Ese relato era muy distinto al primero. Hissune está menos sorprendido, menos conmocionado; es un relato triste y conmovedor, pero no sacude las profundidades de su alma como hizo el abrazo de la mujer y el gayrog. Sin embargo Hissune ha aprendido mucho sobre la naturaleza de la responsabilidad, los conflictos que surgen entre fuerzas opuestas sin que pueda decirse que una de ellas está equivocada, y el significado de la auténtica tranquilidad de espíritu. Además ha descubierto algo sobre el proceso de fabricar mitos, porque en toda la historia de Majipur no ha existido personaje más divino que lord Stiamot, el brillante rey-guerrero que quebró la fuerza de los siniestros aborígenes, los cambiaspectos. Ocho mil años de idolatría han transformado a Stiamot en un pavoroso ser de gran majestad y esplendor. Ese mítico lord Stiamot todavía perdura en la mente de Hissune, pero ha sido preciso ponerlo en un lado para dejar sitio al Stiamot que él ha visto a través de los ojos de Eremoil: un hombrecillo fatigado, pálido, arrugado, prematuramente envejecido, que se quemó el alma hasta dejarla convertida en un pellejo en una batalla de toda una vida. ¿Un héroe? Ciertamente, excepto quizá para los metamorfos. Pero… ¿un semidiós? No, un ser humano, muy humano, todo él fragilidad y fatiga. Es importante no olvidar nunca esto, piensa Hissune, y en ese momento comprende que estos minutos robados en el Registro de Almas están dándole verdadera educación, un titulo de doctor en la vida.
Transcurre mucho rato antes de que Hissune se sienta preparado para otro curso. Pero a su debido tiempo el polvo de los archivos fiscales empieza a filtrarse hasta las profundidades de su ser y el muchacho apetece diversión, una aventura. Así pues, vuelta al Registro. Otra leyenda precisa examen. Porque una vez ,hace mucho tiempo, un barco cargado de locos se dispuso a cruzar el Gran Océano… Una insensatez inconcebible, aunque gloriosamente insensata, e Hissune decide abordar ese barco y descubrir qué aconteció a su tripulación. Una breve investigación revela el nombre del capitán: Sinnabor Lavon, nativo del Monte del Castillo. Los dedos de Hissune tocan suavemente las teclas para indicar fecha, lugar y nombre, y el jovencito se recuesta, ansioso, listo para ir al mar.
En el quinto año del viaje Sinnabor Lavon vio las primeras briznas de hierba de dragón que se agitaban y retorcían en el mar a lo largo del casco del barco.
Sinnabor desconocía lo que veía, por supuesto, ya que ningún habitante de Majipur había visto hierba de dragón hasta entonces. Esa distante extensión del Gran Océano estaba inexplorada. Pero él sabía que habían llegado al quinto año del viaje; todas las mañanas Sinnabor Lavon anotaba la fecha y la posición del barco en el cuaderno de bitácora, de forma que los exploradores no perdieran la orientación psicológica en un océano monótono y sin límites. Por eso el capitán estaba seguro de que ese día correspondía al vigésimo año del pontificado de Dizimaule, siendo Corona lord Arioc, y que se habían cumplido cinco años desde que el Spurifon partiera del puerto de Til-omon en su viaje alrededor del mundo.
Al principio Sinnabor confundió la hierba de dragón con una masa de serpientes marinas. La hierba parecía moverse gracias a una fuerza interna, se retorcía, se agitaba, se contraía, se inmovilizaba. En la calmada y oscura agua, relucía con brillante riqueza de color; todas las briznas eran iridiscentes, mostraban fulgores de tonos esmeralda, índigo y bermellón. Había una mancha pequeña a babor y una franja algo más amplia que teñía el mar a estribor.
Lavon se asomó a la barandilla que daba a la cubierta inferior y vio un trío de peludos seres de cuatro brazos: tripulantes skandar que reparaban redes o fingían hacerlo. Los tres miraron al capitán agria, malhumoradamente. Igual que gran parte de la tripulación, aquellos skandars hacía mucho tiempo que estaban hartos de navegar.
—¡Eh, vosotros! —gritó Lavon—. ¡Echad la red! ¡Recoged algunos ejemplares de esas serpientes!
—¿Serpientes, capitán? ¿Qué serpientes?
—¡Allí! ¡Allí! ¿No las veis?
Los skandars observaron el mar y luego, con cierta solemnidad paternal, miraron a Sinnabor.
—¿Se refiere a esa hierba en el agua?
Lavon miró más atentamente. ¿Hierba? El barco ya había dejado atrás las primeras manchas, pero había más a proa, masas de mayor tamaño, y el capitán forzó la vista para intentar distinguir un solo animal entre el enmarañado conjunto arrastrado por la corriente. Se movían, igual que serpientes. Sin embargo Lavon no vio cabezas, ni ojos. Bien, seguramente era hierba. Hizo impacientes gestos y los skandars, sin prisa alguna, extendieron la cuchara, articulada y acoplada a un elevador, con que se recogían especímenes biológicos.
Cuando Lavon llegó a la cubierta inferior, un chorreante montoncillo de hierba se hallaba extendido a bordo, y seis personas estaban reunidas alrededor: el segundo oficial Vormetch, el oficial de derrota Galimoin, Joachil Noor y dos científicos, y Mikdal Hasz, el cronista. Había un fuerte olor a amoníaco en el ambiente. Los tres skandars retrocedieron, apretándose la nariz de modo ostentoso y murmurando, pero los demás señalaron, se rieron, pincharon la hierba, se mostraron más excitados y animados que en las últimas semanas.
Lavon se arrodilló junto a los otros. No había duda, aquello eran algas marinas de clase desconocida, filamentos planos y pulposos casi tan largos como un hombre, anchos como un brazo, gruesos como un dedo. Las algas se retorcían y se agitaban de modo convulsivo, igual que si tuvieran muelles, pero poco a poco los movimientos fueron haciéndose más lentos. Estaban secándose, y los brillantes colores fueron apagándose con rapidez.
—Coged más —dijo Joachil Noor a los skandars—. Y esta vez metedlas en un recipiente con agua del mar para mantenerlas vivas.
Los skandars no se movieron.
—Esa peste… esa peste asquerosa… —gruñó uno de los velludos seres.
Joachil Noor se acercó a ellos —la mujer, nervuda y bajita, parecía una niña al lado de las gigantescas criaturas—, y agitó bruscamente las manos. Los skandars, tras encogerse de hombros, prosiguieron la tarea con pesados movimientos.
—¿Qué opina de eso? —dijo Sinnabor a Joachil.
