Durante varias semanas después de esa asombrosa experiencia Hissune no se atreve a volver al Registro de Almas. El relato era demasiado fuerte, demasiado crudo; el muchacho necesita tiempo para digerir, para absorber. Ha vivido meses de la vida de esa mujer en la hora que estuvo en ese cubículo, y la experiencia arde en su alma. Nuevas y extrañas imágenes brincan tempestuosamente en su conciencia.
La jungla, ante todo. Hissune no conoce otra cosa aparte del clima cuidadosamente controlado del Laberinto subterráneo (exceptuando la vez que viajó al Monte cuyo clima se controla con igual precisión de un modo distinto). Por eso le sorprendió la humedad, la espesura del follaje, los aguaceros, los sonidos de los pájaros y los insectos, la sensación de tierra mojada bajo pies descalzos. Pero eso sólo representa una parte minúscula de lo que ha experimentado. Ser mujer… ¡qué asombro! Y luego tener una criatura no humana como amante… Hissune carece de palabras para eso, es simplemente un hecho que ha pasado a formar parte de él, un hecho incomprensible, pasmoso. Y cuando Hissune logra abrirse paso entre lo anterior todavía quedan muchos más temas para sus meditaciones: la sensación de Majipur como un mundo en desarrollo, con partes aún jóvenes, calles sin pavimentar en Narabal, cabañas de madera, nada parecido al planeta limpio y totalmente sumiso que él habita, sino un territorio turbulento y misterioso con numerosas regiones oscuras. Hissune rumia estas cosas hora tras hora mientras ordena descuidadamente los absurdos archivos tributarios, y poco a poco se da cuenta de que el ilícito entreacto en el Registro de Almas le ha transformado para siempre. Nunca podrá volver a ser únicamente Hissune; siempre será, de alguna insondable forma, no solamente Hissune sino también la mujer Thesme que vivió y murió hace miles de años en otro continente, en un lugar caluroso y húmedo que Hissune jamás verá
Más tarde, como es de suponer, Hissune anhela otro sobresalto del milagroso registro. Un empleado distinto está de guardia esta vez, un severo y diminuto vroon con la máscara torcida, e Hissune tiene que mostrar sus documentos muy deprisa para entrar. Pero su desenvuelta inteligencia es digna rival para cualquiera de estos tardos funcionarios, y no tarda en encontrarse en el cubículo, marcando coordenadas con veloces dedos. Que sea la época de lord Stiamot, decide. Los últimos días de la conquista de los metamorfos por los ejércitos de los colonizadores humanos de Majipur. Dame un soldado del ejército de lord Stiamot, ordena a la oculta mente de los subterráneos. ¡Y a lo mejor tengo un vislumbre del mismísimo lord Stiamot!
Las resecas colinas ardían a lo largo de una curvada cresta desde Milimorn hasta Hamifieu, e incluso donde él se hallaba, en un nido de águilas ochenta kilómetros al este de Pico Zygnor, el capitán de grupo Eremoil notaba las calurosas ráfagas de aire y gustaba el chamuscado aroma del ambiente. Una densa corona de oscuro humo se alzaba sobre la cordillera entera. Dentro de una o dos horas los aviadores extenderían la línea de fuego desde Hamifieu hasta el pueblo situado en la base del valle, y al día siguiente harían arder la zona del sur hasta Sintalmond. Y luego toda la región estaría en llamas, y desdichados los cambiaspectos que se rezagaran en ella.
—Ya queda poco —dijo Viggan—. La guerra está prácticamente acabada.
Eremoil levantó los ojos de los mapas de la punta noreste del continente y miró fijamente al subalterno.
—¿Eso es lo que piensas? —preguntó vagamente.
—Treinta años. Es mucho.
—Nada de treinta. Quinientos años, seis siglos, el mismo tiempo que los hombres llevan en ese planeta. Siempre ha habido guerra, Viggan.
—Pero durante buena parte de ese tiempo no nos dimos cuenta de que estábamos librando una guerra.
—No —dijo Eremoil—. No, no lo comprendimos. Pero lo comprendemos ahora, ¿no es cierto, Viggan?
Volvió a centrar su atención en los mapas, inclinándose mucho sobre ellos, con los ojos entrecerrados, atisbando. El grasiento humo del aire estaba haciendo brotar lágrimas en sus ojos y haciendo borrosa su visión, y los mapas tenían trazos muy finos. Poco a poco pasó el puntero por las líneas que indicaban los contornos de las colinas por debajo de Hamifieu, marcando las poblaciones relacionadas en los informes.
Todos los pueblos situados a lo largo del arco de las llamas estaban señalados en los mapas, o así lo esperaba Eremoil, y diversos oficiales los habían visitado para notificar el incendio. Iban a pasarlas mal, él y los que estaban por debajo de él, si los cartógrafos habían olvidado alguna población, puesto que lord Stiamot había dado órdenes de que no se perdieran vidas humanas en la campaña culminante: había que avisar a todos los colonos para que tuvieran tiempo de evacuar las poblaciones. Y a los metamorfos se les daba idéntico aviso. No podemos asar vivos a nuestros enemigos, había dicho repetidamente lord Stiamot. El único objetivo era tenerlos bajo control, y en ese momento el fuego parecía ser el mejor medio de conseguirlo. Tener el fuego bajo control posteriormente podía ser una tarea mucho más ardua, pensaba Eremoil, pero ése no era el problema del momento.
—Kattikawn… Bizfern… Domgrave… Bylek… Hay tantos pueblos, Viggan. Además, ¿por qué quiere vivir aquí la gente?
—Dicen que la tierra es fértil, señor. Y el clima es moderado, para ser una región tan septentrional.
