Hacia el fin del séptimo año de la restauración de lord Valentine, llegan noticias al Laberinto de que la Corona efectuará una pronta visita… y esas noticias hacen que el pulso de Hissune se dispare y que su corazón se desboque. ¿Va a ver a la Corona? ¿Se acordará de él lord Valentine? Una vez la Corona se tomó la molestia de llamarle al mismísimo Monte del Castillo para la segunda ceremonia de coronación; seguramente la Corona debe recordarle, seguramente lord Valentine tendrá algún recuerdo del niño que…
Probablemente no, decide Hissune. Su excitación se apaga, su fría personalidad racional recupera el dominio. Si ve a lord Valentine durante la visita de éste, será extraordinario. Y si lord Valentine le recuerda, será un milagro. Seguramente la Corona entrará y saldrá del Laberinto sin ver a nadie aparte de los ministros del Pontífice. Hay rumores de que el monarca partió en majestuosa procesión con destino a Alaisor, y de ahí a la Isla para visitar a su madre, y ese itinerario hace obligatorio un alto en el Laberinto. Pero Hissune sabe que los monarcas tienen tendencia a no gozar de las estancias en el Laberinto, un lugar que les recuerda el desagradable alojamiento que les espera cuando llegue la hora de acceder al pontificado. Y también sabe que el Pontífice Tyeveras es un espectro, un hombre más muerto que vivo, perdido en inescrutables sueños dentro del capullo de los mecanismos que sustentan su vida, incapaz de hablar como un ser racional, un símbolo más que un hombre, que tendría que estar enterrado desde hace muchos años pero cuya vida se mantiene para prolongar la época de lord Valentine como Corona. Se trata de una solución apropiada para lord Valentine e, indudablemente, para Majipur, piensa Hissune. Pero no tan apropiada para el anciano Tyeveras. Tales asuntos, empero, no conciernen a Hissune. Regresa al Registro de Almas sin dejar de especular en vano sobre la próxima visita de la Corona. Distraído, solicita una cápsula, y aparece la grabación sobre una ciudadana de Ni-moya. El principio es tan poco prometedor que Hissune está a punto de rechazar la cápsula, pero ansia echar una ojeada a la gran ciudad del otro continente. Para conocer Ni-moya Hissune se da el placer de llevar la vida de la propietaria de una tienda… y pronto deja de lamentarse.
La madre de Inyanna fue tendera en Velathys durante toda su vida, igual que su abuela materna, y tal parece que ése va a ser el destino de la misma Inyanna. Ni su madre ni la madre de su madre se habían lamentado de llevar esa vida, pero Inyanna, única propietaria a sus diecinueve años, creía que la tienda era un peso agobiante que destrozaba su espalda, una joroba, una presión intolerable. A menudo pensaba en vender la tienda y encontrar su verdadero destino en otra ciudad lejana, en Piliplok, en Pidruid, incluso en la gran metrópoli de Ni-moya, en el distante norte cuyas maravillas superaban la imaginación de cualquier persona que no las hubiera contemplado.
Pero los tiempos eran malos, los negocios progresaban con lentitud e Inyanna no veía posibles compradores en el horizonte. Además, la tienda había sido el centro de la vida familiar durante varias generaciones, y abandonarla no resultaba fácil a pesar de lo odiosa que había llegado a ser. Así las cosas, Inyanna se levantaba todas las mañanas al amanecer, salía a la adoquinada terraza y se zambullía en el tanque de piedra lleno de agua de lluvia que tenía allí para bañarse. Después se vestía, desayunaba pescado ahumado y vino, y bajaba a la tienda para abrirla. Era un negocio de artículos diversos; rollos de tela, cacharros de arcilla procedentes de la costa meridional, barriles de especias, frutas en conserva, jarras de vino, la afilada cuchillería de Narabal, filetes de costosa carne de dragón marino, relucientes linternas de filigrana hechas en Til-omon y muchos artículos más. En Velathys había infinidad de tiendas similares, y ninguna era particularmente próspera. Desde la muerte de su madre, Inyanna se ocupaba de la contabilidad, renovaba las existencias, barría el suelo, sacaba brillo a los mostradores y cumplimentaba impresos y autorizaciones gubernamentales, y estaba harta de todo ello. Pero ¿qué otras posibilidades de vida había? Ella era una chica insignificante que vivía en una insignificante ciudad rodeada de montañas y muy lluviosa, y no tenía esperanza alguna de que su situación cambiara en los próximos sesenta o setenta años.
Tenía pocos clientes humanos. Durante décadas, ese barrio de Velathys había estado ocupado por yorts y líis… y también por bastantes metamorfos, puesto que la provincia metamorfa de Piurifayne se hallaba al otro lado de la cordillera del norte de la ciudad y un considerable número de cambiaspectos se había infiltrado en Velathys. Inyanna no se asustaba de nadie, ni siquiera de los metamorfos, que ponían nerviosos a casi todos los humanos. Lo único que lamentaba de su clientela era que no podía ver a los miembros de su raza; y por tal razón, a pesar de que era esbelta y atractiva, alta, pelirroja y con unos llamativos ojos verdes, apenas encontraba algún pretendiente y jamás había conocido un hombre que quisiera vivir con ella. Compartir la tienda con alguien habría suavizado mucho el trabajo. Por otra parte, ello le costaría buena parte de su libertad, sin olvidar la libertad de soñar en una época en que no fuera tendera en Velathys.
Un día, después de las lluvias del mediodía, dos desconocidos entraron en la tienda. Eran los primeros clientes desde hacía horas. El primero era bajito y rechoncho, un redondeado tocón de árbol más que un hombre, y el segundo pálido, enjuto y alargado, con un famélico semblante lleno de bultos y ángulos, con el aspecto de una criatura de rapiña de las montañas. Ambos vestían pesadas túnicas blancas con cintos de brillante color naranja, una moda que al parecer era normal en las grandes ciudades del norte, y observaron el establecimiento con las rápidas y desdeñosas miradas típicas de alguien acostumbrado a una calidad muy superior de mercancías.
—¿Es usted Inyanna Forlana? —dijo el bajito.
—Sí.
El hombrecillo consultó un documento.
—¿Hija de Forlana Hayorn, a su vez hija de Hayorn Inyanna?
—Soy la persona que buscan. ¿Puedo preguntar…?
—¡Por fin! —gritó el alto—. ¡Qué persecución tan larga y tan monótona! ¡Si supiera el tiempo que llevamos buscándola! Río arriba hasta Khyntor, después hasta Dulorn, cruzamos esas malditas montañas (¿nunca deja de llover aquí?) y luego de casa en casa, de tienda en tienda, por toda Velathys haciendo preguntas y más preguntas…
—¿Y me buscan a mí?
—Si puede demostrar su abolengo, sí.
Inyanna hizo un gesto de indiferencia.
—Tengo documentos. Pero ¿qué quieren de mí?
—Permítanos presentarnos —dijo el bajito—. Yo soy Vezan Ormus y mi colega se llama Steyg, y ambos somos delegados de su majestad el Pontífice Tyeveras en la Sección de Validación de Ni-moya. —Vezan Ormus sacó un manojo de documentos de un bolso de cuero de elegante acabado. Los revolvió deliberadamente y añadió—: La hermana mayor de su abuela era una tal Saleen Inyanna que, durante el vigésimotercer año del pontificado de Kinniken, siendo Corona lord Ossier, se estableció en la ciudad de Ni-moya y contrajo matrimonio con un tal Helmyot Gavoon, primo en tercer grado del duque.
Inyanna le miró inexpresivamente.
—No sé nada de esa gente.
—No nos sorprende —dijo Steyg—. Fue hace varias generaciones. Y sin duda hubo poca relación entre las dos ramas de la familia, dado el enorme abismo que representaba la distancia y la diferencia de posición social.
—Mi abuela nunca mencionó que tenía parientes ricos en Ni-moya —dijo Inyanna.
Vezan Ormus tosió y buscó un documento.
—Olvidemos ese detalle. De la unión de Helmyot Gavoon y Saleen Inyanna nacieron tres criaturas, y la mayor, una mujer, heredó las posesiones de la familia. Murió muy joven en un percance de caza y las tierras pasaron a ser propiedad de su único hijo, Gavoon Dilamayne, que murió sin dejar descendencia durante el décimo año del pontificado de Tyeveras, es decir, hace nueve años. Desde entonces la propiedad ha permanecido vacante en tanto se realizaba la búsqueda de los legítimos herederos. Hace tres años se decidió…
—¿Que yo soy la heredera?
—Exacto —dijo suavemente Steyg, con una amplia y huesuda sonrisa.
Inyanna, que desde hacía algunos minutos había visto el curso que seguía la conversación, se sorprendió a pesar de todo. Le temblaron las piernas, labios y boca quedaron secos y, muy confusa, extendió un brazo de repente, tirando y destrozando un valioso vaso de porcelana de Zimroel. Turbada por todo ello, Inyanna hizo un esfuerzo para dominarse.
—¿Y qué se supone que he heredado? —dijo.
—La señorial mansión denominada Vista de Nissimorn, en la orilla norte del Zimr, cerca de Ni-moya, y posesiones en tres lugares del valle del Steiche, todas ellas arrendadas y produciendo beneficios —dijo Steyg.
—La felicitamos —dijo Vezan Ormus.
—Y yo les felicito —replicó Inyanna— por su gran ingenio. Gracias por esos momentos de diversión. Y ahora, a menos que deseen comprar algo, les ruego que me permitan proseguir con mi trabajo, porque debo pagar los impuestos y…
—Usted se muestra escéptica —dijo Vezan Ormus—. Era de esperar. Nos presentamos aquí con una historia fantástica y usted no puede absorber el impacto de nuestras palabras. Pero escuche esto. Somos ciudadanos de Ni-moya. ¿Habríamos recorrido miles de kilómetros hasta llegar a Velathys sólo para gastar una broma a una tendera? Mire… tenga…
Vezan Ormus ordenó el manojo de documentos y lo tendió a Inyanna. Ésta los examinó con temblorosas manos. Una vista de la mansión (deslumbrante) y una serie de documentos de propiedad, una genealogía y una nota con el sello del Pontífice y un nombre: Inyanna Forlana.
Inyanna levantó los ojos de la nota, perpleja, aturdida.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó en voz débil y apagada.
—Los procedimientos son pura rutina —replicó Steyg—. Debe presentar declaraciones juradas demostrativas de que usted es en realidad Inyanna Forlana, debe firmar documentos comprometiéndose a satisfacer los impuestos de sus propiedades por rentas acumuladas en cuanto tome posesión, tendrá que abonar los gastos ocasionados por la transferencia de títulos, etcétera, etcétera. Nosotros podemos ocuparnos de eso.
—¿Gastos?
—Es cuestión de algunos reales.
Los ojos de Inyanna se abrieron desmesuradamente.
—Que puedo pagar con las rentas acumuladas de las posesiones…
—Por desgracia, no —dijo Vezan Ormus—. El dinero debe pagarse antes de que usted tome posesión y, como es lógico, no tendrá acceso a las rentas hasta después de tomar posesión. De modo que…
—Una formalidad fastidiosa —dijo Steyg—. Pero insignificante, si bien se mira.
Los gastos ascendían a un total de veinte reales. Era una enorme suma de dinero para Inyanna, casi todos sus ahorros. Pero el estudio de los documentos le indicó que las rentas de los terrenos agrícolas eran de novecientos reales anuales, y además contaba con otros beneficios de sus posesiones, la mansión y el contenido de ésta, rentas y regalías de ciertas propiedades en zonas ribereñas…
Vezan Ormus y Steyg fueron de gran ayuda para cumplimentar los formularios. Inyanna puso el letrero de cerrado por necesidades del negocio, aunque poca importancia tenía en una temporada tan mala en ventas, y durante toda la tarde los tres estuvieron en el pequeño despacho del primer piso. Los dos hombres fueron dándole papeles para que los firmara, antes de signarlos con sellos pontificios de impresionante aspecto. Después Inyanna decidió celebrarlo invitando a los delegados a unas rondas de vino en la taberna de la falda de la colina. Steyg insistió en pagar, y apartó la mano de Inyanna y dejó caer media corona por una botella de selecto vino de palmera de Pidruid. Inyanna quedó impresionada por la extravagancia (normalmente bebía vinos más sencillos) pero luego recordó que había topado con la fortuna y, en cuanto se acabó la primera botella, pidió otra. La taberna estaba atestada, sobre todo de yorts y gayrogs, y los burócratas del norte no se sentían muy cómodos entre tantos no humanos; varias veces se pusieron la mano sobre la nariz, como si quisieran filtrar el olor a carne extraña. Inyanna, para aliviar el malestar, no se cansó de repetirles lo agradecida que estaba por las molestias que se habían tomado para localizarla en la oscuridad de Velathys.
—¡Pero si es nuestro trabajo! —protestó Vezan Ormus—. En este mundo todos debemos servir al Divino desempeñando nuestro papel en las complejidades de la vida cotidiana. Unos terrenos ociosos, una gran mansión desocupada, la genuina heredera viviendo monótonamente sin saber nada… La justicia exige que se corrijan las injusticias. En nosotros recae el privilegio de hacerlo.
—Es igual —dijo Inyanna, con las mejillas encendidas por el vino, mientras se apoyaba primero en uno, luego en otro hombre, casi con coquetería—. Han sufrido grandes molestias por mi culpa, y yo siempre estaré en deuda con ustedes. ¿Me permiten invitarles a otra botella?
Hacía bastante rato que había oscurecido cuando salieron de la taberna. Había varias lunas, y las montañas que bordeaban la ciudad, los remotos colmillos de la gran cordillera Gonghar, eran irregulares pilares de negro hielo bajo la tenue iluminación. Inyanna acompañó a los visitantes a la hospedería, sita junto a la plaza Dekkeret, y tal era la ofuscación que le había causado el vino que estuvo a punto de invitarse a pasar la noche con ellos. Pero al parecer los delegados no tenían ese ansia, quizá recelaban incluso de tal posibilidad, e Inyanna acabó clara y expertamente rechazada en la misma puerta.
Tambaleándose un poco, hizo el largo y empinado recorrido hasta su casa y salió a la terraza para tomar el aire nocturno. La cabeza le daba vueltas. Demasiado vino, demasiada conversación, demasiadas noticias sorprendentes. Contempló la ciudad que la rodeaba, hileras y más hileras de casas con paredes estucadas y techos de tejas que iban descendiendo por el gran cuenco que era la cuenca de Velathys. Irregulares franjas de parques, algunas plazas y mansiones, el destartalado castillo del duque extendido a lo largo del borde oriental, la carretera que envolvía la ciudad igual que una guirnalda, las descollantes y opresivas montañas que empezaban al otro lado de la carretera, las canteras de mármol, sangrantes heridas en las faldas… todo eso veía Inyanna desde su nido de la cumbre de la colina. ¡Adiós! Es una ciudad ni fea ni bonita, pensó. Simplemente un lugar tranquilo, húmedo, monótono, frío, ordinario, famoso por su fino mármol, sus expertos albañiles y poca cosa más, una ciudad provincial en un continente provincial. Inyanna se había resignado a terminar sus días allí. Pero ahora, cuando los milagros acababan de invadir su vida, incluso pasar una hora más allí era intolerable. ¡La aguardaba la fulgurante Ni-moya, Ni-moya, Ni-moya!
