4 — EL CRONISTA

Hresh tuvo que armarse de todo su valor para acudir a Koshmr y pedirle que le nombrara cronista en lugar n. No es que temiera ser rechazado, ya que todo estaba pidiendo algo extraordinariamente inusitado. A lo que más temía era al desdén. Koshmar sabía ser cruel. Koshmar podía mostrarse dura. Y Hresh sabía que ella tenía motivos para sentir desagrado hacia él.

Pero, para su sorpresa, la cabecilla pareció recibir su insólito pedido con afabilidad.

— ¿Historiador, dices? Esa labor tradicionalmente ha recaído en el hombre más anciano de la tribu ¿no? Y tú tienes…

— Pronto cumpliré, nueve años — dijo Hresh resueltamente.

— Nueve. Casi eres el más joven… — ¿No estaba Koshmar ocultando una sonrisa?

— El hombre más anciano ahora es Anijang. Es demasiado tonto para ser cronista, ¿no te parece? Además, ¿qué importa mi edad, Koshmar? Todo ha cambiado nosotros ahora. Aquí se esconden peligros por todas partes. Los hombres deben patrullar constantemente las tierras. Ya nos hemos topado con los zorros-rata, con las avesangres, con los cardofuegos, con los pájaros de alas de cuero, casi todos los días aparece — una criatura nueva. Y esto seguirá así de aquí en adelante. Soy demasiado joven para poder pelear bien. Pero puedo llevar las crónicas.

— ¿Estás seguro? ¿Sabes leer?

— Thaggoran me enseñó. Sé escribir palabras y leerlas. Y también soy capaz de recordar cosas. Muchas de las crónicas ya las sé de memoria. Pregúntame lo que desees. Sobre la caída de las estrellas de la muerte, sobre la construcción del capullo, sobre…

— ¿Has leído las crónicas? — preguntó Koshmar, sorprendida.

Hresh sintió que enrojecía. ¡Qué disparate! Las crónicas estaban selladas. Nadie excepto el cronista podía abrir el cofre que las guardaba. Sin embargo, ya en los días del capullo, Hresh se las había ingeniado para estudiar algunas páginas que Thaggoran había dejado abiertas en su cámara. A veces el anciano se mostraba indulgente o descuidado, si bien jamás había dado muestras de estar al corriente de lo que Hresh hacía. Pero Hresh había realizado casi todas las investigaciones históricas después de la muerte de Thaggoran, subrepticiamente, mientras los demás miembros de la tribu partían en busca de alimentos. A menudo el equipaje quedaba sin guardia; ya no había cronista que vigilara sus tesoros con ojo atento; nadie parecía reparar en que el niño abría el cofre sagrado. O al menos, a nadie parecía importarle.

Hresh dijo débilmente, esperando que Koshmar no descubriera su burda mentira.

— Thaggoran me permitía verlas. Me hizo prometer que jamás se lo contarla a nadie, pero de vez en cuando, como un favor especial…

Koshmar se echó a reír.

— ¿Eso hacía? ¿Es que nadie cumple sus promesas en esta tribu?

Improvisando desesperadamente, Hresh atinó a contestar.

— Le encantaba hablar de viejas historias. Y yo estaba más interesa o que ningún otro, de modo que… él…

— Sí, sí. Ya veo. Bueno, ahora poco importa qué promesas se cumplieron o se dejaron de cumplir antes de nuestra Partida. — Koshmar le observó desde lo que al niño le pareció una altura impresionante. Se perdió en especulaciones privadas durante un rato. Luego, por fin dijo —: Así que cronista, ¿eh? ¡Y ni siquiera tienes nueve anos! ¡Qué idea tan sorprendente! — Entonces, justo cuando Hresh se disponía a alejarse cabizbajo y avergonzado, ella exclamó —: Pero ve, ve a buscar los libros. Déjame ver cómo escribes, y luego decidiremos. ¡Vamos, ve, te digo!

Hresh salió lanzado, con el corazón en la boca. ¿Hablaba en serio? ¿Realmente lo había escuchado en serio? ¿Le concedería su deseo? Así parecía. Desde luego, podía ser que estuviera divirtiéndose cruelmente a costa de él. Pero aunque Koshmar podía mostrarse inclemente, no solía bromear. En ese caso, debía de ser sincera, pensó. ¡Cronista! ¡Él!, Hresh! Apenas podía creerlo. ¡Él sería el anciano de la tribu, sin contar siquiera nueve años!

Ese día, Threyne estaba a cargo de los objetos sagrados. Era una mujer menuda, de ojos grandes, y llevaba en el vientre protuberante un niño por nacer. Hresh se arrojó sobre ella, barbotando que Koshmar le había ordenado ir en busca de los libros sagrados. Threyne se mostró escéptica, y se negó a entregárselos. Finalmente, ambos se dirigieron juntos hacía la cabecilla, transportando el pesado cofre de las crónicas entre los dos.

— Sí — explicó Koshmar —. Le he pedido que trajera los libros.

Threyne la miró atónita. Sin duda, para ella semejante acción equivalía a una blasfemia, pero no se opondría a Koshmar, ni siquiera en eso. Musitando, entregó el cofre a Hresh.

— Puedes retirarte — indicó la cabecilla a Threyne, haciendo un gesto Con la mano como si se quitara una mota de polvo. Cuando Threyne se perdió de vista, Koshmar dijo a Hresh —: Muy bien, ábrelo, ya que pareces saber cómo hacerlo…

Ansioso, Hresh lanzó las manos al cofre, manipulando los pomos redondeados y desplazando los sellos en uno y otro sentido. Los dedos le temblaban con nerviosismo, pero logró abrirlo en un instante. Dentro yacía el Barak Dayir en su estuche, y cerca de él, las piedraluces y los libros de las crónicas apilados como a Thaggoran le gustaba conservarlos: el volumen actual sobre los demás, y por debajo de ellos, el Libro del Camino.

— Muy bien — dijo Koshmar —. Toma el libro de Thaggoran y ábrelo en la última página. Escribe lo que te diré.

Cogió el libro y lo atrajo hacia sí, acariciándolo con respeto. Al abrirlo hizo la señal del Destructor, ya que era Dawinno quien dispersaba, quien arrasaba, y también quien conservaba el saber. Con cuidado, Hresh giró las páginas hasta dar con la última, donde Thaggoran había comenzado a escribir sobre la cara izquierda con su letra elegante la historia de la Partida. El registro de Thaggoran terminaba abruptamente, incompleto, a mitad de la página. La cara derecha estaba en blanco.

— ¿Estás preparado? — preguntó Koshmar.

— ¿Quieres que escriba sobre este libro? — musitó Hresh, sin dar crédito a sus oídos.