—¿Moderado? Sí, es posible, siempre que no te importe estar medio año sin ver la lluvia.
Eremoil tosió. Imaginó que escuchaba el restallido del distante incendio entre la tostada hierba que llegaba a la altura de la rodilla. En este lado de Alhanroel llovía durante todo el invierno y después no llovía durante todo el verano: un reto para los campesinos, podía pensarse, pero era evidente que éstos lo habían superado, considerando la cantidad de asentamientos agrícolas que habían brotado en las laderas de las colinas y más abajo, en los valles que corrían hacia el mar. Estaban en el apogeo de la estación seca, y la región llevaba meses tostándose bajo el sol. Sequía, sequía, sequía, el negro suelo crujía y se llenaba de surcos, la hierba que crecía en invierno estaba dormida y agotada, los arbustos llenos de hojas se plegaban y aguardaban… Qué momento tan ideal para entregar el lugar a las llamas y forzar al terco enemigo a retirarse a la orilla del mar… ¡o a meterse de cabeza en él! Pero no debían perderse vidas, no debían perderse vidas… Eremoil estudió las listas.
—Chikmoge… Fualle… Daniup… Michimang… —Levantó la cabeza otra vez, y dirigiéndose al subalterno, dijo—: Viggan, ¿qué harás después de la guerra?
—Mi familia tiene tierras en el Valle del Glayge. Volveré a ser campesino, supongo. ¿Y usted, señor?
—Mi hogar está en Stee. Yo era ingeniero civil. Acueductos, alcantarillas y otras cosas igualmente fascinantes. Tal vez siga con eso. ¿Cuándo viste el Glayge por última vez?
—Hace cuatro años —dijo Viggan.
—Yo cinco, desde que salí de Stee. Participaste en la batalla de Tremoyne, ¿no es cierto?
—Me hirieron. Levemente.
—¿Alguna vez has matado a un metamorfo?
—Sí, señor.
—Yo no —dijo Eremoil—. Nunca. Nueve años de soldado, sin matar a nadie. Claro que he sido oficial. Sospecho que no valgo para matar.
—Ninguno de nosotros vale para matar —dijo Viggan—. Pero cuando ellos se te echan encima, cambiando de forma cinco veces por minuto, con un cuchillo en una mano y un hacha en la otra… o cuando sabes que han atacado las tierras de tu hermano y asesinado a tus sobrinos.
—¿Es eso lo que sucedió, Viggan?
—No a mí, señor. Pero sí a otros, a muchísima gente. Las atrocidades… no necesito explicarle cómo…
—No. No, no hace falta. ¿Cuál es el nombre de este pueblo, Viggan?
El subalterno se inclinó sobre los mapas.
—Singaserin, señor. El rótulo está un poco manchado, pero eso es lo que dice. Y está en nuestra lista. Mire, aquí. Dimos el aviso anteayer.
—En ese caso, creo que hemos acabado con todos.
—Así lo creo, señor —dijo Viggan.
Eremoil amontonó los mapas, los puso a un lado y volvió a mirar hacia el oeste. Había una clara línea de demarcación entre la zona de incendio y las intactas colinas al sur de éste, de color verde oscuro y al parecer con abundante vegetación. Pero las hojas de aquellos árboles estaban marchitas, sucias después de muchos meses sin lluvia, y las colinas explotarían igual que si las hubieran bombardeado cuando el fuego las alcanzara. Eremoil vio de vez en cuando pequeñas llamaradas, simples estallidos de repentina brillantez como cuando se enciende una luz. Pero era una ilusión causada por la distancia, y Eremoil lo sabía. Aquellas minúsculas llamas representaban la erupción de un vasto territorio, ya que el fuego, propagándose mediante ascuas en el aire donde los aviadores no estaban extendiéndolo, devoraba los bosques más allá de Hamifieu.
—Ha llegado un mensajero, señor —dijo Viggan. Un joven muy alto vestido con un sudado uniforme había bajado de un monte y miraba vacilantemente al capitán.
—¿Y bien? —dijo Eremoil.
—Me envía el capitán Vanayle, señor. Hay problemas en el valle. Un colono no quiere evacuar el pueblo.
—Será mejor para él que lo haga —dijo Eremoil, encogiéndose de hombros—. ¿Qué pueblo es ése?
—Entre Kattikawn y Bizfern, señor. A notable distancia. El individuo también se llama Kattikawn, Aibil Kattikawn. Dijo el capitán Vanayle que es dueño de sus tierras por concesión del Pontífice Dvorn, que su familia lleva miles de años allí y que no piensa…
Eremoil suspiró.
—No me importa que esas tierras le pertenezcan por concesión directa de nadie, aunque sea del mismo Divino. Mañana quemaremos esa zona y él morirá frito si se queda ahí.
—Él lo sabe, señor.
—¿Qué quiere que hagamos nosotros? ¿Que el incendio rodee su granja, eh? —Eremoil agitó el brazo en señal de impaciencia—. Tendrá que evacuar la zona, no importa lo que quiera o no quiera hacer.
—Ya intentamos obligarle —dijo el mensajero—. Está armado y ofreció resistencia. Dice que matará a cualquiera que intente sacarle de sus tierras.
—¿Matar? —dijo Eremoil, como si la palabra careciera de significado—. ¿Matar? ¿Quién habla de matar a otros seres humanos? Ese hombre está loco. Envíen cincuenta soldados y que lo lleven a una zona segura.
—He dicho que ofreció resistencia, señor. Hubo intercambios de disparos. El capitán Vanayle cree que es imposible sacarlo de allí sin que se pierdan vidas. El capitán Vanayle solicita que vaya usted personalmente para razonar con el sujeto, señor.
