Entre las vidas indirectas que Hissune ha experimentado en el Registro de Almas, la de Inyanna Forlana es quizá la más próxima a su corazón. Ello se debe en parte a que Inyanna es una mujer contemporánea y el mundo que habita es menos extraño que el del pintor espiritual, el del capitán de barcos o el de Thesme de Narabal. Pero el principal motivo de que Hissune se sienta emparentado con la ex tendera de Velathys es que ésta partió prácticamente de la nada, e incluso perdió lo poco que tenía, cosa que no le impidió obtener poder, grandeza y, sospecha Hissune, cierta satisfacción. Él sabe que el Divino ayuda a los que se ayudan a sí mismos, e Inyanna es muy parecida a él en ese sentido. Naturalmente se vio acompañada por la suerte, atrajo la atención de las personas precisas en el momento preciso, y estas personas se preocuparon de que llegara a buen puerto. Pero ¿acaso un individuo no moldea también su suerte? Hissune, que estuvo en el lugar preciso cuando lord Valentine llegó al Laberinto hacía años, es de ese parecer. No sabe qué sorpresas y placeres le deparará la fortuna, no sabe cuál es la mejor forma de moldear su destino para obtener algo más elevado que el puesto de empleado del Laberinto que ocupa desde hace tanto tiempo. Actualmente tiene dieciocho años, y esa edad le parece excesiva para iniciar el ascenso hacia la grandeza. Pero él recuerda que Inyanna, con los primeros años, vendía potes de barro y rollos de tela en el peor barrio de Velathys y acabó heredando Vista de Nissimorn. Imposible saber el futuro. Caramba, lord Valentine podría llamarle en cualquier momento… Lord Valentine, que llegó al Laberinto la semana pasada y ocupa ahora los suntuosos aposentos reservados para la Corona cuando reside en la capital del pontificado, lord Valentine podría llamarle y decirle: «Hissune, ya has trabajado demasiado en este sucio lugar. ¡A partir de ahora vivirás conmigo en el Monte del Castillo!»
En cualquier momento, sí. Pero Hissune no tiene noticias de la Corona y no espera tener ninguna. Es una bonita fantasía, pero él no piensa atormentarse con falsas esperanzas. Hissune prosigue su monótono trabajo y medita en lo que ha aprendido en el Registro de Almas. Dos días después de compartir la vida de la ladrona de Ni-moya vuelve al Registro y, con el mayor atrevimiento, investiga en el índice si existe alguna grabación del alma de lord Valentine. Sabe que es una imprudencia, que se arriesga, que está tentando a la suerte; no se sorprenderá si se encienden luces y suenan alarmas y llegan guardias armados a detener al joven fisgón que, sin una brizna de autoridad, intenta penetrar en la mente y en el espíritu de la misma Corona. Lo que sorprende a Hissune es el resultado real: la vasta máquina se limita a informarle que dispone de una sola grabación de lord Valentine, realizada hace mucho tiempo, en su adolescencia. Hissune, insolente, no titubea. Se apresura a apretar las teclas activadoras.
Eran dos hombres morenos con negra barba, altos y fuertes, ojos oscuros y brillantes, anchos de hombros y con natural apariencia de autoridad, y una ojeada bastaba para saber que eran hermanos. Pero había diferencias. El primero era un hombre y el segundo aún era un niño hasta cierto punto, y ello era evidente no sólo por la escasez de la barba y la tersura de la cara del más joven, sino también por la cordialidad, las ganas de jugar y el regocijo que reflejaban sus ojos. El mayor era más severo, más austero de expresión, más imperioso, como si terribles responsabilidades hubieran dejado huella en su semblante. En cierto modo así era, porque se trataba de Voriax de Halanx, primogénito de Damiandane, Sumo Consejero, y desde su infancia se decía de él en el Monte del Castillo que un día sería Corona.
Naturalmente también había personas que opinaban lo mismo del benjamín, Valentine: que era un noble muchacho muy prometedor, que tenía porte de rey… Pero Valentine no se hacía ilusiones con esos cumplidos, Voriax era ocho años mayor que él y, sin duda alguna, si uno de los dos acababa viviendo en el Castillo, sería Voriax. Aunque éste no tenía garantía alguna de ser el sucesor, pese a la opinión general. Su padre, Damiandane, había sido uno de los consejeros más próximos a lord Tyeveras, y todo el mundo había pensado en él como Corona. Pero cuando lord Tyeveras accedió al pontificado, la ex Corona bajó del Monte hasta la ciudad de Bombifale para elegir a Malibor como sucesor. Un detalle imprevisto, porque Malibor era un simple gobernador provincial, un hombre rudo más interesado en cazar y jugar que en soportar la carga del gobierno. Valentine no había nacido aún en esa época, pero Voriax le aseguró que su padre jamás pronunció una palabra de desilusión o de consternación por el hecho de que otro le arrebatara el trono, cosa que tal vez fue el mejor indicio de que estaba capacitado para el cargo.