— Sí. Escribe. — Frunció el ceño y los labios —. Escribe esto: «Entonces, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu debía ir en busca de Vengiboneeza, la gran ciudad de los ojos-de-zafiro, ya que allí tal vez hallaran cosas secretas que pudieran ser de valor para repoblar el mundo.»

Hresh se quedó mirándola, sin moverse.

— Vamos. Escribe eso. Sabes escribir, ¿verdad? No me habrás hecho perder el tiempo, ¿verdad? Escribe, Hresh, o por Dawinno que te haré desollar y con tu pellejo me haré un par de botas para las noches de frío. ¡Escribe!

— Sí — murmuró —. Así lo haré.

Oprimió las yemas de los dedos contra la página y se concentró con toda la fuerza de su mente. Envió las palabras que Koshmar le había dictado sobre la hoja sensitiva de pálido pergamino en un furioso y desesperado estallido de su pensamiento. Y para su asombro, los caracteres comenzaron a aparecer casi de inmediato, marrones y oscuros contra el fondo amarillo. ¡Escribía! ¡Realmente estaba escribiendo sobre el Libro de la Partida! Su letra no era delicada como la de Thaggoran, pero aparecía lo bastante inteligible. Era escritura auténtica, clara y comprensible.

— Déjame ver — ordenó Koshmar.

Se inclinó. Escrutó el papel. Asintió.

— Ah… Sí, sí. Sabías hacerlo, ¿eh? Pequeño travieso, pequeño preguntón, ¡realmente sabes escribir! Ay, ay — Frunció los labios y tomó los extremos del libro con firmeza. Aguzó la mirada y pasó los dedos por la página.

Al cabo de un rato, murmuró:

— Así, pues, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu fuese en busca de la gran ciudad de Vengiboneeza, de los ojos-de-zafiro…

Se parecía mucho, pero las palabras que Koshmar leía no eran exactamente las que había pronunciado un instante atrás, y que Hresh había transcrito. ¿Cómo podía ser? El niño estiró el cuello y escudriñó el libro que Koshmar tenía entre las manos. Pero lo que él había escrito comenzaba así: «Entonces, Koshmar, la cabecilla decidió que la tribu…» ¿Era posible que Koshmar fuese incapaz de leer, que estuviera citando de memoria las palabras que había dictado? Era algo sorprendente. Pero después de reflexionar, Hresh comprendió que en realidad no lo era tanto.

Una cabecilla no necesitaba dominar el arte de leer. Para eso estaba el cronista.

Un instante más tarde, Hresh advirtió otro hecho sorprendente: acababa de enterarse del destino hacia el cual se habían dirigido durante todos esos meses. Hasta ese momento, la cabecilla se había mostrado reacia a divulgar la meta de su travesía. Tal había sido la concentración de Hresh para escribir, que las palabras de Koshmar habían perdido todo significado. Ahora se daba cuenta.

¡Vengiboneeza! Sintió que se le aceleraba el corazón.

¡Pronto partirían en busca de la ciudad más espléndida del Gran Mundo!

Tendría que haberlo sospechado, pensó Hresh, herido en su amor propio. Thaggoran había hablado de estas cuestiones; había dicho que en el Libro del Camino estaba señalado: al final del invierno, el Pueblo saldría de los capullos y entre las ruinas del Gran Mundo sus miembros encontrarían lo que necesitaban para erigirse en amos del planeta. ¿Qué sitio mejor para buscar que en la antigua capital del pueblo de los ojos-de-zafiro? Tal vez Koshmar también lo había comprendido así. O muy probablemente Thaggoran se lo había sugerido. ¡Vengiboneeza! Realmente, la vida se ha convertido en un sueño, pensó Hresh.

Levantó la vista hacia ella.

— Entonces, ¿soy el nuevo cronista?

Koshmar le estudiaba intrigada.

— ¿Qué edad has dicho que tienes? ¿Nueve?

— Todavía no.

— Todavía no tienes nueve años…

— Pero sé leer. Y escribir. Y ya he aprendido muchas cosas, y para mi esto es sólo el comienzo, Koshmar.

— Sí… Tal vez sea la única forma de tenerte bajo control, ¿eh, Hresh? Hresh, el de las preguntas. Leerás estos libros, y ellos darán respuesta a algunas de tus preguntas y te colmarán de interrogantes nuevos. Estarás tan ocupado con los libros que ya no andarás hurgando ni buscando cómo causar problemas.

— Yo descubrí a los zorros-rata aquella ocasión en que salí solo… — le recordó.

— Sí. Es cierto.

— Aparte de causar problemas, también puedo ser útil.

— Tal vez sí…

— ¿No estarás jugando conmigo? ¿De verdad soy el nuevo cronista, Koshmar?

Koshmar se echó a reír.

— Sí, muchacho. Lo eres. Eres el nuevo cronista. Hoy lo proclamaremos. Aunque aún no tienes edad para escoger tu propio nombre. Son nuevos tiempos, y ahora todo es distinto, ¿eh? O casi todo. ¿No lo crees, muchacho?

Y así se hizo. Hresh asumió su nueva función con gran celo. Prosiguió lo mejor que pudo el registro de la Partida, inconcluso por Thaggoran, hasta que lo puso al día e incluyó todas las, aventuras de la tribu. Intentó reconstruir el calendario para que se pudieran observar los rituales puntualmente, pero en la confusión posterior a la muerte de Thaggoran nadie se había preocupado por esa labor. Hresh sospechaba que no había hecho bien los cálculos, de modo que tal vez de allí en adelante las ceremonias de nombramiento y entrelazamiento no se celebrarían en el día preciso. Hizo cuanto pudo por remediarlo, aunque sin mucha confianza en que su trabajo fuese acertado.

Ahora, Hresh se dirigía cada día a la cabecilla y ella conversaba con él, y Hresh registraba en su inmenso libro los sucesos que le parecían de más importancia. Y siempre que tenía oportunidad, se zambullía con ansiedad frenética en los niveles más profundos del cofre, ávido de descubrirlo todo. Le deslumbró el tesoro desbordante de la historia. Tal vez le llevara media vida leer todos aquellos libros, pero su propósito era intentarlo. En una especie de fiebre de conocimientos, Hresh pasaba las páginas, las acariciaba, las asimilaba, sin permitirse leer más de unos renglones de cada una antes de pasar a la siguiente, y de ésta a la otra. Las verdades que contenían los libros se mezclaban y se confundían a medida que deambulaba por entre ellas, y se convertían en misterios aún más profundos que antes de que supiera nada sobre los libros. Pero eso no importaba, ya que tendría muchísimo tiempo para dominar todo ese saber más adelante. Ahora sólo quería devorarlo.