—Que yo…
—Puede ser lo más sencillo —dijo tranquilamente Viggan—. Estos grandes terratenientes pueden ponerse muy difíciles.
—Que Vanayle hable con él —dijo Eremoil.
—El capitán Vanayle ha intentado ya parlamentar con el sujeto, señor —dijo el mensajero—. Fue inútil. Ese Kattikawn exige audiencia con lord Stiamot. Está claro que eso es imposible, pero quizá si usted quisiera…
Eremoil consideró la posibilidad. Era absurdo que el comandante del distrito aceptara esa tarea. Despejar el territorio antes del incendio de mañana era responsabilidad directa de Vanayle; la responsabilidad de Eremoil era quedarse allí arriba y dirigir la acción. Por otra parte, despejar el territorio también era responsabilidad de Eremoil en último término. Vanayle había fracasado por completo, y enviar un pelotón para sacar a aquel hombre por la fuerza acabaría seguramente con la muerte de Kattikawn y de varios soldados, cosa que a duras penas era un resultado provechoso. ¿Por qué no ir? Eremoil inclinó lentamente la cabeza. Al diablo con el protocolo, él no iba a insistir en ceremonias. No le quedaba nada importante que hacer esa tarde y Viggan se ocuparía de los detalles que surgieran. Y si él podía salvar una vida, la vida de un viejo necio y obstinado, haciendo una pequeña excursión por la ladera…
—Que preparen mi flotador —dijo a Viggan.
—¿Señor?
—Lo que he dicho. Ahora mismo, antes de que cambie de idea. Voy a bajar a verle.
—Pero Vanayle ya ha…
—Deja de poner dificultades, Viggan. Estaré fuera sólo un rato. Tú quedas al mando hasta mi regreso, pero no creo que tengas que trabajar duro. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, señor —dijo tristemente el subalterno.
El trayecto fue más largo que lo que Eremoil esperaba, casi dos horas por la carretera en zigzag hasta llegar a la base del Pico de Zygnor, y luego por el irregular descenso de la meseta hasta las colinas que bordeaban la llanura costera. El ambiente ahí era más caluroso aunque había menos humo. Las rielantes ondas caloríficas generaban espejismos, y hacían que el panorama pareciera disolverse y fluir. La carretera estaba vacía de tráfico, pero Eremoil se vio constantemente obstaculizado por bestias que emigraban presas de pánico, extraños animales de especies que no pudo identificar que huían despavoridas de la zona de fuego. Las sombras estaban empezando a alargarse cuando Eremoil llegó a los poblados al pie de las montañas. El fuego era una presencia tangible, igual que un segundo sol en el cielo. Eremoil notó el calor de las llamas en sus mejillas, y vio que finos granos de arena se pegaban a su piel y a sus ropas.
Los lugares que había estado comprobando en las listas se volvieron desagradablemente reales: Byelk, Domgrave, Bizferz. Todos eran iguales, un apiñamiento central de tiendas y edificios públicos, un borde residencial, un cinturón de granjas que se extendían más allá, y todos los pueblos al abrigo de pequeños valles donde diversos arroyos bajaban de las montañas y se perdían en la llanura. Todos los poblados estaban desiertos, o casi desiertos; sólo quedaban algunos rezagados, los demás ya estaban en las carreteras que llevaban a la costa. Eremoil supuso que podía meterse en cualquier casa y encontrar libros, tallas, recuerdos de vacaciones pasadas en otros lugares con gran pesar. Y al día siguiente no habría más que cenizas. Pero ese territorio estaba plagado de cambiaspectos. Los colonos habían vivido allí durante siglos bajo la amenaza del implacable y salvaje enemigo que aparecía y desaparecía en los bosques siempre enmascarado, disfrazado de amigo, de amante, de hijo, para cumplir sus cometidos criminales. Una guerra secreta y silenciosa entre los desposeídos y los que vinieron después, una guerra que se hizo inevitable en cuanto los primitivos puestos de avanzada de Majipur crecieron hasta convertirse en ciudades y territorios agrícolas que consumían más y más zonas de dominio de los nativos. Ciertos remedios implican una drástica cauterización: en esta convulsión definitiva de la lucha entre humanos y cambiaspectos era imposible evitarlo, había que destruir Byelk, Domgrave y Bizfern para poner fin a la agonía. No obstante esta necesidad no hacía más fácil la obligación de abandonar el hogar, pensó Eremoil, y tampoco era especialmente fácil destruir el hogar de otras personas, como él había hecho desde hacía varios días… a menos que se hiciera a distancia, a cómoda distancia, en un lugar donde la deflagración fuera únicamente una abstracción estratégica.
Más allá de Bizfern las montañas viraban hacia el oeste un largo trecho, y la carretera seguía su contorno. Había buenos arroyos en esa zona, prácticamente pequeños ríos, y el territorio tenía grandes bosques en los puntos donde no había sido despejado para el cultivo. Sin embargo, también allí los meses sin lluvia habían hecho terriblemente combustibles los bosques. Por todas partes había hojas caídas de las ramas y viejos troncos agrietados.
—Éste es el lugar, señor —dijo el mensajero.
Eremoil contempló un encajonado cañón, estrecho en la entrada y mucho más amplio en el interior, con un arroyo que discurría por el centro. Entre las sombras cada vez más abundantes distinguió una impresionante finca, un gran edificio blanco con un tejado de tejas verdes, y más allá lo que parecía ser una inmensa área de cultivos. Guardias armados aguardaban en la entrada del cañón. No se trataba de las tierras de un simple campesino, sino del dominio de alguien que se consideraba duque. Eremoil vio problemas en perspectiva.