Valentine se preguntó si Voriax reaccionaría con tanta nobleza si la corona del estallido estelar no acababa en su cabeza e iba a parar a otro noble príncipe del Monte (Elidath de Morvole, por ejemplo, o Tunigorn, o Stasilaine, o el mismo Valentine). ¡Qué extraño sería eso! A veces, en secreto, Valentine pronunciaba los nombres para escuchar cómo sonaban: lord Stasilaine, lord Elidath, lord Tunigorn… ¡lord Valentine! Pero tales fantasías eran absurdas. Valentine no ansiaba desplazar a su hermano, y además era improbable que tal cosa sucediera. Salvo alguna inimaginable travesura del Divino o algún extraño capricho de lord Malibor, Voriax sería Corona cuando lord Malibor se convirtiera en Pontífice, y la certeza de ese destino estaba impresa en el espíritu de Voriax y se reflejaba en su conducta y en su porte.
Las complicaciones de la corte estaban lejos de la mente de Valentine en esos momentos. Él y su hermano estaban divirtiéndose en zonas menos elevadas del Monte del Castillo. Ese viaje había sufrido un prolongado retraso, puesto que hacía un año Valentine padeció una terrible fractura en la pierna mientras cabalgaba en compañía de su amigo Elidath en el bosque pigmeo de Amblemorn, y hasta hacía poco no se había recobrado lo bastante para una excursión tan fatigosa. Él y Voriax descendieron la vasta montaña, un recorrido soberbio y maravilloso, tal vez las últimas vacaciones de Valentine antes de entrar en el mundo de obligaciones de un adulto. Tenía diecisiete años y, dado que pertenecía al selecto grupo de príncipes del que salían los monarcas de Majipur, le faltaba mucho que aprender sobre técnicas de gobierno, de modo que estuviera preparado para cualquier cosa que pudieran exigirle.
Acompañado de Voriax (que había huido de sus obligaciones, y no se arrepintió de hacerlo, con la excusa de compartir la alegría de su hermano por haber recobrado la salud) abandonaron las posesiones familiares en Halanx para ir a la cercana ciudad de la diversión, Morpin Alta, con intención de montar en enormes carrozas y recorrer túneles de energía. Valentine insistió en bajar también por los toboganes de espejos, para probar la fuerza de su pierna lesionada, y un tenue rastro de duda apareció en el semblante de Voriax, como si creyera que Valentine no estaba en condiciones de practicar ese deporte pero tuviera miedo de decirlo. Cuando entraron en los toboganes, Voriax se puso muy cerca de Valentine, fastidiosamente protector, y si éste intentaba separarse su hermano le acompañaba.
—¿Crees que voy a caerme, hermano? —dijo Valentine cuando ya no aguantó más.
—Eso es poco probable.
—¿Entonces por qué te pones tan cerca? ¿O es que tienes miedo de caerte? —Valentine se rió— Puedes estar tranquilo. Te cogeré a tiempo.
—Siempre tan considerado, hermano —dijo Voriax.
En ese momento los toboganes empezaron a formar curvas y los espejos despedían un brillante fulgor, y no quedó tiempo para seguir bromeando. Lo cierto es que Valentine tuvo un instante de intranquilidad, porque los toboganes de espejos no eran para inválidos y su lesión le había dejado una cojera, ligera pero irritante, que le impedía coordinar los movimientos. Pero no tardó en adaptarse al ejercicio y no tuvo dificultad para guardar el equilibrio, permaneciendo de pie incluso en los giros más violentos. Al pasar junto a Voriax vio que la tensión había desaparecido del rostro de su hermano. Sin embargo, la esencia del episodio dio mucho que pensar a Valentine cuando prosiguieron viaje Monte abajo: estuvieron en Tentag durante el festival de los árboles danzantes, luego visitaron Gran Ertsud y Minimool y cubrieron el trayecto de Gimkandale a Furible para presenciar el vuelo de apareamiento de los pájaros pétreos. Antes, mientras aguardaban a que los toboganes de espejos se pusieran en movimiento, Voriax había sido un guardián preocupado y solícito, y al mismo tiempo un poco condescendiente, un poco dúctil: esa fraternal preocupación era para Valentine otro reflejo de la autoridad que su hermano mantenía sobre él. Ya en el umbral de la edad adulta, Valentine se sentía incómodo por ello. Mas comprendía que ser hermanos era parte de amor y parte de guerra, y no expresó su fastidio. Después de Furible atravesaron las dos Bimbak, la Oriental y la Occidental, con breves altos para contemplar las torres gemelas de dos kilómetros de altura: el fanfarrón más presuntuoso parecía una hormiga a su lado. Al salir de Bimbak Oriental siguieron la senda que llevaba a Amblemorn, donde diez turbulentos riachuelos se unían para formar el potente río Glayge. En la ladera de Amblemorn había un lugar de varios kilómetros de extensión donde la tierra estaba muy apretada y era blanca como la tiza. Árboles que en cualquier otro sitio crecían hasta perforar el cielo eran allí espectrales enanos, no más altos que un hombre y no más gruesos que una muñeca femenina. Valentine se había lastimado precisamente en ese bosque pigmeo, tras espolear demasiado a su montura en un lugar donde traicioneras raíces serpenteaban en el suelo. La montura perdió el equilibrio, Valentine cayó y su pierna quedó horriblemente retorcida entre dos árboles delgados pero fuertes cuyos troncos poseían la dureza de un milenio. Después del accidente, meses de angustia y frustración mientras los huesos se soldaban poco a poco, y un irreemplazable año de juventud que se escabulló. ¿Por qué habían vuelto a ese bosque? Voriax erró por el extraño lugar como si buscara un tesoro oculto.
—Este bosque parece encantado —dijo por fin.