—Algas. Una especie desconocida, pero todo es desconocido a tanta distancia de tierra. Los cambios de color son interesantes. No sé si es a causa de fluctuaciones de la pigmentación o simple resultado de ilusiones ópticas, el reflejo de la luz en capas epidérmicas que oscilan.
—¿Y los movimientos? Las algas no poseen músculos.
—Muchas plantas pueden moverse. Oscilaciones secundarias de corriente eléctrica que causan variaciones en las columnas de fluido dentro de la estructura de la planta… ¿No ha oído hablar de las plantas sensibles del noroeste de Zimroel? Gritas delante de ellas y se contraen. El agua del mar es un conductor excelente. Estas algas deben captar toda clase de impulsos eléctricos. Las estudiaremos con cuidado. —Joachil Noor sonrió—. Estoy segura, llegan como un presente del Divino. Otra semana de mar desierto y me habría tirado por la borda.
Lavon asintió. También él había experimentado esa sensación: ese aburrimiento horrible y agotador, la pavorosa y sofocante sensación de haberse condenado uno mismo a un viaje interminable para llegar a ninguna parte. Incluso él, que había perdido siete años de su vida para organizar esta expedición, que estaba ansioso de emplear el resto de su vida para llevarla a término, incluso él, en el quinto año del viaje, estaba paralizado por la desgana, entumecido por la apatía…
—Esta noche —dijo— nos presentará un informe, ¿eh? Hallazgos preliminares. Excepcional nueva especie de alga.
Joachil Noor hizo una señal y los skandars cargaron en sus anchas espaldas el recipiente de algas y lo llevaron al laboratorio. Los tres biólogos fueron detrás de ellos.
—Van a tener gran cantidad de algas para estudiar —dijo Vormetch. El segundo oficial señaló con el dedo—. ¡Mire, allí! El mar está repleto de algas.
—Demasiado repleto, quizá —dijo Mikdal Hasz. Sinnabor miró al cronista, un hombrecillo de voz seca con ojos claros y un hombro más alto que el otro.
—¿Qué quiere decir?
—Los rotores podrían obstruirse, capitán. Si la capa de algas se hace más espesa. He leído relatos de Vieja Tierra, sobre océanos donde las algas eran impenetrables, donde los barcos se enredaban sin remedio. Los tripulantes se alimentaban con cangrejos y peces y finalmente morían de sed, y las embarcaciones seguían a la deriva durante siglos con esqueletos a bordo…
Galimoin, el oficial de derrota, lanzó un bufido.
—Fantasías. Fábulas.
—¿Y si eso nos pasa a nosotros? —pregunto Mikdal Hasz.
—¿Qué posibilidades hay? —dijo Vormetch.
Lavon se dio cuenta de que todos estaban mirándole. Observó el mar. Sí, las algas eran más espesas. Más allá de proa flotaban en confusos montones, y su rítmica agitación creaba la ilusión de que la lisa y atípica superficie del mar vibraba y se hinchaba. Pero había amplios canales entre los montones. ¿Sería posible que las algas rodearan a un barco tan bien dotado como el Spurifon? Había silencio en cubierta. Era casi cómico: la mortífera amenaza de las algas, los tensos oficiales divididos y prestos a discutir, el capitán obligado a tomar una decisión que podía significar vida o muerte…
La verdadera amenaza, pensó Lavon, no está en las algas sino en el aburrimiento. Durante meses el viaje había sido tan monótono que los días se habían convertido en vacíos que había que llenar con desesperadísimos entretenimientos. Todas las mañanas el abultado sol de color verde y bronce en los trópicos se alzaba en el cielo del lado de Zimroel, al mediodía ardía en lo alto en un cielo sin nubes, por la tarde caía el horizonte, increíblemente alejado, y al día siguiente se repetía el mismo ciclo. Hacía semanas que no llovía, no había variación alguna en el tiempo. El Gran Océano llenaba todo el universo. Los navegantes no avistaban tierra, ni siquiera el vestigio de una isla, ningún ave, ninguna criatura marina. En una existencia así, una desconocida especie de alga representaba una deliciosa novedad. Un violento desasosiego consumía los espíritus de los viajeros, dedicados y comprometidos exploradores que en tiempos habían compartido la visión de Lavon de una épica investigación y que ahora soportaban sombría y miserablemente el tormento de saber que habían desperdiciado sus vidas en un instante de romántica locura. Nadie esperaba que las cosas fueran así cuando partieron para realizar la primera travesía de la historia del Gran Océano, que ocupaba casi la mitad del gigantesco planeta. Imaginaron aventuras diarias, nuevas bestias de fantástica naturaleza, islas desconocidas, heroicas tempestades, un cielo rasgado por los rayos y pintarrajeado con nubes de cincuenta tonalidades extrañas. Pero no imaginaron esto, la machacona uniformidad, la invariable repetición de los días. Lavon ya había empezado a considerar el riesgo de un motín, porque tal vez pasaran otros siete, nueve u once años antes de tocar tierra en las costas del lejano Alhanroel, y dudaba que hubiera muchos viajeros que tuvieran ánimo para llegar hasta el final. Seguramente muchos ya estarían soñando en que el barco diera media vuelta para regresar a Zimroel. Y a veces era el mismo capitán el que tenía este sueño. Por lo tanto hay que buscar riesgos, pensó Lavon, y si es preciso los crearemos con fantasía. Por lo tanto afrontemos el peligro, real o imaginado, de las algas marinas. La posibilidad de peligro nos despertará de la mortífera letargia.
—Podemos hacer frente a las algas —dijo Lavon—. Adelante.
Al cabo de una hora comenzó a tener dudas. Desde su puesto del puente contempló precavidamente las cada vez más espesas algas. Ya estaban formando islotes, de cincuenta o cien metros de anchura, y los canales intermedios eran más estrechos. Toda la superficie del mar estaba en movimiento, se estremecía, temblaba. Bajo los socarradores rayos de un sol casi vertical las algas cobraban mayor riqueza de colorido, deslizándose de un tono a otro de modo maníaco, como azuzadas por el flujo de energía solar. Lavon vio criaturas que se movían entre las apretadas hebras: enormes seres similares a cangrejos, con muchas patas, esféricos, con caparazones verdes y llenos de bultos, y sinuosos animales serpentinos parecidos a calamares que recolectaban otras formas de vida tan pequeñas que el capitán no podía verlas.
—Quizás un cambio de rumbo… —dijo nerviosamente Vormetch.
—Quizá —dijo Lavon—. Mandaré arriba a un vigía para que nos informe sobre la distancia a que se extiende este revoltijo.
Cambiar el rumbo, aunque sólo fuera unos grados, carecía de atractivo para Lavon. Su rumbo estaba fijado, su mente estaba fijada, temía que cualquier desviación hiciera añicos su determinación, cada vez más frágil. Y sin embargo él no era monomaníaco, no seguía adelante sin considerar el riesgo. Pero comprendía que era muy fácil para la gente del Spurifon perder lo poco que quedaba de su dedicación a la inmensa empresa en que se había embarcado.