Bajó del vehículo flotante y avanzó hacia los guardianes, que le examinaron con frialdad y mantuvieron los lanzadores de energía listos para abrir fuego.
—El capitán de grupo Eremoil desea ver a Aibil Kattikawn —dijo al hombre de aspecto más imponente.
—El Kattikawn aguarda a lord Stiamot —fue la simple y fría réplica.
—Lord Stiamot está atareado en otro lugar. Yo soy su representante en el día de hoy. Soy el capitán de grupo Eremoil, comandante de este distrito.
—Tenemos orden de admitir únicamente a lord Stiamot.
—Informa a tu señor —dijo Eremoil, cansado— que la Corona envía sus excusas y le pide que exponga sus quejas al capitán de grupo Eremoil.
El guardián se mostró indiferente. Pero al cabo de unos instantes dio media vuelta y entró en el cañón. Eremoil vio que caminaba sin prisa alguna junto a la orilla del arroyo y desaparecía en la densa maleza de la plaza procedente de la zona de fuego, una capa de aire oscuro que causaba picor en los ojos y abrasaba la garganta. Eremoil imaginó una cubierta de negras y arenosas partículas en sus pulmones. Pero desde allí, un lugar abrigado, el mismo fuego era invisible.
El guardián volvió por fin, con idéntica lentitud.
—El Kattikawn le recibirá —anunció.
Eremoil llamó por señas a la conductora y al guía, el mensajero. Pero el guardián de Kattikawn movió la cabeza de un lado a otro.
—Sólo usted, capitán.
La conductora dio muestras de preocupación. Eremoil le hizo un gesto para que retrocediera.
—Espérame aquí —dijo—. No creo que vaya a estar mucho rato.
Siguió al guardián por la senda del cañón en dirección al edificio de la finca.
Eremoil esperaba de Aibil Kattikawn una severa acogida idéntica a la ofrecida por los guardianes. Pero había subestimado la cortesía que un aristócrata de provincias se sentía obligado a ofrecer. Kattikawn le recibió con una cálida sonrisa y una mirada intensa e inquisitiva, le dio un abrazo aparentemente sincero y le hizo entrar en la gran vivienda, que apenas estaba amueblada pero era elegante a su austero modo. Desnudas vigas de abrillantada madera negra dominaban los abovedados techos; trofeos de caza asomaban en lo alto de las paredes, y el mobiliario era sólido y claramente antiguo. El lugar tenía una atmósfera arcaica. Igual que Aibil Kattikawn. Éste era un hombrón, de mucha más estatura que el delgado Eremoil y dotado de una ancha espalda, una anchura espectacularmente realzada por el grueso manto de piel de estitmoy que vestía. Su frente era despejada, su cabello canoso pero abundante y levantado en espesos salientes. Tenía ojos oscuros y finos labios. Su presencia era muy imponente en todos los aspectos.
Kattikawn sirvió dos vasos de vino de reluciente color ambarino y la conversación se inició después de los primeros sorbos.
—De modo que debe quemar mis tierras.
—Me temo que debemos quemar la provincia entera.
—Una estratagema estúpida, quizás el acto más alocado en la historia de las guerras humanas. ¿Conoce el valor de los productos de esta región? ¿Sabe cuántas generaciones de duro trabajo han sido precisas para levantar estas granjas?
—Toda la zona, desde Milimorn hasta Sintalmond y más allá, es un foco de actividad guerrillera metamorfa, la última actividad de este tipo que queda en Alhanroel. La Corona está resuelta a poner fin a esta horrible guerra, y eso sólo puede conseguirse usando humo para hacer salir a los cambiaspectos de sus escondites en estas montañas.
—Hay otros métodos.
—Los hemos ensayado y han fracasado —dijo Eremoil.
—¿Sí? ¿Han intentado avanzar por los bosques palmo a palmo en busca del enemigo? ¿Han desplazado aquí a todos los soldados de Majipur para realizar las operaciones de limpieza? Claro que no. Representa excesivos problemas. Es más sencillo utilizar aviadores y prender fuego a la zona.
—Esta guerra ha consumido toda una generación de nuestras vidas.
—Y la Corona se impacienta al final —dijo Kattikawn—. A costa de mí.
—La Corona es un experto en estrategia. La Corona ha derrotado a un enemigo peligroso y casi incomprensible y ha hecho que Majipur sea un lugar seguro para la ocupación humana por primera vez en la historia… con la excepción de este distrito.
—Nos ha ido bastante bien pese a que estos metamorfos estaban escondidos alrededor de nosotros, capitán. A mí todavía no me han matado. He sido capaz de tratarlos. Su amenaza a mi bienestar no ha sido ni remotamente tan notoria como parece ser mi propio gobierno. Su Corona, capitán, es un necio.
Eremoil se dominó.
—Las generaciones futuras lo aclamarán como un héroe entre los héroes.
—Es muy probable —dijo —. Es el tipo de persona que normalmente se convierte en héroe. Le aseguro que no era necesario destruir una provincia entera para dominar a unos cuantos miles de aborígenes que permanecen incontrolados. Le aseguro que esto es una maniobra atropellada y torpe por parte de un general fatigado que tiene prisa por volver a la tranquilidad del Monte del Castillo.
—Sea como sea, la decisión está tomada, y todo lo que hay entre Milimorn y Hamifieu ya está en llamas.
—Eso he notado.
—El fuego está avanzando hacia la población de Kattikawn. Es posible que al amanecer estén amenazados los lindes de su dominio. Durante el día continuaremos los ataques incendiarios más allá de esta región y hacia el sur, hasta Sintalmond.