Lucía día y noche el amuleto de Thaggoran en el cuello. Al principio fue una presencia extraña que le golpeteaba el esternón, pero pronto se acostumbró a él, y luego terminó por considerarlo casi como una parte de él. Al llevarlo sentía la cercanía de Thaggoran. Al tocarlo, imaginaba que la sabiduría de Thaggoran lo traspasaba.

Le gustaba volver a los libros más antiguos, que apenas podía comprender, ya que estaban escritos en una grafía extraña que no armonizaba con su mente de modo sencillo. Pero recorría las rígidas páginas con la punta de los dedos y, al cabo de un rato, surgía en él una especie de sensación, sí bien siempre ambigua, siempre elíptica, elusiva. Eran registros fragmentarios del Gran Mundo: al parecer eran narraciones sobre el modo en que los Seis Pueblos habían vivido en armonía sobre la Tierra: los humanos, los hjjks, los vegetales y los mecánicos, los amos-del-mar y los ojos-de-zafiro. Era algo débil y difuso, el eco de un eco, pero incluso ese eco resonaba en su alma como un son de clarines procedente de la penumbra de los tiempos. Seguramente habría sido la más sorprendente de las épocas, la cumbre de esplendor de la Tierra, cuando todo el mundo era un festival. Temblaba con sólo pensar en el gentío, en las muchas razas, las ciudades fulgurantes, las naves surcando el espacio interestelar. Apenas podía llegar a comprenderlo. Sentía que el conocimiento, aunque fragmentario, le henchía casi hasta asfixiarlo. Y luego saltaba hasta el trágico final del Gran Mundo, cuando comenzaron a caer las estrellas de la muerte, tal como se había vaticinado largo tiempo atrás. ¿Por qué permitieron que sucediera? Ellos… que tanta grandeza habían alcanzado… ¿No habrían podido desviar la embestida de los astros? Tan grande era su poder que sin duda podrían haberlo impedido. Pero nadie hizo nada. No se registraba el menor intento: sólo la misma catástrofe. Fue entonces cuando perecieron los ojos-de-zafiro, cuya sangre fría no podía subsistir en un clima helado. Y también fallecieron los vegetales, evolucionados a partir de células de plantas, y por lo tanto incapaces de soportar los hielos. Hresh leyó la noble historia de la muerte voluntaria de los mecánicos, que prefirieron no sobrevivir en la era que se avecinaba aunque podían haberlo hecho. Lo leyó todo, intoxicándose con sorbos voraces.

También cogió las piedraluces, y las dispuso en configuraciones, y las acarició y frotó, y les murmuró, con la esperanza de poder extraer sabiduría de ellas. Pero permanecieron mudas: No le parecieron más que oscuras piedras resplandecientes. Por mucho que lo intentaba, no le proporcionaban el menor indicio. Con tristeza comprendió que el Pueblo ya no contaba con aquella guía, era algo que la tribu había perdido para siempre. Sean cuales fueran los secretos ocultos en las piedraluces, habían muerto junto a Thaggoran.

Lo único que Hresh no se atrevió a examinar fue el Barak Dayir, la Piedra de los Prodigios. La dejó en su estuche de terciopelo verde, sin siquiera osar tocarla. Sabía que le abriría las puertas a planos de conocimiento que incluso sobrepasaban a los que podía preverle la lectura, pero temió ir demasiado deprisa. La Piedra de los Prodigios era un fragmento de material estelar. Eso había dicho Thaggoran. También había explicado que entrañaba sus peligros. Hresh prefirió dejarla en su sitio hasta que tuviera algún indicio acerca de cómo usarla sin riesgo. En privado se alababa por su único acto de prudente renuncia, tan ajeno a su temperamento, para luego echarse a reír de su absurda jactancia.

Para el resto de la tribu, el ascenso de Hresh a la categoría de cronista era más cuestión de burla que de cualquier otra cosa. Habían escuchado la proclamación de Koshmar, y le veían cada día dando vueltas por el carro de equipaje donde se guardaban las crónicas, pero les costaba comprender que un niño ocupara el lugar del historiador. Minbain reía y le preguntaba:

— ¿Así que ahora debo llamarte anciano?

— Es sólo un título, Madre. Para mí es indiferente que se utilice o no.

— ¿Pero eres el cronista? ¿De veras eres el cronista?

— Sabes que sí — respondía Hresh.

Minbain se llevaba las manos al pecho, y entre oleadas de risa decía en un tono que revelaba amor sin cortesía:

— ¿Cómo es posible que una criatura tan extraña haya salido de mí? ¿Cómo? ¿Cómo?

Torlyri se mostraba más amable con él. Le decía que había sido la elección correcta, y que sin duda alguna él había nacido para ser cronista. Pero Torlyri era amable con todos. Orbin, quien antes fuera su amigo y compañero de juegos, ahora le miraba como si le hubiera crecido una cabeza más. Los miembros que tenían más o menos su edad nunca se habían sentido cómodos con Hresh, a decir verdad. Pero ahora mantenían esa distancia abiertamente. Todos excepto Taniane, quien no parecía dejarse impresionar por la nueva gloria. Seguía conversando con él y caminando a su lado durante la travesía como si nada hubiera cambiado, si bien últimamente pasaba más tiempo con Haniman que con el resto. A Hresh le costaba comprender qué interés hallaba en semejante gordinflón, si bien la marcha parecía estar despojándole, aunque muy lentamente, de parte de su torpeza proporcionándole a cambio algo de gracia y coordinación.

Anijang, quien en los viejos tiempos habría ocupado el lugar de Thaggoran debido a su edad, se limitaba a reír cada vez que Hresh pasaba a su lado.

— ¡De la que me has salvado, niño! ¡Qué fastidio habría sido para mí tener que aprender a leer!

Parecía sinceramente aliviado. Y los hombres más jóvenes, los guerreros, por lo general, optaban por ignorar a Hresh. Todos salvo Salaman, quien a veces se detenía a mirarle como sí no pudiera hacerse a la idea de que un niño incluso mas pequeño que él se hubiera convertido en el cronista y anciano de la tribu. Los demás guerreros no le prestaban atención. Para ellos el cronista era una figura que reverenciar, pero no pensaban venerar a Hresh, así que para ellos carecía de la menor importancia. De todos ellos, el único que se molestaba en conversar con Hresh era Harruel, que le contemplaba desde su inmensa altura y de alguna forma le deseaba éxito en su tarea.

— Eres muy joven, pero las costumbres cambian en tiempos como éstos, y si vas a ser nuestro cronista no voy a oponerme a tu nombramiento.

Hresh se lo agradecía, si bien prefería mantenerse lejos de él por tratarse de un hombre tan gigantesco y por estar de un humor tan extraño en esos días: al parecer, rumiaba amargura por cierta decepción, y constantemente andaba con la mirada torva y un gesto de desdén en los labios.