Estaban en una época dorada para Majipur, una época de heroicos personajes y grandes hazañas. Los exploradores iban a todas partes, a los desiertos yermos de Suvrael, a las junglas y pantanos de Zimroel y a las regiones vírgenes de Alhanroel, a los archipiélagos y grupos de islas que bordeaban los tres continentes. La población crecía con rapidez, los pueblos se convertían en ciudades y las ciudades en metrópolis increíblemente grandes, colonizadores no humanos llegaban en gran número de planetas vecinos en busca de la fortuna, todo era excitación, cambio, crecimiento. Y Sinnabor Lavon había elegido la hazaña más alocada de todas, cruzar en barco el Gran Océano. Nadie lo había intentado. Desde el espacio se veía que el gigantesco planeta tenía agua en la mitad de su superficie, que los continentes, inmensos como eran, estaban apiñados en un solo hemisferio mientras la otra cara del mundo era liso océano. Y aunque habían pasado miles de años desde el inicio de la colonización humana de Majipur, en tierra siempre había habido mucho trabajo que hacer, y el Gran Océano se abandonaba a las armadas de dragones marinos que lo cruzaban incansablemente de oeste a este en migraciones que duraban décadas.
Pero Lavon estaba enamorado de Majipur y ansiaba abrazarlo todo. Lo había atravesado desde Amblemorn, al pie del Monte del Castillo, hasta Til-omon, la otra costa del Gran Océano. Y después, impulsado por la necesidad de cerrar el círculo, había invertido todos sus recursos y energías en el equipamiento del pasmoso navío, tan autónomo y autosuficiente como una isla, a bordo del cual él y unos tripulantes tan locos como él pretendían pasar una década o más explorando el desconocido océano. Lavon sabía, y seguramente los demás también, que se había asignado una tarea quizás imposible. Pero si triunfaban, y llevaban su bajel hasta un puerto de la costa oriental de Alhanroel donde ninguna embarcación oceánica había tocado tierra, sus nombres serían inmortales.
—¡Eh! —gritó de pronto el vigía—. ¡Dragones! ¡Dragones!
—Semanas de aburrimiento —murmuró Vormecht— ¡y ahora todo al mismo tiempo!
Lavon vio que el vigía, una oscura silueta perfilada en el deslumbrante cielo, señalaba con un rígido dedo hacia el nor-noroeste. Se protegió los ojos con una mano y siguió la dirección del extendido brazo. ¡Sí! Grandes formas gibosas se deslizaban serenamente hacia el barco, con las aletas en alto y las alas plegadas o en algunos casos espléndidamente extendidas…
—¡Dragones! —gritó Galimoin.
—¡Dragones, mirad! —exclamaron otras diez voces al mismo tiempo.
El Spurifon había topado con dos manadas de dragones marinos en momentos anteriores del viaje: seis meses después de la partida, entre las islas que habían bautizado con el nombre de archipiélago Stiamot, y luego dos años más tarde, en la parte del océano que habían denominado sima de Arioc. En ambas ocasiones las manadas eran notables, cientos de inmensos dragones con numerosas hembras preñadas, y los animales no se acercaron al Spurifon. Pero esta vez parecía tratarse únicamente de ejemplares alejados de la manada, no más de quince o veinte animales, un puñado de gigantescos machos y otros adultos que apenas llegaban a diez metros de largo. Las inquietas algas eran insignificantes ante la presencia cada vez más próxima de los dragones. Todo el mundo estuvo en cubierta en un instante, casi brincando de excitación.
Lavon se agarró con fuerza a la borda. Había deseado riesgos como diversión. Bien, ahí estaban los riesgos. Un dragón adulto encolerizado podía destrozar un barco, aunque estuviera tan bien defendido como el Spurifon, con unos cuantos golpes potentes. Los dragones marinos raramente atacaban a los buques si éstos no los habían atacado antes, pero se sabía que ello había ocurrido. ¿Y si esas criaturas creían que el Spurifon era un buque dragonero? Todos los años una nueva manada de dragones recorría los mares entre Piliplok y la Isla del Sueño, donde estaba permitida su caza, y las flotas de dragoneros los diezmaban en ese momento. Los ejemplares de mayor tamaño que estaba contemplando Lavon en esos instantes, al menos, debían ser supervivientes de esa serie y… ¿quién sabía los resentimientos que albergaban? Los arponeros del Spurifon se prepararon tras una señal de Lavon.
Pero no hubo ataque. Los dragones parecían considerar el barco como una curiosidad, nada más. Habían llegado hasta ahí para alimentarse. Cuando llegaron a las primeras masas de algas abrieron sus inmensas bocas y engulleron grandes cantidades de plantas, que succionaron junto con otras criaturas parecidas a calamares y cangrejos. Durante varias horas pastaron ruidosamente entre las algas, y luego, como por común acuerdo, se zambulleron bajo la superficie y al cabo de unos minutos se perdieron a lo lejos.
Un gran círculo de mar despejado rodeaba al Spurifon.
—Deben haber comido toneladas de algas —murmuró Lavon—. ¡Toneladas!
—Y ahora el camino está despejado —dijo Galimoin. Vormetch sacudió la cabeza.
—No. ¿No lo ha visto, capitán? La hierba de dragón, más lejos. ¡Cada vez es más espesa!
Lavon observó la lejanía. Por todas partes había una fina línea oscura a lo largo del horizonte.
—Tierra firme —sugirió Galimoin—. Islas… atolones…
—¿Rodeándonos por completo? —dijo burlonamente Vormetch—. No, Galimoin. Nos hemos metido en medio de un continente de hierba de dragón. La brecha que nos han abierto los dragones al comer es un engaño. ¡Estamos atrapados!
—Sólo son algas —dijo Galimoin—. Si es preciso, las atravesaremos.
Lavon observó el horizonte, nervioso. Estaba empezando a compartir el desasosiego de Vormetch. Pocas horas antes la hierba de dragón formaba franjas aisladas, luego dispersos montones. Pero ahora, aunque de momento el barco estuviera en aguas despejadas, parecía como si un continuo anillo de algas estuviera a punto de rodear al barco por todas partes.
¿Sería posible que las algas cobraran espesor suficiente para impedir el paso del Spurifon?
El crepúsculo estaba acentuándose. El caluroso y opresivo cielo se volvió rosa, después gris. La oscuridad cayó sobre los viajeros procedente del horizonte oriental.
—Por la mañana destacaremos botes y veremos lo que haya que ver —anunció Lavon.