—Ciertamente —dijo Kattikawn, muy tranquilo.
—Esta zona se convertirá en un infierno. Le rogamos que la abandone, está a tiempo de hacerlo.
—Prefiero quedarme, capitán.
Eremoil suspiró.
—Si se queda, no somos responsables de su seguridad.
—Nadie ha sido responsable de mi seguridad aparte de mí mismo.
—Lo que estoy diciéndole es que morirá, y de un modo horrible. Nos es imposible extender la línea de fuego de forma que eluda su dominio.
—Comprendo.
—En ese caso, está pidiéndonos que le asesinemos.
—No estoy pidiendo nada de eso. Ustedes y yo no tenemos trato alguno. Ustedes libran su guerra, yo mantengo mi hogar. Si el fuego que exige su guerra se entromete en el territorio que llamo mío, tanto peor para mí. Pero eso significa asesinato. Estamos vinculados a rumbos distintos, capitán Eremoil.
—Su forma de razonar es extraña. Usted morirá como resultado directo de nuestro ataque incendiario. Su muerte será un peso en nuestras almas.
—Me quedo aquí por voluntad propia, después de haber sido debidamente informado —dijo Kattikawn—. Mi muerte será un peso únicamente en mi alma.
—¿Y las vidas de su gente? También ellos morirán.
—Los que decidan quedarse, sí. Les he avisado de lo que está a punto de suceder. Tres han partido hacia la costa. El resto se quedará. Por voluntad propia, no para complacerme. Ésta es nuestra casa. ¿Otro vaso de vino, capitán?
Eremoil rehusó la invitación, pero inmediatamente cambió de opinión y extendió el vacío vaso.
—¿No hay forma alguna de que yo hable con lord Stiamot? —dijo Kattikawn mientras servía.
—Ninguna.
—Tengo entendido que la Corona se encuentra en esta región.
—A medio día de viaje, sí. Pero es inabordable por tales peticionarios.
—Intencionalmente, supongo. —Kattikawn sonrió—. ¿No le parece que se ha vuelto loco, Eremoil?
—¿La Corona? No, en absoluto.
—Pero este incendio… una maniobra desesperada, una maniobra estúpida… Las reparaciones que tendrá que pagar después… millones de reales, será la bancarrota para el tesoro público. El costo será superior al de cincuenta castillos tan grandes como el construido por la Corona en lo alto del Monte. ¿Y para qué? Que nos conceda dos o tres años más y amansaremos a los cambiaspectos.
—O cinco, o diez, o veinte años —dijo Eremoil—. La guerra debe terminar ahora, en esta estación. Esta horrorosa convulsión, esta vergüenza para todo el mundo, esta mancha, esta larga pesadilla…
—Oh, usted opina que la guerra ha sido un error, ¿no es eso?
Eremoil se apresuró a mover negativamente la cabeza.
—El error fundamental se cometió hace mucho tiempo, cuando nuestros antepasados decidieron establecerse en un planeta que ya estaba habitado por una raza inteligente. Luego no tuvimos más opción que aplastar a los metamorfos o retirarnos por completo de Majipur. ¿Y cómo íbamos a hacer esto último?
—Sí —dijo Kattikawn—. ¿Cómo íbamos a renunciar a los hogares que habían sido nuestros y de nuestros antepasados durante tantos años?
Eremoil hizo caso omiso de la obvia ironía.
—Quitamos este planeta a gente maldispuesta. Durante miles de años nos esforzamos en vivir en paz con ellos, hasta que tuvimos que admitir que la coexistencia era imposible. Ahora estamos imponiendo nuestra voluntad por la fuerza, cosa que no es agradable, pero las alternativas son todavía peores.
—¿Qué hará lord Stiamot con los cambiaspectos que tiene en los campos de internación? ¿Enterrarlos como fertilizante en los campos que ha quemado?
—Recibirán una vasta reserva en Zimroel —dijo Eremoil—. Medio continente para ellos solos. Eso no es crueldad. Alhanroel será nuestro, y habrá un océano entre las dos razas. El traslado ya está en marcha. Sólo en esta región continúa el desorden. Lord Stiamot ha aceptado la terrible carga, la responsabilidad de un acto cruel pero necesario, y el futuro ensalzará por ello a lord Stiamot.
—Yo lo ensalzaré ahora —dijo Kattikawn—. ¡Oh sabia y justa Corona! Que en su infinita sabiduría destruye este territorio para que su mundo no tenga la preocupación de unos fastidiosos aborígenes que están al acecho. Yo habría preferido, Eremoil, que él, su heroico rey, fuera menos noble de espíritu. O más noble, tal vez. Para mí habría sido más admirable que él eligiera un método más lento para conquistar estos últimos reductos. Treinta años de guerra… ¿Qué importan dos o tres más?
—Es el método que ha elegido él. El fuego se acerca a este lugar mientras nosotros hablamos.
—Que se acerque. Yo estaré aquí, defendiendo mi casa contra él.
—Usted ha visto la zona de fuego —dijo Eremoil—. Su defensa no durará diez segundos. El fuego devora todo lo que se le pone en su camino.
—Seguramente. Correré el riesgo.
—Le suplico que…
—¿Me suplica? ¿Es usted un mendigo? ¿Y si fuera yo el suplicante? ¡Le suplico, capitán, que salve mis posesiones!
—Imposible. Yo le hago una súplica sincera: váyase, y salve su vida y las vidas de los suyos.