—La explicación es muy sencilla. Las raíces de los árboles no pueden penetrar mucho en esta tierra tan improductiva. Se agarran lo mejor que pueden, porque en el Monte del Castillo todo crece, pero tienen una nutrición deficiente y…
—Sí, lo entiendo —dijo fríamente Voriax—. No he dicho que el lugar está encantado, sino que parece estarlo. Una legión de brujos vroones no habría podido crear algo tan deforme. Pero me alegra poder verlo por fin. ¿Vamos a cabalgar por el bosque?
—Cuán sutil eres, Voriax.
—¿Sutil? No entiendo por qué…
—Acabas de sugerir que intente atravesar otra vez el lugar que casi me cuesta una pierna.
La rubicunda cara de Voriax cobró nuevo color.
—Me cuesta creer que puedas caerte otra vez.
—Desde luego. Pero crees que yo lo pienso, y siempre has opinado que la forma de superar el miedo es tomar la ofensiva contra lo que temes. Por eso estás tramando una segunda carrera, para que se consuman los restos de la cobardía que este bosque puede haberme infundido. Al revés de lo que hiciste en los toboganes de espejos, pero equivale a lo mismo, ¿no te parece?
—No comprendo nada —dijo Voriax—. ¿Tienes fiebre hoy?
—En absoluto. ¿Hacemos una carrera?
—Creo que no.
Valentine, asombrado, puso en contacto sus puños.
—¡Pero si acabas de sugerirlo!
—He sugerido un paseo —respondió Voriax—. Pero tienes la cabeza llena de misteriosos peligros y dificultades, y me acusas de maniobras y manipulaciones que sólo tú imaginas. Si atraviesas el bosque con ese humor, volverás a caerte, y seguramente te destrozarás la otra pierna. Bien, sigamos hasta Amblemorn.
—Voriax…
—Vamos.
—Quiero cruzar el bosque. —Los ojos de Valentine estaban fijos en los de su hermano—. ¿Vas a venir conmigo, o prefieres esperar aquí?
—Creo que iré contigo.
—Y ahora dime que tenga cuidado y que esté atento a raíces escondidas.
Un músculo se contrajo de fastidio en la mejilla de Voriax, y éste suspiró para aliviar su exasperación.
—No eres un niño. No pienso decirte eso. Además, si creyera que necesitas esos consejos, te repudiaría y te expulsaría de mi casa.
Voriax espoleó a su montura y se alejó furiosamente por las estrechas avenidas que separaban los árboles pigmeos.
Valentine le siguió al cabo de un instante, cabalgando al máximo de sus posibilidades, esforzándose por acortar la distancia que los separaba. El camino era difícil y de vez en cuando aparecían obstáculos tan amenazadores como el que le hizo caer cuando corría junto a Elidath. Pero la montura de Valentine cabalgaba con seguridad y no hacía falta tirar de las riendas. Aunque el recuerdo de la caída era muy vívido, Valentine no sintió miedo, sólo la necesidad de reforzar la vigilancia: si caía otra vez, caería de un modo menos desastroso. ¿No estaba exagerando sus reacciones con Voriax? Quizás estaba siendo demasiado quisquilloso, demasiado sensible, demasiado brusco cuando llegaba el momento de defenderse de la protección, supuestamente desmedida, de su hermano mayor. Voriax estaba recibiendo instrucción para ser señor del mundo, era inevitable que asumiera la responsabilidad de todo y de todos, en especial de su hermano. Valentine decidió mostrar menos celo en la defensa de su autonomía.
Cruzaron el bosque y llegaron a Amblemorn, la ciudad más antigua del Monte del Castillo, una vieja maraña de calles y muros incrustados de enredaderas. En Amblemorn se inició, hacía doce mil años, la conquista del Monte, las primeras aventuras, temerarias y alocadas, en las desoladas y asfixiantes tierras de una excrescencia de cincuenta mil metros de altura que sobresalía del costado de Majipur. Para una persona que había pasado toda su vida en las Cincuenta Ciudades, en la eterna y fragante primavera del lugar, era difícil imaginar una época en que el Monte estuviera desierto e inhabitado. Pero Valentine conocía la historia de los pioneros que treparon metro a metro las titánicas laderas: el transporte de las máquinas que dieron calor y aire a la gran montaña, los siglos de transformación hasta acabar convirtiéndola en un mágico y bello dominio coronado por el diminuto y tosco torreón de la cima construido por lord Stiamot en el cuarto milenio de conquista. Ese torreón sufrió una increíble metamorfosis y se transformó en el vasto, inimaginable Castillo donde lord Malibor vivía en la actualidad. Valentine y Voriax se detuvieron ante el monumento de Amblemorn que señalaba el antiguo límite de la vegetación arbórea:
Un jardín de asombrosos halatingos, árboles de flores color escarlata y oro, rodeaba la columna de pulido mármol negro de Velathys que contenía la inscripción.
Un día y una noche, otro día y otra noche en Amblemorn, y después Voriax y Valentine descendieron el valle del Glayge hasta llegar a un lugar llamado Ghiseldorn, alejado de las rutas principales. Junto al borde de un oscuro y espeso bosque había brotado un pueblo de varios miles de habitantes, gente que había huido de las grandes ciudades. Vivían en tiendas de fieltro negro, hechas con la lana de los blaves salvajes que pastaban en los prados próximos al río, y apenas mantenían relaciones con sus vecinos. Se decía que había brujas y magos entre ellos, que eran una tribu de metamorfos que se salvó de la antigua expulsión de Alhanroel y que siempre tenían aspecto humano. La verdad, sospechaba Valentine, era que esa gente no se sentía a gusto en el mundo de comercio y esfuerzos que era Majipur, y habían decidido vivir allí a su modo, en su propia comunidad.