Durmió a ratos. Por la mañana se reunió con Vezan Ormus y Steyg en la oficina del notario, detrás del banco, y les entregó su bolsita de gastados reales, casi todos viejos y algunos muy viejos, con los rostros de Kinniken, Thimin y Ossier; también había una moneda del reinado del gran Confalume, una pieza con siglos de antigüedad. A cambio le dieron una sola hoja de papel; un recibo reconociendo el cobro de veinte reales que emplearían en satisfacer los gastos legales. Los demás documentos, según explicaron los delegados, debían volver a Ni-moya para ser refrendados y validados. Pero los devolverían en cuanto la transferencia estuviera lista, y entonces Inyanna podría ir a Ni-moya para tomar posesión de sus propiedades.
—Serán mis huéspedes —les anunció generosamente—. Pasarán un mes de caza y festines en cuanto yo esté en mis posesiones.
—Oh, no —dijo en voz baja Vezan Ormus—. No sería apropiado que personas como nosotros se mezclaran socialmente con la señora de Vista de Nissimorn. Pero comprendemos sus buenas intenciones, y las agradecemos.
Inyanna les invitó a comer. Pero ellos tenían que proseguir su trabajo, replicó Steyg. Tenían que ponerse en contacto con otros herederos, diversas tareas de validación a efectuar en Narabal, Til-omon y Pidruid; pasarían muchos meses antes de que volvieran a ver sus hogares y a sus esposas en Ni-moya. ¿Significaba eso, preguntó Inyanna, repentinamente consternada, que no iba a tomarse medida alguna para tramitar su herencia hasta que ellos completaran su recorrido?
—En absoluto —dijo Steyg—. Esta misma noche los documentos saldrán hacia Ni-moya mediante correo directo. El proceso legal se iniciará tan pronto como sea posible. Usted tendrá noticias de nuestras oficinas dentro de… oh, digamos que dentro de siete o nueve semanas como mucho.
Inyanna les acompañó al hotel, aguardó fuera mientras preparaban el equipaje y después fue a despedirlos al vehículo flotante donde iban a viajar. Los despidió agitando los brazos en medio de la calle mientras el coche se alejaba hacia la carretera que conducía a la costa suroeste. Luego abrió la tienda. Por la tarde vinieron dos clientes, uno a comprar ocho pesos de clavos y el otro a adquirir falso satén, tres metros a sesenta pesos el metro, de modo que las ventas del día no pasaron de dos coronas. Pero no importaba. Ella no tardaría en ser rica.
Pasó un mes y no llegaron noticias de Ni-moya. Otro mes, y prosiguió el silencio.
La paciencia que había mantenido a Inyanna en Velathys durante diecinueve años era la paciencia de la impotencia, de la resignación. Pero con grandes cambios ante ella, ya no le quedaba paciencia. Siempre estaba inquieta, iba de un lado a otro, hacía anotaciones en el calendario. El verano, con lluvias prácticamente diarias, llegó a su fin y se inició el seco otoño, la estación que hacía arder las hojas del invierno, las masas de aire húmedo procedentes del valle del Zimr que cruzaban el territorio metamorfo y chocaban con los fuertes vientos de las montañas. Había nieve en las crestas más elevadas de la cordillera Gonghar, y ríos de barro recorrieron las calles de Velathys. Ninguna noticia de Ni-moya. Inyanna recordó sus veinte reales, y el terror empezó a mezclarse con la preocupación en su alma. Celebró en soledad su vigésimo cumpleaños, llena de amargura, bebiendo vino avinagrado e imaginando qué sentiría cuando tuviera a su disposición las rentas de Vista de Nissimorn. ¿Por qué tardaban tanto? No había duda de que Vezan Ormus y Steyg habían enviado los documentos a las oficinas del Pontífice. Pero los documentos, casi con idéntica certeza, debían estar olvidados en un polvoriento despacho, a la espera de los trámites legales, mientras crecía mala hierba en los jardines de Vista de Nissimorn.
La víspera del Día del Invierno Inyanna tomó la decisión de ir a Ni-moya y ocuparse personalmente del caso.
El viaje sería costoso, y además se había desprendido de sus ahorros. Para obtener el dinero alquiló el local a una familia de yorts. Le dieron diez reales; irían vendiendo las existencias para obtener beneficios y, en el supuesto de que recuperaran el dinero antes de que ella volviera, seguirían haciéndose cargo del negocio en nombre de ella y le pagarían un tanto por ciento. El contrato favorecía enormemente a los yorts, pero Inyanna no se preocupó: sabía, aunque no lo dijo a nadie, que jamás volvería a ver la tienda, ni a los yorts, ni a la misma Velathys. Lo único importante era disponer de dinero para ir a Ni-moya.
No era un viaje insignificante. La ruta más directa entre Velathys y Ni-moya cruzaba la provincia metamorfa de Piurifayne, y entrar en ella era peligroso e imprudente. Había que hacer un enorme desvío hacia el oeste para cruzar el paso de Stiamot, y seguir hacia el norte por el extenso valle que era la Fractura de Dulorn, con el prodigioso muro de la escarpa de Velathys, de casi dos mil metros de altura, erguido a la derecha durante cientos de kilómetros. Después de llegar a la ciudad de Dulorn, Inyanna aún tendría que atravesar medio Zimroel, por tierra y por río, antes de ver Ni-moya. Pero todo eso era una gloriosa aventura para Inyanna, por mucho tiempo que durara. Nunca había estado en otro sitio, excepto cuando tenía diez años y su madre, aprovechando un invierno de anormal prosperidad, la mandó a pasar un mes en las tórridas tierras al sur de la cordillera Gonghar. Otras ciudades, a pesar de que había visto cuadros de ellas, le parecían tan remotas e increíbles como otros mundos. Su madre estuvo una vez en Til-omon, y dijo que era un lugar donde el sol brillaba como vino dorado y donde el suave clima estival no terminaba jamás. La abuela de Inyanna llegó a Narabal, donde el aire tropical era húmedo y agobiante y se pegaba al cuerpo igual que un manto. Pero las demás ciudades (Pidruid, Piliplok, Dulorn, Ni-moya…) eran simples nombres para ella. La noción del océano superaba su imaginación, y le resultaba tremendamente imposible creer que existía otro continente allende el mar, con diez grandes ciudades por cada una de Zimroel, miles de millones de personas, una asfixiante madriguera bajo la arena del desierto denominada Laberinto, donde vivía el Pontífice, una montaña de cincuenta mil metros de altura, en cuya cima moraba la Corona y su principesca corte… Pensar en tales cosas le causaba dolor en la garganta y un zumbido en los oídos. Terrible e incomprensible, Majipur era un dulce tan gigantesco que era imposible comerlo de un solo bocado. Pero irlo agotando a bocaditos, kilómetro tras kilómetro, era maravilloso para una persona que sólo una vez había cruzado los lindes de Velathys.
Así pues Inyanna percibió fascinada el cambio de ambiente mientras el gran autocar flotante atravesaba el paso y descendía hacia las llanuras del lado oeste de la cordillera. En esa región aún era invierno —los días eran cortos, el sol pálido y verdusco— mas el viento resultaba benigno, carecía de filo invernal, y tenía un aroma dulce y penetrante. Inyanna vio sorprendida que el terreno era denso y desmoronadizo, esponjoso, muy distinto al suelo poco profundo y lleno de rocas que rodeaba su hogar, y que en algunos puntos tenía una asombrosa tonalidad rojo brillante que se extendía kilómetros y kilómetros. Las plantas eran diferentes, las hojas gruesas y brillantes, las aves tenían desconocidos plumajes. Las poblaciones que bordeaban la carretera eran airosas y gráciles, pueblos agrícolas totalmente distintos a la gris y ponderosa Velathys, con audaces casitas de madera caprichosamente adornadas con volutas y pintadas con llamativos brochazos amarillos, azules y escarlatas. Otro detalle terriblemente extraño era no tener montañas por todos lados, puesto que Velathys descansaba en el regazo de la cordillera Gonghar; Inyanna se encontraba en la extensa y honda llanura comprendida entre las montañas y la distante franja costera, y al mirar hacia el oeste veía tan lejos que el panorama casi resultaba aterrador: una vista sin límites que se perdía en el infinito. Al otro lado se hallaba la escarpa de Velathys, la pared externa de la cadena montañosa, pero incluso ese paisaje era extraño, una sólida y abrupta barrera vertical que sólo de vez en cuando se dividía en picos y se extendía interminablemente hacia el norte. Pero por fin la escarpa se acabó, y el territorio sufrió de nuevo profundos cambios mientras Inyanna continuaba avanzando hacia el norte para alcanzar el extremo más elevado de la Fractura de Dulorn. El colosal valle contenía abundante yeso, y las onduladas colinas estaban blancas como si las cubriera la escarcha. La piedra tenía un aspecto espectral, una tela de araña con un lustre frío y misterioso. Inyanna había aprendido en la escuela que la ciudad de Dulorn estaba construida por entero con este mineral, y había visto cuadros: agujas, arcos y fachadas cristalinas que resplandecían como brasas a la luz del día. Ese detalle le había parecido típico de una fábula, como las historias de Vieja Tierra, el planeta en donde supuestamente había nacido su raza. Pero un día, a finales del invierno, Inyanna contempló las afueras de la auténtica Dulorn y comprobó que la fábula no era obra de la imaginación.
Dulorn era mucho más hermosa y extraña que lo que ella había imaginado. Parecía brillar con luz propia mientras la luz del sol, refractada, diseminada y desviada por la miríada de ángulos y facetas de los elevadísimos edificios barrocos, caía en las calles en fulgurantes aguaceros.
¡Esto era una ciudad! Comparada con ella, pensó Inyanna, Velathys era una ciénaga. Habría permanecido allí un mes, un año, para siempre, recorriendo las calles una por una, contemplando torres y puentes, examinando las misteriosas tiendas radiantes de costosas mercancías, tan distintas a su lastimoso e insignificante establecimiento. Las hordas de gente con aspecto serpentino (Dulorn era una ciudad gayrog, poblada por millones de seres cuasireptiles y un puñado de otras razas) se movían con impresionante determinación mientras realizaban tareas desconocidas para sencillos montañeses… Carteles luminosos anunciaban el famoso Circo Perpetuo de Dulorn… Elegantes restaurantes, hoteles, parques… Inyanna se quedó paralizada de asombro. Seguramente ninguna ciudad de Majipur podía compararse con Dulorn. Sin embargo, decían que Ni-moya era mucho más grande, y que Stee, en el Monte del Castillo, superaba a ambas. Además estaba la famosa Piliplok, el puerto de Alaisor… ¡y tantas más!
Pero Inyanna no podía estar más de medio día en Dulorn, el tiempo que tardaba el autocar flotante en dejar pasajeros y prepararse para la siguiente etapa del viaje. Medio día era lo mismo que nada. Un día más tarde, rumbo hacia el este a través de los bosques que separaban Dulorn de Mazadone, Inyanna no sabía a ciencia cierta si había visto Dulorn o había soñado que la veía.
Nuevas maravillas se presentaron diariamente: lugares donde el ambiente era de color púrpura, árboles con tamaño de colinas, malezas de helechos cantores… Después hubo largas sucesiones de ciudades grises e indistintas: Cynthion, Mazadone, Thagobar… En el autocar flotante subían y bajaban pasajeros, los conductores se relevaban cada mil o mil quinientos kilómetros e Inyanna era la única que continuaba, una chica del campo con deseos de ver mundo, cuyos ojos se nublaban y cuyo cerebro se llenaba de bruma ante el interminable panorama que iba apareciendo. Finalmente hubo fugaces vistas de géiseres, lagos de ardiente agua y otras maravillas termales: las cercanías de Khyntor, la gran ciudad del interior donde Inyanna debía subir a bordo del barco fluvial que la conduciría a Ni-moya. En esa región el río Zimr descendía del noroeste, un río tan ancho como un mar; mirar de una orilla a otra era un esfuerzo para la vista. En Velathys, Inyanna sólo había conocido arroyos montañosos, rápidos y estrechos, que no constituían preparación alguna para ver el impresionante y retorcido monstruo de oscura agua que era el Zimr.
Inyanna navegó varias semanas en el seno de ese monstruo, y pasó junto a Verf, Stroyn, Lagomandino y otras cincuenta poblaciones cuyos nombres fueron simples ruidos para ella. El barco fluvial se convirtió en su único mundo. En el valle del Zimr las estaciones eran moderadas y no era difícil perder de vista el paso del tiempo. La apariencia era primaveral, mas Inyanna sabía que era verano, y un verano que estaba concluyendo, porque llevaba medio año embarcada en ese viaje. Quizá no hubiera final, quizá su destino era ir de lugar en lugar, sin más experiencias, sin desembarco posible. Muy bien. Inyanna había empezado a olvidarse de sí misma. En algún lugar había una tienda que le había pertenecido, un enorme territorio que sería suyo, una joven llamada Inyanna Forlana nacida en Velathys… pero todo ello se había disuelto en mero movimiento mientras ella flotaba a lo largo del interminable Majipur.
Un día, por centésima vez, una ciudad comenzó a mostrarse junto a la orilla del Zimr. Se produjo repentina agitación en el barco, carreras hacia la barandilla para contemplar la nebulosa lejanía.
—¡Ni-moya! ¡Ni-moya! —oyó gritar Inyanna, y en ese instante supo que el viaje había terminado, que su vagar había concluido, que había llegado a su auténtico hogar.
La sensatez de Inyanna le permitió comprender que intentar desentrañar Ni-moya era tan absurdo como tratar de contar las estrellas. Se trataba de una metrópoli veinte veces mayor que Velathys, extendida cientos de kilómetros a lo largo de ambas orillas del inmenso Zimr, e Inyanna pensó que una persona podía pasar toda una vida allí y continuar necesitando un mapa para orientarse. Muy bien. Inyanna decidió no dejarse asustar o abrumar por los grotescos excesos de todo lo que veía alrededor de ella. Conquistaría esa ciudad paso a paso. Esa serena decisión fue el principio de su transformación en genuina ni-moyana.
Sin embargo, el primer paso estaba por dar. El barco fluvial había atracado en la orilla meridional del Zimr. Con su único bolso aferrado en una mano, Inyanna contempló un inmenso brazo de agua (en esa zona el tamaño del Zimr quedaba agrandado por la confluencia con varios importantes afluentes) y vio ciudades en ambas orillas. ¿Cuál era Ni-moya? ¿Dónde estarían las oficinas del pontificado? ¿Cómo iba a localizar sus tierras y su mansión? Letreros luminosos la condujeron hasta los transbordadores, pero los destinos de éstos eran lugares llamados Gimbeluc, Istmoy, Strelain y Vista de la Costa: barrios, supuso ella. Ningún letrero anunciaba un transbordador a Ni-moya porque todos esos lugares eran Ni-moya.