—¿Qué me pide que haga? ¿Que me arrastre por esa carretera de la costa, que viva en una escuálida cabaña en Alaisor o Bailemoona? ¿Que atienda mesas en una posada, que duerma en la calle, que almohace monturas en alguna cuadra? Ésta es mi casa. Prefiero morir aquí mañana en diez segundos que vivir mil años en un cobarde exilio. —Kattikawn se acercó a la ventana—. Oscurece, capitán. ¿Querrá cenar conmigo?
—No puedo quedarme, lamento decírselo.
—¿Le cansa esta discusión? Podemos hablar de otras cosas. Yo preferiría hacerlo.
Eremoil estrechó la zarpa que era la mano del otro hombre.
—Tengo obligaciones en mi cuartel general. Aceptar su hospitalidad habría sido un placer inolvidable. Ojalá fuera posible. ¿Querrá perdonar mi negativa?
—Me apena que se vaya sin cenar. ¿Tiene prisa por volver con lord Stiamot?
Eremoil guardó silencio.
—Le ruego que me obtenga audiencia con él —dijo Kattikawn.
—Es imposible, y no serviría para nada. Por favor: salga de aquí esta noche. Cenemos juntos, y luego abandone su dominio.
—Ésta es mi casa, y aquí me quedo —dijo Kattikawn—. Le deseo lo mejor, capitán, una larga y armoniosa vida. Y le agradezco esta conversación.
Cerró los ojos un momento e inclinó la cabeza: una ligera reverencia, una elegante despedida. Eremoil se acercó a la puerta del gran salón.
—El otro oficial pensó que me echaría de aquí a la fuerza —dijo Kattikawn—. Usted ha tenido más juicio, y yo le felicito. Adiós, capitán Eremoil.
Eremoil buscó palabras adecuadas, no encontró ninguna y se conformó con hacer un gesto de saludo.
Los guardianes de Kattikawn le acompañaron a la entrada del cañón, donde aguardaban la conductora y el mensajero, que estaban jugando a cierto juego de dados junto al flotador. Ambos se pusieron firmes al ver a Eremoil, pero éste les indicó que descansaran. Miró al este, hacia las grandes montañas que se alzaban en el lado opuesto del valle. En esas latitudes septentrionales, siendo una noche estival, el cielo aún estaba brillante, incluso hacia el este, y la gruesa mole del Pico Zygnor se extendía en el horizonte como un negro muro que tapaba el suave tono gris del cielo. Al sur se hallaba el gemelo de este pico, el Monte Haimon, donde la Corona tenía su cuartel general. Eremoil pasó un rato examinando los dos poderosos picos, las estribaciones bajo ellos, la columna de fuego y humo que ascendía al otro lado, y las lunas que habían hecho acto de presencia en el cielo. Luego meneó la cabeza, se volvió y observó la finca de Aibil Kattikawn, que en ese momento estaba desapareciendo entre las sombras del crepúsculo. Durante su ascenso en los rangos del ejército Eremoil había conocido duques, príncipes y numerosas personalidades que un simple ingeniero civil no suele conocer en su vida normal, y había pasado muchas horas con la misma Corona y su círculo de íntimos consejeros. Sin embargo no creía haber conocido nunca a un hombre como Kattikawn, que podía ser el hombre más noble o más descamisado del planeta, y quizás ambas cosas.
—Vámonos —dijo a la conductora—. Coge la carretera de Haimon.
—¿La del Haimon, señor?
—Para ver a la Corona, sí. ¿Podemos estar allí a medianoche?
La carretera que llevaba al pico meridional era muy parecida a la del Zygnor, aunque más empinada y no tan bien pavimentada. Sus curvas y recodos serían peligrosos en la oscuridad a la velocidad que la conductora de Eremoil, una mujer de Stoien, se arriesgaba. Pero el rojo fulgor de la zona de fuego iluminaba el valle y las montañas y reducía mucho los riesgos. Eremoil no dijo nada durante el largo trayecto. No había nada que decir. ¿Acaso la conductora o el mensajero podían entender la naturaleza de Aibil Kattikawn? El mismo Eremoil, cuando supo que un campesino local se negaba a abandonar sus tierras, había interpretado mal dicha naturaleza; había imaginado que se trataba de un viejo loco, un fanático, un terco, un hombre ciego a las realidades del peligro que corría. Kattikawn era terco, sí, y quizá podía llamársele fanático, pero nada más. No era un loco, aunque su filosofía pudiera parecer alocada a quienes, como Eremoil, vivían de acuerdo a códigos distintos.
Eremoil se preguntó qué iba a decir a lord Stiamot.
Era inútil ensayar: las palabras saldrían, o no saldrían. Al cabo de un rato el capitán cayó en una especie de sueño en vela, con la mente lúcida pero paralizada, sin juzgar nada, sin calcular nada. El vehículo flotador, que avanzaba suave y velozmente por la vertiginosa carretera, abandonó el valle y salió al escabroso territorio que había a continuación. A medianoche todavía se encontraba en la parte más baja del Monte Haimon, pero era igual: la Corona tenía fama de acostarse muy tarde, y a menudo ni siquiera dormía. Eremoil no tenía duda alguna de que el monarca estaría disponible.
En algún punto de las alturas del Haimon, Eremoil quedó dormido de verdad sin enterarse, y sintió sorpresa y confusión cuando el mensajero le zarandeó con suavidad mientras le decía:
—Estamos en el campamento de lord Stiamot, señor.
Parpadeando, desorientado, Eremoil vio que todavía estaba erguido en el asiento, con las piernas entumecidas y la espalda rígida. Las lunas ya estaban al otro lado del cielo y la noche era totalmente negra aparte del asombroso y ardiente tajo que hendía el firmamento hacia el oeste. Eremoil salió torpemente del flotador. Incluso entonces, en plena noche, el campamento de la Corona era un lugar bullicioso; diversos mensajeros corrían de un lado a otro y brillaban luces en numerosas dependencias. Se presentó un ayudante que reconoció a Eremoil y le ofreció un saludo exageradamente formal.