A últimas horas de la tarde Valentine y Voriax llegaron a un cerro que les permitió divisar el bosque de Ghiseldorn y el poblado de negras tiendas. El bosque no parecía muy acogedor: pinglos, árboles de poca altura y grueso tronco, con rollizas ramas brotando con bruscos ángulos y entrelazadas hasta formar una densa bóveda que no dejaba pasar un solo rayo de luz. Tampoco el poblado era atractivo. Las tiendas de diez lados, muy espaciadas, eran gigantescos insectos de peculiar geometría, momentáneamente detenidos antes de proseguir una inexorable migración por un territorio que les era indiferente por completo. Valentine sentía gran curiosidad por Ghiseldorn y sus pobladores, pero al llegar allí perdió el deseo de aclarar los misterios del lugar.
Miró a Voriax y vio idénticas dudas en el semblante de su hermano.
—¿Qué hacemos? —preguntó Valentine.
—Acampar en esta parte del bosque. Por la mañana nos acercaremos al poblado y veremos cómo nos reciben.
—¿Nos atacarán?
—¿Atacarnos? Lo dudo mucho. Creo que no son más pacíficos que el resto del mundo. Pero ¿por qué meternos donde no nos llaman? ¿Por qué no respetar su aislamiento? —Voriax indicó un semicírculo de hierba al borde de un arroyo—. ¿Qué te parece si acampamos allí?
Desmontaron, dejaron pastando las monturas, abrieron las mochilas y recogieron suculentos brotes para la cena. Después cogieron leña para hacer fuego.
—Si lord Malibor estuviera persiguiendo un animal raro por este bosque —dijo de pronto Valentine—, ¿le preocuparía la intimidad de los pobladores de Ghiseldorn?
—Nada puede impedir que lord Malibor persiga a su presa.
—Exactamente. Ni lo pensaría. Creo que serás mejor Corona que lord Malibor, Voriax.
—No digas tonterías.
—No son tonterías. Es una opinión razonable. Todo el mundo está de acuerdo en que lord Malibor es rudo y desconsiderado. Y cuando sea tu turno…
—Basta, Valentine.
—Serás Corona —dijo Valentine—. ¿Por qué fingir que no? Sucederá, y pronto. Tyeveras es muy viejo. Lord Malibor se trasladará al Laberinto dentro de dos o tres años, y en ese momento te nombrará Corona. Él no es tan estúpido como para desoír a todos sus consejeros. Y…
Voriax cogió a Valentine por la muñeca y acercó la cara a la de su hermano. Había angustia y preocupación en sus ojos.
—Esta clase de charla sólo trae mala suerte. Te ruego que calles.
—¿Puedo decir una cosa más?
—No quiero más especulaciones sobre quién será la próxima Corona.
Valentine asintió.
—No especularé, sólo quiero hacerte una pregunta de hermano a hermano, una pregunta que está en mi pensamiento desde haces meses. No afirmo que acabarás siendo Corona, pero me gustaría saber si tú deseas llegar a serlo. ¿Te han consultado? ¿Estás deseoso de soportar esa carga? Respóndeme, Voriax.
Hubo un largo silencio.
—Es una carga que nadie rechaza —dijo Voriax finalmente.
—Pero ¿la aceptarías?
—Si el destino lo quiere así, ¿debo decir no?
—No estás respondiéndome. Fíjate en nosotros: jóvenes, sanos, felices, libres. Si olvidamos nuestra responsabilidad en la corte, ni mucho menos abrumadora, podemos hacer lo que nos plazca, ir a cualquier parte del mundo que nos guste, un viaje a Zimroel, una peregrinación a la Isla, unas vacaciones en las Fronteras de Khyntor, cualquier cosa, en cualquier lugar. Renunciar a eso para llevar la corona del estallido estelar, firmar un millón de decretos, hacer grandes procesiones y muchos discursos, y algún día tener que vivir en el fondo del Laberinto… ¿por qué, Voriax? ¿A quién puede interesarle eso? ¿Es eso lo que quieres tú?
—Todavía eres un niño —dijo Voriax.
Valentine se echó atrás como si le hubieran abofeteado. ¡Otra vez ese aire de superioridad! Pero inmediatamente comprendió que se lo merecía, que estaba formulando preguntas ingenuas, pueriles. Se esforzó en reducir su enojo.
—Creía haber avanzado hacia el estado adulto —dijo.
—Hasta cierto punto. Pero aún tienes mucho que aprender.
—Sin duda. —Hizo una pausa—. Muy bien, aceptas la inevitabilidad de ser monarca si recurren a ti. Pero ¿lo deseas, Voriax, lo apeteces de verdad, o quizá tu educación y tu sentido del deber te impulsan a prepararte para el trono?