—¿Estás perdida? —dijo una voz muy aguda.
Inyanna volvió la cabeza y vio a una muchacha que había estado en el barco, dos o tres años más joven que ella, con la cara sucia y un pelo estropajoso extravagantemente teñido de color lavándula. Demasiado orgullosa o quizá demasiado tímida para aceptar ayuda de la desconocida (no estaba segura del motivo), Inyanna sacudió bruscamente la cabeza y apartó la mirada. Notó un vivo calor en las mejillas.
—Hay una cabina de información detrás de las ventanillas de billetes —dijo la muchacha, y desapareció entre las hordas que iban hacia los transbordadores.
Inyanna hizo cola para informarse, llegó por fin a la cabina de comunicación y metió la cabeza en la blanda capucha de contacto.
—Información —dijo una voz.
—Oficina del Pontífice —replicó escuetamente Inyanna—. Sección de validación.
—Esa sección no está relacionada.
Inyanna arrugó la frente.
—Oficina del Pontífice, entonces.
—Paseo Rodamaunt 853, Strelain.
Con cierta preocupación, Inyanna pagó billete para el transbordador que iba a Strelain: una corona y veinte pesos. Le quedaban exactamente dos reales, quizá suficientes para los gastos de un par de semanas en la costosa ciudad. ¿Y después? Soy la heredera de Vista de Nissimorn, pensó Inyanna, henchida de orgullo, y subió al transbordador. Pero… ¿por qué no estaba relacionada la sección de validación?
Eran las tres de la tarde. El transbordador, tras un bocinazo de aviso, se deslizó serenamente fuera del embarcadero. Inyanna se agarró a la barandilla y observó maravillada la ciudad que se extendía en la otra orilla. Todos los edificios eran iguales, radiantes torres blancas de techo plano que ascendían poco a poco hacia las verdes colinas del norte. Cerca de la escalera que llevaba a la cubierta inferior había un mapa. Strelain, vio Inyanna, era el barrio central de la ciudad, al otro lado del muelle de transbordadores, que se hallaba en el barrio de Nissimorn. Los delegados pontificios le habían dicho que sus posesiones se hallaban en la orilla norte. En consecuencia, puesto que la mansión se llamaba Vista de Nissimorn y debía mirar hacia el barrio del mismo nombre, sus posesiones tenían que estar en el mismo Strelain, tal vez en la extensión de bosque que había en la orilla hacia el noreste. Gimbeluc era un suburbio occidental, separado de Strelain por un afluente con numerosos puentes que lo cruzaban. Itsmoy se encontraba al este. Por el sur llegaban las aguas del río Steiche, casi tan ancho como el mismo Zimr, y los barrios de su ribera eran…
—¿Tu primera vez? —Otra vez la chica del pelo color lavándula.
Inyanna sonrió nerviosamente.
—Sí. Soy de Velathys. Una campesina, vamos.
—Parece que me tengas miedo.
—¿Yo? ¿Sí?
—No voy a morderte. Tampoco te engañaré. Me llamo Liloyve. Soy ladrona en el Gran Bazar.
—¿Has dicho ladrona?
—Es una profesión reconocida en Ni-moya. Todavía no nos han autorizado, pero no se meten con nosotros. Y tenemos registro oficial, como cualquier gremio. He estado en Lagomandino, vendiendo cosas robadas para mi tío. ¿Tan mala me crees? ¿O es que eres muy tímida?
—Nada de eso —dijo Inyanna—. He hecho un viaje muy largo, sola, y he perdido la costumbre de hablar con gente. Creo que es eso. —Otra sonrisa forzada—. ¿De verdad que eres una ladrona?
—Sí. Pero no robo bolsas. ¡Qué preocupada estás! Es igual, ¿cómo te llamas?
—Inyanna Forlana.
—Me gusta como suena. Nunca había conocido a una Inyanna. ¿Has viajado de Velathys a Ni-moya? ¿Para qué?
—Para reclamar mi herencia —respondió Inyanna—. Las propiedades del nieto de la hermana de mi abuela. Una finca llamada Vista de Nissimorn, en la orilla norte del…
Liloyve se rió tontamente. Intentó contener la risa, y sus mejillas se hincharon. Tosió y se apretó los labios con la mano, casi en un ataque de risa. Pero la alegría acabó enseguida y la expresión de la muchacha se ablandó, reflejó compasión.
—Entonces debes ser de la familia del duque —dijo en voz baja—, y debo pedirte perdón por ser tan grosera.
—¿La familia del duque? No, claro que no. ¿Por qué…?
—Vista de Nissimorn pertenece a Calain, el hermano menor del duque.
Inyanna sacudió la cabeza.
—No. El nieto de la hermana de…
—Pobrecilla, no hace falta que te roben la bolsa. ¡Alguien lo ha hecho ya!
Inyanna aferró su bolso.
—No —dijo Liloyve—. Lo que quiero decir es que te han tomado el pelo si crees que vas a heredar Vista de Nissimorn.
—Había documentos con el sello pontificio. Los delegados de Ni-moya los trajeron personalmente a Velathys. Puedo ser una campesina, pero no tan tonta como para hacer este viaje sin pruebas. Sospeché un poco, sí, pero vi los documentos. ¡He reclamado el título de propiedad! ¡Pagué veinte reales, pero los documentos estaban en orden!
—¿Dónde te alojarás cuando estés en Strelain? —dijo Liloyve.
—No lo he pensado. En una posada, supongo.
—Ahórrate tus coronas. Vas a necesitarlas. Te alojaremos con nosotros en el Bazar. Y por la mañana aclararás las cosas con las gentes imperiales. Es posible que ellos te ayuden a recuperar parte de lo que has perdido, ¿eh?.
Desde el principio la posibilidad de ser víctima de unos embaucadores había estado en el pensamiento de Inyanna, igual que un fastidioso zumbido mientras se escucha agradable música. Pero había preferido no prestar atención a ese ruido, e incluso en estos momentos, cuando el zumbido se había transformado en un espantoso rugido, Inyanna se exigió no perder la confianza. Esa zarrapastrosa chica de bazar, esa convicta ladrona profesional poseía sin duda el carácter intrínsecamente receloso de una persona que vive de su ingenio en un mundo hostil, y veía fraude y malicia en todas partes, aunque las cosas fueran de otra forma. Inyanna sabía que la credulidad podía haberla inducido a cometer un terrible error, pero era absurdo lamentarse tan pronto. Tal vez ella formaba parte de la familia del duque a pesar de todo, o quizá Liloyve estaba confundida respecto a quién era el propietario de Vista de Nissimorn. Y si en realidad había ido a Ni-moya para nada, gastando sus últimas coronas en el improductivo viaje, al menos se encontraba en Ni-moya, no en Velathys, y ello era por sí mismo causa de regocijo.
Mientras el transbordador entraba en el muelle de Strelain, Inyanna vio de cerca por primera vez el centro de Ni-moya. Torres de pasmoso color blanco llegaban casi hasta el borde del agua; se alzaban hacia el cielo de un modo tan pronunciado y abrupto que parecían inestables, y era difícil comprender el motivo de que no cayeran al río. La noche empezaba a caer. Fulguraban luces por todas partes. Inyanna mantuvo la calma de una sonámbula ante los esplendores de la ciudad. He llegado al hogar, aquí me siento en casa. De todas formas se preocupó de no alejarse de Liloyve cuando llegó el momento de abrirse paso entre las pululantes multitudes de viajeros que salían a la calle por el corredor.
En el portalón de la estación terminal había tres enormes pájaros metálicos con enjoyados ojos: una gihorna con las vastas alas abiertas, un ridículo hazenmarl de larguísimas patas y un ave desconocida para Inyanna provista de un pico abolsado y doblado en forma de hoz. Los animales mecánicos se movían con lentitud, inclinaban la cabeza, ahuecaban las alas.
—Emblemas de la ciudad —dijo Liloyve—. Los verás por todas partes. ¡Son ridículos y bobos! Y tienen una fortuna en joyas preciosas en los ojos.
—¿A nadie se le ha ocurrido robarlas?
—Ojalá yo tuviera valor. Treparía y las arrancaría. Pero son mil años de mala suerte, eso dicen. Los metamorfos se rebelarán otra vez y nos expulsarán, las torres se derrumbarán y muchas tonterías más.
—Si no crees en leyendas, ¿por qué no robas las joyas? Liloyve hizo una nueva demostración de su risita de mofa.
—¿Quién me las compraría? Cualquier traficante sabría su procedencia. Estando malditas, no habría compradores. Un mundo de preocupaciones para el ladrón, el Rey de los Sueños aullándote dentro de la cabeza hasta que tuvieras ganas de chillar… Prefiero tener el bolsillo lleno de cristales de colores que llevar los ojos de los pájaros de Ni-moya. Vamos, entra. Abrió la puerta de un pequeño flotador callejero aparcado junto a la estación terminal y dio un empujón a Inyanna para que tomara asiento. Después de sentarse, Liloyve tecleó un código en la placa de pago del flotador y el vehículo se puso en movimiento.
—Debemos este paseo a tu noble pariente —dijo Liloyve.
—¿Qué? ¿Quién?
—Calain, el hermano del duque. He usado su código de pago. Alguien se enteró del código el mes pasado, y somos muchos los que viajamos gratis, por cortesía de Calain. En cuanto lleguen las facturas el secretario de Calain cambiará el número, claro, pero hasta entonces… ¿comprendes?
—Soy muy ingenua —dijo Inyanna—. Sigo creyendo que la Dama y el Rey ven nuestros pecados mientras dormimos y envían sueños para que nadie haga esas cosas.
—Eso se pretende que creas —replicó Liloyve—. Mata a alguien y tendrás noticias del Rey de los Sueños, eso está claro. Pero hay… ¿Cuánta gente hay en Majipur? ¿Dieciocho mil millones? ¿Treinta mil? ¿Cincuenta mil? ¿Crees que el Rey tiene tiempo de emporcar los sueños de cualquiera que da un paseo en un flotador callejero y no paga? ¿Lo crees?
—Pues…
—¿Crees que tiene tiempo para castigar a los que venden falsos títulos de propiedad de palacios que ya tienen dueño?
Las mejillas de Inyanna enrojecieron y sus ojos miraron a otra parte.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó con apagada voz.
—Ya hemos llegado. El Gran Bazar. ¡Sal!
Inyanna y Liloyve salieron a una amplia plaza con tres lados rodeados de imponentes torres y el cuarto delimitado por un edificio de escasa altura al que se accedía por una multitud de pétreos escalones, bajos y alargados. Cientos, quizá miles de personas con las elegantes túnicas blancas típicas de Ni-moya entraban y salían por la gran boca del edificio. Sobre el arco de la entrada había un altorrelieve de los tres pájaros simbólicos, de nuevo con joyas en los ojos.
—Ésta es la Puerta de Pidruid —dijo Liloyve—, una de las trece entradas. El Bazar comprende cuarenta kilómetros cuadrados, ¿sabes?… Es parecido al Laberinto, aunque no está tan enterrado, casi todo está a la altura de las calles. Corre como una serpiente por toda la ciudad, atraviesa otros edificios, va por debajo de algunas calles, entre edificios… Una ciudad dentro de una ciudad, podría decirse. Mi familia vive en el Bazar desde hace siglos. Somos ladrones hereditarios. Sin nosotros, los tenderos tendrían problemas muy graves.
—Yo tenía una tienda en Velathys. Allí no hay ladrones, y creo que nunca tuvimos necesidad de que hubiera —dijo secamente Inyanna mientras se dejaba arrastrar por los escalones para cruzar la entrada del Gran Bazar.
—Aquí es distinto —dijo Liloyve.
El Bazar se extendía en todas direcciones: un laberinto de estrechas galerías, pasillos, túneles y arcadas brillantemente iluminados, divididos y subdivididos en infinidad de minúsculos puestos de venta. En lo alto, una gran tira continua de luminotela amarilla se perdía a lo lejos, despidiendo un brillante fulgor gracias a su luminiscencia interna. Esa visión sorprendió a Inyanna más que todo lo que había visto hasta el momento en Ni-moya. De vez en cuando había vendido luminotela en su tienda, a tres reales el rollo, y ese tipo de tejido servía para decorar a lo sumo una habitación de reducidas dimensiones. Su alma se encogió al pensar en cuarenta kilómetros cuadrados de luminotela, y su mente, ágil como era para esos problemas, fue incapaz de calcular el precio. ¡Ni-moya! Hacer frente a tales excesos sólo era posible si se recurría a la risa.
Se adentraron en el Bazar. Las callejuelas eran idénticas. Todas abundaban en tiendas de porcelana, tejidos, vasijas y ropa de vestir, frutas, carne, hortalizas y bocados delicados, todas tenían una vinatería, un establecimiento de especias y una galería de piedras preciosas, en todas había un vendedor de salchichas a la parrilla, otro de pescado frito… Pero Liloyve sabía exactamente las bifurcaciones y canales que debía seguir, cuál de las innumerables e idénticas callejuelas conducían a su destino, porque avanzaba con resolución y rapidez, y sólo se detuvo para «comprar» la cena, es decir, para coger hábilmente un espetón de pescado de un mostrador o una botella de vino de otro. Los vendedores la vieron varias veces mientras robaba, y se limitaron a sonreír.
—¿No les importa? —dijo Inyanna, desconcertada.
—Me conocen. Pero te lo aseguro, los ladrones estamos muy bien considerados aquí. Nos necesitan.
—Ojalá lo comprendiera.
—Mantenemos el orden en el Bazar, ¿entiendes? Nadie roba aquí aparte de nosotros, y sólo cogemos lo que necesitamos. Vigilamos el lugar para que no actúen aficionados. ¿Qué pasaría, con estas muchedumbres, si un cliente de cada diez se llenara el bolso de mercancías? Pero nosotros nos mezclamos entre la gente, llenamos nuestros bolsillos y frenamos a los otros. Somos un número conocido. ¿Entiendes? Lo que cogemos es una especie de impuesto que pagan los comerciantes, una especie de sueldo que nos pagan para controlar a los que atestan las galerías. ¡Alto ahí!
Las últimas palabras no iban dirigidas a Inyanna, sino a un pilluelo de aproximadamente doce años, moreno y flaco como un palillo que estaba revolviendo cuchillos de caza en un baúl abierto. Con una rápida arremetida Liloyve cogió la mano del jovencito y, con el mismo movimiento, agarró los agitados tentáculos de un vroon no más alto que el muchacho que estaba oculto en las sombras a pocos pasos de distancia. Inyanna oyó que Liloyve hablaba en voz baja y violenta, pero no entendió una sola palabra. El encuentro concluyó en unos instantes, y el vroon y el chico se alejaron muy apenados.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Inyanna.