Como es natural, el deber de Hresh era mantener en secreto todo lo que le comunicara Koshmar hasta que la cabecilla decidiera divulgarlo a toda la tribu. Pero después de todo, el pequeño todavía no tenía nueve años. Así, un día, poco después de haber sido designado cronista, dijo a Taniane:

— ¿Sabes hacia dónde nos dirigimos?

— Eso es algo que sólo Koshmar sabe.

— Yo lo sé.

— ¿De veras?

— Y te lo diré, si lo mantienes en secreto. — Acercó la boca a su oído — Vamos a Vengiboneeza. ¿Puedes creerlo? ¡Vengiboneeza, Taniane!

Él pensaba que la revelación la dejaría sin habla. Pero en ella no encontró más que una mirada inexpresiva.

— ¿Adónde? — le preguntó.


Siguieron avanzando hacia el oeste, a través de terrenos cambiantes, cada día más tibios aunque aún inhóspitos.

Nunca se cruzaron con otros seres humanos, sólo con las bestias salvajes y extrañas de la región, En este sentido, Koshmar tenía claras preferencias. Le habría gustado encontrar alguna otra tribu para confirmar que no se había precipitado al guiar fuera del capullo al Pueblo antes de que el invierno terminara de verdad; a la vez, deseaba verse libre de la posibilidad de que sus sesenta almas fuesen cuanto había sobrevivido de la raza humana. Y en realidad, estaba ansiosa por unirse a otros grupos de viajeros con los cuales el Pueblo pudiera compartir los riesgos y adversidades de la travesía.

Pero, al mismo tiempo, la idea de hallar compañía no le era enteramente grata. Durante mucho tiempo había sido la dueña absoluta sin que nadie discutiera sus decisiones. Las miradas feroces y las murmuraciones airadas de Harruel no constituían una amenaza real para ella: el Pueblo jamás lo aceptaría a él en su lugar. Pero si encontraban a otra tribu y establecían cierta clase de alianza con ella, tal vez surgieran rivalidades, desacuerdos, incluso guerras. Koshmar no tenía deseos de compartir su poder con ninguna otra cabecilla. En cierto sentido — y se daba cuenta de ello — quería que su Pueblo fuera el único grupo de humanos que hubiese sobrevivido a la caída del Gran Mundo.

De ese modo — si todo salía bien — ella pasaría a la historia de las crónicas como una de las más grandes conductoras, como la que orquestó por sí sola el renacimiento de la raza humana. Eso era vanidad, lo sabía. Pero sin duda no constituía un pecado imperdonable albergar tales ambiciones.

Con todo, las responsabilidades pesaban. Estaban cruzando una tierra peligrosa hacia un destino desconocido. Cada día traía consigo algún nuevo problema que ponía a prueba la resolución de la tribu, y no era extraño que la misma Koshmar se sintiera a menudo insegura del rumbo. Pero su Pueblo no debía enterarse de estas dudas.

Los reunió, y les dijo por fin que se dirigían a Vengiboneeza. Los de más edad conocían el nombre por las historias que Thaggoran les había contado en los días del capullo, pero los más jóvenes se quedaron mirándola.

— Háblales de Vengiboneeza — ordenó a Hresh.

El pequeño se acercó y describió las inmensas torres de la antigua ciudad, los palacios de piedra bruñida, las máquinas prodigiosas, los estanques tibios y radiantes, los jardines de trémula luz… Eran imágenes que había descubierto al tocar las páginas de las crónicas e invitarlas a surgir en su mente.

— Pero ¿de qué nos servirá ir a Vengiboneeza? — preguntó Harruel en cuanto Hresh hubo terminado.

— Será el comienzo de nuestra grandeza — respondió Koshmar con brusquedad — Las crónicas nos dicen que allí aún pueden encontrarse las máquinas del Gran Mundo, y que quienes las encuentren serán poderosos gracias a ellas. Por eso nos dirigiremos a Vengiboneeza y buscaremos sus tesoros. Tomaremos de ella lo que necesitemos, y seremos los amos del mundo, y construiremos para nosotros una ciudad grande y gloriosa.

— ¿Una ciudad? — preguntó Staip — ¿Nosotros, una ciudad?

— Claro que tendremos una ciudad — replicó Koshmar — ¿O pretendes que vivamos como criaturas salvajes, Staip?

— Vengiboneeza se convirtió en polvo hace ya setecientos mil años — declaró Harruel con tono sombrío — Allí no habrá nada que nos sea de provecho.

— Las crónicas no dicen lo mismo — refutó Koshmar.

Se produjeron rumores de ambas partes. Staip continuó mascullando, y también Kalide, y algunos de los de mayor edad. Koshmar vio que Torlyri la contemplaba con pesar y desconsuelo, y supo que su poder sobre la tribu estaba pasando por un momento de zozobra. Al exigirles que emprendieran tan agobiante viaje, quizá les estuviera pidiendo demasiado. Los había privado de las comodidades del capullo para internarlos en un mundo de vientos inclementes y fríos amargos. Los había expuesto al cruel resplandor del sol y a la gélida luz de la luna. Los había lanzado a una realidad de avesangres, cardofuegos y extrañas bocas con forma de caverna. Con perseverancia, habían tolerado todas las pruebas y dificultades, pero su paciencia estaba llegando al límite. Ahora debía prometerles recompensas si esperaba que la siguieran de allí en adelante.

— ¡Escuchadme! — gritó — ¿Tenéis alguna razón para dudar de mí? Soy Koshmar, la hija de Lissiminimar, y vosotros me elegisteis como cabecilla en épocas de Thekmur. ¿Os he defraudado alguna vez? ¡Os llevaré a Vengiboneeza y todas las maravillas del Gran Mundo serán nuestras! ¡Y luego volveremos a partir, y nos convertiremos en los amos del mundo! ¡Dormiremos a resguardo y beberemos refrescos dulces, y habrá comida, y ropa fina y una vida holgada para todos! ¡Os lo prometo: es la promesa de la Nueva Primavera!

Pero aquí y allá, seguía habiendo ojos recelosos. Staip se revolvía con inquietud. Koshmar vio que Konya le murmuraba algo al oído. Kalide también parecía insegura, y se volvió para decir unas frases a Minbain. Harruel parecía distante, perdido en sus cavilaciones. Pero nadie se pronunció abiertamente contra la idea. Koshmar advirtió que para todos era el momento de decidir.

— ¡Rumbo a Vengiboneeza! — exclamó Koshmar.

— ¡Rumbo a Vengiboneeza! — repitió Torlyri.

— ¡Vengiboneeza! — gritó Hresh.