—Esta visita es una sorpresa, capitán Eremoil.
—También lo es para mí, diría yo. ¿Está lord Stiamot en el campamento?
—La Corona está celebrando una reunión de estado mayor. ¿Le espera él, capitán?
—No —dijo Eremoil—. Pero debo hablar con él.
El ayudante no se preocupó por ese detalle. Reuniones de estado mayor en plena noche, comandantes regionales que aparecían de improviso solicitando conferencias… bueno, ¿por qué no? Así era la guerra, los protocolos se improvisaban día tras día. Eremoil siguió al ayudante a través del campamento hasta llegar a una tienda octogonal que ostentaba la insignia del estallido estelar de la Corona. Un círculo de guardias rodeaba el lugar, tan severos y atentos como los que defendían la entrada al cañón de Kattikawn. En los últimos ocho meses se habían producido cuatro atentados contra la vida de lord Stiamot, todos ellos obra de metamorfos, todos frustrados. Ninguna Corona de la historia de Majipur había muerto violentamente, pero también era cierto que ninguna Corona había librado una guerra antes de Stiamot.
El ayudante habló con el jefe de la guardia. De repente Eremoil se vio en el centro de un grupo de hombres armados, con luces que se reflejaron enloquecedoramente en los ojos del capitán mientras muchos dedos le despojaban laboriosamente de sus armas. El asalto le dejó atónito unos instantes. Pero luego recobró el aplomo.
—¿Qué es esto? —dijo—. Soy el capitán de grupo Eremoil.
—Siempre que no sea un cambiaspecto —dijo un hombre.
—¿Y creen que lo averiguarán zarandeándome y cegándome con ese resplandor?
—Existen métodos —dijo otro militar.
Eremoil se echó a reír.
—Ninguno ha demostrado ser fiable. Pero prosigan: pónganme a prueba, y háganlo rápido. Debo hablar con lord Stiamot.
Aquellos hombres conocían métodos, sí. Uno entregó a Eremoil una tira de papel verde y le dijo que la tocara con la lengua. Así lo hizo el capitán, y el papel se puso de color naranja. Otro militar le pidió varios cabellos, y prendió fuego a éstos. Eremoil no pudo ocultar su sorpresa. Había pasado un mes desde su última visita al campamento de la Corona, y entonces nadie hacía uso de tales prácticas. Debía haberse producido otro intento de asesinato, decidió Eremoil, o quizás algún científico charlatán había difundido esas técnicas. Por lo que sabía el capitán, no existía método seguro de diferenciar a un metamorfo de un humano auténtico cuando el metamorfo adoptaba forma humana… como no fuera mediante disección, y él no iba a proponer que se sometería a ese método.
—Pase —le dijeron por fin—. Puede entrar.
Pero todos le acompañaron. Los ojos de Eremoil, ya deslumbrados, se ajustaron con dificultad a la penumbra de la tienda de la Corona, pero al cabo de unos momentos vio a seis personas en el extremo opuesto, y lord Stiamot entre ellas. Al parecer estaban rezando. Oyó musitadas invocaciones y respuestas, fragmentos de las viejas escrituras. ¿Era el tipo de reuniones de estado mayor que celebraba actualmente la Corona? Eremoil avanzó unos pasos y se quedó a pocos metros del grupo. Sólo conocía a uno de los asistentes de la Corona, Damlang de Bibiroon, generalmente considerado como el segundo o tercer candidato al trono. Los otros ni siquiera tenían aspecto de soldados, puesto que se trataba de hombres de más edad, con ropa civil y cierta apariencia de estar acostumbrados a la vida urbana, poetas, quizá intérpretes de sueños, pero ciertamente no guerreros. Mas la guerra estaba prácticamente terminada.
La Corona miró en dirección a Eremoil sin dar muestras de haberse percatado de su presencia.
Eremoil se sorprendió al ver el aspecto atormentado y consumido de lord Stiamot. La Corona había envejecido visiblemente durante los tres últimos años de la guerra, pero el proceso se había acelerado: era un hombre encogido, sin color, frágil, con la piel reseca y los ojos sin brillo. Aparentaba tener cien años, y sin embargo no era mucho más viejo que Eremoil, un hombre de cincuenta años. Eremoil recordó el día en que Stiamot ocupó el trono, y la promesa que hizo el monarca de poner fin a la locura de la constante y no declarada guerra con los metamorfos, reagrupar a los antiguos nativos del planeta y alejarlos de los territorios colonizados por la raza humana. Sólo treinta años y la Corona parecía casi un siglo más viejo. Pero había pasado su reinado haciendo campañas (cosa que no había hecho ninguna Corona anterior y que seguramente no haría ninguna posterior) en el Valle del Glayge, en las calurosas tierras del sur, en los densos bosques del noroeste, en las ricas llanuras que rodeaban el golfo de Stoien, año tras año cercando a los cambiaspectos con veinte ejércitos y encerrándolos en campos. Y casi había terminado esa tarea, sólo las guerrillas del noroeste permanecían en libertad… Una lucha constante, una prolongada y violenta vida bélica, sin apenas tiempo para volver a la tierna primavera del Monte del Castillo para disfrutar los placeres del trono. De vez en cuando Eremoil se preguntaba, mientras la guerra se alargaba más y más, cómo respondería lord Stiamot si fallecía el Pontífice, si él era ascendido a la otra categoría real y se viera forzado a establecer su residencia en el Laberinto: ¿se negaría, y conservaría el título de Corona para poder continuar las campañas? Pero el Pontífice gozaba de buena salud, así se afirmaba, y allí estaba lord Stiamot, un hombrecillo viejo y cansado, con aspecto de hallarse al borde de la tumba. Eremoil comprendió de pronto por qué Aibil Kattikawn no había entendido la situación, por qué lord Stiamot estaba tan ansioso de poner fin a la fase final de la guerra fuera cual fuese el coste.