—Estaban robando cuchillos. El chico se los pasaba al vroon. Les he dicho que se fueran del Bazar ahora mismo, o mis hermanos cortarían los tentáculos del vroon y el chico tendría que comérselos fritos con aceite de estinnim.
—¿Habrían hecho eso?
—Claro que no. Representaría una vida de sueños avinagrados para cualquiera que lo hiciera. Pero ellos lo han entendido. Sólo ladrones autorizados pueden robar en este lugar. ¿Entiendes? Somos los agentes imperiales del Bazar, para que me entiendas. Somos indispensables. Mira, aquí vivo yo. Eres mi invitada.
Liloyve vivía en un sótano, en una vivienda de blanqueada piedra que formaba parte de un grupo de siete u ocho bajo un sector del Gran Bazar dedicado a vendedores de quesos y aceites. Una trampilla y una escalerilla de cuerda conducían a las habitaciones subterráneas. En cuanto inició el descenso, Inyanna fue incapaz de percibir los ruidos y el frenesí del Bazar, y el único recordatorio de lo que había arriba fue el olor, tenue pero indiscutible, a queso rojo de Stoienzar que traspasaba incluso las paredes de piedra.
—Nuestro cubil —dijo Liloyve.
Cantó una rítmica melodía y empezó a salir gente de las habitaciones, gente andrajosa, de mirada furtiva, casi todos bajitos y delgados, con un gran parecido a Liloyve, como si estuvieran hechos con materiales de calidad inferior.
—Mis hermanos Sidoun y Hanoun —dijo Liloyve—. Mi hermana Medill Faryun. Mis primos Avayne, Amayne y Athayne. Y éste es mi tío Agourmole, jefe de nuestro clan. Tío, ésta es Inyanna Forlana, de Velathys. Dos pillos ambulantes le vendieron Vista de Nissimorn por veinte reales. La he conocido en el barco. Vivirá con nosotros y trabajará de ladrona.
Inyanna se quedó sin aliento.
—Yo…
Agourmole, con desmesurada ceremonia, hizo un gesto típico de la Dama a modo de bendición.
—Eres de los nuestros. ¿Podrás vestir ropa de hombre?
—Sí, supongo que sí —contestó Inyanna, aturdida—. Pero no compren…
—Tengo un hermano más joven que yo que está inscrito en el gremio de ladrones. Vive en Avendroyne, con los cambiaspectos, y hace años que no se le ve en Ni-moya. Su nombre y su puesto son tuyos. Eso es más sencillo que pedir otra inscripción. Dame tu mano. —Inyanna no opuso resistencia. Las palmas del hombre estaban húmedas, y eran blandas. Agourmole la miró a los ojos y dijo en voz baja e intensa—: Tu verdadera vida acaba de empezar. Todo lo ocurrido hasta ahora ha sido un simple sueño. Ahora eres una ladrona de Ni-moya y tu nombre es Kulibhai. —Guiñó un ojo y agregó—: Veinte reales por Vista de Nissimorn es un precio excelente.
—Los di para pagar los gastos legales —dijo Inyanna—. Me explicaron que había heredado la mansión, gracias a la hermana de mi abuela.
—Si es cierto, tendrás que celebrar una gran fiesta en nuestro honor, en cuanto tomes posesión de la casa, para recompensar nuestra hospitalidad. ¿De acuerdo? —Agourmole se echó a reír—. ¡Avayne! ¡Vino para tu tío Kulibhai! ¡Sidoun, Hanoun, buscad ropa para él! ¡Venga, música! ¿Quién tiene ganas de bailar? ¡Quiero ver alegría! ¡Medill, prepara la cama del huésped!
El hombrecillo se agitó de modo irreprimible mientras iba dando órdenes. Inyanna, arrastrada por tan vehemente energía, aceptó un vaso de vino, dejó que un hermano de Liloyve le tomara medidas para una túnica y se esforzó en aprender de memoria el torrente de nombres que había pasado por su mente. Otras personas entraron en la habitación, más humanos, tres grisáceos yorts de rechonchas mejillas y, para sorpresa de Inyanna, una pareja de enjutos y silenciosos metamorfos. Aunque estaba acostumbrada a tratar con cambiaspectos en la tienda, no esperaba que Liloyve y su familia compartieran la vivienda con los misteriosos aborígenes. Pero quizá ladrones y metamorfos se consideraban razas aparte en Majipur, y por eso congeniaban.
La improvisada fiesta zumbó alrededor de Inyanna durante varias horas. La ex tendera pensó que los ladrones rivalizaban por conseguir sus favores, puesto que todos, uno a uno, se esforzaron en trabar amistad, le ofrecieron diversas chucherías, algún relato íntimo, cierto chismorreo confidencial. Para la descendiente de una antigua familia de tenderas, los ladrones eran enemigos naturales. Y sin embargo esas personas, aunque fueran miserables proscritos, reflejaban cordialidad, amistad y sinceridad, y eran los únicos aliados de Inyanna en una vasta e indiferente ciudad. Inyanna no tenía deseo alguno de aprender esa extraña profesión, pero sabía que la fortuna podía haberle deparado cosas peores que arrojarla al seno de la familia de Liloyve.
Durmió a ratos, tuvo vaporosos sueños inconexos y varias veces despertó sumida en total confusión, sin la menor idea de dónde se encontraba. Finalmente el agotamiento la dominó y cayó en un profundo sopor. Normalmente despertaba con el alba, pero el alba era un rincón desconocido en un lugar muy parecido a una cueva, y cuando el sueño la abandonó podía ser cualquier hora del día o de la noche.
Liloyve estaba delante de ella, sonriente.
—Debías estar cansadísima.
—¿He dormido mucho?
—Has dormido hasta que has terminado de dormir. Las horas necesarias, ¿no?
Inyanna observó el lugar. Vio señales de la fiesta —botellas y vasos vacíos, prendas desperdigadas— pero los demás se habían ido. Tenían que hacer la ronda de la mañana, explicó Liloyve. Después de lavarse y vestirse, las dos jóvenes salieron al maelstrom del Bazar. De día era tan bullicioso como la noche anterior, pero tenía un aspecto menos mágico con luz ordinaria, poseía una atmósfera menos densa, menos cargada de electricidad. Era un vasto y atestado almacén, mientras que la noche anterior Inyanna pensó hallarse en un enigmático y autónomo universo. Sólo se detuvieron en tres o cuatro tiendas para robar el desayuno: Liloyve se sirvió resueltamente y entregó el botín a la avergonzada y vacilante Inyanna. Después, tras abrirse paso en la increíble complejidad del laberinto (Inyanna pensó que jamás conseguiría aprenderse el recorrido) encontraron de repente el aire puro del mundo exterior.
—Hemos salido por la Puerta de Piliplok —dijo Liloyve—. De aquí a las oficinas del pontificado hay muy poco trecho.
Un paseo breve pero asombroso, porque en todos los rincones había nuevas maravillas. En una espléndida avenida Inyanna vio un brillante chorro de luz, un segundo sol que brotaba del pavimento. Liloyve le explicó que era el principio del Bulevar de Cristal, que brillaba día y noche gracias al fulgor de unos reflectores giratorios. Cruzaron otra calle e Inyanna avistó un edificio que únicamente podía ser el palacio del duque de Ni-moya, situado muy hacia el este en la gran ladera de la ciudad, donde el Zimr describía una brusca curva. Era una cenceña columna de piedra cristalina sobre una amplia base de numerosos pedestales, enorme pese a la distancia, y rodeada por un parque que era una alfombra de verdor. Doblaron otra esquina, e Inyanna observó algo parecido al irregular capullo de la crisálida de cierto insecto fabuloso, pero con una longitud que superaba los mil metros, suspendido sobre una avenida increíblemente ancha.
—La Galería Telaraña —dijo Liloyve—, el sitio donde los ricos compran sus juguetes. A lo mejor un día gastas tu dinero en esas tiendas. Pero no hoy. Ya hemos llegado: Paseo Rodamaunt. Pronto aclararemos lo de tu herencia.
La calle era amplia y curvada, con torres de lisa fachada e idéntica altura a un lado, y una sucesión de edificios altos y bajos al otro. Los últimos eran, al parecer, edificios oficiales. Inyanna se asustó al ver tanta complejidad, y de haber estado sola habría errado durante horas, confusa, sin atreverse a entrar. Pero Liloyve averiguó los misterios del lugar con una serie de rápidas pesquisas y guió a Inyanna por los pasillos y recovecos de un laberinto poco menos intrincado que el Gran Bazar. Por fin se sentaron en un banco de madera de una sala de espera brillantemente iluminada, y contemplaron los nombres que aparecían y desaparecían en un tablón de anuncios. Al cabo de media hora surgió el nombre de Inyanna en el tablero.
—¿Es ésta la sección de validación? —preguntó Inyanna en el momento de entrar.
—Al parecer no existe nada con ese nombre —dijo Liloyve—. Aquí están los agentes imperiales. Si alguien puede ayudarte, son ellos.
Un yort de aspecto severo, inflado y de ojos saltones como casi todos sus hermanos de raza, inquirió el motivo de la consulta, e Inyanna, primero vacilante, luego verbosa, explicó la historia: los desconocidos de Ni-moya, la asombrosa revelación de la herencia, los documentos, el sello pontificio, los veinte reales para gastos. El yort, durante la exposición, fue hundiéndose detrás del escritorio, se frotó las mejillas y, de forma desconcertante, hizo girar sus grandes ojos globulares, primero uno, luego otro. Cuando Inyanna acabó, el funcionario cogió el recibo que le tendía la joven y pasó sus gruesos dedos por los bordes del sello imperial, muy pensativo.
—Con usted ya son diecinueve los demandantes de Vista de Nissimorn que se han presentado en Ni-moya este año —dijo tristemente—. Habrá más, me temo. Habrá muchos más.
—¿Diecinueve?
—Que yo sepa. Es posible que otros no se hayan tomado la molestia de comunicar el fraude a los agentes imperiales.
—El fraude —repitió Inyanna—. ¿Es un fraude? Los documentos que me enseñaron, la genealogía, los papeles que llevaban mi nombre… ¿Viajaron nada menos que de Ni-moya a Velathys simplemente para timarme veinte reales?
—Oh, no simplemente para timarla a usted —dijo el yort—. Seguramente habrán tres o cuatro herederos de Vista de Nissimorn en Velathys, otros cinco en Narabal, siete en Til-omon, una docena en Pidruid… Cuesta poco trabajo obtener genealogías, ¿sabe usted? Igual que falsificar los documentos y llenar los huecos en blanco. Veinte reales de ésta, treinta de aquél… Una bonita forma de ganarse la vida si uno va moviéndose, ¿comprende?
—Pero… ¿cómo es posible? ¡Estas cosas van contra la Ley!
—Cierto —convino cansinamente el yort.
—Y el Rey de los Sueños…
—Castigará a los culpables con suma severidad, puede estar segura de ello. Y nosotros les aplicaremos las correspondientes sanciones civiles en cuanto los detengamos. Sería una gran ayuda que describiera a esos individuos.
—¿Y mis veinte reales?
El yort se encogió de hombros.
—¿No hay esperanzas de recuperar un solo peso? —dijo Inyanna.
—Ninguna.
—¡Entonces lo he perdido todo!
—En nombre de su majestad, le ofrezco mi más sincera condolencia —dijo el yort, y ahí concluyó la entrevista. Una vez fuera, Inyanna tuvo un repentino impulso.
—¡Llévame a Vista de Nissimorn! —dijo a Liloyve.
—No seguirás creyendo que…
—¿Que me pertenece? No, claro que no. ¡Pero quiero verlo! ¡Quiero saber qué clase de lugar me vendieron por veinte reales!
—¿Por qué quieres atormentarte?
—Por favor —dijo Inyanna.
—De acuerdo, vamos —contestó Liloyve.
Liloyve llamó un flotador callejero y tecleó las instrucciones. Con los ojos muy abiertos, Inyanna observó el panorama, maravillada, mientras el vehículo avanzaba por las nobles avenidas de Ni-moya. Con el calor del sol de mediodía todo estaba bañado en luz, y la ciudad resplandecía, no con el gélido fulgor de la cristalina Dulorn sino con un esplendor vibrante y agradable que se reflejaba en las calles y en las blanqueadas fachadas. Liloyve describió los lugares más notables que encontraron en el camino.
El Museo Universal —dijo al tiempo que señalaba con el dedo una gran estructura coronada por una diadema de cúpulas de vidrio—. Tesoros de mil planetas, incluso algunos objetos de Vieja Tierra. Y ese edificio es el Salón de la Magia, también una especie de museo. Nunca lo he visitado. Y allí… ¿ves los tres pájaros de la ciudad en la fachada?… el Palacio de la Ciudad, donde vive el alcalde.
El vehículo dio la vuelta para descender hacia el río.
—Los restaurantes flotantes están en esta parte del puerto —dijo Liloyve mientras su mano describía un amplio arco—. Hay nueve, parecidos a islotes. He oído decir que te ofrecen platos de todas las provincias de Majipur. Algún día comeremos en esos sitios, en los nueve, ¿eh?
Inyanna sonrió tristemente.
—Me gustaría pensar así.
—No te preocupes. Tenemos toda una vida por delante, y la vida de ladrona es cómoda. Recorreré todas las calles de Ni-moya antes de morir, y tú puedes acompañarme. En Gimbeluc, cerca de las montañas, ¿sabes?, está el Parque de Bestias Fabulosas, con animales que ya no existen en las selvas: sigimoines, galvares, dimiliones… Y está el Palacio de la Ópera, donde actúa la orquesta municipal… ¿has oído hablar de la orquesta de Ni-moya? Mil instrumentos, no hay nada parecido en el universo… Y también tenemos… ¡Oh, ya hemos llegado! Bajaron del flotador. Inyanna vio que el río estaba cerca. Ante ella se extendía el Zimr, el gran río, tan ancho en esa zona que apenas se distinguía la otra orilla, y era muy difícil ver la verde línea de Nissimorn en el horizonte. A la izquierda había una empalizada de varas metálicas dos veces más alta que un hombre normal. Las varas estaban separadas dos o tres metros y unidas por una malla nebulosa, casi invisible, que emitía un siniestro zumbido. Al otro lado de esa valla había un jardín de sorprendente belleza: elegantes arbustos con flores de color oro, turquesa y escarlata, y un césped tan podado que parecía estar pintado en el suelo. Más lejos, el terreno empezaba a ascender, y la mansión ocupaba un saliente rocoso con vista al puerto. Era un edificio de hermoso tamaño, con las paredes blancas según el estilo de Ni-moya, en cuya construcción se había hecho uso de casi todas las técnicas de suspensión e iluminación típicas de la ciudad, con pórticos que flotaban en el aire (ésa era la impresión) y balcones que sobresalían asombrosas distancias de la fachada. Igual que el Palacio Ducal (visible no muy lejos orilla abajo, esplendorosamente erguido sobre su pedestal). Vista de Nissimorn fue juzgado por Inyanna como el edificio más bello que había visto hasta la fecha en Ni-moya. ¡Y era el edificio que creía haber heredado! Se echó a reír. Corrió a lo largo de la empalizada, con esporádicas detenciones para contemplar la mansión desde diversos ángulos. Y la risa brotó de su garganta como si alguien le hubiera revelado la verdad más recóndita del universo, la verdad que explica los secretos del resto de verdades y que en consecuencia debe provocar un torrente de carcajadas. Liloyve fue detrás de Inyanna, gritándole que se detuviera, pero ésta corría como una posesa. Finalmente llegó a la puerta principal, donde dos gigantescos skandars con inmaculadas libreas blancas montaban guardia, con todos los brazos cruzados en un gesto categórico y dominante. Inyanna siguió riendo. Los skandars fruncieron el ceño. Liloyve, que llegaba en ese mismo momento, tiró de la manga de Inyanna y la instó a que se fuera antes de que surgieran complicaciones.