Fue un momento terrible. Los demás permanecían en silencio. Los ojos se aferraban al recelo. Koshmar descubrió que su gente estaba preocupada, cansada, pronta a rebelarse. Sólo Torlyri y Hresh se habían alzado en su favor. Pero Torlyri era su compañera de entrelazamiento y Hresh una criatura, su sirviente. ¿Habría alguien más que se plegara al clamor?

— ¡Vengiboneeza!

Al fin, una voz clara y fuerte: la de Orbin, ese buen niño fornido. Y luego, sorprendentemente, la de Haniman, seguida de algunas voces mayores: Konya, Minbain, Striinin. Por fin, todos… incluso Harruel, incluso el desconfiado Staip. De nuevo eran una tribu que hablaba con una sola voz: ¡Vengiboneeza! ¡Vengiboneeza!

Prosiguieron. ¿Pero cuánto tiempo pasaría, se preguntaba Koshmar, antes de que tuviera que persuadirlos nuevamente para que la apoyaran?

La marcha les deparó nuevas pérdidas. Un día de ráfagas tórridas y extrañas, el joven Hignord fue arrastrado por algo verde que se retorcía sobre muchas patas y que salió de un hoyo oculto en la tierra. Unos días más tarde, la niña Tramassilu, quien había partido a cazar sapitos entre unos árboles, fue atravesada por una criatura inmensa y lunática que se movía a saltos. Se abalanzó sobre ella apuntando con un largo pico rojo y permaneció revoloteando sobre su cuerpo hasta que Harruel la derribó de un mazazo.

Eso elevaba a cuatro el número de muertes sufridas entre los sesenta que habían iniciado la travesía. Los vientres de las parejas de progenitores acusaban la labor para recuperar a los caídos, pero una vida no se lograba de un día para otro, y la muerte era una acechanza cotidiana. Koshmar se preocupaba por las pérdidas de la tribu, y temía que los miembros disminuyeran peligrosamente si seguían muriendo más mujeres. Hasta ese momento, dos de los fallecidos habían sido hembras fértiles. Un hombre bastaba para fecundar a toda una tribu, Koshmar lo sabía. Pero quienes gestaban a los niños eran las mujeres, y la labor llevaba su tiempo.

Las espesas nubes se abrieron y llovió durante diez días y diez noches, hasta que todos quedaron empapados y malolientes por tanta humedad. Hasta entonces no había llovido durante el viaje. Pero la visión de la lluvia cayendo del cielo pronto perdió toda fascinación.

El fenómeno dejó de constituir una novedad para convertirse en un azote y tormento.

— Vengiboneeza… — comenzaron a decir —. ¿Cuánto falta hasta Vengiboneeza?

Había quienes repetían que en algún punto lejano tenía que haber caído alguna estrella de la muerte, y que debido a la larga distancia no habían oído el impacto, pero que la lluvia era el comienzo de otra época de oscuridad y frío.

— No — declaró Koshmar con vehemencia — Esto es algo que sucede sólo aquí. Antes estábamos en un lugar seco, y éste es húmedo. ¿No veis que estos pastos son tupidos, que el follaje es profuso?

Ella estaba en lo cierto. Prosiguieron, vencidos y calados por el agua, oliendo a pelo mojado. Y al cabo de un rato la lluvia cesó.

Y luego, los días comenzaron a acortarse. Desde que habían abandonado el capullo, cada día había sido un poco más largo que el anterior; pero ahora, sin lugar a dudas, el sol cada vez se ponía más temprano por las tardes.

— ¿Y Vengiboneeza? — comenzó a murmurar de nuevo la tribu.

Koshmar asentía y señalaba al oeste.

— Creo que estamos internándonos en una tierra de noches eternas — señaló Staip. Siempre había sido un hombre jovial, en quien la duda y el pesimismo eran rasgos desconocidos. Pero ya no —. Una tierra oscura también, será fría… — aventuraba.

— Y muerta — acotaba Konya, quien ya no reía ni cantaba. Su natural reserva había vuelto durante las últimas semanas y se había agravado notablemente. Ahora no parecía solamente discreto y solitario, como antes, sino lúgubre y perdido en algún rincón atroz de su alma — Nada puede sobrevivir en un sitio así — se lamentaba —. Deberíamos regresar.

— Debemos continuar — aseguraba Koshmar — Este fenómeno es normal y natural. Hemos entrado en una región donde la oscuridad es más fuerte que la luz. En cuanto la hayamos dejado atrás, las cosas mejorarán.

— ¿Tú crees? — preguntaba Staip.

— Tened fe — pedía Koshmar — Yissou nos protegerá. Emakkis proveerá. Dawinno nos guiará…

Y así continuaban.

Pero, interiormente, la cabecilla no estaba tan segura de que su confianza estuviera justificada. En el capullo, el día y la noche habían tenido idéntica duración. Aquí las cosas eran distintas, sin duda. Pero ¿qué significaba en realidad este cambio en las horas del día? Tal vez Staip tuviera razón y estuvieran internándose en un reino donde el sol jamás se asomaba y donde los aguardaba la muerte por congelación.

Deseaba poder consultar a Thaggoran, quien habría sabido la explicación, o al menos habría inventado algo tranquilizador. Pero Thaggoran ya no estaba allí, y su anciano era una criatura. Koshmar le mandó llamar de todas formas, y cuidándose de no revelar su desazón, le pidió:

— Necesito saber un nombre antiguo, cronista.

— ¿Y qué nombre es ése?

— El nombre que los ancianos daban al cambio de duración de luz y oscuridad. Debe estar en alguna parte de las crónicas. El nombre es el dios: debemos invocar al dios por su nombre correcto en nuestras plegarias, o la luz del sol jamás regresará.

Hresh partió en seguida para examinar los archivos. Revisó el Libro del Camino, el Libro de las Horas y los Días, el Libro del Frío Despertar, el Libro del Resplandor Equívoco, y Muchos otros volúmenes, incluso algunos que de tan antiguos no tenían nombre. Halló parte de la respuesta en un libro y parte en otro, y al cabo de tres días se presentó ante Koshmar.

— Se llaman estaciones. Hay una estación de días luminosos, tras la cual sobreviene una estación de sombras, y luego la estación luminosa vuelve una vez más — le informó.

— Pero claro… las estaciones — reflexionó Koshmar —. ¿Cómo he podido olvidar el nombre? — Y mandó llamar a Torlyri y le ordenó que orara al dios de las estaciones.

— ¿Qué dios es ése? — preguntó la dulce mujer de las ofrendas.

— Pues el dios que trae la época de luz y la época de oscuridad — respondió Koshmar.

Torlyri vaciló.

— ¿Te refieres a Friit? Friit es el Sanador. Él traerá la luz después de la oscuridad.

— Pero no seria propio de Friit provocar la oscuridad — caviló Koshmar — No. Debe ser otro dios.