—No estoy preparándome para el trono —dijo lentamente Voriax—, sólo para desempeñar un papel en el gobierno de Majipur, igual que tú. Y es cierto, es un problema de educación y sentido del deber, porque soy hijo de Damiandane, Sumo Consejero (y tengo entendido que tú también). Si me ofrecen el trono, aceptaré encantado y cumpliré con ese deber tan bien como me sea posible. No pierdo tiempo apeteciendo el trono, y todavía menos especulando sobre si llegará esa oportunidad. Esta conversación me parece aburrida en extremo y te agradeceré que me permitas recoger leña en silencio.
Lanzó una colérica mirada a Valentine y se alejó.
Las preguntas florecieron en la mente de Valentine como los alabandinos en verano, pero se reprimió, porque había visto temblar los labios de Voriax y sabía que acababa de traspasar un límite. Voriax estaba podando las ramas caídas, arrancando las hojas con una vehemencia totalmente innecesaria, porque la madera estaba seca y era muy quebradiza. Valentine no hizo nuevas tentativas de romper las defensas de su hermano, a pesar de que había averiguado únicamente una parte de lo que deseaba saber. Sospechaba, por la posición defensiva de Voriax, que éste ansiaba el trono y dedicaba todas sus horas en vela a instruirse apropiadamente. Y tenía una noción vaga, sólo una noción vaga, de los motivos de su hermano. ¿Deseaba ser rey por razones personales, por el poder y la gloria? Bien, ¿por qué no? ¿Y para satisfacer un destino que exigía grandes responsabilidades a determinadas personas? Sí, también por eso. Y sin duda alguna para compensar el desaire sufrido por su padre al serle denegada la corona. De todas formas… renunciar a la libertad personal para gobernar el mundo… Este aspecto era un misterio para Valentine, y finalmente decidió que Voriax tenía razón, que era imposible comprender por completo estas cuestiones cuando se tenían diecisiete años.
Llevó su carga de leña al campamento y encendió la hoguera. Voriax no tardó en llegar, pero no dijo nada, y la fría persistencia del alejamiento entre ambos hermanos causó gran congoja a Valentine. Deseaba pedir disculpas a Voriax por haber hurgado tan profundamente, pero eso era imposible; él jamás había tenido gracia para esas cosas con Voriax, ni éste con él. Seguía creyendo que dos hermanos podían hablar de problemas íntimos sin ofenderse. Pero por otra parte, esa frialdad era difícilmente soportable, y si se prolongaba envenenaría por completo las vacaciones. Valentine buscó un medio de restablecer la concordia y, al cabo de unos instantes, eligió uno que había dado buen resultado cuando ambos eran más jóvenes.
Se acercó a Voriax, que estaba trinchando la carne de la cena de un modo hosco y sombrío, y le dijo:
—Mientras esperamos que hierva el agua, ¿por qué no peleas conmigo?
Voriax levantó la cabeza, sorprendido.
—¿Qué?
—Tengo ganas de hacer ejercicio.
—Trepa a esos pinglos, y brinca en las ramas.
—Vamos. Unas cuantas llaves, Voriax.
—No estaría bien.
—¿Por qué? No me digas que te ofenderás más si te tiro…
—¡Cuidado, Valentine!
—He sido muy brusco. Perdóname. —Valentine se agachó como un luchador y extendió las manos—. Por favor. Unas cuantas presas rápidas, un poco de sudor antes de la cena…
—Tu pierna acaba de sanar.
—Pero está curada. No tengas miedo de usar toda tu fuerza, yo haré lo mismo.
—¿Y si vuelves a partírtela, y estamos a un día de viaje de alguna ciudad que merezca llamarse así?
—Vamos, Voriax —dijo Valentine, impaciente—. ¡Te preocupas demasiado! ¡Vamos, demuestra que aún sabes luchar!
Valentine se rió, tocó palmas y provocó a su hermano. Tocó palmas de nuevo, acercó su sonriente cara hasta casi golpear la nariz de Voriax y obligó a éste a levantarse. Finalmente Voriax accedió y se inició la pelea.
Había un detalle extraño. Los dos hermanos habían peleado muchas veces, desde que Valentine creció lo suficiente para poderse enfrentar a Voriax. Valentine conocía las tácticas de Voriax, los trucos de equilibrio y ritmo. Pero el hombre que estaba luchando con él en esos momentos parecía un desconocido. ¿Sería un metamorfo aquel cobarde disfrazado de Voriax? No, no, no. Era la pierna, comprendió Valentine. Voriax estaba conteniendo su fuerza, exhibiendo deliberada blandura y torpeza, protegiendo una vez más a su hermano. Valentine atacó con asombrosa rabia y, pese a que en los primeros momentos de la pelea las normas exigían únicamente movimientos de tanteo, agarró a Voriax con el propósito de derribarle, y le obligó a doblar una rodilla. Voriax estaba perplejo. Mientras Valentine recuperaba el aliento y hacía acopio de energía para apretar contra el suelo los hombros de su hermano, Voriax reaccionó y presionó hacia arriba, poniendo en acción su formidable fuerza. A pesar de ello estuvo a punto de caer ante la arremetida de su hermano, pero en el último instante se libró y se puso de pie de un salto.
Ambos empezaron a dar cautelosas vueltas sin dejar de examinarse.
—Veo que te he subestimado —dijo Voriax—. Tu pierna debe estar totalmente curada.
—Exacto, te lo he dicho muchas veces. Sólo cojeo un poco, y no tiene importancia. Vamos, Voriax, vuelve a ponerte a mi alcance.