—Espera —dijo Inyanna, jadeante. Se acercó a los skandars—. ¿Sois siervos de Calain de Ni-moya? La miraron sin verla, y guardaron silencio.
—Decid a vuestro amo —continuó Inyanna, impasible— que Inyanna de Velathys ha estado aquí para ver la mansión, y que lamenta no tener tiempo para entrar a comer. Gracias.
—¡Vamonos! —musitó Liloyve.
El enojo empezaba a reemplazar a la indiferencia en los peludos rostros de los imponentes guardianes. Inyanna los saludó graciosamente, se echó a reír otra vez e hizo una señal a su amiga. Corrieron hacia el flotador, y Liloyve acabó participando en el incontrolable jolgorio.
Iba a transcurrir mucho tiempo antes de que Inyanna volviera a ver la luz del sol de Ni-moya, puesto que debía iniciar su nueva vida de ladrona en las entrañas del Gran Bazar. Al principio no tenía intención de adoptar la profesión de Liloyve y la familia de ésta. Pero consideraciones prácticas no tardaron en superar sus remilgos morales. Carecía de medios para regresar a Velathys, y además, después de los primeros vislumbres de Ni-moya, no tenía deseos de hacer tal cosa. Nada la aguardaba en Velathys aparte de una vida vendiendo menudencias, cola, clavos, satén de imitación y linternas de Til-omon. Pero si se quedaba en Ni-moya necesitaba ganarse la vida. No conocía otro oficio que no fuera el de tendera, y sin capital no podía abrir una tienda. Pronto se acabaría todo su dinero, no pensaba vivir de la caridad de sus nuevas amistades y no tenía otras perspectivas. Estaban ofreciéndole un puesto en una sociedad distinta y parecía aceptable emprender una vida de hurtos, por muy extraña que fuera para su forma de pensar anterior, puesto que aquellos charlatanes embaucadores le habían robado todos sus ahorros. En consecuencia Inyanna dejó que la vistieran con una túnica masculina —ella era una mujer alta, y un poco desgarbada, detalles suficientes para dar credibilidad al engaño— y con el nombre de Kulibhai, hermano del maestro de ladrones Agourmole, entró en el gremio de éste.
Liloyve fue su mentora. Durante tres días Inyanna la siguió por el Bazar y la observó atentamente mientras los ágiles dedos de ésta hurtaban artículos. A veces el método era muy tosco: Liloyve se probaba una capa y se esfumaba entre el gentío. Otras veces eran auténticas exhibiciones de prestidigitación en arcones y mostradores. Y de vez en cuando se precisaban meditados engaños, como embaucar a un repartidor con la promesa de un beso o algo mejor mientras un cómplice se alejaba con la carretilla llena de productos. Al mismo tiempo había que cumplir con la obligación de evitar robos de aficionados. En dos ocasiones durante esos tres días, Inyanna vio a Liloyve cumplir esa tarea: una mano en la muñeca del otro, una mirada fría e iracunda, enérgicas palabras musitadas… y en ambos casos hubo temor, disculpas, apresurada retirada. Inyanna dudaba que ella tuviera valor para hacerlo. Era un quehacer más difícil que robar, y tampoco estaba segura de adaptarse al robo.
—Quiero una botella de leche de dragón y dos de vino dorado de Piliplok —le dijo Liloyve el cuarto día.
—¡Deben valer un real cada una! —contestó Inyanna, consternada.
—Cierto.
—Quiero empezar robando salchichas.
—Eso no es más difícil que robar vinos raros —dijo Liloyve—. Y mucho menos provechoso.
—No estoy preparada.
—Piensas que no lo estás. Ya has visto cómo se hace. Tú puedes hacerlo. Ese miedo es absurdo. Tienes alma de ladrona, Inyanna.
Inyanna reaccionó furiosamente.
—¿Cómo te atreves a…?
—¡Calma, calma, sólo era un cumplido! Inyanna asintió.
—Aunque así sea. Creo que te equivocas.
—Y yo creo que te subestimas —dijo Liloyve—. Hay aspectos de tu carácter que son más visibles para otras personas que para ti misma. Yo los vi el día que visitamos Vista de Nissimorn. Bueno, venga. Roba una botella de dorado de Piliplok, otra de leche de dragón y basta de parloteo. Si quieres ser ladrona de nuestro gremio, empieza ahora.
No había escape posible. Pero tampoco había motivo para arriesgarse a hacerlo sola. Inyanna pidió a un primo de Liloyve, Athayne, que la acompañara, y juntos llegaron contoneándose a una vinatería del Pasaje Ossier: dos varones jóvenes dispuestos a pagarse algún gozo. Una extraña calma dominaba a Inyanna. Se prohibió pensar en temas no pertinentes, como moralidad, derecho de propiedad o miedo al castigo. Sólo había una tarea que considerar: un rutinario trabajo de latrocinio. En otro tiempo su profesión había sido vender, ahora era robar en las tiendas, y era absurdo complicar la situación con vacilaciones filosóficas.
Un gayrog estaba detrás del mostrador de la vinatería: ojos helados que jamás pestañeaban, piel lustrosa y escamosa, carnoso cabello que no dejaba de retorcerse. Inyanna, con la voz más grave que podía fingir, se interesó por el precio de la leche de dragón en frasquito, botella y botellón. Mientras tanto Athayne se dedicó a mirar los baratos vinos rosados del centro del continente. El gayrog indicó precios. Inyanna expresó sobresalto. El gayrog hizo un gesto de indiferencia. Inyanna levantó un frasco, estudió el líquido de color azul claro y frunció el ceño.
—Es más oscura que la calidad normal —dijo.
—Varía de un año a otro. Y de un dragón a otro.
—Lo lógico sería que estas cosas fueran siempre igual.
—El efecto siempre es igual —dijo el gayrog. En sus ojos de reptil había el equivalente gayrog a una mirada lasciva y presuntuosa—. Unos sorbos, amigo mío, y estará en forma toda la noche.
—Déjeme pensarlo —dijo Inyanna—. Un real es una suma importante, aunque los efectos sean tan prodigiosos.
Era la señal convenida con Athayne, que se volvió hacia el vendedor.
—Este vino de Mazadone —dijo—, ¿cuesta tres coronas el botellón? Estoy seguro de que la semana pasada valía dos.
—Si lo encuentra a ese precio, cómprelo —respondió el gayrog.
Athayne arrugó la frente, fingió que iba a poner la botella en la estantería, tropezó, cayó y tiró media hilera de botellines. El gayrog silbó de cólera. Athayne, sin dejar de disculparse, hizo torpes movimientos para arreglar el desaguisado, y tiró más botellas. El gayrog corrió hacia la estantería dando gritos. Él y Athayne tropezaron mientras intentaban restaurar el orden, y en ese instante Inyanna se metió en la túnica el frasco de leche de dragón y escondió una botella de dorado de Piliplok.
—Creo que preguntaré precios en otro sitio —dijo en voz alta, y se fue.
Asunto concluido. Inyanna se controló para no echar a correr, aunque le ardían las mejillas y estaba segura de que todos los transeúntes sabían que ella era una ladrona, que los otros tenderos del pasaje estallarían de cólera y saldrían a cogerla y que el mismo gayrog iba a perseguirla dentro de un instante. Pero llegó hasta la esquina sin ninguna dificultad, dobló a la izquierda, localizó la calle de cosméticos y perfumes, la recorrió y entró en la sección de quesos y aceites donde aguardaba Liloyve.
—Quédate con esto —dijo Inyanna—. Abrasan tanto que me están perforando el pecho.
—Buen trabajo —comentó Liloyve—. ¡Esta noche beberemos el dorado en tu honor!
—¿Y la leche de dragón?
—Para ti —dijo Liloyve—. Compártela con Calain, la noche que te invite a cenar en Vista de Nissimorn.
Esa noche Inyanna estuvo en vela varias horas, temerosa de dormir, porque al dormirse llegarían los sueños y con éstos los castigos. El vino se había acabado, pero el frasco de leche de dragón se encontraba bajo la almohada, e Inyanna ansiaba salir a escondidas y devolverlo al gayrog. Siglos de antepasados tenderos oprimían su alma. Una ladrona, pensó, una ladrona, una ladrona, soy una ladrona de Ni-moya. ¿Qué derecho tenía a coger esas cosas? ¿Qué derecho tenían, se respondió, los hombres que te robaron los veinte reales? Pero, ¿qué tiene que ver eso con el gayrog? Si ellos me roban, si yo utilizo eso como excusa para robar al gayrog, y el gayrog se resarce con cosas de otra persona, ¿dónde termina la cadena, cómo puede sobrevivir la sociedad? Que la Dama me perdone, pensó Inyanna. El Rey de los Sueños flagelará mi espíritu. Pero acabó durmiéndose. No podía estar en vela eternamente, y los sueños que tuvo fueron maravillosos y majestuosos: se deslizó separada del cuerpo por las grandes avenidas de la ciudad, por el Bulevar de Cristal, por el Museo Universal, por la Galería Telaraña, y llegó a Vista de Nissimorn, donde el hermano del duque pidió su mano. El sueño dejó asombrada a Inyanna porque era imposible juzgarlo como un sueño de castigo. ¿Y la moralidad? ¿Y la conducta correcta? El robo era contrario a todas sus creencias. Sin embargo, parecía que el destino le tenía reservado el oficio de ladrona. Todo lo ocurrido en el último año la había dirigido hacia esa meta. Quizá era voluntad del Divino que ella fuera lo que era. Inyanna sonrió. ¡Qué cinismo! Pero así estaban las cosas. Ella no opondría resistencia al destino.
Inyanna hizo numerosos robos, y los hizo bien. Su primera y terrible aventura en el mundo del robo tuvo continuación en muchas otras durante los siguientes días. Vagó libremente por el Gran Bazar, a veces acompañada de cómplices, a veces sola, sirviéndose lo que le apetecía. Fue tan fácil que casi llegó a pensar que no era un delito. El Bazar siempre estaba atestado: la población de Ni-moya, al parecer, se acercaba a los treinta millones de habitantes, y era como si todos estuvieran constantemente en los locales comerciales. Había un constante, aplastante flujo de gente. Los vendedores eran muy descuidados dado el acoso que sufrían; siempre estaban atormentados por preguntas, discusiones, clientes difíciles, inspectores. Actuar entre el río de seres, cogiendo todo lo que se deseaba, apenas era difícil.
La mayor parte del botín se vendía. Un ladrón profesional podía conservar algún artículo para su uso personal, y siempre comía mientras trabajaba, pero casi todo lo robaba con la intención de efectuar una inmediata reventa. Esa tarea era responsabilidad de los yorts que vivían con la familia de Agourmole. Eran tres, Beyork, Hankh y Mozinhunt, y formaban parte de una amplia red de distribución de genero hurtado, una cadena de yorts que sacaban mercancías del Bazar y las introducían en canales de venta al por mayor (muchas veces el producto robado era adquirido otra vez por el mismo comerciante que había sufrido el robo). Inyanna no tardó en aprender qué cosas interesaban a los yorts y qué artículos no merecían fatigas. Puesto que era nueva en Ni-moya, Inyanna tuvo especiales facilidades en su trabajo. No todos los comerciantes del Gran Bazar se mostraban complacientes con el gremio de ladrones, y algunos conocían de vista a Liloyve, Athayne, Sidoun y otros miembros de la familia y les ordenaban salir de la tienda en el mismo instante que los veían. Pero el joven que se llamaba Kulibhai era desconocido en el Bazar, y puesto que Inyanna elegía todos los días un sector distinto del casi infinito lugar, pasarían años antes de que las víctimas llegaran a familiarizarse con ella.
Los riesgos del trabajo no provenían tanto de los vendedores, empero, como de los ladrones de otras familias. Estos últimos tampoco conocían a Inyanna, y su vista era más rápida que la de los tenderos. Tres veces durante los diez primeros días Inyanna fue sorprendida por otro ladrón. Al principio era terrible notar una mano apretada en la muñeca. Pero Inyanna conservaba la serenidad y, mirando al otro sin pánico, se limitaba a decir, «Estás cometiendo un abuso. Soy Kulibhai, hermano de Agourmole». El rumor se propagó con rapidez. Después del tercer incidente de ese tipo, Inyanna no sufrió más molestias.
Hacer ella misma esas intervenciones fue problemático. Al principio le era imposible diferenciar a los ladrones legítimos de los ilegítimos, y dudaba en el momento de aferrar la muñeca de alguien que, por lo que ella sabía, podía haber estado hurtando en el bazar desde los tiempos de lord Kinniken. Con el tiempo le fue sorprendentemente fácil detectar los hurtos, pero si no iba acompañada de otro ladrón del clan de Agourmole para consultarle, no tomaba medidas. Poco a poco fue conociendo a muchos ladrones autorizados de otras familias, pero prácticamente todos los días veía un rostro desconocido que manoseaba los artículos de algún vendedor, y por fin, después de varias semanas en el Bazar, Inyanna se sintió impulsada a actuar. Si topaba con un ladrón auténtico, siempre podía pedir perdón. Pero la esencia del sistema era que ella era vigilante además de ladrona, y sabía que no estaba cumpliendo la primera tarea. Inyanna actuó por primera vez con una mugrienta jovencita que estaba robando verduras; apenas tuvo tiempo para abrir la boca, porque la chica soltó el botín y huyó aterrorizada. El siguiente caso fue el de un ladrón veterano, un pariente lejano de Agourmole que le explicó amistosamente el error que había cometido. Y el tercer ladrón, desautorizado pero impasible, respondió a las palabras de Inyanna con despreciativas maldiciones y veladas amenazas; Inyanna replicó, tranquila y falsamente, que otros siete ladrones del gremio estaban observando y tomarían inmediatas medidas si había problemas. Después de este incidente Inyanna perdió el miedo, y actuó con gran resolución y confianza siempre que le pareció apropiado.