— Dímelo, entonces, pues no sé a quién debo hacer mi ofrenda.

Koshmar había esperado que Torlyri lo supiera, pero ahora veía que la mujer la miraba aguardando su respuesta.

— Es Dawinno — dijo Koshmar concluyente.

— Sí, el Destructor — respondió Torlyri, sonriendo —. La oscuridad y luego la luz. Eso sí es propio de Dawinno. Él mantiene el equilibrio para que al final las cosas estén en armonía.

Así, cada mediodía, cuando el sol ocupaba el cenit, Torlyri hacía una ofrenda a Dawinno el Destructor, dios de las estaciones. Encendía unos restos de piel vieja y un poco de madera seca en un bello cuenco antiguo de piedra verde pulida, salpicado de vetas doradas. El humo que se elevaba hacia el cielo era su mensaje de gratitud a ese dios cuya sutileza excedía la comprensión humana.

Si bien los días siguieron acortándose, Koshmar ya no tuvo que enfrentarse a más discusiones sobre el fenómeno.

— Son las estaciones — decía, sacudiendo la mano imperiosamente —. ¡Todo, el mundo lo sabe! ¿De qué tenéis miedo? Las estaciones son algo natural, algo normal. Son el don con que nos obsequia Dawinno.

— Sí — musitaba Harruel, en voz baja, pero no lo suficiente para evitar que Koshmar lo oyera —, igual que las estrellas de la muerte…

La tierra también cambiaba. Durante un tiempo era llana, luego la superficie se quebraba para tornarse más inhóspita. Por las fisuras asomaban agudas hojas de piedra escarlata, como cuchillos. Tras ellas encontraron una vista extraña: un objeto inerte de metal, el doble de ancho que un hombre pero sin llegar a la mitad de su altura, de pie sobre una ladera rocosa y desnuda. La cabeza era una cúpula amplia de un solo ojo, y las patas mostraban complejas articulaciones. En alguna época debió de haber tenido una gruesa piel metálica y brillante, pero ahora la superficie aparecía herrumbrosa y horadada por las lluvias de incontables años.

— Es un mecánico — anunció Hresh, tras estudiar los libros —. Este debe de ser el sitio adonde acudieron para encontrar la muerte.

Y, en efecto, un poco más adelante, sobre unas tierras bajas, encontraron muchos más, cientos, miles. Era un bosque de criaturas metálicas agazapadas… un océano que cubría la tierra en todas direcciones. Cada una de ellas se erigía en una reducida zona de soledad, en un imperio privado. Y todas oxidadas y muertas. Era tal la corrosión que se derrumbaban con solo tocarlas, desmoronándose en un cúmulo de polvo.

— En la época del Gran Mundo — explicó Hresh con solemnidad —, estas criaturas vivían en las gigantescas ciudades de unos grandes reinos donde sólo existían máquinas. Pero cuando las estrellas de la muerte comenzaron a caer, ya no quisieron seguir viviendo.

— ¿Qué es una máquina? — quiso saber Haniman.

— Una máquina — replicó Hresh — es un aparato que realiza un trabajo. Es un objeto de metal con inteligencia, fortaleza e intencionalidad, con una clase de vida que no el como la nuestra.

Era la mejor explicación que podía ofrecer. Los demás la aceptaron. Pero no supo qué responder cuando alguien más preguntó por qué un ser con vida, aunque no fuera humana, prefirió renunciar a esa existencia sin luchar cuando llegaron las estrellas de la muerte. Eso de estar dispuesto a ceder la vida era algo que sobrepasaba la capacidad de comprensión de Hresh.

Koshmar recorrió la horda de mecánicos muertos, pensando que tal vez podría hallar alguno con restos de vida para que le indicara cómo llegar a la ciudad de Vengiboneeza, pero los rostros ciegos y oxidados se mofaron de ella con su silencio. Todos estaban más que muertos. Era imposible despertarlos.

Después de eso, entraron en una tierra atrozmente seca y arenosa, más que ninguno de los otros parajes que habían atravesado. Allí no había una sola gota de agua. La tierra se resquebrajaba y crujía bajo la mínima presión de una pisada. No se veía la menor brizna de césped; allí nada crecía. Los únicos animales que poblaban el lugar eran unos seres amarillos que se enrollaban, y que al arrastrarse por el suelo dejaban unas huellas tajantes como cortadas a navaja. Picaron a Staip y a Haniman, y en las piernas les dejaron dolorosas ronchas encarnadas que tardaron varios días en desaparecer. También se ensañaron con algunas reses, que no lograron sobrevivir. A estas alturas ya les quedaban muy pocas cabezas. Habían tenido que sacrificar a la mayoría de los animales que se habían llevado del capullo para alimentarse, y muchos otros se habían fugado o desaparecido, o bien caído víctimas de las criaturas que los acosaban durante la travesía. En este desierto, las gargantas se secaban y los ojos se hundían, y la tribu no cesaba de decir que aceptaría con gusto parte de la lluvia que tanto había maldecido poco tiempo atrás.

Luego abandonaron aquel lugar reseco y entraron en una tierra verde interrumpida por cadenas lacustres y por un río turbulento que cruzaron sobre balsas de madera liviana, obtenida del tronco de una criatura delgada y azul que parecía mitad serpiente y mitad árbol. Pasando el río, se erguía una cadena de montes bajos. Un día, mientras atravesaban las alturas, Torlyri, la de la vista aguda, vislumbró un enorme grupo de hjjks a lo lejos, todo un inmenso ejército de esos seres que marchaba hacia el sur. Bajo la luz cobriza de la penumbra, no parecían mayores que hormigas, abriéndose paso por un desfiladero rocoso, pero debían de ser miles… una multitud terrorífica. Sin embargo, no dieron señales de haber reparado en la pequeña tribu de Koshmar. Los seres-insecto pronto se perdieron de vista más allá de los pliegues montañosos.

Los días volvieron a hacerse más largos. El aire se tornó más tibio, y luego incluso cálido. De vez en cuando desde el norte soplaban nuevas ráfagas de viento, pero cada vez más escasas y con menor frecuencia. Nadie podía dudar de que las garras mortales del invierno se iban aflojando, que por fin dejaba de ser un motivo de preocupación. En ciertas partes del mundo, el invierno continuaba imperando, pero ellos se encontraban en una tierra primaveral, y cuanto más hacia el oeste se dirigían, más apacible se tornaba el tiempo. Koshmar lo vivía como una reivindicación. El dios de las estaciones sonreía sobre ella.