Valentine le provocó por señas. Se echaron uno encima del otro y quedaron pecho contra pecho, sin que ninguno pudiera superar al otro, y permanecieron así una hora o más (eso pensó Valentine, aunque en realidad debieron ser unos minutos). Después Valentine hizo retroceder a su hermano unos centímetros, Voriax aseguró los pies y resistió, y obligó a Valentine a retroceder idéntica distancia. Gruñeron, sudorosos y tensos, y se sonrieron en plena lucha. Valentine sintió inmenso placer por esa sonrisa, porque indicaba que ambos eran hermanos de nuevo, que el hielo se había derretido, que su impertinencia estaba perdonada. En ese instante Valentine quiso abrazar a Voriax en lugar de luchar con él. Y en ese mismo instante de tensión aflojada Voriax atacó, dobló el cuerpo, giró sobre sí mismo y tiró al suelo a Valentine. Después le sujetó el pecho con la rodilla y apretó sus manos contra los hombros del caído. Valentine resistió, pero era imposible resistirse mucho tiempo en esa postura. Poco a poco, Voriax empujó a Valentine hasta que los omoplatos de éste quedaron apoyados en la fría y húmeda tierra.
—Tú ganas —dijo Valentine, jadeante.
Voriax se apartó y se echó al lado de su hermano mientras la risa dominaba a ambos.
—¡La próxima vez te destrozaré!
¡Que alegría, pese a la derrota, haber recuperado el cariño de Voriax!
De pronto Valentine oyó ruido de aplausos no muy lejanos. Se incorporó, observó el bosque iluminado por la luz del crepúsculo y vio la silueta de una mujer, de facciones enjutas y con un cabello negro extraordinariamente largo, de pie junto a los primeros árboles. Tenía ojos brillantes y maliciosos, labios carnosos y vestimenta de extraño estilo: simples tiras de cuero curtido toscamente entrelazadas. A Valentine le pareció una mujer muy vieja, puesto que debía tener treinta años.
—Os he observado —dijo ella mientras se acercaba sin reflejar temor alguno—. Al principio pensé que era una pelea auténtica, pero luego vi que lo hacías por diversión.
—En principio era una pelea auténtica —dijo Voriax—.Pero también por diversión, siempre es así. Soy Voriax de Halanx, y éste es Valentine, mi hermano.
La mujer los miró alternativamente.
—Sí, claro, hermanos. Cualquiera puede verlo. Me llamo Tanunda, y soy de Ghiseldorn. ¿Queréis que os diga la buenaventura?
—¿Eres una bruja? —preguntó Valentine. Apareció regocijo en los ojos de la mujer.
—Sí, sí, por supuesto, una bruja. ¿Qué otra cosa puedo ser?
—¡Bien, pues adivina nuestro futuro! —gritó Valentine.
—Espera —dijo Voriax—. No me gusta la magia.
—Eres demasiado serio —dijo Valentine—. ¿Qué es lo que temes? Vamos a visitar Ghiseldorn, la ciudad de los magos. ¿No es lógico que nos lean el futuro? ¿De qué tienes miedo? ¡Es un juego, Voriax, un simple juego! —Se acercó a la bruja y le dijo—: ¿Quieres cenar con nosotros?
—Valentine…
Valentine miró descaradamente a su hermano y se echó a reír.
—¡Yo te protegeré del diablo, Voriax! ¡No tengas miedo! —Y en voz más baja agregó—: Hemos viajado solos mucho tiempo, hermano. Ansío tener compañía.
—Eso veo —murmuró Voriax.
Pero la bruja era atractiva y Valentine mostró gran insistencia, y Voriax no tardó en calmar su intranquilidad por la presencia de la mujer. Voriax trinchó carne para ella mientras Tanunda se adentraba en el bosque. Regresó enseguida con frutas de los pinglos y enseñó a los hermanos a freírlas para derramar el jugo en la carne y dar a ésta un sabor agradablemente vago y ahumado. Al cabo de un rato Valentine notó que la cabeza le daba vueltas; era improbable que unos cuantos sorbos de vino fueran los responsables, y por lo tanto había que atribuirlo al jugo de los pinglos. Pasó por su mente la idea de un posible acto traicionero, pero rechazó tal idea, porque el mareo que iba dominándole era afable e incluso excitante, no ofrecía peligro alguno. Miró a Voriax, preguntándose si el carácter más receloso del otro hombre llegaría a oscurecer el festín, pero si en algo le había afectado el jugo era para hacerle más simpático: se reía en voz alta de cualquier cosa, se inclinaba y se daba palmadas en los muslos, se acercaba a la bruja y le gritaba estridentes palabras. Valentine se sirvió más carne. Estaba anocheciendo, una repentina negrura iba aposentándose en el campamento y las estrellas aparecían bruscamente en un cielo iluminado tan sólo por una pequeña astilla de luna. Valentine creyó oír lejanos cantos y discordantes gritos, pero Ghiseldorn debía estar a tanta distancia que era imposible que los sonidos atravesaran el denso bosque: una fantasía, decidió, provocada por las embriagadoras frutas.