Tampoco los robos turbaron su conciencia, después de superado el aprendizaje. Le habían enseñado a temer la venganza del Rey de los Sueños si se aventuraba en el pecado —pesadillas, tormentos, fiebre en el alma en cuanto cerrara los ojos— pero una de dos: o el Rey no consideraba pecado esta clase de ratería, o él y sus sirvientes no tenían tiempo para ocuparse de Inyanna por tener que castigar a peores criminales. Fuera cual fuera el motivo, el Rey no hizo ningún envío a la ex tendera. De vez en cuando Inyanna soñaba con él, un viejo y feroz ogro que emitía malas noticias desde el ardiente desierto de Suvrael, mas eso no era anormal; el Rey se introducía de tiempo en tiempo en los sueños de todos los ciudadanos, y ello carecía de importancia. Algunas veces Inyanna soñó también con la bendita Dama de la Isla, la apacible madre de la Corona, Lord Malibor, y tuvo la impresión de que aquella dulce mujer sacudía tristemente la cabeza, como si quisiera decir que estaba muy desilusionada con su hija Inyanna. Pero la Dama estaba facultada para hablar con más vigor a las personas que se habían apartado de su camino, y no había hablado así a Inyanna. Falta de corrección moral, la nueva ladrona no tardó en considerar su profesión como algo natural. No era un delito, se trataba de una simple redistribución de artículos. Al fin y al cabo, nadie sufría graves perjuicios.
Un día aceptó como amante a Sidoun, el hermano mayor de Liloyve. Era un joven de menor estatura que Inyanna, y tan huesudo que era difícil abrazarle sin hacerse daño. Pero se trataba de un hombre amable y considerado, que tocaba muy bien el arpa de bolsillo y cantaba viejas baladas con una clara voz de tenor. Cuanto más salía con él a robar, más agradable le resultaba su compañía. Se hicieron ciertos arreglos en el cubil de Agourmole, y los amantes pudieron pasar juntos las noches. Liloyve y el resto de ladrones consideraron encantador el inesperado acontecimiento.
Acompañada de Sidoun, Inyanna erró cada vez más lejos por la gran ciudad. Eran tan eficientes actuando en equipo que a menudo completaban su cupo de hurtos en un par de horas, y así tenían libre el resto de la jornada, porque no era conveniente exceder el cupo personal: el contrato social del Gran Bazar permitía a los ladrones robar ciertas cantidades de artículos, y nada más, con impunidad. De ese modo Inyanna hizo excursiones a las deliciosas afueras de Ni-moya. Uno de sus lugares favoritos era el Parque de Bestias Fabulosas del montañoso barrio de Gimbeluc, donde se podía pasear entre animales de otras eras, desalojados de sus dominios por el avance de la civilización en Majipur. Inyanna vio rarezas tales como dimiliones de temblorosas patas, frágiles tajahojas de largo cuello que doblaban la estatura de un skandar, delicados sigimoines que andaban de puntillas y tenían peludas colas a ambos lados, y los torpes zampidunes de enorme pico que en otros tiempos oscurecían el cielo de Ni-moya cuando volaban en grandes bandadas y que en la actualidad sólo existían en el parque y en los emblemas oficiales de la ciudad. Mediante cierta magia ideada en tiempos remotos, la proximidad de una de esas criaturas iba acompañada por voces que surgían del suelo para informar a los visitantes del nombre y hábitat original del animal correspondiente. Además el parque poseía claros encantadoramente apartados, donde Inyanna y Sidoun pasearon cogidos de la mano sin apenas hablar, ya que éste era hombre de pocas palabras.
En varias ocasiones dieron paseos en barco por el Zimr y por el lado de Nissimorn, y visitaron la garganta del cercano río Steiche; un larguísimo recorrido por ese río les habría llevado al prohibido territorio de los cambiaspectos. Pero se trataba de un viaje río arriba de muchas semanas, y la pareja sólo llegó a los pueblos pesqueros de los líis, al sur de Nissimorn, donde compraron pescado fresco para merendar en la playa, nadar y tumbarse al sol. En noches sin luna visitaron el Bulevar de Cristal, donde los reflectores giratorios formaban deslumbrantes dibujos de luz, y contemplaron asombrados las cajas propagandísticas de las grandes compañías de Majipur, un museo callejero de costosos productos, una exhibición tan espléndida y exuberante que ni el ladrón más arrojado se atrevía a cometer un robo. Y la pareja cenó con frecuencia en los restaurantes flotantes, algunas veces acompañados por Liloyve, que gozaba en estos lugares más que en cualquier otro sitio de la ciudad. Todas las islas eran copias en miniatura de remotos territorios del planeta. Plantas y animales característicos medraban en ellas, y platos y vinos eran una peculiaridad del lugar. Había un restaurante de la ventosa Piliplok, donde los habitantes que podían permitírselo comían carne de dragón marino, otro de la húmeda Narabal con sus ricas bayas y suculentos helechos, otro de la soberbia Stee en el Monte del Castillo, otro de Stoien, otro de Pidruid, otro de Til-omon… pero ninguno de Velathys se enteró Inyanna sin sorpresa alguna. Tampoco la capital metamorfa, Ilirivoyne, gozaba del privilegio de estar representada en una isla, ni la soleada y cruel Tolaghai de Suvrael, porque Tolaghai e Ilirivoyne eran lugares aborrecidos por casi todos los habitantes de Majipur, y Velathys pasaba inadvertida.
Sin embargo, el lugar favorito de Inyanna entre todos los que visitó con Sidoun en esas tardes y noches de ocio fue la Galería Telaraña. Ese edificio de casi dos kilómetros de longitud, suspendido a gran altura sobre la calle, contenía las tiendas más elegantes de Ni-moya, es decir las más elegantes del continente de Zimroel y de Majipur si se exceptuaban las opulentas ciudades del Monte del Castillo. Cuando iban allí, Inyanna y Sidoun vestían su mejor ropa, robada en los más selectos establecimientos del Gran Bazar, que no era nada comparada con las prendas exhibidas por los aristócratas, pero sí muy superior a su vestimenta cotidiana. Inyanna disfrutaba librándose de las prendas masculinas que llevaba para desempeñar el papel de Kulibhai el ladrón; en esas visitas podía vestir apretadas túnicas de color púrpura y verde, y dejarse suelto el largo cabello rojo. Con las puntas de los dedos suavemente apretadas a las manos de Sidoun, Inyanna recorrió el gran paseo de la Galería y se permitió el placer de fantasear mientras examinaba joyas, antifaces de plumas, pulidos amuletos y chucherías metálicas que estaban a la venta, por dos puñados de relucientes reales, para los realmente ricos. Ninguno de esos objetos sería suyo nunca, e Inyanna lo sabía, porque un ladrón que progresara tanto como para darse esos lujos sería un peligro para la estabilidad del Gran Bazar. Pero bastaba con el gozo de limitarse a ver los tesoros de la Galería Telaraña, y aparentar.
En una de estas salidas a la Galería Telaraña, Inyanna se cruzó por casualidad con Calain, hermano del duque.
Naturalmente Inyanna no tenía la menor idea de lo que iba a pasar. Lo único que pensó es que iba a hacer un inocente flirteo, parte de la aventura en la fantasía que una visita a la Galería debía ser. Era una apacible noche de finales de verano y ella vestía una de sus túnicas más ligeras, un simple tejido menos substancial que la misma telaraña de la Galería. Y ella y Sidoun se hallaban en la tienda de tallas de hueso de dragón, examinando las extraordinarias obras maestras, no mayores que un pulgar, de un capitán de barco, un skandar que creaba enredos de astillas de marfil, piezas totalmente increíbles. En ese momento entraron en el local cuatro hombres con típicas vestimentas de la nobleza. Sidoun se ocultó al momento en un oscuro rincón, porque sabía que su ropa, su porte y el corte de su cabello no le señalaban como igual de los recién llegados. Pero Inyanna, consciente de que las líneas de su cuerpo y la serena mirada de sus ojos verdes podían compensar toda clase de deficiencias de porte, se atrevió a permanecer ante el mostrador. Uno de los hombres observó la talla que la joven tenía en la mano.
—Si la compra —dijo—, obrará muy bien.
—Aún no estoy decidida —replicó Inyanna.
—¿Me permite verla?
Inyanna puso la talla suavemente en la palma del otro, y al mismo tiempo hizo que sus ojos entraran en descarado contacto con los del desconocido. Éste sonrió, pero dedicó toda su atención a la pieza de marfil, la esfera de Majipur hecha con deslizantes fragmentos de hueso.
—¿Qué vale? —preguntó al propietario al cabo de unos momentos.
—Obsequio de la casa —respondió el vendedor, un enjuto y austero gayrog.
—Perfectamente. Y un obsequio mío para usted —dijo el noble, volviendo a poner la chuchería en la mano de la atónita Inyanna. La sonrisa del desconocido era más íntima—. ¿Es usted de Ni-moya? —preguntó tranquilamente.
—Vivo en Strelain —dijo Inyanna.
—¿Suele cenar en la Isla de Narabal?
—Cuando estoy de humor.
—Perfecto. ¿Le gustaría estar allí mañana con la puesta de sol? Encontrará a alguien ansioso de conocerla.
Reprimiendo su sorpresa, Inyanna asintió. El noble hizo una inclinación de cabeza y se volvió. Compró tres minúsculas tallas, dejó una bolsa de monedas en el mostrador y se marchó con sus tres acompañantes. Inyanna contempló maravillada la obra de arte que tenía en la mano. Sidoun salió de las sombras.
—¡Eso vale diez reales! ¡Véndelo al mismo comerciante!
—No —dijo ella. Y dirigiéndose al vendedor inquirió—: ¿Quién era ese hombre?
—¿No lo conoce?
—Si lo conociera no le preguntaría su nombre.
—Claro, claro. —El gayrog emitió silbidos—. Es Durand Livolk. Es el chambelán del duque.
—¿Y los otros tres?
—Dos están al servicio del duque, y el tercero es compañero del hermano del duque, Calain.
—Ah —dijo Inyanna. Levantó la esfera de marfil—. ¿Podría montar esto en una cadena?
—Sólo tardaré un momento.
—¿Qué valdrá una cadena digna de este objeto? El gayrog le lanzó una larga, calculadora mirada.
—La cadena es un simple accesorio de la talla. Y puesto que la talla fue un obsequio, así será con la cadena.
El vendedor dispuso finos eslabones de oro en la bola de marfil y metió la joya en una cajita de reluciente piel de estaca.
—¡Por lo menos veinte reales, con la cadena! —murmuró Sidoun, perplejo, en cuanto salieron de la tienda—. ¡Llévalo a esa tienda y véndelo, Inyanna!
—Es un obsequio —dijo ella tranquilamente—. Lo luciré mañana por la noche, cuando cene en la Isla de Narabal.
Pero no podía acudir a la cena con la túnica que llevaba puesta. Y encontrar otra tan fina y elegante en las tiendas del Gran Bazar precisó dos horas de diligente trabajo al día siguiente. Pero por fin Inyanna encontró una que era lo más próximo a la desnudez y empero envolvía todo su cuerpo en misterio. Ésa fue la túnica que vistió en la Isla de Narabal, con la talla de marfil suspendida entre sus pechos.
En el restaurante no fue preciso identificarse. Al salir del transbordador, Inyanna fue recibida por un vroon serio y señorial vestido con librea ducal, que la guió por las exuberantes arboledas de parras y helechos hasta llegar a un umbroso cenador, apartado y fragante, en una parte de la isla separada del sector principal por densas espesuras. Tres personas aguardaban a Inyanna en una fulgurante mesa de madera de flor nocturna bajo una maraña de enredaderas cuyos tallos, gruesos y pilosos, soportaban el peso de enormes flores globulares de color azul. Uno de los presentes era Durand Livolk, el hombre que había regalado a Inyanna la talla de marfil. Había una mujer, esbelta y morena, tan elegante y resplandeciente como la misma mesa. Y el tercer comensal era un hombre que casi doblaba la edad de Inyanna, de constitución delicada, con finos labios muy apretados y suaves facciones. Los tres iban vestidos con tanto esplendor que Inyanna imaginó ir vestida con andrajos. Durand Livolk se levantó tranquilamente y se acercó a la recién llegada.
—Esta noche la encuentro más encantadora todavía —murmuró—. Bien, ahora conocerá a unos amigos. Ésta es mi compañera, lady Tisiorne. Y éste…
El hombre de frágil aspecto se levantó.
—Soy Calain de Ni-moya —se limitó a decir, en voz suave y dulce.
Inyanna se sintió confusa, pero sólo un momento. Había pensado que el chambelán del duque se interesaba por ella, y en ese instante comprendió que Durand Livolk sólo la había invitado en nombre del hermano del duque. Esa revelación encendió indignación en Inyanna, pero el fuego se apagó enseguida. ¿Por qué ofenderse? ¿Cuántas jóvenes de Ni-moya tenían la oportunidad de cenar en la Isla de Narabal con el hermano del duque? Si alguien creía que estaba utilizándola, muy bien. También ella pretendía aprovecharse del intercambio.
Había un lugar disponible para ella junto a Calain. Inyanna se sentó y el vroon llegó con una bandeja de licores, todos desconocidos, de colores que se mezclaban, formaban remolinos y fosforescían. Inyanna eligió uno al azar: olía a niebla de la montaña, y le produjo inmediato picor en mejillas y oídos. De arriba llegaba el chapaleteo de una llovizna, y las gotas caían en las grandes y lustrosas hojas de árboles y enredaderas, pero no en los comensales. Las ricas plantas tropicales de la isla, habían dicho a Inyanna, se conservaban mediante frecuentes lluvias artificiales que imitaban el clima de Narabal.
—¿Tiene algún plato favorito aquí? —dijo Calain.
—Preferiría que usted pidiera por mí.
—Como guste. No tiene acento de Ni-moya.
—Velathys —replicó Inyanna—. Llegué aquí el año pasado.
—Inteligente traslado —dijo Durand Livolk—. ¿Cuál fue el motivo?
Inyanna se echó a reír.
—Creo que explicaré esa historia en otro momento, si me lo permiten.
—Su acento es encantador —dijo Calain—. Aquí raramente conocemos gente de Velathys. ¿Es una ciudad hermosa?
—No lo creo, mi señor.
—Pero está cobijada en las Gonghar… Debe ser hermoso ver esas enormes montañas por todos los alrededores.
—Quizá. Te acostumbras a esas cosas cuando has pasado toda tu vida viéndolas. Es posible que hasta Ni-moya pareciera vulgar a una persona que ha crecido aquí.
—¿Dónde vive? —preguntó la mujer, Tisiorne.
—En Strelain —dijo Inyanna. Y a continuación, con malicia, porque había bebido otra copa de licor y notaba el efecto, añadió—: En el Gran Bazar.
—En el Gran Bazar —dijo Durand Livolk.
—Sí. Bajo la calle de las tiendas de queso.
—¿Y por qué motivo vive allí? —dijo Tisiorne.