Esa noche, después de la cena, Joachil Noor informó sobre la hierba de dragón: un alga gigante, explicó, de complicada bioquímica, merecedora de atenta investigación. La científica se extendió sobre el complejo sistema de nudos de color y la notable contractibilidad de las algas. Todos los presentes, incluso algunos perdidos en las nieblas de una desesperada depresión desde hacía semanas, se apiñaron alrededor del recipiente para examinar los especímenes, para tocarlos, para especular y comentar. Sinnabor Lavon se regocijó al ver tanta animación a bordo del Spurifon después de tantas semanas de murria.
El capitán soñó esa noche que danzaba sobre el agua, ejecutando un vigoroso solo en cierto vivaz ballet. La hierba de dragón tenía un tacto firme y elástico bajo sus danzarines pies. Una hora antes del alba le despertaron los apremiantes golpes en la puerta del camarote. Entró un skandar… Skeen, que hacía la tercera guardia.
—Venga enseguida… la hierba de dragón, capitán… El alcance del desastre era obvio incluso con los tenues fulgores perlinos del nuevo día. El Spurifon había estado en marcha toda la noche, igual que la hierba de dragón, y el barco se hallaba en el centro de una apretada red de algas que aparentemente se extendía hasta los confines del universo. El panorama que divisó cuando las primeras fajas verdes matinales tiñeron el cielo fue similar al de un sueño: una alfombra uniforme formada por millones de millones de intrincadas hebras. La superficie vibraba, se retorcía, se agitaba, temblaba, y el colorido variaba por todas partes según un inquieto espectro de tonalidades muy agresivas. Acá y allá, podía verse a los habitantes de una telaraña infinitamente enmarañada mientras efectuaban una gran diversidad de movimientos: se escabullían, se arrastraban, culebreaban, reptaban, subían y bajaban, correteaban… De la masa de algas espesamente entrelazadas surgía un olor tan penetrante que parecía atravesar las ventanas de la nariz y llegar a la nuca. No había ni un metro cuadrado de océano despejado. El Spurifon estaba encalmado, atascado, tan inmóvil como si durante la noche hubiera navegado mil kilómetros por el corazón del desierto de Suvrael.
Lavon miró a Vormetch —el segundo oficial, tan quejicoso e irritable ayer, tenía un sereno aspecto vindicativo— y a Galimoin, el oficial de derrota, cuya exuberante confianza había sido reemplazada por un estado mental tenso y volátil, detalle claro si se reparaba en su mirada, fija y rígida, y en la sombría cerrazón de sus labios.
—He desconectado los motores —dijo Vormetch—. Estamos succionando algas en grandes cantidades. Los rotores quedaron totalmente obstruidos casi en un instante.
—¿Es posible limpiarlos? —preguntó Lavon.
—Estamos limpiándolos —dijo Vormetch—. Pero en cuanto volvamos a ponerlos en marcha, entrarán algas por todas partes.
Con el ceño fruncido, Lavon miró a Galimoin.
—¿Ha conseguido medir la superficie de algas?
—Es imposible ver más allá de las algas, capitán.
—¿Ha sondeado la profundidad?
—Es igual que un prado. Las sondas no pueden atravesar las algas.
Lavon respiró lentamente.
—Que salgan varios botes a investigar, ahora mismo. Hay que inspeccionar lo que nos impide el paso. Vormetch, ordene a dos buceadores que averigüen la profundidad de las algas, y si hay alguna forma de proteger las tomas. Y diga a Joachil que venga aquí.
La menuda bióloga se presentó enseguida, con aspecto cansado aunque perversamente alegre.
—No he dormido en toda la noche para estudiar las algas —dijo antes de que Lavon pudiera hablar—. Se trata de fijadores de metales, con gran concentración de renio y vanadio en su…
—¿Ha notado que estamos parados? Joachil se mostró indiferente.
—Eso veo.
—Estamos reviviendo una antigua fábula donde los barcos eran atrapados por algas impenetrables y acababan siendo absorbidos. Tal vez nos quedemos aquí mucho rato.
—Eso nos dará oportunidad de estudiar esta excepcional zona ecológica, capitán.
—Tal vez el resto de nuestras vidas.
—¿Eso piensa? —preguntó Joachil Noor, sorprendida por fin.
—No tengo la menor idea. Pero deseo que varíe el tema de sus estudios, de momento. Averigüe qué cosa mata a estas algas, aparte de la exposición al aire. Tal vez tengamos que librar una guerra biológica contra ellas si pensamos salir de aquí alguna vez. Quiero saber qué productos químicos, qué método, qué plan puede mantenerlas alejadas de los rotores.
—Capture un par de dragones marinos —dijo al instante Joachil—, encadénelos a proa, uno a cada lado, y que nos abran paso a bocados.
Sinnabor Lavon no sonrió.
—Piénselo con más seriedad —dijo— e infórmeme después.
Vio que arriaban dos botes, ambos con una tripulación de cuatro hombres. Lavon confiaba en que los motores fuera borda lograran librarse de la hierba de dragón, pero no existía la menor posibilidad: las hélices se enredaron casi al instante, y los tripulantes tuvieron que desarmar los remos y seguir un curso lento y agotador a través de las algas. De vez en cuando tuvieron que hacer un alto para apartar con palos a los intrépidos crustáceos gigantes que erraban por la superficie del atascado océano. Al cabo de un cuarto de hora los botes se hallaban a poco más de cien metros del barco. Mientras tanto, una pareja de buceadores provistos de equipo autónomo, un yort y un hombre, se zambulleron, abrieron brechas en la hierba de dragón que rodeaba el barco y se esfumaron en las viscosas profundidades. Al ver que no regresaban al cabo de media hora, Lavon habló con el segundo, oficial.
—Vormetch, ¿Cuánto tiempo puede estar sumergido un hombre con ese equipo?
—El tiempo que ha pasado, capitán. Quizás un poco más para un yort, pero no mucho más.
—Eso pensaba.
—No podemos mandar más buceadores en su busca, ¿verdad?
—No —dijo Lavon, desolado—. ¿Cree que el sumergible podrá atravesar las algas?
—Seguramente no.
—Yo también lo dudo. Pero tendremos que intentarlo. Pida voluntarios.
El Spurifon transportaba una pequeña embarcación submarina que utilizaba para investigaciones científicas. Hacía meses que no se usaba, y cuando estuvo lista para el descenso había pasado más de una hora. La suerte de los buceadores era indudable. Y Lavon notó que la certeza de estas muertes se asentaba en su espíritu como una piel de frío metal. Jamás había conocido a una persona que muriera a causa de algo distinto a extrema vejez, y la extrañeza de una muerte por accidente le resultó difícil de asimilar, casi tan difícil como el conocimiento de que él era responsable de lo sucedido.