El fuego fue apagándose. El ambiente se enfrió. Se apretaron unos a otros, Valentine, Voriax y Tanunda, cuerpo contra cuerpo en lo que al principio fue una postura inocente y luego no tan inocente. Mientras estaban entrelazados, Valentine miró a su hermano, y Voriax le guiñó un ojo, como diciéndole, Esta noche somos hombres unidos, y unidos disfrutaremos, hermano. De vez en cuando, con Elidath o Stasilaine, Valentine había compartido una mujer, tres personas revolviéndose felizmente en una cama hecha para dos, pero nunca con Voriax, tan consciente de su dignidad, de su superioridad, de su elevada posición. De tal modo que el juego proporcionó especial placer a Valentine. La bruja de Ghilseldorn se había quitado las prendas de cuero y, a la luz de la hoguera, exhibía un cuerpo delgado y flexible. Valentine temió que aquella carne fuera repelente, puesto que pertenecía a una mujer de más edad que él, incluso más vieja que Voriax, pero pronto comprendió que era una idea absurda dictada por su inexperiencia, y Tanunda acabó pareciéndole hermosa. Quiso tocarla y encontró la mano de Voriax en el costado de la mujer. Dio una juguetona palmada a su hermano, como si fuera un molesto insecto, y ambos se echaron a reír. Las graves risas de los hermanos se mezclaron con la argentina risita de Tanunda, y los tres rodaron por la fresca hierba.
Valentine no había conocido una noche tan alocada. La droga especial que contenía el jugo de pinglo le afectó liberándole de toda inhibición y espoleando su energía, y a Voriax debió ocurrirle otro tanto. La noche fue una serie de imágenes fragmentarias, sucesiones de hechos inconexos. Valentine se encontró repantigado con la cabeza de Tanunda en su regazo, acariciando la reluciente frente mientras Voriax abrazaba a la mujer y él escuchaba los mezclados gemidos con extraño placer. Luego estrechó él a la bruja, y Voriax se quedó muy cerca, aunque no se sabía dónde. Después Tanunda quedó apretada entre los dos varones en una vertiginosa presa. En algún momento de la noche fueron al arroyo, se bañaron, chapotearon y rieron, corrieron desnudos y temblando hasta el agonizante fuego, e hicieron el amor de nuevo: Valentine y Tanunda, Voriax y Tanunda, Valentine, Tanunda y Voriax, carne pidiendo carne hasta que las primeras franjas grisáceas de la mañana quebraron la negrura.
Los tres estaban despiertos cuando el sol irrumpió en el cielo. Grandes fajas de la noche habían desaparecido de la memoria de Valentine, y pensó que tal vez había dormitado algunos ratos sin darse cuenta, porque su mente tenía una extraordinaria claridad, y estaba con los ojos muy abiertos, como en pleno día. Igual que Voriax, igual que la sonriente y desnuda bruja que estaba tumbada entre ambos.
—Ahora —dijo ella—¡os adivinaré el futuro! Voriax emitió un sonido de intranquilidad, un carraspeo, pero Valentine se apresuró a intervenir.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Profetiza!
—Coged semillas de pinglo —dijo Tanunda.
Había semillas esparcidas por todas partes, simientes de brillante color negro con salpicaduras de rojo. Valentine cogió un buen puñado, e incluso Voriax recogió algunas. Las entregaron a la bruja, que ya tenía las manos llenas, y Tanunda las agitó con las manos cerradas y las tiró al suelo como si fueran dados. Hizo cinco tiradas, recogió las semillas y repitió el proceso. Después ahuecó las manos para que algunas cayeran formando un círculo y echó las semillas restantes dentro de esa superficie. Las observó largo rato, acuclillada y con la cabeza pegada al suelo para estudiarlas. Finalmente alzó los ojos. Aquella licenciosa picardía había desaparecido de su semblante. Estaba raramente alterada, muy solemne y varios años envejecida.
—Sois hombres de alta cuna —dijo—. Pero eso ya se veía en vuestro porte. Las semillas me dicen muchas cosas más. Veo que grandes peligros os aguardan, a los dos.
Voriax apartó la mirada, con el ceño fruncido, y escupió.
—Eres escéptico, sí —dijo Tanunda—. Pero ambos correréis riesgos. Tú… —señaló a Voriax— debes tener cuidado con los bosques, y tú… —una mirada a Valentine— debes vigilar el agua, los océanos. —La bruja arrugó la frente—. Y muchas cosas más, creo, porque tu destino es misterioso y soy incapaz de interpretarlo con claridad. Tu linaje se interrumpe… no por la muerte, sino por algo más extraño, una gran transformación… —Sacudió la cabeza—. Esto me sorprende. No puedo ayudarte más.
—Ten cuidado con los bosques, ojo con los océanos —dijo Voriax—. ¡Cuidado con las tonterías!
—Tú serás rey —dijo Tanunda.
Voriax se quedó sin aliento de repente. El enfado huyó de su cara, y se quedó boquiabierto.
Valentine sonrió y dio unas palmadas en la espalda de su hermano.
—¿Lo ves? ¿Lo ves?
—También tú serás rey —dijo la bruja.
—¿Qué? —Valentine se quedó atónito—. ¿Qué locura es ésta? ¡Tus semillas te engañan!
—Si me engañan, será la primera vez —dijo Tanunda.
La bruja recogió las semillas y se apresuró a tirarlas al arroyo. Después envolvió su cuerpo con las tiras de cuero.
—Un rey y un rey, y yo he gozado de una noche de diversión con ambos, sus futuras majestades. ¿Pasaréis hoy por Ghiseldorn?
—Creo que no —dijo Voriax, sin mirarla.
—En ese caso no volveremos a vernos. ¡Adiós!