—¿Quién tenemos aquí? —dijo la Corona—. ¿Es Finiwain?
—Eremoil, mi señor. Al mando de las fuerzas que realizan el incendio.
—Eremoil. Sí. Eremoil. Recuerdo. Ven, siéntate con nosotros. Estamos dando gracias al Divino por el fin de la guerra, Eremoil. Estas personas han venido a verme enviadas por mi madre la Dama de la Isla, que nos protege en sueños, y pasaremos la noche cantando cánticos de loa y gratitud, porque por la mañana estará terminado el círculo de fuego. ¿Eh, Eremoil? Ven, siéntate, canta con nosotros. Conoces los cantos a la Dama, ¿verdad?
Eremoil escuchó espantado la voz cascada y desgarrada del monarca. Esa apagada brizna de reseco sonido era todo lo que quedaba de un tono de voz en otro tiempo majestuoso. El héroe, el semidiós, estaba agotado y arruinado tras la prolongada campaña. No quedaba nada de él, era un espectro, una sombra. Al verle así, Eremoil se preguntó si lord Stiamot había sido alguna vez el poderoso personaje del recuerdo, o si quizá ello era debido a la invención de mitos y a la propaganda y la Corona había sido siempre menos de lo que veía la mirada.
Lord Stiamot le hizo un gesto para que se acercara. Eremoil lo hizo con renuencia.
Pensó en el motivo de su visita, en lo que tenía que decir. Mi señor, hay un hombre en la ruta del fuego que no piensa moverse y que no consentirá en que le hagan marcharse, y al que es imposible evacuar sin perder vidas. Y, mi señor, es un hombre excelente que no podemos destruir de ese modo. Por eso le pido, mi señor, que detenga el incendio, que idee una estrategia alternativa para que podamos capturar a los metamorfos que huyen de la línea de fuego pero sin necesidad de extender la destrucción más allá del punto al que ha llegado, porque…
No.
Eremoil comprendió la imposibilidad de pedir a la Corona que retrasara una sola hora el fin de la guerra. Ni en provecho de Kattikawn, ni en provecho de Eremoil, ni en provecho de la santa Dama, la madre del monarca, podía detenerse el incendio. Eran los últimos días de la guerra y la necesidad de la Corona de llegar al final era la fuerza dominante que barría cualquier otra cosa. Eremoil podía intentar detener el incendio mediante su autoridad personal, pero no podía pedir la aprobación de la Corona.
Lord Stiamot extendió la cabeza hacia Eremoil.
—¿Qué ocurre, capitán? ¿Qué te preocupa? Ven. Siéntate a mi lado. Canta con nosotros, capitán. Alza tu voz en acción de gracias.
Iniciaron un himno, una tonada que Eremoil no conocía. Se limitó a tararear, improvisó una armonía. Después cantaron otra canción y otra más, y Eremoil conocía la última; cantó, pero de un modo apagado, sin tono. No podía faltar mucho para el alba. Silenciosamente retrocedió en la sombra y salió de la tienda. Sí, allí estaba el sol, proyectando la primera luz verdusca sobre la faz oriental del Monte Haimon, aunque todavía faltaba una hora o más para que sus rayos escalaran la pared de la montaña e iluminaran los condenados valles del suroeste. Eremoil ansiaba una semana de sueño. Buscó al ayudante.
—¿Quieres enviar un mensaje a mi subalterno en el Pico Zygnor? —le dijo.
—Naturalmente, capitán.
—Dile que se haga cargo de la siguiente fase del incendio y que prosiga el programa. Voy a quedarme aquí durante el día y regresaré por la tarde a mi cuartel general, después de haber descansado un poco.
—Sí, señor.
Eremoil se volvió y miró hacia el oeste, todavía envuelto por la noche excepto en los puntos iluminados por el terrible fulgor de la zona de fuego. Seguramente Aibil Kattikawn habría estado toda la noche atareado con bombas y mangas, mojando sus tierras. Sería inútil, por supuesto; un incendio de tal magnitud arrasaba todo a su paso, y proseguía hasta que no quedaba combustible. De modo que Kattikawn moriría y el tejado del edificio se derrumbaría, y era imposible evitarlo. La única forma de salvarlo era arriesgar las vidas de inocentes soldados, y quizá ni aun así. O podía salvarse si Eremoil prefería no tener en cuenta las órdenes de lord Stiamot, pero había poco tiempo. De forma que Kattikawn moriría. Al cabo de nueve años de campaña, pensó Eremoil, se perderá una vida por mi culpa, y se trata de un ciudadano nuestro. Así sea. Así sea.
Se quedó en el puesto de guardia, fatigado pero incapaz de moverse, otra hora más, hasta que vio las primeras explosiones de fuego en las colinas próximas a Bizfern, o tal vez Domgrave, y supo que el bombardeo incendiario matutino había comenzado. La guerra acabará pronto, pensó. Nuestros últimos enemigos huyen ahora hacia la seguridad de la costa, donde serán internados y transportados al otro lado del mar, y el mundo estará tranquilo de nuevo. Eremoil notó el calor del sol estival en su espalda, y el calor del incendio que se propagaba en sus mejillas. El mundo estará tranquilo de nuevo, pensó, y se dispuso a buscar un lugar para dormir.