Tres voluntarios se introdujeron en el sumergible, y un montacargas dejó la embarcación sobre el agua. Estuvo en reposo unos instantes en la superficie. Después los ocupantes hicieron salir los garfios retráctiles de que estaba provisto el aparato y el sumergible empezó a abrirse paso hacia las profundidades igual que un grueso y lustroso cangrejo. Fue una tarea muy lenta, porque la hierba de dragón se aferraba al metal y volvía a tejer la red partida casi con la misma rapidez con que los garfios la rompían. Pero poco a poco la pequeña embarcación fue perdiéndose de vista.
Galimoin estaba gritando por un megáfono desde otra cubierta. Lavon volvió la cabeza y vio que los dos botes pugnaban por atravesar las algas quizás a ochocientos metros de distancia. Ya era media mañana, y con el resplandor resultaba difícil asegurar la dirección seguida por los botes, aunque parecían estar regresando.
Solitario y silencioso, Lavon aguardó en el puente. Nadie se atrevió a dirigirle la palabra. El capitán contempló la flotante alfombra de hierba de dragón, abultada en algunos puntos a causa de las extrañas y terribles formas de vida que la poblaban, y pensó en los dos tripulantes ahogados y en los que ocupaban el sumergible y los botes, y en los que aún estaban a salvo a bordo del Spurifon, todos atrapados en la red de aquel extravagante apuro. Cuán fácil habría sido evitar esto, pensó Lavon; y cuán fácil es tener estas ideas. Y cuán fútil. Permaneció en su puesto, inmóvil, hasta bastante después del mediodía, en silencio, soportando la calina, el calor y la hediondez. Después fue a su camarote. Posteriormente Vormetch fue a verle para informarle de que los tripulantes del sumergible habían encontrado a los buceadores flotando cerca de los paralizados rotores, envueltos en espesos arrollamientos de hierba de dragón, como si las algas los hubieran atacado y cubierto de modo deliberado. Lavon se mostró escéptico en cuanto al último detalle; los buceadores debían haberse enredado en las algas, insistió, aunque sin convicción. El mismo sumergible había pasado momentos difíciles y casi había quemado los motores en el esfuerzo de bajar a quince metros de profundidad. Las algas, explicó Vormetch, formaban una capa prácticamente sólida hasta cuatro metros por debajo de la superficie.
—¿Y qué hay de los botes? —preguntó Lavon.
El segundo oficial le explicó que habían regresado, aunque con los tripulantes exhaustos por la tarea de remar entre la maraña de algas. En una mañana entera sólo habían podido alejarse dos kilómetros del barco, y no habían distinguido el límite de la hierba de dragón, ni siquiera una brecha en la uniforme trama. Un ocupante de un bote fue atacado por un animal parecido a un cangrejo en el trayecto de vuelta, pero se salvó sufriendo únicamente cortes de poca importancia.
Durante la jornada no hubo cambios en la situación. Ningún cambio parecía posible. La hierba de dragón había atrapado al Spurifon y no había motivo para que soltara al barco, a menos que los viajeros la obligaran a hacerlo, cosa que Lavon no sabía cómo lograr.
Ordenó al cronista, Mikdal Hasz, que se mezclara entre los tripulantes y estudiara su estado de ánimo.
—Domina la calma —informó Hasz—. Algunos están preocupados. La mayoría consideran el apuro como un extraño alivio: un reto, una desviación de la monotonía de meses recientes.
—¿Y usted?
—Tengo mis temores, capitán. Pero deseo creer que encontraremos una salida. Y respondo a la belleza de este misterioso paisaje con inesperado placer.
¿Belleza? Lavon no había pensado ver belleza en el panorama. Contempló sombríamente los kilómetros de hierba de dragón, de color rojo y bronce bajo el sangriento cielo vespertino. Una niebla rojiza se alzaba del agua, y en ese denso vapor las criaturas de las algas se movían en grandes cantidades, razón que explicaba el constante temblor de las enormes estructuras de algas. ¿Belleza? Cierto tipo de belleza, sí, advirtió Lavon. Tenía la impresión de que el Spurifon estuviese varado en el centro de un inmenso cuadro, un vasto pergamino de blandas y fluidas formas que representaba un mundo onírico y desorientador sin rasgos notables, en cuya líquida superficie tenía lugar un interminable cambio de forma y color. Si él se reprimía de considerar la hierba de dragón como el enemigo, el destructor de todo lo que se había esforzado en lograr, podía admirar hasta cierto punto los variables destellos y formas que le rodeaban.
Pasó en vela casi toda la noche en vana búsqueda de una táctica practicable contra el vegetal adversario.
La mañana aportó nuevos colores a las algas, verdes claros y abigarrados amarillos bajo un desalentador cielo cargado de finas nubes. Cinco o seis colosales dragones marinos se veían a gran distancia mientras comían algas y se abrían una senda a través del agua. ¡Qué satisfactorio sería, pensó Lavon, si el Spurifon pudiera hacer lo mismo!
Se reunió con los oficiales. También ellos habían advertido el estado de ánimo en general de tranquilidad, incluso de fascinación de la noche anterior. Pero esa mañana habían detectado el surgimiento de tensiones.
—Ya estaban frustrados y nostálgicos —dijo Vormetch— y ahora temen que aquí haya un nuevo retraso de días o incluso semanas.
—O meses o años o para siempre —espetó Galimoin—. ¿Qué te hace pensar que vamos a salir de aquí?
La voz del oficial de derrota estaba quebrada por la tensión y las venas resaltaban en su grueso cuello. Lavon había percibido cierta inestabilidad oculta en Galimoin, pero ni aún así estaba preparado para la rapidez con que aquél se había venido abajo tras la arremetida de la hierba del dragón.
—Tú mismo lo dijiste anteayer —dijo el segundo oficial en tono de asombro—. «Sólo son algas. Las atravesaremos.» ¿Lo recuerdas?
—Entonces no sabía a qué nos enfrentábamos —refunfuñó Galimoin.
Lavon miró a Joachil Noor.
—¿Qué opina respecto a la posibilidad de que estas plantas sean migratorias, que toda la formación se disperse y nos deje continuar tarde o temprano?
La bióloga meneó la cabeza.
—Podría ser. Pero no veo motivo para contar con ello. Lo más probable es que se trate de un ecosistema quasi permanente. Las corrientes podrían transportarlo a otras zonas del Gran Océano, pero en ese caso nos arrastrarían igual que a las algas.
—¿Lo ven? —dijo tristemente Galimoin—. ¡No hay esperanza!
—Sí, todavía —dijo Lavon—. Vormetch, ¿qué le parece si usamos el sumergible para instalar protecciones en las tomas?