No obstante, ¿dónde estaba Vengiboneeza? Según las crónicas, la capital perdida de los ojos-de-zafiro estaba en el lugar donde el sol se retira a descansar. Pero, ¿dónde quedaba eso? Al oeste, sin duda. Pero el oeste era un sitio inmenso que se extendía sin fin. Cada noche la tribu se encontraba un poco más hacia el Occidente, y cuando el sol desaparecía detrás del fin del mundo, al final de la jornada, resultaba evidente que tanta marcha no los había acercado más a su objetivo.

— Busca de nuevo en los libros — ordenaba la cabecilla a Hresh desesperadamente —. Tiene que haber algún fragmento que has pasado por alto donde detalla cómo llegar a Vengiboneeza.

El pequeño recorría las páginas una y otra vez con las manos. Buscaba en los libros más viejos y polvorientos, en los que sólo hablaban del Gran Mundo. Pero no había nada. Tal vez no se fijaba en los puntos adecuados. O quizá los autores de las crónicas no habían considerado necesario consignar la localización de la gran ciudad, por tratarse de un punto de todos conocido. O posiblemente la información se había perdido. Las crónicas más antiguas no eran los textos originales; de eso estaba seguro. Los verdaderos se «habían destruido de puro viejos hacía cientos de miles de años. El poseía copias de copias de copias, escritas a partir de las maltrechas versiones anteriores por generaciones de cronistas durante la larga noche transcurrida dentro del capullo. ¿Quién sabía qué parte del texto había sido modificada por error, o descartada por entero en ese constante proceso de transcripción? Gran parte del contenido de los textos le resultaba del todo incomprensible. Y lo que allí había, si bien a menudo era suficientemente claro, otras veces tenía la engañosa lucidez espectral de los sueños, donde todo parece correcto y lógico aunque en realidad nada tiene sentido.

Hresh pensó que tal vez fuera el momento de emplear el Barak Dayir Pero tenía miedo. Nunca había tenido miedo de nada, ni siquiera cuando había intentado fugarse del capullo. Pero no, eso no era cierto. Había temido que Koshmar le matara; la muerte le asustaba, para qué negarlo. Pero la muerte era la única pregunta que contenía su propia respuesta, y cuando uno hacía la pregunta y obtenía la respuesta, todo acababa, uno ya no era nada. Así que ésa era la única respuesta que temía.

La pregunta de cómo utilizar la Piedra de los Prodigios bien podría ser la misma que cómo comprender la muerte. Y si no se protegía debidamente, acaso ambas tuvieran idéntica respuesta. Dejó el Barak Dayir en el estuche de terciopelo.

— Dime cómo llegar a Vengiboneeza — repitió Koshmar.

— Seguiré indagando — prometió Hresh —. Dame unos días más y te diré lo que deseas saber.


Un día, mientras Hresh consultaba los libros, Harruel se le acercó. Le miró desde toda su altura, como solía hacer, y le llamó:

— ¡Anciano! ¡Cronista!

Hresh levantó la mirada, sorprendido. Sin pensarlo, apartó el libro que estaba leyendo del alcance de Harruel) ¡como si él fuese capaz de leerlo!

— ¡Si — quieres hablarme — indicó Hresh —, siéntate.

¡Eres demasiado alto y si tengo que mirarte desde abajo me duele el cuello!

Harruel se echó a reír.

— ¡Qué atrevido eres!

— ¿Hay algo que desees saber de mí?

Harruel volvió a reír. Era una risa áspera que estallaba de él, como el sonido que hacen las rocas al despenarse por una pendiente. Pero los ojos le brillaban. Hresh sabía que estaba jugando un juego absurdo, si no peligroso. Un niño que aún no había cumplido nueve años daba órdenes al hombre más fuerte de la tribu. Harruel no tenía más remedio que echarse a reír o lanzarle rodando por los campos. Pero yo soy el cronista, pensó Hresh desafiante. Soy el anciano. Él no es más que un tonto con músculos.

El guerrero se puso de rodillas a su lado y se acercó, para que Hresh estuviera más cómodo. Harruel despedía cierto olor intenso. y acre, y en su tamaño impresionante había algo inquietante.

— Necesito que me proporciones cierto conocimiento — dijo Harruel, con su voz grave.

— Continúa.

— Cuéntame qué era un rey.

— ¿Rey? — dijo Hresh. Era una palabra antigua, que jamás había oído en toda su vida. Era extraño que ahora la mencionase Harruel —. ¿Qué sabes acerca de lo que significa ser rey?

— Algo — contestó —. Recuerdo que Thaggoran habló dé ello en una ocasión, mientras leía las crónicas. Entonces tú eras muy pequeño. Habló de Lord Fanigole y de Lady Theel, y de Balilirion, y de los demás fundadores del Pueblo en la época en que cayeron las estrellas de la muerte. Eran todos hombres, salvo Lady Theel, y eran ellos quienes gobernaban. Pregunté si en los viejos tiempos solían gobernar los hombres, y Thaggoran respondió que en la época del Gran Mundo hubo muchos reyes, hombres como yo, y no sólo entre los humanos… Thaggoran dijo que los ojos-de-zafiro también tenían reyes, y que cuando hablaba el rey, los demás obedecían sus órdenes.

— Tal como hoy obedecemos las palabras de la cabecilla.

— Tal como hoy obedecemos las palabras de la cabecilla. Sí. — repitió Harruel.

— En ese caso, ya sabes cuanto necesitas sobre los reyes. ¿Qué más puedo decirte?

— Dime que existieron.

— ¿Que hubo hombres que fueron reyes en el Gran Mundo? — Hresh se encogió de hombros. No había estudiado esa parte. Y aunque no fuera así, dudaba que debiera dar ese tipo de información a Harruel, o a alguien que no fuese Koshmar. Las crónicas se registraban fundamentalmente para dar orientación a la cabecilla, no para diversión de la tribu — No sé mucho acerca de lo que significa ser rey. Lo que me has contado probablemente sea todo cuanto se conoce sobre el tema.

— Podrás hallar más datos, ¿verdad?

— Tal vez haya más en las crónicas — aventuró Hresh con cautela.

— Busca, y cuando lo encuentres, dímelo. Me parece que no debíamos haber olvidado a los reyes. El Gran Mundo renacerá otra vez, y tenemos que saber cómo eran entonces las cosas si queremos darle vida por segunda vez. Investiga en tus libros, niño. Aprende sobre los reyes, y luego enséñamelo.

— No debes llamarme niño — replicó Hresh.

Harruel se echó a reír de nuevo, pero esta vez los ojos no le brillaron.

— Busca esos datos en los libros — repitió —. Y enséñame lo que encuentres… anciano. Cronista.

Se alejó. Hresh lo miró con miedo, pensando que esto sólo traería problemas, si no peligros. Acarició el amuleto de Thaggoran con preocupación. Ese día comenzó a recorrer el cofre de libros para averiguar datos sobre los reyes, y lo que descubrió confirmó sus sospechas.