—Oh —respondió Inyanna despreocupadamente— para estar cerca de mi lugar de trabajo.
—¿En la calle de las tiendas de queso? —dijo Tisiorne, con el horror deslizándose en su tono.
—Me ha entendido mal. Trabajo en el Bazar, pero no para los comerciantes. Soy ladrona.
La palabra salió de sus labios como un rayo que cae en una cumbre. Inyanna vio que la súbita expresión de asombro pasaba de Calain a Durand Livolk. El color subió de tono en las mejillas del chambelán. Pero se trataba de aristócratas, gente con aristocrática serenidad. Calain fue el primero en recobrarse de su perplejidad.
—Siempre he opinado —dijo, sonriendo con naturalidad— que esa profesión exige gracia y rapidez de reflejos. —Acercó su vaso al de Inyanna—. Te saludo, ladrona que afirma serlo. Eso demuestra una honradez que pocas personas tienen.
Volvió el vroon, con una gran fuente de porcelana llena de bayas de color azul claro, de apariencia cerosa, con puntos blancos. Eran zokas, una fruta conocida por Inyanna. Era la fruta favorita de Narabal, y se decía que enardecía la sangre y provocaba pasiones. Inyanna cogió varias bayas, Tisiorne sólo una, Durand Livolk un puñado y Calain muchas más. Inyanna se percató de que el hermano del duque comía las frutas con semillas incluidas; se aseguraba que ése era el método más eficaz. Tisiorne rechazó las semillas de su zoka, detalle que provocó una torcida sonrisa de Durand Livolk. Inyanna no imitó a Tisiorne.
Luego sirvieron vinos, bocados de pescado sazonado con especias, ostras que flotaban en sus propios jugos, un plato de diminutas setas de suave olor pastel y, como remate, una pierna de aromática carne: la pata de un gigantesco bilantún de los bosques del este de Narabal, según explicó Calain. Inyanna comió frugalmente, un bocadito de esto, un bocadito de aquello. Era el comportamiento correcto, y también el más sensato. Al cabo de un rato llegó un grupo de skandars que realizó prodigiosos ejercicios con antorchas, cuchillos y hachas y se ganó el sincero aplauso de los cuatro comensales. Calain lanzó una reluciente moneda (una pieza de cinco reales, vio asombrada Inyanna) a los rudos seres de cuatro brazos. Después llovió otra vez, aunque nadie se mojó, y más tarde, tras otra ronda de licores, Durand Livolk y Tisiorne se excusaron elegantemente y dejaron solos a Calain e Inyanna, sentados en la nebulosa oscuridad.
—¿De verdad eres ladrona? —dijo Calain.
—De verdad. Pero ése no era mi plan original. Era propietaria de una tienda de artículos diversos en Velathys.
—¿Y luego?
—La perdí por culpa de un timo —dijo ella—. Y llegué sin un peso a Ni-moya. Necesitaba trabajar, y encontré a unos ladrones que me parecieron considerados y simpáticos.
—Y ahora has encontrado ladrones de mayor categoría —dijo Calain—. ¿No estás inquieta por ello?
—No me dirás que te consideras un ladrón…
—He llegado a ocupar una posición elevada sólo porque nací en una buena familia. No trabajo, excepto para ayudar a mi hermano cuando me necesita. Vivo esplendorosamente, mejor que cualquier persona puede imaginar. No merezco nada de todo esto. ¿Has visto mi hogar?
—Lo conozco muy bien. Sólo desde fuera, claro.
—¿Te gustaría verlo por dentro esta noche?
Inyanna recordó brevemente a Sidoun, que estaría aguardando en la habitación de blanqueada piedra en el sótano de la calle de los queseros.
—Mucho —dijo Inyanna—. Y cuando lo hayamos visto, te explicaré una historia, sobre mí, Vista de Nissimorn y el motivo que me trajo a Ni-moya.
—Será muy divertida, estoy seguro. ¿Nos vamos?
—Sí —dijo Inyanna—. Pero… ¿será mucha molestia si paso primero por el Gran Bazar?
—Disponemos de toda la noche —dijo Calain—. No hay prisa.
Llegó el uniformado vroon, que iluminó el camino por los selváticos jardines hasta llegar al muelle de la isla, donde aguardaba un transbordador privado. El barco les trasladó a la ciudad. Un flotador callejero esperaba allí, e Inyanna no tardó en llegar a la plaza de la Puerta de Pidruid.
—Sólo será un momento —musitó Inyanna.
Como un fantasma con su frágil y suelta túnica, Inyanna se abrió paso rápidamente entre el gentío que incluso a esa hora atestaba el Bazar. Bajó al cubil del sótano. Los ladrones estaban congregados alrededor de una mesa, jugando con cubiletes de vidrio y dados de ébano. Vitorearon y aplaudieron la espléndida entrada de Inyanna, pero la joven respondió solamente con una sonrisa, fugaz y nerviosa, y habló aparte con Sidoun.
—Me voy otra vez —dijo en voz baja—, y no volveré esta noche. ¿Podrás disculparme?
—No todas las mujeres consiguen el cariño del chambelán del duque.
—No es el chambelán del duque —dijo ella—. Es el hermano del duque. —Rozó los labios de Sidoun con los suyos. El joven tenía los ojos vidriosos, tal era la sorpresa que le habían producido las palabras de Inyanna—. Mañana iremos al Parque de Bestias Fabulosas, ¿eh, Sidoun?
Volvió a besarle y entró en su dormitorio para coger el frasco de leche de dragón que guardaba bajo la almohada, donde había estado oculto varios meses. Se detuvo en la habitación principal ante la mesa de juego, se inclinó junto a Liloyve y abrió la mano para mostrar el frasco. Los ojos de su amiga se abrieron desmesuradamente.
—¿Recuerdas para qué guardaba esto? —dijo, guiñando un ojo—. Tú me dijiste, «Compártela con Calain, la noche que te invite a cenar en Vista de Nissimorn». Así que…
Liloyve se quedó con la boca abierta. Inyanna volvió a guiñarle el ojo, la besó y se fue.
Esa noche, cuando sacó el frasco y lo ofreció al hermano del duque, Inyanna se preguntó con repentino pánico si no estaría cometiendo una grave infracción de la etiqueta al sugerir el uso de un afrodisíaco, dando a entender que podía ser aconsejable. Pero Calain no dio muestras de ofenderse. Le afectó mucho, o fingió que le afectaba, el regalo de Inyanna. Fue todo un espectáculo verle verter la leche azul en tazas de porcelana, tan delicadas que parecían transparentes. Con gran ceremonia, Calain puso una taza en la mano de Inyanna, alzó la otra e hizo un brindis. La leche de dragón era extraña y amarga. Inyanna tuvo problemas para tragarla, pero no dejó una gota, y casi al instante notó un calor que vibraba en sus muslos. Calain sonrió. Se hallaban en el salón de las ventanas de Vista de Nissimorn, donde una sola franja de vidrio rodeada de oro ofrecía una vista de trescientos sesenta grados del puerto de Ni-moya y la distante orilla meridional del río. Calain tocó un botón. La enorme ventana se hizo opaca. Una cama circular surgió lentamente del suelo. Calain cogió de la mano a Inyanna y la atrajo hacia el lecho.
Ser concubina del hermano del duque parecía una gran ambición para una ladrona del Gran Bazar. Inyanna no se ilusionó respecto a su relación con Calain. Durand Livolk la había elegido por su físico, quizá por sus ojos, por su cabello, por su forma de conducirse. Calain, aunque esperaba conocer a una mujer más próxima a su categoría social, había descubierto algo encantador en unirse a una mujer del peldaño inferior de la sociedad, y por eso pasaron la tarde en la Isla de Narabal y la noche en Vista de Nissimorn. Un elegante interludio de fantasía, y por la mañana Inyanna regresaría al Gran Bazar con un recuerdo que perduraría el resto de su vida. Y ahí acabaría todo.
Pero no fue así.
Esa noche no durmieron un momento —¿consecuencia de la leche de dragón, se preguntó Inyanna, o Calain siempre era así?— y al amanecer recorrieron desnudos la majestuosa mansión para que él pudiera mostrarle sus tesoros. Mientras desayunaban en un balcón con vista al jardín, Calain sugirió pasar el día en su parque privado de Istmoy. De manera que no iba a ser una aventura de una sola noche. Inyanna se preguntó si no debía mandar un mensaje a Sidoun, diciéndole que no iba a regresar hasta la noche, pero comprendió que Sidoun no precisaba explicaciones. Él entendería correctamente su silencio. Inyanna no quería lastimarle, pero por otra parte no le debía nada excepto cortesía. Ella acababa de embarcarse en uno de los grandes hechos de su vida, y cuando volviera al Gran Bazar no sería por Sidoun, sino simplemente porque la aventura habría terminado.
Lo cierto es que Inyanna pasó los siguientes seis días en compañía de Calain. Durante las horas del sol se divirtieron en el río con el majestuoso yate del noble, o pasearon cogidos de la mano por el parque de caza del duque, un lugar repleto de animales sobrantes del Parque de Bestias Fabulosas, o se limitaron a instalarse en el balcón de Vista de Nissimorn para contemplar el camino del sol a través del continente, desde Piliplok hasta Pidruid. Y durante las noches todo fue fiesta y ensueño, cenas en las islas, en alguna mansión de Ni-moya, en el mismo Palacio Ducal… El duque se parecía muy poco a Calain: mucho más robusto, y bastante más viejo, de modales molestos y rudos. Sin embargo se las arregló para mostrarse encantador con Inyanna, la trató con elegancia y seriedad y nunca hizo que se sintiera como una mujerzuela recogida por su hermano en las calles del Gran Bazar. Inyanna flotó durante todos estos días con la serena aceptación que demuestra una persona en sueños. Ella sabía que reflejar admiración sería vulgar. Fingir igual nivel social y sofisticación habría sido aún peor. Ella hizo gala de una conducta refrenada sin humillarse, se mostró agradable sin atrevimientos, y fue una conducta eficaz. Al cabo de unos días le pareció muy natural ocupar una mesa junto a dignatarios recién llegados del Monte del Castillo con chismes de lord Malibor y su séquito, o con nobles que explicaban haber cazado en las marismas del norte acompañando a lord Tyeveras cuando éste era Corona durante el pontificado de Ossier, o que acababan de entrevistarse con la Dama de la Isla en el Templo Interior. Inyanna adquirió tanta seguridad en sí misma en compañía de los grandes del reino que si alguien le hubiera dicho, «Y usted, milady, ¿cómo ha pasado los últimos meses?» se habría limitado a contestar, «Muy bien, he sido ladrona en el Gran Bazar», tal como había contestado la primera noche en la Isla de Narabal. Pero nadie hizo esa pregunta. En esas alturas de la sociedad, comprendió Inyanna, nadie intentaba satisfacer su curiosidad, dejaban que los demás se explicaran hasta el punto que creyeran más conveniente.
Por todo ello, cuando el séptimo día Calain le ordenó que se preparara para regresar al Bazar, Inyanna no hizo preguntas. No preguntó a Calain si había disfrutado con su compañía, y tampoco le preguntó si se había cansado de ella. Él la había elegido como compañera durante unos días, el plazo había cumplido y no había nada que objetar. Había sido una semana que Inyanna no olvidaría nunca.
Pero volver al cubil de los ladrones fue un sobresalto. Un suntuoso flotador llevó a Inyanna desde Vista de Nissimorn hasta la Puerta de Piliplok del Gran Bazar, y un criado de Calain puso en sus brazos el montoncito de tesoros que el hermano del duque le había regalado durante la última semana. Después el flotador se fue e Inyanna descendió al sudoroso caos del Bazar. Fue igual que si acabara de despertar de un sueño raro y mágico. Nadie la llamó al recorrer las atestadas callejuelas, porque en el Bazar todos la conocían con su disfraz masculino de Kulibhai, y en esos momentos llevaba puesta ropa femenina. Se abrió paso entre la muchedumbre, en silencio, envuelta todavía en los efluvios de la aristocracia y rindiéndose poco a poco a una incontenible sensación de tristeza y pérdida, pues era evidente que el sueño había terminado, que había vuelto a la realidad. Esa noche Calain cenaría con un visitante, el duque de Mazadone, el día siguiente él y sus invitados navegarían por el Steiche en una expedición de pesca, y un día más tarde… Bien, ella no tenía la menor idea, pero sí sabía que ella, ese mismo día, estaría escamoteando encajes, frascos de perfume y rollos de tela. Durante un instante brotaron lágrimas en sus ojos. Reprimió el llanto, pensó que estaba siendo una tonta, que no debía lamentarse por volver de Vista de Nissimorn sino alegrarse de que le hubieran permitido pasar una semana allí.
No había nadie en las habitaciones de los ladrones aparte de un yort, Beyork, y un metamorfo. Ambos hicieron una simple inclinación de cabeza al ver a Inyanna. Ésta fue a su habitación y se puso la vestimenta de Kulibhai. Pero no pudo obligarse a volver tan pronto al robo. Guardó la caja de joyas y dijes, obsequio de Calain, debajo de la cama. Vendiendo esas alhajas ganaría bastante para librarse de su profesión durante uno o dos años; pero no pensaba separarse ni de la más pequeña. Mañana, decidió, regresaría al Bazar. Pero de momento se quedó tumbada boca abajo en la cama que volvía a compartir con Sidoun. No opuso resistencia a las lágrimas cuando llegaron, y al cabo de un rato se levantó, sintiéndose más tranquila, se lavó y aguardó la llegada de los otros.
Sidoun le dio la bienvenida con el donaire de un noble. Ninguna pregunta sobre sus aventuras, ninguna muestra de resentimiento, ninguna tímida indirecta. El joven sonrió, la cogió de la mano, dijo que se alegraba de que hubiera vuelto, le ofreció un vaso de vino Alhanroel que acababa de hurtar y le explicó un par de cosas que habían ocurrido en el Bazar mientras ella estaba ausente. Inyanna se preguntó si su amigo no mostraría inhibiciones en sus relaciones sexuales al saber que el último hombre que la había tocado era hermano del duque. Pero no fue así, él actuó cariñosa y resueltamente en cuanto se acostaron, y su delgado cuerpo se apretó a ella con júbilo y cordialidad. El día siguiente, después de la ronda en el Bazar, fueron juntos al Parque de Bestias Fabulosas y vieron por primera vez al finimaulo del Grayge, tan delgado que casi era invisible visto de lado. Lo siguieron un rato hasta que desapareció, y ambos se echaron a reír como si nunca hubieran estado separados.
Los demás ladrones trataron a Inyanna con cierto respeto durante algunos días, porque sabían dónde había estado y qué debía haber hecho, y con ello había adquirido la rareza típica de las personas que se mueven en círculos aristocráticos. Únicamente Liloyve, y sólo una vez, se atrevió a plantear el tema.
—¿Qué vio él en ti? —dijo a Inyanna.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Fue como un sueño.
—Creo que fue justicia.