—Es posible. Es posible.
—Inténtelo. Que los técnicos ideen algún tipo de protección ahora mismo. Joachil, ¿qué opina de un contraataque químico contra las algas?
—Estamos haciendo pruebas —dijo ella—. No puedo prometer nada.
Nadie podía prometer nada. Sólo meditar, trabajar, aguardar y tener esperanza.
Idear protecciones para las tomas costó un par de días; construirlas, otros cinco. Mientras tanto Joachil Noor experimentó métodos de matar la hierba que rodeaba el barco, sin resultados aparentes.
Durante esos días no sólo el Spurifon sino el mismo tiempo parecieron inmovilizados. Diariamente Lavon determinaba la posición y la anotaba en el cuaderno de bitácora; en realidad el barco navegaba varias millas diarias, siguiendo un rumbo constante sur-suroeste. Pero no iba a ninguna parte en relación con toda la masa de algas: para tener un punto de referencia marcaban con tintes la hierba de dragón que rodeaba al barco, y no había movimiento alguno en las grandes manchas amarillas y escarlatas. Y los días iban pasando. En este océano podían flotar para siempre arrastrados por las corrientes marinas y no divisar tierra jamás.
Lavon estaba irritado. Tenía dificultades para mantener su acostumbrada postura erguida, su espalda había empezado a encorvarse y su cabeza era igual que un peso muerto. Creía tener más años, se sentía viejo. La sensación de culpabilidad le carcomía. En él recaía la responsabilidad de no haberse apartado de la zona de hierba de dragón en el momento en que el peligro fue claro. Tan sólo unas horas habrían sido importantes, se dijo, pero se había dejado llevar por el espectáculo de los dragones marinos y por su estúpida teoría de que un poco de peligro añadiría sabor a un viaje mortalmente insípido. Estaba arremetiendo contra sí mismo por tal motivo, y de ahí a culparse por haber embarcado a los tripulantes en un viaje absurdo y fútil no había mucha distancia. Un viaje de diez o quince años, de ninguna parte a ninguna parte… ¿Por qué? ¿Por qué? Sin embargo Lavon se esforzó en mantener la moral de los demás. La ración de vino —limitada, porque las bodegas del barco debían durar hasta el término del viaje— se dobló. Por la noche hubo diversión. Lavon ordenó a todos los grupos de investigación que pusieran al día los estudios oceanográficos, pensando que no era momento para que hubiera gente ociosa. Informes que debían haberse redactado meses o incluso años antes, pero que habían sido pospuestos en el largo y lento desarrollo del crucero, tuvieron que terminarse inmediatamente. Trabajar era la mejor medicina para combatir el aburrimiento, la frustración y —un nuevo factor en crecimiento— el miedo. En cuanto las primeras protecciones estuvieron preparadas, un grupo de voluntarios ocupó el sumergible para intentar soldarlas al casco a la altura de las tomas. La tarea, ya de por sí difícil, se complicó más por la necesidad de efectuarla enteramente mediante los garfios extensibles del sumergible. Tras la pérdida de los dos buceadores Lavon no quería correr el riesgo de que alguien se echara al agua si no era en el sumergible. Bajo la dirección de un experto mecánico llamado Duroin Klays, el trabajo prosiguió día tras día, pero era una tarea poco agradecida. La densa masa de hierbas dragón, que atacaba el casco en cuanto el mar se agitaba un poco, soltó varias veces los frágiles montajes, y los soldadores apenas avanzaban.
El sexto día de trabajo Duroin Klays fue a ver a Lavon con un fajo de lustrosas fotografías. En ellas se veían manchas de color anaranjado sobre un fondo grisáceo.
—¿Qué es esto? —preguntó el capitán.
—Corrosión del casco, señor. Lo noté ayer, y esta mañana he hecho varias fotografías submarinas.
—¿Corrosión del casco? —Lavon sonrió de modo forzado—. Es difícil de creer. El casco es muy resistente. Lo que está enseñándome deben ser percebes, o alguna clase de esponjas…
—No, señor. Es posible que no se vea muy claro en las fotos —dijo Duroin Klays—. Pero se comprueba sin dificultad desde el sumergible. Parecen pequeñas cicatrices hundidas en el metal. Estoy completamente seguro, señor.
Lavon despidió al mecánico e hizo venir a Joachil Noor. La bióloga estudió largo rato las fotografías.
—Es totalmente probable —dijo por fin.
—¿Que la hierba de dragón esté corroyendo el casco?
—Sospechamos la posibilidad desde hace varios días. Uno de los primeros hallazgos fue la importante disminución del pH de esta parte del océano comparado con las zonas despejadas. Estamos reposando en una solución ácida, capitán, y no me cabe duda alguna de que las algas están secretando ácidos. Sabemos que se trata de fijadores de metal cuyos tejidos están repletos de elementos pesados. Normalmente extraen los metales del agua del mar, por supuesto. Pero deben considerar al Spurifon como una gigantesca mesa de banquete. En cuanto al motivo de que la hierba de dragón se hiciera repentinamente tan densa en las proximidades del barco, no me sorprendería averiguar que las algas de varios kilómetros a la redonda se congregaran aquí para participar en el festín.
—Si eso es cierto, sería una locura esperar que la gelatina de algas se disperse espontáneamente.
—Muy cierto. Lavon pestañeó.
—Y si permanecemos bloqueados mucho tiempo, la hierba de dragón nos dejará como un colador, ¿no? La bióloga se echó a reír.
—Para eso harían falta cientos de años. Morir de hambre es un problema más inmediato.
—¿Por qué?
—¿Cuánto tiempo duraríamos comiendo únicamente lo que ahora está almacenado a bordo?
—Algunos meses, supongo. Ya sabe que dependemos de lo que encontramos a lo largo del viaje. ¿Pretende decir que…?
—Sí, capitán. Probablemente todo lo que hay en el ecosistema que nos rodea en estos momentos es venenoso para nosotros. Las algas absorben metales oceánicos. Los crustáceos y peces pequeños comen algas. Las criaturas de mayor tamaño comen a las de menor tamaño. La concentración de sales metálicas aumenta cada vez más a lo largo de la cadena. Y nosotros…
—No medraremos con una dieta de renio y vanadio.
—Y molibdeno y rodio. No, capitán. ¿Ha visto los últimos informes médicos? Una epidemia de náusea, fiebre, algunos problemas circulatorios… ¿Cómo se siente usted, capitán? Y esto es sólo el principio. Nadie ha sufrido una «infección» grave… todavía. Pero dentro de una semana, dos o tres semanas …
—¡Que la Dama nos proteja! —musitó Lavon.