Tanunda avanzó con rapidez hacia el bosque. Valentine extendió una mano hacia la mujer, pero no dijo nada, sólo estrujó el aire con sus temblorosos dedos, impotente, y la bruja se perdió entre los árboles. Valentine miró a su hermano, que estaba removiendo coléricamente las ascuas de la hoguera. La alegría del ensueño nocturno se había esfumado.
—Tenías razón —dijo Valentine—. No debimos consentir que jugara a profetisa a expensas de nosotros. ¡Bosques! ¡Océanos! ¡Y esa locura de que ambos seremos reyes!
—¿Qué ha pretendido decir? —preguntó Voriax—. ¿Que compartiremos el trono del mismo modo que hemos compartido su cuerpo esta noche?
—Es imposible —dijo Valentine.
—Jamás ha habido un gobierno compartido en Majipur.¡Es absurdo! ¡Es inconcebible! Si yo llego a ser rey, Valentine, ¿cómo es posible que tú también lo seas?
—No estás escuchándome. Créeme, no prestes atención a ese imposible, hermano. Ella es una mujer salvaje que nos ha ofrecido una noche de placer entre borrachos. Las profecías no son ciertas.
—Ella dijo que yo sería rey.
—Y así será, seguramente. Pero fue una conjetura afortunada.
—¿Y si no es eso? ¿Y si Tanunda es una vidente auténtica?
—¡Entonces tú serás rey!
—¿Y tú? Si ella dijo la verdad en mi caso, tú serás Corona, y es imposible que…
—No —dijo Valentine—. Los profetas acostumbran a expresarse con acertijos y ambigüedades. Hay que aceptar el significado literal de lo que dijo Tanunda. Tú serás Corona, Voriax, todo el mundo lo sabe… y lo que predijo para mí debe tener otro significado, o no tiene ninguno.
—Eso me asusta, Valentine.
—Si vas a ser Corona, no hay nada que temer. ¿Por qué pones esa cara?
—Compartir el trono con un hermano… —Voriax se preocupaba de esa posibilidad como si fuera una muela dolorida, se negaba a olvidarse de ella.
—Es imposible —dijo Valentine. Recogió una prenda del suelo, comprobó que era de Voriax y la echó hacia su hermano—. Ayer oíste lo que dije. Que alguien codicie el trono es algo que supera mi comprensión. Puedes estar seguro de que no soy una amenaza para ti en cuanto al trono se refiere. —Estrechó la muñeca de su hermano—. ¡Voriax, Voriax, tienes un aspecto tan terrible!… ¿Te van a afectar las palabras de una bruja del bosque? Te lo juro: cuando seas Corona, yo seré tu siervo, nunca tu rival. Lo juro por nuestra madre, que será la Dama de la Isla. Y te aseguro que no hay que tomar en serio lo que ha ocurrido esta noche.
—Quizá no —dijo Voriax.
—Seguro que no —dijo Valentine—. ¿Nos vamos de aquí, hermano?
—Ella hace buen uso de su cuerpo, ¿no estás de acuerdo? Voriax se echó a reír.
—Es cierto. Me entristece un poco pensar que nunca volveré a verla. Pero no, no pienso seguir preocupándome de sus lunáticas predicciones, por más prodigiosos que sean los movimientos de sus caderas. Estoy harto de ella, y creo que de este lugar. ¿Nos desviamos de Ghiseldorn?
—Me parece bien —dijo Valentine—. ¿Qué ciudades de la orilla del Glayge hay cerca de aquí?
—Jerrik es la próxima, con muchos vroones. También está Mitripond, y un lugar llamado Gayles. Opino que deberíamos buscar alojamiento en Jerrik y divertirnos jugando durante algunos días.
—A Jerrik, pues.
—Sí, a Jerrik. Y no me hables más del trono, Valentine.
—Ni una palabra, lo prometo. —Valentine se echó a reír y abrazó a Voriax—. ¡Hermano! Varias veces en el transcurso del viaje pensé que te había perdido por completo, pero veo que todo va bien, que he vuelto a encontrarte.
—Nunca hemos estado alejados —dijo Voriax—, ni un instante. Vamos, recoge tus cosas y… ¡rumbo a Jerrik!
Nunca volvieron a hablar de la noche que pasaron con la bruja y de las predicciones de ésta. Cinco años más tarde, tras el fallecimiento de lord Malibor mientras cazaba dragones, Voriax fue elegido Corona, para sorpresa de nadie, y Valentine fue el primero en arrodillarse y rendir homenaje a su hermano. En esa época Valentine había olvidado la problemática profecía de Tanunda, aunque no el sabor de sus besos y el tacto de su carne. ¿Ambos reyes? ¿Cómo era posible tal cosa, si sólo podía existir una Corona en un momento dado? Valentine se alegró de la suerte de su hermano, lord Voriax, y no se arrepintió de ser quien era. Y cuando comprendió el significado real de la profecía (que él no iba a gobernar conjuntamente con Voriax, sino que sería el sucesor de su hermano, pese a que en la historia de Majipur nunca se había dado el caso de que un hermano sucediera a otro hermano) le fue imposible abrazar a Voriax y confirmarle su cariño, porque Voriax había desaparecido para siempre, abatido por una flecha perdida en el bosque. Valentine había perdido a su hermano cuando, solo y perplejo, subió los escalones del Trono de Confalume.