójala. Guárdela. No la quiero.
—¿No va a matarme? —dijo Barjazid, asombrado.
—¿Soy yo su juez? Si vuelvo a sorprenderle usando conmigo ese artilugio, puede estar seguro de que le mataré. Pero en caso contrario, no. Matar no es mi deporte. Ya tengo un pecado en mi alma. Y necesito que me lleve a Tolaghai, ¿o lo había olvidado?
—Claro. Claro. —Barjazid estaba perplejo por la misericordia de Dekkeret.
—¿Por qué iba a matarle yo? —dijo Dekkeret.
—Por entrar en su mente… por entrometerme en sus sueños…
—Ah.
—Por arriesgar su vida en el desierto.
—También por eso.
—Y sin embargo, ¿no tiene ansias de venganza? Dekkeret agitó la cabeza.
—Se tomó grandes libertades con mi alma, y eso me enojó, pero el enojo pertenece al pasado, ha terminado. No le castigaré. Hicimos un trato, usted y yo, he invertido bien mi dinero, y este invento suyo ha sido valioso para mí, hasta cierto punto. —Dekkeret se inclinó para estar más cerca del hombrecillo y añadió, en voz baja y grave—: Vine a Suvrael lleno de dudas, confusión y sensación de culpabilidad, con el objeto de purgarme mediante sufrimiento físico. Eso fue una tontería. El sufrimiento físico hace que el cuerpo esté incómodo y refuerza la voluntad, pero poco beneficio causa al espíritu herido. Usted me dio otra cosa, usted y su juguete para entrometerse en la mente. Me atormentó en sueños y puso un espejo delante de mi alma, y me vi con toda claridad. ¿Hasta qué punto pudo ver ese último sueño, Barjazid?
—Usted se hallaba en un bosque… en el norte…
—Sí.
—De cacería. Uno de sus compañeros fue herido por un animal, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
—Prosiga.
—Y usted no atendió a esa mujer. Continuó la caza. Y después, cuando volvió para interesarse por ella, era demasiado tarde, y se culpó usted mismo de su muerte. Percibí su gran sensación de culpabilidad. Noté la fuerza con que esa sensación emanaba de usted.
—Sí —dijo Dekkeret—. Un sentimiento de culpabilidad que llevaré siempre sobre mis espaldas. Pero ya no puede hacerse nada para repararlo, ¿no le parece?
Una asombrosa serenidad se había extendido en su interior. No estaba muy seguro de lo que había pasado, excepto que en su sueño había hecho frente a los incidentes del bosque de Khyntor. Se había enfrentado a la verdad de lo que había hecho y lo que no había hecho allí, había comprendido, de un modo indefinible con palabras, que era absurdo flagelarse durante toda la vida por un aislado acto de descuido e insensible estupidez, que había llegado el momento de olvidar las autoacusaciones y proseguir con la tarea de su vida. El proceso de perdonarse ya había empezado. Había llegado a Suvrael para que le purgaran y en cierto sentido lo había logrado. Y debía agradecimiento a Barjazid por ese favor.
—Tal vez pude salvarla, tal vez —dijo a Barjazid—. Pero mis pensamientos estaban en otra parte, y en mi estupidez pasé por alto a la mujer para cobrar mi presa. Pero revolcarse en sentimientos de culpabilidad no es una expiación provechosa, ¿eh, Barjazid? Los muertos están muertos. Debo ofrecer mis servicios a los vivos. Vamos, dé la vuelta a este flotador e iniciemos el regreso a Tolaghai.
—¿Y su visita a las tierras de pasto? ¿Y Ghyzyn Kor?
—Una misión ridícula. Ya no tiene importancia. Reducción de la producción de carne, desequilibrios comerciales… Estos problemas ya están resueltos. Lléveme a Tolaghai.
—¿Y después?
—Usted me acompañará al Monte del Castillo. Para hacer una demostración de su juguete ante la Corona.
—¡No! —gritó Barjazid, horrorizado. Estaba sinceramente asustado por primera vez desde que Dekkeret le conocía—. Le suplico…
—¿Padre? —dijo Dinitak.
Bajo el sol de mediodía, el joven parecía envuelto en luz. Había una desbordante y fiera expresión de orgullo en su semblante.
—Padre, acompáñale al Monte del Castillo. Que enseñe a sus maestros lo que tenemos aquí. Barjazid se humedeció los labios.
—Me da miedo que…
—No tema nada. Está empezando nuestra hora.
Dekkeret miró alternativamente a los dos Barjazid, al repentinamente tímido y encogido anciano y al exaltado y resplandeciente joven. Tenía la sensación de que estaban produciéndose hechos históricos, que poderosas fuerzas se desequilibraban y adoptaban una nueva configuración, y apenas lo comprendía. Pero sabía que su destino y el de estos habitantes del desierto estaban unidos de algún modo. Y la máquina de los sueños creada por Barjazid era el hilo que unía sus vidas.
—Bien, ¿qué me sucederá en el Monte del Castillo? —dijo secamente Barjazid.
—No tengo la menor idea —dijo Dekkeret—. Es posible que le corten la cabeza y la pongan en lo alto de la Torre de Lord Siminave. O quizá suba muy alto y le nombren Poder de Majipur. Puede suceder cualquier cosa. ¿Cómo quiere que lo sepa?
Dekkeret se dio cuenta de que el problema carecía de interés para él, que le era indiferente la suerte de Barjazid, que no sentía enojo alguno ante aquel desdoroso chapucero que manipulaba las mentes, sino sólo una especie de gratitud, perversa y abstracta, porque Barjazid le había ayudado a liberarse de sus demonios.
—Estos asuntos están en manos de la Corona. Pero una cosa es segura: usted me acompañará al Monte, y su máquina vendrá con nosotros. Vamos, ponga en marcha el flotador, lléveme a Tolaghai.
—Todavía es de día —murmuró Barjazid—. El calor diurno es rabioso, está en el punto más alto.
—Nos las arreglaremos. ¡Vamos, muévase, y deprisa! Tenemos que subir a bordo de un barco en Tolaghai, y en esa ciudad hay una mujer que deseo ver otra vez, antes de hacernos a la mar.
Estos hechos sucedieron durante los primeros años de estado adulto del hombre que se convertiría en lord Dekkeret, Corona de Majipur durante el pontificado de Prestimion. Y el joven Dinitak Barjazid fue el primero en reinar en Suvrael sobre las mentes de todos los durmientes de Majipur, con el título de Rey de los Sueños.