—Las bendiciones de la Dama no llegan a un lugar tan occidental —dijo Joachil. Sonrió fríamente—. Mi recomendación es dejar de comer pescado inmediatamente y recurrir a las reservas hasta que salgamos de esta parte del océano. Y concluir lo antes posible la tarea de proteger los rotores.
—De acuerdo —dijo Lavon.
En cuanto se fue la bióloga, Lavon se dirigió al puente y contempló sombríamente el mar, congestionado y tembloroso. Hoy los colores eran más ricos que nunca. Oscuros ocres, sepias, bermejos, índigos… La hierba de dragón estaba medrando. Lavon imaginó las pulposas briznas que golpeaban el casco, quemando el reluciente metal con secreciones ácidas, corroyéndolo molécula a molécula, convirtiendo el barco en caldo de iones que devoraban con avidez. Se estremeció. Ya no podía ver belleza en los complejos tejidos de algas. Esa densa y entrelazadísima masa que se prolongaba hasta el horizonte sólo significaba para él hedor y podredumbre, peligro y muerte, los burbujeantes gases de la corrupción. Hora tras hora los costados del gran barco iban haciéndose más delgados, y el Spurifon continuaba quieto, inmovilizado, impotente, en medio del enemigo que lo consumía.
Lavon intentó evitar que los nuevos peligros fueran conocidos en general. Era imposible, por supuesto: no podía haber secretos duraderos en un universo tan cerrado como el Spurifon. La insistencia en guardar el secreto del capitán sirvió como mínimo para minimizar la discusión abierta de los problemas que con tanta rapidez podía conducir al pánico. Todos lo sabían, pero todos fingían que sólo el capitán conocía la deplorable situación.
No obstante, la tensión fue aumentando. Los modales eran bruscos, las conversaciones tensas; las manos temblaban, se tartamudeaban las palabras, caían cosas al suelo…Lavon se separaba de los demás tanto tiempo como le permitían sus obligaciones. Suplicaba liberación y buscaba una guía en los sueños, pero Joachil tenía razón: los viajeros estaban fuera del alcance de la amorosa Dama de la Isla cuyo consejo aportaba solaz a los que sufrían y sapiencia a los que tenían problemas. El único destello de esperanza provino de los biólogos. Joachil Noor sugirió la posibilidad de alterar el sistema eléctrico de la hierba de dragón haciendo pasar corriente por el agua. A Lavon le pareció un método dudoso, pero autorizó a Joachil a que encargara la tarea a varios técnicos del barco.
Y por fin estuvo colocada la última protección de las tomas. Fue casi al final de la tercera semana de cautiverio.
—Motores en marcha —ordenó Lavon.
El buque latió con renovada vida cuando los rotores empezaron a funcionar. En el puente, los oficiales permanecieron paralizados: Lavon, Vormetch, Galimoin, todos silenciosos, inmóviles, casi sin respirar. Se formaron pequeñas olas a proa. ¡El Spurifon estaba empezando a moverse! Poco a poco, obstinadamente, el barco se abrió paso entre las apretadas masas de serpenteante hierba de dragón… y se estremeció, se movió a sacudidas, pugnó… y cesó el ruido de los rotores…
—¡Las protecciones no resisten! —gritó angustiado Galimoin.
—Averigüe qué está pasando —dijo Lavon a Vormetch. Miró a Galimoin, inmóvil como si tuviera los pies clavados, tembloroso, sudoroso, con los músculos de labios y mejillas agitándose frenéticamente. Lavon le dijo en tono cordial—: Seguramente será un contratiempo sin importancia. Venga, tomaremos un vaso de vino, y dentro de un momento estaremos avanzando otra vez.
—¡No! —chilló —. Noté que las protecciones se soltaban. La hierba de dragón está comiéndoselas.
—Las protecciones resistirán —dijo Lavon, en tono más apremiante—. Mañana a estas horas estaremos lejos de aquí, y usted pondrá rumbo a Alhanroel…
—¡Estamos perdidos! —gritó Galimoin, y se marchó bruscamente, agitando los brazos mientras bajaba las escaleras y se perdía de vista.
Lavon vaciló. Volvió Vormetch, muy serio: las protecciones se habían soltado, los rotores estaban atascados, el barco estaba parado de nuevo. Lavon no sabía qué hacer. Se sentía contagiado de la desesperación de Galimoin. El sueño de su vida era un fracaso, una catástrofe absurda, una burda farsa.
Llegó Joachil.
—Capitán, ¿sabe que Galimoin se ha vuelto loco? Está en la cubierta de observación, gesticulando, chillando, bailando, incitando a un motín.
—Iré a verle —dijo Lavon.
—Noté que los motores se ponían en marcha. Pero luego… Lavon asintió.
—Otra vez atascados. Las protecciones se soltaron.
Mientras se dirigía al pasillo el capitán oyó que Joachil decía algo sobre el proyecto eléctrico, que ella estaba lista para la primera prueba completa, y Lavon replicó que lo hiciera enseguida, y que le informara en cuanto hubiera resultados alentadores. Pero las palabras de la mujer no tardaron en desaparecer de sus pensamientos. El problema de Galimoin le ocupaba por entero.
El oficial de derrota se había situado en la plataforma elevada de estribor, donde en otros días hacía observaciones y cálculos de latitudes y longitudes. Estaba brincando como una bestia enloquecida, iba de un lado a otro gesticulando y gritando de modo incoherente, cantando estridentes baladas, denunciando a Lavon como el loco que deliberadamente los había conducido a esa trampa. Diez miembros de la tripulación se habían reunido abajo, atentos al oficial de derrota; unos se mofaban, otros chillaban su acuerdo. Y estaban llegando más tripulantes: era el deporte del momento, la diversión del día. Para su horror, Lavon vio que Mikdal Hasz se acercaba a la plataforma desde el lado opuesto. El cronista habló en voz baja, hizo gestos al oficial de derrota, le urgió serenamente a que bajara. Y Galimoin interrumpió varias veces su arenga para mirar a Hasz y gruñir una amenaza. Pero el cronista siguió avanzando. Se hallaba a un par de metros de Galimoin, sin dejar de hablarle, sonriente, enseñando las manos como si quisiera indicar que no llevaba armas.