Tal vez deba contarle todo esto a Koshmar, pensó.

Pero no lo hizo. Ni tampoco transmitió a Harruel el resultado de sus averiguaciones. Harruel no volvió a interrogarlo sobre la cuestión de los reyes. La conversación quedó como un asunto privado entre ambos. Como una pústula secreta.


Koshmar sintió el comienzo de la derrota. ¡Ojalá estuviese allí Thaggoran para aconsejarla! Pero Thaggoran se había ido, y ahora su cronista era un niño. Hresh era despierto y ávido, pero carecía de la profunda sabiduría de Thaggoran y de su familiaridad con las épocas pretéritas.

Estaba comenzando a enfrentarse al hecho de que no podría sostener la migración durante mucho tiempo más. Las murmuraciones habían comenzado de nuevo, y esta vez de forma más encendida. Algunos ya decían que estaban viajando sin meta. Lo sabía. Harruel se había constituido como líder de esa facción. A espaldas de Koshmar, decía: «Asentémonos en algún paraje fértil y construyamos una aldea.» Torlyri había oído cómo arengaba a cinco o seis hombres. En el capullo era impensable que la tribu considerara siquiera la posibilidad de contradecir la palabra de la cabecilla, pero ya no estaban en el capullo. Koshmar empezó a imaginarse derrocada del poder, no como la artífice de un mundo nuevo sino como una cabecilla destronada.

Sí la apartaban del poder, ¿la dejarían vivir? Era una nueva situación. No había una tradición que dijera qué hacer luego con la líder derrocada.

En el capullo, Koshmar había dejado esa banda de piedra negra y lustrosa que contenía el espíritu de las cabecillas que la habían precedido. Sólo se había llevado consigo los nombres, que recitaba una y otra vez. Pero tal vez los nombres no tuvieran el mismo poder sin la piedra, así como probablemente la piedra careciera de toda fuerza sin los nombres.

Thekmur, pensó. Nialli, Sismoil, Lirridon. ¡Si aún estáis a mi lado, guiadme en este momento!

Pero sus predecesoras no se mostraron. Koshmar se dirigió a Hresh en busca de consejo. Con él, si bien con nadie más, había dejado de simular que seguía el claro mandato de los dioses.

— ¿Qué podemos hacer? — preguntó.

— Debemos pedir ayuda — replicó el pequeño.

— ¿A quién?

— Pues a las criaturas que encontremos a lo largo del camino.

Koshmar se mostró escéptica. Pero no se perdía nada con intentarlo. Así, a partir de aquel día, cada vez que se encontraban con algún ser que parecía dotado de inteligencia, por simple que fuera, hacía que lo atraparan y calmaran hasta que recuperara la serenidad, y luego, por medio de la segunda vista y del contacto con el órgano sensitivo, trataba de obtener el conocimiento que necesitaba.

El primero fue una criatura extraña, redonda y carnosa. Una cabeza sin cuerpo y con una docena de patas cortas y rollizas. Cuando Koshmar sondeó su mente en busca de imágenes de Vengiboneeza, el animal se sacudió con vívidas muestras de excitación, pero no obtuvo nada más de él. Cuando preguntó sobre las ciudades de Occidente a un trío de seres peludos, azules, desgarbados y de patas zancudas, que parecían compartir una única mente, le llegó un patrón de pensamiento parecido a un intenso zumbido y ronquido. Y una espantosa criatura silvestre con garras ganchudas, el doble de alta que un hombre, toda boca y nariz prominente, con un pelaje anaranjado de olor fétido, lanzó una risa salvaje y ronca y proyectó la imagen de unas torres elevadas envueltas en opresivas enredaderas.

— Todo es inútil — dijo la cabecilla a Hresh.

— ¡Pero, Koshmar, qué interesantes son estos animales…!

— ¡Interesantes! ¡Podríamos morir cien veces en estas tierras inhóspitas y seguramente todavía encontrarías algo que te pareciera muy interesante…!

Sin embargo, antes de liberarlos hizo que Hresh les diera nombre a todos, y que registrara los términos en el libro. Koshmar creía que nombrar las cosas era algo muy importante. Todos ellos debían de ser criaturas nuevas, bestias que habían cobrado existencia desde la época del Gran Mundo, razón por la cual en las crónicas no se las mencionaba. Al nombrarlas, iniciaban el proceso que los llevaría a adquirir poder sobre ellos. Seguía aferrándose a la esperanza de que ella y su tribu fuesen los amos del mundo en aquella Nueva Primavera, Por eso consideraba tan importante dar nombres. Pero incluso mientras Hresh los pronunciaba, tras mucho cavilar, ella sentía en el acto una cierta futilidad. Estaban perdidos en esa tierra. Carecían de toda meta o dirección.

Y así, el más hondo pesimismo invadió el alma de Koshmar.

Entonces, mientras la tribu rodeaba un enorme lago negro en mitad de una zona de tierras húmedas y cenagosas, las oscuras aguas se agitaron y bulleron salvajemente. De sus profundidades comenzó a emerger poco a poco un extravagante coloso. Era un ser de increíble altura, pero de constitución tan endeble que parecía ser una presa fácil para la menor ráfaga de viento. Los miembros de color pálido no eran más que delgados postes; el cuerpo era la interminable prolongación de un tubo membranoso. Y mientras esta criatura emergía hasta casi asomarse al cielo ante ellos, Koshmar se llevó los brazos al rostro, asombrada, y Harruel rugió al blandir la espada. Algunos miembros de la tribu, los más asustadizos, comenzaron a huir.

Pero Hresh, sin perder la compostura, gritó:

— Esto debe ser un aguazancos. Creo que es inofensivo.

Cada vez se remontaba más y más, hasta una altura que superaba diez o quince veces la del hombre más alto. Allí se detuvo, balanceándose muy por encima de ellos, bien asentado sobre la superficie del agua, a la cual apenas perturbaba. Los miró desde una hilera de ojos brillantes de color verde y dorado, escrutándolos de modo melancólico.

— ¡Eh, tú! ¡Aguazancos! — gritó Hresh —. ¡Dinos cómo encontrar la ciudad de los ojos-de-zafiro!

Y, sorprendentemente, la inmensa criatura respondió de inmediato con el mensaje silencioso de su mente.

— Está justo a dos lagos y un arroyo de aquí, en dirección a la puesta del sol. ¡Todo el mundo lo sabe! Pero, ¿de qué os servirá llegar hasta allí? — El aguazancos se echó a reír con un horrible estrépito. Era una risa chillona e histérica. Comenzó a plegarse sobre sí mismo, segmento sobre segmento, hacia el lago — ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué os servirá? — Volvió a reír, y luego desapareció bajo las negras aguas.

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