—¿Qué pretendes decir?
—Que te prometieron Vista de Nissimorn, falsamente, y esta visita ha sido una especie de compensación. El Divino equilibra lo Bueno y lo malo, ¿comprendes? —Liloyve se rió—. Has tenido un equivalente a los veinte reales que te quitaron aquellos estafadores, ¿no es cierto?
Era cierto, convino Inyanna. Pero la deuda aún no estaba totalmente satisfecha, cosa que no tardó en descubrir. El siguiente Día Estelar, mientras recorría los puestos de los cambistas y robaba una moneda rara de aquí y otra de allá, se sobresaltó al notar una mano en su muñeca, y se preguntó quién sería el necio que, sin haberla reconocido, intentaba detenerla. Pero era Liloyve. Tenía el rostro encendido y los ojos muy abiertos.
—¡Vuelve a casa ahora mismo! —gritó.
—¿Qué ocurre?
—Dos vroones te aguardan. Estás citada por Calain, y dicen que debes llevarte todas tus cosas, porque no volverás al Gran Bazar.
De ese modo, Inyanna Forlana de Velathys, ex ladrona, fijó su residencia en Vista de Nissimorn en calidad de compañera de Calain de Ni-moya. Calain no ofreció explicaciones y ella no las pidió. Calain deseaba estar junto a ella, y eso era suficiente explicación. Durante las primeras semanas Inyanna esperó que cualquier mañana le ordenaran prepararse para volver al Bazar, pero no fue así, y acabo olvidándose de esa posibilidad. Si Calain iba a algún sitio, ella iba con él: a las marismas de Zimr para cazar gihornas, a la fulgurante Dulorn para ver el Circo Perpetuo durante una semana, y a Khyntor para presenciar el festival de géiseres, incluso a la tenebrosa y lluviosa Piurifayne para explorar la sombría patria de los cambiaspectos. Ella, que había pasado veinte años en la miserable Velathys, llegó a pensar que no tenía nada de anormal recorrer el mundo como una Corona que hace la gran procesión, con el hermano de un duque real al lado. Sin embargo jamás perdía su perspectiva, jamás olvidaba la ironía, la incongruencia de las extrañas transformaciones sufridas por su vida.
Tampoco le sorprendió encontrarse sentada en la mesa junto a la misma Corona. Lord Malibor había llegado a Ni-moya en visita oficial porque había decidido viajar por el continente occidental cada ocho o diez años; con ello quería demostrar a los habitantes de Zimroel que en la mente del monarca tenían igual importancia que los ciudadanos de su continente natal Alhanroel. El duque preparó el obligatorio banquete, e Inyanna ocupó la mesa principal, con la Corona a la derecha y Calain a la izquierda, mientras el duque y la esposa de éste tomaban asiento delante de lord Malibor. Naturalmente Inyanna había aprendido en la escuela los nombres de las grandes coronas (Stiamot, Confalume, Prestimion, Dekkeret…) y su madre le había explicado a menudo que el mismo día de su nacimiento Velathys se enteró del fallecimiento del viejo Pontífice Ossier, la obligada toma de posesión de lord Tyeveras y la elección de un noble de Bombifale, un tal Malibor, como nueva Corona. Con el tiempo llegaron a la provincia de Inyanna las nuevas monedas con la efigie de lord Malibor, un hombre de cara rolliza, ojos hundidos y pobladas cejas. Pero que esos personajes, coronas y pontífices, existieran realmente fue un tema dudoso para Inyanna durante muchísimos años, y sin embargo en ese momento tenía el codo a un centímetro del brazo de lord Malibor y lo único que le maravillaba era el gran parecido entre ese hombre fornido y el corpulento vestido con los colores imperiales y el hombre cuyo rostro estaba en las monedas. Inyanna había supuesto que los retratos no eran tan precisos.
A Inyanna le parecía razonable que la conversación de una Corona girara principalmente en torno a los asuntos de estado. Pero en realidad lord Malibor habló de caza. Había ido a un lugar remoto para cazar cierta bestia poco común, a una montaña inaccesible y desagradable para cortar la cabeza de un difícil animal, y así sucesivamente. Y estaba construyendo una nueva ala en el Castillo para dar cabida a sus trofeos.
—Espero que tú y Calain —dijo la Corona— vengáis a visitarme al Castillo antes de un par de años. La sala de trofeos estará ya lista para entonces. Os complacerá, estoy seguro, ver esa colección de criaturas, preparadas por los mejores taxidermistas del Monte del Castillo.
Inyanna ansiaba visitar el Castillo de lord Malibor, ciertamente, porque la enorme residencia de la Corona era un lugar legendario que aparecía en los sueños de cualquier persona, y ella no podía imaginar algo más maravilloso que ascender a la cima del imponente Monte del Castillo y vagar por el gran edificio de miles de años de antigüedad, explorar sus miles de habitaciones. Lo único que le repugnaba era la obsesión de lord Malibor por la matanza de animales. Cuando el monarca habló de la caza de amorfibotes, ghalvares, sigimoines y estitmoys, y del supremo esfuerzo desarrollado en esas matanzas, Inyanna recordó el Parque de Bestias Fabulosas de Ni-moya, donde gracias a la orden de una Corona más moderada esos mismos animales recibían protección y cuidado. Y esto le trajo a la memoria al sereno y enjuto Sidoun, que tantas veces la había acompañado a ese parque, y que tan dulcemente tocaba el arpa. Inyanna no quería pensar en Sidoun (no debía nada a su amigo, pero sentía por él un culpable afecto) y no deseaba hablar de extrañas criaturas muertas para que sus cabezas adornaran la sala de trofeos de lord Malibor. Pero logró prestar educada atención a los sangrientos relatos de la Corona e incluso hizo algún amable comentario.
Cerca del alba, cuando volvieron por fin a Vista de Nissimorn y se dispusieron a acostarse, Calain habló con Inyanna.
—La Corona planea una cacería de dragones marinos. Busca uno al que llaman dragón de lord Kinniken, y que mide más de cien metros de longitud.
Inyanna, cansada y desanimada, respondió con indiferencia. Al menos los dragones no eran animales raros, ni mucho menos, y no sería motivo de pena que la Corona arponeara unos cuantos.
—¿Habrá espacio en su sala de trofeos para un dragón de ese tamaño?
—Para la cabeza y las alas, sí, supongo. Pero lord Malibor tiene pocas posibilidades de cazarlo. El dragón de Kinniken sólo ha sido visto cuatro veces desde los tiempos de ese monarca, la última hace setenta años. Pero si la Corona no encuentra ése, cazará otro. O se ahogará en el intento.
—¿Existe ese riesgo? Calain asintió.
—La caza de dragones es peligrosa. Sería más prudente no arriesgarse. Pero Malibor ha cazado prácticamente todo lo que se mueve en tierra firme, y ninguna Corona se ha hecho a la mar en un buque dragonero. Así que él no va a desanimarse. Partiremos hacia Piliplok dentro de una semana.
—¿Partiremos?
—Lord Malibor me ha pedido que participe en la cacería. —Sonriendo tristemente, Calain agregó—: En realidad él quería la compañía del duque, pero mi hermano rechazó la invitación alegando obligaciones políticas. Por eso me invitó a mí. No es fácil rehusar tales invitaciones.
—¿Iré contigo? —preguntó Inyanna.
—No lo hemos planeado así.
—Oh —dijo ella, en voz baja. Al cabo de unos instantes preguntó—: ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Normalmente la cacería dura tres meses. Durante la estación de vientos del sur. Además hay que contar el viaje a Piliplok, el tiempo que se tardará en preparar el barco, y el viaje de regreso… seis o siete meses en total. Volveré en primavera.
—Ah. Comprendo.
Calain se acercó a ella y la abrazó.
—Será la separación más larga que soportaremos, no habrá otra, te lo prometo.
Inyanna sintió el deseo de preguntar, «¿No podrías rehusar de alguna forma?» o, «¿No puedes conseguir que yo te acompañe?». Pero sabía que sería en vano, y que supondría violar la etiqueta respetada por Calain. En consecuencia, no protestó. Abrazó a Calain, y el abrazo duró hasta la salida del sol.
La víspera de la partida hacia el puerto de Piliplok, la base de los barcos dragoneros, Calain llamó a Inyanna al despacho del piso superior de Vista de Nissimorn y le entregó un grueso documento para que lo firmara.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, sin coger los papeles.
—Las cláusulas de nuestro matrimonio.
—Es un chiste muy cruel, mi señor.
—No es un chiste, Inyanna . No es un chiste.
—Pero…
—Pensaba discutirlo contigo este invierno, pero surgió el maldito viaje para cazar dragones y no nos queda más tiempo. Por eso he acelerado un poco las cosas. Tú no eres una simple concubina para mí: este documento formaliza nuestro amor.
—¿Acaso nuestro amor necesita formalidades? Calain entrecerró los ojos.
—Voy a partir en una aventura peligrosa y temeraria de la que confío en volver. Pero cuando me halle en el mar mi suerte no dependerá de mí. Como compañera mía no posees derechos legales de herencia. Siendo mi esposa…
Inyanna estaba atónita.
—¡Si el riesgo es tan grande, abandona el viaje, mi señor!
—Sabes que eso es imposible. Debo correr el riesgo. Y quiero asegurar tu futuro. Firma, Inyanna.
Inyanna contempló largo rato el documento, un borrador de numerosas páginas. Sus ojos se negaron a darle una visión correcta y no pudo leer las palabras que cierto amanuense había escrito con elegantísima caligrafía. ¿Esposa de Calain? Casi era monstruoso para ella… era igual que destrozar todos los cánones sociales o ir más allá de cualquier límite. Y sin embargo… sin embargo…
Calain aguardaba. Inyanna no podía negarse.
Por la mañana Calain partió hacia Piliplok con el séquito de la Corona, y durante ese día Inyanna vagó por los pasillos y habitaciones de Vista de Nissimorn, confusa y trastornada. Por la noche, el atento duque la invitó a cenar. La noche siguiente, Durand Livolk y su compañera la llevaron a la Isla de Pidruid, donde acababa de llegar un cargamento de vino de palmera flamígera. Las invitaciones se sucedieron, Inyanna estuvo muy ocupada, y pasaron los meses. El invierno cumplió su primera mitad. Y entonces llegó la noticia de que un enorme dragón marino había atacado el barco de la Corona, dejándolo en el fondo del Mar Interior. Lord Malibor había fallecido en compañía de todos los que navegaban con él, y se había nombrado a un tal Voriax para sucederle. De acuerdo con la voluntad de Calain, su viuda, Inyanna Forlana, era la nueva propietaria de la gran finca denominada Vista de Nissimorn.
Cuando terminó el período de luto y tuvo oportunidad de ocuparse de tales asuntos, Inyanna llamó a un administrador y ordenó que se llevaran al Gran Bazar generosos obsequios monetarios, para el ladrón Agourmole y los miembros de su familia. De ese modo Inyanna dejaba claro que no los había olvidado.
—Hágame saber las palabras exactas de estas personas cuando reciban las bolsas —ordenó al administrador.
Inyanna esperaba que sus amigos se referirían cordialmente a los viejos tiempos pasados juntos, pero el administrador explicó que ninguno había dicho nada de interés, que se habían limitado a expresar sorpresa y gratitud para con lady Inyanna… con la excepción de un joven llamado Sidoun, que había rechazado su regalo y fue imposible obligarle a aceptarlo. Inyanna sonrió tristemente y ordenó que los veinte reales de Sidoun fueran repartidos entre niños de las calles. Después Inyanna no vio más a los ladrones del Gran Bazar y jamás se acercó al lugar.
Pocos años más tarde, mientras visitaba las tiendas de la Galería Telaraña, lady Inyanna vio dos hombres de aspecto sospechoso en el comercio dedicado a la venta de tallas hechas con hueso de dragón. Por sus movimientos y por su forma de intercambiar miradas, Inyanna dedujo que eran ladrones, gente que estaba tramando la forma de distraer al vendedor para cometer un robo. Inyanna los observó con más atención y se dio cuenta de que los había visto en otra ocasión, porque uno era un hombre bajito y rollizo y el otro alto, de piel pálida y cara llena de bultos. Inyanna dio órdenes por gestos a sus acompañantes, que silenciosamente rodearon a los dos desconocidos.
—Uno de vosotros es Steyg, y el otro Vezan Ormus, aunque he olvidado quién es quién —dijo Inyanna—. Por otra parte, recuerdo perfectamente los detalles de nuestro encuentro.
Los ladrones intercambiaron miradas de alarma.
—Señora, está confundida —dijo el más alto—. Me llamo Elakon Mirj, y mi amigo se llama Thanooz.
—Es posible, ahora. Pero cuando visitasteis Velathys hace años teníais otros nombres. Veo que os habéis graduado, de timadores habéis pasado a ladrones, ¿eh? Decidme una cosa: ¿cuántos herederos de Vista de Nissimorn descubristeis antes de que el juego empezara a ser aburrido?
Había pánico en los ojos de los dos hombres. Parecían estar calculando la posibilidad de correr hacia la puerta burlando la vigilancia de los hombres de Inyanna. Pero ello habría sido una temeridad. Los guardianes de la Galería Telaraña estaban sobre aviso y se habían congregado en el pasillo.
—Somos honrados comerciantes, señora, y nada más —dijo el ladrón bajito, tembloroso.
—Sois incorregibles bribones —dijo Inyanna— y nada más. Negadlo otra vez y haré que os embarquen rumbo a Suvrael para hacer trabajos forzados.
—Señora…
—Decid la verdad —dijo Inyanna.
—Admitimos la acusación —dijo el hombre alto. Los dientes le castañeaban—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Si le causamos daño, la indemnizaremos.
—¿Causarme daño? ¿Causarme daño? —Inyanna se rió—. No, me prestasteis el mayor servicio que una persona puede hacer. Sólo siento gratitud hacia vosotros. Porque debéis saber que yo era Inyanna Forlana, una tendera de Velathys a la que timasteis veinte reales, y ahora soy lady Inyanna de Ni-moya, señora de Vista de Nissimorn. De ese modo el Divino protege al débil y transforma lo malo en bueno. —Llamó a los guardianes—. Lleven a estos dos a los agentes imperiales y expliquen que yo prestaré declaración contra ellos en otro momento, pero que solicito merced para ellos, quizá una condena de tres meses de mendigar por las calles o algo similar. Y después creo que os emplearé a los dos. Sois insignificantes bribones, pero inteligentes, y es mejor que estéis cerca, donde se os pueda vigilar, que sueltos para engañar a los incautos.
Inyanna hizo un gesto con la mano. Los guardianes se llevaron a los ladrones.
—Lamento la interrupción —dijo Inyanna, dirigiéndose al vendedor—. Bien, respecto a estas tallas de los emblemas de la ciudad, que usted opina que valen doce reales cada una… ¿qué le parecería treinta reales por el lote, y quizá con el añadido de la miniatura de bilantún para redondear…?