—¡Vete! —rugió Galimoin—. ¡No te acerques! Lavon, también acercándose poco a poco a la plataforma, indicó por señas a Hasz que se mantuviera fuera del alcance del enloquecido oficial. Demasiado tarde: en un súbito momento de locura el furioso Galimoin se lanzó hacia Hasz, levantó al hombrecillo como si fuera un muñeco y lo lanzó al mar. Un grito de asombro brotó de los presentes. Lavon corrió hasta la barandilla a tiempo de ver al cronista que, agitando los brazos, caía en la superficie del mar. Al instante hubo convulsiva actividad en la hierba de dragón. Igual que enloquecidas anguilas, las pulposas plantas pulularon, se retorcieron, culebrearon. El mar pareció hervir por un instante. Y después Hasz desapareció. Un terrible mareo sobrecogió a Lavon. Pensó que el corazón llenaba todo su pecho y aplastaba sus pulmones, y que su cerebro daba vueltas dentro del cráneo. Nunca antes había presenciado violencia. En toda su vida jamás había tenido noticia de que un hombre matara deliberadamente a otro. Que ello hubiera ocurrido en su barco, siendo oficiales del mismo tanto la víctima como el capitán, en plena crisis, era intolerable, una herida mortal. Avanzó como un sonámbulo, puso las manos en los potentes y musculosos brazos de Galimoin y, con una fuerza que hasta entonces no había tenido, lanzó al oficial de derrota por encima de la barandilla, sin dificultad, sin pensarlo. Oyó un sofocado aullido, un chapoteo. Se asomó, consternado, asombrado, y vio que el mar bullía por segunda vez mientras la hierba de dragón envolvía el cuerpo de Galimoin pese a los frenéticos movimientos de éste.
Poco a poco, aturdido, Lavon bajó de la plataforma. Se sentía confuso y avergonzado. Algo parecía estar roto en su interior. Un círculo de difusas figuras le rodeaba. Gradualmente distinguió ojos, bocas, rasgos de caras conocidas. Quiso decir algo, pero no brotaron palabras, sólo sonidos. Se desplomó, le cogieron y llevaron a la cubierta. El brazo de alguien le rodeó los hombros; alguien le dio vino.
—Mirad sus ojos —oyó que decía una voz—. ¡Está conmocionado!
Lavon se puso a temblar. Sin saber cómo, porque no notó que lo levantaran, se encontró en su camarote, con Vormetch inclinado al lado y otras personas detrás del segundo oficial.
—El barco se mueve, capitán —dijo Vormetch.
—¿Qué? ¿Qué? Hasz ha muerto. Galimoin mató a Hasz y yo maté a Galimoin.
—Era la única alternativa. Ese hombre estaba loco.
—Yo lo maté, Vormetch.
—No podíamos tener encerrado a un loco durante los próximos diez años. Era un peligro para todos. Había perdido el derecho a vivir. Usted estaba al mando. Actuó correctamente.
—Nosotros no matamos —dijo Lavon—. Nuestros bárbaros antepasados lo hacían, en Vieja Tierra hace mucho tiempo, pero nosotros no matamos. Yo no mato. Fuimos bestias una vez, pero eso fue en otra época, en un planeta distinto. Yo maté a Galimoin, Vormetch.
—Usted es el capitán. Tenía derecho a hacerlo. Él era una amenaza para el éxito del viaje.
—¿Éxito? ¿Éxito?
—El barco se mueve otra vez, capitán.
Lavon forzó la vista, pero apenas podía ver.
—¿Qué está diciendo?
—Venga, véalo usted mismo.
Cuatro enormes brazos le rodearon y Lavon olió el almizcleño hedor del pelaje skandar. El gigante lo levantó y lo llevó a la cubierta, y lo dejó con sumo cuidado. Lavon se tambaleó, pero Vormetch estaba junto a él, y también Joachil Noor. El segundo oficial señaló el mar con un dedo. Una zona despejada en torno al Spurifon, de un lado a otro del casco.
—Sumergimos cables en el agua —dijo Joachil— y dimos a la hierba de dragón una buena sacudida eléctrica. Con ello cortocircuitamos los sistemas contráctiles. Las algas más próximas al barco murieron al instante y las demás retrocedieron. Hay un canal abierto delante del buque, hasta donde llega la vista.
—El viaje está salvado —dijo Vormetch—. ¡Ahora podemos seguir adelante, capitán!
—No —dijo Lavon. Notaba que la niebla y la confusión iban abandonando su mente—. ¿Quién es ahora el oficial de derrota? Que cambie el rumbo ciento ochenta grados, hacia Zimroel.
—Pero…
—¡Ciento ochenta grados! ¡A Zimroel!
Todos le miraban boquiabiertos, asombrados, atónitos.
—Capitán, aún no es usted mismo. Dar esa orden, cuando todo va bien otra vez… Necesita descanso, y dentro de pocas horas…
—El viaje ha terminado, Vormetch. Regresamos.
—¡No!
—¿No? ¿Debo entender que esto es un motín? —Los ojos de los demás eran inexpresivos, igual que sus rostros—. ¿Realmente quieren continuar? ¿A bordo de un barco condenado con un asesino como capitán? Todos estaban hartos del viaje antes de que sucediera esto. ¿Creen que yo no lo sabía? Añoraban el hogar. No se atrevían a decirlo, eso es todo. Bien, ahora siento lo mismo que ustedes.
—Llevamos cinco años en el mar —dijo Vormetch—. Tal vez estemos a medio camino. Tal vez nos cueste el mismo tiempo llegar a la otra costa que regresar.
—O tal vez nos cueste una eternidad —dijo Lavon—. No importa. No tengo ánimos para continuar.
—Mañana quizá piense otra cosa, capitán.
—Mañana todavía tendré sangre en las manos, Vormetch. Yo no estaba predestinado a llevar este barco al otro lado del Gran Océano. Compramos nuestra libertad a cambio de cuatro vidas, pero el viaje quedó interrumpido por ello.
—Capitán…
—Cambie el rumbo a ciento ochenta grados —dijo Lavon.
Cuando fueron a verle al día siguiente, suplicando que les permitiera continuar el viaje, argumentando que fama eterna e inmortalidad les aguardaban en las costas de Alhanroel, Lavon recurrió a toda la calma y serenidad de que era capaz para negarse a discutir el asunto con ellos. Continuar ahora, volvió a decirles, era imposible. De modo que todos intercambiaron miradas —tanto los que habían odiado el viaje y ansiado librarse de él como los que en el momento de victoria sobre la hierba de dragón habían cambiado de opinión— y cambiaron de opinión por segunda vez, porque sin la fuerza motriz de la voluntad de Lavon era imposible proseguir.
Pusieron rumbo al este y no hablaron más de atravesar el Gran Océano. Un año después fueron asaltados por varias tempestades y sufrieron grandes daños, y otros doce meses más tarde tuvieron un fatal encuentro con dragones marinos que ocasionaron importantes destrozos en la popa del barco.
Pero pudieron continuar a pesar de todo. Y de los ciento sesenta y tres viajeros que salieron de Til-omon hacía mucho tiempo, más de un centenar seguían vivos, el capitán Lavon entre ellos, cuando el Spurifon llegó renqueante a su puerto de origen en el curso del undécimo año de viaje.